1. Introducción
El cristianismo no es un libro, ni unos ritos, ni el respeto a unas normas morales. Enseñar el cristianismo es proporcionar una enseñanza profunda e imaginativa de cómo amar y seguir, hoy, a Cristo. El Hijo de Dios nos dijo que era el camino, la verdad y la vida. ¿Qué significan estas palabras? ¿Cómo vamos a ofrecer a los educandos un horizonte para la propia existencia que configure nuestra identidad en un proyecto unificador?
Quizá, hoy que estamos en el mundo de la posverdad y de las fake news, sea especialmente importante volver a san Pablo, que no vivió con Cristo ni disfrutó la experiencia del Sermón de la Montaña, pero que le tuvo como Maestro interior y fue el gran propagador de la iglesia primitiva. Pues bien, san Pablo exhorta a los cristianos de Roma a que, como consecuencia de la «nueva vida» que han recibido por el bautismo, se transformen con una «renovación de la mente», con el fin de «discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto» (Rm 12, 2).
Esto significa, según otro texto del apóstol, que los cristianos están llamados a participar de la mente de Cristo; más aún, ya tienen esa mente (cf. 1Co 2, 16), entiéndase de modo incoado, desde que pertenecen místicamente a su cuerpo y en ellos actúa el Espíritu Santo. La acción del Espíritu Santo comporta trascender lo racional —sin negarlo—, «porque existe una profundidad y una serie de aperturas a las que la razón no puede llegar por sí sola» (Congar, 2003, p. 54).
El término griego noús, traducido como mente, significa disposición u orientación interior, actitud moral. (En otros lugares, san Pablo lo utiliza en el sentido de la razón práctica, es decir, de la conciencia moral que determina la voluntad y la acción, o con el significado más general de la facultad de entendimiento o juicio). Referido concretamente a Cristo, es usado con el significado de su resolución salvífica, de sus planes o de sus juicios.
Si nos preguntamos por las consecuencias de todo ello para la educación en el ámbito del cristianismo, cabría decir que educar en esa «mente» de Cristo comporta educar desde y para la relación entre la fe y la razón, entre la fe y la cultura. Esto pide, hoy de un modo cada vez más sistemático, un marco de trabajo interdisciplinar dentro de las instituciones educativas, especialmente de aquellas que son de inspiración católica o, al menos, cristiana. Simultáneamente, esta labor requiere una cuidadosa atención a la formación teológica o científico-doctrinal; es decir, a la formación de mentes o «cabezas cristianas» con el debido respeto a la libertad de todos. Igualmente, todo ello implica educar para una «fe vivida», fundamentando de manera pedagógica y práctica el obrar moral, de modo que la inteligencia y el corazón vayan unidos y siempre dispuestos a buscar la verdad y el bien con la belleza, que resplandece y surge de las acciones mismas del hombre y de la mujer cristianos (García Suárez, 1998).
2. Fe y razón, fe y cultura
A partir de la relación entre fe y razón —ambas originadas en Dios— cabe perfilar la relación entre fe y cultura. En el ámbito educativo, esto tiene particular interés a la hora de plantearse la relación de ciertos ámbitos del conocimiento, también del conocimiento práctico, como son la ética y las ciencias, con la religión.
2.1. Fe y razón: presupuestos
Comencemos por la relación entre fe y razón. Y, ante todo, por la fe. Por fe entendemos, no una teoría intelectual o un mero conjunto de creencias, ritos y reglas morales, sino, ante todo, una vida que, en el cristianismo, procede del encuentro y la relación con Cristo. Ahora bien, como hemos señalado al principio de estas líneas, la vida en unión con Cristo implica la transformación de la inteligencia, su renovación y su despliegue armónico e integrado con las demás dimensiones de la persona: la volitivo-afectiva, la relacional-social y la trascendente, dimensión, esta última, que el cristianismo mantiene como fundada en la imagen de Dios que constituye a toda persona, en su unidad y unicidad, como su más profundo proyecto interior. Ese proyecto, el de la persona humana, está visto en, desde y para Cristo. Se comprende la importancia para la educación de considerar que «lo más propio del hombre, lo que más le define […], es su carácter filial» (Polo, 2006, pp. 43-44).
La fe es, por tanto, una luz hecha vida, que procede de un don amoroso al que la persona va respondiendo en la dinámica de su existencia. Una respuesta que afecta a su modo de pensar, a sus decisiones, actuaciones y compromisos. En consecuencia, si bien la fe como tal no puede ser enseñada, puede y debe ser enseñada en sus «contenidos» veritativos y educada como respuesta libre que hace crecer a la persona hacia la plenitud propia del Amor que la constituye.
La tradición teológica nombra las dimensiones fundamentales de la fe como fides qua (como don), fides quae (como conjunto de verdades o realidades objetivas que vienen con la fe). Es menos común, aunque igualmente fundamental, la referencia a la que podría formularse como fides quae per caritatem vivit et operatur (fe vivida por el amor, o fe en el sentido pleno y propio del cristiano coherente).
«La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre» (Encíclica Lumen fidei, 2013, n. 8). La fe «mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver» (Id., 18). La fe no es individualista: se vive en un pueblo, en una familia, en la Iglesia; puesto que ella, la Iglesia, es «la portadora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo» (Guardini, 1963, p. 24).
La fe se vincula al amor que salva y transforma. La fe tiene consecuencias para la inteligencia, para la conducta, para el compromiso social. La fe obra por el amor y hace caminar por la esperanza.
La fe está, por tanto, para vivirla —como puerta que abre a la vida íntima de Dios, participa de su propio conocimiento y permite colaborar en el desarrollo de una humanidad y un mundo nuevos—, para conocerla —en sus contenidos tal como los presenta el Catecismo de la Iglesia Católica— y comunicarla —sobre todo con el testimonio, participando gozosamente en la evangelización—. Y todo ello, claro está, de modo libre, como oferta al hombre de una vida mejor, más grande y plena. Una oferta que enriquece y cualifica toda educación, sin mermarla en ninguna de sus aspiraciones o realizaciones.
Desde esa comprensión de la fe se pueden avizorar los tipos de «fe» que no sirven para establecer una relación con la razón o con la cultura. Podrían resumirse en las variantes de una fe no suficientemente acogida, pensada o vivida. «Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Juan Pablo II, 1982).
Así, una fe inmadura (voluntarista, sentimental, racionalista), como también una fe fideísta (incapaz de argumentar con la razón) y una fe puramente teórica (no vivida), cada una por distintos motivos, no servirían a nuestros propósitos educativos. La fe cristiana ilumina la inteligencia a la vez que fortalece la voluntad e integra los sentimientos y las relaciones entre las personas. La fe ilumina para comprender y vivir la realidad de un modo nuevo. Y es impulso para investigar y descubrir siempre nuevos aspectos de la verdad.
Detengámonos ahora en la razón. Por razón entendemos, como lo hace el lenguaje común, la facultad humana de discurrir, propia de la inteligencia. Cabe advertir que la razón humana, para poder ser considerada como tal, debe estar abierta a toda la realidad que nos constituye y nos rodea, y ser capaz de valorarla en relación con la totalidad de la persona: no solo con su inteligencia, sino también con sus deseos y afectos, con su dimensión social y su apertura a la trascendencia.
En consecuencia, para relacionarse con la fe no serviría, en la línea de las observaciones de Josef Pieper (2010), una razón no realista, sino cercana al idealismo; ni una razón estrechamente racionalista (aislada en sí misma respecto al corazón humano, a las relaciones con los demás y con la trascendencia); ni una razón de tipo ilustrada (cerrada a todo horizonte espiritual e incapaz de reconocer, por ejemplo, las raíces del mal en el mundo); ni tampoco una razón de tipo espiritualista (que rechazara el valor de la materia, del cuerpo humano o de las realidades que llamamos temporales: el trabajo, la familia, el desarrollo tecnológico, la vida ordinaria, etc.).
Es interesante, a este respecto, el pensamiento de Joseph Ratzinger sobre la necesidad que, especialmente hoy, tiene la razón humana de ser ampliada. Concretamente, en el discurso de entrega del Premio Ratzinger en su primera edición, Benedicto XVI (2011) se refirió a san Buenaventura (en el prólogo a su Comentario a las Sentencias), cuando habla de un doble uso de la razón, uno inconciliable con la fe y otro acorde con la naturaleza de la fe. Cuando la razón experimental pretende someter a experimento al mismo Dios (cf. Sal 95, 9), sobrepasa sus competencias, en el sentido de que, siendo útil en el ámbito de las ciencias naturales, no es idónea para conocer lo que no es objeto de experimentación humana. Y este planteamiento alcanzó el culmen de su desarrollo en la edad moderna:
La razón experimental se presenta hoy ampliamente como la única forma de racionalidad declarada científica. Lo que no se puede verificar o falsificar científicamente cae fuera del ámbito científico. Con este planteamiento, como sabemos, se han realizado obras grandiosas. Que ese planteamiento es justo y necesario en el ámbito del conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, nadie querrá seriamente ponerlo en duda. Pero existe un límite a ese uso de la razón: Dios no es un objeto de la experimentación humana. Él es Sujeto y se manifiesta sólo en la relación de persona a persona: eso forma parte de la esencia de la persona (Benedicto XVI, 2011).
De ahí la importancia de la teología. Si el uso «experimental» de la razón es legítimo, bueno y útil en su propio ámbito, se vuelve insuficiente y problemático cuando se absolutiza. San Buenaventura habla de un segundo uso «personal» de la razón, abierto a las grandes cuestiones humanas, y concretamente abierto al amor; pues el amor quiere conocer mejor a quien ama, el amor desea penetrar la verdad más plenamente y así el hombre es capaz de abrirse a Dios y a los demás.
«Cuando no hay este uso de la razón —observa Benedicto XVI—, entonces las grandes cuestiones de la humanidad caen fuera del ámbito de la razón y desembocan en la irracionalidad» (Id.).
En definitiva, la razón que sirve para dialogar con la fe y establecer un puente entre la fe y las realidades humanas (la cultura, las ciencias, etc.) no es la mera razón experimental (instrumental o empírica), que no es suficiente para comprender por sí misma todas las dimensiones de la persona, y por tanto es incapaz de responder a los profundos interrogantes que se plantea el ser humano sobre su origen y dignidad, el sentido de la historia y de su vida, y su destino. Ha de ser una razón humana, en el más amplio y pleno sentido de la expresión. La razón humana de por sí puede alcanzar la verdad, aunque necesita ayuda para hacerlo.
2.2. La ayuda mutua entre la fe y la razón
La razón puede ayudar a la fe a explicarse, y puede advertir cuándo el creyente no es coherente, en su inteligencia o en su vida, con su fe.
Por su parte, la fe puede ayudar a la razón para que se amplíe en una triple dirección: en dirección a la sabiduría, hacia la ética y en dirección a la fe misma, sin prescindir de los contenidos metafísicos y morales de las religiones del mundo. Por ejemplo, un cierto conocimiento de lo cristiano es importante para poder entender la literatura y el arte. Esto requiere una atención a los desarrollos teológicos contemporáneos, aunque no precisa necesariamente una teología sofisticada o erudita; pues, incluso un no creyente o un creyente poco cultivado puede beneficiarse de las principales razones de la fe.
La fe y la razón se necesitan, enriquecen y purifican mutuamente en lo concreto de las vivencias, expresiones y conductas humanas.
Una buena lectura en este horizonte es la de Newman, para el que la teología contribuye a dar un sentido unitario a los saberes, a la vez que aporta respuesta a las «cuestiones últimas» que las ciencias no pueden resolver.
También la teología puede enriquecer las narrativas científicas para que estas no degeneren en tecnocracias, o sea, en el imparable poder de la técnica que arrolla la libertad del hombre y lo hace incapaz de defender su ser y su sentido. Al mismo tiempo, la teología recuerda a todos que lo real en sentido total es inabarcable por el hombre. Nada de esto supone una visión negativa del conocimiento o un inmiscuirse en la identidad y método de las ciencias humanas; sino que las abre a la relación con un ámbito más amplio del ser, relación que puede impulsar la investigación desde dentro de las ciencias.
2.3. El diálogo entre ética, ciencias y religión
La relación entre la fe y la razón se traduce en el diálogo entre fe y ciencia y, más ampliamente, entre fe y cultura. La ciencia ayuda a la fe —en aspectos empíricos o con probados descubrimientos en el campo científico— a reforzar o completar la comprensión del plan originario de Dios sobre el hombre y el universo. (Por ejemplo, la teoría del big bang no solo no se opone a lo que enseña la fe, sino que introduce un elemento de racionalidad en la afirmación de la fe de que hay un Logos divino en el plan original de Dios sobre el hombre y el universo). Y la fe hace posible que el progreso científico se dirija realmente a favor del bien y de la verdad del hombre, con fidelidad al designio divino.
En una universidad o en una escuela de inspiración cristiana, la enseñanza de la religión trata de iluminar la tarea educativa que se realiza en complementariedad con las otras ciencias, de las que se ocupan las distintas asignaturas: puede ayudarlas a descubrir las raíces, muchas veces cristianas, que las sustentan, el modo de servir realmente al hombre sin deshumanizarlo, así como el sentido de la vida y los valores que subyacen en los diversos planteamientos.
A su vez, la ética y las ciencias humanas pueden ayudar a la Religión en su tarea de promover el verdadero bien de las personas, que se sitúa en conexión con la verdad, el amor y la auténtica belleza. No se trata, por tanto, de ocultar los errores, infidelidades y malas actuaciones de los cristianos, sino de reconocerlos, sin dejar de situarlos en sus contextos sociales e históricos.
De esta manera, la educación que se imparte puede aspirar con mayor coherencia a la maduración intelectual y humana de los alumnos. Todo ello se realiza respetando la autonomía, identidad y método de las distintas materias de estudio, sean ciencias, humanidades, etc. La religión ofrece a las demás asignaturas su propia perspectiva, que es hoy, podríamos decir, la del humanismo cristiano. El diálogo entre las asignaturas, que la religión procura fomentar e iluminar, puede traducirse en temas o proyectos interdisciplinares concretos, como medio para ir elaborando la síntesis entre fe y cultura, que ayude a los alumnos y pueda también aprovechar de diversos modos a sus familias.
La interdisciplinariedad debe ser aquí entendida no tanto como simple multidisciplinariedad (planteamiento que favorece una mejor comprensión de un objeto de estudio, contemplándolo desde varios puntos de vista), sino como transdisciplinariedad (es decir, un conocimiento integrador de varias disciplinas que aspire incluso a la sabiduría en relación con la realidad, lo que puede requerir ir más allá de las ciencias empíricas e incluso de las disciplinas académicas) (cf. Francisco, 2017).
Se busca así una educación integral —o quizá mejor una pedagogía de la integración personal (Beltramo, 2018)— abierta a la trascendencia. Ese es también el mejor cauce para alcanzar lo que los alumnos buscan y las familias desean: una educación que promueva la integración de la persona concretamente en la perspectiva cristiana de la fe —no existen perspectivas «neutras» (Romera, 2020, pp. 31-36)— y en su relación con la cultura.
3. La formación teológica o científico-doctrinal
Con lo dicho se entiende que la educación de la fe deba cuidar de lo que podríamos llamar dimensión teológica o científico-doctrinal de la educación cristiana. Conviene aquí profundizar si la teología es ciencia, cómo se relaciona con las comúnmente llamadas «ciencias» y qué tipo de conocimientos aporta a la educación escolar o académica. La teología es, además, sabiduría al servicio de la evangelización y de la vida cristiana, y tiene una relevante función social.
3.1. La teología y las ciencias
La teología es ciencia, no en el sentido moderno de las ciencias empíricas —que obtienen sus conocimientos mediante la observación y desarrollan su método experimentalmente—, sino en el sentido más originario y profundo que define a una ciencia, según Aristóteles: conocimiento cierto por sus causas.
En este sentido, Tomás de Aquino sostiene que la teología es una ciencia superior a las ciencias humanas. La teología es una ciencia no solo porque transmite conocimientos acerca de Dios y reflexione sobre Dios, sino sobre todo porque participa de los conocimientos que Dios mismo tiene acerca de sí mismo y de su obrar.
La teología presupone, ante todo, una buena relación entre fe y razón, es decir, como ya hemos visto, entre una fe vivida (no simplemente teórica) y una razón humana (una razón más amplia que la razón experimental).
Como señalaba Benedicto XVI, en el discurso ya citado con motivo de la entrega del Premio Ratzinger, la razón humana ampliada —que ha de servir de marco también a la razón experimental— se abre a la luz y la guía de la fe en la ciencia teológica:
La fe recta orienta a la razón a abrirse a lo divino, para que, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a Dios más de cerca. La iniciativa para este camino pertenece a Dios, que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de su Rostro. Por consiguiente, forman parte de la teología, por un lado, la humildad que se deja «tocar» por Dios; y, por otro, la disciplina que va unida al orden de la razón, preserva el amor de la ceguera y ayuda a desarrollar su fuerza visual (Benedicto XVI, 2011).
Ahora bien, la doctrina teológica no se limita a las cuestiones del dogma católico, es decir, a las verdades recogidas en el Credo o definidas solemnemente por los papas o los grandes concilios. Comprende también, por una parte, los conocimientos acerca de Dios o del obrar divino que pueden ser alcanzados con la luz de la razón, aunque, con frecuencia, la sola razón encuentra grandes dificultades para alcanzarlos, y de modo fragmentario, de modo que es la fe la que les dota de unidad y certeza. Por otra parte, las verdades de la fe se relacionan estrechamente con los principios fundamentales del culto cristiano (liturgia) y de la moral cristiana. Estos principios se mantienen sustancialmente idénticos desde el principio del cristianismo, si bien admiten e incluso requieren expresiones y profundizaciones bajo la guía del magisterio de la Iglesia. De esta manera el «depósito de la fe» puede ser no solo conservado fielmente, sino también transmitido y comprendido con toda su viveza y riqueza de contenidos, de acuerdo con las necesidades de los tiempos y lugares.
Así dice Newman acerca de la necesidad de la teología y su relación con las ciencias:
Las múltiples ramas del conocimiento [...] están interrelacionadas de tal modo que ninguna puede ser descuidada sin perjudicar la perfección de las otras. Si la teología es una rama del conocimiento de suprema importancia e influencia, podemos concluir que eliminarla de la educación significa dañar la integridad e invalidar la credibilidad de todo lo que ellas enseñan. [...] Para que la razón humana pueda dominar la materia de la verdad, es fundamental la inclusión de la teología, ya que ella forma parte de muchos otros temas del conocimiento universal. Tomando esto en cuenta, ¿cómo puede un católico cultivar la filosofía y la ciencia atendiendo a la verdad como fin último si elimina la teología de los temas de su enseñanza? En otras palabras, la verdad religiosa no es una parte, sino una condición general del conocimiento (Newman, 2016, p. 68).
Conviene notar que Newman se refiere in recto a la teología natural (desarrollo teológico a partir de la razón), si bien in obliquo su argumentación sirve para toda la teología tout court.
3.2. Teología en clave especulativa y en clave práctica
Además de ser ciencia, la teología es también sabiduría al servicio de la vida cristiana, de la Iglesia y del mundo.
Con la enseñanza de la teología —o la enseñanza de la religión católica— se trata de que nuestros alumnos puedan tener una «cabeza o mente cristiana», de que la fe ilumine su razón, proporcione un sentido y una dirección para su vida, y vivifique la cultura. Y ello, tanto en el ámbito de los temas propios de la teología especulativa —la contemplación de Dios a partir de su obrar y en sí mismo—, como en el ámbito de la dimensión práctica de la teología —es decir—, lo que tiene que ver con la acción moral, social, evangelizadora, etc.
En otros términos, se trata de preparar a los estudiantes para el obrar tanto individual como en conjunto con los demás miembros de la sociedad, de la familia y de la Iglesia; para todo lo que pueda o deba llevarse a cabo —también en el amplio campo de los conocimientos humanos y de las relaciones sociales— con el fin de secundar la gracia de Dios que actúa en cada uno y en los demás.
A quien enseña teología o religión cristiana le corresponde abrir las inteligencias de sus alumnos a la unidad viva y orgánica de la fe. Esto requiere en el educador de la fe una apertura grande para dejarse interpelar por cuanto le rodea, y para dar respuestas nuevas ante cuestiones nuevas, sobre la base del mismo «depósito de la fe» cristiana.
Como ha dicho el papa Francisco, «los educadores y los formadores [...] tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona» (2020, n. 114). La actitud de apertura a las promesas divinas más allá del espacio concreto ya conocido es característica de la fe, como se ve ya en Abraham (Martini, 2002, pp. 50 ss.; Bergoglio, 2013, pp. 174-177).
Es de interés tener en cuenta el hoy denominado «camino educativo de la belleza» (Consejo Pontificio de la Cultura, 2006; para una introducción al tema de la belleza en relación con la fe, cf. Forte, 2004). Se trata de un valor en alza por su posibilidad de impacto. Este camino pide, en lo que respecta a la fe, más capacidad de atracción que de demostración, pero no excluye, sino que reclama el cultivo de la inteligencia. Se trata de proveer a los alumnos de las herramientas adecuadas que, desde el resplandor de la belleza, les faciliten adentrarse en la búsqueda de la Verdad y del Bien, que están precisamente en el origen y raíz vivos de la belleza. Así, poco a poco y con la confianza de los hijos de Dios, podrán recorrer los caminos de la razonabilidad del mundo creado y los anhelos del corazón humano, sin satisfacerse con explicaciones fáciles o con actitudes cómodas ante la vida. A esto se puede llamar fidelidad creativa.
La teología se sitúa también al servicio de la vida cristiana y de la evangelización. De ahí que el lenguaje en la enseñanza de la religión católica deba caracterizarse por la claridad, la calidad y la adecuación imaginativa a las circunstancias de los alumnos.
Además de su dimensión científica y su servicio cristiano y eclesial, la teología tiene también una función social. La teología —y con ella la enseñanza de la religión católica— está llamada a acompañar los procesos culturales y sociales, y abordar los conflictos que surgen tanto en la Iglesia como en la sociedad. La enseñanza de la teología debe ser, así mismo, expresión de una Iglesia que es «hospital de campaña» y, por tanto, puede y debe reflejar la centralidad de la misericordia (cf. Francisco, 2015).
En consecuencia, quien estudia o enseña teología no puede conformarse con acumular o comunicar datos e informaciones sobre la revelación cristiana, sin implicarse en los acontecimientos; sino que debe ser «una persona capaz de construir en torno a sí la humanidad, de transmitir la divina verdad cristiana en una dimensión verdaderamente humana, y no un intelectual sin talento, un eticista sin bondad o un burócrata de lo sagrado» (Id.; vid. también el Discurso de Francisco el 21 de junio de 2019, durante su visita a la Facultad de Teología de Nápoles).
4. Luces de la revelación cristiana para la educación moral
En una conferencia de 1984 que se publicó con el título «El debate moral. Cuestiones sobre la fundamentación de los valores éticos» (2018), se preguntaba el cardenal Ratzinger dónde están los maestros para la formación de la conciencia moral, que nos ayuden a percibir la voz interior de nuestro propio ser; maestros que no nos impongan un «super-yo» extraño a nosotros, que nos quitaría la libertad.
Aquí —explica el conferenciante— intervienen lo que la antigua tradición humana llama los «testigos del bien»: personas virtuosas que no solo fueron capaces de hacer valoraciones morales, más allá de sus gustos o intereses personales. Fueron también capaces de discernir las «normas» morales básicas que se transmiten en las culturas, aunque en algunos casos puedan haberse estropeado o corrompido.
4.1. Razón, experiencia y sabiduría de los pueblos
Estos verdaderos maestros de moral pudieron asumir no solo la experiencia razonable, sino también aquella que supera a la razón, porque procede de fuentes anteriores, concretamente, de la sabiduría de los pueblos y, de esta manera, esa experiencia funda la misma razonabilidad con que entran en las normativas comunitarias.
Así se ve que la moralidad no se encierra en la subjetividad, sino que está relacionada con la comunidad humana. «Toda moral —sostiene Ratzinger— necesita un nosotros, con sus experiencias prerracionales y suprarracionales, en las que no solo cuenta el cálculo del momento, sino que confluye la sabiduría de las generaciones» (2018, pp. 683-684). Una sabiduría que implica saber regresar, siempre de nuevo y en cierto grado, a las «virtudes originarias», es decir, a «las formas normativas fundamentales del ser humano» (p. 684). (Sobre las virtudes como formas de la vida moral, cf. et. Guardini, 1963/2006).
Estamos ante una buena explicación de cómo la moral —necesariamente referida simultáneamente a los valores, a las virtudes y a las normas— se fundamenta en las relaciones entre razón, experiencia y tradición; explicación que supera la cortedad del horizonte individualista, incapaz de percibir el lugar de la transcendencia de la persona hacia los demás y hacia Dios.
4.2. Jesucristo como garante de la moralidad humana
Sobre estos fundamentos antropológicos de la moral, enfoca a continuación Ratzinger la luz de la revelación cristiana. La revelación aporta una normativa moral a través de una sabiduría. Y en gran medida esa moralidad viene determinada por la «naturaleza» de los seres, es decir, su modo propio de ser y de actuar.
El problema es que, en la época moderna, nos cuesta admitir la existencia de una naturaleza así comprendida, porque reducimos el mundo a un conjunto de realidades materiales que se pueden calcular de modo utilitario. Pero entonces se mantiene la alternativa de si la materia procede de la razón —de una Razón creadora que no es solo matemática, sino también estética y moral—, o al revés: si la razón procede de la materia (posición materialista).
La posición cristiana se apoya en la racionalidad del ser. Y esto, a su vez, —observa Ratzinger— depende, y de modo decisivo, de la cuestión de Dios. Si no hay logos —razón— al principio, no hay racionalidad en las cosas. Esto para Kolakowski significa: si Dios no existe, entonces no hay moralidad, ni tampoco propiamente un «ser» humano, es decir, un modo de ser común a todas las personas, que nos permita hablar de naturaleza humana.
En efecto, y esto suena a lo que decía el célebre personaje de Dostoievski: «Si Dios no existe, todo está permitido» (Iván en Los hermanos Karamazov). Lo cual, aunque parezca radical a oídos contemporáneos, ha quedado suficientemente confirmado en los últimos siglos.
¿Qué hacer, entonces, para comprender y educar la moral? Ratzinger sostiene que no necesitamos tanto de especialistas como de testigos. Y con ello vuelve a la cuestión de los verdaderos «maestros de moral». Vale la pena transcribir integro este párrafo:
Los grandes testigos del bien en la historia, a quienes normalmente llamamos santos, son los auténticos especialistas de moral, que también hoy siguen abriendo horizontes. Ellos no enseñan lo que ellos mismos se han inventado, y precisamente por ello son grandes. Ellos testimonian aquella sabiduría práctica en la que la sabiduría originaria de la humanidad se purifica, se salvaguarda, se profundiza y se amplía, mediante el contacto con Dios, en la capacidad de acogida de la verdad de la conciencia que, en la comunión con la conciencia de los otros grandes testigos, con el testigo de Dios, Jesucristo, se ha convertido a sí misma en comunicación del hombre con la verdad (Ratzinger, 2018, p. 687).
De aquí, advierte Joseph Ratzinger, no se sigue la inutilidad de los esfuerzos científicos y de la reflexión ética, pues «desde el punto de vista de la moral, la observación y el estudio de la realidad y de la tradición son importantes, forman parte de la minuciosidad de la conciencia» (2018, p. 688).
Ratzinger proponía tres puntos que son, a nuestro juicio, esclarecedores en el actual debate sobre la moral —y por eso enriquecen la reflexión sobre la educación de la fe y de la vida cristianas—, desde la razón y la experiencia, la tradición y la apertura a la transcendencia, propias de una antropología cristiana (ver la sugerente presentación, ya clásica, de Mouroux, 2001).
1) «Junto a la técnica y a la estética, hay también en el hombre una razón moral, que necesita su propio cuidado y formación» (Ratzinger, 2018, p. 688).
2) Para que el conocimiento moral pueda crecer y desarrollarse se necesita la experiencia moral de la humanidad, así como se necesita «de la reflexión común y de la vida en común en la experimentación histórica del bien, que tiene otras leyes y otras tendencias que la experimentación de las ciencias naturales» (Ratzinger, 2018, p. 688); y esto requiere paciencia y humildad.
3) «La razón moral y la cuestión de Dios no están separadas. […] Por eso las grandes experiencias morales de la humanidad han acontecido en el contexto de la respuesta a la cuestión de Dios» (Ratzinger, 2018, p. 688).
De ahí —entendía Ratzinger— que la conversión a Dios y la fe en Dios facilitan «oír el lenguaje de la creación». Y por este motivo, la fe cristiana sigue siendo, también en nuestro tiempo ilustrado, una norma con la que deben medirse las expresiones morales de los antiguos y nuevos problemas de hoy y de mañana.
Y rompía una lanza a favor de una antropología verdaderamente humana, como fundamento vivo de la moral y, por tanto, de la conciencia. También para fundamentar la moral, la antropología necesita una razón (humana) suficientemente amplia, que aquí se llama una razón moral (no basta la razón instrumental o calculadora). La educación moral requiere una razón que se abra y pueda acceder de hecho a la experiencia afectiva y a la tradición de la humanidad; y que sea capaz de situarse en el camino de la transcendencia respecto a los demás y a Dios.
En palabras de Ratzinger:
Solo el acceso a la zona de experiencia de lo verdaderamente humano posibilita el reconocimiento y el aprendizaje honestos de la dimensión moral de la realidad. La reapertura de nuestra razón a esta dimensión del reconocimiento es, por tanto, el verdadero mandamiento de una nueva ilustración, que constituye el desafío de la hora presente (Ratzinger, 2018, p. 688).
Hasta aquí el texto de Ratzinger de 1984. Cada uno de los pilares a los que alude en su conferencia —y que podemos denominar sencillamente razón, experiencia y tradición— son canales vivos que se intercomunican y se abren hacia la transcendencia desde el centro de la persona.
Según la fe y la tradición cristiana, tanto la razón y la experiencia como la tradición y la apertura a la transcendencia encuentran su centro de referencia en la Persona de Cristo y en el Misterio de Cristo, que se nos da al participar en la Iglesia, mediante el conocimiento y el amor, por la acción salvadora de la Trinidad.
Por ello, el encuentro con Cristo, la referencia a Él, la unión con Él, la identificación con su mente, con sus sentimientos y con sus actitudes de profunda y única solidaridad por todos y cada uno, son, en la perspectiva cristiana, el cauce para una vida plena, también moralmente hablando. La vida moral del cristiano es «vida en Cristo» y vida de la gracia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, parte III.; cf. Pellitero, 2019, pp. 135-155).
Desde ese centro y con esas dimensiones se entiende la educación moral cristiana: la razón del cristiano, la experiencia cristiana, la tradición cristiana, la transcendencia entendida y vivida al modo cristiano. Todo ello es bien compatible con la visión de la persona que los autores cristianos heredaron de los clásicos, a la vez que la purificaron y perfeccionaron con las luces de la revelación cristiana.
Ramiro Pellitero, dialnet.unirioja.es/
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