En este artículo quiero hacer algunas propuestas que nos ayuden a abordar la educación para la paz desde unos supuestos teóricos que respondan a la condición del ser humano como ser situado, atado a una circunstancia de la que le es imposible evadirse sin arriesgar su misma identidad. Este carácter histórico y singular del hombre condiciona esencialmente toda la acción educativa. La educación para la paz contempla, por tanto, al ser humano que vive aquí y ahora, en la circunstancia de un tiempo y un espacio concretos de la que le es imposible desprenderse. De este hombre y mujer concretos hablamos como sujetos de la educación para la paz.
Me complace constatar que este Simposio vincula la paz con la práctica de la justicia y la solidaridad. De otro modo no sería posible la paz. Felicito, por ello, a los organizadores de este evento.
1. De dónde venimos
Una mirada retrospectiva a los acontecimientos de la segunda mitad del pasado siglo nos dibuja una historia del hombre llena de contrastes, de luces y sombras. El siglo del mayor encumbramiento del hombre ha conocido también las formas más inhumanas de degradación. Junto al espectacular desarrollo del conocimiento científico y tecnológico, crecimiento económico y bienestar social, se ha producido también, en grandes áreas del planeta, el aumento de la pobreza y el exterminio masivo de los seres humanos (Auschwitz); junto al desarrollo industrial, se ha dado también un imparable deterioro del medio ambiente; junto a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, el enfrentamiento más encarnizado entre los pueblos; a la vez que se ha conquistado el espacio, se ha perdido la batalla de una promoción del conocimiento en los países pobres; junto a un crecimiento exponencial de la riqueza en una cuarta parte del mundo, se ha asistido indiferente al crecimiento escandaloso de la miseria en el resto; mientras con unos se hablaba de paz, se promovía en otros lugares la guerra; junto a sistemas democráticos en el gobierno de los pueblos, hemos conocido, y sufrido, inimaginables regímenes totalitarios. La situación de enfrentamiento y de odio entre pueblos se extiende también a esta primera década del siglo XXI: fundamentalismo religioso y político, éxodo masivo de poblaciones huyendo de la persecución y de la muerte, terrorismo, millones de refugiados viviendo en condiciones inhumanas… No hemos aprendido nada de nuestros errores pasados.
¿Qué ha ocurrido entre nosotros para “hospedar” tales contrastes de luces y sombras? Algunos han querido ver en el hombre una tendencia “cainita” que le lleva a la dominación y sometimiento, cuando no a la eliminación del otro. En el pórtico mismo de la existencia humana aparece la violencia. Desde entonces, ésta ha formado parte inseparable de la urdimbre de la historia, como si el texto bíblico tuviese buen cuidado en hacernos recordar que esta experiencia originaria es algo con lo que es preciso contar en las relaciones humanas.
No pretendo hacer un diagnóstico de los “males de nuestro tiempo”, pero sí señalar, al menos, un fenómeno que está en la raíz de los acontecimientos que han marcado la historia del último siglo. Me refiero a la Ilustración y a la interpretación que dos destacados representantes de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno, 1994) hacen de la misma: lo que en un principio se presentaba como un proceso de liberación del hombre, su emancipación por el imperio de la razón, acabaría siendo para el mismo hombre fuente de inspiración de las mayores opresiones. La igualdad y la libertad pronto se tornaron en esclavitud y dependencia. El espíritu creador de una sociedad libre dio lugar a estructuras de homogeneización y de pensamiento único; la defensa de la dignidad de las personas a las formas más ingeniosas de tortura y exterminio. La Ilustración se había convertido en una gigantesca máquina de manipulación y engaño.
Es la razón instrumental la que ha estructurado la sociedad moderna y se ha convertido para el hombre en el criterio principal, cuando no el único, que decide y justifica, en la práctica, los comportamientos sociales, económicos y políticos (Taylor, 1994). Esta mentalidad instrumental que caracteriza a la sociedad y al hombre de nuestros días ha penetrado profundamente en todas las estructuras sociales y ha configurado todo un estilo de vida. El ser humano ha pasado a ser un objeto que tiene un precio, se ha cosificado. Habermas (1996, 140), comentando a Horkheimer, se hace eco de este hecho: “ Las propias ideas (en el sentido kantiano) se ven arrastradas por el remolino de la cosificación; hipostatizadas y convertidas en fines absolutos, sólo tienen ya un significado funcional para otros fines. Y al consumirse de este modo la provisión de ideas, toda pretensión que apunte más allá de la racionalidad con arreglo a fines, pierde su fuerza trascendedora; la verdad y la moralidad se ven privadas de su contenido incondicionado”. La razón instrumental ha llevado a sus límites más extremos la dominación sobre el hombre hasta convertirlo en algo superfluo, “en una simple cosa, algo que ni siquiera son los animales” (Arendt, 1999, 533). Esta mentalidad que busca en la eficacia y el beneficio la razón última que legitima el comportamiento social y político ha puesto las bases para una legitimación social de la explotación del hombre, con lo que esto significa de pérdida del valor no canjeable del ser humano y de su condición de ser fin en sí mismo inherente a toda persona. Y esta mentalidad instrumental es la que rige las relaciones entre los pueblos y, no pocas veces, también entre los individuos. “¿Soy yo guardián de mi hermano?”, respondía Caín. Quizás esta frase resuma el espíritu de nuestro tiempo y nos acerque a comprender mejor lo que nos está pasando; quizás en el texto bíblico estén las claves para un discurso nuevo sobre la paz, sobre su contenido y sus exigencias (Ortega y Mínguez, 2001a).
2. ¿Qué es la paz?
La paz no es ausencia de conflictos y de guerras, ni de tensiones y conflictos, ni adhesión ciega a una ideología o sistema político. La idea de paz negativa encierra una visión demasiado estrecha que apenas repercute en la existencia concreta de los individuos y de las sociedades: es solidaridad. La paz es respeto y tolerancia hacia las ideas y persona del otro, es libertad y es justicia. Implica necesariamente el reparto equitativo de los bienes y riquezas, de las posibilidades humanas, desde el reconocimiento de la igual dignidad de todos los individuos y pueblos. Es un proceso, no el fin de un camino; un proyecto siempre abierto por construir, una tarea por hacer que sólo desde la utopía se pone en movimiento. No es ninguna forma de “pacifismo” indoloro que aletarga la conciencia y ciega los ojos para mirar, juzgar y transformar la realidad. El concepto de paz está indisolublemente unido a las libertades y a los derechos del hombre, pues si las libertades políticas no existen, el resultado será la parálisis total de la acción a favor de la paz. La paz es el cumplimiento, no formal sino real, de los Derechos Humanos, el reparto equitativo de los bienes sociales y naturales, el respeto a la cultura de los otros pueblos y la libertad de las creencias y opiniones legítimas de cada ciudadano e institución. En síntesis:
a) La paz es, ante todo, obra de la justicia. Sin estructuras sociales justas no es posible hablar de paz.
b) La paz no es ausencia de guerra o violencia, ni es el resultado de la imposición del fuerte sobre el débil, ni tampoco la mera coexistencia “pacífica” inspirada en el temor recíproco de los individuos y pueblos.
c) La paz es un proceso, búsqueda y tarea. No es el fin de un camino, ni una meta. Es una tarea que se va haciendo realidad en la esperanza y en la justicia.
d) La paz es algo más que la justicia. Exige gratuidad, solidaridad compasiva. Una paz fundamentada sólo en la justicia no daría lugar a una convivencia armoniosa entre todos, a lo más a una coexistencia fundamentada en el temor.
La antropología que subyace en el texto bíblico, antes citado, refleja dos posiciones o categorías contrapuestas: una individualista: “¿Soy yo responsable de mi hermano?” y otra relacional o comunitaria: “¿Dónde está tu hermano?” que se van a ver reflejadas después en el pensamiento occidental. La primera, se hace presente en la concepción individualista del hombre en la filosofía de Descartes, que aparece también en Kant con la autonomía moral de la persona. La segunda, en la concepción personalista del hombre que encuentra en la relación con el otro la dimensión radical de la persona. El hombre animal se “humaniza” en su relación con el otro, o más bien, desde y para el otro. No es un ser en sí, ni para sí, sino para/con el otro. De ahí le viene su radical alteridad. Buber, Mounier, Lacroix, Ricoeur, etc. se inscriben en esta corriente de pensamiento. Levinas (1987) acentuará aún más el carácter relacional del hombre al establecer la dependencia de este en su constitución como sujeto moral. Es “el otro” el que nos hace sujetos morales cuando nos hacemos cargo de él, cuando respondemos de él. En Levinas, la relación moral no parte del sujeto hacia “el otro”, decidida desde mi libertad, sino que viene siempre desde la iniciativa del otro hacia mí. Ambas concepciones del texto bíblico se ven reflejadas en el concepto de paz. En nuestra sociedad ha calado profundamente la interpretación intimista de la paz. Esta se entiende, no pocas veces, como un estado interior de armonía y equilibrio, como un estado psicológico de bienestar. Así se habla de “paz consigo mismo” o de “paz interior”.
Pero la paz, en la antropología del texto bíblico, tiene un inevitable componente ético-moral y social: “¿Dónde está tu hermano?”. No es posible vivir en paz con los otros sin dar respuesta a esta pregunta. Y si la paz es responsabilidad, la suerte del otro no me debe ser indiferente. Su suerte está vinculada a la mía. La paz será entonces construcción colectiva, mancomunada. La paz, desde esta perspectiva, supone un tipo de sociedad en la que exista el compromiso político de ir suprimiendo la violencia estructural que dé paso a la libertad, la justicia, al respeto al medio natural y a la compasión solidaria. Supone, por tanto, superar la concepción de una moral intimista y privada en la que nos hallamos instalados, y construir una “nueva ética” en la que los problemas del otro sean nuestros problemas. Por otra parte, la paz se nos presenta como un estado final perfecto, como situación o término de un proceso. Esta concepción estática de la paz, desgajada de la historia humana, paraliza todos los esfuerzos del hombre por cambiar las estructuras sociales y los comportamientos que generan violencia. La paz, más que situación es un proyecto histórico que se va realizando aquí y ahora, algo que ya está siendo, pero que todavía no ha llegado a su cumplimiento perfecto. Y si la paz es inseparable de la justicia, aquella será siempre un anhelo de justicia consumada “que no puede ser realizada jamás en la historia secular, pues, aun cuando una sociedad mejor haya superado la injusticia presente, la miseria pasada no será reparada ni superado el sufrimiento en la naturaleza circundante” (Horkheimer, 2000, 173). La paz, en cuanto proyecto es camino, tarea siempre pendiente, metodología. El camino nos señala y conduce a un destino, es brújula y dirección. En todo caso, el camino se hace, y al hacerse, es esfuerzo, resistencia y voluntad. La paz es construcción, edificación de algo nuevo que todavía no es, pero que se anticipa en el proyecto. Nos situamos, por tanto, en un concepto dinámico de paz. La paz no es la meta o final de un camino. Es el camino mismo que se hace desde el compromiso por la justicia y la solidaridad.
No es posible entender la paz sin la “violencia” que la acompaña, sin la voluntad de cambio y transformación, sin el compromiso político por vencer las resistencias sociales que impiden que los hombres vivan en dignidad. La paz conlleva la resistencia al mal, implica denuncia y esfuerzo para erradicar aquello “que no debe ser”. La paz, entonces, es la lucha por vencer la tentación del dominio del hombre sobre el hombre. A la pregunta de Dios, en el texto bíblico que comentamos, se le ha dado una doble respuesta: a) la de la indiferencia y desconocimiento que lleva a la negación del hombre; y b) la de aquellos que lo reconocen como tal desde la responsabilidad y la solidaridad compasiva. La paz se inscribe en esta última.
3. Los contenidos de la paz
La paz exige no sólo la comprensión “intelectual” de las diferencias culturales, sino, además y sobre todo, la acogida del otro diferente, hacerse cargo de él con su historia y su pasado (Ortega, 2013). Más allá de cualquier razón argumentativa el otro, desde su diferencia o identidad, se nos impone por la dignidad de su persona. Ello conlleva un cambio en el modelo de educación intercultural. No son las diferencias culturales (lengua, tradiciones, costumbres, religión), tampoco la etnia aquello sobre lo que debe recaer la acción educativa. No es la comprensión “intelectual” de las diferencias el objetivo de esta educación, sino la aceptación y el reconocimiento, la acogida de la persona concreta del diferente con sus diferencias y su realidad socio-histórica. A pesar de las abundantes nubes que oscurecen el presente, es preciso reconocer que se ha dado un paso importante en la conquista de las libertades y en el reconocimiento de los Derechos Humanos, aunque el camino recorrido haya sido muy desigual en los distintos pueblos. Una mirada retrospectiva, sin embargo, nos describe las conquistas de la humanidad en su proceso de “humanización”. Las sombras de hoy, quizás retrocesos, nos pueden velar las luces y aciertos en el camino recorrido para llegar hasta aquí; y ocultando nuestro pasado, nos incapacitan para abordar el futuro como proyecto, como inicio y transformación. Junto a una experiencia originaria de violencia, hay una pregunta que habla de fraternidad: “¿Dónde está Abel, tu hermano?” (Gn 4, 9). Ambas están presentes en la historia de la humanidad. Sólo desde esta perspectiva, como posibilidad de una mejor realización del hombre, es posible hablar de paz. El lenguaje, la palabra y la imagen no hacen sino traducir, expresar modos de hacer, de entender la existencia humana. Representa no sólo los límites de nuestro mundo, sino también sus contenidos; también el lenguaje de la paz.
La educación para la paz se puede entender desde perspectivas o enfoques distintos: Como educación para el desarme, el desarrollo, la tolerancia y el diálogo, los derechos humanos. La educación para la paz es educar en y para los derechos humanos. Educar para la paz significa capacitar a los ciudadanos para la defensa y promoción de los derechos individuales y colectivos que haga posible la mejor realización de la persona y la construcción de una sociedad tolerante, justa y solidaria. Ello implica desarrollar en los individuos la capacidad para un diálogo intercultural, la defensa del medio ambiente como bien común, la justa distribución de los bienes, el desarrollo moral como responsabilidad frente al otro y la solidaridad compasiva. Mi propuesta de educación para la paz descansa sobre los núcleos temáticos siguientes:
a. La integración del diferente cultural. Las legítimas diferencias culturales, ideológicas, políticas y religiosas que caracterizan a una sociedad democrática son, a menudo, motivo de enfrentamiento que ignora y rechaza toda diferencia y el derecho a la identidad. No es posible llegar a ser “humano” si no es en la tradición de una cultura concreta. Esta es el hábitat natural que nos permite la realización de una existencia humana determinada. Cultura y realización personal son realidades inseparables. Respetar y promover la cultura de cada individuo y pueblo, como bien fundamental, se convierte, por tanto, en una exigencia prioritaria en un estado de derecho. Nuestro pasado, al decir de Ortega y Gasset, es también nuestro presente y, en cierto modo, también nuestro futuro. Edificar una sociedad para la paz exige reconocer y asumir positivamente sus especificidades, lo que nos une y lo que nos diferencia. La tendencia a la homogeneización y la uniformidad son signos de una sociedad excluyente, no sólo de las ideas, creencias y modos de vida, sino de la persona misma del diferente. La inclusión en la sociedad homogeneizadora se producirá cuando el extraño, el diferente, adopte los modos de vida de la mayoría dominante; cuando se pueda decir de él: “es uno de los nuestros”. La paz exige no sólo la comprensión “intelectual” de las diferencias culturales, sino, además y sobre todo, la acogida del otro diferente, hacerse cargo de él con su historia y su pasado (Ortega, 2013). Más allá de cualquier razón argumentativa el otro, desde su diferencia o identidad, se nos impone por la dignidad de su persona.
Ello conlleva un cambio en el modelo de educación intercultural. No son los diferencias culturales (lengua, tradiciones, costumbres, religión), tampoco la etnia aquello sobre lo que debe recaer la acción educativa. No es la comprensión “intelectual” de las diferencias el objetivo de esta educación, sino la aceptación y el reconocimiento, la acogida de la persona concreta del diferente con sus diferencias y su historia de vida,
El conocimiento y “comprensión intelectual” de las diferencias culturales de los otros facilita pero no necesariamente lleva a la convivencia entre los individuos, a la aceptación de la persona del diferente cultural. La historia reciente de Europa nos ofrece un buen testimonio de ello: La Shoah surgió en un país altamente civilizado; el Gulag fue el sucesor de las esperanzas puestas en una sociedad fraterna y justa. Los que se deleitaban con la literatura, la música y el arte de los autores judíos no tuvieron reparo en “mirar hacia otra parte”, adoptando una posición de indiferencia o de relativismo histórico frente a la mayor barbarie hasta ahora conocida. “Está comprobado, escribe Steiner (1998, 49), que un hombre puede tocar las obras de Bach por la tarde, y tocarlas bien; o leer y entender perfectamente a Pushkin, y a la mañana siguiente ir a cumplir con sus obligaciones a Auschwitz y en los sótanos de la policía”. La educación para la paz debería inscribirse en una propuesta para la acogida de la persona concreta del otro en la que la relación con el otro, los otros, no sea una relación negociada, sino ética, responsable. No es el cuidado de sí, sino el cuidado del otro (Bárcena y Mèlich, 2000) el fin de toda educación, si quiere trascender el utilitarismo del aprendizaje. El solo discurso y la sola reflexión sobre la paz son medios que se han mostrado del todo insuficientes para la construcción de la paz.
En una sociedad global (aldea global, se dice) que ha roto las fronteras de la cultura y de la lengua, la construcción de la paz debe traducirse en una educación para la integración, y no ya tanto de las culturas cuanto de las personas. Ninguna sociedad está “definitivamente hecha” con sus señas de identidad inalterables y con respuestas preestablecidas para las múltiples situaciones cambiantes. Una sociedad no es nunca una página ya escrita en la que las leyes, tradiciones, costumbres y valores ya están prefijados de antemano, de modo que no cabe otra posibilidad que adaptarse a ellos. Tampoco es una página en blanco en la que todo está por escribir. Más bien es una página que se está escribiendo y en la que todos, con y desde sus diferencias, dejan su señas de identidad (Maalouf, 1999). Sin embargo, algunas líneas de esta página ya están trazadas y deben permanecer: aquellas que garantizan la permanencia de una cultura común que se traduce en el respeto al principio de división de poderes, la igualdad de derechos civiles, el reconocimiento a la dignidad de la persona, etc. Estos principios constituyen los elementos básicos de una política común a ser compartida, exigibles a todos los miembros de una sociedad democrática, ya sea inmigrantes o autóctonos (Habermas, 1999). El derecho a la diferencia se debe reequilibrar con el imperativo de la igualdad, si no se quiere llegar a una sociedad “balcanizada”. La educación para la integración que promueva la paz se debe fundamentar en una concepción universalista de los derechos humanos y en la práctica de los procedimientos democráticos, fruto de largos años de lucha y sufrimiento contra el despotismo y la intolerancia de todo signo. Ellos constituyen una herencia irrenunciable y el legado fundamental de occidente a la humanidad, como también un patrimonio básico sobre el que construir la identidad común de la ciudadanía en una sociedad compleja. Construir una identidad común fundamental, sin renunciar a la legítima diversidad de formas históricas de vida, por tanto cambiantes e influenciables, de los individuos y grupos, es una condición inexcusable para una sociedad integrada y pacífica en la que todos los individuos gocen de los mismos derechos y tengan los mismos deberes, independientemente del lugar de nacimiento, etnia, cultura o religión (Ortega, 2007).
b. La justicia y la solidaridad, componentes de la paz. La paz está vinculada a un reparto equitativo de las riquezas materiales y culturales que permitan a todos una auténtica igualdad de oportunidades. La construcción de la paz empieza con la práctica de la justicia. Paz y justicia son dos realidades que mutuamente se reclaman, se necesitan. Una sin la otra aboca a ambos términos a un sinsentido. Hablar de paz exige la voluntad de establecer unas relaciones justas entre los individuos y entre los pueblos. La situación de extrema pobreza de los países del Sur es, ante todo, un problema de dignidad humana que sume en la miseria e indignidad moral no sólo a los afectados por la pobreza y la dependencia económica, sino también a aquellos que la provocan (Ortega y Mínguez, 2001b). La relación de dominio de unos (los países desarrollados) sobre los otros (los países empobrecidos) hace imposible una relación pacífica entre ellos, porque sobre la dominación y la explotación no cabe la construcción de la paz, ni las relaciones pacíficas. “Hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de violencia a los pobres y a los pueblos pobres, pero sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará una explosión” (Papa Francisco, 2013, n.º 59).
Sin justicia no es posible la paz. Si se considera al ser humano como objeto de consumo que se puede usar y tirar, no puede haber paz. Mientras se le prive a alguien de sus derechos, hablar de paz es un escarnio; mientras los excluidos y explotados sigan llamando a nuestra puerta sin ser escuchados en sus justas demandas, no puede haber paz; mientras no derrumbemos el muro de la indiferencia instalado en la sociedad del consumo, no puede haber paz. “Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás, ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe” (Papa Francisco, 2013, n.º 54) Es indispensable que todos los integrantes de una comunidad puedan participar de sus bienes en pie de igualdad desde unos mismos derechos reconocidos por todos. La justicia se da cuando todos son reconocidos, en la práctica, como iguales en dignidad. La situación de privilegio o poder de unos no puede impedir el disfrute de los bienes comunes a los demás. La justicia es también equidad. No se debe tratar a todos por igual cuando estos ya son diferentes. Lo contrario encierra una gran injusticia. El discapacitado y enfermo, el anciano o impedido exigen un trato diferenciado por su situación de necesidad.
Pero es difícil imaginar una sociedad de rostro humano si sólo se edifica sobre las estrictas relaciones de justicia. Una sociedad que excluya la gratuidad y la solidaridad compasiva, como elementos integrantes de la convivencia social, y sólo atienda al derecho, ha perdido los vínculos afectivos que unen a los humanos para una tarea común: hacer posible una vida digna para todos. La justicia, sin la solidaridad compasiva, puede llevar a la deshumanización. Las teorías sobre la justicia han fracasado como proyectos de construcción social cuando han prescindido de la solidaridad compasiva. Desde las teorías de la justicia se ha pretendido igualar la desigualdad y la injusticia, y no son lo mismo. La desigualdad es natural (discapacidad psicofísica) y la injusticia es histórica (opresor/ oprimido). La primera es éticamente neutra, la segunda conlleva culpa y responsabilidad (Mate, 2011). La educación para la paz será, entonces, educación para la justicia, pero también para la responsabilidad, no sólo frente al otro, sino también del otro (ser responsables del otro) en la compasión solidaria.
Ahora bien, no somos responsables sólo con quienes compartimos hoy las carencias y los bienes, con nuestros conciudadanos. También con las generaciones futuras y con quienes nos han precedido hemos adquirido una responsabilidad que no nos la podemos quitar de encima. Nadie se sitúa en un punto cero, desligado del pasado y del futuro, que le exima de responsabilidad. Venimos a un mundo habitado por otros que han construido unas instituciones, unas condiciones de vida que nos permiten hoy a nosotros construir un presente y proyectar un futuro. Con ellos tenemos una deuda pendiente que hemos de saldar. El camino de la paz reconoce a muchos actores que han dejado sus huellas como trazos imborrables para los que venimos después. Ellos nos han dado las claves a través de las cuales nosotros, en otro contexto, debemos interpretar el presente y construir la paz. La memoria de los sufrimientos padecidos por tantos actores que nos han precedido para que nosotros “nos encontremos aquí” es una responsabilidad indelegable. Sólo a nosotros nos pertenece y abdicar de ella sería una indignidad.
Y somos responsables también del futuro, de la suerte que corran las generaciones que nos sucedan. La solidaridad compasiva se extiende también a los que han de venir. La casa común que habitamos, sus instituciones y organización social, su patrimonio socio-cultural, sus bienes éticos y materiales no nos pertenecen en exclusiva. Hemos recibido una herencia que hemos de conservar, proteger y aumentar para las generaciones futuras. Si esto se acepta sin reparos cuando se trata de los recursos naturales, debería considerarse de igual modo como una responsabilidad o deber ético la transmisión o entrega, a los que vengan detrás de nosotros, de unas condiciones de vida que permitan la convivencia pacífica de todos en la justicia y la equidad.
La justicia y la solidaridad son los componentes necesarios, indispensables de una sociedad pacífica. La una sin la otra sería la paz de un cementerio donde no hay conflictos, pero tampoco ningún tipo de relación humana, basada en el respeto y la solidaridad compasiva con el otro. No es solo el derecho la argamasa que hace sólida a una sociedad, sino también las relaciones de afecto y de solidaridad hacia el otro (cualquier otro) que fortifican y robustecen las relaciones estrictas fundamentadas en la justicia.
c. El cuidado de la casa común. El deterioro ambiental no es sólo un problema ecológico, sino, además, un problema moral (Ortega y Romero, 2009). El espectacular crecimiento económico producido en las últimas décadas en los países desarrollados ha ido acompañado de una alarmante degradación medioambiental y de un despilfarro sin precedentes de los recursos naturales. Nunca como hasta ahora la acción del hombre había causado tanto daño sobre la naturaleza, casa común de todos. La protección y conservación del medio natural conlleva, de un lado, un cambio en la filosofía de fondo que condiciona la relación del hombre con su entorno. Es indispensable ensanchar el campo de nuestras relaciones morales al ámbito de todos los seres vivos, más allá de las estrictas relaciones interhumanas, a no ser que creamos que lo crucial en moralidad es la pertenencia a la especie humana; y si no es así, entonces habremos de considerar la posibilidad de que los no- humanos posean características que también les permitan ser incluidos dentro de la esfera de la moralidad. Afirmo, por tanto, que todos los seres tienen valor por sí y de sí mismos, independientemente de que nos reporten algún beneficio o utilidad. “Todos los elementos de la Naturaleza poseen valor per se... Nada en la Biosfera sobra o es inútil. Todo es digno de respeto y debe reconocerse su valor” (Gómez Gutiérrez, 2004, 227). De otro lado, conlleva un cambio en la dinámica de la economía orientada, hasta ahora, al exclusivo crecimiento económico. Implica, por tanto, la renuncia al crecimiento ilimitado de los países desarrollados para que sea posible el desarrollo de los países pobres. “Cuando se propone una visión de la naturaleza únicamente como objeto de provecho y de interés, esto tiene también serias consecuencias en la sociedad. La visión que consolida la arbitrariedad del más fuerte ha propiciado inmensas desigualdades, injusticias y violencia para la mayoría de la humanidad, porque los recursos pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder” (Papa Francisco, 2015, n.º 82).
Sin un cambio de paradigma en nuestras relaciones con la naturaleza no es posible la protección y conservación de la misma, ni una justa distribución de los bienes naturales. Por ahora, esta solución no deja de ser una hermosa utopía. Nos encontramos metidos todos en una situación esquizofrénica de difícil salida: por una parte, nos sentimos preocupados por la existencia de millones de seres humanos sumidos en la miseria; pero por otra, no estamos dispuestos a renunciar a nuestro modo de vida. Sin las transformaciones de las estructuras sociales que implican una solución justa a la situación de los países pobres; sin un cambio de paradigma económico en los países desarrollados, la respuesta al problema medioambiental no es viable. Este, en su raíz, no es un problema de medios que técnicamente se pueda abordar; es un problema de fines; es un problema ético-moral. Y sólo cuando desde la responsabilidad, desde la ética, sea abordado, el problema medioambiental encontrará vías de solución (Ortega y Romero, 2009). La degradación ambiental va unida a la degradación humana y social, a la pérdida de los valores éticos que sustentan una sociedad integrada y humanizada. “El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no es posible afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tiene que ver con la degradación humana y social” (Papa Francisco, 2013, n.º 48). El respeto y la conservación del medio ambiente requiere no sólo de conocimientos científicos que nos ayuden a conocerlo y protegerlo, sino la apertura hacia categorías que trascienden el conocimiento científico y nos conectan con la esencia del ser humano: su dimensión ética-moral.
La educación para la paz tiene, por tanto, una carga ética-moral que prepara a los humanos para el uso responsable de los recursos naturales, desde el convencimiento de que a todos nos pertenecen, no sólo a las generaciones actuales, sino también a las futuras (Jonas, 1995). Educar para hacerse cargo de nuestro planeta exige, ante todo, un “ensanchamiento” físico y moral. La tierra se nos ha quedado demasiado pequeña, y nuestro horizonte visual y moral ya no acaba en la inmediatez de las fronteras o límites de nuestra región o país, tampoco en le generación presente, sino que se extiende a cualquier lugar del planeta y a las generaciones futuras. El cuidado de nuestro planeta supone una mirada que vaya más allá de lo inmediato. Cualquier daño infringido al medio natural tiene consecuencias más visibles a largo plazo.
La paz está indisolublemente vinculada a un uso responsable de los bienes de la naturaleza. Esto supone situar nuestra relación con la naturaleza dentro de un marco ético-moral, no desde la incontrolada explotación de los recursos naturales. Deberíamos pasar del “yo-naturaleza” al “nosotros-naturaleza”, promover la ciudadanía ecológica como una forma pacífica de vivir en la Tierra, nuestra casa común. Nuestra existencia humana está vinculada a que los demás seres humanos y no humanos también puedan ver reconocidos sus derechos a existir y vivir en dignidad. La escala en la dignidad responde a unos valores que los humanos nos hemos atribuido, excluyendo a las demás especies del ámbito de lo valioso. Deberíamos promover un desarrollo sostenible que equilibre el crecimiento económico y la defensa de la naturaleza, a la vez que permita la distribución justa de la riqueza y de la cultura. Satisfacer las necesidades básicas de todos es un fin inseparable de un desarrollo sostenible también para todos. Justicia y equidad no son principios incompatibles con el principio de la sostenibilidad. Abordar con rigor el problema ambiental exige abordar a la vez el problema social que le acompaña. Ambos están inseparablemente unidos.
4. La construcción de la paz. Propuestas de actuación:
Antes he afirmado que la paz, más que logro y meta alcanzada, es tarea, camino, metodología. Más que “vivir en paz” sería más correcto decir que “buscamos la paz”. La construcción de la paz, por tanto, debería traducirse en la formación de ciudadanos y en la edificación de sociedades en las exigencias y metodología de la paz. Educar para la paz será, entonces, practicar, hacer la paz; poner en juego instrumentos que faciliten el entendimiento de todos, la libre expresión, la organización
democrática de la sociedad, la justa distribución de los bienes y la solidaridad compasiva. “Para ganar la paz hay que esforzarse por edificar, sin prisa pero sin pausa, un armazón de valores y actitudes que modifiquen a medio y largo plazo, tanto la conducta íntima como la social. Ganar la paz quiere decir consolidar la convivencia democrática en un nuevo empeño de tolerancia y generosidad que es, en última instancia, una tarea de amor” (Mayor Zaragoza, 1994, 7).
La construcción de la paz nos vemos obligados a hacerla en una sociedad enfrentada y dividida por manifestaciones violentas de terrorismo, extorsión, explotación, discriminación, etc. que dibujan un paisaje social de fuerte incoherencia entre los principios formalmente profesados y una realidad tozuda que a diario los desmiente. Pero junto a estas conductas rechazables se dan, también, muestras de tolerancia, justicia y solidaridad que hacen posible la propuesta del valor como experiencia de una conducta valiosa. Es esta realidad contradictoria, no inventada, el punto de partida necesario e inevitable para el aprendizaje del valor en tanto que elección u opción que compromete la trayectoria personal de la vida de cada uno.
Mi propuesta educativa está centrada en la escuela como ámbito para la construcción de la paz, a sabiendas de que es un tratamiento incompleto porque la escuela es un microcosmos de la sociedad de la que forma parte. Para educar se ha de partir de la experiencia. El magisterio de la vida, hecha experiencia, es insustituible cuando se educa en valores, también en el valor de la paz. Por ello las experiencias cotidianas de la vida real, con sus éxitos y fracasos, sus contradicciones deben entrar en las aulas y en los centros escolares, y aprender de esa experiencia. Ello hace indispensable enseñar a leer la realidad, a juzgarla y transformarla. No hay lenguaje educativo si no hay lenguaje de la experiencia. Sin ésta, el discurso educativo se torna discurso vacío, inútil, sin sentido.
Atenerse a la experiencia obliga a un cambio en el estilo y objetivos de la enseñanza que haga de la institución escolar un espacio para el aprendizaje de una ciudadanía que promueve el protagonismo de la persona, la toma de conciencia de su condición de miembro activo de una comunidad y la participación eficaz en la configuración de una sociedad más justa y solidaria. Pero esto no es posible si el centro y el aula no se dotan de estructuras democráticas de funcionamiento. La imposición y el dogmatismo no se compadecen con la libertad, y sin ésta no se construye la paz. Si la paz es metodología, la escuela puede ser espacio para el aprendizaje de la paz si favorece el diálogo, el ejercicio de la responsabilidad, el desarrollo de la capacidad para la crítica de la realidad social y la gestión del conflicto, la solidaridad y el reconocimiento del otro en su irrenunciable dignidad. Ello conlleva una gestión democrática del aula y del centro, la promoción del diálogo y el trabajo cooperativo. Son las herramientas metodológicas imprescindibles para la construcción de la paz; el clima que favorece el ejercicio de la responsabilidad desde el que es posible comprender al otro, aceptarlo y acogerlo. Llevar al aula la vida real de la calle, abordarla en situación educativa, no como objeto de simple información, hace indispensable un replanteamiento de la vida del aula y del centro que permita establecer unas relaciones “distintas” entre todos y unos aprendizajes nuevos, quizás menos académicos. No se puede recorrer el camino de la paz, hacer la paz, sin herramientas pacíficas. Quiere ello decir que una educación para la paz no se hace “llenando” de contenidos el programa curricular. Se hace, además, imprescindible un modo democrático de funcionamiento del aula y del centro que permita el ejercicio de la libertad, la responsabilidad, la tolerancia y el diálogo. Sin la participación efectiva de la familia en la toma de decisiones y gestión de los centros educativos no hay vida democrática en las aulas y en los centros. Son varias las razones para abrir la escuela a la participación de la comunidad de la que forma parte. Hargreaves (2003) señala las siguientes:
a) Hoy las escuelas no pueden cerrar sus puestas y dejar fuera los problemas del mundo exterior;
b) hoy las escuelas constituyen una de nuestras últimas y mayores esperanzas de resolver la crisis de comunidad;
c) hoy las escuelas no pueden ser indiferentes a la vida laboral que espera a sus alumnos cuando ingresen en el mundo adulto. “Las escuelas ya no pueden ser castillos fortificados dentro de sus comunidades. Ni los docentes pueden considerar que su status profesional es sinónimo de autonomía absoluta” (Hargreaves, 2003, 35). En una sociedad democrática en la que cada vez se demanda más participación y corresponsabilidad en los asuntos públicos, no debe haber parcelas de la misma de las que aquella se vea apartada, o sólo sea invitada a participar a título de oyente. La formación cívico-moral que prepare para convivir entre todos exige la implicación de todos los miembros de la comunidad como agentes de cambio insustituibles y la conjunción articulada de las escuelas con la comunidad. La educación de las nuevas generaciones es un asunto de la comunidad, de la tribu, como dice un refrán africano.
Hay enfoques distintos en la educación para la paz que, obviamente, acentúan un aspecto u otro de la misma. El enfoque cognitivo, de raíz kantiana, acentúa el conocimiento de las diversas culturas, ignorando que una sociedad integrada, pacífica se construye no sólo por el “conocimiento” de las singularidades culturales de los diversos grupos, sino por el re-conocimiento, la aceptación y acogida de la persona misma del diferente cultural con toda su realidad socio-histórica (Ortega, 2013). Mi propuesta de educación para la paz tiene su anclaje en la antropología y ética levinasianas que dan cuenta del hombre en su totalidad y en la realidad de su vida cotidiana. Desde este enfoque, mi propuesta incide en algunas líneas de actuación que considero imprescindibles para la construcción de la paz:
1. Educar en la responsabilidad. Educar para convivir en la escuela demanda una educación en la responsabilidad, o lo que es lo mismo, una educación moral, no ya sólo en el ámbito escolar, sino en el contexto social. Desde la ética levinasiana, la moral se entiende como acogida y responsabilidad, a la vez que prohibición de toda imposición de “nuestra” cultura a los “otros”, a los “diferentes”. Si la educación es y se resuelve esencialmente en una relación ética, la imposición o cualquier forma de violencia ejercida sobre el otro “diferente”, no sólo con los de “fuera”, sino también con los de “dentro”, queda deslegitimada. “La desnudez absoluta del rostro, ese rostro absolutamente sin defensa, sin cobertura, sin vestido, sin máscara es, no obstante, lo que opone a mi poder sobre él, a mi violencia; es lo que se me opone de una manera absoluta, con una oposición que es oposición en sí misma” (Levinas, 1993, 108). Hablo, por tanto, de aquella moral que nos hace responsables de los otros, de los “diferentes” y de los “extranjeros”. Interiorizar la relación de dependencia o responsabilidad para con los otros, aun con los desconocidos, significa descubrir que vivir no es un asunto privado, sino que tiene repercusiones inevitables mientras sigamos viviendo en sociedad. Ello implica tener que aprender a convivir con personas de diferentes ideologías, creencias y estilos de vida. Y vivir con los otros genera una responsabilidad. O lo que es lo mismo, nadie me es ajeno ni extraño, nadie me es indiferente, y menos el que está junto a mí. Frente al otro he adquirido una responsabilidad de la que no me puedo desprender, de la que debo dar cuenta. “El rostro del otro me concierne”, dice Lévinas (2001, 181). Pero el “otro”, en Lévinas, no se entiende ni existe sin un “tercero”. “En la medida en que no tengo que responder únicamente ante el rostro de otro hombre, sino que a su lado abordo también a un tercero, surge la necesidad misma de la actitud teorética. El encuentro con otro es ante todo mi responsabilidad respecto de él. Pero yo no vivo en un mundo en donde sólo hay un “cualquier hombre”; en el mundo hay siempre un tercero: también él es mi otro, mi prójimo” (Lévinas, 2001, 129). La relación del otro con el yo no es una relación esencialmente de diferencia en cuanto realidades ontológicas; no es una relación de conocimiento, de intencionalidad o de saber. Al otro y al yo les une una relación profunda de deferencia, de responsabilidad, es decir, ética. En la relación ética no hay lugar para la pregunta cainita: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”, sino de esta otra: “¿Dónde está tu hermano?” como única vía posible de acceso a una vida “humana”. El ciudadano, en tanto que sujeto moral, no puede responder únicamente del hombre singular que tiene delante y abandonar a su suerte a los demás, si no quiere caer en la inmoralidad y en la confusión entre la debilidad y la tiranía (Chalier, 2002).
Pero la responsabilidad llega también a nuestro medio natural, a la casa en la que vivimos. La naturaleza es ella misma un valor que hay que conservar y proteger. El deterioro de la naturaleza atenta contra todos los humanos, pero también contra los derechos de las otras especies vivas a vivir en la “casa” que también es la suya. Esta práctica de protección y conservación de la naturaleza se podría concretar en estas actuaciones: a) preparar a los ciudadanos para proteger y conservar los recursos naturales, para admirar y amar todas las formas de vida en su conjunto como un bien valioso en sí mismo; b) tomar conciencia de que la degradación del medio natural va unida a la degradación social y humana; proteger y cuidar al medio natural es proteger y cuidar al ser humano; c) es necesaria una mirada responsable al futuro porque el medio natural pertenece a todos, a los que vivimos hoy y a los que vengan después, porque vienen a la casa común.
La responsabilidad no se reduce sólo al individuo con el que comparto ciudadanía. Todos me son “próximos”, prójimos que me pueden pedir cuenta de mis actos y omisiones. En la aldea global, en la que se ha convertido nuestro planeta, una acción realizada en el último rincón del mundo puede tener consecuencias graves en la vida de otros pueblos alejados. Vivimos, para bien o para mal, en una inevitable interdependencia de individuos y de pueblos. La responsabilidad va más allá de los individuos, se sitúa también en el medio social y natural al que pertenecemos. No existe el individuo aislado de su medio. Sólo existe el ser humano incardinado en su circunstancia, en su medio social y natural, que lo constituye en sujeto humano, y no en un extraterrestre. El hombre existe como ser para otro, referido siempre al otro que vive aquí y ahora. Fuera de esta relación se diluye en una entelequia. De ahí que el hombre se entienda y sea un ser social y natural. Por ello, los asuntos sociales y ambientales, las cuestiones de su comunidad le son propias, no ajenas, forman parte de su realización como humano.
La moral idealista nos ha llevado a una visión del hombre alejada de los avatares del mundo y de la vida en la que se resuelven, a diario, nuestros problemas. Nos ha dado vértigo de la realidad, nos ha resultado incómoda y nos ha parecido más reconfortante refugiarnos en el mundo de las “bellas ideas”. La moral idealista no ha sabido o no ha podido responder de la suerte del hombre al acudir a argumentos que se han mostrado insuficientes para librarnos de la barbarie. “La historia reciente nos confirma, una y otra vez, que los derechos de los débiles no han sido protegidos y reconocidos por la fuerza de los argumentos, por la evidencia de su indefensión frente al poder arbitrariamente ejercido. Estos han sido, con frecuencia, objeto de negociaciones cuyo resultado sólo se ha traducido en elocuentes ejercicios dialécticos para seguir perpetuando situaciones de violencia y de sufrimiento” (Ortega, 2016, 246). Y el precio pagado ha sido muy alto: hemos construido sesudos discursos, pero hemos perdido al hombre.
Educar para la paz, construir la paz exige, por tanto, no huir de la realidad en la que viven los educandos, sino que ésta entre en las aulas para juzgarla, desvelarla y ayudar a transformarla. Es indispensable abrazar todo lo humano y dejarse interpelar por él. Durante muchos años se ha pretendido “educar” equipando a las nuevas generaciones de aquellos conocimientos y destrezas que les habiliten para el ejercicio de una profesión; y con ello se entendía que se había cubierto el objetivo de la institución escolar. Pero educar abarca algo más que el desarrollo intelectual. Incluye, además, la formación de competencias ético-morales que preparen al educando para el ejercicio responsable de la ciudadanía. Y entre esas competencias está la de convivir con los demás, aquí y ahora.
2. Integrar la circunstancia como estrategia educativa. No se educa en tierra de nadie. Si ignoramos la circunstancia o contexto la acción educativa se hace irreconocible. Sólo nos podemos entender desde un mismo código lingüístico, desde una misma gramática, es decir, desde un universo cultural en el que se integran las costumbres, tradiciones, lengua, instituciones, valores y normas de comportamiento. Fuera de este “mundo” el individuo es irreconocible, sencillamente es inexistente. Esta inevitable condición histórica del hombre hace que la educación sea necesariamente contextual, es decir, sujeta a las condiciones del tiempo y del espacio. La circunstancia es contenido y, a la vez, estrategia necesaria en la educación. Si esto es así, nos deberíamos preguntar hasta qué punto nuestra acción educadora asume la situación concreta en la que viven nuestros alumnos; si sus carencias y necesidades, sus aspiraciones, su situación familiar, forman parte del contenido educativo. No se puede pasar por alto aquello que directamente afecta a los alumnos en su vida diaria, si no queremos convertirnos en charlatanes, defraudando las esperanzas de aquellos que tienen derecho a buscar y tener un futuro mejor. Es en la sustantiva circunstancia donde se resuelve a diario la existencia de cada individuo. Y es ahí en la circunstancia donde se debería educar. Se educa desde donde vivimos y en lo que vivimos porque esa es la única manera que tenemos de existir. Somos “también” circunstancia, y fuera de la circunstancia que nos constituye, el ser humano es irreconocible, escribe Ortega y Gasset.
Educar es responder a la pregunta del otro. Pero esta pregunta es siempre la pregunta de “alguien” concreto que vive en una situación también concreta. Es siempre la pregunta de este o esta a la que se debe responder. Pero la pregunta se formula siempre desde situaciones personales que varían en función del contexto socio-cultural en el que vive cada educando. Es un hecho evidente que cada uno de nosotros, cuando venimos a este mundo, heredamos una gramática, es decir, un lenguaje, un conjunto de símbolos, signos, ritos, valores, normas e instituciones que configuran un universo cultural, y esta gramática nos permite entendernos y entender a los demás. Pero esta gramática no es universal, es propia de cada comunidad o grupo humano. Es su forma particular de entender el mundo y al hombre. Su forma particular de realizarse como humanos y vivir como humanos.
En la educación no se contempla al ser humano como ente universal, abstracto, fuera del tiempo y del espacio, sino a este individuo que piensa y siente, goza y sufre, aquí y ahora. Y de éste individuo concreto se debe responder. No hay, ni puede haberlo, discurso y praxis educativa sin tiempo ni espacio, sin circunstancia, porque no hay ser humano fuera del tiempo y del espacio.
3. Pedagogía negativa. Se ha criticado muchas veces a la institución escolar por su habitual tendencia a “pasar de largo” de la realidad, pero no de “toda” la realidad, sino de aquella que le resulta incómoda, más desagradable. Se ha visto a la escuela como agencia o correa de transmisión de la que se sirven los poderes establecidos para perpetuar sus privilegios, (la vieja tesis de la reproducción, de Bourdieu y Passeron), ignorando los derechos de los desfavorecidos. Hay una pedagogía negativa que lleva a la conciencia de los alumnos aquella realidad de su entorno que merece una critica, una denuncia. Es la pedagogía de “lo que no debe ser”. Desvelar las contradicciones del sistema socio-económico imperante, sacar a la luz los mecanismos a través de los cuales se reproduce y perpetúa el sistema de dominación, es la razón de la ética y de la educación para la paz. Sería un ejercicio muy positivo que los alumnos en grupo estudiasen la realidad de su entorno, desde criterios de justicia y equidad, y llevasen los resultados a las aulas para su estudio y debate. ¿Por qué se producen las desigualdades? ¿Por qué existen tantas diferencias en las oportunidades para el estudio, la vivienda, el trabajo…? Habría que preguntarse si los contenidos que se imparten en las aulas ayudan a los alumnos a una toma de conciencia de la realidad en la que viven, o, por el contrario, son indiferentes a la misma. La educación para la paz no se sostiene en la construcción de superestructuras, sino en la edificación de una base real o estructura social que favorezca la participación equitativa de todos en los bienes sociales. La paz pasa por la construcción de relaciones interpersonales de respeto a la dignidad del otro, pero también por la regeneración ética de las estructuras que condicionan la realización de la existencia humana. Una práctica educadora que dejase al margen las condiciones de vida de los alumnos constituiría un fraude, un engaño que deslegitimaría toda pretensión de educar.
La pedagogía negativa asume la denuncia y la resistencia como estrategia indispensable para la construcción de la paz. Los oprimidos y explotados no son seres abstractos, idealizados que sobrevuelan el tiempo y el espacio, sino personas con rostro, con nombre e historia propios, que viven aquí y ahora, a quienes se les ha negado una existencia digna. Ante esta situación de explotación y opresión a las que se ven sometidos pueblos enteros la respuesta responsable no es convocar a un diálogo entre iguales. Dialogar desde la desigualdad de oprimidos y opresores sólo contribuye a aumentar aún más las desigualdades. Los instrumentos legítimos de los explotados empiezan por la denuncia y la protesta. Los opresores y explotadores tampoco son seres imaginarios. Tienen nombre y rostro, y una historia detrás que les delata. Hay una explotación sangrante de los pueblos que se ampara en la impunidad de las sociedades anónimas y en la fuerza de los poderosos: La deforestación masiva de la selva amazónica, la explotación incontrolada de los recursos naturales de los pueblos africanos, la contaminación ambiental producida por los países desarrollados, la colonización cultural con la pérdida de las señas de identidad de los pueblos, la exportación a los pueblos pobres de la tecnología contaminante por los países ricos, la carrera inmoral en los países desarrollados por aumentar la exportación de armas de guerra a los países pobres… no han encontrado una respuesta justa que ponga fin a prácticas abusivas que reducen a la esclavitud y al exilio a comunidades enteras.
La existencia de la ética y de la vida moral está unida a la crítica al “mundo administrado”, a la contradicción existente entre principios ético-morales y la marginación o exclusión de seres humanos. Es el mal organizado que despoja de su dignidad a los individuos y los reduce a objetos de mercancía. La educación para la paz necesariamente debe ser denuncia y resistencia a estas muestras de opresión y explotación, si no quiere convertir a la tarea de educar en cómplice de una infamia.
1. Hacer realidad una educación como acogida y compasión solidaria. La paz, como cualquier otro valor ético, se aprende practicándolo, desde la experiencia. No basta con que hagamos discursos sobre lo que es la paz y su importancia para el bienestar social. Es indispensable que los alumnos tengan experiencias de paz dentro del aula y fuera de ella. La educación como acogida y compasión solidaria es un buen camino para la educación en la paz. Facilita una escuela pacífica y pacificadora.
La educación es, en su misma raíz, un acto ético, un encuentro entre dos que se traduce en acogida y responsabilidad. Sin ética no es posible hablar de educación. Y hablar de ética es lo mismo que hablar de responsabilidad, es decir, hacerse cargo del otro. Desde la ética de Levinas, el otro no es ajeno a mí, alguien de quien puedo prescindir para existir como sujeto moral. Al contrario, el otro me constituye en sujeto moral, sujeto humano, cuando respondo de él. La acogida y la responsabilidad son “condiciones” para constituirnos en persona moral. Educar para acoger al otro, hacernos responsables de él es el soporte básico que nos permite construir el espacio indispensable para el reconocimiento del otro en toda su dignidad. Sólo cuando nos sentimos parte del otro, pregunta y respuesta del otro, podemos encontrar las razones para construir espacios de encuentro y no de aislamiento o insolidaridad; sólo cuando vinculamos la suerte del otro a nuestra propia suerte estamos en condiciones de derribar los muros que podríamos haber construido en la negación del otro.
La construcción de la paz pasa necesariamente por la creación de una cultura de paz en la que los individuos se sientan cómplices de una tarea común. Este ambicioso objetivo no se ha de esperar de la sola sustitución de aquellas estructuras sociales que impiden el desarrollo humano de todos. Las estructuras injustas hay que erradicarlas de la sociedad. Pero seríamos ingenuos si sólo confiásemos en un cambio de estructuras para construir la paz. Sin un cambio ético en la persona cualquier cambio en la estructura social es una imposición más que se añade a las ya existentes. El otro me concierne; el otro es una responsabilidad de la que no me puedo desprender, si quiero vivir en dignidad. Desde la ética se oye permanentemente aquella pregunta: ¿Dónde está tu hermano? Y hay tres maneras distintas de responder: Desde la negación del otro: ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?; desde la indiferencia, pasando de largo, ignorando la situación del otro; desde la acogida y la responsabilidad hacia el otro, es decir, desde la compasión solidaria. Sólo esta actitud, esta respuesta al otro es constructora de paz. El cambio de estructuras, en la pretensión de construir una sociedad en paz, puede llevar a la tiranía si el hombre es puesto al servicio de la estructura.
Construir la paz es una tarea que va de la mano de un cambio en las actitudes de los ciudadanos. Nuevas leyes que protejan a los desfavorecidos, que impidan los atropeyos a los derechos civiles, son requisitos indispensables, pero no suficientes, para una sociedad pacífica y pacificadora. La sola invocación de los derechos humanos, la defensa de la dignidad humana se quedan a medio camino en la construcción de la paz si no se produce un cambio, no sólo en el modo de “pensar”, sino, además, en las actitudes o disposiciones para el cambio de las conductas que dañan a la persona. No son nuestras “ideas” acerca de la dignidad de la persona las que nos impulsan a aliviar el sufrimiento de los marginados y perseguidos, de los encarcelados y exiliados,
sino la conmoción interior, el sentimiento “cargado de razón” hacia el otro desvalido y desprotegido. Es la compasión hacia el otro, sin rodeos o argumentos de razón, la que nos mueve a acoger al otro en su situación de necesidad. Educar para acompañar y acoger al otro es condición necesaria para la construcción de la paz. La respuesta al otro basada en los “mejores” argumentos ya ha demostrado su ineficacia. Deberíamos buscar otra fuente de pensamiento distinta a la intelectualista (Chalier, 2002) a la hora de sustentar la educación para la paz que evite toda forma de dualismo en la concepción del hombre. Éste es un ser unitario que piensa y siente, goza y sufre, ama y también odia. Desde esta realidad histórica del ser humano hay que construir la paz.
2. Hacer memoria del sufrimiento de las víctimas. Una educación para la construcción de la paz no puede negarse a hacer memoria del sufrimiento de las víctimas, de aquellos que, desde el testimonio de su vida, trazaron un camino para la construcción de una sociedad justa y solidaria. Hicieron de la denuncia y la resistencia frente al poder arbitrario e injusto una vía pacífica para la paz. La paz no ha venido sola, no es un regalo de los dioses, la han traído los que apostaron por una sociedad construida sobre la base de la justicia y la solidaridad compasiva, y no pocas veces, sobre el perdón.
Hacer memoria no es un simple recuerdo de los sufrimientos padecidos. Es más bien traer aquí las experiencias del dolor padecido por aquellos de quienes nosotros hoy nos sentimos deudores. El dolor no es algo que sucedió en un tiempo ya olvidado o por olvidar. Por el contrario, forma parte de nuestra vida presente como imperativo ético de lo que nunca debe ocurrir. A veces la memoria se confunde con el recuerdo “piadoso” hacia las víctimas; es una pseudo memoria porque no reconoce la deuda pendiente para con ellas. Recordar es fijar en un tiempo pasado un acontecimiento o experiencia. La memoria, en cambio, rescata del pasado un acontecimiento para hacerlo presente en toda su virtualidad. Sin memoria hacia las víctimas no hay justicia, y tampoco verdad. “Sin memoria no hay realidad ni verdad, es decir, sin memoria no hay posibilidad de verdad porque sin ella no hay manera de saber si los indígenas muertos durante la conquista lo fueron por enfermedades naturales o como resultado de la explotación laboral. Tampoco hay realidad. Sin memoria desaparece el hecho mismo. Si no fuera por los testigos supervivientes de los Sonderkommandos no sabríamos cómo se vivía en esos lugares extremos. Podríamos saber cómo morían pero no cómo vivían. Ese era su secreto” (Mate, 2011, 204). La narración de lo acontecido no puede ocultar las experiencias vividas por las víctimas que, en cuanto experiencias, son acontecimientos que trascienden el tiempo y transforman nuestro modo de interpretar los acontecimientos de la vida cotidiana, nuestras relaciones con los demás y con los antepasados; incluso transforman nuestro modo de comportarnos con nuestros sucesores.
En la praxis escolar ha habido una voluntad clara de ocultar a los educandos los acontecimientos trágicos que, de alguna manera, han condicionado el presente y el futuro de nuestra sociedad. Esta praxis no es más que el reflejo de una educación (??) que se ha situado fuera de la realidad. Y una educación que prescinde del contexto socio- cultural e histórico está condenada al fracaso. La realidad no la constituye “lo que ahora se está viviendo” sin pasado. Toda manifestación de la vida ciudadana, lo que ahora somos y vivimos no se puede entender sin lo que antes “hemos sido y vivido”. El pasado pervive en el presente y se proyecta en el futuro. “El pasado no está allí, en su fecha, sino aquí, en mí” (Ortega y Gasset, 1975, 66). Para entendernos como humanos es preciso “contar” una historia en la que estamos representados a través de nuestras experiencias de vida, las nuestras y las de personas significativas para nosotros que nos han precedido. “Nuestra biografía está íntimamente atada a muchas historias de hombres y mujeres que han configurado nuestro presente” (Ortega, 2016, 258). Nunca se educa en el vacío, y siempre a partir de los valores éticos que configuran una sociedad. Pero los valores, en tanto que experiencias, forman parte de la historia de una comunidad. Situar la memoria de las víctimas en la tarea de educar significa entroncar la educación en su misma raíz ética.
3. Diálogo. Una sociedad tan violenta como la nuestra reclama con urgencia deponer posturas intransigentes y bajar al terreno del encuentro y del diálogo. “Lo que ahora mismo se necesita con suma urgencia es una adecuada praxis transmisora, que nos proporcione las palabras y expresiones convenientes para que el diálogo pueda convertirse en una realidad palpable, y no en una mera declaración verbal de “buenas intenciones” (Duch, 1997, 63). Diálogo que siempre reclama el reconocimiento de la persona del otro y la afirmación de la identidad personal y colectiva de los individuos y de los pueblos. Sin reconocimiento del otro y de los otros (pueblos) no hay diálogo, sino imposición.
No pocas veces el diálogo se ha convertido en un puro ejercicio intelectual de transmisión de ideas o conceptos sobre la paz y los problemas o situaciones que la obstaculizan. Dialogar no es intercambiar ideas. El diálogo es búsqueda de la verdad. Es reconocimiento y aceptación de mi interlocutor como persona, donación y entrega de “mi” verdad como experiencia de vida. El diálogo, si es tal, siempre lleva al encuentro con el otro. Cuando dialogamos no intercambiamos ideas o palabras arrancadas de la experiencia de la vida. En el diálogo comunicamos también experiencias, interpretaciones, resultados de procesos de búsqueda de la verdad nunca definitivamente poseída, parcelas de la vida misma. El diálogo como instrumento para la construcción de la paz requiere:
a. Una decidida actitud de respeto a las creencias, opiniones, valores y conductas del otro. Más aún, respeto a la persona misma de mi interlocutor.
b. Voluntad sincera en la búsqueda de la verdad compartida, no impuesta.
c. Voluntad de encuentro con el otro a través de la palabra, del gesto, de la presencia que se traduce en acogida a la persona del otro.
d. Coherencia de la propia conducta. Sólo hay diálogo desde la verdad, no desde la impostura.
El diálogo en el marco escolar, como cualquier otra estrategia, exige una adecuada adaptación al nivel de desarrollo intelectual y afectivo de los alumnos. Ponerse en el lugar del otro, vencer las reticencias que provocan las opiniones, conductas y costumbres del otro requiere un nivel adecuado de madurez psicobiológica. Pero se ha de tener en cuenta que la finalidad del diálogo como estrategia de educación para la paz, en el marco escolar, no es “alcanzar” la verdad, sino aprender a buscar la paz, practicar el encuentro pacífico con el otro como camino hacia la paz.
Consideraciones finales
Es fácil constatar que vivimos condicionados por una gran cantidad de factores que escapan a nuestro control; que nuestras posibilidades, desde la educación, para construir una sociedad en paz son muy limitadas, pero también es cierto que somos todos, de alguna manera, responsables de los males de la sociedad. En las circunstancias actuales, en las que el terrorismo yihadista genera, a diario, tanto dolor y sufrimiento en personas inocentes, esperar que la educación en la justicia, la tolerancia y la solidaridad compasiva nos lleve a una convivencia pacífica entre todos puede parecer un sueño imposible. Pero nos resistimos a aceptar una sociedad que hace del uso de las armas el único medio de defensa. La violencia genera más violencia. El anhelo expresado por tantos hombres y mujeres de buena voluntad de que “la injusticia que atraviesa este mundo no tenga la última palabra” (Horkheimer, 2000, 194) se hace cada más intenso. Sea como fuere, nuestra responsabilidad no es otra que el compromiso de responder de los valores que queremos que configuren nuestra sociedad, y el compromiso de promocionar en las jóvenes generaciones el desarrollo de una personalidad que haga del diálogo, del respeto a la dignidad de la persona, del sentimiento de responsabilidad hacia el otro y al medio ambiente la norma fundamental de la convivencia.
Vivimos en un mundo que ha derribado el Muro de Berlín, pero que, a la vez, ha levantado otros muchos muros y barreras; que ha destruido los puentes que le podrían facilitar el entendimiento y la cooperación; un mundo atormentado por la violencia y necesitado de paz como nunca. Pero el bien de la paz no viene de la mano de la fuerza de las armas, sino del rearme ético-moral de la sociedad, buscado sin descanso y con generosidad.
La paz es el mayor bien al que el ser humano puede aspirar. Buscarlo sin descanso es responsabilidad de todos. Nadie está excluido de construir la casa común en la que todos podamos vivir y crecer como humanos. La construcción de la paz es un camino y un ejercicio de responsabilidad hacia los demás y hacia el medio natural en el que habitamos. Vivir responsablemente es construir la paz.
Pedro Ortega Ruiz, en dialnet.unirioja.es/
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