El término «contemplación» no ocupa un lugar de primer plano en el lenguaje neotestamentario: el substantivo griego theoría, del que deriva, aparece una sola vez (Lc 23, 48), y el verbo theorein, si bien es de uso más frecuente, no llega a alcanzar un significado técnico. Algo parecido ocurre con los Padres apostólicos y con los apologistas, para dar paso a una situación totalmente nueva a partir de Clemente de Alejandría y de Orígenes [1]. Desde ese momento, y hasta nuestros días, el substantivo «contemplación», así como el verbo y los adjetivos con él relacionados no sólo constituyen una constante en la literatura espiritual, sino que desempeñan una función destacada. Y ello con un significado no genérico, sino específico, es decir, referidos precisa y netamente a Dios, presentando en consecuencia la contemplación como una cumbre —si no como la cumbre en sentido absoluto— de la vida espiritual.
De ahí la dificultad que encierra todo intento de síntesis. Cabe no obstante una posibilidad: esbozar una panorámica histórica, centrando la atención en algunos momentos fundamentales. Es la que vamos a seguir ofreciendo, a modo de pórtico, algunas consideraciones sobre el tránsito desde la filosofía griega a la tradición cristiana, y fijándonos a continuación en algunos hitos especialmente significativos en cada uno los tres periodos en los que cabe estructurar la historia de la espiritualidad cristiana: la época patrística; el periodo medieval; la edad moderna, entendiendo por tal la que se extiende desde el siglo XVI hasta nuestros días.
1. La doctrina sobre la contemplación en el tránsito desde la filosofía griega a la tradición cristiana
1.1. Hitos de la doctrina sobre la contemplación en el pensamiento griego
El lenguaje sobre la contemplación tiene, en la historia del pensamiento, un punto claro de referencia: Platón, que hizo de la theoría, de la contemplación, uno de los conceptos clave de su pensamiento [2]. El influjo de Sócrates, su propia y personal sensibilidad, así como el eco de las tradiciones órficas y dionisíacas, avivaron en Platón, ya desde los inicios de su itinerario intelectual, un deseo de plenitud en el que se entremezclan hasta fundirse las instancias filosófico-especulativas con las espirituales y religiosas.
La mente, que se abre espontáneamente a la verdad y al bien, no puede —no debe— detenerse en lo inmediato, ante la realidad que nos es dada en la experiencia sensible, sino que está llamada a ir más allá, orientándose con la totalidad de sus fuerzas hacia la percepción y la posterior contemplación de esa realidad plena que lo inmediato permite entrever y que, en ese sentido, desvela a la vez que lo oculta. De ahí un itinerario vital, una ascesis, en virtud de la cual el espíritu se eleva progresivamente desde lo limitado hasta lo infinito, desde el bien y la belleza tal y como nos los atestiguan los sentidos, hasta el Bien y la Belleza en sí, tal y como se dan, en toda su plenitud y pureza, en ese mundo de las ideas, de cuya existencia da testimonio la añoranza de perfección que impregna el espíritu humano. La contemplación se presenta así como la cima del existir humano, la meta hacia la que debe orientarse la totalidad de la persona. De ahí que el pensar platónico haya podido ser presentado como el paradigma del bíos theoretikós, de una vida dedicada a la busca y contemplación de la verdad y de la belleza, y caracterizada incluso —punto éste ya no tan claro en el propio Platón [3]— por la renuncia a la acción en orden a la efectiva consecución de una experiencia contemplativa.
Aristóteles —segundo hito que nos parece conveniente recordar— tematizó la distinción entre vida contemplativa y vida activa más formal y claramente que Platón, y con acentos más intelectualistas y menos religiosos. La cuestión de la diversidad de modos de orientar la vida es planteada por Aristóteles en el contexto de la reflexión sobre los bienes que pueden ser considerados como propios del hombre, es decir bienes que, de una parte, dotan a la vida de valor y de dignidad y, de otra, están efectivamente al alcance del ser humano, ya que el bien divino, aunque pueda ser añorado, está en realidad más allá de nuestras posibilidades.
Entre esos diversos bienes —prosigue el Estagirita—, sobresale uno: el bien de la inteligencia, potencia suprema del ser humano. La vida contemplativa, es decir, la vida orientada al ejercicio de la actividad cognoscitiva es por eso —concluye— la más valiosa. Es un hecho, sin embargo, que el pensamiento no se basta a sí mismo, mejor dicho, no basta para afrontar la existencia: sólo Dios es pensamiento puro, pensamiento que se piensa a Sí mismo y que encuentra en su propio pensar la plena satisfacción. El ser humano debe superar las necesidades de la vida y afrontar con energía y decisión las virtualidades del acontecer histórico. Su felicidad será por eso la que deriva de un equilibrio armónico de bienes, de modo que la busca de la contemplación deberá estar unida, en uno u otro grado, con la atención a otros bienes y, en última instancia, a las virtudes, que ordenando y regulando los actos permiten hacer frente adecuada y dignamente a la existencia. Desde esta perspectiva no sólo la vida contemplativa (bíos theoretikós), en la que predomina la orientación hacia el conocimiento, sino también la vida activa o práctica (bíos praktikós) se presentan como posibilidades llamadas a coexistir, en cuanto que necesarias ambas para el armónico desarrollo del vivir del hombre en sociedad.
Dando un salto cronológico de diversos siglos y dejando de lado etapas intermedias, pasemos a un tercer nombre, importante para nuestra historia: Plotino. En el horizonte de un gran canto a la unidad, las Enneadas plotinianas presuponen y describen un drama a la vez cósmico y antropológico. La consideración metafísica lleva a Plotino a describir la realidad que nos rodea como el fruto de un proceso de degradación o caída a partir del Uno inefable y trascendente, y de posterior regreso hacia ese mismo Uno. Este planteamiento se prolonga, a nivel antropológico, con la presentación del existente humano como un ser que experimenta la ruptura interior, la lejanía respecto del principio del que proviene y al que aspira a retornar. Los conceptos de tendencia a la unidad, de aspiración a un contacto inmediato con el Uno originario, y otros similares juegan en consecuencia un papel decisivo en el pensamiento plotiniano.
Y, muy unido a todos ellos, el de purificación, entendida como itinerario, más intelectivo que moral, a través del cual el ser humano —mejor, el alma, pues en ella reside según Plotino la esencia del hombre— va desprendiéndose progresiva pero eficazmente de cuanto, proveniente de la corporalidad, se ha adherido a ella y la somete al deseo, al miedo y al dolor. Para Plotino el ordinario existir humano, con las actividades que comporta, carece de valor en sí: es sombra, apariencia, cárcel. No hay más vida auténtica, verdadera, que la caracterizada por el orientarse decididamente del alma hacia ese Uno del que proviene. En otras palabras, la vida informada por la aspiración a que llegue un momento en el que el alma, habiendo superado por entero lo sensible, lo corporal y lo histórico —es decir, liberada de cuanto la aherroja—, experimente en su interior la presencia del Uno, contemple al Uno, y de esa forma vuelva a él, se funda en unidad con él.
1.2. Del pensar griego al testimonio bíblico
Cuando los autores cristianos comenzaron a profundizar, no sólo vital, sino también teoréticamente, en la conciencia de sentido y en el ideal de vida que habían recibido en la fe, encontraron frente a sí el amplio y bien trabado conjunto de ideas y pensamientos al que acabamos de hacer referencia. No es, pues, extraño que, aunque el término contemplación no sea —como ya hemos señalado— un vocablo con especial raigambre bíblica, los cristianos se sintieran pronto impulsados no sólo a acudir, e incluso profusamente, a esa terminología, sino a asumir algunas de las consideraciones con ella relacionadas.
Conviene no obstante dejar constancia —y hacerlo con toda claridad— que, al dar ese paso, los autores cristianos introdujeron, en la tradición especulativa que les precedía, cambios decisivos, hasta llegar, en diversos momentos, a modificar profundamente el significado de los vocablos. Los contenidos de la fe cristiana que contribuyeron a reinterpretar el concepto de contemplación con numerosos; limitémonos no obstante ahora a dos fundamentales:
1º. El mundo de lo divino al que abre la contemplación no es, para un cristiano, el universo de las ideas, densas de contenido, brillo y riqueza, pero impersonales, de que hablara Platón, sino el Dios vivo, el Dios plenamente vivo que se había ido dando a conocer a través de la tradición de Israel, hasta desvelar en Cristo la plenitud de su vivir. Un Dios dotado no sólo de vida, sino de vida trinitaria, de vida que se expresa en el eterno, mutuo e incesante comunicarse del Padre, del Hijo y del Espíritu. Contemplar pierde en consecuencia todo sentido meramente especular, toda identificación con un mero mirar, eventualmente con admiración y gozo, para significar más bien el encuentro personal, la apertura a un don, y, en consecuencia, un conocer que implica el amor.
2º. Todo ello —y pasamos así al segundo de los puntos que hemos calificado de cruciales— en el contexto de otro de los dogmas cristianos fundamentales: el de la creación y, por tanto, el de la plena distinción entre Creador y criatura. La fe cristiana excluye todo panteísmo, todo planteamiento que, aunque sea de una manera remota o larvada, implique desdibujar la trascendencia absoluta de Dios. El universo que nos rodea y en el que vivimos no procede de Dios en virtud de un proceso de sucesivas emanaciones, como pensara Plotino, o, en términos más amplios, de una caída, sino en virtud de un acto soberanamente libre, por el que Dios decide otorgar el ser a un universo distinto de Sí. El acceso a Dios no acontece en consecuencia por la vía de la superación de la materialidad o de la caducidad, sino por la de la acogida por parte del hombre de la invitación o llamada que Dios le dirige.
Se refuerza así esa referencia al amor a la que hace un momento aludíamos, y se pone de manifiesto a la vez la gratuidad de todo el proceso de acercamiento del hombre a Dios, fruto no del empeño humano sino de la iniciativa divina. No es por la vía de la mera introspección o por la del sólo conocimiento como se alcanza la unión del espíritu humano con Dios, sino por un conocimiento al que acompañe el amor, y un amor que implique no mera complacencia en la realidad conocida, sino salida de sí para darse al otro en cuanto otro, reconociendo a Dios como Otro respecto de nosotros mismos y, a la vez, como plenitud de nuestro ser que libremente se nos comunica.
La distinción entre Dios y el mundo y, en otros términos, la absoluta trascendencia divina traen consigo una consecuencia que a primera vista parecería excluir todo recurso al concepto mismo de contemplación en referencia a la relación entre el hombre y Dios: la inefabilidad e invisibilidad de Dios. A la inteligencia humana le es dado —y la Escritura deja constancia de ello (cfr., entre otros, los textos clásicos de Sb 13, 1 ss. y de Rm 1, 8 ss.)— elevarse en virtud de sus fuerzas nativas hasta el reconocimiento de la realidad de Dios, pero no penetrar en su intimidad; en otras palabras, le es dado percibir la huella del Creador en las criaturas, pero no a Dios en sí mismo. Quizá ningún texto más expresivo de esa realidad, que las palabras con las que Yaveh responde a la petición de ver su gloria que, durante la teofanía del Sinaí, le dirigiera Moisés: «(Yaveh) respondió: “Yo haré pasar todo mi esplendor ante ti, y ante ti proclamaré mi nombre —el Señor—, porque tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión de quien quiero”. Y añadió: “Pero no podrás ver mi rostro, pues ningún ser humano puede verlo y seguir viviendo”. Y continuó: “He ahí un lugar junto a mí; tu puedes situarte sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te colocaré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Luego retiraré mi mano y tú podrás ver mi espalda; pero mi rostro no se puede ver”» (Ex 33, 18-23).
Ese pensamiento llena todo el Antiguo Testamento, expresándose en palabras y en actitudes. Pero a la vez, también desde el principio hasta el final de los escritos veterotestamentarios, aparece otro, que, en cierto modo, podría considerarse antitético, aunque en realidad es complementario: la conciencia de la cercanía amorosa de Dios. Yaveh, el Señor absolutamente trascendente, se acerca al hombre, lo elige y protege; más aún, lo ama con la hondura con que un padre ama a su hijo, o un esposo a su esposa. «¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él —se pregunta el salmista—, y el hijo de Adán para que te cuides de él? Lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y honor» (Sal 8, 5-6).
De ahí el surgir en el hombre —en el israelita que vivía de fe— no sólo una actitud de admiración y de obediencia, sino también un vivo deseo de comunión con Dios. Más aún, una aspiración a traspasar el umbral de lo creado, hasta llegar a verle y a estar así íntima y profundamente unido a Él. «Escucha mi voz, Señor: yo te invoco; ten piedad de mí, respóndeme. De ti piensa mi corazón: “Busca su rostro”. Tu rostro, Señor, buscaré. No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo» (Sal 27, 8-9). «Como ansía la cierva las corrientes de agua, así te ansía mi alma, Dios mío. Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuando podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42, 2-3) [4].
En Cristo y por Cristo todo ello se acentúa. Poco después del encuentro con Jesús, a raíz de la primera pesca milagrosa, san Pedro —y con él los demás discípulos— pueden todavía exclamar: «Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). Pero san Juan cierra el prólogo de su Evangelio con una afirmación que va mucho más allá: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18). El Dios invisible, al que nadie ha visto, nos ha sido dado a conocer. Y ello por el Unigénito, por el que está en el seno del Padre, es decir, por quien no habla de oídas, sino desde el interior del mismo Dios, haciéndonos penetrar en el misterio, en lo más hondo del vivir de Dios.
«A través del Verbo hecho visible y palpable —escribe san Ireneo con una de esas frases fuertes que son usuales en su obra— el Padre se ha manifestado» [5]. El narrar de Jesús, al que remite el prólogo joánico, hace referencia, en efecto, no sólo a las palabras por Él pronunciadas, sino al conjunto de su vida. Cristo, Hijo del Padre hecho hombre, y hombre lleno en todo momento del Espíritu, da a conocer con todas y cada una de sus acciones la realidad de Dios y de su amor. Él es, verdaderamente, la imagen del Padre, el nombre y el rostro de Dios. «Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jn 14, 9-10). «Lo que existía desde el principio —podrá escribir san Juan al inicio de la primera de sus cartas—, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida (...), lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 1-3).
Aceptar el testimonio apostólico es entrar en comunión con Jesús y, en Él, con el Padre y con el Espíritu. Y, en consecuencia, conocer a Dios no en la lejanía, sino en la intimidad, en la verdad profunda de su ser y de su vida. Y en ese sentido verle, aunque sea —durante el caminar presente— mediante un ver que acontece en el claroscuro de la fe, y que, en ese sentido, no es todavía un ver, aunque, al mismo tiempo, lo es ya de algún modo, porque la contemplación, con los ojos de la fe, de la figura y la vida de Cristo, da a conocer la verdad de Dios, introduce en la comunicación íntima con Él y anticipa el ver pleno que tendrá lugar en la eternidad, al culminar el caminar terreno.
De ahí los acentos inseparablemente cristológicos y teologales y esa profunda unidad entre actualidad presente y sentido escatológico, de los que son eco y testimonio los escritos apostólicos. «Mirad —prosigue san Juan en la epístola recién citada— qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es» (1Jn 3, 1-2). Y san Pablo: «Ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido» (1Co 13, 12).
2. Para una aproximación a la enseñanza patrística
Los textos joánico y paulino que acabamos de citar remiten, como hemos señalado, a la escatología, pero, como también hemos subrayado, revierten, al igual que toda afirmación escatológica, sobre el presente. Fue en ese contexto, y con las implicaciones que de ahí derivan, cómo el vocablo contemplación (theoría) quedó incorporado, a partir de Clemente de Alejandría y de Orígenes, al lenguaje espiritual cristiano.
En Clemente la theoría es presentada, siguiendo la tradición de la filosofía griega, como la meta o fin de la vida, pero también —y aquí entra en juego el influjo de la fe cristiana— como uno de los grados de la vida espiritual, como uno de los escalones que se recorren hasta llegar a la comunión con Dios. De ahí que afirme que «quien se aplica a la contemplación conversa puramente con la divinidad» y participa de las cualidades santas [6]. Y que en ese y en otros lugares declare que la theoría es la perfección de la gnosis o conocimiento [7], y, después de subrayar que no hay fe sin conocimiento ni conocimiento sin fe, distinga entre aquellos en los que la vida cristiana está apenas incoada, ya que viven fe inicial, y quienes se nutren en cambio con el alimento sólido de la contemplación de Dios [8]. Orígenes se mueve en la misma línea presentando la theoría como un crecimiento en la fe que, siendo preparada por la vida recta (que designa con la palabra praxis), se alcanza, no obstante, no como consecuencia del mero esfuerzo humano sino en virtud del don divino [9].
En algunos momentos tanto Clemente como Orígenes —y algo parecido ocurre en autores posteriores— parecen presentar la contemplación no sólo como un grado elevado del conocimiento y la oración cristianas, sino como fruto de una iluminación reservada sólo a algunos cristianos. Hay que anotar, sin embargo, que ni ellos ni sus sucesores, olvidan la neta afirmación de la unidad de la vocación cristiana que, reafirmando las enseñanzas bíblicas, fuera formulada en confrontación con el gnosticismo. No hay distinción entre písticos y gnósticos, entre cristianos llamados a la fe en la palabra evangélica y cristianos que reciben el don de un conocimiento exotérico y superior. Como dijera S. Ireneo «el conocimiento verdadero es la doctrina de los apóstoles» [10]. Durante el caminar terreno no hay un más allá de la fe —que será sólo superada en la comunicación final—, sino un profundizar, bajo la acción de la gracia, en la fe recibida, de modo que el espíritu humano se une cada vez más íntimamente, mediante la inteligencia y el amor, con ese Dios que, habiéndose entregado en Cristo y en el Espíritu Santo, se comunicará sin velos en la escatología [11].
Una encrucijada a la vez especulativa y espiritual contribuyó decisivamente a fijar la posición patrística por lo que se refiere a cuanto implica la contemplación de Dios: la crisis arriana y más concretamente el enfrentamiento con el arrianismo radical representado por Eunomio. La polémica con Eunomio llevó, en efecto, a profundizar en la dialéctica entre cognoscibilidad e incognoscibilidad divinas y a clarificar la posibilidad de un conocimiento de Dios, más aún, de una contemplación de Dios, que no pone en duda, antes al contrario reafirma, la infinita hondura y riqueza y, en consecuencia, la inagotabilidad de lo divino. Por distintos caminos —y con implicaciones diversas, también en lo espiritual— tanto la mística catafática o de la luz y la mística apofática o de la tiniebla, recogieron y reafirmaron esa verdad central.
Sea en la línea de Macario, sea en la de san Gregorio de Nisa; sea que se presente a Dios como luz cuyo infinito resplandor excede toda capacidad de ver, sea que se declare que a Dios se le alcanza sólo en el reconocimiento de la limitación de nuestros conceptos y por tanto en la aceptación de la tiniebla, es decir, de la obscuridad en la que acontece nuestro conocer las realidades divinas; sea que se ponga el acento en la iluminación de la inteligencia, sea que se ponga en la intensidad del amor, se está propugnando, en última instancia, un mismo modo de entender la contemplación. Concretamente, una comprensión de la contemplación como vivencia que connota —no ya en abstracto sino en la vivencia misma— la percepción de la infinitud y trascendencia divinas, y, por tanto, excluye y rechaza todo intento de dominar a Aquél con quien se está unido, para dar paso a una actitud radicalmente diversa: la del situarse humilde y amorosamente ante ese Ser divino trascendente e inefable, en quien se confía y a quien se ama.
Todo lo cual no excluye, en modo alguno, la afirmación de una comunión con Dios, y de una comunicación que implica conocimiento, reconocimiento de la verdad de Dios y de la realidad de su amor. Al contrario, presupone, como elemento configurante de la actitud espiritual, una comunión y un conocimiento como los descritos. Aceptar la palabra del Evangelio, reconocer la verdad del haberse hecho hombre Dios en Cristo Jesús y la de nuestra incorporación a Cristo en virtud de la acción del Espíritu, forman una sola cosa con la afirmación de la realidad de un comunicarse de Dios al hombre, hasta llenarlo por entero, en la totalidad de sus dimensiones tanto las intelectuales como las afectivas.
De ahí que la literatura espiritual de la época patrística contenga continuas referencias, ya desde Clemente de Alejandría y Orígenes, al desarrollo del vivir cristiano bajo la acción del Espíritu. De ahí, también, que la atención se dirija sobre todo a la oración y, más concretamente, a ese desarrollo de la vida de oración en virtud del cual, y bajo la acción de la gracia, el creyente pasa desde una fe inicial a una fe cada vez más hondamente vivida hasta alcanzar una conciencia viva de la realidad infinita y a la vez cercana de Dios y, al alcanzarla, abrirse por entero a la comunicación divina [12].
Una mirada al conjunto de la literatura patrística pone de manifiesto que en los escritos de los Padres, aunque no falte la referencia a experiencias vitales y concretas, predomina la consideración teológico-dogmática. Lo que condujo, de una parte, a subrayar la trascendencia divina. Y de otra, a nivel antropológico, al deseo de evidenciar lo que, presupuesta esa trascendencia, reclama e implica la comunicación divina, o sea, la necesidad de una salida de sí mismo, de un éxtasis en el sentido amplio del término, sin el cual un espíritu finito, como es el espíritu humano, no puede abrirse al don del Infinito.
Desde esta perspectiva puede decirse que, en sus reflexiones teológico-espirituales sobre la contemplación, la patrística dirigió preferentemente la mirada a lo que cabe calificar como el acto contemplativo o, con otra expresión, tal vez más exacta, la contemplación como acto específico. En otras palabras, al momento, en el que el cristiano, que sabe, en virtud de la fe, que está situado no sólo ante Dios sino en Dios, advierte —es decir, experimenta de uno u otro modo, y de ordinario como fruto o coronación de una vida de oración— que es realmente así: que Dios está en él y que él está en Dios. Y en ese sentido no sólo confiesa la realidad de Dios y de su amor, sino que la percibe, la contempla, la siente cercana, aunque sea en el claroscuro de la fe, y advierte como el alma se llena de Su presencia.
Sobre ese momento los autores vuelven una y otra vez, con análisis y consideraciones cada vez más detenidas. No se ocuparon tanto, en cambio, del modo en que este acto reverbera sobre el vivir y el actuar cotidianos. Más aún, aunque nunca faltó la referencia al mandamiento del amor y a sus implicaciones históricas —y, en consecuencia, a la acción—, puede decirse que, en más de un momento, afloró la tendencia a ver en la necesidad de afrontar el vivir diario, y, por tanto, en la acción, una realidad que dificulta llegar a la plenitud de la contemplación o que, al menos, provoca un alejamiento de la cumbre contemplativa antes alcanzada y, en ese sentido, de algún modo, una perdida o caída.
No queremos por eso cerrar este apartado sin hacer referencia, aunque sea breve, a otro filón de pensamiento espiritual que, sin dar origen a una reflexión especulativa del rango de la hasta ahora considerada, surcó también la época patrística: la invitación a mantener siempre vivo el «recuerdo de Dios» (mneme Theou) y a perseverar —en conformidad con la exhortación paulina— en una oración continúa, sean cuales sean las personales circunstancias u ocupaciones (Rm 12, 12; 1Co 10, 13; Col 3, 17) [13].
3. De la teología patrística a la medieval
Introduzcámonos en la consideración de la teología de la Edad Media citando uno de los escritos sobre la contemplación más difundidos a lo largo del medioevo: la Carta sobre la vida contemplativa —también conocida como Scala claustralium o Scala paradisi— escrita en el último tercio del siglo XII por Guido II, prior de la Gran Cartuja [14]. Dedicada a exponer la vida de oración, y más concretamente las etapas de la oración, distingue, sintetizando una tradición que le precede, cuatro grados o escalones que debe subir quien aspire a progresar en esa vía: lectio, meditatio, oratio, contemplatio.
La oración se inicia con la lectio, con la lectura, o la escucha, de la palabra contenida en la Sagrada Escritura. Prosigue con la meditatio, en la que se vuelve sobre lo leído, para profundizar en su contenido y en su riqueza, lo que desemboca —con unos u otros acentos según el pasaje de que se trate— en una honda y viva admiración ante la infinitud de Dios y la magnitud de los bienes que dimanan de su amor. A continuación se despliega la oratio, por la que el alma, llena de los sentimientos que ha provocado la meditación, acude humildemente a Dios, suplicándole que le conceda gustar de bienes que le ha hecho conocer, a los que ella misma, por sus propias fuerzas, no puede llegar. Culmina con la contemplatio, en la que Dios, habiendo escuchado la oración —y en ocasiones anticipándose a la conclusión de las peticiones o plegarias—, viene al encuentro del alma, la consuela, la alimenta y la vivifica, hasta conducirla, alternando momentos de luz y de gozo con momentos de aridez y de sequedad, a un pleno olvido de sí misma y a una honda comunión con Dios.
En términos generales puede decirse que el esquema sintetizado por Guido el Cartujano —dotado de la sencillez de lo que es fruto del decantarse de una tradición ya dilatada— estuvo presente, con matices según los diversos autores, a lo largo de todo el medievo [15]. La contemplación, de la que casi todos los autores medievales hablan —unos con más profusión, otros siendo más parcos en el uso del vocablo—, es siempre presentada como una cumbre en el encuentro del hombre con Dios. Todos coinciden también en subrayar su gratuidad —es decir, su carácter de fruto del don divino—, así como la importancia decisiva que, en su configuración, tiene el amor. Contemplar es acto de la inteligencia, que, iluminada por la fe, se reconoce situada ante Dios, pero de una inteligencia que connota el amor al Dios que la fe confiesa. Más aún, que está profundamente impregnada por ese amor, siendo llevada y como arrastrada por él hasta llegar, bajo la acción de la gracia, a más allá de sí misma. La fe nunca es transcendida —sólo en la patria se alcanzará la visión—, pero el amor al Amado lleva a reconocer —y sentir— de modo cada vez más vivo su realidad y su presencia.
El contexto o trasfondo que acabamos de resumir es común a la teología medieval y a la patrística. Si, dándolo por supuesto, se aspira a destacar rasgos que puedan ser presentados como peculiares de la espiritualidad medieval, cabe encontrarlos en línea con la última de las afirmaciones realizadas. Los autores medievales tienden, en efecto, a subrayar la dimensión amorosa y afectiva del contemplar y, más concretamente, la acentuación de la afectividad que deriva del hecho de poner en estrecha relación experiencia contemplativa y consideración de la humanidad de Cristo. La experiencia espiritual del medioevo —siguiendo la huella dejada por san Bernardo de Claraval y san Francisco de Asís, por citar sólo dos figuras especialmente señeras [16]— estuvo fuertemente marcada por la meditación sobre los pasajes —sobre los misterios— de la vida de Jesús, y particularmente por la meditación de esos dos momentos, decisivos en orden a percibir la hondura del amor divino, que son Nazaret y el Calvario. En uno y en otro momento de la vida de Cristo se hace en efecto patente, con singular fuerza, la desmesura del amor de un Dios que lleva su entrega hasta hacerse niño y consumar su vida terrena en y a través de la muerte en la cruz.
Esa acentuación cristológica, unida a otros factores, podía conducir —y condujo en más de un momento— a una valoración, también desde la perspectiva espiritual, del vivir común del cristiano, como lo manifiesta —entre otras realidades— la aparición de las órdenes terceras. El esquema de la vida espiritual, acuñado por Orígenes y difundido por el monaquismo primitivo, según el cual la práctica de la virtud constituye una etapa previa a la contemplación, y la consideración de la contemplación como acto que no sólo lleva al alma a más allá de ella misma, sino que, de un modo u otro, la aparta de las condiciones ordinarias del vivir, continuaron, sin embargo, ocupando un lugar decisivo. De ahí que la acción —elemento inseparable del vivir ordinario— continua siendo vista como componente necesario del concreto existir humano, y en ese sentido como realidad querida por Dios, pero que en todo caso —también en el de la acción apostólica— implica, en uno u otro grado, un apartamiento o una dificultad de la contemplación.
No es nuestra intención proceder a un estudio de las diversas personalidades que jalonaron la historia de la teología y la espiritualidad medievales, pero resulta imprescindible —dada la importancia de su influjo en la historia del pensamiento teológico— dedicar algunos párrafos, aunque sean breves, a santo Tomás de Aquino [17]. Hagamos nuestra, ante todo, una observación ya formulada por otros autores: en conformidad con su modo general de proceder, el Aquinate, siendo él personalmente un gran espiritual y un gran maestro de espiritualidad, ofrece no tanto un testimonio de carácter personal, cuanto una explicación teológica de la contemplación. A él se le debe, en todo caso, una de las definiciones de contemplación más precisas y ajustadas desde una perspectiva gnoselógica: simplex intuitus veritatis [18]; lo que, en referencia a cuanto ahora nos ocupa —la contemplación de Dios—, puede traducirse hablando de la mirada dirigida directa e inmediatamente —sin mezcla de argumentación o raciocinio— a la verdad de Dios.
La gnoseología aristotélica, con la que opera, ayudó a Tomás de Aquino no sólo a formular la definición recién mencionada, sino también a subrayar la gratuidad que la contemplación de Dios implica. El objeto propio de la inteligencia humana es el ser en cuanto abstraído de la realidad sensible. Ese hecho, unido al principio del estricto paralelismo entre las fuerzas de una naturaleza y sus aspiraciones, establecido por Aristóteles en el De coelo et mundo, podía conducir —y condujo de hecho, como pone de manifiesto el pensamiento de alguno de los discípulos del Estagirita así como el posterior averroísmo latino— a un naturalismo. En el doctor de Aquino conduce en cambio a una doctrina de la gracia que subraya la profunda transformación —recreación, por decirlo con lenguaje de inspiración paulina (cfr. 2Co 3, 17; Ga 6, 15)— que la comunicación de Dios al hombre trae consigo. Dios, con su gracia, transforma al hombre desde dentro otorgándole una vida nueva —la que deriva de la gracia— que, al mismo tiempo, le es propia y le ha sido y está siendo donada.
La fe, la esperanza y la caridad son principios de vida comunicados al hombre, que se despliegan en virtud del ejercicio de una libertad que está, en todo momento, sostenida e impulsada por la gracia. Retomando la reflexión sobre el texto de Isaías 11, 2-3 realizada por san Agustín, Tomás de Aquino desemboca en una amplia teoría sobre los dones del Espíritu, que no será recibida en todos sus aspectos por la totalidad de la tradición teológica posterior, pero que la marcará profundamente. Dios tiene siempre la iniciativa en la vida espiritual, y eso reclama por parte del hombre actitud de escucha, más aún, docilidad, capacidad para dejarse llevar. Y es esa docilidad lo que otorgan los dones del Espíritu Santo. El progreso en la vida espiritual, y como parte de ese progreso la contemplación, está en conexión con la realidad de los dones del Espíritu Santo y, especialmente, por lo que a la contemplación se refiere con los dones de inteligencia y de ciencia y, más aún, con el de sabiduría, en la que conocimiento y voluntad, inteligencia y amor se entrecruzan [19].
Santo Tomás destacó en todo momento la dimensión intelectiva de la contemplación, pero no olvidó nunca la limitación, durante el existir histórico, del conocer humano, también la del conocer cristiano. El acto de fe no termina en los enunciados con los que la fe se predica y confiesa, sino en la realidad misma de Dios a la que esos enunciados remiten [20], pero ello no suprime la limitación de esos enunciados, ya que ninguno, ni el conjunto de todos ellos, alcanza a expresar la riqueza infinita del ser de Dios. De ahí que, en la condición presente, el amor pueda ser más unitivo que el conocimiento, puesto que no está circunscrito a lo que de Dios sabemos, sino que tiende a Dios en sí mismo, tal y como es. Se trata, por lo demás —tampoco conviene olvidarlo—, de un amor que impulsa a conocer; mejor, que, creando una connaturalidad con el Amado, lo da de algún modo a conocer [21]. Tiene, pues, razón san Gregorio Magno —comenta el Aquinate en un pasaje que resume bien su pensamiento— cuando «pone la esencia de la vida contemplativa en el amor de Dios, en cuanto que de este amor se pasa a contemplar su belleza. Y, puesto que el deleite consiste en alcanzar lo que se ama, el término de la vida contemplativa es el gozo, que radica en la voluntad y que, a su vez, aumenta el amor» [22].
En el párrafo recién citado hemos pasado del substantivo «contemplación» a la expresión «vida contemplativa». Santo Tomás de Aquino se hace eco de la distinción entre vida activa y vida contemplativa, más aún, la asume sin ambages, dedicándole diversas cuestiones de la Summa, en las que hay un amplio recurso a expresiones aristotélicas. Explica esta distinción entre una y otra vida según aquello a que predominantemente tienden: la contemplación de la verdad o las obras exteriores [23]. En ese contexto afirma decididamente la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa, viendo en ello un reflejo no sólo de la superioridad del conocimiento sobre la acción, sino también una aplicación del principio, ya varias veces aludido, según el cual la vida moral, encaminada al dominio de las pasiones, constituye como un etapa preparatoria de la contemplación, entendida a su vez como acto en el que inteligencia y voluntad se centran en la consideración de la verdad divina. De ahí que continúe considerando, al igual que sus predecesores, que la acción, las obras exteriores, aun siendo necesarias en la condición presente, apartan de la contemplación. Y que afirme que las virtudes morales tienen, respecto a la contemplación, una función dispositiva, en el sentido recién indicado, es decir, en cuanto que, dominando y regulando las pasiones, hacen posible la quietud del ánimo [24].
Hay un momento, sin embargo, en el que, dando un paso en otra dirección, reconoce en las obras, y en la virtud que a ellas se refiere, una capacidad no sólo dispositiva, sino por así manifestativa o expresiva. Nos referimos a los pasajes en los que enuncia la fórmula que luego la Orden de Predicadores asumió como lema: contemplata aliis tradere [25]. La contemplación aparece ahí como momento o estado en el que, habiéndose connaturalizado la mente con la verdad —y singularmente con la verdad divina—, el hombre alcanza la capacidad de trasmitir adecuada y eficazmente esa verdad. Estamos, sin duda, ante una afirmación que nos conduce más allá de lo meramente dispositivo, y que incluso abre las puertas a una consideración del influjo de la contemplación sobre la totalidad del existir, si bien el Doctor de Aquino no desarrolló esas implicaciones en referencia al existir presente [26].
José Luis Illanes, en revistas.unav.edu/
Notas:
1. Una breve síntesis de los inicios de ese desarrollo linguístico en J. LEMAITRE, R. ROQUES y M. VILLER, «Contemplation chez les grecs et autres orientaux chrétiens. Étude de vocabulaire», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II, cols. 1762-1764 (la síntesis ofrecida en esas columnas se extiende luego ampliamente, contando con la colaboración de otros autores, hasta col. 1911, en referencia a la patrística griega y, a partir de la columna mencionada, también a la latina); ver también el Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, donde el tema es tratado al ocuparse del verbo orao (W. MICHAELIS, vol. I, 315 ss; trad. italiana: Grande lessico del Nuevo Testamento, vol. VIII, cols. 886 ss).
2. En este párrafo y en algunos de los que siguen retomamos, en parte y no sin cambios, la exposición ya realizada en el capítulo que dedicamos a la contemplación en nuestra obra Existencia cristiana y mundo, Pamplona 2003, 303 ss. Una síntesis de las ideas sobre la contemplación en Platón y en el conjunto del mundo greco-romano, en R. ARNOU, «La contemplation chez les anciens philosophes du monde gréco-romain», apartado II de la voz «Contemplation», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II/2, cols. 1716-1742. Ver también, A.J. FESTUGIÈRE, Contemplation et vie contemplative selon Platon, Paris 1950; R.-A. GAUTHIER, La morale d’Aristote, Paris 1958; J. GUITTON, Le temps et l’eternité selon Plotin et saint Augustin, Paris 1933; J. TROUILLARD, La purification plotinienne, Paris 1955. Para una reinterpretación de Platón a partir de los escritos esotéricos, ver G. REALE, Platón: en busca de la verdad secreta, Barcelona 2001. Una panorámica del desarrollo de las ideas en el tiempo que va desde Epicuro a Séneca en A. GRILLI, Vita contemplativa. Il problema della vita contemplativa nel mondo greco-romano, Brescia 2002.
3. Ver al respecto, la interpretación de la posición platónica defendida, entre otros, por E. VOEGELIN, Plato, Baton Rouge (USA) 1957.
4. Ambos textos, y otros paralelos, connotan, ciertamente, la lejanía respecto del templo de Jerusalén, pero apuntan, incluso en su pura literalidad, a una comunión mucho más profunda que el mero hecho de invocar a Yaveh en un lugar concreto, aunque sea el lugar por Él elegido.
5. S. IRENEO, Adversus haereses 4, 6, 6 (PG 7,989; SC 100, 448-449).
6. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata IV, 6, 40, 1 (SC 463, 124-125; trad. castellana de M. MERINO, Stromata IV-V, «col. Fuentes Patrísticas», Madrid 2003, 113).
7. Cfr. Stromata VII, 13, 83, 3 (SC 428, 256-257).
8. Cfr. Stromata V, 1, 1, 5-2,1 (SC 278, 24-29).
9. Ver, entre otros, P.-Th. CAMELOT, Foi et gnose. Introduction à l’étude de la connaissance mystique chez Clément d’Alexandrie, Paris 1945; W. VOLKER, Das Vollkommenheitsideal des Origenes, Tübingen 1932; J.J. ALVIAR, Klesis: the Theology of Vocation according to Origene, Dublin 1993; H. CROUZEL, Origène et la «connaissance mystique», Paris 1961.
10. S. IRENEO, Adversus haereses 4, 33, 8 (PG 7,1077; SC 100, 186-188).
11. Anotemos, aunque sea de pasada, que el uso patrístico del vocablo «contemplación» no es unívoco, ya que los textos hablan de la contemplación connotando una diversidad de realidades contempladas, aunque siempre en un contexto religioso-espiritual y teniendo como punto último y radical de referencia a Dios mismo, al que la contemplación, a fin de cuentas, en todo instante remite. Baste citar, a modo de ejemplo, la distinción que, sistematizando afirmaciones anteriores, establecerá Evagrio entre grados o tipo de contemplación, de los que, en el contexto en que nos encontramos, podemos destacar dos: la fisiké theoría, o contemplación religiosa del mundo en cuanto ámbito del juicio y de la providencia divinas, y la theologiké theoría, o conocimiento amoroso de Dios, cuya cumbre es la theoría tes agías Tríadas, o contemplación de la Santa Trinidad (ver, entre otros textos evagrianos, Praktikós 1,1: PG 40,1221; SC 171, 498-501).
12. Una exposición más desarrollada, pero también sintética, puede encontrarse, por lo que se refiere a la tradición griega, en J. LEMAITRE, J. DANIÉLOU y R. ROQUES, Contemplation chez les grecs et autres orientaux chrétiens, y, por lo que se refiere a la tradición latina, en M. OLPHE-GAILLARD y J. LECLERQ, «La contemplation dans la littérature chrétienne latine», en Dictionnaire de Spiritualité, cit., cols. 1827-1911 y 1911-1936. Así como en las relaciones de L.-F. MATEO-SECO (La «Theognosia», contemplazione di Dio nella tenebra, secondo san Gregorio di Nissa) y de N. CIPRIANI (La «Sapientia», contemplazione della verità, nella dottrina e nell’esperienza di sant’Agostino) presentadas en este Simposio.
13. Algunos datos en J. LEMAITRE, «Contemplation chez les grecs et autres orientaux chrétiens. Formes implicites de contemplation», en Dictionnaire de Spiritualité, cit., cols. 1858-1862 y en I. HAUSHERR, «La oración perpetua del cristiano», en AA.VV., Santidad y vida en el siglo, Barcelona 1969, 125-190; más extensamente, en los diversos estudios que M. BELDA le ha dedicado: «La oración continua según Clemente de Alejandría», en T. TRIGO (dir.), Dar razón de la esperanza. Homenaje al Prof. José Luis Illanes, Pamplona 2004, 795-808; «La preghiera continua secondo sant’Ambrogio», en La preghiera nel tardo antico. Dalle origini ad Agostino, Atti del XXVII Incontro di studiosi dell’antichità cristiana, Roma 7-9 maggio 1998, «Studia Ephemeridis Augustinianum 66», Roma 1999, 275-287; «La preghiera continua secondo sant’Agostino», en Annales theologici 10 (1996/2) 349-379; «The Continual Prayer according to John Cassian», en P. ALLEN, W. MAYER y L. CROOS (dirs.), Prayer and Spirituality in the Early Church, Sydney 1999, vol. 2, 127-143.
14. GUIGUES II LE CHARTREUX, Lettre sur la vie contemplative, ed. de E. Colledge y J. Walsh, SC n. 163.
15. Hubo además, como es lógico, otras sistematizaciones; entre ellas mencionemos otra, menos didáctica y más personal, pero también muy influyente: la de SAN BUENAVENTURA en su Itinerarium mentis ad Deum. Un comentario a esta obra buenaventuriana, en la relación presentada en este Simposio por A. NGUYEN VAN SI (La contemplazione sapienziale di san Bonaventura).
16. Sobre la espiritualidad medieval en su conjunto, ver J. LECLERQ, La spiritualité du Moyen Âge (siècles VI-XII), Paris 1966, y F. VANDERBROUCKE, La spiritualité du Moyen Âge (siècles XII-XVI), Paris 1966.
17. Sobre la doctrina espiritual de santo Tomás, puede consultarse J.-P. TORRELL, Saint Thomas d’Aquin, maître spirituel, Fribourg-Paris 1996, con amplia bibliografía (aunque no dedica ningún apartado específicamente a la contemplación) y J.-H. NICOLAS, Contemplation et vie contemplative en christianisme, Fribourg-Paris 1980. Ver también la relación presentada en este Simposio por R. WIELOCKX (La «oratio» eucaristica di s. Tommaso. Testimonianza di contemplazione cristiana).
18. 2-2, q. 180, a. 3 ad 1; a. 6, ad 2.
19. Sobre la doctrina tomasiana acerca de los dones, y por lo que a la Summa theologiae se refiere, ver 1-2, q. 68 y, especialmente, las cuestiones que dedica a cada uno de los dones en la 2-2; mencionemos particularmente la dedicada al don de sabiduría, 2-2, q. 45. Sobre los dones del Espíritu Santo en santo Tomás, constituyen un buen punto de referencia: M.-M. LABOURDETTE, «Dons du Saint-Esprit», en Dictionnaire de Spiritualité, cit., vol. III, cols. 1610-1635 y los tratados clásicos de S.-M. RAMÍREZ, Los dones del Espíritu Santo (ed. de Victorino Rodríguez), Madrid 1978 y M.-M. PHILIPPON, Los dones del Espíritu Santo, Madrid 1985. Una buena exposición histórico-doctrinal sea de la doctrina de santo Tomás de Aquino sea de las diversas interpretaciones en C. GONZÁLEZ-AYESTA, El don de sabiduría según santo Tomás: divinización, filiación y connaturalidad, Pamplona 1998.
20. Summa theologiae 2-2, q. 1, a. 2, ad 2.
21. Sobre la importancia del conocimiento por connaturalidad en santo Tomás, ver J.-M. PERO-SANZ, El conocimiento por connaturalidad. La afectividad en la gnoseología tomista, Pamplona 1964; M. D’AVENIA, La conoscenza per connaturalità in s. Tommaso d’Aquino, Bologna 1992.
22. 2-2, q. 180, a. 1.
23. 2-2, q. 179, a. 1.
24. Cfr., entre otros textos, 2-2, q. 180, a. 2.
25. 2-2, q. 188, a. 6; comparar con 2-2, q. 181, a. 3. Al respecto puede consultarse M.-M. LABOURDETTE, «L’ideal dominicain», en Revue thomiste 92 (1992) 344-354.
26. Sí lo hizo en cambio en referencia al estado escatológico: ver, por ejemplo, Summa theologiae. Supplementum q. 82, a. 3, ad 4 (esta cuestión del Supplementum retoma In IV Sententiarum dist. 44, q. 2, a. 1, qla 3). Sobre el contemplata aliis tradere de santo Tomás de Aquino, en comparación con el contemplativus in actione de Jerónimo Nadal con la intención de describir el temple espiritual propugnado por san Ignacio de Loyola, y el contemplativos en medio del mundo de san Josemaría Escrivá, al que luego nos referiremos expresamente, ver lo que hemos escrito en Existencia cristiana y mundo, cit., 301-303.
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