1. Sentidos de la acción
Desvelar la conexión entre acción, cultura e historia trae consigo desprenderse de algunos modos de entender la acción que encubren dicha conexión. En primer lugar, si tomamos la acción en sentido predicamental, en correlación con un pati, entonces acaba residiendo en el paciente sobre el que recae, quedando reducido el agente a un lugar de paso; así, la acción de abrir una puerta no está lograda hasta que la puerta no queda abierta, o el usus activus tomista de la voluntad no se cumple sin el usus passivus de las potencias movidas por ella. En segundo lugar, tampoco nos referimos a la acción acabada en sí misma (la aristotélica praxis teleia), tal que se agota al cumplirse, trae a presencia y nada más; es el ver como acción perfecta, que tiene lo visto y sigue viendo, puro presente que no marca los límites con las otras acciones. Diríamos en términos fenomenológicos que, al ver, no se ve más más allá del ver. Si en la acción-pasión no llegaba a ponerse de relieve el agente, sumido como estaba en el obrar hacia fuera, en la acción como telos el presente aparece exento, no advirtiéndose desde ella los límites en que se inserta y que la prolongarían en su propia línea.
Pero hay una tercera dimensión de la acción en la que ya se destaca el agente –como trascendente a ella–: es cuando se toma en tanto que incidiendo sobre él, que se retroalimenta con su actuación: la acción me cualifica según ella es. Aquí se sitúa preferentemente la dimensión moral de la acción. Y cabe una cuarta posibilidad en el modo de entender la acción, referida esta vez a sus límites: el agente personal cuenta con unos contornos ontológicos y éticos para sus realizaciones, por cuanto él mismo no puede ni debe ser el objetivo o meta a conseguir con su actuación –ya se trate de la persona propia o ajena–, al consistir en un fin de suyo (Zweck, no Ziel). Es lo que K. Wojtyla llama autoteleología del agente en su obrar, en tanto que se comporta como el confín que acota desde fuera lo que éticamente es realizable como acción [1].
2. Sentido medial de la acción en la cultura
Vamos a prescindir metodológicamente de los cuatro aspectos anteriores de la acción para atender únicamente al encadenamiento de medios suscitados por ella, entre los cuales la propia acción se comporta como el primer medio: así, la escalera es medio para la acción medial de subir, el guía o volante del coche es medio relativamente al guiarlo o conducirlo, el vestido es medio para la acción-medio de vestirse, la armadura es medio de cara a ir armado… La acción que resulta en estos casos es lo que Polo llama el “hacer factible” [2], vale decir, el hacerse la acción haciendo algo externo a ella. Así pues, hacer factible significa dar lugar a medios relativamente al primer medio que los tiene a disposición y los hace funcionar: tal es la acción medial. Los medios son ciertamente en orden a algún fin, pero pasando por la mediación de la acción que los ordena al fin de ella misma. Y como los medios en singular no están separados, sino que se entrelazan en la acción que los emplea, nos sale al paso la cultura como una dimensión inseparable de la praxis o, en los términos de Polo, como un plexo de medios tal que convoca una conexión de acciones [3].
Partiendo de la acción medial entendida en estos términos cabe situar antropológicamente la cultura en distintos planos: 1º) como el cultivo de la naturaleza externa, de la que el hombre extrae lo que alberga de posibilidades con las cuales convertir el mundo en habitable: así, los cultivos agrícolas son precisos para disponer de los productos de la tierra, los pantanos y presas hidráulicas hacen posibles los regadíos fertilizantes de los secanos, la construcción de calzadas facilita el tránsito por ellas, y así sucesivamente; 2º) como conjunto de símbolos evocadores, sobrepuestos a lo que es meramente natural, pero contando con ello; aquí se sitúan sobre todo las bellas artes, en las que lo humano acusa una presencia particular valiéndose de los sonidos, los bloques de mármol o los pinceles; son modos culturales creativos, con los que se han alcanzado a veces cumbres expresivas; 3º) o bien como un conjunto de usos y costumbres comunes con los que los hombres han consolidado unos patrones vigentes (pattern) en orden a la convivencia; en este tercer sentido se hace patente la convencionalidad en la cultura, puesto que se trata de modelos variables de unos a otros pueblos, no siendo pertinente la pregunta acerca de cuál de ellos es el más conseguido.
Si bien se mira, lo común a estas formas culturales –y lo que a la vez constituye su raíz antropológica– es su conexión con la acción, a la que prolongan según unos u otros vectores. En el primer caso se trata de alumbrar las oportunidades que la naturaleza encierra para poder actuar sobre ella; en el segundo la acción está en dar forma expresiva a materiales de suyo informes, y en el tercero la acción reside en abrir unos cauces comunicativos inéditos, sean o no lingüísticos. Y en los tres sin que se fije de una vez por todas lo logrado, sino de modo tal que quienes dispongan de esas invenciones puedan proseguirlas de modo nuevo. Lo cual está en correspondencia con el carácter inacabado de suyo de la acción humana, en tanto que se plasma en unos medios siempre elongables. Desde luego el primer medio es la mano, como órgano de la acción, pero el último de la serie no podría fijarse de antemano. Asimismo, por depender de la mano, el conjunto cultural, si bien escindible de la acción en tanto que artificio, como destacara Arnold Gehlen [4], no llega a emanciparse nunca totalmente del hombre.
Pero también se pone de relieve la conexión de la cultura con la acción si se la considera en su relación con la naturaleza, como continuatio naturae, según la fórmula repetida por Polo. Con ella se indica que no hay estratos culturales necesariamente estereotipados y antitéticos de lo natural, como desde Rousseau se ha tendido a presentar, sino que las expresiones culturales tienen su arranque e incoación en la naturaleza. La cultura entendida de este modo hace de puente entre lo meramente natural, de lo cual parte, y lo espiritual, que se apoya en los medios culturales para trascenderlos. “Nos apoyamos en símbolos, que nos envían más allá, porque no son detenciones, sino que abren su propio en, como la palabra en la voz […] Los traspasamos, trascendemos a través de ellos” [5]. La cultura se comporta, en este sentido simbólico, como estabilizadora de la acción, al dotarla de un cauce de despliegue cuya duración excede las vidas humanas. Es claro que esto no significa que con tal cauce se impidan nuevas plasmaciones culturales ni mucho menos que se paralice la acción, sino que ocurre, a la inversa, que los depósitos culturales hacen de trampolín para nuevas transformaciones; así se ve arquetípicamente en el lenguaje convencional, en tanto que nunca es un producto (Erzeugnis) acabado, sino que es más bien producción (Erzeugen) siempre en curso, siguiendo la terminología empleada por W. von Humboldt.
3. Cultura y técnica
En los dos sentidos examinados nos encontramos con una acepción de cultura próxima a la técnica. Así, del avión de hélice se ha podido pasar al avión motorizado y de éste al helicóptero…, sin que esté diseñada la posibilidad definitiva. En su célebre conferencia sobre la técnica, Heidegger [6] puso de manifiesto cómo, conforme se ha ido desarrollando ésta, se ha hecho más patente que los medios que se emplean no son utensilios aislados, sino que se condicionan entre sí, abriendo a la vez un ámbito de acciones concatenadas, como transformar, almacenar, transportar, distribuir… Heidegger se está refiriendo al fondo estable (Bestand) de requerimientos en cadena al que remite el operar técnico singular: así, el guardabosques que calcula la madera talada es requerido por la industria maderera, que a su vez es puesta en funcionamiento por la necesidad de papel impreso, y éste por el mantenimiento de la opinión pública, la cual resulta, de este modo, condicionante y condicionada por la serie anterior. Por aquí encontramos una primera aproximación de la técnica y la cultura a la historia, de la que se ha dicho que consiste en términos generales en “hacer un poder” [7]. Luego retomaremos el nexo cultura-historia. De momento se trataba de mostrar que sólo en apariencia la cultura rige al hombre, porque en última instancia es éste el que alienta detrás de ella y la continúa en una u otra dirección.
¿En qué se diferencian técnica y cultura, partiendo de la mencionada proseguibilidad histórica que tienen en común? Sin duda ambas intersectan realmente, pero nocionalmente son distintas. La técnica expone formalmente el dominio del hombre sobre la naturaleza, tomando ésta exclusivamente como una acumulación o depósito de energías, trátese de una cuenca carbonífera, una turbina hidráulica o una zona de reservas naturales. En cuanto a la cultura, añade al saber-hacer técnico la configuración de la conducta desde una idea. Es algo subrayado por Polo: “El objeto en la mente pasa a ser objeto en la realidad a través de la configuración de la conducta humana, que se realiza de acuerdo con una idea o conocimiento. El hombre como physis es ser técnico, y tiene una actividad que es hacer: un saber hacer que constituye a los medios” [8]. Hasta aquí lo que se refiere a la técnica. Pero la cultura, añade, se cifra en la “imprescindible configuración del acto humano por el conocimiento” [9]. Por tanto, la cultura se comporta como directriz de la técnica, por cuanto sin ella la técnica se encontraría falta de proyectos por plasmar.
Se diría, pues, que en una obra humana convergen técnica y cultura, según subrayemos lo que en ella hay de transformación de la naturaleza al servicio del hombre o bien lo que tiene de materialización de una forma expresiva en la que el espíritu se reconoce como ideador y receptor de la misma, aunque no necesariamente en el mismo individuo. Ambas se complementan, evitando así, por un lado, posibles abusos de la técnica, como la fijación en lo cuantitativo o la anonimización de los resultados, y, por el otro lado, aportando la técnica a la cultura la disposición espacial ordenada de los medios en la que cobra realidad lo ideado por el hombre. Lo cual nos da pie a pasar a examinar a continuación las componentes espacial y temporal de las obras culturales, que nos allanarán el camino para comprender su subordinación antropológica a la ética.
4. Del espacio y tiempo en la cultura al tiempo de la persona
Si en su disposición externa las obras de la cultura forman un espacio configurado, apto para ser habitado, en su surgimiento y consolidación requieren un tiempo. Espacio y tiempo son, así, indicativos de la exterioridad de la cultura y de su distanciamiento consiguiente a la persona, que no podría ser absorbida –ni siquiera integrada– culturalmente. La cultura se debe a que la persona presenta inicialmente opacidad o resistencia para sí misma y para las otras personas, habiendo de interponer signos externos para expresarse; la penetración total del cuerpo por el alma haría innecesarios estos signos. Nuestro interrogante inmediato se refiere a la posibilidad de trascender tales exterioridad y distanciamiento, naturalmente situándonos en otro plano.
Vayamos por partes. Entiendo que la cultura tiene su medida propia en el tiempo histórico, en el que arqueológicamente se articulan los medios que la componen. Así, una piedra de sílex es un fósil cultural sobre el que han actuado posteriormente diversas modificaciones, o los aperos de labranza ya inservibles y que se visitan en un museo están en la misma situación. Pero este tiempo histórico –exteriorizado y distendido– tiene un reverso, que reside en su aminoración –y en el límite anulación– cuando se lo concentra progresivamente en la persona. Lo cual implica que el tiempo por el que se mide la cultura se contradistingue del tiempo de que dispone la persona para su personalización.
Es así posible que una misma acción perfeccione los medios culturales externos y simultáneamente procure al hombre perfección interna, en tanto que no es la misma la temporalidad de los productos que la temporalidad esencial de la persona. Es lo que expone Polo con la caracterización del hombre como perfeccionador perfectible [10]. En este sentido, praxis y poíesis difieren, más que como dos tipos de acción, como dos aspectos de una acción inscritos cada uno en temporalidades distintas. En otros términos: con la acción con que completo la naturaleza externa y expreso simbólicamente la propia me puedo perfeccionar también esencialmente, por cuanto adquiero a la vez unos hábitos intelectivos y voluntarios con los que administro el tiempo de que personalmente dispongo.
De este modo, concentrar el tiempo significa el paso de la naturaleza – transformable en cultura– a la esencia (me identifico con mis actos, los hago míos). Derivadamente es también el tránsito de la cultura a la ética: el hombre como perfeccionador de la naturaleza mediante la cultura se torna asimismo perfectible, por acompañarle una esencia incrementable que hace manifiesta la libertad moral. En el primer caso estoy al nivel de la continuatio naturae, mientras que en el segundo accedo al orden de la esencia de la persona manifiesta en el yo consciente (más específicamente, en el “ver-yo” y el “querer-yo”). A diferencia del sí mismo, que presenta restos de opacidad todavía no incorporados a lo propiamente personal, el yo es la misma persona aunada esencialmente, sin distinguirse ni espacial ni temporalmente de ella.
El tiempo histórico no es, pues, el tiempo de la persona porque se desenvuelve todavía al nivel efectual en el que están inscritos los productos culturales. Así, mientras los tiempos de las distintas efectuaciones históricas son divergentes de acuerdo con los respectivos resultados a que los sujetos históricos dan lugar con sus actuaciones, en cambio, las distintas vías ensayadas intencionalmente por los agentes biográficos se van congregando y haciendo convergentes en otra intención más genérica y concentrada temporalmente por relación a la persona (por ejemplo, una profesión elegida concentra los tiempos dispersados en intentos anteriores que no eran definitivos).
5. El tiempo histórico entre la cultura y la persona
Pero ¿qué es lo distintivo del tiempo histórico, al que hemos acudido para situar la diferencia entre el hacer cultural y el hacerse de la persona? La dilucidación del mismo repercutirá en una aproximación más completa al tiempo cultural y al tiempo de la persona, ya entrevistos como contrapuestos en el epígrafe anterior.
A diferencia de la técnica y la cultura, la historia no depende directamente del hacer intencional, sino que más bien lo enmarca desde unas coordenadas externas. Pues la historia no concierne propiamente a los acaeceres humanos en sucesión, sino al hecho de que se hayan sucedido tales o cuales acaeceres a partir de la perspectiva asumida por el historiador o simplemente por el narrador. En este sentido, el lenguaje de la historia es en estilo indirecto respecto de lo acaecido. O en otros términos: tener conciencia histórica y argumentar históricamente son algo segundo en relación con la proyección intencional de los propios actos.
No obstante, queda en pie la pregunta sobre cómo ha de ser la actuación para que posteriormente se cobre conciencia histórica de ella o, dicho de otro modo, cuál es la componente pasiva de la actuación que permite su tematización histórica. La respuesta se formula escuetamente en los términos de un estar-en-situación. Así como el tener con la mano (ekhein) es el predicamento antropológico que está en el origen del hacer técnico-cultural, el estar situado es el punto de partida antropológico de los eventos históricos. Y la historia en tanto que sucesión indefinida es posible justamente como el tránsito de una a otra situación por rebasamiento de los horizontes que respectivamente las emplazan y por la adquisición de nuevos horizontes.
Encontramos, de este modo, un cruce de temporalidades en la historia: en su estar vuelta al futuro –para ella indeterminado– la historia acusa su proveniencia de la persona, única capaz de darle una figura concreta; pero en su hacerse a partir de hechos que le vienen ofrecidos como medios, la historia está adscrita a culturas ya configuradas. Ambas temporalidades definen la situación, en tanto que quien está situado es libre y en tanto que cuenta con medios ya dispuestos, a su vez dependientes de la acción humana para darles uno u otro uso. La situación se individúa, pues, culturalmente a través de unos medios, pero que son incapaces de saturarla porque la temporalidad futuriza de quien está en situación no puede encontrarse fijada a ellos.
Por tanto, la indeterminación histórica no se colma con el desplazamiento de una a otra cultura, no es intercultural, sino que tiene su eje positivo en la libertad del agente, no proporcionada a los medios de que dispone, ninguno de los cuales ni su suma la orientan en su destinación. En términos de Polo: “Este ámbito (histórico) no es terminal: como término, su correspondencia con la acción humana es nula, es decir, ninguna acción humana es capaz de configurarse con él, de hacerlo o de alcanzarlo, de finalizar la historia. La indeterminación de la generalidad del ámbito histórico equivale a que la acción productiva no deriva de él” [11].
Por tanto, la significación originaria del futuro y del pasado sólo cabe asentarla en la libertad trascendental de la persona. Pues el futuro se ajusta con la libertad, es abierto por ella, y el pasado histórico es reunido en presencia libremente a partir de los objetos culturales. Ciertamente, ni uno ni otro son tematizados en la consideración de la ciencia histórica, para la cual sólo cuenta el pasado acontecido como dato. En efecto, según Polo, “por tener que acudir a la mediación del dato, la ciencia histórica cierra la posibilidad de entender teóricamente el pasado; ella misma no es un saber teorético, sino algo menos: una hermenéutica de datos” [12]. Pero es viable acceder a ambos vectores temporales desde el ser en situación para el que se constituye el sentido de lo histórico. En efecto, el futuro del agente situado es lo que hace de la historia una discontinuidad de comienzos libres, y el pasado es descubierto en tanto que tal desde el futuro.
Sería una desfiguración del futuro histórico alinearlo de suyo con el antes en sucesión. Igualmente lo sería articularlo con el pasado por medio de la presencia mental, una de cuyas notas es la constancia. Y desde luego de ningún modo se transmuta el futuro posteriormente en presente, sino que se mantiene en congruencia con la libertad. Si lo identificamos con lo que advendrá, estamos poniendo en la presencia el modelo de lo definitivo, pero con ello pasamos por alto su carácter más original como futuro, que lo desvincula de cualquier presente anticipado. Propiamente, en el futuro, en tanto que no es puesto por la libertad, se delata ésta como creada; baste aquí indicar, como comprobación de este aserto, que de lo contrario estaría abocada a un término inferior a ella, que le pusiera coto desde fuera, y por tanto dejaría de ser libertad. Polo lo expone del siguiente modo: “La libertad humana es creada en tanto que, al poseer un futuro sin desfuturizarlo, no acaba. La libertad trascendental estriba en que el futuro no le es extrínseco, pero tampoco le es propio de otro modo que como futuro” [13]. No está en la libertad abrirse o no al futuro, como si se supusiera a sí misma para luego ejercer su poder en libertad, sino que el futuro al que está abierta la revela como otorgada, carente, por tanto, de antecedente alguno que la precontuviese.
En la cultura no podría abrirse el futuro originariamente porque lo más que ella alcanza son posibilidades operativas a través del objeto pensado. Es un modelo que no puede trasvasarse a la historia, ya que haría de ésta un conjunto cerrado por delante y por detrás sin dar razón de la indeterminación constitutiva del futuro. Pero ¿se extiende la indeterminación también al pasado? Reparemos en que si así no fuera, sería problemática la propia indeterminación del futuro acabada de afirmar, ya que el pasado sin el futuro no puede identificarse. Puede concluirse también en la indeterminación del pasado a partir de la necesidad que presenta de ser articulado culturalmente.
En efecto, el pasado por sí solo, sin su actualización en la comprensión, se desvanece. Y el único modo de articularlo en unidad es culturalmente. “Solamente la cultura integra el pasado en el pensamiento sin los inconvenientes de la llamada ciencia histórica” [14]. Asimismo, la única posibilidad de unificar el pasado es constituyéndolo libremente en la situación humana y, por tanto, dentro de unos márgenes de variación no determinados desde fuera de la presencia que lo acota. Sin la presencia el pasado carece de unidad y consiguientemente de determinación. El pasado necesita ser comprendido para pervivir, y esta pervivencia se lleva a cabo en la unidad articulante de una cultura, sin la cual quedaría indeterminado (otra cosa son los datos históricos fechados, pero la propia fechación depende de quien se hace cargo de ellos).
Otra consecuencia de lo anterior es que la libertad ha de comenzar de continuo para sobreponerse a la fugacidad del pasado inserto en una situación, siendo en los actos libres discontinuos en los que se cumple la comprensión del pasado. En este sentido, Polo liga la trama de la historia a la comprensión renovada del pasado por parte de los actos libres: “El entramado de lo histórico, su constitución situacional, depende de la renovación del ejercicio libre en la comprensión del pasado” [15]. No habría, según ello, una división intrahistórica entre pasado y futuro fuera de la comprensión ejercida por el sujeto en situación, único que puede prescribir unos límites intrínsecos y determinantes para el pasado.
6. Más allá de la cultura y de la historia
En lo anterior queda implícita la existencia de unos límites en la cultura y en la historia infranqueables por ellas mismas. Si en la cultura se aprecian en su carácter medial para la acción, en la historia los límites se cifran en su incapacidad para culminar en su propio orden. Pero ello nos lleva a preguntarnos por aquello de que una y otra carecen y que viene enmascarado por tales límites. Lo exponemos en los siguientes enunciados por glosar: 1º) la cultura está confinada por el límite mental al que debe su presencia; 2º) la limitación intrínseca a la historia se advierte en la discontinuidad de comienzos libres. Primero se abordarán ambas tesis por separado y después en su relación interna.
1) Por lo que hace a la primera tesis, el principio organizador de una cultura no es ninguno de los medios inscritos en ella, sino que sólo puede residir en aquello a lo que se ordena la acción y que convoca los plexos mediales integrantes de esa cultura. A este respecto, una interpretación culturalista de la acción incurriría en un quid pro quo, ya que es la cultura la que está en función de la acción y no a la inversa; en términos polianos: estaríamos extrapolando la cultura como actualidad objetiva y, consiguientemente, pasando por alto su dependencia de aquellas acciones que están congregadas por algún objeto pensado. Pues ninguna de las expresiones culturales se monta sobre sí, como lo acusan su convencionalidad, asociada a su carácter de fictum, y su simbolismo, destacados al comienzo. Por tanto, aquello en orden a lo cual la cultura se idea no puede por menos de rebasarla, en tanto que no arbitrado convencionalmente y en tanto que no remitente a otra cosa. Pero en tal situación se encuentran, respectivamente, las normas procedentes de la recta razón y los bienes intrínsecos, constituyendo ambos elementos indispensables de la ética.
Desde otro punto de vista ya se ha advertido que el reforzamiento de la acción en el agente no concide con la suscitación de medios culturales por ella, aunque ambos procesos sean con frecuencia simultáneos (lo cual puede explicar que el segundo oculte el primero). Pero con ello nos sale al paso el tercero de los constitutivos éticos –el relativo al agente–, que es la virtud. Estos tres componentes de la ética no han de aislarse, y sólo en su entrelazamiento presiden las posibilidades factivas en que se resuelve la cultura.
Examinemos ahora la implicación mutua entre los anteriores componentes. Los bienes son aquello que endereza las tendencias humanas. Pero si no se toma en cuenta su medida racional, que hace de los mismos ya fines, ya medios, y que los administra según el tiempo, no llegan a consolidarse como bienes morales. A este respecto se percibe la inexcusabilidad de la normatividad (“normare” es un verbo latino equivalente a “mensurare”). Mediante la norma –que empieza por acusarse en el nivel jurídico– se faculta al sujeto más allá del poder físico efectivo de que dispone. La norma ofrece así su cauce al ejercicio práctico de la libertad. Y la virtud es lo que trasciende las disposiciones momentáneas, otorgándoles una eficacia que por sí solas no tienen. Sin ella la normatividad de la razón se queda en el corto plazo o, todo lo más, en el largo plazo de lo fácticamente previsible, pero no llega a apuntar a la perfección interna del agente, que es quien se cualifica moralmente con las acciones especificadas por el bien moral y de acuerdo con la medida de la razón.
2) En cuanto a la tesis que expone el carácter no culminar de la historia, es un déficit que se refiere a los actos libres que le dan curso. La fórmula “discontinuidad de comienzos libres” da expresión a lo característico del acontecer histórico, ya que los acontecimientos sobrevenidos sólo se insertan en la historia en la medida en que se responde a ellos libremente. Pero el comienzo libre no se mantiene si no se renueva en el agente singular, en los miembros de una cultura y en las siguientes generaciones, significando esta renovación un recomenzar de los actos libres, puesto que, a diferencia de los componentes de la cultura, no son actos que se articulen entre sí. Son comienzos estrictamente discontinuos: no están en sucesión unos con otros porque entonces dejarían de ser comienzos; por la misma razón tampoco hay una sucesión previa y vacía para cada comienzo. Precisamente el fingimiento de tal precedencia de la sucesión hasta el comienzo libre impide la experiencia originaria del futuro como comienzo.
El déficit primario de la libertad en la historia se hace notar en su decaimiento en posibilidad operativa, mediada por la presencia objetivante. Y se remonta ajustando la libertad al futuro, en el que se alcanza a sí misma en dependencia de un otorgamiento creador, en vez de medirla mentalmente por él, ya sea anticipándolo en presencia, ya transmutándolo desde fuera en irreal. Según Polo, “es la libertad lo que explica que el futuro no “precipite” como conocido en presencia. El futuro no es incognoscible por irreal, sino más bien por todo lo contrario, a saber: porque enderezarse hacia el futuro es la actividad libre del hombre, superior a la anticipación mental” [16].
Pero, situándonos en el nivel trascendental, también significa déficit en la libertad la aludida necesidad de recomenzar, debido a que el comienzo libre no se mantiene de suyo, sino que es preciso renovarlo. Esto lleva a que la libertad manifiesta en la historia reaparezca de continuo –en vez de ser un simple comienzo–, por haber de plasmarse en unas condiciones sobrevenidas, análogamente a como la atención al mantenimiento propio es uno de los menesteres históricos inesquivables recurrentes y que escapan, en este caso, al acto libre discontinuo.
3) Encontramos de este modo un paralelismo en los modos de dar unidad a cultura e historia. Así como la cultura se sostiene –según se ha visto– por el acto libre de congregarla a través de la presencia mental, impidiendo de ese modo su dispersión, la historia se constituye en su relato unitario, que la hurta a su desvanecimiento por hundimiento del pasado en el olvido. Ambas unidades precisan, pues, de una presentificación, en el primer caso ajena a la libertad de la acción moral, la cual prima sin embargo sobre los efectos culturales, y en el otro caso, de signo inverso a la libertad trascendental del agente –abierta al futuro–, aunque ésta sea la que preside sus desvelaciones históricas. Este traer a presencia se explica, en la cultura, por la exteriorización de los prágmata, desde los que se ha de recobrar una y otra vez al sujeto en acción del que se han desprendido, y, en la historia, tiene su razón de ser en la evanescencia de los pasados en serie, a la que ha de sobreponerse reiteradamente la libertad para asumirlos.
Urbano Ferrer, dadun.unav.edu/
Notas:
1 Con otros términos se refiere también Polo a los límites de la acción en este sentido cuando menciona la imposibilidad de autorrealización del agente en ella, por cuanto para ello habría de ser a la vez fin y medio. “La noción de autorrealización es una equivocación porque no se pueden realizar fines (de suyo), y la autorrealización es concebirme a mí mismo como medio, de modo que nunca llegue al fin. Autorrealización es pretender que yo sea fin, y no podré serlo nunca”; L. Polo, Lecciones de ética, Eunsa, Pamplona, 2013, p. 93.
2 L. Polo, Antropología trascendental, II, Eunsa, Pamplona, 1999, p. 250.
3 “Llamaré cultura a la conexión histórica de las acciones convocadas por el plexo de los medios”; L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 250.
4 Cfr. A. Gehlen, Urmensch und Spätkultur, Athenaion, Frankfurt, 1975, p. 11.
5 L. Polo, ¿Quién es el hombre?, Rialp, Madrid, 1991, pp. 167-168.
6 Cfr. M. Heidegger, “Die Frage nach der Technik”, en Aufsätze und Vorträge, Günther Neske, Pfullingen, 1954 (traducción castellana: “La pregunta por la técnica”, Rev. Época de Filosofía, 1985, pp. 7-29).
7 X. Zubiri, Naturaleza, Historia y Dios, Ed. Nacional, Madrid, 1963, p. 330. Sin embargo, el tránsito de unas a otras posibilidades no está determinado unilinealmente por los avances técnicos, sino que abrirse paso unas posibilidades implica abandonar otras. El progreso histórico en sentido amplio lo es por incremento de posibilidades, al integrarse las primeras en las que se van ganando. Como indica I. Falgueras: “De manera que, por mera reiteración del esquema: acción–producto–integración del producto en una nueva acción–nuevo producto, se obtiene un proceso de neto incremento de posibilidades. Esta cadena de crecientes posibilidades incluye y rebasa lo que se llama proceso técnico y proporciona lo que de continuidad hay en el tiempo histórico”; I. Falgueras, “La responsabilidad del hombre sobre la historia”, en F. Fernández (coord.), Estudios sobre la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, Unión Editorial / Aedos, Madrid, 1990, pp. 312-313.
8 L. Polo, Lecciones de ética, p. 57.
9 L. Polo, Lecciones de ética, p. 57.
10 Cfr. Antropología trascendental, I, Eunsa, Pamplona, 2006, p. 207. Cfr. también el siguiente texto, que es una cierta glosa de la fórmula: “Ética y cultura son conexas sin confundirse. El modo de plasmar la continuación de la naturaleza no es absoluto, inequívoco e igual en todas partes porque la cultura es ficta. La ética, en cambio, mira al fortalecimiento real, intrínseco del hombre”; L. Polo, ¿Quién es el hombre?, pp. 180-181.
11 L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 251.
12 L. Polo, El hombre en la historia, Cuadernos de Anuario Filosófico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2008, p. 69.
13 L. Polo, El hombre en la historia, p. 62.
14 L. Polo, El hombre en la historia, p. 72.
15 L. Polo, El hombre en la historia, p. 72.
16 L. Polo, El hombre en la historia, p. 65.
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