II. Una singular ceguera de los seres humanos
Nuestros juicios sobre el valor de las cosas grandes o pequeñas, depende de los sentimientos que las mismas cosas despiertan en nosotros. Cuando reputamos preciosa una cosa como consecuencia de la idea que formamos de ella, es porque la misma idea está ya asociada a un sentimiento. Si estuviésemos radicalmente privados de sentimientos y en su virtud pudiesen las ideas reinar por sí solas en nuestra mente, nos hallaríamos completamente libres de todas nuestras simpatías y antipatías, y seríamos incapaces de atribuir mayor importancia o significación a una que a otra situación, a una que a otra experiencia de nuestra vida.
Ahora bien: la ceguera de que quiero hablaros es la que todos sufrimos con relación a los sentimientos de las criaturas y de las personas diferentes de nosotros.
Somos seres prácticos y tenemos bien determinadas las funciones y los deberes que hemos de cumplir. Cada uno está obligado a sentir intensamente la importancia de sus propios deberes y la significación de las situaciones que provocan su aparición. Pero tal sensación es en cada uno de nosotros un secreto vital y en vano miramos a los demás para que sientan por ella la misma simpatía. Los demás viven demasiado absortos en los secretos vitales que les son propios para que se interesen por los nuestros. De este procede la estupidez y la injusticia de nuestras opiniones en cuanto se refieren al significado de la vida de los demás; y procede asimismo la falsedad de nuestros juicios en cuanto presumen de decidir de un modo absoluto sobre el valor de las condiciones o de los ideales ajenos.
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Tomemos como ejemplo nuestros perros y nosotros. Nos unen, como es sabido, lazos bastante más íntimos y estrechos que muchos otros que existen en el mundo. Y, sin embargo, en medio de la amigable ternura que nos liga, ¡cuán insensible es cada uno a lo que tiene más importancia en la vida del otro! Nosotros concedemos muy poca a las excelencias del hueso roído debajo de la mesa. Ellos atribuyen muy poca a las delicias de la literatura y el arte. Cuando estáis leyendo la novela más emocionante que ha caído en vuestras manos, ¿qué opinión formará al fox-terrier de vuestra actitud? Con toda su mejor voluntad, no puede explicarse su inteligencia la naturaleza de vuestra conducta. ¿Por qué estáis sentados como una estatua, cuando podríais arrojar un bastón para que corriese a cogerlo? ¿Qué misteriosa dolencia es la que os sobreviene cuando cogéis una cosa blanca y larga y la estáis mirando horas enteras, en la más completa inmovilidad y sin la menor expresión de una vida consciente? Ciertos africanos se aproximaron un poco más a la verdad, sin llegar a ella por completo, cuando se agrupaban maravillados alrededor de aquel viajero americano que había encontrado en el centro del áfrica un ejemplar del Comercial Advertiser de Nueva York y devoraba una tras otra las columnas del mismo. cuando hubo concluido, los indígenas le ofrecieron por aquel misterioso objeto un precio muy elevado, y como el viajero les preguntase para qué lo querían, contestaron: “Porque es un remedio para la vista.” Era ésta la única razón que acertaban a atribuir al prologando baño que el viajero había hecho sufrir a sus ojos sobre la superficie del periódico.
El juicio del espectador pierde el camino de las causas y no puede llegar a la verdad. El sujeto juzgado conoce una parte del mundo real que el espectador que juzga no llega en cambio a entrever: aquél conoce más lo que el espectador conoce menos; y donde existe tal conflicto de opiniones y tal diferencia de visión, hay más obligación de creer que el lado más verdadero es el de aquel que siente más, no el de aquel que siente menos.
Permitid que os refiera un ejemplo personal de esos que se registran todos los días:
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Hace algunos años, viajando por las montañas de la Carolina del Norte, pasaba junto a muchos “cowes” (que así llaman allá a unos pequeños valles tendidos entre las colinas) recientemente talados y provistos de nuevas plantaciones. Su vista me produjo una impresión completamente desagradable. Por lo regular, el colono había derribado los árboles más útiles, dejando sólo la base del tronco; pero a los árboles demasiado grandes se había limitado a abrirles una incisión alrededor del tronco con objeto de que se secaran, evitando así la excesiva sombra de su follaje; después había construido una cabaña de troncos, obturando con arcillar los intersticios, y en torno de tal escena de destrucción había dispuesto una valla rústica muy elevada para tener separados de la casa los cerdos y las ovejas. Por fin, había sembrado trigo entre los árboles y los troncos mochos que quedaban, y allí vivía con la mujer y los hijos. Toda su hacienda se reducía a un hacha, un fusil, unas pocas herramientas, algunos cerdos y algunos pollos.
El bosque había sido destruido y esto que lo había beneficiado resultaba horrible; parecía una úlcera, sin un solo elemento de gracia artificial que compensase todas las bellezas naturales que había perdido. En verdad, debía de ser desgraciada la vida del colono, navegante sin vela, como dicen los marineros, que empezaba de nuevo la existencia en el mismo punto de donde habían partido nuestros antepasados, y en condiciones muy poco mejoradas por el decurso de las generaciones que le habían precedido.
¡No me habréis de volver a la Naturaleza! —decíame al pasar por aquellos lugares bajo la opresión de la aridez que me rodeaba.— ¡No me habléis de la vida del campo para los viejos y para los niños! ¡Las pobres manos desnudas y la tierra sola para sostener la ruda batalla! ¡Jamás es dable prescindir de los últimos beneficios de la cultura! La belleza y las comodidades conseguidas por los siglos de cosa sagrada. Constituyen nuestra herencia y tenemos derecho a ella por el solo hecho de haber nacido. No es posible que persona alguna moderna desee vivir un solo día en un estado tan rudimentario y lleno de privaciones.
Y dije en seguida al montañés que me servía de guía: “¿A qué clase de genera están confiadas estas labores de tala?” “Pues, a todos nosotros —contestóme,— ¿por qué cómo podríamos acomodarnos aquí si no obtuviésemos uno de estos cowes para roturarlos?”— Comprendí instantáneamente que no había acertado a comprender el significado interior de aquella situación.
Porque a mí, aquel desmoche me daba sólo una impresión de pobreza y pensaba que a aquel que con sus vigorosos brazos y su fiel hacha lo había realizado, debía de producirle el mismo efecto. Pero él, cuando miraba aquellas monstruosas bases de troncos, recordaba una victoria personal. Todo aquello hablábale de su sudor honrado, de fatiga obstinada e industriosa, y de la recompensa final. La cabaña era para él, para la compañera, para los niños, una garantía de salvación. En una palabra: aquella tala que no era para mi retina sino un cuadro repugnante, era para él un símbolo perfumado de recuerdos morales, y le cantaba el poema del deber, de la lucha y de la victoria. Había yo estado tan ciego para la idealización peculiar de su condición, como él mismo habíalo estado seguramente respecto de mis ideales si hubiese podido dar una ojeada a las extrañas maneras académicas de mi vida doméstica en Cambridge.
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Cada vez que un método de vida comunica cierto ardor al individuo, la vida adquiere un significado esencial, genuino.
Roberto Luis Stevenson ha ilustrado este hecho con un ejemplo que expone en un ensayo que merece alcanzar la inmortalidad, tanto por la verdad del fondo como por las excelencias de la forma.
“A fines de Septiembre —escribe Stevenson— cuando se acercaba la apertura del curso y las noches iban siendo muy oscuras, empezamos a salir de nuestras respectivas casas, provistos cada uno de una linterna de ojo de buey. Tan notable fue la cosa, que determino una pequeña revolución en el comercio de la Gran Bretaña, de modo que los drogueros, al poco tiempo, empezaron a adornar sus escaparates con el artefacto que servía para nuestras particulares iluminaciones. Llevábamos la lamparilla encima de la barriga, colgada de una gancho de cricket, y por encima de ella —según la consigna que nos habíamos dado— abotonábamos el sobretodo. Aquellas lamparillas, no sólo apestaban a lata recalentada, de una manera infame, sino que por añadidura apenas ardían aun cuando las estábamos despabilando metódicamente. La verdad es que no servían para nada, de suerte que el placer que nos producían era puramente imaginario. Los pescadores ponían linternas en sus barcos, y de ellos seguramente habíamos tomado ejemplo, aun cuando ni sus linternas eran de ojo de buey, ni nosotros tratábamos de imitarles en otra cosa. Los agentes llevaban las linternas sobre la barriga y lo mismo hacíamos nosotros; pero, por lo demás, no habíamos soñado en echárnoslas de polizontes. Quizá más bien pretendíamos imitar a los ladrones, recordando edades pasadas en que las linternas de ojo de buey eran mucho más comunes, y ciertos libros de cuentos en que esta clase de lámparas hacía un papel extraordinario. Pero, lo cierto es que, en resumen, el placer que aquellos nos procuraba puede llamarse sustantivo, pues nuestra felicidad consistía pura y simplemente en ser un chiquillo con una linterna sorda debajo del abrigo.
Cuando dos de esos excéntricos muchachos se encontraban, brotaba en seguida esta pregunta: “¿Tienes tu linterna?” a la cual correspondía un ‘sí’ de persona satisfecha. Estas eran las frases de consigna, por otra parte muy necesarias, pues como era de ordenanza llevar oculta nuestra gloria, nadie podía reconocer a un portador de linterna como no fuese por lo que apestaba. Alguna vez cuatro o cinco de esos rapaces se recogían bajo el vientre de algún barco de pesca, o en alguna caverna de la playa, mientras el viento batía a más y mejor. Parece que entonces se abrían los sobretodos y quedaban las linternas al descubierto: a su luz vacilante, bajo la bóveda pavorosa y agitada de la noche, acariciados por el aroma de lata asada, aquellos jovencitos se apretaban unos contra otros sobre la arena fría o sobre la palanca del barco de pesca, embriagándose de cuentos adecuados a las circunstancias. ¡Por desgracia, no puedo referiros uno como ejemplo!... Pero el relato no pasaba de ser un condimento, y hasta esas mismas reuniones no eran más que fenómenos accidentales en la carrera de los portadores de linternas. La esencia de aquella gloria paradisíaca consistía en caminar solos bajo la negra noche, con la lámpara cubierta y el sobretodo bien abrochado, sin que se escapase un solo rayo de luz que nos permitiese ver donde poníamos los pies, ni descubrir al público el secreto de nuestra felicidad.
Se ha dicho que en el corazón de todo hombre, aun del más torpe, ha muerto joven un poeta. Se puede sostener también que un bardo (inferior a un poeta en muchos respectos) sobrevive en la mayoría de los casos, y forma el perfume de la vida de aquel que lo posee. No se hace bastante justicia a la fluidez y frescura de imaginación del hombre. Su vida parecerá desde fuera un insignificante montículo de tierra; pero su corazón puede encerrar un camarín de oro donde encuentre un baño de delicias. Aun cuando siga una senda muy sombría, ¿quién os dice que no lleva sobre la barriga alguna linterna de ojo de buey?
Da una excelente idea de la rapidez de la vida, la leyenda de aquel hermano que atravesando el bosque, se para a escuchar el canto de un pájaro, oye dos o tres gorjeos y regresa al convento. Pero allí le miran como un extraño por haber estado ausente tanto años. Sólo uno de sus compañeros sobrevive y éste consigue reconocerle después de muchos esfuerzos.
La morada de este pájaro hechicero no es solamente el bosque. Canta donde más impresión puede producir. El mísero escucha y sucumbe al encanto: entonces sus días son momentos. Sin otro amuleto que una hedionda lámpara, helo evocado yo sobre la playa desierta. Toda vida que no sea puramente mecánica, se teje con dos hilos: buscar el pájaro y pararse a escucharlo. Por esto es muy difícil apreciar el valor de una vida y es imposible comunicar a otra las delicias que cada una posee. El conocimiento de este hecho y el recuerdo de las horas felices en que el pájaro ha cantado para nosotros, nos hace leer con asombro las páginas de los escritores realistas. En ellas encontramos un cuadro exacto de la vida en cuanto se compone de cal y de hierro, de deseos y temores a bon marché que nos avergonzamos de recordar; pero de las notas de aquel ruiseñor devorador del tiempo no encontramos el menor eco.
Si en alguna novela realista habéis encontrado algo que se pareciese a la historia de mis portadores de linternas sobre la barriga, habréis hallado la descripción de unos muchachos ateridos de frío, hundidos en la arena de la playa y sobrecogidos de terror— y así es verdad que estaban; y habréis leído sus discursos estúpidos e indecorosos— que también es verdad que eran así. A vuestros ojos de lector aquellos chicos estaban mojados, fríos y asustados; pero preguntadles a ellos y os dirán que se hallaban en un paraíso de recónditos placeres, aun cuando estos no tuvieran otro fundamento que una linterna que apestaba endiabladamente.
En verdad, para decirlo una vez más, el fondo del placer de un hombre es a veces muy difícil de comprender. Puede unas veces derivarse de un simple accesorio, como una linterna, de igual modo que puede obedecer a misteriosos procesos psicológicos. Tiene tan pocos lazos con las cosas externas, que puede ni siquiera tocarlas, de modo que la verdadera vida del hombre, aquello que es causa de que acepte con agrado el seguir viviendo, se encuentre del todo en el campo de la fantasía. En tal caso la poesía rueda oculta.
El observador —pobre espíritu documentado— anda perdido. Porque mirar al hombre es bien poca cosa. podemos ver el tronco de que se nutre, pero él mismo está fuera y lejos, en la cúpula verde del follaje, a cuyo través murmura el viento, y donde los pájaros fabrican amorosamente sus nidos. El verdadero realismo es siempre y en todas partes el de los poetas, que buscan donde reside la alegría para prestarle con sus cantos una voz que llegue muy lejos.
No conseguir la alegría es perderlo todo. En la alegría de cada uno que obra consiste el sentido de todas sus acciones; su explicación, su excusa. Para el que ignora el secreto de la linterna, la escena de la playa carece de sentido. De aquí proviene la falta de realidad de obsesionante y verdaderamente fantástica de los libros realistas. En ninguno de ellos encontramos la poesía personal, la atmósfera encantada, la obra irisada de la fantasía que viste lo que está desnudo y parece ennoblecer lo más bajo. En todos ellos la vida cae muerta como el barro, en vez de levantarse como un globo a los vivos colores del sol naciente. Ninguno de ellos es verdadero, porque ningún hombre vive la realidad exterior entre sales y ácidos, sino en la cálida camarilla fantasmagórica de su cerebro formado de vidrieras decoradas y paredes cubiertas de pinturas” [5].
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Estos parágrafos son lo mejor que conozco de Stevenson. "No conseguir la alegría es perderlo todo." Así es, en realidad. Cada uno de nosotros tiene una vocación singular bien especificada como suya propia. No parece sino que la energía necesaria para los deberes particulares sólo puede alcanzarse haciendo impenetrable el corazón para todo lo que sea diferente de ellos; de suerte que nuestra obtusidad para comprender las formas particulares de alegría, con excepción de una sola, viene a ser el precio con que pagamos el ser criaturas prácticas. A veces en algún mísero soñador, en algún filósofo, poeta, novelista —o cuando el hombre práctico se enamora— cede la dura corteza exterior, y una ojeada lanzada como un relámpago en el mundo efectivo —como le llama Clifford— en el vasto mundo de vida interior que irradiamos, tan diferente del mundo de las apariencias externas, ilumina nuestra mente. Esto basta para conmover todo el esquema habitual de nuestros valores, para que nuestro Yo se descomponga, y sus limitados intereses queden a un lado: es preciso hallar un nuevo centro, una nueva perspectiva.
Este cambio se halla muy bien descrito en Josiah Royce:
"¿Qué es, pues nuestro vecino? Has mirado su pensamiento y su sentimiento como algo diferente de los tuyos. Te has dicho: "Un dolor en él, es semejante a un dolor a mí, pero mucho más fácil de soportar." Te produce el efecto de algo menos vivo que tú: su vida es oscura, fría: un pálido fulgor en comparación con tus ardientes deseos. Así, a tientas y por instinto, has juzgado a tu vecino sin conocerlo, porque eres ciego. Has hecho de él una cosa, no un yo. Abandona tal ilusión y procura simplemente conocer la verdad. El dolor es el dolor, la alegría es la alegría en todas partes como en ti mismo. en todos los trinos de los pájaros del bosque, en los aullidos todos de los animales heridos o moribundos; en el mar sin límites donde miriadas de criaturas se agitan y perecen; entre todos los salvajes; en toda enfermedad y en todo júbilo y en toda esperanza; dondequiera, desde lo más bajo a lo más noble, se halla la misma vida consciente, ardiente, llena de voluntad, indefinidamente múltiple, como las formas de las criaturas vivientes, inextinguiblemente como los rayos del Sol, real como esos impulsos que ahora mismo palpitan en tu pequeño corazón de egoísta. Levanta los ojos, observa esa vida y luego ve y desmiéntela si puedes. Como hayas conocido esto, habrás ya empezado a conocer tu deber" [6].
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Esta visión más elevada de un significado interior en todo aquello que hasta entonces habíamos considerado fríamente de un modo exterior, a veces invade a una persona de improviso, y cuando esto ocurre forma época en la historia del sujeto. Existe en aquel momento una profundidad de concepción que nos obliga a atribuir a aquel instante una realidad mucho mayor que a las demás ocasiones de la vida.
La pasión de amor se revelará en un individuo como una explosión, y determinará en otro una melancolía que durará toda la vida, como si llevase un clavo hundido en el pecho.
Este místico sentido de secreta significación procede quizás de causas naturales sobrehumanas.— Corto un pasaje de Oberman, novela francesa que alcanzó cierta fama en sus tiempos:
"París 7 de marzo.—Estaba el día encapotado y frío, y, sintiéndome melancólico, paseaba falto de ocupación. Pasé junto a unas flores colocadas a la altura de mi pecho: era unos junquillos y me produjeron una violenta impresión de deseo: eras las primeras flores del año. Sentí de pronto toda la felicidad que está reservada al hombre. la armonía de las almas que no tiene expresión posible, el fantasma del mundo ideal surgió en mí con toda su plenitud. Jamás había sentido nada tan grande y tan súbito. No sé qué formas, qué analogías, qué secretas afinidades hiciéronme ver en aquellas flores una belleza sin límites... Jamás podré expresar en concepción alguna esta inmensidad, este poder que no tiene expresión humana; esta forma que jamás se contendrá en ninguna parte, este ideal de un mundo mejor, que se siente, pero que parece no haber sido creado por la naturaleza" [7].
Wordsworth y Shelley han sido pródigamente dotados para sentir esa significación oculta de las cosas naturales. En el primero se ofrece tal cualidad con caracteres de austeridad:—“En toda forma natural, roca, fruto o flor, aun en la misma piedra abandonada en el camino público, existe una vida moral. Yo la veía sentir o la asociaba a algún sentimiento: la gran masa yace sepultada en alguna alma que la estimula, y todo lo que yo miraba, tenía para mis ojos un significado interior” [8].
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"¡Manifestaciones auténticas de cosas invisibles!"— Bien se comprende, por lo expuesto, que lo que sentía Wordsworth en sus arrebatos y en la luz que le daba vida, era ese presencia de algo desconocido en la naturaleza, que no podía exponer con orden lógico ni con sonidos articulados. Para él basta que por sí mismo haya experimentado momentos de arrebato semejantes; los versos en que Wordsworth expone simplemente el hecho, suenan como una afirmación autorizada que halaga el corazón: "Espléndida —despuntó el alba, como una pompa insuperable, —gloriosa como nunca la había visto. Delante de mí —el mar rielaba en lontananza: más cerca aparecían las sólidas montañas relucientes como las nubes —verdeantes, perdiéndose en las luces del cielo; —y en las praderas y en los planos inferiores— se mostraba toda la dulzura de una colina,—nieblas, vapores y la melodía de las aves, —y los campesinos que iban a la labor de los campos."
"Ah, no necesito decirte, caro amigo, que mi corazón —hallábase colmado hasta los bordes; yo no hacía votos —pero se hacían votos por mí; un lazo para mi desconocido —se estrechaba; yo debía haber sido desde aquel instante, cantando siempre más —un espíritu delicado. Por esto me marché —lleno de una santidad agradecida que todavía dura."
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Cuando Wordsworth se marchaba lleno de su inmensa alegría interior, respondiendo a la vida secreta de la naturaleza que a su alrededor se agitaba, los aldeanos próximos a él, preocupados por sus tareas, debieron juzgarle un personaje bien insignificante y medio tonto. No se les ocurriría ciertamente la idea de maravillarse de lo que llevaba en su interior. Y sin embargo, aquella vida interior encerraba la esencia de un significado que ha alimentado muchas otras almas y que aun hoy día las llena de una interna alegría.
Ricardo Jefferies ha dejado un notable documento titulado La historia de mi corazón; y en él cuenta prolijamente el arrebato que le producía el sentir en su juventud la vida de la naturaleza. A propósito de la cumbre de cierta colina dice lo siguiente:
"Estaba absolutamente solo con el sol y la tierra. Acostado en la hierba hablaba con la voz del alma, a la tierra, al sol, al cielo, a las estrellas, al Océano distante, más allá de mi vista... Con toda la intensidad del sentimiento que me exaltaba, en la comunión estrecha que me ligaba a la tierra, al sol, al cielo, a las estrellas que la excesiva luz me ocultaba, el Océano —no es posible expresar con palabras la vibrante profundidad de estos sentimientos— con todas estas cosas yo me he divertido como si fuesen los trastes de un instrumento que yo pulsase. El sol inmenso derramando luz, la tierra poderosa —tierra querida, — el cielo ardiente, el aire puro, el pensamiento del Océano, la inefable belleza de todas las cosas, me llenaban de un arrebato, de un éxtasis, de un soplo divino. Aquel soplo me hizo rezar... Y la plegaria, esa emoción del alma, era fin de sí misma; yo no la individualizaba en un objeto: era una pasión. Escondí el rostro en el césped. Estaba postrado, me sentía arrebatado, arrastrado muy lejos... Si algún pastor me hubiese visto en aquella postura, se hubiera figurado que estaba descansando, porque mi estado no se traducía en modo alguno al exterior. ¿Quién hubiera podido imaginar el torbellino vertiginoso de la pasión que se agitaba en mi pecho, mientras estuve tendido en aquella colina?" [9].
¡He aquí una hora de vida inútil si se la quiere apreciar contrastándola con la unidad del valor comercial! Y, con todo, ¿cómo establecer el valor de una hora si no es dable apreciarlo con unos sentidos afinados como los de Jefferies y Wordsworth?
¡Ah! Pero al afán de los intereses prácticos nos vuelve tan ciegos y tan sordos para otra cosa, que no parece sino que sea preciso perder todo valor de ente práctico si se quiere alimentar la esperanza de conseguir cierta agudeza y alcance de visión que nos permita formarnos un concepto del significado de la vida desde un punto de vista suficientemente amplio. Solamente vuestros místicos, vuestros soñadores y tal vez vuestros payasos y vuestros vagabundos, pueden permitirse esa ocupación tan simpática, una ocupación que descompone en un abrir y cerrar de ojos, toda la vieja escala de los valores humanos, dando a la pereza más precio que al poder y arrojando al aire en un minuto todas las distinciones que un hombre común, fiel a los convencionalismos, emplea su vida entera en echarse encima. Así podréis ser profetas, pero no obtendréis éxitos en el mundo.
Walt Whitman, por vía de ejemplo, es considerado por muchos de nosotros como un profeta contemporáneo. Ha abolido las distinciones entre los hombres, ha roto con todos los convencionalismos, y difícilmente ama o celebra un atributo humano que no sea común a todos los miembros de la raza. Por esto es una especie de vagabundo ideal: un caballero errante de los imperiales de los ómnibus o de los barcos de vapor, y tanto si se le considera desde el punto de vista práctico, como desde el punto de vista académico, es un ser sin valor, perfectamente improductivo.
Sus versos son simples hilos de cosas sin tema, sin verbo, series de interjecciones hasta perder el fiato. Ha sentido el movimiento dela muchedumbre con el mismo arrebato con que Wordsworth sentía la montaña: lo ha sentido como una presencia, significativa como ninguna, tanto que el mero hecho de absorber en ella la propia mente constituye para él una tarea bastante a llenar la vida entera de un hombre de bien, acostumbrado a tomar las cosas por el lado serio.
He aquí lo que siente nuestro profeta cuando encuentra el barco de Brooklin:
"¡Onda que surges bajo mis pies! Yo te miro frente a frente.—¡Nieblas del Oeste! ¡Elevado sol del Mediodía! También os miro cara a cara. ¡Multitud de hombres y de mujeres vestidos con vuestros trajes de costumbre! ¡Qué cosa tan curiosa sois para mí!— Los centenares y centenares que veo volviendo a casa en los barcos, excitan mi curiosidad mucho más de lo que podréis suponer;— y vosotros que hace años atravesáis de una a otra orilla, sois para mí mucho más de lo que pensáis, entráis en mis meditaciones mucho más de lo que os es dable suponer.—Otros entrarán en el barco y pasarán de una orilla a otra.— Otros habrá que miren el curso de las ondas.— Otros verán la barca del Manhattan al Noroeste y la altura de Brooklin al Sudeste.— Otros verán las islas grandes y las pequeñas islas.— Dentro de cincuenta años, otros verán todo esto, mientras atraviesen el río, bajo el sol del Mediodía.— Y dentro de cien años y de otros cien años más, otros las verán.— Gozarán de la salida del sol, del flujo y del reflujo de las aguas.— Nada importa el tiempo ni el espacio, nada la distancia.— Lo mismo que sentís contemplando el río o el cielo, lo he sentido yo a mi vez.— Como cualquiera de vosotros forma parte de esa multitud viviente, formo yo parte de ella.— De igual modo que vosotros, me refrescan a mi las brisas del río.— Lo mismo que vosotros miráis los innumerables mástiles de las embarcaciones y las infinitas chimeneas de los vapores, los he mirado yo antes.— Infinitas veces, infinitas veces he atravesado el río a las doce del día.
He mirado los albatros y los he visto elevarse en el aire y sostenerse sobre sus alas inmóviles. —He visto el fulgor del sol iluminar partes de su cuerpo, dejando el resto en la sombra.— He visto sus lentos y anchos círculos, inclinarse gradualmente hace el Sud.— Y las blancas velas de los bergantines y de las navecillas, y las grandes embarcaciones firmes sobre sus anclas,. Y los marineros trabajando en las cuerdas, y sus gallardetes flotando al viento.— Y los cendales del crepúsculo, las oleadas majestuosas, y las crestas de espuma gárrulas y centelleantes.— La lontananza que se va oscureciendo.— Los muros grises de granito de los almacenes del puerto.— En la vecina playa los ardientes fuegos de los hornos de fundición irguiéndose en medio de la noche y haciendo volar sombras negruzcas.
—Estas y otras muchas cosas eran para mí lo mismo exactamente que son para vosotros” [10].
Y así va siguiendo un poema divinamente bello. Si además deseáis saber cuál sea —según el— la mejor manera de aprovechar la oportunidad de la vida que el cielo ofrece, leed el delicioso volumen de sus cartas a un joven amigo suyo:
"Nueva York, 9 de octubre de 1868.
Querido Pete: ¡Qué mañana tan hermosa, serena y fresca! He salido para dar un corto paseo a lo largo del río que dista poco de mi casa. ¿Te he de decir qué es de mi vida? Generalmente, por la mañana escribo, después me baño; salgo cerca de mediodía, paseando a la ventura, o llego con algún amigo hasta el centro de la ciudad, o bien hago algunas compras. Si el tiempo es a propósito, me hago llevar por algún cochero amigo sobre el Broadway de la calle vigésima tercia de Bowling Green, tres millas para la ida y tres para el regreso. Todos los días tengo mucho que hacer: no hay hora para mí sin ocupación. Es una diversión sin límites: un estudio y un recreo, el pasear en carroza un par de horas a lo largo de Broadway: todo lo voy viendo como en una especie de panorama viviente que nunca se acaba: muestras de comercio, espléndidos edificios con grandes ventanales; pasan de continuo por las aceras mujeres ricamente vestidas, siempre diferentes, mucho mejores que todo lo demás que pueda verse... Un verdadero río de gente... Hombres también muy bien vestidos a la última moda, infinidad de forasteros, multitud de coches particulares y de alquiler, los ómnibus de los hoteles, carros, vehículos de toda especie... Y el esplendor de la calle con tan suntuosos edificios, incrustados muchos de mármol blanco; y la alegría y el movimiento que se nota en todas partes... Ya comprendes que estoy es muy bello, cuando hace buen tiempo, para un vagabundo como yo que se goza lo que es decible viendo el mundo de los negocios agitarse en torno, mientras cómodamente mira y observa” [11].
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Fútil manera de pasar el tiempo —pensaréis muchos de vosotros,— y, sin embargo, es muy conveniente para un hombre de cierta edad. Porque, vamos a ver, profundizando la materia, ¿quién es que conoce mayor parte de la verdad, y quién menor parte de ella, Whitman sobre su imperial del ómnibus, lleno de la intensa satisfacción que le inspira el espectáculo, o vosotros llenos del desdén que sentís por la futilidad de su ocupación?
Cuando vuestro vulgar brooklinés o neoyorkino, que vive una vida demasiado lujosa, o está melancólico e inquieto por sus negocios personales, encuentra el barco o pasea por el Broadway, su fantasía no puede, como la de Whitman, "levantarse y cernirse entre los colores del crepúsculo", ni en su interior puede en modo alguno realizar el hecho indiscutible de que nunca, en lugar alguno, en tiempo alguno, este mundo contiene una cantidad mayor de divinidad esencial o de significación eterna, que la que informa el espectáculo que sus ojos ven con tanto indiferencia. Allá está la vida, y un paso más allá está la muerte. Allá está la única forma de la belleza que ha existido. Allá, la antigua batalla humana con los frutos que ha producido. Allá, el espíritu y la letra: lo real y lo ideal reunidos. Pero para el ojo mortecino y flojo todo es vulgar e inexpresivo, fatigoso y desagradable. "¡Puah! ¡qué repugnante visión!"— decía Carlyle cuando paseaba de noche con alguno que le llamaba la atención sobre el esplendor del firmamento. Así ocurre que la eterna repetición de una escena por todas las generaciones, que el eterno retorno del orden establecido, que llenan de íntima satisfacción a un Whitman, constituye para un Schopenhauer una anestesia emocional, el ingrediente principal del tedio para un espíritu como el suyo lleno hasta los bordes del sentimiento de "terrible vanidad interior" ¿Qué cosa es en suma la vida—se pregunta— sino la eterna representación de la misma vanidad, el mismo ladrar de los perros, el mismo sempiterno graznar de las aves? Y, sin embargo, de las mismas fibras de que están formadas esas futilidades, está compuesto y tejido el material de todas las excitaciones, de todas las alegrías, de todas las significaciones que fueron, son y serán en el mundo.
El sentirse, como Whitman, arrebatado por el simple espectáculo de la presencia del mundo, es un modo, y en verdad, el modo más fundamental de reconocer su significado y su importancia inconmensurable. ¿Pero, cómo se puede llegar al sentimiento del significado vital de un experimento, si no se sabe por dónde empezar? No existe para esto precepto alguno. Siendo un secreto y un misterio, frecuentemente ocurre de un modo inesperado y misterioso. Quizá florece en la misma tumba donde creíamos para siempre enterrada nuestra felicidad. Benvenuto Cellini, después de una vida pasada en los esplendores del Renacimiento, entre las aventuras y las excitaciones del arte, hállase de improviso recluido en la base de la torre mayor del castillo de Sant’Angelo, lugar horrible abundante en ratones, humedades e inmundicias. Sobre esto, tiene una pierna rota y el escorbuto hace castañetear los dientes. Sin embargo, sus pensamientos se dirigen a Dios, como nunca lo había hecho hasta entonces. Consigue proveerse de una Biblia y la lee durante la única de las veinticuatro horas del día en que un rayo de luz reflejada penetra en su pocilga; tiene visiones místicas; canta salmos y compone himnos sacros.
Y pensando el último día de Julio en las fiestas religiosas que al día siguiente han de celebrarse en Roma, hace esta observación: "En años anteriores celebré esta fiesta entre las vanidades del mundo, pero este año la celebraré con la divinidad de Dios. Por esto dígome a mí mismo: ¡Oh, cuánto más feliz y soy con esta mi vida presente, que con todas aquellas cosas que recuerdo!" [12].
Mas el gran intérprete de estos misteriosos y eternos flujos y reflujos es el conde Tolstoi, pues constituye el relieve de todas sus novelas. Pedro, el héroe de La guerra y la Paz, es reputado el hombre más rico del imperio ruso, y durante la invasión francesa cae prisionero y es conducido muy lejos por el enemigo en su desastrosa retirada. Asáltanle todas las formas de miseria: el frío, el hambre, la sed, los gusanos, y de todo ello resulta en su mente una revelación de la escala real de los valores de la vida. "Entonces solamente apreció, porque se hallaba privado de ello, el goce de comer cuando se tiene hambre, de beber cuando se tiene sed, de dormir cuando se tiene sueño, de calentarse cuando se tiene frío y de hablar cuando deseaba conversación... Más tarde, recordaba siempre con alegría aquel mes de esclavitud, y no cesó de hablar con entusiasmo de las inefables sensaciones y, sobre todo, de la calma moral que había experimentado durante aquel período de su vida. Cuando al amanecer del día siguiente a aquel en que cayó prisionero, ve la cúpula oscura todavía y las cruces del monasterio, el rocío brillante sobre la hierba polvorienta, la montaña y sus vertientes cubiertas de bosque que se perdían a lo lejos en una niebla grisácea; cuando se siente acariciado por una fresca brisa, y de improviso mira brotar la luz entre los vapores de la niebla y el sol levantarse majestuoso por entre las nubes, las cruces y la cúpula, y en lontananza el río brillar a sus rayos esplendentes y juguetones, el corazón de Pedro da un vuelco de emoción. Aquella emoción ya no le abandonó: no hizo sino centuplicar sus fuerzas a medida que se hacían más graves las dificultades de su situación... De todo aquello que le pasaba, del género de vida a que forzosamente se hallaba sometido, dedujo que el hombre había sido creado para la felicidad, que esta felicidad está en él mismo, en la satisfacción de las exigencias cotidianas dela existencia; y que la desgracia es el fatal resultado, no de la necesidad, sino de la abundancia. Acabábase de revelar en él una nueva y consoladora verdad: la de que en este mundo nada hay irremediable, y que, del mismo modo que el hombre jamás es del todo feliz e independiente, tampoco es nunca del todo infeliz y esclavo. Comprendió que el padecimiento tiene sus límites, lo mismo que la libertad, y que dichos límites se tocan: que el hombre acostado en un lecho de hojas de rosa, de las cuales está doblada una sola, sufre tanto como el que adormeciéndose sobre el suelo húmedo se siente transido de frío: que él mismo había sufrido tanto con los zapatos de baile demasiado ajustados, como entonces con los pies desnudos y doloridos...
Reinaba la calma en el vivac, una hora antes tan animado con el rumor de las voces y el chisporroteo de las hogueras, cuyos tizones palidecían y se apagaban poco a poco. La luna llena tocaba al cenit: los bosques y los campos, hasta entonces invisibles se dibujaban claramente alrededor, y más allá de aquellos campos y de aquellos bosques inundados de luz, la vista se perdía en la infinita profundidad de un horizonte sin límites. Pedro, con la mirada sumergida en el firmamento, donde centelleaban en aquel instante miriadas de estrellas, pensó: "Todo esto es mío: ¡todo esto es en mí y es yo! ¡Y se figuran haber hecho prisionero esto!¡Y esto es lo que se figuran haber encerrado en una barraca!" Sonrió y volvió a acostarse entre sus compañeros" [13].
La ocasión y la experiencia no tienen importancia alguna. Todo depende de la capacidad que tiene el alma para ser impresionada, de sentir la propia corriente vital vibrar a impulsos de lo que encuentra al paso. "Atravesando un lugar muy común—dice Emerson—con los patines de nieve, al caer la tarde y bajo un cielo plomizo, sin tener en mi pensamiento ningún motivo especial, me ha dado un acceso de risa. Me ha alegrado la idea de mi rinconcito junto a la lumbre."
***
La vida merece siempre ser vivida y todo consiste en tener la sensibilidad correspondiente. Muchos de nosotros pertenecientes a las clases que a sí mismas se llaman cultas, nos hemos alejado demasiado de la Naturaleza. Nos hemos dedicado a buscar exclusivamente lo raro, lo escogido, lo exquisito y a desdeñar lo ordinario. Estamos llenos de concepciones abstractas y nos perdemos entre las frases y la palabrería; y así es que mientras cultivamos esas funciones más elevadas, la peculiar fuente de la alegría, que se halla en nuestras funciones más simples, muy a menudo se seca, de modo que quedamos ciegos e insensibles en presencia de los bienes más elementales y de las venturas más generales de la vida.
En semejantes condiciones, el remedio consiste en el descenso a un nivel más primitivo. Ser prisionero, náufrago o soldado por fuerza, servirá siempre para mostrar la bondad de la vida a muchos pesimistas cultos. Viviendo al aire libre y sobre la tierra, el plato de la balanza que estaba bajo se levanta lentamente hasta hallarse en equilibrio, y la hipersensibilidad y la insensibilidad se equiparan. Los atractivos de los esquemas ficticios palidecen, mientras crecen y aumentan cada vez más los de ver, oler, gustar, dormir, actuar con el propio cuerpo. Los salvajes y los hijos de la naturaleza, a los cuales nos estimamos muy superiores, viven ciertamente en condiciones que para nosotros serían mortales, y, sin embargo, si ellos tuviesen la facilidad de escribir que nosotros tenemos, con seguridad harían conferencias sensacionales sobre nuestra impaciencia por mejorar y sobre nuestra ceguera respecto de los bienes estáticos fundamentales de la vida.
"¡Ah! Hijo mío—decía a un su huésped blanco un jefe de tribu india.— Tú nunca conocerás la gran felicidad de no pensar en nada y de no hacer nada. Esto, después del dormir, es la cosa más encantadora. Así éramos antes de nacer y así seremos después de muertos. Tu gente, cuando ha acabado de cultivar un campo, va a roturar otro; y, como si no fuese bastante el día, he visto a algunos labrando a la luz de la luna. ¿Qué significa su vida comparada con la nuestra, su vida que consumen de esta suerte? ¡Ciegos, que todo lo pierden! ¡Nosotros, en cambio, vivimos al día!" [14].
***
El intenso interés que puede asumir la vida puesta al nivel de la falta de pensamiento, al nivel de la pura percepción sensorial, ha sido descrito magistralmente por W. H. Hudson en su obra: Idle days in Patagonia.
"Pasé la mayor parte de un invierno —escribe dicho admirable autor— en una población sobre el Río Negro, a setenta u ochenta millas del mar.
Solía salir todas las mañanas a caballo, con el fusil y seguido de un perro, trotando a lo largo del valle. Apenas entraba en el enorme y uniforme bosque, me sentía tan solo, como si, no cinco, sino quinientas millas me separasen del valle y del río.
¡Tan salvaje me parecía aquella soledad gris que se extendía hasta lo infinito, no tocada aún por la mano del hombre, y en la cual los animales eran tan raros que ni siquiera habían trazado un sendero visible entre los espinos!... no una, no dos ni tres veces, sino todos los días volví a aquella soledad por la mañana como a una fiesta, abandonándola solamente cuando el hambre, la sed o el sol me obligaban a ello. Y con todo ningún motivo que yo pudiese explicar con palabras me impulsaba a ir allá, pues aunque llevaba un fusil, no podía tirar, ya que la caza estaba en el valle que quedaba detrás de mí... A veces paseaba todo un día sin ver un mamífero, y quizá no más allá de una docena de pájaros. El tiempo durante aquella estación era poco simpático: de ordinario un ligero velo de niebla cubría el cielo, y a menudo un viento helado me entorpecía la mano con que sujetaba la brida. Cabalgaba horas y horas seguidas con un paso lento que en otras circunstancias no habría podido resistir. Llegando a una colina, aceleraba el paso para alcanzar la cima, desde la cual contemplaba el paisaje que se extendía por todas partes con ondulaciones de un aspecto áspero e irregular. ¡Todo era gris! Solamente en el horizonte la línea ondulada de las colinas tomaba un color un poco más obscuro a causa de la distancia. Descendiendo de mi observatorio, buscaba otros puntos elevados para ver desde otro lugar la misma escena, y así sucesivamente durante horas y horas. Al medio día, me apeaba y me sentaba o tendía sobre el plaid desplegado, durante más de una hora.
Un día descubrí un bosquecillo de veinte o treinta árboles muy bien colocados, que presentaba señales evidentes de haber sido frecuentado por un rebaño de ciervos u otros animales silvestres. Aquella colina se distinguía poco de las que la rodeaban, y se convirtió a los pocos días para mí en una costumbre y en puntillo de amor propio, el encontrarla y hacer de ella el lugar de mi reposo al medio día. No comprendo por qué había hecho aquella elección, y muchas veces desviaba mucho de mi camino para ir a sentarme allá, en vez de hacerlo bajo cualquiera de los millones de árboles que cubrían todas las colinas. Lo hacía sin propósito alguno, sin pensar, de una manera inconsciente. Más tarde, parecíame, sin embargo, que habiendo descansado allí una vez, se renovaba mi deseo de hacerlo allí en las veces sucesivas, asociándose a la imagen de aquel grupo de árboles de tronco liso; y así formóse en mí en poco tiempo el hábito de volver a descansar en aquel lugar preciso.
Es quizá inexacto decir que me sentaba a descansar, porque en realidad no estaba fatigado, pero érame muy grata aquella pausa al medio día. Nunca había oído el menor rumor: ni el de una hoja cayendo de un árbol.
Un día mientras escuchaba el silencio, ocurrióseme asombrarme del efecto que habría producido si de pronto me hubiese puesto a gritar con todas mis fuerzas. Parecióme una horrible sugestión y casi me hizo temblar. Con todo, en aquellos días de soledad, era una excepción que un pensamiento atravesase mi mente, hasta el punto que en aquel estado de ésta hubiérame sido imposible pensar. Mi condición era la suspensión y la vigilancia, y, sin embargo, no esperaba aventuras de ninguna clase, y me sentía tan libre de temores como en mi estudio de Londres...
Ciertamente había retrocedido, porque aquel estado de vigilancia y de atención excesiva, acompañado de la paralización de las facultades intelectuales superiores, representaba el estado mental del salvaje puro, que piensa poco, razona poco, guiándose por sus percepciones puramente sensorias: hállase en perfecta armonía con la naturaleza, casi al nivel, mentalmente, de los animales salvajes a quienes acecha y por quienes tal vez es acechado” [15].
Para el lector, las horas que Hudson describe no pasan de ser la relación de una vaciedad en la que no ocurre nada ni hay cosa alguna que describir. Son lapsos de tiempo sin significación. En cambio, para el que siente su secreto interior, revisten una gran importancia. Compadezco al niño y a la niña, al hombre y a la mujer que jamás han oído las voces de esa misteriosa vida sensorial, con toda su irracionalidad —si así queréis que se diga,— mas también con su vigilancia y con su felicidad suprema. Las fiestas de la vida son las funciones de ella cubiertas con aquella especie de mágico encanto que no puede ser descrito.
Y ahora bien, ¿cuál es el resultado de todas estas consideraciones y de tantas citas? Es negativo en un sentido, y positivo en otro. Por una parte, nos prohíbe absolutamente juzgar con precipitación que carecen de sentido las formas de existencia diversas de la nuestra; y nos impone la tolerancia, el respeto, la indulgencia para todos los que vemos sin afectación interesados y felices en la senda que siguen, aun cuando no acertemos a explicárnosla. En pocas palabras: ni toda la verdad, ni toda la bondad se revelan a un solo espectador, sino que cada observador individual alcanza una superioridad parcial de visión gracias a la peculiar posición en que se encuentra. Hasta las cárceles y las salas de los hospitales tienen sus revelaciones. Basta querer que cada uno de nosotros sea fiel a la propia oportunidad y se aproveche cuanto pueda de sus propios bienes, sin la pretensión de someter a reglas el resto de vasto campo.
William James, unav.es/
Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)
Notas:
5. R. L. Stevenson, The Lantern-bearers, en el volumen titulado: Across the Plains.
6. Josiah Royce, The Religious Aspect of Philosophy, págs. 157-162.
7. De Sénancour.Oberman. Lettre XXX.
8. Wordsworth, The Prelude.Bk. III.
9. Jefferies, ob. cit., págs. 5 y 6. Boston, Roberts, 1885.
10. Walt Whitman, Crossing Brooklin Ferry.
11. Whitman, Calamus, págs. 41-42. Boston, 1897.
12. Vida de Benvenuto Cellini, Libro II, cap. IV.
13. L. Tolstoi, La guerre et la paix, vol. III, págs. 268, 276, 316. París, 1884.
14. Citado por Lotze en el Microcosmus, vol. II, pág. 240.
15. W. H. Hudson, Ob. cit., págs. 210-222.
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