Fernando Díez Moreno
Se ha considerado a Tomás Moro, primero como un santo y mártir y después como un gran humanista cristiano. Pero no se puede olvidar que fue también un gran jurista y que todas las condiciones fueron importantes para el ejercicio del poder político. Dejando de lado el contexto cultural y social de su vida, se repasan en este artículo las facetas del autor de Utopía, destacando las virtudes y los principios éticos que rigieron su actividad.
Queda fuera de nuestro estudio el contexto cultural, económico, social y político en que se desarrolló la vida de Tomás Moro, esto es, el Renacimiento tardío, que daría comprensión a su vida y explicación a su obra. Y también queda fuera el análisis de esta misma obra en su perspectiva política.
El objetivo que perseguimos es la valoración humana del político Tomás Moro; sus cualidades y virtudes políticas, y entre ellas la importancia del «actuar en conciencia» que le llevó a la muerte; su manera de concebir el poder y de relacionarse con los poderosos; y, por último, el ejemplo, para los políticos de nuestros días, de su honestidad e integridad, ajenas absolutamente a cualquier tipo de corrupción.
Para ello veamos, brevemente, primero su condición de humanista y después la de jurista para comprender cómo estaba preparado y cómo concibió la vocación política y el ejercicio del poder.
Tomás Moro reunió en grado extremo los caracteres del auténtico humanista de su tiempo: un hombre culto, como lo eran los humanistas de la época, con profundo conocimiento del legado grecorromano; una preocupación por el hombre integral y por su alma trascendente; un profundo sentido de la amistad; una gran preparación y competencia profesional; un especial sentido de la familia, en sus dos matrimonios fue un marido y un padre excepcionalmente afectuoso y preocupado por los estudios de humanidades de su mujer e hijos; y sentido de la lealtad, respecto de la fe cristiana y respecto a la Corona que sirvió.
En su obra más famosa, Utopía, Tomás Moro utilizó esta técnica para describir una organización social y política ideal, fruto de su imaginación, que tenía visos de irrealizable pero que contenía una crítica de la situación existente en su época. Ser utópico no es soñar lo imposible o lo inasequible, sino soñar lo que es difícil. Por primera vez en la historia del pensamiento se aborda el tema de la igualdad.
Tomás Moro, el jurista
De su biografía se deduce que fue su padre, también jurista, quien le impuso los estudios de Derecho, cuando Moro se sentía más atraído por los estudios humanísticos. No ha dejado escritas directamente obras jurídicas, a diferencia de su aportación al pensamiento humanista. A los treinta años Moro era un famoso abogado que intervenía en los asuntos más importantes que se conocían ante los tribunales.
El pleito más importante de su vida fue el defenderse de la acusación de traición
Pero sin duda alguna, el pleito más importante de su vida fue el defenderse de la acusación de traición. El Parlamento aprobó el Acta de Sucesión (Ley de Sucesión), por la que la Iglesia de Inglaterra se independizaba de Roma y negaba la supremacía espiritual del Papa, y se reconocía a los herederos de Ana Bolena como sucesores de la Corona, de manera que se negaba a Catalina su condición de reina.
Posteriormente, el Parlamento aprueba el Acta de Traición, en la que se calificaba como traidor a quien privase maliciosamente al rey, la reina o sus herederos de sus títulos y dignidades, así como a quien calificase al rey de hereje, cismático, tirano o infiel.
La negativa de Tomás Moro a jurar estas leyes le llevó a juicio ante el Consejo Real. A la primera acusación contesta que su resistencia no era «maliciosa» (por tanto no se producen las condiciones del tipo penal), sino «en conciencia». A la segunda acusación, sobre privación del título y dignidad real, contesta que para ello son necesarias actuaciones positivas, y él se ha limitado a guardar silencio, no habiendo dicho ni hecho nada. Aduce además que, de acuerdo con el Derecho común, «el que calla, otorga».
Y cuando se pronuncia la sentencia de muerte Tomás Moro pide ejercer el derecho de última palabra, y argumenta: la Ley de Sucesión repugna a la Ley de Dios y de su Iglesia al negar la supremacía del Papa, por lo que no puede servir para acusar a ningún cristiano; Inglaterra no era más que un miembro de la Iglesia y no podía dictar leyes contra su universalidad; aunque los obispos y universidades de Inglaterra estuviesen contra la posición de Moro, los obispos y las universidades del resto del mundo cristiano estaban a su favor. Era consciente que el tribunal buscaba su muerte no solo por la cuestión de la Supremacía, sino por no querer condescender en el asunto del matrimonio de Enrique VIII.
Tomás Moro, el político
Breve semblanza
Sus primeros contactos con la política se produjeron al formar parte de las embajadas oficiales que el rey envía a Europa para asuntos comerciales.
En 1504 es elegido miembro del Parlamento y se opuso a la petición de contribuciones al reino que Enrique VII planteó. En 1510, una vez muerto Enrique VII, Moro es reelegido y nombrado Under-Sheriff (alguacil) de la ciudad de Londres, y al mismo tiempo el equivalente a un juez de paz, de Hampshire, siendo decisiva su intervención el motín de 1517 (Evil May Day). En 1518 es consejero en el King Council del rey Enrique VIII, quien le nombra Master of Resquests. En 1521, vicetesorero del reino y nombrado caballero (KnigHt), al igual que lo fuera su padre. En 1523 actúa como Speaker. Un año después, en 1524, ocupa los puestos de canciller del ducado de Lancaster y de High Steward en la Universidad de Cambridge, participando activamente en la política interior y exterior del reino.
Cuando el canciller-cardenal Wolsey fracasa en sus gestiones con Roma para resolver «el asunto familiar», y entrega el Gran Sello de los Cancilleres (es decir, dimite) el 19 de octubre de 1529, Tomás Moro es nombrado canciller seis días más tarde, puesto que ocupa hasta 1532. En este momento renuncia al cargo de canciller. A partir de entonces comienza su calvario.
Es recluido en la Torre de Londres en 1534, acusado de traición, al no querer reconocer en el rey la condición de jefe de la Iglesias de Inglaterra. Durante los quince meses de prisión soportó extremas condiciones materiales y de dolencias físicas; resistió las presiones de familiares, especialmente de su mujer, y de amigos, para que cediera en su posición; y tuvo la certeza de que esa posición y la crueldad de Enrique VIII le llevarían a la muerte. Fue decapitado el 6 de julio de 1535.
Actitud de Moro ante la política y el poder
No haremos mención en este trabajo, como ya anticipamos, a las ideas políticas de Moro, que están implícitas en su obra Utopía, y que tanta polémica han levantado, especialmente en relación con el derecho de propiedad.
Nuestro interés se centra en poner de manifiesto cómo concibe Moro la dedicación a la política y cómo debe llevarse a cabo el ejercicio del poder.
En su tiempo, la política se concibe como una ciencia empírica, no apriorística, de forma que el uso de la historia permite ejemplificar lo que los gobernantes deben hacer y deben evitar. Así, Moro utiliza frecuentemente a Tácito y a Suetonio, Maquiavelo lo hará con Tito Livio, Shakespeare con Plutarco. Este método opondrá a la corriente maquiavelista el humanismo cristiano, que tomará el nombre de «tacitismo» por el uso frecuente que se hace de Tácito [1].
Tuvo muchas dudas sobre si dedicarse a la política: Como abogado de prestigio tenía una posición profesional consolidada
En una actitud preliminar, Moro tiene muchas dudas sobre si dedicarse o no a la política. Como abogado de prestigio tenía una posición profesional consolidada y no necesitaba la política como medio de vida. No era de los que querían servirse de la política, sino de los que sirven a la política. Ni tampoco veía la política como forma de beneficiar a amigos y parientes, pues entendía que había cumplido con ellos sobradamente.
Sus dudas se centraban en si con sus consejos y su dedicación podría influir en hacer mejor la cosa pública, porque sabía que de las decisiones que se toman al más alto nivel de la política «fluye al pueblo entero el caudal de todos los bienes y los males» [2]. Si, no obstante, sus consejos no servían para mejorar la cosa pública, ni para remendar los vicios consolidados, era obligado pensar que cuando sobreviene la tempestad y resulta imposible gobernar los vientos, no por ello debe abandonarse el barco. Por otra parte, pensaba, el retraerse e intervenir en la política por el peligro que conlleva, demostraría gran cobardía.
Le animaba el pensamiento de que la ejemplaridad y la influencia de un hombre pueden cambiar, aunque fuese poco a poco, la situación política. Así, con una clarividencia que le acerca a nuestros días, Moro estaba convencido de que el único método para lograr un cambio profundo y duradero en la sociedad, era el buen ejemplo, la constante intervención y presencia activa en la política y el prestigio profesional.
No se trataba de cortar de raíz los males que aquejaban a la sociedad de su tiempo, sino de mejorar poco a poco sus vicios y sus costumbres. La política era para él un arte, no de agresividad, sino de reforma, y su uso acertado permitiría recristianizar la sociedad, de manera que cuando una cosa no pueda ser vuelta para el bien, debe ordenarse de manera que no resulte mala. El oficio político era para conseguir un progresivo mejoramiento de la realidad social, y en el caso del régimen despótico de Enrique VIII, la acción del cristiano debía basarse por fuerza en una acción renovadora [3].
A Moro le repugnaba mezclar y confundir la religión y la política, pues son materias distintas aunque se relacionen en la esfera social y en la conciencia del individuo. La política es para los asuntos humanos y la religión para los divinos. El dogma es intocable, mientras las creencias políticas mudan y cambian. Y dada su relación en la vida social es preciso establecer una prioridad de autoridad sin caer en el error de extender el primado de lo espiritual a todas las cuestiones del Estado [4].
Su condición de gobernante: honestidad e integridad
Para el humanismo de todos los tiempos, el gobernante, es decir, el político, debe enfrentarse a tres problemas: la pasión por el poder, la corrupción y la obsesión por su imagen [5].
La pasión por el poder es legítima. No se debe descalificar a nadie de quien se dice que tiene una gran ambición. La cuestión está en saber dirigir y enfocar esa ambición hacia los fines propios del ejercicio del poder: servir a los demás, esto es, a los ciudadanos, en vez de servirse a sí mismo. El poder necesita pasión, pues nada hay más desolador que un político sin ella. Y se necesitan políticos apasionados por su tarea y por su servicio a los demás.
La corrupción no es solo el tema de nuestro tiempo y de nuestros días. También existía en los tiempos de Tomás Moro como veremos más adelante. Se produce porque el político corrupto se sirve a sí mismo, en vez de servir a los demás; porque considera que una vez alcanzado el poder todo le está permitido, especialmente enriquecerse. Hay muchas maneras de corromperse, desde abusar de los servicios, de las personas y de las cosas que se ponen a su disposición para cumplir las funciones públicas encomendadas, hasta terminar el mandato con un patrimonio superior al del inicio.
El tercer problema del político se mueve en líneas más suaves y en conductas menos visibles, pero que conducen ineluctablemente a la demagogia, y es la obsesión por la imagen y por tener presencia en los medios de comunicación a costa de lo que sea.
La integridad del gobernante es así el resultado de su pasión, de su honestidad, y de la superación de la esclavitud de la imagen. La lucha permanente por la integridad de las personas constituye el ideal permanente del humanismo y debe serlo también del gobernante. No basta la honradez o la honestidad es necesaria una vocación de plenitud personal al servicio de los ciudadanos y del bien común o interés general. Además, la comunidad tiene derecho a que sus gobernantes sean íntegros, porque los elige para que lo sean.
Todas las consideraciones que acabamos de hacer sobre la honestidad y la integridad en política fueron aplicables a Tomás Moro, como lo demuestran algunas circunstancias de su vida que reflejamos a continuación.
A la vuelta de una de las embajadas que duró más de seis meses, el rey le señaló una pensión anual no ciertamente despreciable teniendo en cuenta sus obligaciones familiares y las obligaciones para con su secretario y criados que le acompañaron en el viaje. Pero renunció a ella porque la estimaba «incompatible» con su cargo de Under Sheriff de Londres, «pues si surge algún conflicto con la Corona en materia de privilegios, aquellos [los ciudadanos de la City] confiarán menos en mi integridad, por cuanto sería persona ganada por las mercedes reales» [6].
Nuestro humanista Juan Luis Vives destacó de él «su agudeza de ingenio, su profundidad de juicio, la excelencia y variedad de su erudición, la elocuencia de su discurso, la integridad de su conducta, su sana intuición, su eficacia, la suavidad de su modestia, su rectitud y su inquebrantable lealtad» [7].
Cuando el canciller-cardenal Wolsey presentó al Consejo Privado del Rey un proyecto para crear un nuevo puesto que representara de manera exclusiva los intereses de la Corona de Inglaterra, con la intención de ser nombrado para el puesto, obtuvo el voto favorable de duques, condes y demás nobles que componían el Consejo, pero no el de Tomás Moro. Al reproche del canciller-cardenal de si no se avergonzaba de disentir de gente tan noble y de que siendo el último en dignidad y rango mostraba ser un consejero estúpido, respondió Moro que había que dar gracias a Dios de que su majestad el rey tuviera solo un idiota en su Consejo. Los dos vicios cortesanos que más afligían a Moro eran el hambre ansiosa que ponían todos en enriquecerse y la petulante vanagloria de quienes le rodeaban [8].
El embajador de Carlos I de España, Luis de Praet, informaba puntualmente al emperador de la situación en Inglaterra y de cómo el canciller-cardenal Wolsey pretendía hacerse el árbitro de la paz, inclinándose a favor de Francia o de España según conviniera, por lo que quien quisiera valerse de sus servicios debía pagar en dinero contante y no con simples promesas. Y además le sugería que, dado el ascendiente que Moro tenía en la corte, no estaría de más atraérselo con algunos regalos. Pero muy pronto el embajador tuvo necesidad de rectificar su juicio [9].
La dimisión de Tomás Moro del cargo de canciller constituye una prueba suprema de honestidad política. El 1 de mayo de 1532, Enrique VIII conmina al clero a prestarle obediencia, delegando en él la potestad legislativa en materia eclesiástica, lo que consigue cuatro días más tarde al recibir el documento de la Submission. Moro trató de impedir que se aprobaran tales medidas, pero no lo consiguió y el 16 de mayo presentó su renuncia. Debe tenerse en cuenta que en aquellos tiempos el servicio al rey no era comparable al moderno comportamiento político. El rey lo era por derecho divino y el deber de los súbditos consistía en obedecer. Una dimisión voluntaria era una ofensa al rey y un acto de rebelión. No existía la libertad que existe hoy para abandonar un cargo político. Pero Moro lo hizo porque de seguir en el cargo tendría que obrar contra su conciencia [10].
En cierta ocasión Moro fue denunciado por haber aceptado como soborno una valiosa copa de oro, que le regaló la mujer de una de las partes de un proceso (Vaughan versus Parnell). Moro reconoció que, efectivamente, mucho después de dictar la sentencia, le habían ofrecido la copa como regalo de año nuevo y que tanto le habían importunado que consideró descortés rehusarla. Y cuando la parte denunciante consideraba haber probado su denuncia, Moro añadió que una vez recibida la copa ordenó a su mayordoma la llenara de vino bebiendo allí mismo a la salud de la oferente y devolviéndosela para que se la regalase a su marido, lo que fue confirmado por la dama y los testigos [11].
En otra ocasión recibió el regalo de un litigante con pleito pendiente, el cual aceptó con la condición de que el donante aceptara otro de mayor valor por parte de Moro [12].
No era el miedo a la muerte lo que le acongoja sino que le consideren traidor a la autoridad legítimamente constituida por Dios
Dentro de la integridad política de Tomás Moro cabe destacar la virtud de la lealtad [13]. A los enemigos de la Iglesia les resulta difícil entender la lealtad civil y humana que han vivido siempre los cristianos con las autoridades civiles. No era el miedo a la muerte lo que acongoja a Tomás Moro, sino que le consideren traidor a la autoridad legítimamente constituida por Dios para gobernar la sociedad. Tal vez pueda parecer locura esta lealtad, pero sin ella no se entiende su vida y su muerte.
Esta era su firme convicción: lealtad al rey y al poder constituido; libertad de conciencia a Dios; libertad en el fuero interno y sumisión a las leyes, siempre que no infrinjan el Derecho divino. Tomás Moro no se negaba a admitir como herederos del reino a los descendientes de Ana Bolena, si la nación los aceptaba como tales. Lo que no podía admitir era la proclamación de la invalidez del matrimonio con Catalina de Aragón, negando la supremacía espiritual del Papa. Y ello no era un problema político sino espiritual.
El papa Benedicto XVI, al dirigirse a las Cámaras de Representante y de los Lores, en sesión conjunta, el 17 de septiembre de 2010 dijo: «Al hablarles en este histórico lugar, pienso en los innumerables hombres y mujeres que durante siglos han participado en los memorables acontecimientos vividos entre estos muros y que han determinado las vidas de muchas generaciones de británicos y de otras muchas personas. En particular, quisiera recordar la figura de santo Tomás Moro, el gran erudito inglés y hombre de Estado, quien es admirado por creyentes y no creyentes por la integridad con la que fue fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar al soberano de quien era un “buen servidor”, pues eligió servir primero a Dios. El dilema que afrontó Moro en aquellos tiempos difíciles, la perenne cuestión de la relación entre lo que se debe al César y lo que se debe a Dios, me ofrece la oportunidad de reflexionar brevemente con ustedes sobre el lugar apropiado de las creencias religiosas en el proceso político» [14].
Patrono de los políticos
Las cualidades que hemos destacado de Tomás Moro justifican plenamente que le consideremos el primero de los humanistas. Pero ¿por qué patrono de los gobernantes y de los políticos, cuando se diferencia tanto de ellos?
El papa Juan Pablo II lo decidió así [15], a petición de jefes de Estado y de Gobierno, conferencias episcopales, obispos, numerosas instituciones de diversa orientación política, cultural o religiosa, porque de la figura de Tomás Moro emana un «mensaje de inalienable dignidad de la conciencia, de primacía de la verdad sobre el poder, de coherencia moral y de una política que tenga como fin el servicio a la persona»
Tomás Moro enseñó que el gobierno es, antes que nada, ejercicio de virtudes, y desde este imperativo moral gestionó las controversias sociales, tuteló y defendió con gran empeño a la familia, promovió al educación integral de la juventud y mantuvo un profundo desprendimiento de honores y riquezas, una humildad serena y jovial, un equilibrado conocimiento de la naturaleza humana, el buen humor y la ironía, y una seguridad en sus juicios y convicciones basados en la fe.
Podemos concluir en que Tomás Moro alumbró una verdadera ética política basada en la defensa de la Iglesia frente a las indebidas injerencias del Estado, en la primacía de la libertad de conciencia frente al poder público, en el ejemplo de honestidad e integridad frente a la corrupción, de preparación cultural y profesional, de lealtad a su rey, de hombre de conciliación y dialogo, de amor a la familia y de sentido de la ironía.
Obras principales
La obra de Tomás Moro es muy copiosa, pero toda ella referida al Humanismo y no al Derecho. Es obra en prosa, obra poética, gran número de cartas, así como cursos o conferencias impartidas.
Entre 1498 y 1505 publica Nueve rimas para las tapicerías de la casa de sir Juan Moro, Endechas a la muerte de la reina Isabel, El libro de la Fortuna, donde recoge sus temores a las represalias de Enrique VII, y Sainete de cómo un oficial de Justicia tuvo que hacer de fraile.
En 1506 traduce junto a Erasmo los Diálogos de Luciano y la Vida de Pico della Mirandola. En Epigramas recogesus meditaciones sobre la muerte y el desengaño dela existencia, la libertad política de los ciudadanos y la fortunay azares de la vida. Y en la Historia de Ricardo III recuerdalas trágicas circunstancias conocidas en su niñez.
Impartió conferencias sobre san Agustín y su De civitate Dei en Londres, y cursos en el Lincoln’s Inn sobre materias jurídicas en 1511 y 1515. Antes, a la muerte de Enrique VII, escribe Odas y poemas a Enrique VIII, a la coronación del nuevo rey y a su boda con Catalina.
En 1515 escribió Utopía, entre Flandes y Londres, su obra más famosa, nombre de una isla imaginaria, que desde entonces se hace concepto, y en el que reflexiona sobre muy diversos problemas sociales.
Tomás Moro luchó decididamente contra la herejía luterana. Réplica a Martín Lutero, Diálogo acerca de las herejías, Escritos contra las herejías, Refutación de la respuesta de Tyndale y Apología están en esta línea. De tema religioso son Los novísimos, en el que pasa revista a estos, aplicándolas a cada uno de los siete pecados capitales; la Súplica de las almas, para contestar el libro de Simon Fisher Súplica de los mendigos, escrito contra el clero; Debelación de Salem y Bizancio y Respuesta a la primera parte del venenoso libro que un hereje anónimo ha titulado «La cena del Señor», en defensa de la eucaristía.
Ya en la cárcel, Moro escribe Diálogo del consuelo en la tribulación, sobre la invasión turca de Hungría y el peligro de la cristiandad, y sobre la forma de vivir con Cristo entiempos de persecución; Tratado sobre la pasión de Cristo y Expositio Passionis. Llamamos la atención al lector sobre cómo interpreta Tomás Moro las Sagradas Escrituras, utilizando sus experiencias jurídicas. Así, por ejemplo, cuando el evangelista Mateo relata «marchó a la otra parte del torrente Cedrón, a un huerto llamado Getsemaní», la mención de dos lugares, Cedrón y Getsemaní, dice Moro, no es vana, porque Cedrón significa tristeza y Getsemaní, valle fértil.
Fernando Díez Moreno, en nuevarevista.net/
Notas:
1 V. «Santo Tomás Moro: humanista, jurista y político», conferencia de Federico Trillo-Figueroa, pronunciada el 9 de noviembre de 2013 en el Centro Cultural de la Villa de Madrid.
2 Utopía, Editorial Zero, Madrid, 1980, pág. 78.
3 A. Vázquez de Prada: Sir Tomás Moro, Ed. Patmos. 3.ª ed., 1975, pág. 242.
4 Ibídem, pág. 249.
5 V. la 34ª Carta sobre «Humanismo y Política» de Fernando Díez Moreno en la pág. Web de la Fundación Tomás Moro: www.fundaciontomasmoro.es.
6 A. Vázquez de Prada: op. cit., pág. 178.
7 J. L. Vives: D. Aurelii Agustini libri XXII De civitate Dei, en ibídem, pág. 234.
8 Vázquez de Prada, op. cit., págs. 242-243.
9 Ibídem, pág. 262.
10 Ibídem, págs. 356-357.
11 Ibídem, pág. 377.
12 Ibídem, pág. 378.
13 Ibídem, págs. 394, 403, 438.
14 Encuentro con representantes de la sociedad civil, del mundo académico, cultural y empresarial, con el cuerpo diplomático y con líderes religiosos en el Westminster Hall (City of Westminster).
15 Carta apostólica en forma de motu proprio de 31-10-2000.
Giulio Maspero
1. Introducción: ¿por qué el año de la fe?
Al comienzo de la Carta Apostólica en forma de motu proprio Porta Fidei se dice: «La puerta de la fe (cfr. Hch 14, 27) que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia está siempre abierta para nosotros» [1]. Fe y vida son de este modo inmediatamente próximas en el incipit del documento con el cual el Santo Padre estableció el año de la fe. La vida de la que se habla es la de comunión con Dios. La preocupación fundamental del documento, coherente con todo lo que Benedicto XVI está enseñando a lo largo de su pontificado, es la de impedir que el cristianismo pueda ser confundido con una simple doctrina filosófica o moral: es más bien, en su esencia, un encuentro vital con Cristo Resucitado, presente en Su Iglesia y Señor de la historia, un encuentro «que da un nuevo horizonte a la vida» [2].
Este nuevo horizonte de la vida de comunión con Dios abierto por la fe es la fuente misma de la predicación y del apostolado de Pablo y Bernabé, que, ya vueltos a Antioquía, de donde habían salido para su misión, «reunieron a la iglesia y contaron todo lo que el Señor había hecho por mediación de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe» (Hch 14, 27). Por tanto, es Dios mismo quien abre la puerta de la fe actuando en la vida de sus apóstoles y de sus santos.
La imagen de la puerta es corriente en el lenguaje del Evangelio: con frecuencia la puerta está cerrada, como en el caso de las vírgenes necias (cfr. Mt 25, 10) o en el caso del hombre y sus hijos que ya se habían acostado (cfr. Lc 11, 7). La puerta es de todos modos estrecha y el amo de la casa puede cerrarla (cfr. Lc 13, 24-25 y Mt 7, 13-14). Pero Dios abre aquella puerta, y la vida y la experiencia de Pablo lo manifiestan; por esto escribe a los Corintios «se me ha abierto una puerta amplia y prometedora» (1Cor 16, 9), y pide a los Colosenses que oren para que Dios «nos abra una puerta a la predicación, y podamos hablar del misterio de Cristo» (Col 4, 3).
El Evangelio de Juan añade un elemento esencial: abre la puerta no solo Dios, sino también el Buen Pastor, que se manifiesta por el hecho de pasar por la puerta, y se identifica con la puerta misma (cfr. Jn 10, 2-10). Desde esta perspectiva Cristo es la Puerta, porque lleva a la vida plena y eterna que el Padre otorga.
La referencia escriturística a la puerta de la fe remite, por tanto, a una perspectiva eminentemente teologal: la fe compromete e involucra la vida precisamente porque dona la vida, una vida que no tendrá nunca fin. Por eso, «atravesar esa puerta implica emprender un camino que dura toda la vida» [3].
Según las intenciones del Santo Padre, el año de la fe debería tener como fin precisamente la recuperación del fuerte lazo entre fe y vida: la fe no se vive hoy porque ya no se advierte que es esencial para la vida, no se reconoce ya como un factor significativo para la existencia.
Esta verdad —la conexión entre fe y vida— ocupa un lugar central en el Magisterio de Benedicto XVI: «Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo» [4].
Hoy la religión, y de modo especial el catolicismo, puede ser valorada, en el contexto de una cultura extendida, como un factor enemigo de la felicidad. Todo lo que nos atrae parece resultar prohibido precisamente porque nos atrae. La fe es presentada como necesariamente opuesta a los deseos del hombre y a una vida en plenitud. La referencia a Nietzsche en la primera cita de la Deus Caritas est es muy explícita en este sentido [5].
Pero ¿por qué la fe es percibida hoy como enemiga de la vida? Benedicto XVI contesta indicando que la causa está en un insuficiente relieve atribuido a la dimensión teologal en el anuncio cristiano. Es preciso poner de relieve, en cambio, el primado del don y señalar que el elemento esencial del esfuerzo del cristiano es la disposición a recibir. En este sentido en la Porta Fidei el Papa afirma con fuerza: «La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» [6].
Más que la exigencia de ser coherentes, lo que hace que la fe sea de modo natural una guía para la existencia es la conciencia de la hermosura del don y de la alegría por el encuentro: «La fe “que actúa por el amor” (Gal 5,6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cfr. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2Co 5, 17)» [7].
Las virtudes teologales son la vida de Dios que irrumpe por la gracia en la vida del hombre que se abre a estas. Santo Tomás, por ejemplo, afirma que la fe «es el hábito de la mente, por el que se tiene una incoación en nosotros de la vida eterna, haciendo asentir al entendimiento a cosas que no ve» [8].
El movimiento es, por tanto, desde la Vida de Dios, que se dona, a la vida del hombre, que llega a ser opus Dei. Benedicto XVI expresa esta dinámica de modo sumamente luminoso, si nos acercamos a la enseñanza y a la experiencia de san Josemaría Escrivá de Balaguer a la luz de Porta Fidei: «En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que le escuchaban es también hoy la misma para nosotros: “¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?” (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: “La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación» [9].
2. Vida de fe en san Josemaría
Como Pablo, también san Josemaría experimentó que Dios le había abierto la puerta de la fe, al descubrir que su voluntad es que se abran «los caminos divinos de la tierra» [10], haciendo aparecer aquel «algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes» [11] y la «vibración de eternidad» que todo instante encierra [12]. Por esto llamaba a Madrid su “Damasco” [13], lugar donde recibió la luz clara sobre su vocación y su misión de fundar el Opus Dei. La santidad a la que Dios le llamaba estaba encerrada en la vida cotidiana y en el amor al mundo. La obra que Dios cumple en él se realiza en la existencia concreta, transformada así en lugar del encuentro con Dios. Hacer la obra de Dios está esencialmente fundado, en la experiencia de san Josemaría, en el ser “obra de Dios”.
El primado de la dimensión teologal es absoluto, ya que el mismo creer, según enseña Jn 6, 29 arriba citado, es obra de Dios: la condición necesaria para hacer la obra de Dios es permitir cada vez más que la propia vida sea obra de Dios por medio de la fe [14]. Esta es en sí un don de Dios, quien por medio del bautismo comunica su vida y su santidad a cada cristiano.
No debe extrañar, por lo tanto, comprobar que la gran frecuencia de la palabra “fe” en los escritos publicados por san Josemaría manifieste inmediatamente una evidente correlación con la terminología relativa a la vida [15]. Se habla de “vivir de fe” y de tener una “fe viva”. Esto se puede esclarecer acudiendo al final de la homilía titulada “Amar al mundo apasionadamente”, pronunciada en la Universidad de Navarra el 8 de octubre 1967. También entonces se celebraba un año de la fe, promulgado por Pablo VI, al cual el Fundador del Opus Dei hace referencia explícita:
Ahora os pido con el salmista que os unáis a mi oración y a mi alabanza: “magnificate Dominum mecum, et extollamus nomen eius simul”; engrandeced al Señor conmigo, y ensalcemos su nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de fe. [...]
Fe, virtud que tanto necesitamos los cristianos, de modo especial en este año de la fe que ha promulgado nuestro amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI: porque, sin la fe, falta el fundamento mismo para la santificación de la vida ordinaria.
Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al “mysterium fidei”, a la Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres. [...]
Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María [16].
Santificar la vida cotidiana es posible precisamente gracias a la fe y equivale a vivir de fe y a tener una fe viva [17], con referencia explícita a la doctrina paulina de Ga 3, 11: «El justo vivirá de la fe». Todo está fundado en la dimensión teologal, como indica san Josemaría con una expresión sugestiva: «Los actos de Fe, Esperanza y Amor son válvulas por donde se expansiona el fuego de las almas que viven vida de Dios» [18].
“Vida de fe” es el significativo título de una homilía incluida en Amigos de Dios y reservada a esta virtud teologal: en ella, la aparente ausencia de milagros de la época actual, comparada con la de los primeros tiempos del cristianismo, se atribuye precisamente al hecho de que los cristianos no viven una vida de fe [19]. La fe es viva, en cambio, cuando «se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre», según la expresión ya citada de Porta Fidei. La fe es viva cuando es operativa, cuando se manifiesta y lleva a elecciones concretas, a propósitos que orientan la existencia real del cristiano [20]. De lo contrario, la fe está muerta, porque permanece en un plano simplemente sociológico, como si se tratara de una doctrina abstracta o de una serie de tradiciones morales que no tienen un valor absoluto en sí. Lo explica bien Joseph Ratzinger, cuando señala que los contenidos de la fe no son como la tabla periódica de los elementos, cuyo conocimiento no afecta directamente a la existencia del hombre. La fe atañe, en cambio, a unas verdades frente a las cuales no es posible no tomar postura. Por esto no se puede decir que existan verdaderamente agnósticos: ellos, en efecto, son en realidad unos ateos prácticos, porque para vivir han de tomar unas decisiones concretas que deciden que no sean conformes a la fe [21].
En otros términos, para vivir es preciso en todo caso tener una fe, porque inevitablemente se elige dar un sentido a la propia existencia. De este modo la enseñanza de san Josemaría no puede estar más lejana del pelagianismo y del moralismo. El cristianismo no puede limitarse a las obras, ni el hombre puede conquistar la salvación con sus solas virtudes humanas o con su propio trabajo. Se dice, en cambio, con claridad extrema que el acto de creer no se limita al aspecto intelectual, a la aceptación de algunas verdades que tienen poco que ver con la vida, sino que, al contrario, el propio acto se refleja en la vida misma del creyente, porque la fe comunica la vida sobrenatural, y permite pensar según la «lógica de Dios» [22]. Todo se pone en relación con Cristo y se establece con Él una relación personal: «No tiene fe “viva” el que no tiene entrega actual a Jesucristo» [23].
Es exactamente el cristocentrismo radical lo que permite a san Josemaría hablar de modo tan audaz de santificar y de amar al mundo [24]. Parece muy revelador el siguiente texto: cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que apenas se preocupe de sus hijos. Piensa en la religión como en algo yuxtapuesto, para cuando no queda otro remedio; espera, no se explica con qué fundamento, manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos. Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual. Y que esta santidad grande, que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada [25].
El anuncio solemne de la llamada universal a la santidad se presenta, por tanto, como una profundización en la fe como “nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre”, ya que nace del encuentro con Cristo en la vida de cada día. La reducción de la fe a pura tradición sociológica, con la consiguiente separación de la vida real, está unida con una reducción de su ámbito al dominio de lo extraordinario, de lo que no es normal. En cambio acoger la llamada universal a la santidad implica dar nueva vida a la propia fe para abrirse al Dios cercano:
Vamos a no engañarnos... —Dios no es una sombra, un ser lejano, que nos crea y luego nos abandona; no es un amo que se va y ya no vuelve. Aunque no lo percibamos con nuestros sentidos, su existencia es mucho más verdadera que la de todas las realidades que tocamos y vemos. Dios está aquí, con nosotros, presente, vivo: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras menores acciones, nuestras intenciones más escondidas.
Creemos esto..., pero ¡vivimos como si Dios no existiera! Porque no tenemos para El ni un pensamiento, ni una palabra; porque no le obedecemos, ni tratamos de dominar nuestras pasiones; porque no le expresamos amor, ni le desagraviamos...
—¿Vamos a seguir viviendo con una fe muerta? [26].
La fe ha de ser viva porque Cristo no es un personaje del pasado, un recuerdo, una tradición, sino que está vivo, hoy, ahora [27]. Y vivir de fe quiere decir en esencia tratarle de tú, dirigirse a Él, mantener una relación personal con Él. Esta doctrina pone la fe en conexión directa con los deseos más profundos del hombre. No niega, no elimina, sino que satisface los más secretos impulsos del corazón: «Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo» [28]. Por esto a san Josemaría se le acusaba de predicar ejercicios de vida y no de muerte, como era costumbre entonces [29].
De este modo, en la homilía “Vida de fe”, los textos de la Escritura de los que se parte son los relatos de los milagros de Jesús que sale al encuentro de los deseos de los hombres, como en el caso de Bartimeo, el ciego de Jericó, en Mc 10, o de la hemorroísa en Mt 9, y finalmente del padre del joven lunático en Mc 9. Como escribió Joseph Ratzinger, «la sed de lo Infinito pertenece a la misma naturaleza del hombre, más aún es su misma esencia» [30], de modo que todos los amores y deseos auténticos encuentran su sentido solo en el Amor divino:
Vive la fe, alegre, pegado a Jesucristo. —Amale de verdad —¡de verdad, de verdad!—, y serás protagonista de la gran Aventura del Amor, porque estarás cada día más enamorado [31].
El corazón del hombre pide un auténtico “para siempre” —hasta Nietzsche ha dejado escrito que «toda alegría quiere la eternidad» [32]— pero todo esto es mentira si el hombre no reconoce en los amores de la tierra, en los anhelos de su corazón, un camino que lleva, como el río a la fuente, al Amor de Dios, a Cristo, Amor de los amores:
Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre [33].
En conclusión se puede afirmar que la propuesta de fe de san Josemaría habla a la vida, se dirige a los amores de los hombres. Frente a una fe concebida solo como fenómeno sociológico o tradicional, su predicación interpela al corazón del hombre porque nace de una fe «cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe» [34]. Jesús es presentado, en el sentido personal del verbo, como se presenta un amigo, como el Amor de los amores, la fuente y el sentido de todo amor auténtico y puro.
La llamada universal a la santidad tiene como cimiento, en efecto, la seguridad de la cercanía de Dios en la vida concreta, allí donde están las aspiraciones y deseos del hombre. Amar al mundo apasionadamente es posible por medio de la fe, gracias a una profundización en la fe.
Precisamente el primado de la dimensión teologal y el cristocentrismo permiten presentar la fe de modo que corresponda al anhelo del hombre. ¿Pero, cuáles son los fundamentos teológicos de esta perspectiva?
3. Fe de hijo y fe de padre
Esta profundización en la dimensión teologal de la fe, que permite abrirse a la santificación de la vida ordinaria, y por tanto muestra cómo la fe misma corresponde a los deseos más profundos y nobles del corazón del hombre, tiene profundas raíces teológicas. Estas raíces tocan aquellos elementos doctrinales que estarán cada vez más en el centro de la atención de los teólogos a lo largo del siglo XX, precisamente en el intento de reflexionar sobre la llamada universal a la santidad.
En las enseñanzas de san Josemaría estos elementos están claramente presentes, en primer lugar, por la luz que el carisma imprimió en su alma y, luego, gracias a la profundidad de la comprensión de la tradición de la Iglesia permitida por esta luz. En particular, son bien evidentes elementos dogmáticos característicos del pensamiento patrístico, que siempre ha presentado conjuntamente la fe y la vida.
Destaca sobre todo el fuerte convencimiento de la filiación divina, que nos otorgó Cristo, y que es expresada hasta con términos más orientales como divinización [35]; esta filiación apunta hacia la clara percepción de la conexión entre las misiones divinas y las procesiones intratrinitarias, así como al vínculo entre el acto creador con la generación eterna del Hijo. San Josemaría afirma, comentando Ga 3, 26: «todos vosotros sois hijos de Dios mediante la fe. ¡Qué poder es el nuestro! Poder de saber que somos y que somos hijos de Dios» [36]. Y saca las consecuencias de aquel misterio que en términos patrísticos es identificado con la distinción sin separación y la unión sin confusión de economía e inmanencia divinas, del obrar de Dios y de Su ser. En la historia de la salvación se percibe constantemente la dimensión trinitaria, que permite reconocer el sentido de lo creado en el Verbo encarnado. Con palabras del gran teólogo francés Jean Daniélou: «Desde los mismos orígenes profundos de todas las cosas aparece esa relación íntima de toda la creación con el Verbo. Se puede afirmar que en ese sentido la creación no es sino una irradiación de la generación eterna» [37]. Por esto, san Josemaría afirma que no hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos [38].
Ser contemplativos en medio del mundo quiere decir reconocer, gracias al don de la fe y a la vigilancia sobre este don, que todo habla de Cristo, que Él es quien da sentido a la historia y al mundo. Nada de lo que es auténtico le puede resultar extraño, de modo que no es necesario abandonar la vida ordinaria para llegar a ser santos. De nuevo según las palabras de Jean Daniélou: Cristo «coincide en cierto modo con la realidad misma del ser creado en su totalidad. Y sustraerse a Cristo es al mismo tiempo sustraerse a lo real. No consiste en andar más allá de Cristo, antes por el contrario es cerrarse a la vida» [39].
La doctrina de la fe no es solo un conjunto de enseñanzas que se han de aprender, sino más bien una luz que ilumina la realidad, luz que procede de los ojos de Cristo.
La unión de fe y vida es, por tanto, reflejo del cristocentrismo de san Josemaría y de su profunda experiencia del papel de la filiación divina, verdadero centro de todo el mensaje cristiano y punto de unión entre el tiempo y lo eterno. En el Verbo encarnado, en Su Corazón, se encuentran los dos movimientos: de Dios que busca al hombre y el del hombre que con sus deseos busca, también de modo inconsciente, a Dios, Amor de los amores. Por esto la fe no se presenta nunca solo como una doctrina, sino que es vitalmente reconducida a Cristo:
La fe es virtud sobrenatural que dispone nuestra inteligencia a asentir a las verdades reveladas, a responder que sí a Cristo, que nos ha dado a conocer plenamente el designio salvador de la Trinidad Beatísima [40].
El asentimiento de la mente es inseparable del asentimiento del corazón que se realiza en el encuentro con Cristo, vivo y resucitado, en el hoy del cristiano [41]. El acto de fe es pensamiento y conocimiento que nacen de la relación con la Persona de Jesús, del diálogo y de la apertura a Él. Entre los Padres de la Iglesia, san Agustín explicó este aspecto distinguiendo tres dimensiones del acto del creer: es preciso creer que Dios existe, credere Deum; pero hace falta también creer a Dios que se revela, credere Deo; y todo culmina en el credere in Deum, es decir, en la adhesión personal a Dios, en una fidelidad que se resuelve en tender continuamente con la propia vida a Él [42]. En este sentido, la concepción de san Josemaría es profundamente moderna y auténticamente fiel a la tradición patrística [43], de la cual evoca el “apofatismo”, esto es, la afirmación que el conocimiento del ser mismo de Dios está más allá de las capacidades humanas. Piénsese en la bellísima respuesta que dio en un encuentro multitudinario en Venezuela, en 1975:
Y cuando ellos te digan que no entienden la Trinidad y la Unidad, les respondes que tampoco yo la entiendo, pero que la amo y la venero. Si comprendiera las grandezas de Dios, si Dios cupiera en esta pobre cabeza, mi Dios sería muy pequeño..., y, sin embargo, cabe —quiere caber— en mi corazón, cabe en la hondura inmensa de mi alma, que es inmortal [44].
La dimensión intelectual no puede agotar el conocimiento de Dios, que es irreductible a un concepto o a una idea. El misterio cristiano se capta con plenitud en el conocimiento personal de Dios que habita en el alma del bautizado. De este modo, la pareja fe y corazón se repite en sus escritos: se trata de “ver la verdad y amarla” [45], de amar y creer [46]. La dimensión doctrinal no es sacrificada en un lance que se expone al sentimentalismo, ni la fe es reducida a simples fórmulas intelectuales, desligadas de la vida. La original fórmula “piedad de niños y doctrina segura de teólogos” [47], indicada como camino seguro para sus hijos espirituales, manifiesta esta misma honda armonía que desde los primeros cristianos alimenta la fidelidad de la Iglesia y tiene su fundamento precisamente en la filiación divina.
Creer es en primer lugar don, es la estancia de Dios en el corazón del hombre, su venir.
Se vislumbra de este modo cómo un elemento esencial de la profundización en la comprensión de la dimensión teologal de la fe sea el realismo radical de la afirmación de la inhabitación trinitaria en el hombre. Este último está llamado a ser una sola cosa con Cristo, Quien es su verdadera identidad. Se puede vivir de fe solo viviendo la vida de los hijos de Dios, para ser otro Cristo [48]. San Josemaría acude por esto a la fuerte expresión alter Christus, ipse Christus [49]: «Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo» [50].
Una fe que se convierte en “un nuevo criterio de pensamiento y de acción”, que es fe plena en la encarnación, en su realidad, en su sentido cósmico. El sentido del mundo es el Hijo encarnado y el hombre está llamado a reconducir todo a Cristo, Quien devuelve todo al Padre. Esto quiere decir reconocer la huella de la Trinidad en lo creado, subiendo del Hijo encarnado, que da sentido al mundo, al Padre, fuente de todas las cosas. Como ya escribió Jean Mouroux: «nuestra fe es cristológica; y porque es cristológica, es trinitaria» [51].
Ser contemplativos en el mundo significa, por tanto, mirar el mundo con ojos trinitarios, una mirada que la unión personal con Cristo hace posible. De este modo se puede encontrar el sentido de la creación y de la historia en la libertad de los hijos de Dios.
En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor [52].
La encarnación confirma el Amor divino, revelando que la verdadera ley que gobierna el mundo no es la ciega necesidad, ni una razón absoluta y desencarnada, sino la libertad y la confianza del Padre que crea cada cosa en el Hijo y por el Hijo [53]. Así, san Josemaría declaraba en una entrevista en España en 1969:
Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre [54].
Por esto, el santo de Barbastro tenía la «certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar» [55].
Esta honda comprensión de fe se convertía en vida en la respuesta de san Josemaría, que se sentía hijo de Dios hasta tal punto que llegaba a ser padre de otros hijos, y los formaba de modo que llegaran a ser a su vez padres. Pero formar en la libertad y hacer crecer exigen la fe en el único Padre que siempre actúa, engendra y protege. Un magnífico texto de 1937 —con el lenguaje cifrado que era necesario a lo largo de la guerra civil para engañar a la censura— muestra la fortaleza y la profundidad de esta fe vivida:
Yo... no digo nada —escribe a sus hijos de Madrid—. Tengo costumbre de callar y de decir casi siempre: “Bien, o muy bien”. Nadie podrá decir con verdad, al fin de la jornada, que hizo esto o lo otro, no ya por orden, sino ni por insinuación del abuelo. Me limito, cuando creo que debo hablar, a poner claros y terminantes los datos de cada problema: de ningún modo, aunque la vea patente, doy ni daré la solución concreta de cada caso. Otro camino tengo, para influir en las voluntades de mis hijos y nietos, con suavidad y eficacia: fastidiarme y dar la lata a mi viejo Amigo D. Manuel. ¡Ojalá no pierda yo el compás, y sepa dejar hacer libérrimamente a los míos... hasta que llegue la hora de tirar de la cuerda! Que llegará. Desde luego —creo que me conocéis—, a pesar de la flaqueza de mi corazón, nunca seré capaz de sacrificar la vida —ni un minuto de la vida— de nadie, por mi comodidad o por mi consuelo. Y esto, hasta tal extremo, que callaré (ya hablaré con D. Manuel) aunque me parezcan las resoluciones de mis hijos una verdadera catástrofe [56].
San Josemaría muestra su modo de actuar y gobernar con fe, recurriendo a Dios —D. Manuel, el Emmanuel precisamente— para respetar la libertad de sus hijos, que para crecer, para adquirir la capacidad de ser padres, han de experimentar también sus propios límites y sus errores. Para una persona que ama esto es doloroso, es un sufrimiento análogo a los dolores del parto, pero no hay otro camino para engendrar de verdad a otro, haciéndolo capaz de ser a su vez padre. Es propio de un padre, en efecto, hacer descubrir al hijo la belleza de la realidad, más allá de la percepción de sus límites personales y de los ajenos. De este modo «la original visión optimista de la creación, el “amor al mundo” que late en el cristianismo» [57] se apoyan precisamente en la fe de san Josemaría que le hace ser padre de modo tan destacado.
La fe de hijo, que es fe en el Hijo, se traduce de modo natural en la fe de padre que caracterizó la vida de san Josemaría, totalmente entregada a la Obra de Dios. Él, que se sentía muy hijo, fue también muy padre. La misma fecundidad apostólica puede ser interpretada en esta perspectiva teologal de la fe, que le movió a convocar a muchas personas para que fueran santas en el mundo, y a abrir en la historia concreta y real un camino de santidad, en la realización de la institución.
4. Conclusión: vida trinitaria
El Santo Padre ha proclamado un año de la fe para superar la crisis entre fe y vida: parece que hoy el cristianismo y las verdades profesadas en el Credo ya no tienen valor para la existencia concreta del hombre. En cambio, en la enseñanza de san Josemaría se encuentra, ya desde un nivel meramente terminológico, una estrecha conexión entre fe y vida, en cuanto se presenta la vocación cristiana como llamada a vivir de fe, a fundar la propia existencia en el trato personal con Cristo.
La invitación a convertir la fe en obras nace de una honda comprensión del primado de la dimensión teologal, que permite dirigir el mensaje cristiano a los amores y a las aspiraciones más profundas de los hombres. La posibilidad de amar apasionadamente al mundo y de santificar todas las actividades y dimensiones auténticamente humanas de la propia existencia, se basa en una profundización de la comprensión de la íntima conexión entre fe y vida. La unidad de vida, constantemente predicada por san Josemaría, no es solo coherencia, sino que brota de una fe honda y operativa que abre la vida del hombre a la Vida misma de Dios. En efecto, «hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» [58].
Todo esto, desde un punto de vista teológico, se funda en una comprensión cristológica de la fe como llamada a la identificación con Cristo. La filiación divina pasa al primer plano, y permite leer el mundo a partir de la revelación trinitaria. Si el Creador es el Dios Uno y Trino, el sentido último de la creación ya no es plenamente comprensible sin referirse al misterio de la Trinidad misma. La historia y la libertad del hombre adquieren así un valor extraordinario.
La profundidad teológica de la unión de fe y vida en el pensamiento de san Josemaría es particularmente evidente en una de sus enseñanzas más profundas y originales, que citamos por su valor sintético: la invitación concreta a aprender a vivir de fe contemplando la Sagrada Familia [59], subiendo a la Trinidad del Cielo a partir de la existencia concreta y de las mutuas relaciones entre María, Jesús y José, que él llama “la trinidad de la tierra”. Este camino, fundado en una intuición que constituye una verdadera y propia síntesis dogmática, pone de relieve tanto el cristocentrismo como la profundización en la dimensión teologal de la fe:
Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad, aquella de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande: más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal... No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando..., porque a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra [60].
El hombre está llamado a vivir la vida misma de Dios, la vida de la Trinidad Santísima, como aconteció en la Sagrada Familia, en la que cada uno vivía totalmente para el otro, en una comunión de amor perfecta, fundada en la presencia de Dios, de la segunda Persona divina, sobre la tierra. Desde las misiones, san Josemaría sube a las procesiones divinas inmanentes, manifestando cómo la vocación cristiana no es un puro esfuerzo humano para imitar a unos modelos inalcanzables, sino que depende o consiste en que, más bien, Dios ofrece siempre los medios que permiten al cristiano corriente ser divinizado en su vida cotidiana, trabajando y amando a las personas que el Señor puso a su lado.
Desde el punto de vista dogmático, la enseñanza de san Josemaría tiene profundas raíces en los Padres de la Iglesia [61], en aquel pensamiento que surgió de la vida de los primeros cristianos. Además, el primado de la dimensión teologal y la conexión de fe y vida se apoyan en la plena percepción de la trascendencia del misterio de Dios Uno y Trino, que en el lenguaje patrístico desemboca en el apofatismo. Precisamente esta comprensión profunda del misterio une fe y vida y permite explicitar la conexión entre el actuar de Dios en la historia y su inmanencia trinitaria. De este modo, a propósito de la incomprensibilidad del misterio del Dios Trino, san Josemaría afirma:
Es justo que en la maravilla inmensa de belleza y de sabiduría de Dios haya cosas que en la tierra no entendemos. Si las entendiéramos, Dios sería un ser finito, no infinito, cabría en nuestra cabeza, ¡qué pobre sería Dios! Por lo tanto, tú vas a José, a María, a Jesús, y sabes que Jesús es Dios, y que Dios es Trino en personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y adoras la Trinidad y la Unidad, amas al Espíritu Santo al amar a Jesucristo [62].
La vida concreta de Jesús, María y José son el único camino para llegar a la Trinidad, porque sólo en el misterio de la divino-humanidad de Cristo se tiene acceso a la intimidad de Dios y se puede participar de su vida, distinguiendo y tratando de tú a cada Persona Divina, como se puede hacer con la trinidad de la tierra.
Esta fe, por tanto, que abarca los amores del hombre, sus anhelos más profundos, su trabajo y su familia, encuentra su más perfecto modelo y su cumplimiento en la Sagrada Familia. Cada cristiano puede, así, santificarse como contemplativo en medio del mundo, aprendiendo, por medio de la contemplación, a tener una fe que se convierte en entendimiento y criterio de acción en la vida, a partir del pensamiento concreto siempre dirigido a Cristo, que caracterizó a nuestro Padre, José, y de modo muy especial a María, a la cual es preciso dirigirse para aprender a pronunciar aquel sí que une fe y vida [63].
Giulio Maspero, en romana.org/
Notas:
[1] Benedicto XVI, Carta Apostólica en forma de “Motu proprio” Porta Fidei con la que se inicia el Año de la fe, 11-X-2011, n. 1 (en adelante, Porta Fidei).
[2] Idem, Carta Encíclica Deus Caritas est, 25-XII-2005, n. 1 (en adelante, Deus Caritas est).
[3] Porta Fidei, n. 1.
[4] Ibídem, n. 2.
[5] Cfr. Deus Caritas est, n. 3, nota n. 1 donde se cita la obra de F. Nietzsche Jenseits von Gut und Böse, IV, 168.
[6] Porta Fidei, n. 7.
[7] Ibídem, n. 6.
[8] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 4, a. 1, r.
[9] Porta Fidei, n. 3.
[10] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 21 (en adelante citaremos solo el título del libro).
[11] Idem, “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones con Monseñor Escrivá, n. 114 (en adelante, Conversaciones).
[12] Cfr. Idem, Amigos de Dios, n. 239 (en adelante citaremos solo el título del libro).
[13] Cfr. J. Echevarría, “Un nuevo Damasco”, en Romana 53 (2011), p. 283 (publicado como original en Alfa y Omega, 28-VII-2011).
[14] Véase el artículo del entonces Card. Joseph Ratzinger, con el título: Dejar obrar a Dios, en L’Osservatore Romano, 6-X-2002.
[15] Acerca de una presentación sintética de la vida de fe en san Josemaría Escrivá, se puede consultar: E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Vol. II, Rialp, Madrid 2011, pp. 346-364.
[16] San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones, n. 123. Las cursivas son mías.
[17] Cfr. Idem, Camino, n. 578 y Surco, n. 459 (en adelante citaremos solo el título del libro).
[18] Camino, n. 667.
[19] Cfr. Amigos de Dios, n. 190.
[20] Cfr. Camino, nn. 317, 380 y 489; Surco, nn. 46 y 945; Forja, nn. 256 y 602.
[21] Cfr. J. Ratzinger, Mirar a Cristo, Edicep, Valencia 2005, p. 19.
[22] Es Cristo que pasa, n. 172.
[23] Forja, n. 544.
[24] Cfr. A. Aranda, El bullir de la sangre de Cristo: estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000.
[25] Amigos de Dios, n. 312
[26] Surco, n. 658.
[27] Cfr. Camino, n. 584; Es Cristo que pasa, nn. 102 y ss.
[28] Es Cristo que pasa, n. 24
[29] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 20022, vol. II, p. 673.
[30] J. Ratzinger, Mirar a Cristo, cit., p. 18.
[31] Forja, n. 448
[32] F. W. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, Edaf, Madrid 1981, p. 211.
[33] Amigos de Dios, n. 200.
[34] Porta Fidei, n. 7.
[35] D. Ramos Lissón, Aspectos de la divinización en el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en J.L. Illanes (ed.), El cristiano en el mundo: En el Centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 483-499.
[36] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 24-X-1942, n. 68 (AGP, serie A.3, leg. 91, carp. 5, exp. 4).
[37] J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Ediciones Paulinas, Madrid 1969, p. 92.
[38] Es Cristo que pasa, n. 22.
[39] J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, cit., pp. 97-98.
[40] Amigos de Dios, n. 191.
[41] Arturo Blanco ha destacado que san Josemaría relacionó la fe con toda la persona humana y no solo con el entendimiento: A. Blanco, Alcuni contributi del beato Josemaría alla comprensione dei rapporti tra fede e ragione, en: AA.Vv., La grandezza della vita quotidiana, vol. V/1, Edusc, Roma 2004, p. 259.
[42] Cfr. San Agustín, Enarrationes in Psalmos 130,1 y Tractatus in Iohannem 29,6.
[43] La concepción de la fe en san Josemaría es definida por su primer sucesor, el venerable Álvaro del Portillo, como “viva y dinámica”: A. Del Portillo, Discurso conclusivo del Simposio teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de octubre de 1993), en: AA.VV., Santidad y mundo, Eunsa, Pamplona 1996, p. 292.
[44] San Josemaría Escrivá de Balaguer, respuesta a una pregunta en Venezuela, 9-II-1975: Catequesis en América, III, p. 75 (AGP, Biblioteca, P04).
[45] Surco, n. 818.
[46] Cfr. Forja, n. 215.
[47] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 10.
[48] Cfr. Ibídem, n. 21
[49] Cfr. A. Aranda, El bullir de la sangre de Cristo, cit., pp. 227-254.
[50] Amigos de Dios, n. 6.
[51] J. Mouroux, Je crois en toi, Cerf, Paris 19612, p. 37. La traducción es nuestra.
[52] Amigos de Dios, n. 25.
[53] Cfr. Col 1,15-20.
[54] San Josemaría Escrivá de Balaguer, entrevista en ABC, 2-XI-1969.
[55] Es Cristo que pasa, n. 99.
[56] Citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, cit., pp. 148-149.
[57] Forja, n. 703.
[58] “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones, n. 114. Un comentario de este texto de la homilía en: Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Edición crítico-histórica, editada por J. L. Illanes, A. Méndiz, Rialp, Madrid 2012, pp. 477-478 y 486-489.
[59] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 22.
[60] San Josemaría Escrivá de Balaguer, meditación Consumados en la unidad, citada por S. Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 19806, p. 360.
[61] En esto sentido se podría desarrollar el valioso análisis de Cornelio Fabro en el artículo dedicado a San Josemaría: C. Fabro, “El temple de un Padre de la Iglesia”, en AA.VV., Santos en el mundo: estudios sobre los escritos del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 1993.
[62] San Josemaría Escrivá de Balaguer, respuesta a una pregunta en Argentina, 14-VI-1974: Catequesis en América, I, p. 449 (AGP, Biblioteca, P04).
[63] Cfr. Amigos de Dios, nn. 284-286.
Guillaume Derville
4. En Medio del mundo
San Josemaría escribió en una carta sobre la misión sobrenatural del Opus Dei: “Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa – homo peccator sum [es decir: soy un hombre pecador] (Lc 5, 8)- pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión, o oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo [23]”.
San Josemaría ha percibido claramente en su alma esa llamada universal a la santidad y la misión suya de difundirla. Proclama que la perfección puede alcanzarse en el propio estado: la radicalidad de la vida cristiana, total, sin fisura, hasta el heroísmo. No se trata de llegar a la santidad en circunstancias excepcionales, sino de modo habitual y ordinario. Así lo expresó el cardenal Joseph Ratzinger al comentar, en 1993, unas palabras de san Josemaría sobre los años de vida escondida de Jesús en Nazareth:
“Dos consecuencias se desprenden de esta consideración de la vida de Jesús, del misterio profundo de la realidad de un Dios que no sólo se ha hecho hombre, sino que ha asumido la condición humana, haciéndose en todo igual a nosotros, excepto en el pecado (cfr. Hb 4, 15). Ante todo la llamada universal a la santidad, a cuya proclamación el beato Josemaría contribuyó notablemente, como recordaba Juan Pablo II en su solemne homilía durante la Misa de beatificación. Pero también, para dar consistencia a esta llamada, el reconocimiento de que a la santidad se llega, bajo la acción del Espíritu Santo, a través de la vida cotidiana. La santidad consiste en esto: en vivir la vida cotidiana con la mirada fija en Dios; en plasmar nuestras acciones a la luz del Evangelio y del espíritu de la fe. Toda una comprensión teológica del mundo y de la historia deriva de este núcleo, como atestiguan, de modo preciso e incisivo, muchos textos del beato Escrivá.
«Este mundo nuestro —proclamaba en una homilía— es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonía divina de lo creado. Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que —por obra del Espíritu Santo— tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Gal 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20)» ( Es Cristo que pasa, n. 183).
En este espléndido texto, las grandes verdades de la fe cristiana (el amor infinito de Dios Padre, la bondad originaria de la creación, la obra redentora de Cristo Jesús, la filiación divina, la identificación del cristiano con Cristo...) son traídas a colación con el fin de iluminar la vida del cristiano y, más en particular, la vida del cristiano que vive en medio del mundo, empeñado en las múltiples y complejas ocupaciones seculares. Las perspectivas dogmáticas de fondo se proyectan sobre la existencia concreta, y esta, a su vez, impulsa a considerar de nuevo, con una preocupación inédita, el conjunto del mensaje cristiano; de esta suerte, se produce un movimiento en espiral, que implica y sostiene a la reflexión teológica [24]”.
Para caminar hacia la santidad, no se necesita otra consagración que las del bautismo y de la confirmación, como afirma san Josemaría. “Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que -siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial- capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación [25]”. En efecto, explica el fundador del Opus Dei, “la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra [es decir: desde el interior] –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo [26]”.
Los sacerdotes tiene el sacerdocio común de los fieles y, además, el sacerdocio ministerial: han de servir a sus hermanos en la fe para ayudarles a responder a la llamada a la santidad y al apostolado, y lo hacen especialmente mediante la predicación de la Palabra de Dios y la celebración de los sacramentos: en particular, la Eucaristía, sacramento al cual se ordenan todos los demás, y que es “el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano [27]”. San Josemaría hace esta pregunta retórica, al pronunciar una homilía que llegó a ser famosa: “¿Qué son los sacramentos -huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos- sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía –ya inminente- sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo -vino y pan-, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? (cfr. Gaudium et Spes, n. 38) [28]”. La Eucaristía nos lleva a tener una vida de amor; el sacramento de la Penitencia, a volver al amor divino que nos limpia, nos perdona, nos transforma. Santidad y vida sacramental son inseparables. Por esto el Concilio Vaticano II, al hablar del Pueblo de Dios, después de enumerar los siete sacramentos, concluye: “Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto [29]”.
San Josemaría ha predicado muchas veces sobre los primeros cristianos como fieles corrientes, casados y célibes, que buscaban la santidad, en todas las actividades de la tierra. “Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos”; seguía afirmando que los fieles del Opus Dei “son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe [30]”.
En la Carta a Diogneto, un pagano desconocido reflexiona con nobleza sobre lo que había sido para muchos nada más que una raza abominable de hombres [31], o por lo menos en sus orígenes una superstición oriental: el cristianismo. El autor, alrededor del año 150, describe con rectitud lo que observa: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. […] Habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y, por confesión de todos, sorprendente. […] Mas, para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso los cristianos en el mundo [32]”.
San Josemaría acudía con frecuencia a ese testimonio. Para ilustrar la grandeza de la vocación cristiana, quiso citar en Amigos de Dios estas otras líneas de la Carta a Diogneto sobre los primeros cristianos: “Son para el mundo lo que el alma para el cuerpo. Viven en el mundo, pero no son mundanos, como el alma está en el cuerpo, pero no es corpórea. Habitan en todos los pueblos, como el alma está en todas las partes del cuerpo. Actúan por su vida interior sin hacerse notar, como el alma por su esencia... Viven como peregrinos entre cosas perecederas en la esperanza de la incorruptibilidad de los cielos, como el alma inmortal vive ahora en una tienda mortal. Se multiplican de día en día bajo las persecuciones, como el alma se hermosea mortificándose... Y no es lícito a los cristianos abandonar su misión en el mundo, como al alma no le está permitido separarse voluntariamente del cuerpo [33]”.
Hoy día, nadie se atreve a negar de modo frontal la llamada universal a la santidad. Sin embargo, en la práctica, muchos son los cristianos que remiten al día de mañana, por no decir al final de su vida, el tomarse en serio la idea de que pueden ser santos; y no pocas personas, en el fondo, no creen que esto sea posible. San Josemaría era consciente de esa ignorancia práctica o teórica e insistía en que todos debían tomar conciencia de que Dios los quería santos en la vida que cada uno debiera vivir: “La santidad: ¡cuántas veces pronunciamos esa palabra como si fuera un sonido vacío! Para muchos es incluso un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no un fin concreto, una realidad viva. No pensaban de este modo los primeros cristianos, que usaban el nombre de santos para llamarse entre sí, con toda naturalidad y con gran frecuencia: os saludan todos los santos (Rm 16, 15), salud a todo santo en Cristo Jesús (Flp 4, 21) [34]”.
5 . El concepto de santidad a lo largo de la historia de la Iglesia
La historia de la Iglesia ha conocido muchas respuestas a la llamada evangélica a la santidad. Después de los primeros cristianos, en el segundo siglo aparecieron los eremitas, que iban a combatir al diablo en el desierto. San Antonio Magno, en Egipto, vuelve también entre los hombres para guiarles en su vida espiritual. El hecho de la vida en común conoció un gran desarrollo con los monasterios desde el siglo IV. A finales del siglo V nace san Benito: escribirá, para los monjes de Montecasino, una “regla” que prevé que hagan tres promesas delante de todos: “estabilidad, conversión de sus costumbres y obediencia [35]”. Hoy por esa Regla se rigen casi todos los monjes de Occidente, incluidas las más de 20 congregaciones benedictinas actuales.
En el siglo XIII nacieron las primeras órdenes religiosas, con san Francisco de Asís y santa Clara, y con santo Domingo de Guzmán. El ideal de vida cristiana llegó así a plasmarse en la renuncia a las cosas de la tierra, que es uno de los elementos que definen el estado religioso [36]. Los religiosos, enseña el Concilio Vaticano II, “por la profesión de los consejos evangélicos han respondido al llamamiento divino para que no sólo estén muertos al pecado, sino que, renunciando al mundo, vivan únicamente para Dios [37]”.
Esa entrega tiene una gran fuerza de arrastre: “los religiosos, fieles a su profesión, abandonando todas las cosas por Él, sigan a Cristo como lo único necesario [38]”. Gracias al testimonio de los religiosos, dice el beato Juan Pablo II, “la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo [39]”. ¡Cuánto bien han hecho, siguen y seguirán haciendo, no sin una maravillosa Providencia de Dios, tantos religiosos y religiosas en el mundo entero! Junto con una obra de evangelización auténticamente desinteresada y muchas veces hasta el martirio, a muchas Órdenes, Congregaciones religiosas y demás realidades de la vida religiosa se deben gigantes avances en la cultura, por ejemplo en el arte, en la enseñanza y en las ciencias [40], sin contar con la atención a los pobres y a los enfermos: en Europa, hasta hace pocos decenios eran muchas veces las religiosas quienes atendían los hospitales, y en algunos lugares su disminución en número se hace cruelmente notar. Las necesidades de la evangelización originaron, en el siglo XVI, clérigos regulares, por ejemplo san Ignacio de Loyola. Con su Introducción a la vita devota (1609), san Francisco de Sales adoctrina a los que no viven alejados del mundo para que practiquen la devoción.
Sobre todo desde el siglo XX se ha dado un cierto proceso de acercamiento al mundo por parte de los religiosos, llegando en ciertos casos a tomar una apariencia similar a la de los seglares, por su forma de vestir y por trabajar en tareas seculares. Sin embargo, su estado sigue siendo distinto al de los fieles corrientes. De otra parte desde 1950 existen también los institutos seculares.
Lo que nos interesa señalar es que los religiosos, con su distinción y apartamiento en uno y otro grado del mundo (realidades compatibles con tantas actividades que llevan a cabo en el mundo para el bien de la Iglesia y de la sociedad) cumplen por la especificidad de su estado una santa y fecunda función en la Iglesia: como dice la Constitución dogmática Lumen gentium, “los religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas [41]”. San Josemaría solía contar cómo la toma de conciencia de que tenía que ser generoso con Dios estuvo unida al hecho de haber percibido el sacrificio de un carmelita que iba descalzo sobre la nieve [42]. Llevó además a diversas personas a abrazar la vida religiosa y tuvo muchos amigos religiosos [43], ya desde los años treinta [44], entre ellos algunos fundadores de nuevas instituciones o realidades eclesiales [45], sin contar con el diálogo que tuvo la oportunidad de mantener con muchos [46].
Con la sabiduría de Gamaliel (cfr. Hch 5, 34-39), san Josemaría decía: “Jamás moveré un dedo para apagar una llama que se encienda en honor de Cristo: no es mi misión. Si el aceite que arde no es bueno, se apagará sola [47]”. Se conserva un manuscrito suyo con estas palabras: “Una gran misión nuestra es hacer amar a los religiosos [48]”. En plena fidelidad con esta afirmación, el Prelado del Opus Dei en su carta pastoral con ocasión del “Año de la fe” convocado por Benedicto XVI, exalta el papel de la familia para “que broten vocaciones de entrega a Dios en el sacerdocio y en las variadísimas realidades eclesiales, tanto en el ámbito secular como en la vida consagrada [49]”. Como no podría ser de otro modo, la llamada universal a la santidad despierta, entre otras, vocaciones para la vida religiosa que, a su vez, contribuyen a difundir cada vez más esa llamada. La vida religiosa es también promovida por numerosos “movimientos [50]” y nuevas comunidades muy variadas, de cuyas aportaciones no es necesario ocuparse aquí. Por otra parte, no es éste el lugar para describir la ampliación del concepto de "religioso" al de "vida consagrada", en una rica diversidad que algunos autores consideran que sigue moviéndose en torno a la noción de "religioso" [51].
Es un hecho, sin embargo, que la proclamación de la llamada universal a la santidad no siempre ha sido igualmente afirmada, de modo que ha tenido una historia paradójica, como observa José Luis Illanes: “durante largo tiempo, su reconocimiento ha coexistido con su oscurecimiento [52]”. Algunos autores no sacan todas sus consecuencias de la llamada universal a la santidad, e incluso presentan el estado de los religiosos como el más elevado. Se habla al respecto de “estado de perfección” o de “estado de consejos”, en referencia a las virtudes de castidad, pobreza y obediencia o, mejor dicho, a un determinado modo de practicar esas virtudes, plenamente legítimo, pero que no es el único válido en orden a la plenitud del ideal cristiano. La realidad es que sería obviamente un error –opuesto a lo proclamado por el Vaticano II– considerar que la radicalidad de la vida cristiana se vive solo en las Órdenes y Congregaciones religiosas [53].
Ese ambiente de una cierto obscurecimiento de la llamada a la santidad explica este punto de Camino: “Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto» [54]”. En la historia de la Iglesia, la vocación de los religiosos ha conocido sucesivas formas diversas, desarrollando una capacidad de crecimiento y adaptación que manifiesta su riqueza. Pero importa señalar con claridad que la Obra no es un eslabón de esa cadena, pues nace desde el principio con un espíritu esencialmente secular, reflejo esencial de la presencia “natural” en el mundo. Su antecedente, como san Josemaría señaló muchas veces, está constituido por la vida sencilla de los primeros cristianos. Sus rasgos esenciales son la santificación en medio del mundo, en el trabajo, en la familia, en todas las nobles actividades temporales, con una plena unidad de vida entre lo cristiano y lo humano y una plena secularidad, actitud espiritual que, como señala José Luis Illanes, afirma a la vez la consistencia y el valor de las cosas temporales nacidas de la Creación y la apertura del mundo a la trascendencia [55].
Desde 1928 el Opus Dei ha venido a recordar a todos los cristianos la llamada universal a la santidad en medio del mundo; de ahí que a san Josemaría le gustara decir: “se han abierto los caminos divinos de la tierra [56]”. La doctrina que proclamó fue confirmada por el Concilio Vaticano II (1965), como recordaba el beato Juan Pablo II, dirigiéndose a unos fieles del Opus Dei durante una homilía en Castelgandolfo: “Vuestra institución tiene como finalidad la santificación de la vida permaneciendo en el mundo, en el propio puesto de trabajo y de profesión: vivir el Evangelio en el mundo, viviendo ciertamente inmersos en el mundo, pero para transformarlo y redimirlo con el propio amor a Cristo. Realmente es un gran ideal el vuestro, que desde los comienzos se ha anticipado a esa teología del laicado, que caracterizó después a la Iglesia del Concilio y del postconcilio […]: vivir unidos a Dios en el mundo, en cualquier situación, tratando de mejorarse a sí mismos con la ayuda de la gracia y dando a conocer a Jesucristo con el testimonio de la vida. ¿Y qué hay más bello y más entusiasmante que este ideal? Vosotros, insertos y mezclados en esta humanidad alegre y dolorosa, queréis amarla, iluminarla, salvarla [57]”.
Guillaume Derville, en collationes.org/
Notas:
[23]San Josemaría, Carta 24-III-1930, 2, cit. en Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, I. ¡Señor, que vea!, Rialp, Madrid 1997, 300.
[24]Joseph Ratzinger, Mensaje inaugural en el Simposio Teológico “Santidad y Mundo”, sobre el fundador del Opus Dei. Simposio Teológico organizado por la Facultad de Teología del Ateneo Romano de la Santa Cruz (hoy Pontificia Universidad de la Santa Cruz), del 12 al 14 de octubre de 1993.
[25]San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 120.
[26]San Josemaría, Conversaciones, n. 9.
[27]San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 87. El Decreto Presbyterorum Ordinis emplea esa expresión en el n. 14, aunque, como es obvio, ese documento lo aplica aquí a los sacerdotes.
[28]San Josemaría, Conversaciones, n. 115.
[29]Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11
[30]San Josemaría, Conversaciones, n. 24; cfr. ed. crítico-histórica preparada por José Luis Illanes y Alfredo Méndiz, Rialp, Madrid 2012.
[31]Cfr. Tácito, Annales, 15, 44.
[32]Epistola ad Diognetum, V, en Padres apostólicos, ed. bilingüe completa, trad. de Daniel Ruiz Bueno, Madrid 1993 6, pp. 850-851.
[33]Epistola ad Diognetum, VI, tal como la cita san Josemaría en Amigos de Dios, n. 63.
[34]San Josemaría, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, n. 96.
[35]San Benito, Regla de los monjes, 58, 17, trad. y ed. Norberto Núñez, osb, Monasterio de Montserrat, Madrid 2011, 188.
[36]Así, por ejemplo, los tres votos de castidad, pobreza y obediencia, que hacen muchos religiosos, manifiestan un espíritu de renuncia a la concupiscencia de la carne, a las riquezas y a la propia voluntad.
[37]Concilio Vaticano II, Decr. Perfectae caritatis, n. 5.
[38]Ibídem.
[39]Juan Pablo II, Exh. Ap. Postsinodal Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, n. 1.
[40]Cfr. por ejemplo Benedicto XVI, Discurso, Encuentro con el mundo de la Cultura en el Collège des Bernardins, París, 12 de septiembre de 2008: “La base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura”.
[41]Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31.
[42]Cfr. Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, I. ¡Señor, que vea!, Rialp, Madrid 1997, 96.
[43]Cfr. los testimonios firmados por religiosos y religiosas en Testimonios sobre el fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1994, 447 p. Cfr. también José Carlos Martín de la Hoz, Un amigo de san Josemaría: José López Ortiz, OSA, obispo e historiador, en “Studia et Documenta” 6 (2012) 67-90; Aldo Capucci, San Josemaría e il beato Ildefonso Schuster (1948-1954), en “Studia et Documenta” 4 (2010) 215-254.
[44]Cfr. por ej. José Luis González Gullón, Josemaría Escrivá de Balaguer en los años treinta: los sacerdotes amigos, en “Studia et Documenta” 3 (2009) 41-106.
[45]Cfr. por ejemplo Testimonios sobre el fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1994: testimonios de: Beato José María García Lahiguera (1903-1989), Arzobispo, fundador de las Oblatas de Cristo Sacerdote (Congregación aprobada en 1950). Otras realidades eclesiales, por ej. Mons. Juan Hervas Benet (1905-1982), con el apoyo del cual nacieron los Cursillos de Cristiandad (1949): “aquel hombre de Dios [san Josemaría] influyó para alentar una empresa que no era su empresa, y volcó caridad y comprensión sobre un método de espiritualidad y de apostolado laical que iba por caminos distintos del suyo” (p. 202) ; vid. al respecto Francisca Colomer, La relación personal entre san Josemaría Escrivá de Balaguer y Mons. Juan Hervás a través de sus cartas, en “Studia et Documenta” 4 (2010) 185-213. El Padre Joseph-Marie Perrin me ha contado personalmente cómo le ayudaron, para su fundación, Mons. Escrivá de Balaguer y don Álvaro del Portillo.
[46]Por ejemplo, solo durante el Concilio Vaticano II, cfr. Carlo Pioppi, Alcuni incontri di san Josemaría con personalità ecclesiastiche durante gli anni del Concilio Vaticano II, en “Studia et Documenta” 5 (2011) 165-228.
[47]San Josemaría, cit., en Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, realizada por Cesare Cavalleri, Rialp, Madrid 1993, cap. 5, p. 82.
[48]San Josemaría, Autógrafo, facsímile publicado por la Postulación General del Opus Dei, El beato Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, Roma 1992, p. 117. Se trata del librito que acompañó la beatificación. Es bonito ver que el milagro retenido para la beatificación fue la curación de un tumor de una carmelita, Sor Concepción Bullón Rubio; que el Cardenal Edouard Gagnon, sulpiciano fue el ponente (1990-1991), siendo Relator de la Causa el P. Ambrogio Eszer, dominico.
[49]Javier Echevarría, Carta pastoral con ocasión del “Año de la fe”, 29 de septiembre de 2012, n. 25, en www.opusdei.es/art.php?p=50426. Mons. Javier Echevarría vuelve sobre esto en su intervención durante el Sínodo de Obispos sobre la Nueva evangelización en 2012: cfr. Synodus Episcoporum, Boletín 12, 12 de octubre de 2012, 2-3: “de ese ministerio [el confesonario] florecerán vocaciones para el seminario y la vida religiosa y vocaciones de buenos padres y madres de familia”.
[50]Cfr. José Luis Gutiérrez Gómez, La Prelatura del Opus Dei y los movimientos eclesiales. Aspectos eclesiológicos y canónicos, en http://www.collationes.org/de-documenta-theologica/iure-canonico/item/436.
[51]Cfr. Carlos José Errázuriz, Corso fondamentale sul diritto nella Chiesa, vol. I, Giuffrè, Milano 2009, pp. 261-275.
[52]José Luis Illanes, Tratado de Teología espiritual, Eunsa, Pamplona 2007, 138.
[53]Es uno de los inconvenientes del libro Estados de vida del cristiano de Hans Urs von Balthasar. En Riflessioni su un’opera di Hans Urs von Balthasar (“Annales Theologici” 21 [2007] 61-100), Paul O’Callaghan señala algunos aspectos de una reflexión que muestran los límites de la fundamentación teológica de Balthasar: éstos conciernen el inicio de la humanidad, la identidad de Cristo y de sus primeros discípulos, la cualidad paradigmática de la vida religiosa, el significado de la obediencia y del celibato sacerdotal (cfr. http://www.collationes.org/doctrinalia-ductu/themata-actualium/item/199-riflessioni-su-un%E2%80%99opera-di-hans-urs-von-balthasar).
[54]San Josemaría, Camino, 291. Referencias anteriores en Pedro Rodríguez en Camino, Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2004 3, comentario al punto 291.
[55]Cfr. José Luis Illanes, “Secularidad”, en César Izquierdo - Jutta Burggraf – Félix Mª Arocena (eds.), Diccionario de Teología, Eunsa, Pamplona 2006, pp. 926-932.
[56]San Josemaría, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, 21.
[57]Juan Pablo II, Homilía, Castelgandolfo, 19 de agosto de 1979.
Guillaume Derville
Cuentan que en una ocasión, san Josemaría Escrivá de Balaguer, después de recordar este texto de la carta a los Efesios (Ef 1, 4): “Elegit nos ante mundi constitutionem ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius”, lo tradujo -por Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para ser santos y sin mancha en su presencia- y enseguida gritó con aquella voz clara y fuerte que le caracterizaba: “Y no hay más [1]”. San Josemaría expresaba así que el meollo del mensaje que debía proclamar era la llamada universal a la santidad.
Ciertamente, el pueblo de Israel se sabía llamado a la santidad, porque Dios es santo (cfr. Lv 19, 2). Sin embargo, solo después de siglos se abriría el gran camino, con la venida del Mesías y la encarnación del Señor. ¿Cuál es el camino?, preguntó el apóstol Tomás. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida -le respondió Jesús-; nadie va al Padre si no es a través de mí” (Jn 14, 6). Por el bautismo, todo cristiano está llamado a la santidad y al apostolado incorporándose a la vida de Cristo: cada uno y todos los cristianos de todas las épocas. La llamada universal a la santidad, afirmación que es central en el Evangelio, ilumina toda la vida con una luz decisiva. Fue predicada por san Josemaría desde el año 1928, no sin una particular gracia de Dios. El Concilio Vaticano II la proclamó solemnemente: “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, deberán esforzarse para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo [2]”.
1. Solo Dios es Santo
“Tu solus Sanctus, tu solus Dominus, tu solus Altissimus, Iesu Christe, cum Sancto Spiritu: in gloria Dei Patris”: “sólo tú eres Santo, sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre”. Al proclamar la divinidad de Jesucristo, el Gloria afirma que solo Dios es santo. En estricto rigor, nadie es santo mientras está en la tierra, sino que todos estamos en camino hacia esa santidad que Dios nos quiere comunicar. Jesucristo ha lanzado esta llamada con estas palabras: “Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Recogiendo esa enseñanza, san Pablo escribe a Timoteo: Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4). Perfección, salvación eterna, verdad, estas palabras reconducen todas a Dios, el único tres veces santo según el máximo superlativo hebreo (cfr. Is 6, 3). En este sentido, la santidad es una participación en la vida de Dios. Dios quiere que gocemos de esa santidad. Esto es la obra de Dios, con la correspondencia personal del hombre: “Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana [3]”.
En su primera carta a los Tesalonicenses, el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, san Pablo exhorta a aquellos recién convertidos que el Apóstol había empezado a formar y que sufrían la persecución: “Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1Ts 4, 3). Semejante afirmación podría asustar. En conformidad con la doctrina paulina (cfr. Flp 4, 13: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”), san Josemaría, al dibujar este camino hacia la santidad, enseñó a abandonarse en las manos de Dios, sin complicarse. Este abandono filial es fundamental. Jesús lo inculcó a sus discípulos de muchas maneras, por ejemplo con estas palabras encantadoras:
“No estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad” (Mt 6, 25-34).
Cuando hacía ejercicios espirituales en Segovia en octubre de 1932, Josemaría, joven sacerdote, recordó que su confesor le había indicado que se preguntase: “¿Qué grado de perfección me pide Dios? [4]”. D. Álvaro del Portillo comenta esta anotación de los Apuntes Íntimos escribiendo que “el grado de perfección de primera clase, o de segunda, o de tercera” no es cosa que le importe a san Josemaría. “Lo que quiere es hacer en todo la Voluntad del Señor, para que el Señor le lleve a ese nivel de perfección que desea para él: y así, dejándose llevar hasta esa altura -la que sea-, el Padre está contento, porque cumple con la Voluntad de Dios [5]”.
Dios “nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no en razón de nuestras obras, sino por su designio y por la gracia que nos fue concedida por medio de Cristo Jesús desde la eternidad” (2Tm 1, 9). La santidad es participación en la vida misma de Jesucristo. Al injertarnos en la vida del Hijo de Dios que se encarnó para nuestra salvación, no solo llegamos a una perfección moral, sino que, a la vez, participamos del mismo ser de Cristo. Es una realidad ontológica asombrosa que permite a Juan Pablo II afirmar: “Mediante la gracia recibida en el bautismo el hombre participa del eterno nacimiento del Hijo del Padre, puesto que se convierte en hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo [6]”.
2. ¿Qué es la santidad?
Benedicto XVI enseña que “la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya [7]”. Se puede, por lo tanto, considerar el vocablo “santidad” aplicándolo a la persona humana según tres perspectivas. Por su participación en la naturaleza divina, es santa desde su bautismo [8]; por su obrar recto, tiene una santidad de vida o vida moral santa; la santidad, finalmente, se puede ver como una meta, pues nadie es santo en esta tierra.
Cuando el Señor llamó a sus discípulos a la perfección, no lo hizo de modo vago o simbólico. No se pueden aguar sus palabras. Antes de decirles “Sed vosotros perfectos”, les enseñó el amor a los enemigos: “amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores” (Mt 5, 44-45). En estas palabras, encontramos muchas luces. Así, por ejemplo:
- la santidad pide cierta heroicidad en el cumplimiento de las virtudes: amar a los enemigos significa estar muy cerca de Dios, saber perdonar y desear redimir el mundo;
- la santidad es la plenitud de la caridad, que es la virtud más grande; san Pablo la llama “la plenitud de la Ley” (Rm 13, 10) y “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Por “vínculo”, san Pablo designa lo que une, como los ligamentos del cuerpo, el hilo de un collar, o una cadena: el amor es el vínculo divino que une a los creyentes y, como dice el Catecismo, “el ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad [9]”. San Josemaría explica así lo que significa la caridad: “Querer alcanzar la santidad -a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos- significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra [10]”. Exclamaba san Josemaría: “Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad cómo se aman (Tertuliano, Apologeticus, 39: PL 1, 471), repetían [11]”;
- “para que seáis hijos de vuestro Padre”, dice Jesucristo según el texto de Mateo que estamos comentando: perfección y filiación divina van juntas. En efecto, la santidad no es otra cosa que la plenitud de la filiación divina. Cuanto más creemos y amamos, tanto más somos hijos de Dios en Cristo;
La exigencia de una identificación con Cristo pide conocer su vida: “Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra -obras y dichos de Cristo- no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. -El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida [12]”;
- por esto, la santidad es inseparable de la cruz, que es precisamente cumplir la voluntad de Dios por amor, y conlleva un sufrimiento, sin que falte la alegría.
Por otra parte, Jesucristo ha enseñado el mandamiento del amor. San Juan escribe que “Nosotros amamos, porque Él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano” (1 Jn 4, 19-21). Por esto, la llamada universal a la santidad es también llamada al apostolado. El fundamento cristológico de esto es obvio: “No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa [13]”. Santidad y apostolado son dos caras de la misma moneda. “Señal evidente de que buscas la santidad es -¡déjame llamarlo así!- el "sano prejuicio psicológico" de pensar habitualmente en los demás, olvidándote de ti mismo, para acercarles a Dios [14]”. En efecto, enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “la caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino [15]”.
3. Don de Dios y lucha ascética
La santidad se construye en el tiempo mediante una lucha exigente. Lo manifiesta san Pablo con alegría a los filipenses, mediante la imagen del premio en las carreras en el estadio: “No es que ya lo haya conseguido, o que ya sea perfecto, sino que continúo esforzándome por ver si lo alcanzo, puesto que yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos, yo no pienso haberlo conseguido aún; pero, olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús” (Flm 3,1-2.14). San Josemaría insiste en la tenacidad en esa lucha, hasta el final: “La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo -que viene a inhabitar en nuestras almas-, mediante la gracia que se nos concede en los sacramentos, y con una lucha ascética constante. Hijo mío, no nos hagamos ilusiones: tú y yo -no me cansaré de repetirlo- tendremos que pelear siempre, siempre, hasta el final de nuestra vida. Así amaremos la paz, y daremos la paz, y recibiremos el premio eterno [16]”.
El Catecismo enseña que “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cfr. 2Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: ‘El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce’ (S. Gregorio de Nisa, hom. In Cant. 8) [17]”.
La santidad es, por lo tanto, la obra conjunta de la gracia y de la lucha personal, sabiendo que siempre la gracia precede, acompaña y sigue nuestros esfuerzos. Se entiende que san Josemaría haya incluido en las Preces del Opus Dei una oración que proviene de la liturgia latina; en efecto, la colecta de la Misa del Jueves después de Ceniza en el Misal de Pablo VI, y que es antigua (está también en el Misal de san Pío V, y en el Gregoriano), reza: “Actiones nostras, quæsumus Domine, aspirando præveni and adiuvando prosequere: ut cuncta nostra operatio a te semper incipiat, et per te cœpta finiatur”: “Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti como a su fin”.
La prioridad se ha de dar a la acción de Dios. Glosando las palabras “Opus Dei”, el cardenal Joseph Ratzinger subrayaba que Dios había actuado a través de san Josemaría. Reflexionando entonces sobre la santidad, afirmaba:
“En esta perspectiva se comprende mejor qué significa santidad y vocación universal a la santidad. Conociendo un poco la historia de los santos, sabiendo que en los procesos de canonización se busca la virtud “heroica” podemos tener, casi inevitablemente, un concepto equivocado de la santidad porque tendemos a pensar: “esto no es para mí”; “yo no me siento capaz de practicar virtudes heroicas”; “es un ideal demasiado alto para mí”. En ese caso la santidad estaría reservada para algunos “grandes” de quienes vemos sus imágenes en los altares y que son muy diferentes a nosotros, normales pecadores. Esa sería una idea totalmente equivocada de la santidad, una concepción errónea que ha sido corregida –y esto me parece un punto central- precisamente por Josemaría Escrivá.
Virtud heroica no quiere decir que el santo sea una especie de “gimnasta” de la santidad, que realiza unos ejercicios inasequibles para las personas normales. Quiere decir, por el contrario, que en la vida de un hombre se revela la presencia de Dios, y queda más patente todo lo que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo. Quizá, en el fondo, se trate de una cuestión terminológica, porque el adjetivo “heroico” ha sido con frecuencia mal interpretado. Virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara. Con otras palabras, ser santo no es otra cosa que hablar con Dios como un amigo habla con el amigo. Esto es la santidad.
Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas las debilidades humanas.
Verdaderamente todos somos capaces, todos estamos llamados a abrirnos a esa amistad con Dios, a no soltarnos de sus manos, a no cansarnos de volver y retornar al Señor hablando con Él como se habla con un amigo sabiendo, con certeza, que el Señor es el verdadero amigo de todos, también de todos los que no son capaces de hacer por sí mismos cosas grandes [18]”.
La santidad se alcanza con la ayuda de Dios “y con una lucha ascética constante [19]”, enseñó siempre san Josemaría. Habla de la “lucha interior [20]” para subrayar que es una lucha contra sí mismo: contra las tentaciones, contra el pecado; a la vez, es la lucha llena de confianza de un hijo de Dios. Por esto, siempre se debe luchar por amor: “Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas..., ¡pero notas que te falta algo! Lleva a tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad -la lucha para alcanzarla- es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por El, a los demás. Quizá descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega; y, como amas desordenadamente "tu santidad", eres envidioso. Te "sacrificas" en muchos detalles "personales": por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti [21]”.
Por lo tanto esta lucha es una lucha positiva para quedar muy cerca de Dios, y para crecer en virtudes, haciendo fructificar los talentos que nos ha dado. San Josemaría invitaba a poner al servicio de los demás las facultades que Dios nos ha concedido, a ayudarlos con todos nuestros talentos: con el genio, con las cualidades científicas, literarias, artísticas, deportivas. Decía que, con defectos que tendremos siempre, hemos de hacernos santos.
Dios puede hacernos santos y a la vez cuenta con el tiempo para todo, pues nos toca ejercer libremente nuestra responsabilidad: Dios quiere que le amemos con plena libertad. San Josemaría fue llamado por Juan Pablo II “el santo de lo ordinario” porque ha proclamado la llamada a la santidad en medio del mundo: para “Monsieur tout le monde”, podríamos decir empleando esta expresión francesa, u otra: “les gens de la rue”, la gente de la calle. Podríamos añadir que el fundador del Opus Dei invitó a descubrir el sentido vocacional de la existencia. Cada persona tiene una vocación, ha de recorrer un camino que Dios dibuja contando con su colaboración; cada uno construye su vocación, también cuando no es consciente de esta realidad y no ha tomado un compromiso formal en este sentido. Esa vocación es a la vez luz y fuerza para ir adelante. El que fue durante decenios secretario de Juan Pablo II cuenta de este papa: “Un día le oí murmurar a voz baja: Opus Dei – donum Dei, que, en polaco, se puede expresar con un juego de palabras: dany zadany, lo que significa que ‘los dones son al mismo tiempo tareas’ [22]”. En realidad, cualquier cosa que haga el bautizado se hace por Jesucristo nuestro Señor, como reza la liturgia.
Guillaume Derville, en collationes.org/
Notas:
[1] Este recuerdo de Mons. Pedro Rodríguez, es corroborado por Notas de una meditación, 8 de febrero de 1959, Archivo General de la Prelatura, biblioteca, P06, II p. 669.
[2]Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40; cfr. nn. 39 y 41; Const. Gaudium et spes, nn. 35, 38, 48 etc. Recordamos que LG es de 21 de noviembre de 1964.
[3]San Josemaría, Amigos de Dios, n. 7.
[4]San Josemaría, Apuntes Íntimos, nº 1692 (10 de octubre de 1932), citado por Pedro Rodríguez en Camino, Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 20043, comentario al punto 754, nota 7 p. 865.
[5]Álvaro del Portillo, en ibídem.
[6]Juan Pablo II, Homilía, Norcia, 23 de marzo de 1980.
[7]Benedicto XVI, Audiencia, 13 de abril de 2011.
[8]Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40.
[9]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1827.
[10]San Josemaría, Conversaciones, n. 62; cfr. ed. crítico-histórica preparada por José Luis Illanes y Alfredo Méndiz, Rialp, Madrid 2012.
[11]San Josemaría, Amigos de Dios, n. 225.
[12]San Josemaría, Forja, n. 754.
[13]San Josemaría, Es Cristo que pasa, 122.
[14]San Josemaría, Forja, n. 861.
[15]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1827.
[16]San Josemaría, Forja, n. 429.
[17]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2015.
[18]Joseph Ratzinger, Dejar obrar a Dios, artículo publicado en L'Osservatore Romano, con ocasión de la canonización de Josemaría Escrivá, 6 de octubre de 2002.
[19]San Josemaría, Forja, n. 429.
[20]Cfr. San Josemaría, Camino, cap. Lucha interior, nn. 707-733; Es Cristo que pasa, Homilía La lucha interior, nn. 73-82.
[21]San Josemaría, Surco, n. 739.
[22]Cardenal Stanislaw Dziwisz, Dono e compito, en Pontificia Università della Santa Croce. Dono e compito: 25 anni di attività, Silvana Editoriale, Milano 2010, 94.
Monseñor Fernando Ocáriz
En este artículo Monseñor Ocáriz, entonces vicario general del Opus Dei, desglosa en que términos se refiere en sus enseñanzas san Josemaría a la universalidad de la Iglesia.
Fernando Retamal F.
I. Los caminos a la santidad
La organicidad constitutiva del Pueblo de Dios, es la que proporciona el espacio adecuado al desarrollo concreto de la vocación a la santidad en cada uno de los fieles. "Los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto del anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres y así preparen el material del reino de los cielos" (Gaudium et Spes, 38).
Numerosos Padres, durante el debate en el aula conciliar acerca de este tema, solicitaron una explícita mención de los ministerios y situaciones más características en la vida de la Iglesia. Ello originó finalmente el actual Nº 41 de Lumen gentium.
a. El texto se refiere ante todo a los obispos, presbíteros y diáconos, así como a los candidatos que se preparan a las Ordenes sagradas (25): se compendia en esas breves líneas una permanente preocupación de la Iglesia, que en los años del post-Concilio ha conocido abundante floración de documentos e iniciativas.
La exhortación conciliar señala entre las fuentes de la espiritualidad del ministro sagrado, el ejemplo de Jesucristo, pastor bueno que da la vida por sus ovejas, la gracia del sacramento del Orden, las labores ministeriales alimentadas en la contemplación, la comunión jerárquica, especialmente con el propio Obispo. "Recuerden todos los pastores, que son ellos los que con su trato y trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano" (Gaudium et Spes, 43 & 5) (26).
Una particular consideración ha de requerir en nuestros días la espiritualidad de los diáconos permanentes, quienes han de compatibilizar su condición canónica y ministerial como clérigos, con situaciones de vida laical, profesional y conyugal, en las que normalmente viven.
>b. El Concilio se dirige enseguida a aquellos laicos llamados por el obispo para dedicarse completamente -ya sea de manera temporal o definitiva- a las obras e instituciones de la Iglesia, a menudo a través de una labor profesional especifica. A ellos se refieren también la constitución Gaudium et Spes, 88 & 2 y el decreto Apostolicam actuositatem, 22.
c. Entre las categorías de los fieles laicos, siguientes destinatarios de la exhortación conciliar, aparecen los esposos y padres cristianos, los que viven en estado de viudez o de celibato, los trabajadores, los enfermos, los pobres, los que sufren en cualquier forma y los perseguidos por causa de la justicia: todos ellos son nuevos caminos para las bienaventuranzas evangélicas.
Puede llamar la atención a primera vista el hecho de que no se aluda explícitamente a los laicos en su peculiaridad, cual es la índole secular (cf. Lumen gentium, 31). Sin embargo, el párrafo final del Nº 41 nos muestra que son ellos los destinatarios de cuanto se ha expuesto: a ellos corresponde hacer manifiesta a todos, "incluso en su dedicación a las tareas temporales", la caridad con que Dios amó al mundo (cf. también: Gaudium et Spes, 43 & 4).
La caridad -cuya plenitud constituye la santidad- "no hayque buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino ante todo en la vida ordinaria" (Gaudium et Spes, 38). Es este un camino común en clérigos y laicos, para toda clase de espiritualidades cristianas; con todo, esta exigencia aparece con mayor fuerza en la vocación de los laicos seculares cuya misión -y consiguiente espiritualidad- consiste en impulsar, desde dentro de las realidades temporales, la transformación y consagra ción del mundo a Dios (Lumen gentium, 31, 34; Apostolicam actuositatem, especialmente 2 y 4).
El Concilio no ahorra expresiones de categórica condenación a una falaz dicotomía entre santidad y vida ordinaria, de particular gravedad en el caso de los laicos seculares, pues atenta contra la identidad misma de su vocación cristiana: "El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos, debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época (... ). No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa, por otra. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta sobre todo a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación" (Gaudium et Spes, 43 & 1). Entre los elementos de la espiritualidad de los laicos seculares se han de situar, por lo tanto, su competencia profesional, ejercida con sentido cristiano, y el recto juicio de su conciencia debidamente ilustrada (cf. Apostolicam actuositatem, 5).
Las circunstancias concretas en que se desenvuelve su quehacer cotidiano están menos estructuradas y definidas que en el caso de los clérigos y en el de la vida consagrada, por lo mismo el itinerario de santificación de los laicos seculares asume peculiar complejidad: ello implica una constante búsqueda en la fe acerca de los llamados de Dios y una ajustada ponderación de lo que el Concilio ha llamado "los signos de los tiempos", a los cuales la literatura postconciliar ha dado tanto relieve. Esta urgencia ha de llevar al laico a alimentarse en las fuentes auténticas de la vida cristiana: "Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien vi vimos, nos movemos y existimos (Hch 17, 28); buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre" (Apostolicam actuositatem, 4 & 3) (27).
Por su parte los presbíteros han de escuchar a los laicos con disponibilidad y ponderar fraternalmente sus deseos, reconociendo la experiencia y competencia que tengan en los diversos campos de la actividad humana, a fin de descubrir junto con ellos los signos de los tiempos (28). Por lo demás, esta misma actitud forma parte de la vocación del presbítero: " ... a la luz de la fe, nutrida por la lección divina, pueden inquirir cuidadosamente los signos de la voluntad de Dios y las mociones de la gracia en los varios acontecimientos de la vida ... " (Presbyterorum ordinis, 18 & 2).
En verdad, en esta búsqueda, tanto de laicos como de clérigos, se cumple el deber de la Iglesia de "escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda r.esponder a los perennes interrogantes de la humanidad" (Gaudium et Spes, 4 & 1). La fe nos indica que el Espíritu de Dios llena el universo y conduce el itinerario del Pueblo de Dios: los acontecimientos, exigencias y deseos que los cristianos comparten con los demás hombres, se hacen lenguaje elocuente a los ojos del que cree: "La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre" (Gaudium et Spes, 11).
En una época en que la promoción de la mujer constituye un efectivo signo (Ene. Pacem in terris) y suscita actuaciones de diversa índole, también en el seno de la Iglesia no es superfluo añadir que todo cuanto el Vaticano II señala como vocación del fiel cristiano, y específicamente del laico secular, ha de aplicarse tanto a varones como a mujeres, pues todos son uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3, 28; Lumen gentium, 32 & 2) (29).
Esta doctrina que hoy nos parece tan evidente y perentoria se fue gestando trabajosamente en los últimos tiempos. Entre sus inspiradores remotos hay que mencionar a San Francisco de Sales, con su "Iniciación a la vida devota", a quien se refiere la encíclica Rerum omnium, de Pío XI (26 de enero de 1923), mencionada en la nota 4 del capítulo V de Lumen gentium. Un incentivo poderoso a la espiritualidad de los laicos imprimió el movimiento de la Acción Católica, a partir de la confrontación que debían asumir cotidianamente sus militantes, entre el espíritu del Evangelio y las situaciones de la vida ordinaria.
Es grato recordar asimismo -entre lasdiversas iniciativas suscitadas por la Providencia- la figura de monseñor Josemaría Escrívá de Balaguer, quien, al hacer del trabajo profesional una "Obra de Dios" para miles de laicos, ha contribuido poderosamente a preparar tiempos nuevos para la Iglesia (30).
En el período postconciliar esta conciencia se ha explicitado en múltiples formas de doctrina y de práctica, especialmente en movimientos y asociaciones que surgen en todas partes. Ellos han de ser "verdaderas escuelas de sensibilización y educación en el sacerdocio común de los fie les, fundado en la vocación bautismal y en la realización de la misma. Así, los laicos, conscientes de su propia responsabilidad, serán más numerosos para llegar a su plena madurez cristiana y eclesial" (31). "Entre estas asociaciones, señala el Concilio, hay que considerar en primer lugar las que favorecen y alientan la unidad más intima entre la vida práctica y la f.e de sus miembros" (Apostolicam actuositatem, 19 & 1).
Aquí se compendia también la insustituible misión de los pastores de la Iglesia. El sacerdote es el educador en la fe y ha de procurar por si mismo o por otros que cada uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo, a cultivar su propia vocación de conformidad con el Evangelio, a una caridad sincera y activa y a la libertad con que Cristo nos liberó. Las asociaciones, la vida litúrgica y toda la estructura eclesiástica han de ordenarse a este proceso hacia la madurez cristiana de los fieles, muchos de los cuales son atraídos hacia un más alto grado de vida espiritual ( cf. Presbyterorum ordinis, 6 y 9) (32).
II. LOS CONCEPTOS EVANGELICOS
El Nº 42, con el que termina el capitulo V de Lumen gentium, se aboca a los diversos medios de santificación: la Palabra de Dios, los sacramentos y la Liturgia en general, la oración, la abnegación de si mismo, el servicio de los hermanos y el ejercicio de las demás virtudes. "La caridad (... ) rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahi que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo".
Entre dichos medios se sitúan los consejos evangélicos cuyo origen, considerados en sí mismos, proviene de Jesús, el Señor "non praecipiente, sed consulente" (Suárez). Su profesión de manera institucionalizada es camino solamente para los que son llamados a ella, si bien las virtudes que fluyen de tales consejos son patrimonio de todos los fieles, y de alli se derivan aplicaciones universales para el uso de los asuntos y de los bienes temporales, con sobriedad, libertad y desprendimiento de corazón, con respeto por la naturaleza y fin de cada criatura.
El tema de la vida consagrada ocupó largamente la preparación de estos textos y originó finalmente el capitulo VI de Lumen gentium.
Se ha evitado la terminología de los "estados de perfección" (acqui rendae = los religiosos; acquisitae el episcopado) , en boga en los tratadistas anteriores al Vaticano II; se buscó, pues, no inducir al comprensible error de situar en una perfección o santidad "de segundo orden" a quienes no forman parte de dichos "estados" (33).
Al aprobar las diversas formas institucionalizadas de profesión de los consejos evangélicos, la Iglesia reconoce en ellos la autenticidad de un carisma del Espíritu Santo; por eso, ella protege y favorece la índole propia de los diversos institutos. Su testimonio de renuncia al dinamismo de los asuntos seculares manifiesta a la faz de todos la dimensión escatológica del Reino, "que no es de este mundo" (Jn 18, 36), tanto más necesaria cuanto es urgente la inserción de los laicos seculares en el dina mismo de las realidades terrenas, a modo de fermento evangélico.
Los consejos evangélicos, asumidos establemente con un vinculo ju rídico y en una forma aprobada por la Iglesia, tienden a planificar la consagración obrada ya por el bautismo y a asemejar al fiel cristiano que se adentra por este camino a la ofrenda sacrificial de Cristo al Padre, por la salvación de todos los hombres. "Tal estado, aun cuando no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad" (Lumen gentium, 44 & 4).
>III. CONCLUSION
En esta vocación de cada uno y de la Iglesia entera hacia la santidad, aparece la dimensión más exacta del misterio de la salvación en su estadio terreno y la más alta meta a la que puede aspirar el corazón del hombre:
"No es intolerable, anacrónico ni imposible el destino que la vida cristiana abre ante nuestros ojos: el de la perfección. Siempre anhelada, jamás satisfecha de sí misma aquí en la tierra; preocupada siempre de corregirse y, por lo mismo, siempre humilde, sostenida por la oración y la esperanza, siempre pronta a corresponder al llamado y a la ayuda de la gracia, siempre dichosa desde ahora en medio de las dolorosas circunstancias de nuestra presente condición.
Y la Iglesia con su doctrina -que es la de Cristo; con sus sacramentos- que son los del Espíritu, que es Santo y Santificador; con su autoridad pastoral -que es la de la unidad y de la caridad nos asiste y guía, y en cada paso de nuestro cansado caminar nos señala el verdadero rumbo, el de Cristo, Camino, Verdad y Vida" (Paulo VI) (34).
Fernando Retamal F., repositorio.uc.cl/
Notas:
(*) Comunicación presentada al VIU Simposio Internacional de Teología, Universidad de Navarra (Pamplona, 22-24 abril de 1987), sobre el tema: "La misión del laico en la Iglesia y en el mundo".
(25) Al referirse a los seminaristas que se preparan al ministerio sagrado (después de aludir a los diáconos), el texto los llama clérigos, de acuerdo con la antigua termino logía canónica, actualmente en desuso.
(26) El Concilio dedicó mayor espacio a la espiritualidad sacerdotal, en el decreto Presbyterorum ordinis, especialmente en los nos. 12-21. Entre las múltiples iniciativas sus citadas en el período postconciliar a c¡ue nos hemos referido en el texto, no podemos silenciar las Epístolas que el Papa Juan Pablo II dirige a los presbíteros del mundo entero, cada año con ocasión de Jueves Santo.
(27) En la citada alocución al Pontificio Consejo de los Laicos, Juan Pablo II ha reiterado la importancia del magisterio del Vaticano II, para afianzar este elemento de santificación: "Es importante nutrirnos con las enseñanzas del Concilio, para poder descubrir la presencia de Cristo en el corazón de todos los hombres, en las expectativas de sus culturas, en lo más profundo de las necesidades v de las esperanzas de los pueblos" ( l.c., nota 24, col. 2). ·
(28) Cf. Presbyterorum ordinis, 9 & 2; Lumen gentium, 37. El Código ele Derecho Ca nónico ve en esta actitud de los pastores un verdadero derecho de los fieles: cf. c. 212 & l.
(29) En la búsqueda de adecuados cauces de inserción y de apostolado para la mujer en la vida de la Iglesia, son sugerentes las palabras de Paulo VI: "La evangelizadora sabe que para la mujer, como para todo ser humano, la santidad constituye la promoción más fecunda" S.C. para la Evangelización de los Pueblos ( Comisión Pastoral). Documento: "La función evangelizadora. El papel de la mujer en la evangelización" (19-noviembre-1975: Enchiridion Vaticanum, 5, n9 1574).
(30) "Buscar a Dios en el trabajo de cada día", era el título de una simpática y profunda reflexión acerca de la espiritualidad ele Monseñor Escrivá de Balaguer, publicada por el cardenal Albino Luciani, un mes antes de ser elegido Papa Juan Pablo I ( JI Gazzetino, Venezia , 25 luglio 1978).
(31) Carta de la Secretar ía de Estado de Su Santidad a las 26 Asamblea General de la Conferencia de las Organizaciones Católicas Internacionales: Barcelona, 7-12-noviembre-1985 ( L'Osservatore Romano, edición semanal en castellano, del 2-marzo- 1986, p. 9 (ll 7) . Allí mismo encontramos esta significativa exhortación: "Estad seguros de que vida espiritual y compromiso social, enraizamiento en la comunión de la Iglesia y presencia en el mundo, no son realidades opuestas, sino complemen tarias e indisociables, que hay que vivir en su totalidad, como una doble exigencia de la vida cristiana ; sin reducir o excluir una en detrimento de la otra ( ... ). Vuestras estructuras, programas, métodos, deben ser como canales que permitan acoger mejor y promover vigorosas corrientes de santidad. Vuestras asociaciones deben ayudar a cada uno de sus miembros a vivir ele modo radical en cristiano ( . . . ). Los tiempos fuertes de renovación de la Iglesia Católica y de contribución de los cristianos a la cultura de los pueblos ¿no han sido aquellos que han visto surgir grandes corrientes y auténticos testimonios de santidad?".
(32) Entre los múltip les llamados del Papa Juan Pablo 11, su mención a las estructuras parro<1uiales les confiere nueva proyección: "La Parroquia es una comunidad cuya finalidad principal es hacer de esa común llamada a la santidad, que nos llega de Jesucristo, el camino de cada uno y de todos, el camino de toda nuestra vida y, a la vez, de cada día" ( A la parroquia San José "al Trionfale": Roma, 18 de enero de 1981 ( L' Osservatore Romano, edición semanal en castellano, del 25-enero-1981, pp. 2. y 12 (38 y 48 ).
(33) Más allá de su tenor doctrinal, el texto de la Constitución en este punto y su explanación ulterior en el decreto Perfectae caritatis se resienten de cierta imprecisión estructural y terminología, que sólo vendría a clarificarse con la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico.
(34) Audiencia general del 14 de julio de 1971 (La Documentation Catholique, año 1971, p. 704).
Fernando Retamal F.
La vocación universal a la santidad de vida, enseñada por el Concilio Vaticano II, constituye la síntesis, sencilla y a la vez sublime, de todo su magisterio pastoral, conclusión teórica y principio práctico de la Buena Nueva evangélica aplicada a la vida (1).
Tal llamado fluye de la universal voluntad salvadora de Dios (cf. 1Tm 2, 4-6). "Todos los hombres -nos dice el Concilio- están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia el cual caminamos" (Lumen gentium, 3). La Iglesia, nacida del Misterio pascual, es realización en el tiempo del designio salvlfico de Dios. Asi pues, quienes se incorporan a ella por el baustimo, están llamados a hacer realidad y plenitud su vocación cristificante: "Todos los fieles cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre" (Lumen gentium, 11 & 3) (2).
En esta enseñanza advertimos el "nova et vetera" del Evangelio (cf. Mt 13, 52), por la reiteración de una doctrina tradicional en nuevos contextos y más amplias proyecciones.
Nuestra reflexión, como señala su mismo titulo, se refiere básica mente a lo enseñado por el último Concilio; éste, sin embargo, como floración primaveral, será considerado también en algunas expresiones del magisterio más reciente, que encauzan su germinación "en el campo del padre de familias".
I. LA SANTIDAD
Como es bien sabido, el llamado universal a la santidad encuentra su lugar central en la constitución Lumen gentium, capítulo V (Nos. 39-42), aun cuando emerge también a través de otros momentos del magisterio conciliar, como una vertebración que le da consistencia y sin la cual no es posible su cabal comprensión (3).
En los textos del Vaticano II no hallamos una explícita definición de "santidad", si bien se dan los elementos que configuran su completa descripción.
Las notas 2 y 4 del texto finalmente promulgado (provenientes de los anteriores Esquemas preparatorios) señalan importantes puntos de refe rencia al ser compulsados en sus fuentes. Su contenido fue ampliamente utilizado en la exposición conciliar (4).
En los años siguientes, Paulo VI abordó el tema en la audiencia general del 14 de junio de 1972 (5), señalando -sobre la base de S.Th. II-II, 81,8- que, si bien religión y santidad son dos nociones distintas, no pueden concebirse sino de manera coincidente (6). Esto lleva al Papa a concluir diciendo: "para un cristiano que quiera ser auténtico, la secularización como programa de vida es una conclusión incompleta, por no decir inaceptable" (7).
Juan Pablo 11, a su vez, retornó al tema desde la fecunda perspectiva de su magisterio, en las audiencias generales del 11 y del 18 de diciembre de 1985 (8).
La santidad de Dios nos aparece en la dimensión de separación de todo mal moral (exclusión radical del pecado) y en la de bondad absoluta: Dios, infinita bondad en Si, lo es también para las criaturas, en la medida de la capacidad óntica de éstas ("bonum diffusivum sui"). El llamado de Jesús: "Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48), se refiere a la perfección de Dios en sentido moral, a su santidad (exclusión del pecado y absoluta afirmación del bien moral), y expresa lo que ya enunciaba Lv 19, 2 ("Sed santos, porque santo soy Yo, el Señor, vuestro Dios"), reiterado en 1P 1, 15. La criatura, pues, ha de conformar su voluntad con la ley moral.
En el Antiguo Testamento, tanto antes del pecado original (Gn 2, 16) como después (Ex 20, 1-20), Dios se revela como fuente de esta Ley moral, como la Santidad misma. En el Nuevo Testamento, Jesús revela de manera gradual, pero con toda claridad, una nueva fase de la santidad divina: Dios es Santo, porque es Amor: separación absoluta del mal moral; identificado de manera esencial, absoluta y trascendental, con el bien moral en su fuente, que es El mismo.
De esta eterna voluntad del Bien, brota la infinita bondad de Dios para sus criaturas, especialmente el hombre: la Providencia, por la cual continúa y sostiene la obra de la creación; la redención y la justificación, por la cual Dios mismo ofrece su propia justicia en el misterio de la cruz de Cristo y muestra sus entrañas de Padre en las parábolas de la misericordia, especialmente en la del hijo pródigo (Lc 15,11-32) (9).
Cuanto llevamos expuesto nos introduce de manera directa en la enseñanza del Concilio:
Dios mismo, Amor, es origen e iniciador de la santidad a la que nos llama, por la fuerza de su Espíritu, comunicado a los redimidos en virtud en la Pascua de Jesucristo.
La presencia vivificante del Espíritu de Dios hace posible que el amor divino asuma al amor humano (Rm 5, 5) y lo haga vivencia de caridad: ella es el don primero e imprescindible, vinculo de perfección y plenitud de la ley, "rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De aquí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo" (...). "A ejemplo suyo, el supremo testimonio de amor, al cual son llamados algunos, especialmente ante los perseguidores, es el martirio" (Lumen gentium 42 && 1-2). "Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad (ibid. 40 && 1-2).
Con estas expresiones, subrayadas por nosotros, el Concilio quiso enseñar "categóricamente" que la meta abierta a todos no es una santidad meramente genérica, sino, incluso, la heroicidad en el seguimiento de Cristo. Esta aclaración había sido solicitada por numerosos Padres durante el debate en el aula conciliar, temerosos que se presentara un modelo de santidad "de segunda clase" como patrimonio común de los bautizados (10).
II. Dimensiones de la santidad cristiana
En la consideración de la santidad, expuesta por el Concilio, nos es dado advertir una doble dimensión: cristocéntrica y eclesial. Al interior de esta última, nos aparece, además, su connotación escatológica.
A. La santidad es cristocéntrica
Con diferentes expresiones, los N° 5·39 a 42, que constituyen el capitulo V de Lumen gentium, ahondan en el carácter eminentemente cristo céntrico de la santidad. Jesucristo, con el Padre y el Espíritu Santo "es proclamado el único Santo" (Nº 39), "maestro y modelo de toda perfección, iniciador y consumador de la santidad de vida". La regeneración bautismal, que hace al hombre verdadero hijo de Dios, partícipe de la naturaleza divina "y por lo mismo realmente santo", es iniciativa divina y no mérito humano. Los bautizados son "seguidores de Cristo" y con la ayuda de Dios "han de conservar y perfeccionar la santidad recibida" (Nº 40) . Los cristianos, pues, son los "de antes conocidos por Dios y destinados a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29); por consiguiente "Quien dice que permanece en El, debe andar como El anduvo" 1Jn 2, 6), es decir "guiados por el Espíritu de Dios y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de ser hechos participes de su gloria ... cada uno según los dones y funciones que le son propios" (Nº 41). Si bien el testimonio supremo de amor, que es el martirio, es un don concedido a pocos, todos, sin embargo, deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirlo por el camino de la cruz: los diversos medios de santificación, incluida la práctica de los consejos evangélicos, no tienen otra finalidad que reproducir en cada uno la imagen del Hijo (cf. Nº 42). Jesucristo es, pues, no sólo la causa ejemplar y eficiente de santidad para todos los fieles, sino ante todo causa formal de ella: es el sentido de las expresiones paulinas "revestirse de Jesucristo" (Ga 3, 27), "ser en Cristo Jesús" (1Co 1, 4.30; 2Co 5, 17, etc.) (11). Las últimas líneas del Nº 40 reiteran a todos los fieles el carácter cristocéntrico de la vocación a la santidad: en cuanto a su entidad misma ("siguiendo sus (de Cristo) huellas y hechos conformes a su imagen"); en cuanto a su actuar ("obedeciendo en todo a la voluntad del Padre"); en cuanto a su motivación más profunda ("se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo").
B. Dimensión eclesial de la santidad
En consonancia con los comienzos de la constitución Lumen gentium, el Nº 39 se inicia aludiendo a la "Ecclesia de Trinitate et ad Trinitatem": Cristo, el Hijo de Dios (quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado el único Santo), amó a la Iglesia como a su Esposa, entregándose a Sí mismo por ella para hacerla santa (...) y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios".
La Iglesia es, pues, la concreción en el tiempo del designio salvador, por el cual Dios ha concebido una humanidad que pueda llamarlo "Padre", porque vive de Cristo, de su Palabra y de su Espíritu.
La eclesiología del Vaticano II es básicamente la de una comunión.
· La imagen bíblica de la Iglesia, Cuerpo visible de Cristo glorificado, pone de manifiesto la comunión de vida que se da entre El, Cabeza, y los miembros. La diversidad de funciones y carismas expresa la riqueza de los dones del Espíritu, el cual produce y urge la caridad, unificando el Cuerpo por si y con su virtud y con la conexión interna de sus miembros. "Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el extremo de que Cristo quede formado en ellos" (Lumen gentium, 7).
· La imagen del Pueblo de Dios, redescubierta por el Vaticano II como fundamental constitutivo eclesiológico, expresa la dimensión comunitaria y a la vez eminentemente personal de la nueva vida en Cristo. Las características ("la condición de este Pueblo") corresponden tanto al conjunto del Pueblo de Dios como a cada uno de sus integrantes: la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Su ley es el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó ... y su fin, la dilatación del reino de Dios. Cristo lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad y como Iglesia fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad de salvación (cf. Lumen gentium, 9). En ella se hallan los medios instituidos por Cristo para aumentar y fortalecer la nueva vida: dichos medios, palabras, sacramentos son patrimonio de la Iglesia, comunión salvadora en Cristo. Si bien algunos fieles, por el Orden Sagrado quedan constituidos como ministros, es todo el Pueblo de Dios, "jerarquía y laicado", quien participa y es destinatario de la regeneración en Cristo y de los medios que la distribuyen. Se da además la acción directa del Espíritu, gracias actuales y carismas distribuidos "a cada uno según su beneplácito" (1Co 12, 11): a los pastores corresponde discernir y no absorber, encauzar y no extinguir los dones verdaderos otorgados para común edificación (cf. Lumen gentium, 12; Apostolicam actuositatem, 3 & 4).
"Creemos que la Iglesia es indefectiblemente santa" (Lumen gentium, 39) y "Madre de Santos" (12): en ella, por notable analogía con el Verbo encarnado, se conjugan la realidad divina, trascendente y la humana, histórica: "... encierra en su propio seno a pecadores y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación , avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (Lumen gentium, 8 & 3).
El fiel cristiano, llamado a la sa ntida d, es el campo donde se va realizando concretamente la misión de la Iglesia de manera progresiva y donde hace su aparición la realidad del pecado: es menester no eludir esta verdad ni escandalizarse , sino hacer de ella un motivo de permanente conversión hacia Aquel que "no conociendo el pecado, vino únicamente a expiar los pecados del pueblo" (Lumen gentium, 8 & 3) (13).
El conjunto de este Pueblo, pues, y cada uno de sus integrantes participa en la misión de Cristo, "reino y sacerdotes para Dios su Padre" (Ap 1, 6; Ap 5, 9-10). "El Señor Jesús, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10, 36), hace partícipe a todo su Cuerpo místico de la unción del Espíritu con que fue El ungido, pues en él todos los fieles son hechos sacerdocio santo y regio, ofrecen sacrificios espirituales a Dios por Jesucristo y pregonan las maravillas de Aquel que de las tinieblas los ha llamado a su luz admirable. No se da, por tanto, miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo, sino que cada uno debe santificar a Jesús en su corazón y dar testimonio de Jesús con espíritu de profecía" (Presbyterorum ordinis, 2 & 1).
Los Nos 10-12 de Lumen gentium se explayan acerca de la participación bautismal de todo fiel cristiano en la misión de Cristo, en la cual el Concilio ha desarrollado una triple dimensión, sacerdotal, profética y real (14). Al interior de esta realidad bautismal emerge el llamado universal a la santidad, como floración del germen que la regeneración en Cristo ha obrado en el fiel cristiano. Esto fue el motivo que indujo a incluir al final del Nº 11 el texto que hemos recordado al comenzar nuestra reflexión.
La respuesta a dicha vocación, por la identificación que se va realizando con la imagen del Hijo, adquiere también una dimensión evangelizadora y unificadora: "... viviendo conforme a la vocación con que han sido llamados, ejerciten las funciones que Dios les ha confiado, sacerdotal, profética y real. De esta forma, la comunidad cristiana se hace exponente de la presencia de Dios en el mundo..." (Ad gentes, 15 & 2). Esta vida en caridad que supone la santidad cristiana ayuda a comprobar con gozo la obra del Espíritu fuera de los limites institucionales de la Iglesia Católica: en los hermanos separados: "los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran entre nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de sangre. Dios es siempre maravilloso y digno de admiración en sus obras". (Unttatis redintegratio, 4 & 8; cf. 4 & 9; Lumen gentium, 8 & 2; 15. Esta caridad asume el dolor de las divisiones entre los cristianos y, en proceso de continua y humilde conversión, se hace camino para restaurar un dia la plena comunión (cf. Unitatis redintegratio, 6-9).
También este amor de Dios revela que la gracia obra de manera invisible en el corazón de todo hombre de buena voluntad (cf. Hch 10, 34-35): Cristo murió por todos y la revocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien al misterio pascual" (Gaudium et Spes, 22 & 5; cf. Lumen gentium, 16; Ad gentes, 11-12; Nostra Aetate, 2 & 2; passim). La vida de santificación cristiana, al hacerse progresivamente testimonio de la presencia de Cristo, asume también una proyección evangelizadora (15). La Iglesia crece o sufre detrimento en la medida de la autenticidad de los cristianos con respecto a su vocación bautismal: "Es tan estrecha la trabazón de los miembros de este Cuerpo (cf. Ef 4, 16), que el miembro que no contribuye según su propia capacidad al aumento del cuerpo, debe reputarse como inútil para la Iglesia y para si mismo" (Apostolicam actuositatem, 2 & 1).
Al interior de esta dimensión eclesial de la santidad, advertimos su connotación escatológica, que fluye de la naturaleza misma de la Iglesia. A ella se refiere de modo especial el Nº 48 de Lumen gentium. El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor consumará su perfección (cf. Gaudium et Spes, 39). "La plenitud de los tiempos ha llegado y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta". La misma caridad para con Dios y el prójimo constituye el vinculo que une a cuantos son de Cristo por poseer su Espíritu. Los que peregrinamos en esta tierra dirigimos la mirada a quienes, hombres como nosotros, fueron fiel imagen de Cristo: su vida nos impulsa a buscar con mayor empeño la ciudad futura y a seguir el camino más seguro en medio de las vicisitudes de la vida presente. En ellos, Dios mismo manifiesta su presencia y su rostro y nos ofrece un signo de su reino (cf. Lumen gentium 50). Entre todos los bienaventurados brilla con especial fulgor la Virgen María, en quien la Iglesia entera admira la imagen de lo que ella misma anhela un día llegar a ser. Glorificada en cuerpo y en alma, la Madre de Dios precede al Pueblo cristiano que peregrina e intercede por sus combates. Ella es signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor (Lumen gentium, 68; Sacrosanctum concilium, 103). La Stma. Virgen Maria, por su excepcional unión con Jesucristo, constituirá siempre el modelo más acabado de toda santidad y la clave para comprender el misterio de la Iglesia (16).
Esta connotación escatológica aparece también integrando los caminos a la santidad, según las diferentes funciones y circunstancias concretas de la vida de los fieles (17) .
III. Santidad una y múltiple
La vocación a la santidad, puesto que surge de la regeneración bautismal, forma parte de la condición misma de todo fiel cristiano.
Ha sido uno de los méritos de la eclesiología del Vaticano II el señalar los elementos ontológico-sobrenaturales que son comunes a todos los fieles, como base para una ulterior consideración de la organicidad y jerarquía de funciones en el Pueblo de Dios.
La participación en la misión de Cristo -en su dimensión sacerdotal, profética y real- tiene lugar, pues, en virtud de los sacramentos de la iniciación cristiana, en todo fiel: incorporado a Jesucristo, el "Santo de Dios" (cf. Lc 1, 35; Jn 10, 36), queda consagrado a Dios y ello confiere todo su sentido al sacerdocio común de los bautizados. Dicha participación difiere de manera esencial con aquella otra que se da, también en la misión de Cristo, en virtud del sacramento del Orden, mediante el cual quien lo recibe queda unido a Jesucristo-Cabeza de su Iglesia, origen de nueva vida, y por tanto se hace presencia de la capitalidad de Cristo, ministro de los sacramentos, maestro de la Palabra, pastor del Pueblo de Dios.
La vocación a la santidad, por consiguiente, radica en el "esse christianum", común a todos los bautizados, y se ha de actualizar en el "agere christianum", es decir, en la organicidad de las diferentes funciones y circunstancias en que cada uno está concretamente insertado en la vida de la Iglesia (18). Tal variedad así concebida no implica ninguna imperfección, pues tiene carácter constitutivo del Pueblo de Dios, el cual asume la forma de sociedad humana, orgánica, en su peregrinar terreno. Aun cuando se dan oficios y vocaciones objetivamente superiores a otros, no ha de establecerse comparación alguna entre las personas singulares en cuanto a su personal itinerario hacia la santidad.
Con todo, es cierto que hay condiciones humanas que dificultan enormemente la vida cristiana, y ésta es la situación de la mayor parte de la humanidad contemporánea, sumida en el subdesarrollo económico: es labor de la Iglesia y de sus hijos impulsar el mejoramiento de tales situaciones de vida y de trabajo que sean dignas del hombre y hagan posible en cada uno el logro de la vocación a la cual son llamados.
La santidad, pues, es una en su substancia y múltiple en sus expresiones y en los caminos para alcanzarla, según las legítimas funciones y auténticos carismas que se dan en la Iglesia. Es éste el sentido de la "una sanctitas", que encontramos en los textos conciliares.
La enseñanza del Concilio, al ser suficientemente asimilada por los fieles, habrá de desvirtuar la idea de la santidad como manifestación de una perfección moral y religiosa excepcional e inaccesible al común de los fieles cristianos y no un camino normal ofrecido a todos y exigible a todos, en nombre de la fidelidad a su bautismo. Paulo VI lamentaba en cierta ocasión: "se ha hecho de la hagiografía, el prototipo de la santidad" (19).
Como corolario de lo que exponemos, llegamos a la explícita y formal enseñanza: "Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones (...) , todos los que son guiados por el Espíritu de Dios y (...) siguen a Cristo (...) . Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios" (Lumen gentium, 41 & 1; Apostolicam actuositatem, 3 & 2; 4 & 2, etc. (20).
IV. Santidad y humanismo
El camino a la santidad asume las características de la ley de la Encarnación, que son las de la Iglesia, excluyendo cualquier falso dualismo: la gratuidad del llamado y del don de Dios; la respuesta personal, libre e insustituible, sustentada con la ayuda divina.
Esta conjunción de la obra de Dios y de la colaboración humana ha sido reiteradamente expuesta, para repeler tanto alguna larvada reminiscencia pelagiana como un nuevo tipo de quietismo (21). A diferencia de la diversidad de funciones, ministerios y carismas otorgados "en la medida del don de Cristo" (Ef 4, 7), que es constitutiva de la Iglesia, la respuesta de cada uno conlleva la posibilidad de imperfección y de pecado y significa, en definitiva, el único elemento diferenciador en la comunión de la caridad.
Cualquiera sea la historia de dicha respuesta personal, el fundamento ontológico de la santidad está presente (la permanencia del carácter bautismal señala precisamente la gratuidad e irreversibilidad de la Nueva Alianza, obrada por Jesucristo en su sangre) y puede revivir expandiendo su virtualidad. La alusión al pecado personal confiere al diálogo de la salvación su dramatismo y su esperanza: "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20).
La elevación del orden creado es patrimonio de la doctrina católica que, como sabemos, encontró en el Concilio de Trento su acabada expresión dogmática frente a las impugnaciones de los reformadores protestantes. El hombre es capaz de obrar meritoriamente para su justificación, colaborando a la gracia divina. Si bien no es causa eficiente de santidad, si es causa dispositiva y meritoria.
"Si se habla de perfección en si misma, la sicologia humana no la rechaza, sino que experimenta hacia ella un atractivo especial. El ideal del superhombre dormita en el corazón del hombre que crece" (Paulo VI) (22).
El hombre, en cuanto unidad originaria-persona, conserva y enri quece su individualidad en el orden de la gracia: sus facultades humanas son progresivamente purificadas de las tareas con que el pecado las ata y estimuladas a desplegarse en plenitud de culto a Dios y servicio del prójimo: "El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre" (Gaudium et Spes. 41 & 1). (23). En este camino ascensional el hombre eleva consigo al orden temporal, creando a su alrededor una progresiva liberación de las ataduras del pecado en su dimensión social. Es interesante anotar que la Comisión redactora de Lumen gentium acordó -motu proprio- añadir un breve enunciado que compendia bien tal pensamiento: "... esta santidad suscita un nivel de vida más humano, incluso en la sociedad terrena" (Lumen gentium, 40 & 2) (24).
La enunciación de estos temas evocará, sin duda, aquella bella sintonía entre la Iglesia y la ciudad de los hombres "perceptible sólo por la fe", que nos ha entregado Gaudium et Spes (N° 5, 40-45), y que tantos ejemplos ha encarnado en la vida de los Santos.
Fernando Retamal F., repositorio.uc.cl/
Notas:
(*) Comunicación presentada al VIU Simposio Internacional de Teología, Universidad de Navarra (Pamplona, 22-24 abril de 1987), sobre el tema: "La misión del laico en la Iglesia y en el mundo".
(1) "Este llamado a la santidad aparece como objetivo peou1iarísimo del magisterio del Concilio y como su finalidad última" (Paulo VI: M.P. "Sanctitas clarior" -Prólogo (19-marzo-1969): A.A.S., 61 (Hl69), 149--150).
(2) Esta enseñanza es reiterada en diversos lugares de la misma Lumen gentíum: "Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios" ( n9 32 & 3); "... to dos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad" ( nQ 39); "... todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" ( nQ 40); "Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado" ( Nos. 42 & 5).
(3) Para el estudio del "iter" de dicho capítulo V de Lumen gentium, a través de los diversos Esquemas y debates, puede verse nuestro libro: "La igualdad fundamental de los fieles en la Iglesia según la constitución dogmática Lumen gentium", Anales de la Facultad de Teología ( vol. XXX, 1979), Santiago de Chile, 1980, pp. 294-331.
(4) La nota correspondiente en los Esquemas preparatorios expresaba: "Perfectus est ille, cui nihil in ordine morali deest; cuius plenitudinis Deus ipse est exemplar Cf. Iac. 1,4: "ut sitis perlecti et integri, in nullo deficientes"; ib. 3,2. -Aparecían ense guida las referencias a Didaché, 1,4 et 6,2: Funk, Patres Apostolici, p. 4 et 16 y S. Ignatius M., Ad Eph, 15,2: Funk, p. 224 ( ambas referencias fueron omitidas en el texto final). "Secundum Origenem, Comm. Rom. 7,7: PG 14,1124 A, perlectio est similitudo cum Christo, quando quis" se per omnia Verbo ac Sapientiae Dei ita coaptavit, ut in nullo prorsus ab eius similitudine decolor haberetur. "Secundum Ps. -Macarium, De Oratione, 11: PG 34,861, perfectio, qua significatur plena et absoluta puritas a malis affectibus per participationem boni Spiritus, omnibus a Domino praec1pih1r. Pro S. Thoma, Summa Theol. ll-II-q. 184,a.3, perfectio per se et essentialiter consistit in caritate, qua secundum totam suam plenitudinem est de praecepto". La Nota continuaba citando textualmente algunas enseñanzas acerca de la vocación universal a la santidad: pasaron al texto final ( Nota 4) dos referencias a encíclicas de Pío XI v se omitió una citación de S. Francisco de Sales: Introduction a la vie dévote, L. Í, c. 3.
(5) La Documentation Catholique, año 1972, pp. 609-610. La traducción es nuestra, al igual que en las restantes citas que provienen ele esta publicación.
(6) Enseña el doctor Angélico que su significado etimológico griego revela tanto un signo de pureza ( = "a-gios" = sin tierra) como de firmeza ( lo que, defendido por las leyes, no debe violarse, de donde deriva el "santitum", latino). Según los latinos, lo "santo" pertenece a la pureza ( "sanguine tinctus", pues -anota S. Isidoro de Se villa- la sangre de la víctima era purificación para quienes se asperjaban con ella ( Etimologías ). Ambos significados, sigue diciendo el Angélico, convienen a la religión: lo que se aplica al culto divino ha de ser santo; la pureza es necesaria para que el espíriru del hombre se consagre a Dios ( cf. Hb 12,14: "cultivad ... la santidad, sin la cual nadie verá a Dios"). La firmeza, a su vez, halla en Dios su soporte definitivo, en cuanto es primer principio, al cual el hombre ha de adherir establemente ( cf. Rm 8, 38-39: "ni la muerte ni la vida... podrá separarnos del amor de Dios (manifestado) en Cristo Jesús"). Ambos conceptos, asimismo, convienen a la santidad, por la cual el hombre se consagra a Dios. "Unde -concluye Sto. Tomás- sanctitas non differt a religione secundum essentiam, sed solum ratione. Nam religio dicitur secundum quod exhibet Deo debitum famulatum in his quae pertinent specialiter ad cultum divinum, sicut in sacrificiis, oblationibus et alia huiusmodi; sanctitas autem dicitur secundum quod horno non solum haec, sed aliarum virtutum opera refert in Deum, ve! secundum quod horno se disponit per bona opera ad cultum divinum" ( l.c.). Es claro que el doctor Angélico no se refiere aquí a la santidad originada por la infusión de la gracia santificante, sino a aquella en cuanto es una virtud que observa lo que es debido a Dios y así se ordena a su culto.
(7) Ibid. ( ( Nota 5). Esta referencia a la citada enseñanza de Santo Tomás la encontramos reiterada en diversos momentos del magisterio de Paulo VI; por primera vez, en la audiencia general del 7 de julio de 19,65: allí, después de referirse a la santidad como "estado de integridad, originado por la gracia, que permite llamar 'santos' a todos los bautizados que permanecen fieles a su vocación cristiana", señala que también puede abarcar: "una actitud moral que tiende siempre a mayor perfección, en búsqueda de una conformidad en continuo crecimiento con el querer de Dios e incluso con la santidad de Dios". Después de aludir a la doctrina del Angélico, que ya hemos mencionado en la Nota precedente, concluye que la santidad "si bien es algo muy elevado, es también para todo cristiano, siempre imperiosa, siempre posible" ( cf. La Documentation Catholique, año 1965, cols. 1348-1349). Nuevamente aludirá al citado texto de la Suma Teológica, al referirse a la santidad constitutiva de la Iglesia: "ella es sagrada y siempre religiosamente ordenada al culto divino y al respeto de la vo luntad de Dios" ( audiencia general del 4 de noviembre de 1972: La Documentation Catholique, afio 1972, p. 1003).
(8) Gf. L'Osservatore Romano, edición semanal en castellano: 15-diciembre-1985, pp. 3-4 (759-760); 22-dioiembre-1985, p. 3 (771).
(9) En la exposición de su enseñanza, Juan Pablo lI basa su argumentación en las teo fanías del Antiguo Testame nto, que en el fue go y el resplandor manifiestan la sepa ración y a la vez la irradiación del "Santo", inaccesibilidad y atracción que en la revelación de Dios en su Hijo Jesucristo asumen características propias, en sintonía con el "hecho nuevo" de la Cruz.
(10) Cf. Gaudium et S pe s, 38. Son muy numerosos los textos del Vaticano II que se refieren a la caridad como presencia vivificadora del Espíritu en la vida de la Iglesia y de los cristianos, como puede verse en cualquiera de los buenos Índices temáticos del Concilio.
Esta enseñanza la encontramos asimismo con frecuencia en el magisterio de Pablo VI: "El amor humano, animado por el amor divino que es la caridad, posee el secreto de la perfección. El primero y más grande precepto de Cri sto es amar a Dios y amar al prójimo (of. Mt. 22,38; S .Th. II-II, 184,2). Es la santidad que el Evangelio nos enseña y hace posible": audiencia general del 9 de julio de 1975 (La Documentation Cath olique, año Hl75, p. 703. S.C. pro Clericis: Directorium cate chisticum generale ( 11-apr.-1971), n9 64 ( A.A.S. , 64 ( 1972), pp. 136-137 ). En la relación correspondiente al n9 50 de Lumen gentium del último Esquema preparatorio, se señalaba concretamente: De caritate heroica. Sermo est de caritatis aliarumque virtutum heroico exercitio quod consistit in fideli, iugi et constanti proprii status munerum et officiorum per functione (Cf. Benedictus XV, Decretum approbationis virtutum in Causa beatificationis et canonizationis Servi Dei Joannis Nepomuceni Neumann, Episcopi Philadel phiensis ( ... ), A.A.S., 14 ( 1922 ), p. 23 ( siguen otras citas de documentos). Caritatem theologicam in virtutum christianarum exercitio singulare prorsus et praeeminens habere momenh1m ( ideoque circa ipsam in Causis beatificationis et canonizationis prae ceteris omnibus esse investigandum) egregie explicat PROSPER LAMBERTINI ( Benedictus XIV) qui a pluribus Summis Pontificibus "Magister" hac in re est appellatus ... Hay que notar que en el texto finalmente promulgado de dicho nQ 50 se omitió la mención expresa de la caridad, aludiendo sólo al "praeclarum virtutum christianarum exercitium ... ".
(11) Juan Pablo H ha retomado esta enseñanza, refiriéndola a Jesucristo, dador del Espíritu Santo, signo mesiánico evidenciado en el bautismo en el Jordán y en el misterio pascual: "En este signo, el mismo Jesucristo, lleno de poder y de Espíritu Santo, se ha revelado como causa de nuestra santjdad, el Cordero de Dios'' ( 18-enero-1981): L'Osservatore Romano, edición semanal en castellano 25-enero-1981, p. 12 ( 48 ); Endel. "Dominum et vivificantem" ( 18-mayo-1986 ). nos. 19-24.
(12) "La Iglesia es un rayo de luz celestial proyectado sobre el mundo. Ella es, pues, santa en el plan de Dios y en la economía de gracia de la cual está revestida. Ella es la "Santa Iglesia" y eso debería bastarnos para buscar la idea primigenia, la imagen ideal en su patria de origen y en su patria final, que es Dios creador, Dios amor y para asociar la santidad de la Iglesia a la belleza con la cual ella se identifica, la más grande belleza que pueda reflejarse en el rostro de la humanidad ( ... ). ¿Qué es la belleza, sino una revelación del Espíritu? ¿Y dónde encontraremos esta revelación de manera más intuitiva y beatificante que en la humanidad hecha Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo?" (Paulo VI: audiencia general del 20 de octubre de 1971 “La Docum entation Catholique”, año 1971, p. 1006).
(13) Acerca del pecado en la Iglesia: cf. Gaudium et Spes, 43 & 6; Unitatis redintegratio, 4 & 6. En medio de un clima de contestación en la Iglesia, después del Vaticano II, Paulo VI se esforzaba por descubrir en su raíz -aunque no siempre la hubiera en sus actitudes concretas- una vaga aspiración a la autenticidad cristiana, "sin confundirla con un compromiso instintivo con la nueva mitología de un humanismo económico, erótico y revolucionario" (audiencia general del 20 de octubre de 1971, l. c. (nota 12). El mismo Papa añadía que una cosa es la debilidad inherente a todo ser humano o la falta de formación espiritual , frente a las cuales Jesucristo y su Iglesia exhiben entrañas de misericordia, y otra, la mediocridad de vida, consciente y responsable, en nombre de la libertad del Evangelio. Se trata en este caso de un conformismo que busca vivir de apariencias, no de autenticidad humana y cristiana, y terminaba preguntándose: "¿No es esto vaciar la Cruz de su cristianismo?" ( audiencia general del 14 de junio de 1972 “La Dommentation Catholique”, año 1972, pp. 609--610 ).
(14) Los citados nos. 10-12 de Lumen gentium en realidad desarrollan la participación en la dimensión sacerdotal y profética de los bautizados en la misión de Cristo. Por una sistematización que no ha dejado de suscitar alguna perplejidad, la participación en la dimensión real ( especialmente por la vida en caridad y por las obras de apostolado) aparece expuesta en el capítulo IV de la misma Constitución, a propósito de los laicos.
(15) Cf. Paulo VI: Exhortación apostólica "Evangelii nuntiandi" (8-diciembre-1975), A.A.S., 58 (1976 ), 5-76, especialmente nos. 41 y 76.
(16) " ... la realidad de la Iglesia no se agota en su estructura jerárquica, su liturgia, sus sacramentos, sus estatutos jurídicos. Su esencia profunda v la fuente primera de sn eficacia santificadora deben buscarse en la unión con Cristo; unión que no podemos concebir haciendo abstracción de la que es Madre del Verbo Encarnado y a quien Jesucristo quiso tan íntimamente unida a El, para nuestra salvación ( ... ). El conocimiento de la verdadera doctrina católica acerca de María constituirá siempre una clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia" ( Paulo VI: 21 de noviembre de 1964, al clausurar la tercera etapa del Concilio Vaticano ]I = A.A.S., 56 (1964), (1014).
(17) El misterio de los Pastores, que es uno de los elementos claves para su propia santificación, adquiere su plena dignidad en la búsqueda de la gloria de Dios y en la promoción de la vida divina en los mismos hombres, todo lo cual, por dimanar de la pascua de Cristo, se consumará al advenimiento gforioso del mismo Señor, cuando El entregue el reino a sn Dios y Padre ( Presbyterorum ordinis, 2 & 4; cf. Lumen gentium, 26, in fine). Los laicos seculares, inmersos en las realidades de orden temporal, en las cuales y por las cuales han de santificarse: igual que los sacramentos que prefiguran ya el mundo futuro, ellos ( = laicos) "quedan constituidos en poderosos pregoneros de la fe en las cosas que esperamos ( cf. Heb., 11,1 ), cuando, sin vacilación, unen a la vida según la fe la profesión de esa fe ( Lumen gentium, 35 & 2; Apostolicam actuositatem, 4 & 5). Otro tanto se afirma de la vocación conyugal: "La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada" ( Lumen gentium, 35 & 3). La vida consagrada mediante los consejos evangélicos: "... y como el Pueblo de Dios
(18) no tiene aquí ciudad permanente, sino que busca la futura, el estado religioso, por librar mejor a sus seguidores de las preocupaciones terrenas, cumple también mejor, sea la función de manifestar ante todos los fieles que los bienes celestiales se hallan ya presentes en este mundo, sea la de testimoniar la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo, sea la de prefigurar la futura resurrección y la gloria del reino celestial" ( Lumen gentium, 44 & 3; ef. 31 & 2 ). La noción de "christifidelis" (fiel cristiano) es propia del estadio terreno y peregrinante de la Iglesia y supone su ulterior determinación en la específica función, ministerio, carisma, etc., de cada uno en la organicidad del Pueblo de Dios. Esta noción, señala la Comisión redactora de Lumen gentium, no se realiza en los bienaventurados, "quippe qui iam non habeant fidem" (Relación al texto enmendado del capítulo VII de la Constitución De Ecclesia)
(19) Audiencia general del 14 de julio ele 1971 (La Documentation Catholique, afio 1971, p. 703 ). Al beatificar al capuchino fr. Ignacio de Santhia, el mismo Papa expresaba: "Nos complace destacar que su título ele perfección no es su singularidad, sino su normalidad. Junto con mantener -y desde ciertos aspectos acrecentar- el carácter ejemplar del santo, la hace más próxima a nosotros y más fácilmente imitable (17-abril-1966) (La Documentation Catholique, afio 1966, col. 6,88). Véase asimismo la importante alocución que, sobre el tema que nos ocupa, clarificó el Papa Juan Pablo II al Pontificio Consejo para los Laicos el 7 de junio de 1986 ( L'Osservatore Romano, edición semanal en castellano del 19-octubre-1986, p. 20 (680).
(20) Esta responsabilidad aparece formulada en el Código de Derecho Canónico, entre los deberes/derechos que son comunes a todos los fieles cristianos: canon 210 "Todos los fieles deben esforzarse según su propia condición por llevar una vida santa, así como por incrementar la Iglesia y promover su continua santificación". Se trata ele un deber moral -dentro del ámbito de autonomía y libertad que ha de ser jurídicamente protegido en la Iglesia- del cual derivan otros deberes/derechos: v.gr., c. 213 ( derecho a la Palabra de Dios v a los sacramentos); e. 214 ( diversas formas de espiritualidad); c. 217 ( congruente formación humana y cristiana), etc., que reciben ulteriores especificaciones en la legislación canónica.
(21) Cf., por ejemplo, las catequesis de Paulo VI en las audiencias generales del 14 ele julio de 1971 (La Docmnentation Catholique, afio 1971, p. 703); del 4 <le noviembre ele 1972 ( ibid., 1972, p. 1003); del 9 ele julio ele 1975 ( íbid., 1975, p. 703).
(22) Audiencia general del 9 de julio de 1975 ( l.c.; nota 21).
(23) Esta dimensión aparece también referida a la vida consagrada en la profesión de los consejos evangélicos, en Lumen gentium, 46 & 2.
(24) Recientemente, Juan Pablo II expresaba esta armonía entre el orden humano y el sobrenatural en el cristiano que tiende a la santidad: "El santo es el hombre auténtico cuyo testimonio de vida atrae, interpela y fascina, puesto que manifiesta su experiencia humana transparente, colmada por la presencia de Cristo, el Hijo de Dios (...). Cristo es el hombre perfecto y la vida cristiana trata de alcanzar en El la dimensión total del hombre creado a imagen ele Dios y re-creado para la salvación en la perfección del amor (...) . La santidad conlleva una novedad de vida que, partiendo de una profunda intimidad con Dios, mediante Cristo en el Espíritu, penetra todas las situaciones humanas, todos los estilos ele vivir, todos los compromisos, todas la relacione con las cosas, con los hombres, con Dios" ( Al Pontificio Consejo para
los Laicos: 7-junio-1986 “L'Osservatore Romano”, edición semanal en castellano del 19-octubre-1986, p. 20 ( 680), col. 4).
(25) Al referirse a los seminaristas que se preparan al ministerio sagrado (después de aludir a los diáconos), el texto los llama clérigos, de acuerdo con la antigua terminología canónica, actualmente en desuso.
Robert H. Holden
Ya se ha advertido que en la historiografía de la mujer, como en la historiografía en general, se encuentra una escasez de obras que afronten explícitamente la cuestión antropológica. La omisión parece aún más sorprendente en este campo precisamente por su enfoque no en un entorno de acción (la historia económica o la historia militar), ni en una u otra colectividad social (historia de la clase obrera, historia del campesinado), sino en la persona misma en su condición sexuada de mujer. Se omite, sin duda, porque entre los historiadores de la mujer hay un acuerdo implícito de que entre el ser humano y los animales hay diferencias sólo de grado. Asumir lo contrario –es decir, que somos seres con naturalezas esencialmente distintas a la de cualquier otro ser vivo– implicaría la existencia de límites sobre la libertad humana. Una cierta ideología, pues, de emancipación humana, basada en una antropología materialista, determina en gran parte la elección de los temas históricos y las interpretaciones respectivas que los historiadores de la mujer proponen. Si esa antropología es defectuosa, en la misma medida estarán distorsionadas tanto sus interpretaciones históricas como la ideología política que, como hemos visto, siempre las acompaña. Por lo menos una historiadora de la mujer, Elizabeth Fox-Genovese, ha montado una campaña a favor de una antropología más adecuada.
Fox-Genovese, distinguida profesora de historia de la Universidad Emory y fundadora de su programa de estudios de la mujer, lanzó su ataque en 1991, con un libro en el que denuncia el individualismo extremo que, según ella, normaba la investigación sobre la historia de la mujer. Los historiadores de la mujer, al mismo tiempo que exaltaban el egoísmo y rechazaban los reclamos justos de la comunidad, habían adoptado la idea equivocada de que el individuo es producto de la historia y no de la naturaleza. Acusó a estos historiadores de asumir que sus ideas e intereses acerca de las “identidades y derechos” de la mujer como individuos correspondieron de forma idéntica a las identidades y derechos de todas las mujeres de todos los tiempos pasados. Cuatro años más tarde, en 1995 (se convirtió al catolicismo en diciembre de ese año), Fox-Genovese se distanció todavía más del feminismo de sus colegas cuando dijo que ellos habían contribuido al “desastre” de la “privatización de la moralidad”, por su insistencia en la libertad sexual, habiendo confundido la moralidad con la opresión patriarcal. En 2000 extendió su crítica, atribuyendo la desintegración de la familia a la liberación sexual de la mujer e insistiendo en que “los papeles tradicionales del gender y de los valores tienden a promover la fuerza y la estabilidad de los matrimonios”. Denunció “la campaña feminista en contra del matrimonio y la maternidad”, porque había dañado a muchos niños. Citando el magisterio de la Iglesia Católica, afirmó que la naturaleza de la mujer incluye una disposición especial hacia el servicio y la caridad, y propuso la necesidad de promover “un entendimiento cristiano de la diferencia sexual y de la igualdad humana para corregir los excesos de la ideología de los derechos individuales” [28].
Evidentemente, Fox-Genovese no deja de ser “feminista” en el sentido de que insiste en la igualdad, aunque con una apreciación de las diferencias varón-mujer mucho más amplia, que admitiría, digamos, la tesis de la “igualdad en la diferencia” propuesta por Offen. En el feminismo de Fox-Genovese no se oye el grito de rebeldía contra el patriarcado que guarda Offen sin que se esfuerce en compaginarlo con su grito simultaneo y discordante de Vive la différence. Por tanto, parece que, con Fox-Genovese, estamos en la presencia de un “nuevo feminismo”. Es de hacer notar que esta categoría de “nuevo feminismo” es muy controvertida pues existen dos grupos que desde diferentes perspectivas la reivindican. Por un lado, feministas como Fox-Genovese hacen uso de la categoría en su búsqueda de una antropología diferente a la dominante. Por otro lado, feministas ortodoxas aplican la categoría (o el sinónimo, “el feminismo de la tercera ola”) a una nueva generación de feministas [29]. Intentaré resumir las ideas características del “nuevo feminismo” reivindicado por teóricas como Fox-Genovese y evaluar sus posibles implicaciones en lo que propondré como una “nueva historiografía de la mujer”.
En su sentido heterodoxo de una insatisfacción con la antropología materialista, el término “nuevo feminismo” se remonta hasta 1975, por lo menos [30], pero no empezó a ganar peso sino a partir de 1995 cuando el Papa Juan Pablo II utilizó dicha frase:
En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un “nuevo feminismo” que, sin caer en la tentación de seguir modelos “machistas”, sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación [31].
Dos meses más tarde el Papa extendió sus comentarios a la historiografía de la mujer, reconociendo que “[l]a historia se escribe casi exclusivamente como una narración de las conquistas del hombre, cuando de hecho, en su mayor parte ha sido plasmada más a menudo por la acción decidida y perseverante de la mujer en busca del bien” [32]. Pasado otro mes, regresó al tema de la historia de la mujer:
Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la Humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. [...] Ciertamente, es la hora de mirar con la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las responsabilidades, la larga historia de la Humanidad, a la que las mujeres han contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de las veces en condiciones bastante más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su aportación intelectual. Por desgracia, de la múltiple actividad de las mujeres en la historia ha quedado muy poco que se pueda recuperar con los instrumentos de la historiografía científica. Por suerte, aunque el tiempo haya enterrado sus huellas documentales, sin embargo se percibe su influjo benéfico en la linfa vital que conforma el ser de las generaciones que se han sucedido hasta nosotros. Respecto a esta grande e inmensa “tradición” femenina, la Humanidad tiene una deuda incalculable. ¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser! [33]
Con estas afirmaciones, el Papa llegó a reunir dos temas que, desde los años sesenta, raramente se encontraron: la existencia de “un verdadero espíritu femenino” y la denuncia rotunda de la explotación histórica de la mujer, por parte de los varones. Tomado en su conjunto, sus declaraciones vinieron a ser una llamada a los historiadores para que produjeran una Nueva Historiografía de la Mujer como primer fruto del Nuevo Feminismo. En la base de los dos temas se encuentra una antropología cristiana que permite reconocer tanto la existencia de un espíritu femenino como la injusticia de la discriminación y el abuso que la mujer, precisamente por ser mujer, ha sufrido durante muchos siglos.
Con una sorpresiva prontitud, las reflexiones del Papa Juan Pablo II inspiraron respuestas filosóficas que se están constituyendo en la antropología del nuevo feminismo. Como era de esperarse, estas respuestas tienden a hacer uso de la tradición del realismo filosófico, y del personalismo europeo del siglo XX. Blanca Castilla y Cortázar sobresale entre las pensadoras más productivas y originales en este ámbito. Se ha comprometido a investigar, filosóficamente, la diferencia mujer-varón, observando que los filósofos de la persona (menciona a Julián Marías, Xavier Zubiri, Leonardo Polo y Emmanuel Lévinas, entre otros) han dicho muy poco sobre esa cuestión. Llevando a cabo un análisis metafísico, sostiene que hay dos modos distintos de ser persona, que “se abren a las cosas del mundo, y entre ellas, según dos modos trascendentales diversos: el característico de lo masculino, que es salida desde sí mismo y el de la feminidad que es acogida y reposo. [...] Sin feminidad no hay masculinidad, porque lo que es salida no tendría dónde reposar. Sin masculinidad no hay feminidad, porque sin salida e impulso inicial no hay qué acoger, y nada tiene que reposar”. Es una interpretación que resalta la dignidad y la igualdad del varón y de la mujer como personas, pero más que todo la belleza misteriosa de lo masculino y lo femenino, lo paternal y lo maternal, en todo su riqueza y su consistencia ontológica, y en la perfección de su diseño como personas que “se abren entre sí de un modo respectivo diferente y complementario” [34]. Ante la fuerza de su argumento, uno se lamenta por la manera en que tantos historiadores de la mujer han cambiado una realidad espléndida y preciosa por una fantasía plana y apagada.
En una línea filosófica muy semejante, Michele M. Schumacher ha propuesto que el nuevo feminismo “acepte y aun dé la bienvenida a estas diferencias sexuales dentro de un modelo relacional de la naturaleza humana”. Vuelve a la interpretación clásica de la naturaleza, entendida no como un determinismo biológico sino como una manera de estar provisto de la capacidad de relacionarse libremente con otros. Como Castilla, Schumacher enfatiza también la existencia no de dos naturalezas humanas, sino de dos modos o “expresión” de ser persona. “Es de la naturaleza misma del ser humano ser sexual, existir en uno de estos dos modos” [35].
Como cualquier antropología, ésta tiene implicaciones éticas que son relevantes para la construcción de la nueva historiografía de la mujer. Pocos historiadores han apuntalado con tanta agudeza la relación entre la práctica de la historia y la antropología filosófica como Marrou. “[N]o hay historia verdadera que sea independiente de una filosofía del hombre y de la vida, de la que aquélla toma sus conceptos fundamentales, sus esquemas explicativos y, en primer lugar, las preguntas mismas que en virtud de su concepción le planteará al pasado. La verdad de la historia está en función de la verdad de la filosofía que el historiador pone en juego. ¿Cómo, pues, no esforzarse lo más posible en tomar entera conciencia de ella y en elaborar así racionalmente sus presupuestos?”. Antes de que el historiador se atreva a estudiar lo que es distintivo del hombre de una u otra civilización, tiene que captar al hombre “en cuanto pura y simplemente hombre”. Así es que todas nuestras ideas sobre él, ideas que utilizamos para entender el pasado, “se relacionan con una determinada filosofía del hombre; la verdad de esos conceptos, que implica sus límites de validez, condiciona la verdad del conocimiento histórico; a quien le corresponde establecer, precisar y verificar esa validez no es, salvo accidentalmente, al historiador, sino al filósofo en cuanto tal, al antropólogo” [36].
Contemplando la historiografía de las últimas décadas, es difícil negar la conclusión de Marrou de que “[l]a historia ha pagado muy cara la indiferencia de los historiadores para con los problemas propiamente filosóficos” [37]. Cuando Josef Pieper, en 1951, dijo que había detectado una nueva corriente entre los filósofos del existencialismo que llamó, con clarividencia profética, “posmoderna”, encontró lo que ya sabemos eran los albores del posmodernismo, un curioso afán de negar la existencia de una naturaleza humana. “Il n’y a pas de nature humaine, puisqu’il n’y a pas de Dieu pour la concevoir”, escribió, en 1946, Jean-Paul Sartre; con palabras, según Pieper, que revelan el papel fundacional de la doctrina de creación en la metafísica occidental. La conclusión de Sartre se haría, en su momento, doctrina fundacional del posmodernismo y finalmente de la historiografía de la mujer: Si no hay Dios creador, por tanto ningún ente natural, ni la persona misma, lleva adentro ningún significado especial que no esté fabricado y sea artificial [38], conclusión elemental para el desarrollo del constructivismo social y del relativismo que tanto influirá entre los historiadores desde los años ochenta en adelante. Pieper observó también que el razonamiento de Sartre fue idéntico al de Tomás de Aquino, en el sentido de que, sin que haya un creador inteligente que pudo pensar lo creado, no se puede hablar de la naturaleza del ente creado. Aquino, por supuesto, asume la existencia de dicho creador, mientras Sartre la niega, lo que manifiesta el papel clave que el teismo-ateismo ha jugado en la historia contemporánea de la filosofía, y por tanto en las ciencias sociales y la historiografía. En realidad, el año antes de que Sartre hiciera su afirmación, Henri de Lubac reconoció la fuerte atracción de un “nuevo ateismo”, más antiteista que ateista, y cuya consecuencia sería, predijo él, “la aniquilación de la persona humana” [39]. De la misma manera, Pieper, en un segundo ensayo editado en 1952, advirtió más detalladamente lo que era de esperarse en un mundo en donde el hombre se ocupa más y más de artefactos en vez de la creación: Una vez que el hombre adopte la creencia de que el mundo entero y todas las cosas creadas, incluso él mismo, son elementos de la esfera de la tecnología, él tendrá permiso para cambiar, transformar y aún destruir lo creado. “La conclusión inescapable”, afirmó Pieper, “es que tú puedes hacer de ti mismo y del hombre lo que te da la gana” [40]. Escritas en 1952, son palabras que sintetizan con precisión la teoría feminista de tres décadas más tarde, que después de divinizar al individuo, lo aniquilará en un drama tragicómico que será exhibido, entre muchos otros locales, en la historiografía de la mujer.
Claro es que la antropología ortodoxa de la mujer –materialista, individualista, utilitarista y, en fin, profundamente irrealista– es funcional para una historiografía tan ideologizada. Sin “el rechazo de todo atributo natural y necesario del hombre”, asegura el politólogo Héctor Ghiretti, no es posible ninguna revolución social de corte izquierdista. Pero sin supuestos antropológicos, es imposible distinguir un estado patológico de un estado de normalidad [41]. Esa ceguera devastadora en el ámbito de la práctica política es exactamente lo que ha pasado en la historiografía, sobre todo en la de la mujer y sus derivados. En lugar de hacer uso de una antropología que permita reconocer todo “atributo natural y necesario” de la mujer y el varón, la historiografía de la mujer se ha alimentado de la antropología de la nada, pervirtiendo con ello la capacidad de reconocer e interpretar lo real, como hemos tratado de mostrar arriba. Si tenemos razón, lo que hemos señalado es una falta de prudencia, en el sentido clásico de capacidad de reconocer la realidad. Entre los historiadores, tal vez no haya un lapsus ético más grande [42].
En fin, los historiadores de la mujer de las últimas cuatro décadas han hecho una contribución única y valiosísima a la historiografía en general. En ninguna otra especialidad podríamos haber visto ilustrada, con tanta claridad, la sabiduría de la sentencia de Marrou sobre la importancia clave de la antropología filosófica en el pensamiento de los historiadores, ni habríamos entendido tan bien las implicaciones éticas que se derivan de una u otra antropología. Tal vez la historiografía de la mujer nos haya dado una cosa más: al haber quitado el velo de la antropología materialista, y al haber expuesto su carácter degradante, incoherente, y por tanto su insuficiencia intelectual, ha señalado una alternativa que ya se muestra bastante robusta. Queda mucho por saber de la historia de la mujer, y ha sido el argumento de este ensayo que sólo aquella historiografía que acepte la realidad del carácter esencial y constitutivo de la diferencia sexual, además de la igualdad de todos como personas, llegará a contribuir al conocimiento del pasado.
Robert H. Holden, en revistas.unav.edu/
Notas:
28 Feminism without Illusions: A Critique of Individualism, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1991, “Introduction” y cap. 5; “The National Prospect: A Symposium”, Commentary, 100/5, 1995, p. 53; Women and the Future of the Family, Grand Rapids, Baker Books, 2000, caps. 3-4; “A Conversion Story”, First Things, 2000/IV, pp. 39-43. Harry Jaffa explica muy bien la transformación de un individualismo basado en la ley natural y la virtud, durante los primeros años de la república estadounidense, a un nuevo individualismo en el siglo XIX del puro deseo, libre de consideraciones morales, en A New Birth of Freedom: Abraham Lincoln and the Coming of the Civil War, Lanham, Rowman & Littlefield Publishers, 2000, cáp. 1 y págs. 94-6. El mejor análisis histórico del hiperindividualismo de la cultura política y legal de los Estados Unidos es de Mary Ann GLENDON, Rights Talk: The Impoverishment of Political Discourse, Nueva York, Free Press, 1991, en que resalta (págs. 74-5) la manera en que el individualismo extremo ha dañado a la mujer, un resultado paradójico dada la insistencia del feminismo precisamente en el hiperindividualismo.
29 Para una definición del ‘nuevo feminismo’ reivindicada por las feministas ortodoxas, véase el artículo “Feminism: Third Wave”, en: Dale SPENDER y Cheris KRAMARAE (comps.), Routledge International Encyclopedia of Feminism, II, Nueva York, Routledge, 2000, pp. 845-6.
30 Michele M. SCHUMACHER, “An Introduction to a New Feminism”, en: Michele M. SCHUMACHER (comp.), Women in Christ: Toward a New Feminism, Grand Rapids, Wm. B. Eerdmans, 2004, n. 1, p. ix; tr. de Femmes dans le Christ: Vers un nouveau féminisme, Toulouse, Éditions du Carmel, 2003.
31 JUAN PABLO II, “Carta Encíclica Evangelium Vitae”, 25/III/1995, § 99.
32 JUAN PABLO II, “Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II a la
Secretaria General de la IV Conferencia Internacional de la Naciones Unidas Sobre la Mujer”, 26/V/1995 en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_II/letters/1995/documents/hf_jp-II_let_19950526_mongella-pechino_sp.html.
33 JUAN PABLO II, “Carta del Papa Juan Pablo II a las Mujeres”, 29/VI/1995, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/letters/documents/hf_jp_ii_let_29061995_women_sp.html. Aunque la versión castellana se refiere a la “esclavitud” de las mujeres, la versión inglesa usa la palabra servitude (servidumbre) no slavery (esclavitud). Un análisis previo del tema, más estrictamente teológico, en la carta apostólica “Mulieris Dignitatem” de 1988.
34 Blanca CASTILLA Y CORTÁZAR, Persona y Género: Ser Varón y Ser Mujer, Barcelona, Ediciones Internacionales Universitarias, 1997, pp. 115-6,
124. Otra filósofa que está contribuyendo, desde la misma perspectiva metafísica, a la construcción de una antropología distinta, es Pía Francesca de Solenni. En 2001, su tesis doctoral, A Hermeneutic of Aquina’s Mens through a Sexually Differentiated Epistemology. Towards an Understanding of Woman as Imago Dei, Roma, Universidad Pontificia de la Santa Cruz, 2001, ganó el Premio de las Academias pontificias.
35 Michele M. SCHUMACHER, “The Nature of Nature in Feminism, Old and New: From Dualism to Complementary Unity”, en: Michele M. SCHUMACHER (comp.), Women in Christ, pp. 20, 40. Los ensayos de los once estudiosos recogidos en este volumen proponen las bases para un “nuevo feminismo” desde varias perspectivas: filosóficas, éticas y teológicas.
36 Henri-Irénée MARROU, El conocimiento histórico, Barcelona, Idea Books, 1999, pp. 192-3, 123, 126-7.
37 H.-I. MARROU, El conocimiento histórico, p. 192.
38 Josef PIEPER, “De l’elément négatif dans la philosophie de Saint Thomas d’Aquin”, Dieu vivant, 20, 1951, pp. 38-9; se refiere a “l’existentia- lisme contemporain, lequel, il faut le dire, est nettement post-moderne”. La cita de Sartre es de su L’existentialisme est un humanisme, París, Nagel, 1946, p. 22; escribió, a continuación: “L’homme est seulement, non seulement tel qu’il se conçoit, mais tel qu’il se veut, et comme il se conçoit après l’existence, comme il se veut après cet élan vers l’existence; l’homme n’est rien d’autre que ce qu’il se fait”.
39 Henri de LUBAC, S. J., The Drama of Atheist Humanism, San Francisco, Ignatius Press, 1995, “Preface”, editado originalmente como Le drame de l’humanisme athée, París, Éditions Spes, 1945.
40 Josef PIEPER, The Silence of St. Thomas: Three Essays, Nueva York, Pantheon, 1957, pp. 92-3; la cita es de un ensayo originalmente editado como Actualidad del Tomismo, Madrid, Ateneo, 1952.
41 Héctor Ghiretti, La izquierda: Usos, abusos, confusiones y precisiones, Barcelona, Ariel, 2002, p. 133 y n. 10. La conexión fuerte entre el deseo de una autonomía personal ilimitada, y la necesidad de una antropología “vacía”, se analiza magistralmente en Joseph RATZINGER, “Truth and Freedom”, Communio: International Catholic Review, 23/1, 1996, pp. 16-35.
42 Se nota en la historiografía de la mujer otros patrones que nacen de la misma falta de prudencia: 1. La falta de comparación sistemática, en una situación histórica dada, de las experiencias de la mujer y del varón, aun concluyendo que la experiencia de la mujer fuera distinta a la del hombre; por ejemplo, en las condiciones laborales. 2. La falta de especificación no sólo de cuales serían los problemas significativos en cualquier estudio histórico de la mujer, sino las carencias al identificar los criterios de significado. En tales preguntas se enfrentarían los historiadores instantaneamente con la cuestión antropológica. 3. El uso constante de criterios como el del poder, la opresión, o la explotación, tan pobremente elucidado que prácticamente carecen de sentido. 4. Una exageración extrema de la importancia de la historia de la mujer, haciendo de ella “el corazón” o “el centro” de la historia. Offen declara, por ejemplo, que “el género, o las relaciones entre la mujer y el varón”, han estado “en el centro de la política europea” desde por lo menos 1700, y todavía más, que género “está en el corazón del pensamiento y político humano”; K. OFFEN, European Feminisms, pp. xi-xv, 1-6.
Robert H. Holden
El desarrollo de la historiografía sobre la mujer desde los años sesenta del último siglo se puede calificar como explosivo, tanto por la inmensa cantidad de sus productos (libros, artículos, cursos universitarios, centros de estudio) como por su sorprendente variedad, su continua metamórfosis, y su capacidad de inspirar novedades muy diversas en cuanto a temas de investigación, métodos, teorías y hasta nuevas especialidades. A las emanaciones de este Monte Vesubio, ningún historiador que ha trabajado durante las últimas cuatro décadas ha podido escapar, no importa su especialidad ni su nacionalidad. En ese sentido, la historiografía de la mujer ha afectado la historia como disciplina de una manera más o menos proporcional al impacto que ha ejercido sobre la sociedad en general el movimiento por la igualdad de la mujer. Pocos precedentes históricos se igualan a los dos procesos anteriores en cuanto a los impactos transformadores que han tenido.
El propósito de este ensayo es analizar, desde el punto de vista de un historiador que no se especializa en la historia de la mujer, los dos aspectos más sobresalientes de la historiografía de la mujer durante el período que va de los años sesenta del siglo XX hasta el presente. El primero de ellos es su carácter fuertemente político-ideológico, manifestado en el profundo entrelazamiento entre la historiografía de la mujer y el feminismo. La ideologización es un rasgo de la historiografía de la mujer que durante mucho tiempo ha distinguido este campo de las demás especialidades historiográficas, aunque recientemente dicho rasgo ha sido muy imitado en las otras especialidades. El segundo aspecto que se analizará en este ensayo es el papel central que han jugado, en la historiografía de la mujer, la pregunta antropólogica, “¿Qué es la mujer?”, y la variedad de respuestas que esta pregunta ha generado. Esta pregunta y sus respuestas han afectado mucho la dirección y la naturaleza de la historiografía de la mujer, y han dado pie a tendencias paralelas en otras especialidades de la historia. De todos modos, veremos que los dos aspectos –el político y el antropológico– están estrechamente relacionados, en el sentido de que las respuestas a la cuestión antropológica han sido debatidas más por su significado ideológico que por su valor verdaderamente teórico. Todo lo dicho apunta a otra dimensión de la ola contemporánea (es decir, de las últimas cuatro o cinco décadas) de la historiografía femenina. Esta dimensión se expresa en una hostilidad, si no intolerancia, hacia historiadores de otras especialidades que no muestran suficiente interés en la historia de la mujer desde la perspectiva fijada por los especialistas de ese campo. Vale aquí la observación de que esta tendencia exclusivista (hablo aquí desde la perspectiva de un historiador norteamericano) no se encuentra en otras especialidades de la disciplina histórica. Esta actitud hegemonista es entendible si se parte de la premisa de que los historiadores de la mujer aparentemente asumen que sus investigaciones son una necesidad moral, llevadas a cabo por todos los medios políticos, para corregir una injusticia universal y eterna. Y es todavía más entendible cuando dichas investigaciones se apoyan en una de las variantes más extremas del feminismo, por ejemplo la que hace de las personas del sexo masculino un enemigo nato y permanente, o las que niegan la realidad de las diferencias sexuales entre hombre y mujer. Otro aspecto de dicha exclusividad tal vez más sobresaliente es que el campo de la historia de la mujer está constituido casi por completo de mujeres, algo que, en principio, no tiene ninguna razón de ser [1].
En lo que sigue analizaré, después de una breve discusión de la politización del campo, la manera en que la historiografía de la mujer ha manejado la cuestión antropológica, y haré al final una evaluación general de esa historiografía proponiendo una antropología diferente. Aunque mis interpretaciones se fundamentan principalmente en la lectura de muchas obras de especialistas (casi todas mujeres) que han tratado el estado de la cuestión de la historiografía de la mujer desde los años sesenta, no pretendo ofrecer aquí una visión completa de todas las corrientes, ni cargar al lector con citas más allá de las necesarias para sostener mi argumento. La historiografía de referencia será principalmente, pero no exclusivamente, la angloparlante, que es su corriente más antigua, más grande e influyente en términos globales.
Sobre los orígenes de la especialidad llamada en Europa y América “historia de la mujer”, hay un acuerdo absoluto entre los especialistas, no importa su identidad nacional [2]. Su matriz fue ese movimiento social que surgió en la década de los sesenta del siglo pasado en apoyo de la extensión de los derechos de la mujer a fin de lograr una completa igualdad con el hombre. Este movimiento se sustentó a su vez en una ideología llamada, en términos generales, feminismo. Desde el momento del nacimiento de este movimiento social, la mayoría de historiadores de la mujer entendieron que su tarea primordial era liberar a la mujer de la opresión que siempre ha sufrido por parte del sexo masculino [3]. Para llevar a cabo dicho fin, los historiadores han hecho uso de dos métodos principales, aunque ciertamente no exclusivos: buscar, investigar y relatar las diferentes maneras en que la mujer ha sido víctima del hombre a través de la historia, como también las igualmente diversas maneras en que la mujer ha desafiado y resistido su subordinación, al mismo tiempo que ha hecho contribuciones sustanciales en uno u otro entorno de la vida humana [4]. En principio, uno puede separar la “historia de la mujer” (women’s history) de la “historia feminista” (feminist history) pero en la práctica, ha sido una diferencia muy poco reconocida porque la tendencia general ha sido combinar indistintamente ambas corrientes [5].
Algunos historiadores distinguen entre la historia de la mujer y la historia de gender (ya comúnmente traducido como género en castellano), que se refiere a la representación de diferencias sexuales y a los efectos de dichas representaciones en las relaciones de poder [6]. El debate sobre la relación entre la historia de la mujer y gender continúa, como veremos luego.
Los historiadores de la mujer han insistido mucho en que el éxito del movimiento social y emancipador depende de un mayor conocimiento sobre la historia de la mujer, la cual es necesario rescatar de la condición de “invisiblidad” en que fue dejada por la historiografía patriarcal hasta la mitad del siglo XX. Como proclamó Gerda Lerner, una de las fundadoras de la historiografía contemporánea de la mujer y una de sus más destacadas practicantes en los EE.UU., “[l]a historia de la mujer es indispensable y esencial en la emancipación de las mujeres”. Lerner define la tarea emancipatoria a que los historiadores tienen que contribuir en los siguientes términos: “La restructuración radical del pensamiento y análisis para que, una vez y para siempre, se acepte el hecho de que la humanidad consiste en dos partes iguales, el hombre y la mujer, y que las experiencias, pensamientos y percepcio- nes de los dos sexos tienen que estar representados en cada generalización que se hace sobre los seres humanos” [7]. Como casi todos sus homólogos, Lerner no deja ninguna duda de que el trabajo de todos los historiadores, sin importar su especialidad, debe estar orientado a llevar a cabo esa ambición universal, totalizadora, e historicamente imprescindible.
Así las cosas, pocos han sido los debates teóricos, metodológicos e interpretativos entre los historiadores de la mujer cuyo eje central no haya sido politico-ideológico. Ha habido consenso entre los participantes de que el criterio determinante en la adopción de cualquier interpretación son los posibles efectos políticos que puedan resultar de esa decisión [8]. Por lo tanto, la politización ha sido la característica más contundente de la historiografía de la mujer hasta hoy, y ella es la que la separa, de una manera deslumbrante, de otras especialidades historiográficas. Es como si los historiadores de la economía buscaran ordenar su trabajo con la finalidad de conseguir la abolición de los aranceles, o que los de la época colonial francesa fueran regalistas convencidos, dedicados a restaurar la monarquía. Un historiador de la mujer que no sea feminista ha sido, a lo largo de los años, una posibilidad casi inconcebible en los Estados Unidos. Peter Laslett, el historiador inglés de la familia, señala la distorsión que resulta cuando los historiadores estudian el pasado sólo por lo que les sirve en su presente [9].
Todo lo anterior sugiere que mientras el feminismo se ha desarrollado ideológicamente durante las últimas cuatro décadas, han surgido, lógicamente, debates correspondientes entre historiadores de la mujer que se consideran feministas. Así que la historiografía y el feminismo se han modificado recíprocamente. A lo largo de esta interacción, se ha manifestado en el seno de los dos ámbitos una interrogante cuyas implicaciones, tanto para la historiografía como para el movimiento social, siguen siendo decisivas: “¿Qué es la mujer?”. La pregunta subsiste dentro de otra más amplia, “¿Qué es la persona?”. Siendo la persona humana y sus actos el objeto único del quehacer del historiador, es sorprendente la escasez de reflexión, por parte de los historiadores, en torno a la cuestión antropológica. No resulta lógicamente coherente intentar definir la historia misma, o el quehacer del historiador, sin buscar primero una definición de la persona humana [10]. Creo que la pregunta sobre la naturaleza de la persona constituye hoy en día una de la fuentes más hondas de los desacuerdos teóricos entre los historiadores, y especialmente entre la gran mayoría de los historiadores de la mujer, por un lado, y otros que se han negado a integrar en su trabajo las ideas feministas (como, por ejemplo, el concepto de gender) en los términos fijados por los historiadores de la mujer. En otras palabras, aunque en un sentido superficial (pero real), se puede hablar de la politización de la historiografía y hasta de la fragmentación política de la disciplina, creo que estamos ante un problema filosófico mucho más interesante y significativo que un problema meramente político-ideológico. Para demostrar la importancia de la pregunta antropológica, en lo que sigue analizaré las respuestas implícitas y explícitas que a ella he encontrado en la historiografía de la mujer.
Desde el principio de la ola contemporánea de la historiografía de la mujer, sus practicantes se han preguntado si la mujer tiene una naturaleza distinta a la del hombre. Mientras en los Estados Unidos la respuesta ha sido casi unánimamente negativa, en América Latina y Europa se ha mostrado más tolerancia hacia la respuesta contraria. Por tanto, como en el feminismo mismo, uno encuentra aquí una variedad de matices, aunque no cabe duda de que la tendencia común en todas partes ha sido minimizar o rechazar por completo la existencia de diferencias naturales entre hombre y mujer. Una y otra vez, los participantes en estas discusiones han insistido que tal respuesta es una necesidad política debido a que el hombre siempre ha justificado la opresión de la mujer por medio del argumento de que existe una supuesta esencia o naturaleza femenina que hace de la mujer un ser inferior al hombre, y por lo tanto, apta para la subordinación y explotación. Ceder, incluso un poco, a la idea de que haya una naturaleza femenina sería abrir la puerta a la discriminación sexual.
Como consecuencia, ya no hay un epíteto más condenatario entre los académicos de los Estados Unidos que acusar a un colega de ser an essentialist o de ser partidario del essentialism. La acusación se considera tan seria que a muy pocos se les ocurre defender una posición “esencialista” y la única salida respetable es negar rotundamente la acusación. La teoría con que se justifica esta actitud es la de la construcción social, según la cual “todas las realidades son socialmente construidas”, premisa de otra “ley”: “no puede haber un conocimiento universal porque todo conocimiento está siempre “situado” en un momento dado y en un espacio específico cultural” [11]. Apoyados de tal forma en una teoría universalmente reconocida como prueba de la no-naturalidad de los sexos, los historiadores de la mujer han aplicado el método correspondiente: Historiar (historicize) lo que los hombres han llamado, equivocadamente, desde tiempo immemorial lo “natural” entre las mujeres. Es un método que pronto se asoció con el tropo de “desenmascarar”, con su implicación de un acto rebelde, valiente, moralmente superior y revelador de la verdad. Mientras tanto, cualquier argumento que asume o implica una diferencia “natural” entre los sexos se ridiculiza por contradecir la teoría de la construcción social, que ha llegado a tener un estatus sagrado. Otras características de la retórica anti-naturaleza son su superficialidad y su dogmatismo; raramente se encuentra un esfuerzo de investigar seriamente lo que es, obviamente, una cuestión filosófica con grandes implicaciones para el oficio del historiador.
Con matices y calificaciones, unos pocos historiadores de la mujer se han pronunciado a favor de la posición contraria. Gerda Lerner sostuvo la tesis de la diferencia en 1969: “Es un hecho que las mujeres son diferentes de los hombres y que sus papeles en la sociedad y la historia son distintos a los de los hombres. Distintos, pero iguales en importancia. Obviamente, sus logros también tienen que ser medidos según una escala distinta”. Lerner reafirmó su tesis en 1986, al decir que la diferencia sexual es algo dado biologicamente, pero que los valores asociados con esa diferencia son productos culturales [12]. En un artículo publicado en 1988, otra historiadora de la mujer muy destacada, Karen Offen, propuso la hipótesis muy perspicaz de que en la historia de los movimientos feministas, se destacan dos principales modos de argumentación a favor de los derechos de la mujer: la relacional (la igualdad, pero con reconocimiento de la existencia de naturalezas biológicas distintas, es decir, “la igualdad en la diferencia”) y la individualista, que surgió en la segunda mitad del siglo XX principalmente en los Estados Unidos y el Reino Unido, que insiste sobre todo en los derechos individuales del ser humano autónomo mientras descarta o minimiza la existencia de actividades exclusiva- mente propias de la mujer. Como es costumbre entre los historiadores de la mujer, Offen concluye su análisis histórico con una larga meditación sobre sus implicaciones políticas en cuanto a la emancipación de las mujeres en el mundo contemporáneo, terminando con una exhortación apasionada a favor de una estrategia política que combina los dos modos, con el fin de “reconfigurar el mundo según nuestros propios propósitos” y llegar así a “un mundo equitativo, un mundo en que las mujeres y los hombres puedan ser iguales y diferentes a la vez, un mundo libre del privilegio masculino y de la jerarquía masculina y del ejercicio de la autoridad masculina sobre la mujer”. Pasaron doce años. Repitió la idea, pero ya con un largo prefacio en que destaca sus credenciales como luchadora feminista. Luego: “Mientras que son las mujeres quienes menstrúan, conciben, dan a luz a los niños y los amamantan (o potencialmente o de hecho), sus vidas estarán estructuradas de forma distinta de las de los hombres. [...] Con los franceses digo, ‘Vive la différence’”. Pero luego insiste en la necesidad moral de imponer la igualdad entre los sexos y de demoler todos los obstáculos a ella, advirtiendo a sus lectores que el patriarcado es todavía muy fuerte y que las mujeres tienen que prepararse para una larga lucha. Concluye que el objetivo del feminismo sigue siendo el de “desafiar la hegemonía masculina” y “conseguir la justicia para las mujeres. [...] No queremos hacer que las mujeres sean idénticas al hombre, sino que queremos investirles del poder para que realicen su potencial completo como mujeres sin estorbo” [13]. Una vez más, Offen termina su reflexión en el campo puramente político, pasando por alto la profundización en el asunto antropológico que implicitamente demanda su comentario. De una manera semejante, Dubois et al. reconocen la importancia de la cuestión antropológica e incluso muestran una cierta apertura a un estudio profundo de ella. Pero en lugar de echar mano a los ricos recursos intelectuales disponibles, optan por una salida política. En una sección de su libro que lleva el subtítulo, “Ideology and Oppression”, las autoras consideran la posible existencia de una naturaleza femenina, pero pronto tiran la toalla, quejándose de que el concepto de “naturaleza” es “incoherente” y poco relevante en relación con la cuestión de “la justicia”, concepto que les es muy claro, aparentemente. Su búsqueda de la verdad antropológica se detiene por completo cuando declaran que, aunque se sabe exactamente qué es lo que separa al hombre de la mujer, el quid del asunto es que tales distinciones han sido utilizadas habitualmente para subordinar a las mujeres [14].
Los defensores de la posición anti-esencial (que en realidad debe incluir a disidentes como Lerner y Offen, debido a que no han hecho ningún esfuerzo de resolver las tensiones y, posiblemente, contradic- ciones que hay en su argumento) recibieron en los años ochenta una alternativa teórica más atractiva (para algunos) al construccionismo social, en los escritos, ya traducidos al inglés, de tres filósofos franceses: Foucault, Derrida y Lacan. Con las ideas de estos filósofos surgió la posibilidad de argüir no sólo que la realidad está construida, sino que las identidades y hasta el conocimiento de las identidades y de todo lo demás, incluso el sexo, está sujeto a un proceso permanente de manipulación y reformulación por parte de intereses poderosos y de quienes quieren desafiar dichos intereses. Para muchas universitarias feministas, fue una linea teórica ideal, por su rechazo total a la idea de una esencia y su invitación a la lucha política en contra del “poder”. En el campo de la historiografía de la mujer, la consecuencia más importante fue el súbito aumento de la popularidad del concepto de gender. Entre los historiadores de la mujer, nadie le dio al concepto un empuje más grande, tanto en los Estados Unidos como en Europa, que Joan W. Scott, desde los últimos años de la década de los ochenta. Sus ideas merecen atención por el reconocimiento que ha ganado mundialmente dentro de la disciplina de historia. Ha ocupado desde 1985 una cátedra en la institución académica más prestigiosa de los Estados Unidos, el Institute for Advanced Study de Princeton University, y es beneficiaria de premios muy apreciados en la disciplina de la historia [15].
En un muy citado artículo de la prestigiosa American Historical Review de 1986, Scott propuso el concepto de gender como categoría de análisis. Dos años más tarde, afirmó en un libro que el mero uso de las categorías “hombre” y “mujer” por parte de los historiadores de la mujer insinúa la existencia real y objectiva de “él” y de “ella”, una insinuación que tiende a confirmar la idea de que la mujer tiene “características inherentes e identidades objetivas” distintas a las del hombre. El resultado, dijo, es que los historiadores, aún sin querer, terminan sugeriendo que “la diferencia sexual es un fenómeno natural y no social” y como consecuencia, tanto la historiografía como “la política que sigue” de dicha historiografía, “terminan aprobando las ideas de una diferencia sexual inalterable que se usa para justificar la discriminación. Me parece –continúa Scott–, que una política feminista más radical (y una historia feminista más radical) necesitan una epistemología más radical”. Nótese bien que es el mero deseo arbitrario y personal de parte de Scott por algo “más radical” política e históricamente lo que la motiva a proponer la categoría de gender. Citando a Foucault y a Derrida, Scott concluye que tanto la política feminista como el estudio de la mujer por parte de los historiadores (scholarship about women) tienen exactamente el mismo fin: “enfrentar y cambiar las distribuciones existentes del poder”. Es un fin especialmente atractivo para el historiador feminista, dice Scott, porque “puede interpretar el mundo mientras intenta cambiarlo”. Siendo el gender un aspecto de la organización social que abarca los significados de la diferencia sexual, dichos significados son elementos de “muchos tipos de luchas por el poder”. Por tanto, cuando quiera que el historiador logre desenmascarar la naturaleza temporal y cultural de cualquier conocimiento sobre la diferencia sexual, “está abriendo el camino para el cambio”. En 1991, Scott hizo su famoso comentario de que “la experiencia es un evento lingüístico”, en un artículo casi incomprensible debido a sus incongruencias y al uso liberal del vocabulario posmoderno. Su camino en busca del gender como categoría de análisis culminó en 1999 con la aseveración de que las mujeres como colectividad realmente no existen; “la mujer” fue inventada con fines políticos por el patriarcado. Aunque su argumento está plagado de incoherencias lógicas, Scott concluye que tanto la diferencia sexual como la democracia y los derechos humanos tienen una raíz común: todos son meras “fantasias” y “deseos”. Ya en 1988 había propuesto que la historia no es algo real que se descubre sino una serie de construcciones elaboradas según reglas diseñadas por intereses políticos. Siendo la diferencia sexual una invención textual y no real, la tarea del historiador es simplemente relatar el proceso de construcción de esa diferencia, excavando sus “fantasias” constituyentes [16].
Desde el punto de vista de Scott, lo que se llama “la historia de la mujer” parece una ficción risible, y en efecto, desaparece como especialidad. Pero la ventaja política de la posición “anti-natural” o “anti-esencial” es obvia: elimina cualquiera objeción a la emancipación femenina que se basa en la existencia de una diferencia entre el hombre y la mujer. Una y otra vez se dice que si la mujer no goza de ninguna naturaleza especial, tampoco el hombre, y somos todos libres de “reconstruirnos” a la manera que nos dé la gana. El problema dialéctico a que ha dado pié esta aseveración sigue siendo tormentoso para algunos de sus partidarios, porque si la mujer no existe como ser esencialmente distinto del hombre, difícilmente puede ella insistir en tener una identidad propia. Si no tiene identidad distinta, no tiene historia propia, ni mucho menos derechos naturales. Por tanto, desaparecen lógicamente tanto la víctima como el victimario, y por añidadura la disciplina de la historia [17]. Historiadores de la mujer más tradicionales han respondido que autores como Scott se han convertido en instrumento del patriarcado, observando que, justo en el mismo momento (es decir, los años ochenta) en que la mujer descubría su propia historia, los dragones franceses se levantaron para devorarla [18]. Otros –incluso historiadores que dieron la bienvenida al gender analysis– han cuestionado el método deconstruccionista de Scott y sus discípulos debido a su tendencia a ignorar la importancia de la acción individual en la historia a favor de un énfasis excesivo en las fuerzas sociales [19]. Pero tales críticas se desvanecen mientras sus autores dejen de lado la única arma con la que puedan realmente combatir las ideas difundidas por Scott; esto es, una antropología que revele las diferencias esenciales (tanto naturales como socialmente construidas) entre los dos sexos. Tal vez la contradicción más prominente y absurda que se aprecia en los escritos de los partidarios de la perspectiva posmoderna es su tendencia a alabarse mutuamente por sus grandes contribuciones a la historia de la mujer, mientras no sólo niegan la existencia real de las mujeres, sino también la posibilidad de cualquier tipo de conocimiento.
Destaca, para los fines de este artículo, la manera en que aquella especialidad que nació como “historia de la mujer” y luego dio luz al “estudio del gender” ha transformado la disciplina de la historia, por lo menos en los Estados Unidos. En el campo de la historia de América Latina, por ejemplo, el “gender analysis” ha “revolucionado” su historiografía, según Gilbert M. Joseph de la Universidad de Yale, un historiador prominente de esa región [20]. Pocas especialidades historiográficas se han visto revolucionadas de manera semejante. Dondequiera que se presente el gender analysis, se ve acompañado por sus dos jinetes, la politización abierta y comprometida, y una antropología subyacente que rechaza cualquiera noción de la esencia humana. Estas asociaciones han sido ideales para el nacimiento de la nieta de la historia de la mujer, es decir, la historia de la homosexualidad, ya conocido como “gay history”, que se acompaña (como su madre) por una antropología anti-esencial y un compromiso con el movimiento social contemporáneo que aboga por la emancipación y la igualdad de los homosexuales. Ha sido una repetición exacta de las circunstancias que dieron a luz a su abuela –un movimiento social inspira la invención de una especialidad historiográfica, que sucesivamente se orienta para contribuir al éxito del movimiento– [21]. Todo este fermento ha engendrado además otra especialidad, la de la historia de la sexualidad, que desde 1990 ha tenido su propia revista, The Journal of the History of Sexuality, editada por la Universidad of Texas. Tal vez el signo más obvio del parentesco que hay entre estos diversos campos es el sentido de furia que comparten sus historiadores sobre la supuesta “invisibilidad” del sujeto, sea una mujer o una persona homosexual, y la gran necesidad que comparten de revelar el sujeto y así corregir la gran injusticia de la victimización. “Las mujeres que evitan la compañía de los hombres”, dice Mary Spongberg, “que solamente se relacionan con las mujeres, no han tenido el mismo acceso a los registros históricos” que las mujeres que se asociaron con los grandes hombres. Pero en realidad las lesbianas han sido doblemente victimizadas porque no sólo han sido invisibles sino que su historiadora encuentra “la omisión casi completa de actos sexuales entre mujeres en los registros de la policía o las cortes de justicia” [22]. Evidentemente, hay un fuerte sentido de identificación entre los historiadores de dichos sujetos y los sujetos mismos.
Otro campo de investigación ligado al de la historia de la mujer es la historia familiar, es decir la historia del parentesco. Por haber sido considerado durante mucho tiempo como el lugar natural y preferido de la mujer, la familia es una institución de interés especial para los historiadores de la mujer, y como consecuencia han aumentado mucho los estudios de la historia de la familia [23]. Como era de esperarse, el historiador de la mujer aborda la familia con perspectivas especiales que reflejan su compromiso con el cambio social contemporáneo. Parece que cuando los historiadores de la mujer vuelven al estudio de la familia tienden a ignorar la familia per se y fijan la mirada en la mujer individual, a quien ellos consideran como alguien “oculto” dentro de la estructura opresiva de la familia. Desde esta perspectiva, según Tilly, la familia es una mera contingencia, y los temas más importantes son “la sexualidad como entorno para la autonomía, la familia como entorno para la lucha, y la familia como una de las posibles plataformas para lanzar la política”. Silvia Arrom, especialista en los dos campos, ha señalado “las hipótesis contradictorias de la historia de la familia y de la mujer: Los historiadores de la familia-élite suelen suponer que las familias se comportaban como unidades homogéneas; mientras que los historiadores de la mujer suponen que la familia era un área de conflicto”. Aunque parece obvio que existen y han existido conflictos familiares desde tiempo inmemorial, Rapp et al. advierten, en un tono de desenmascaramiento audaz, que sería un error asumir que ha existido una “harmonía completa de intereses entre miembros de la misma familia” [24]. Por supuesto, de la misma manera en que han proyectado a la mujer y al hombre como “construcciones”, los historiadores de la mujer tienden a insistir también en que no hay nada “natural” que distinga la familia, dejando así abierto el camino a la “reconstrucción” de la institución familiar, y convirtiendo a ésta en un conjunto de “relaciones personales entre gente que se asocia libremente” [25]. Con mucha razón, los historiadores de la mujer señalan la influencia extraordinaria que tiene la familia sobre los valores, hábitos y maneras de pensar de los niños, pero tienden a asociar la familia con valores que no les gustan y que quieren cambiar. Al mismo tiempo, se nota una fusión entre la historia de la familia y la historia de la sexualidad, y el descubrimiento de dos nuevas ideologías que los historiadores deben reconocer en el pasado y desenmascarar, el maternalism y el familialism [26]. Todo esto es congruente con el movimiento en los Estados Unidos y Canadá de convertir el matrimonio en nada más que una relación íntima entre un número no- especificado de individuos, de una manera semejante a la que el gobierno de España logró con la Ley 13 de 2005, a través de la cual se modifica el Código Civil en lo relativo al derecho a contraer matrimonio [27].
Robert H. Holden, en revistas.unav.edu/
Notas:
1 Arlette Farge ha notado que el surgimiento del campo de la historia de la mujer, en los años setenta, separó casi inmediatemente a los dos sexos, algo insólito que ella atribuye al hecho de que las mujeres historiadoras pudieron identificarse con la materia (es decir, la mujer), pero esto no explica porque hay tan pocos hombres que trabajan en el campo; “Method and Effects of Women’s History”, en: Michelle PERROT (comp.), Writing Women's History, Oxford, Blackwell, 1992, p. 10. Debido a que hay historiadores de la mujer que no son mujeres, y que no hay razón para excluir al sexo masculino de la especialidad, en este ensayo usaré el substantivo neutral ‘historiadores’ para referirme a los que han contribuido a la historiografía de la mujer.
2 Por ‘America’ quiero decir los dos continentes americanos. Fuera de Europa y América, se datan los inicios de la ola contemporánea de forma distinta. En Japón, ésta surgió inmediatamente después de su derrota por los poderes aliados en 1945, alentada por los cambios introducidos por las fuerzas armadas de los EE.UU. durante la ocupación militar del país, según Hiroko TOMIDA, “The Evolution of Japanese Women’s Historiography”, Japan Forum, 8/2, 1996, pp. 189-203. Esta autora destaca la subordinación extraordinaria de la mujer japonesa antes de 1945. Una historiografía seria de la mujer africana empezó a aparecer en los años setenta, por la influencia europea-americana, según Iris BERGER, “African Women’s History: Themes and Perspectives”, Journal of Colonialism & Colonial History, 4/1, 2003; durante el mismo período en la India, informa Geraldine Hancock FORBES, “Reflections on South Asian Women’s/Gender History: Past and Future”, Journal of Colonialism & Colonial History, 4/1, 2003. Para una visión global del nacimiento de la especialidad, vease Karen OFFEN; Ruth Roach PIERSON y Jane RENDALL, “Introduction”, en Karen OFFEN; Ruth Roach PIERSON y Jane RENDALL (comps.), Writing Women’s History: International Perspectives, Bloomington, Indiana University Press, 1991, pp. xx-xxi.
3 Debido a la variedad de definiciones del feminismo, desde un
extremo ‘liberal’ o moderado, hasta el otro en donde se encuentra el separatismo, las orientaciones ideológicas de los historiadores de la mujer (y por tanto sus escritos) han tenido matices a veces bien distintos; por ejemplo, se identifican nueve formas diferentes de teoría feminista, en Carolyn ZERBE y Ada SINACORE, “Feminist Theories”, en: Judith WORELL (comp.), Encyclopedia of Women and Gender: Sex Similarities and Differences and the Impact of Society on Gender, I, San Diego, Academic Press, 2001, pp. 469-80. Como mínimo, casi todos los feministas comparten que (1) las mujeres han sido oprimidas y subordinadas injustamente por los hombres, y
(2) es un deber político si no moral poner fin a esa situación. Ha habido un debate entre los que insisten que la opresión de la mujer por el hombre ha sido una constante casi invariable en la historia de la humanidad contra otros que argumentan acerca de la existencia de transformaciones, a veces muy notables, en el estatus de la mujer; ejemplos del primer caso son dos obras de Judith M. BENNETT, “Comment on Tilly: Who Asks the Questions for Women’s History?”, Social Science History, 13/4, 1989, p. 475, y “Confronting Continuity”, Journal of Women’s History, 9/3, 1997, pp. 73-94. Para el segundo, véase Louise A. TILLY, “Response”, Social Science History, 13/4, 1989, pp. 479-80; y Bridget HILL, “Women’s History: A Study in Change, Continuity or Standing Still?”, Women’s History Review, 2/1, 1993, pp. 5-22.
4 Entre los muchos especialistas que reconocen estos dos métodos, vease Ellen DUBOIS; Gail KELLY; Elizabeth KENNEDY; Carolyn KORSMEYER y Lillian ROBINSON, Feminist Scholarship: Kindling in the Groves of Academe, Urbana, University of Illinois Press, 1987, pp. 39ss. y Gisela BOCK, “Challenging Dichotomies: Perspectives on Women’s History”, en: Karen OFFEN; Ruth Roach PIERSON y Jane RENDALL (comps.), Writing Women’s History: International Perspectives, Bloomington, Indiana University Press, 1991, p. 1.
5 Louise Tilly, entre las más prominentes historiadoras de la mujer en los Estados Unidos, aplica los dos conceptos: ‘feminist history’ y ‘women’s history’, como si fueran sinónimos, la que es una práctica muy común; “Women’s History and Family History: Fruitful Collaboration or Missed Connection?”, Journal of Family History, 12/1, 1987, pp. 303-15. E. DUBOIS et al., Feminist Scholarship, afirman que intentaron separar las dos categorías, ‘estudios feministas’ e ‘investigaciones sobre la mujer’, pero tuvieron que concluir que fue imposible porque el feminismo es ‘el contexto dentro del cual casi todos los estudios sobre la mujer se están llevando a cabo en este momento’ (pp. 7-8). Sólo se distinguen en el caso de que el autor se refiera a la tarea específica de investigar la historia del feminismo como movimiento social, como en el caso de Karen OFFEN, que enfoca el feminismo como fenómeno histórico; Offen define dicho movimiento como ‘desafio a la hegemonía masculina’ y ‘campaña para poner fin a la subordinación de la mujer por parte del hombre’ (p. xi); considera que su propio libro es parte esencial de dicha campaña: European Feminisms 1700- 1950: A Political History, Stanford, Stanford University Press, 2000.
6 Rosa María CAPEL MARTÍNEZ, “Introducción”, Cuadernos de Historia Moderna, 19, 1997, pp. 9-18; Jean ALLMAN y Antoinette BURTON, “Destination Globalization? Women, Gender and Comparative Colonial Histories in the New Millenium [sic]”, Journal of Colonialism & Colonial History, 4/1, 2003.
7 Gerda LERNER, The Creation of Patriarchy, Nueva York, Oxford University Press, 1986, pp. 3, 220.
8 Ha sido tan común esta premisa que sería dificil encontrar una discusión teórica entre los historiadores de la mujer que la omita. En 1982, Patricia Hilden afirmó la omnipresencia de dicha premisa: las feministas de los años sesenta del siglo XX “comprendieron que el éxito político en el presente depende de un análisis histórico. La historia de la mujer, pues, desde su nacimiento fue una actividad dedicada al presente. [...] En todas partes se acepta la necesidad de entender la opresión de la mujer en el pasado para corregirlo en el presente”. Hilden reconoció que la tendencia a instrumenta- lizar la historia para fines políticos había dado pie a obras mediocres. Sin embargo, Hilden no aboga por el abandono del fin político sino que recomienda que las teorías y las investigaciones (orientadas hacia el logro de ese fin político) sean más cuidadosas. Patricia HILDEN, “Women’s History: The Second Wave”, Historical Journal, 25/2, 1982, pp. 501, 511-2. En una conferencia principal frente a un congreso de historiadores de la mujer en 1979, Joan Kelly exhortó a su audiencia que “extirpen por completo la jerarquía de género y de sexo, y con ellos todas las formas de dominación”; “The Doubled Vision of Feminist Theory: A Postscript to the ‘Women and Power’ Conference”, Feminist Studies, 5/1 1979, pp. 216-27. En 2000, Karen Offen llamó a su propia historia del feminismo europeo, “una guía política, un acto político” (K. OFFEN, European Feminisms, p. 395). Louise Tilly observó con evidente aprobación que cuando historiadores feministas aplican la categoría de gender “expresan así un compromiso político hacia la promoción de la igualdad de género, la autonomía individual de la mujer, y el acceso al poder político y económico”; “Gender, Women’s History, and Social History”, en Social Science History, 13/4, 1989, pp. 448-9, 451, 452.
Uno de los pocos historiadores de la mujer que han cuestionado la politización de su campo es Silvia ARROM, “Historia de la Mujer y de la Familia Latinoamericanas”, Historia mexicana, 42/2, 1992, pp. 389-90. Otra es Elizabeth Fox-Genovese, entre las pioneras de la especialidad, quien observó en una entrevista que, para los últimos años ochenta del siglo pasado, “poco a poco se hacía muy claro que mis colegas pensaron que para participar en el campo de los estudios de la mujer, incluso la historia de la mujer, uno tuvo que ser leal a unas tradiciones políticas específicas”, en: Stephen GOODE, “Genoveses try to alter the course of history teaching”, Insight on the News, 14 (1/VI/1998), p. 20.
9 Peter LASLETT, “The Character of Familial History, Its Limitations and the Conditions for its Proper Pursuit”, Journal of Family History, 12/1-2, 1987, pp.. 268-71.
10 Este es un argumento que he desarrollado en Robert H. HOLDEN, “What Is Your Anthropology? What Are Your Ethics?”, Historically Speaking, 6/4, 2005, pp. 35-7.
11 Mary GERGEN, “Social Constructionist Theory”, en: Judith WORELL, (comp.), Encyclopedia of Women and Gender: Sex Similarities and Differences and the Impact of Society on Gender, II, San Diego, Academic Press, 2001, p. 1044.
12 Gerda LERNER, “New Approaches to the Study of Women in American History”, Journal of Social History, 3/1, 1969, pp. 53-62 y The Creation of Patriarchy, pp. 6, 238.
13 Karen OFFEN, “Defining Feminism: A Comparative Historical Approach”, Signs, 14/1, 1988, pp. 119-57 y European Feminisms, pp. 14-15, 16.
14 DUBOIS, KELLY, KENNEDY, KORSMEYER y ROBINSON, Feminist Scholarship: Kindling in the Groves of Academe, pp. 101-10. Se ve la misma superficialidad fuera de la disciplina de la historia. La profesora de inglés y teórica del género, Sarah Gamble, insiste en que el feminismo existe porque en la sociedad contemporánea la mujer es siempre vista como el contrario- negativo del hombre (hombre/fuerte, mujer/débil, hombre/racional, mujer/ emocional, hombre/activo, mujer/pasiva, etc.), posición exagerada que explica la hostilidad a cualquier concepto de “naturaleza femenina”; en: “Introduction”, en: Sarah GAMBLE (comp.), The Routledge Critical Dictionary of Feminism and Postfeminism, Nueva York, Routledge, 1999, p. VII.
15 Una historiadora italiana opina que, “[d]esde un punto de vista epistemológico, el enfoque en las relaciones y jerarquías de género es la contribución más significativa a la investigación histórica contemporánea por parte del movimiento feminista americano”, y añadie que el impacto de las obras de Scott en Italia fue grande; Silvia MANTINI, “Women’s History in Italy: Cultural Itineraries and New Proposals in Current Historiographical Trends”, Journal of Women’s History, 12/2, 2000, pp. 172-3. La influencia a escala mundial de la obra de Scott está evaluada también en OFFEN, PIERSON, y RENDALL, “Introduction”, p. xxxiv. El concepto de gender había sido propuesto como un instrumento en la historia de la mujer, tal vez por la primera vez, en 1976 por Natalie Zemon Davis, quien recomendó como prioridad el estudio de los cambios en los papeles sexuales de los dos sexos, pero sin referencia a métodos deconstruccionistas y sin poner en duda la existencia misma de la identidad sexual, como hará después Scott. Sin embargo, para 1985, Davis parece haberse convertido a la posición que Scott promoverá; veanse las dos obras de Davis: “‘Women’s History’ in Transition: The European Case”, Feminist Studies, 3/3-4, 1976, p. 90 y “What Is Women’s History?”, History Today, 35, 1985/VI, p. 42. Un resumen de los pasos intelectuales que siguieron los historiadores de la mujer hacia el descubrimiento de que incluso el sexo es “construido” se encuentra en Merry E. WIESNER-HANKS, “Women, Gender, and Church History”, Church History, 71/3, 2002, pp. 605-10.
16 Las citas de este párrafo vienen de las siguientes obras de J. SCOTT: Gender and the Politics of History, Nueva York, Columbia University Press, 1988, pp. 3-11; “History in Crisis? The Others’ Side of the Stor”, American Historical Review, 94/3, 1989, pp. 681, 691; “The Evidence of Experience”, Critical Inquiry, 17/4, 1991, pp. 792-3; y un nuevo capítulo (Nº. 10) de la segunda edición (1999) de Gender and the Politics of History. Vease también su “Gender: A Useful Category of Analysis”, American Historical Review, 91/5, 1986, pp. 1053-75.
17 Los ideológos de la doctrina anti-natural reconocen el problema, pero insisten en que sólo es un problema aparente. Citando a Jacques Lacan y Renata Saleci, Joan Scott observa que mientras la idea de derechos humanos universales es pura fantasía, es una fantasía útil para los que sienten la necesidad de ser reconocidos; Gender and the Politics of History, pp. 216-7.
Vease tambíen el libro de ensayos de Amnesty International dedicado a la cuestión de la tensión entre la “desconstrucción” del sujeto, por un lado, y el discurso sobre los derechos: Barbara JOHNSON (comp.), Freedom and Interpretation: The Oxford Amnesty Lectures, Nueva York, Basic Books, 1993.
18 WIESNER-HANKS, “Women, Gender, and Church History”, pp. 605- 10; la tensión aún existente entre los exponentes de la historia de género y los de historia de la mujer se analiza en ALLMAN y BURTON, “Destination Globalization? Women, Gender and Comparative Colonial Histories in the New Millenium [sic]”.
19 Louise A. TILLY, “Gender, Women’s History, and Social History”,
Social Science History, 13/4, 1989, pp. 448-9, 451, 452.
20 Gilbert M. JOSEPH, “A Historiographical Revolution in Our Time”, Hispanic American Historical Review, 81/3-4, 2001, p. 445; para ejemplos sobre cómo algunos historiadores aplican gender a la historia política y económica, vease Thomas Miller KLUBOCK, “Writing the History of Women and Gender in Twentieth-Century Chile”, Hispanic American Historical Review, 81/3, 2001, p. 518 y Sarah C. CHAMBERS, “New Perspectives in Latin American Women’s and Gender History”, Journal of Colonialism & Colonial History, 4/1, 2003.
21 Phyllis STOCK-MORTON, “Finding Our Own Ways: Different Paths to Women’s History in the United States”, en: Karen OFFEN; Ruth Roach PIERSON y Jane RENDALL (comps.), Writing Women's History: International Perspectives, Bloomington, Indiana University Press, 1991, p. 63.
22 Mary SPONGBERG, Writing Women’s History Since the Renaissance, Basingstoke, Palgrave MacMillan, 2002, p. 218.
23 CAPEL MARTÍNEZ, “Introducción”, p. 17 y Robert WHEATON, “Observations on the Development of Kinship History, 1942-1985”, Journal of Family History, 12/1-3, 1987, p. 290.
24 Louise A. TILLY, “Women’s History and Family History: Fruitful Collaboration or Missed Connection?”, Journal of Family History, 12/1, 1987, pp. 309-10; Silvia Marina ARROM, “Historia de la Mujer y de la Familia Latinoamericanas”, p. 397; Rayna RAPP; Ellen ROSS y Renate BRIDENTHAL, “Examining Family History”, Feminist Studies, 5/1, 1979, p. 187.
25 Joan KELLY-GADOL, “The Social Relation of the Sexes: Methodological Implications of Women’s History”, Signs, 1/4, 1976, pp. 809-23; Rayna RAPP; Ellen ROSS y Renate BRIDENTHAL, “Examining Family History”.
26 Para una introducción a los dos conceptos, vease Lynne HANEY y Lisa POLLARD, “In a Family Way: Theorizing State and Familial Relations”, en: Lynne HANEY y Lisa POLLARD (comps.), Families of a New World: Gender, Politics, and State Development in Global Context, Nueva York, Routledge, 2003, pp. 1-16. Sara Poggio hace notar el conflicto que había entre feministas estadounidenses de orígen mexicano y las feministas ‘anglosajo-nas’ quienes acusaron a las primeras de ‘familismo’; “Historia de las Chicanas: ¿Chicanas en Qué Historia?”, en: Eugenia RODRÍGUEZ SÁENZ (comp.), Un Siglo de Luchas Femeninas en América Latina, San José, Costa Rica, Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2002, pp. 41, 46. Joan Kelly exhorta a sus lectores “a extirpar la jerarquía de genero y de sexo totalmente, y con ellas todas las formas de dominación”, incluso la familia, debido al control injusto que ejerce sobre la “sexualidad femenina”; “The Doubled Vision”, p. 223. Después de la muerte de Kelly en 1982, la American Historical Association (AHA), la sociedad de historiadores más grande y
prestigiosa de los Estados Unidos, estableció un premio para honrarla, “The Joan Kelly Memorial Prize”, que se da anualmente al autor del libro de la historia de la mujer “que mejor refleja los altos ideales intelectuales y de estudio ejemplicados en la vida y obra de Joan Kelly”. La autora de The History of the Family and the History of Sexuality, manual estudiantil sobre la historia de la familia, publicado por la AHA, es Estelle Freedman, profesora de Stanford University, quien se identifica como “outsider” (forastera) en el mundo académico por su condición de “judía, mujer, feminista, y lesbiana”, y como activista “profundamente involucrada” en la campaña para legalizar uniones de personas del mismo sexo; Feminism, Sexuality and Politics: Essays, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2006, pp. 9, 187.
27 En el caso de América del Norte, el movimiento por la transformación del matrimonio y la familia, y el apoyo que recibe por parte de asociaciones legales influyentes, está bien documentado y analizado en Dan CERE, The Future of Family Law: Law and the Marriage Crisis in North America, Nueva York, Council on Family Law, Institute for American Values, 2005.
Juan Luis Lorda
Tenemos un formidable patrimonio para estudiar no solo con la devoción arqueológica de quien admira el pasado, sino como inspiración y apoyo ante los nuevos retos en la vida de la Iglesia
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