Son numerosos los autores contemporáneos −sean creyentes o no− que reflejan en su obra el legado cristiano, como deja constancia este artículo
La llegada a la presidencia de Estados Unidos de un católico como Joe Biden deja un dato muy significativo. No solo no le ha sido afeada o criticada su adscripción religiosa, sino que la opinión pública ha ido mucho más allá de la indiferencia o de la tolerancia. El catolicismo de Biden ha sido expresamente celebrado en amplios sectores, como no se recordaba desde la presidencia de John Fitzgerald Kennedy. No se nos escapa que confluyen otros condicionantes ideológicos o partidistas, pero hace solo unos pocos años ¿era concebible una celebración a nivel global del cristianismo confeso de un líder mundial?
En la misma línea, el tratamiento mediático al Papa Francisco ha sido más generoso que el que recibieron sus predecesores, tal vez con la excepción de Juan Pablo II. Los medios más oficiales le jalean como figura pública y, más aún, se le felicita calurosamente cuando interviene para dar su opinión en asuntos públicos y hasta políticos. Antaño se habría pedido al Sumo Pontífice que no interfiriese. Ahora se le escucha y −todavía más− se le pide, incluso, que intervenga más.
En el siglo XXI hay algunos síntomas que parecen delatar un renovado interés por lo trascendente, en general y, en particular, por las aportaciones del cristianismo a la sociedad occidental. Incluso en aquellos casos (la cabeza del Estado más poderoso del mundo, y la cabeza de la religión más influyente y extendida) que, en el pasado reciente, hubiesen levantado suspicacias y críticas o simplemente se hubieran ignorado.
El mundo de la cultura, que por su propia naturaleza sirve para tomar el pulso a los tiempos que corren, muestra una llamativa apertura al fenómeno del cristianismo. Desde posiciones que nada tienen que ver con la religión, se percibe un renovado interés y, en muchas ocasiones, una profundización en su realidad y en su mensaje.
Fijémonos en Greyhound (2020), la película producida por Apple y protagonizada por Tom Hanks. Es cine bélico, de trepidante acción y sin la intención declarada de hacer cine religioso (que es un compartimento estanco entre los géneros de cine), pero, sin embargo, muestra sin ningún complejo a un comandante de la Armada norteamericana que reza y que resulta, consciente o inconscientemente, un modelo de caballero (moderno) y, además, cristiano.
Otra prueba más explícita, si cabe, del nuevo ambiente es la película Vida oculta (2019), de Terrence Malick. Aunque el aclamado director de cine siempre ha demostrado un gran interés por la trascendencia de sus argumentos y por la vida interior de sus personajes, nunca había sido tan transparente como en esta película. Narra la vida real de Franz Jägerstätter, un granjero austríaco que se opuso a los nazis, que lo ajusticiaron, y que fue declarado beato por Benedicto XVI.
En las series, con tanta o más influencia hoy que el cine, se puede observar la misma apertura hacia el fenómeno cristiano. John Adams (Kirk Ellis, 2008), por ejemplo, revaloriza la historia y el legado del más cristiano de los padres fundadores de Estados Unidos. Un político que defendió una idea que alcanza hasta hoy: las democracias necesitan un sustrato moral −en este caso, de honda raigambre cristiana− para poder levantar su edificio de libertades civiles.
Como comenta el profesor de la Universidad de Navarra, Alberto Nahum García, la influencia cristiana en las series requeriría, tan amplia es, de un estudio pormenorizado. Incluso en su vertiente más friki, como puede ser la reciente 30 monedas (Alex de la Iglesia, 2020) se observa un acercamiento respetuoso y comprensivo al hecho espiritual. Hay, para este profesor, un elemento esencial en la nueva narrativa televisiva que es la culpa y la redención que bebe muy directamente de la herencia cultural y antropológica del cristianismo.
En este mismo 2021 se ha estrenado en Madrid por la Compañía Nacional de Teatro Clásico la obra de Calderón de la Barca, El príncipe constante (1609). A pesar de ser una de las grandes obras de nuestro Siglo de Oro, que cuenta con el aval de que el mismísimo Goethe declarase que, si se destruía toda la poesía del mundo, solo con que se salvase El príncipe constante se podría reconstruir, y a pesar de la hondura y la grandeza de su personaje principal, llevaba muchísimo tiempo sin representarse. El olvido puede ser por múltiples razones, pero no es aventurado decir que, entre ellas, se encuentra su carácter confesional. El siglo XXI, dando de nuevo muestra de una novedosa apertura, ha roto esa barrera de cristal. La obra ha obtenido un éxito desprejuiciado de crítica y público.
En el campo de la narrativa, tendremos ocasión de hablar más tarde de obras como El Reino (Anagrama, 2014) de Emmanuel Carrère o Feria (Círculo de Tiza, 2020) de Ana Iris Simón, el libro revelación de la joven autora manchega (Campo de Criptana, 1991).
Más allá de la cultura, también en la propia vida social y política puede verse esta creciente presencia del cristianismo. Acerca de las confluencias cada vez más manifiestas entre cristianismo y ecologismo, destaca la página web católica Aceprensa que el político francés «Luc Chatel advirtió la fuerte presencia de cristianos entre los activistas medioambientales desde los años setenta, en contra de apariencias más o menos superficiales. Publicó sus conclusiones en Le Monde. El historiador de las religiones Odon Vallet hace una confidencia: “Ha habido pioneros de la ecología entre los cristianos desde principios de los años 70 y yo fui uno de ellos”. En fin, la encíclica Laudato si [2015] ha puesto fin a toda ambigüedad entre antropocentrismo y ética ambientalista, y consolida otros puntos comunes entre cristianos y militantes ecologistas: no-violencia, preocupación por los países pobres, formas de vida comunitaria, o crítica del materialismo». En esa misma línea, podría añadirse el hecho de que una organización no gubernamental tan influyente hoy en la lucha por los derechos humanos, como Amnistía Internacional, fuera fundada por un abogado católico inglés como fue Peter Berenson (1921-2005).
En este mismo año, ha sorprendido la vitalidad de un inesperado debate sobre el papel y la función de los intelectuales cristianos. El joven filósofo Diego S. Garrocho, profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid, lo inauguró con un artículo en el diario El Mundo: «¿Dónde están los cristianos?». Ha recibido un número extraordinario de contestaciones. Ya sea mediante artículos de, entre otros, Miguel Ángel Quintana Paz, Miguel Brugarolas, Vicente Niño, Estrella Fernández-Martos o Ricardo Calleja; o por debates públicos organizados por revistas digitales y universidades. Otra señal más de un resurgimiento del interés general.
Tal vez ese fenómeno se deba a una corriente que el escritor y columnista Manuel Hidalgo destacaba en su artículo «La gente tiene ganas de resucitar», publicado en El Español. «Se percibe un cierto retorno de la religiosidad de un tiempo para acá −escribe−, debido a motivaciones variadas y con caras poliédricas. En ciertos estratos del cuerpo social, tanto conservadores como liberal-progresistas en sentido amplio, ilustrados ambos, se viene advirtiendo un hartazgo y una pérdida de ilusión respecto a las ideologías (políticas o no) cerradas, que está dando lugar a un deslizamiento hacia la espiritualidad, la valoración preferente de la bondad y el refugio en la experiencia estética».
«En esta línea −continúa Hidalgo−, incluso entre laicos no practicantes y muy vagamente creyentes, la atracción hacia un cristianismo esencial y originario, seguramente impreciso, está abriéndose un hueco. Se trata, en muchos casos, creo, de un cristianismo a la carta, como de libre examen (algo protestante, en ese sentido), quizás más abundante en esperanza que en fe, que obvia buena parte de la dogmática, del magisterio y de la historia de la Iglesia (controvertidos) y que se atiene tanto al deseo de una cierta excelencia moral como al aprecio del legado cultural y estético de la religión».
Y el columnista termina por ofrecer algunos ejemplos de lo que él llama «cristianismo a la carta». «El prestigio reciente y creciente del silencio, la meditación, el eremitismo y el franciscanismo rurales (dieta, ejercicio, paseo, austeridad) −explica− conectan bien con la estima tanto de determinadas propuestas evangélicas como con la consideración positiva de la herencia civilizatoria de las catedrales, los monasterios, las ermitas, la pintura, la música, la arquitectura, no poca literatura y pensamiento cristianos».
Estos fenómenos, tan palpables, fueron anunciados en God is Back: How the Global Revival of Faith Is Changing the World de 2009, escrito por John Micklethwait y Adrian Wooldridge. Son confirmados y estudiados por el reciente La planètte catholique. Une géographie culturelle de Jean-Robert Pitte (Tallandier, 2020). Lo sociológicamente interesante de este libro sobre la influencia católica en el mundo de hoy, todavía no traducido al español, es la buena acogida entre los críticos de los medios más diversos. Todo este clima de opinión puede ser resumido por la observación del filósofo Michel Onfray, reconocido ateo, que, en Décadence. Vie et mort du judéo-christianisme (Flammarion, 2017), admitió que debía cambiar de criterio: «Las religiones habían vuelto a ser −constató− una fuerza histórica mayor».
La relación más abierta del siglo XXI con el cristianismo se observa y se comprende muchísimo mejor en la frontera que delimita el mundo de los creyentes y el mundo de los ateos o agnósticos. Es cada vez más permeable, y permite el comercio intelectual e histórico, también incluso cierto contrabando de ideas y de imágenes, de sentimientos y de memorias o propuestas sociales. También aquí, como defienden para la economía los partidarios del libre comercio, la riqueza aumenta a ambos lados de la frontera gracias al intercambio incesante.
En esa línea fronteriza centraremos nuestra atención, sin obviar que existen, por supuesto, interesantes pensadores confesionalmente cristianos. Muchos de ellos teólogos de interés o apologetas o escritores sociales o políticos o críticos culturales.
A modo de recordatorio, se pueden citar a François-Xavier Bellamy, Rémi Brague, Fabrice Hadjadj, Pierre Manent, Chantal Delsol, Alasdair MacIntyre, Peter Kreeft, Richard Swinburne, Nicholas Walterstorff, John Finnis, Patrick Deneen, Chris Smith, Robert Spaemann, entre otros. También hay autores de enorme relevancia social que critican muy directamente al cristianismo como Sam Harris (El fin de la fe, 2004), Richard Dawkins (El espejismo de Dios, 2006) o Christopher Hitchens (Dios no existe, 2009).
Sin embargo, han venido a sumarse otras posiciones a ese intercambio entre el cristianismo y las realidades más propias del tiempo. En esa frontera, se observa un hecho muy interesante. No hace falta ser cristiano para echar en falta las enseñanzas y los criterios morales que el cristianismo sostenía.
La actitud preponderante en este espacio es descrita por Tom Holland en una entrevista con Ángel Vivas: «No me pregunto si existe Dios o si es el Dios de los cristianos, sino que me centro en los actos de los seres humanos. Pero tampoco pretendo ser como Voltaire, criticando las creencias en lo sobrenatural, porque esa creencia es el motor de la cristiandad y hay que tomársela en serio para entender la historia del cristianismo».
En el libro de Víctor Lapuente Decálogo para el buen ciudadano (Atalaya, 2021), pueden encontrarse referencias al asunto. El periodista Vidal Arranz las resume: «Préstese atención al hecho de que Lapuente ni entra ni sale en la realidad metafísica última de Dios, sobre la que no se pronuncia. Él se queda en el más acá de reconocerlo como una formidable “creación cultural humana”. Si detrás de ello hay una mano divina que guía esa creación o si es un fruto exclusivamente del hombre es materia en la que nuestro autor no se mete. Ni falta que hace, podríamos añadir, porque el suyo no es libro confesional y esa neutralidad le permite construir un territorio de encuentro».
Lapuente hace, en efecto, una argumentación brillante a favor, no de la fe, pero sí de la utilidad de las creencias. Es una advertencia muy siglo XXI contra la suficiencia del escepticismo que puede llevarnos a despreciar demasiado rápido las religiones. Su línea argumentativa tiene ilustres precedentes, a ambos lados de la fe. Marvin Harris, desde el materialismo, o G. K. Chesterton, desde el cristianismo. Juan Luis Redondo en el artículo «El auge de las religiones civiles: del nacionalismo al movimiento “woke”» cita a Yuval Harari y su libro Sapiens que «también describe la ventaja competitiva de la especie humana basada en “construir relatos” que unen a grandes grupos en proyectos comunes. Esa fue la labor de la religión durante milenios».
Según narra Rémi Brague en Manicomio de verdades (Encuentro, 2020) esa frontera puede cruzarse en distintas direcciones. Brague cuenta el desconcierto entre la intelectualidad francesa cuando el Papa Benedicto XVI, el 12 de septiembre de 2008, en París, les propuso como ejemplo la vida monacal de la Edad Media. Incluso el sabio y sagaz Brague confiesa que ha tenido que leer varias veces aquel texto para entender qué quería decir el romano pontífice. Con aquella mención, el Papa apuntaba a un hecho de primerísima importancia histórica, que proponía como modelo para este siglo. Los monjes medievales no intentaron influir en la política ni hacer filología clásica ni promover la civilización occidental. Solo aspiraban a dar gloria a Dios. Pero de aquel empeño nacieron frutos involuntarios que aún nos iluminan. Podemos llamarlos −usando unaterminología económica− subproductos de la vida monástica. Lo que Benedicto XVI quería sugerir es que los cristianos solo pueden cambiar el mundo de este modo indirecto, como quien no quiere la cosa. La coincidencia con el objeto de estudio de este artículo es llamativa. Pues propone al mundo o al siglo que acoja, no la fe en primera instancia, sino sus subproductos culturales, sociales o intelectuales.
Como en un espejo, el mundo actual también reconoce la especial necesidad de esos subproductos. No es la virtud teologal de la fe lo que busca del cristianismo, sino aquellos fundamentos sociales que, con la secularización del mundo, ha aprendido, con sorpresa, a echar de menos. El nuevo interés por el cristianismo se desarrolla en los dos sentidos de la palabra «interés», por una pura curiosidad intelectual, más libre de prejuicios que en otras épocas; y también por conveniencia (por una legítima conveniencia) al sentir la necesidad de ciertos fundamentos filosóficos, límites éticos y respuestas existenciales.
No le extrañaría a Julien Ries, que en Lo sagrado en la historia de la humanidad, («Ensayos» 54, Encuentro) recordó que «Mircea Eliade y Paul Ricoeur han dicho que “el hombre no es posible sin lo sagrado”». Y el historiador de las religiones está forzado a constatar que desde hace miles de años, en las creencias y en el comportamiento del homo religiosus, todo ocurre como si el hombre no pudiera vivir en un mundo desacralizado». El hombre secularizado del siglo XXI occidental parece no haber cambiado mucho. También necesita, a su modo, de lo sagrado.
Miguel Lluch Baixauli, en el ensayo titulado «Cristianos en Europa después de la cultura secularizada», recogido en Visión cristiana del mundo (Eunsa, 2015), ofrece una explicación más enfocada a este tiempo: «Esa cultura secularizada, que ha sido la dominante desde hace siglos ha entrado en crisis y ya no tiene fuerzas para inaugurar nuevas eras. No estamos asistiendo al alumbramiento de una era postcristiana sino que asistimos a los funerales de la era neopagana y secularizadora. Afirmar esto es repetir algo ya reconocido para quien quiere reconocerlo». Y en apoyo de esta tesis tan atrevida ofrece una serie apabullante de referencias de primer nivel que funcionan como una batería al servicio del principio de autoridad.
La joven escritora Ana Iris Simón responde a la pregunta «¿Hablas de Dios como si fuese necesario en la sociedad de la eficacia?» de Álvaro Sánchez León en una entrevista de Aceprensa en términos que inciden con enorme fuerza en la idea de la necesidad de Dios: «En el discurso público se replica siempre el mismo patrón: quememos lo viejo, porque lo que crearemos nosotros después será mejor solo por ser nuevo… Don José Luis, un párroco de Ávila, que es donde vivo ahora, me decía el otro día que la presunta muerte de Dios ha generado que fuésemos politeístas creando un montón de dioses: el trabajo, el dinero, el deporte, el ocio… La ideología es uno de esos diosecillos a los que rendimos culto. Cada vez tengo más claro que el ser humano es un ser espiritual. Viktor Frankl, en La presencia ignorada de Dios, habla de cómo Dios está, aunque no lo queramos ver. La manera de enfrentarse a la muerte de los ateos revela que no son tan ateos, al menos eso he visto en mi familia. Pensábamos que matar a Dios iba a ser intrínsecamente positivo, un avance y la liberación absoluta… Y el intento tampoco ha sido para tanto… […] La vacuna que nos ayudará a ser más humanos: Acordarnos de reparar en aquello que nos trasciende. Mirarnos, mirar hacia abajo −a las raíces− y mirar hacia arriba −a Dios, creamos o no en él−».
Concuerda con Víctor Lapuente en la advertencia de una nueva sacralización de menos calidad: «Las tiendas hípster de alimentos y los mercadillos urbanos se han convertido en el equivalente de los templos religiosos para la progresía laica». Que para Lapuente tiene una explicación: «Las personas que en su esfera privada creen más explícitamente en un dios o una patria, en su faceta pública son más pragmáticas que las ateas que, para llenar su vacío espiritual, han convertido la política en una religión. Es más fácil, por tanto, que los ateos queden atrapados en ideologías sacras. Porque el sentimiento religioso no se crea ni se destruye, solo se transforma».
Como consecuencia, Lapuente coincide de nuevo con Ana Iris Simón en subrayar la conveniencia de una visión trascendente para la sociedad, con independencia de la fe estricta que se tenga o no: «Dios y la patria, dos conceptos que suenan rancios y viejos, son las ideas más progresistas de la historia de la humanidad, las lanzas más certeras que hemos diseñado para atacar el corazón de nuestros problemas colectivos: nuestra proclividad a sentirnos superiores a los demás, a endiosarnos». Esa necesidad puede verse en varios campos más concretos.
Occidente, como se reconoce unánimemente, está formado por la conjunción de la herencia griega, la herencia judía y la herencia romana; pero el crisol en el que se funden la filosofía griega, la trascendencia judía y el derecho romano es el cristianismo. De modo que para conocer bien el proceso y el resultado final (esto es, quiénes somos) es necesario un acercamiento comprensivo a la cristiandad.
Uno de los grandes éxitos del último ensayismo mundial, Dominio (Ático de los libros, 2020), de Tom Holland, parte de esa necesidad. En palabras del periodista Ángel Vivas: «El libro estudia cómo se extendió el cristianismo en el mundo antiguo, sus conexiones con el judaísmo y la filosofía griega, la importancia de las cartas de San Pablo, y el impacto de orden humano, social y cultural que supuso, hasta el punto de configurar el mundo tal como lo conocemos».
Michael Sandel nos ofrece una aplicación concreta en La tiranía del mérito (Debate, 2020). Recogiendo las enseñanzas de Max Weber, Sandel nos explica cómo fue una variación teológica la que dio origen al concepto actual de la meritocracia: «La ética protestante del trabajo, pues, no solo da origen al espíritu del capitalismo, sino que también promueve una ética de la autoayuda y de la responsabilización personal por el destino propio que casa muy bien con los modos de pensar meritocráticos”. Con independencia de las discusiones históricas y doctrinales a las que pueda dar lugar tal afirmación, interesa subrayar hasta qué punto una cuestión en apariencia apenas teológica tiene consecuencias prácticas actuales.
Uno de los novelistas más representativos de las zozobras de nuestro tiempo, Michel Houellebecq, también recurre al cristianismo impelido por una necesitad intelectual para encarar uno de los grandes problemas de la humanidad: «Escribir implica tomar sobre sí lo negativo, todo lo negativo del mundo, […] y efectivamente esto tiene una relación con Cristo, cargando sobre Sí mismo todos los pecados de la humanidad». A las grandes preguntas sobre el origen del mundo y el destino del hombre, la respuesta del cristianismo puede ser verdadera o no (de hecho, Houellebecq se considera agnóstico); pero tiene una potencia y una coherencia que hacen indispensable escucharla y sopesarla.
Señala Víctor Lapuente: «La producción artística contemporánea, desprovista de referencias a lo trascendente (en literatura, en música, pintura o cine, no ha existido una época en la historia con menos menciones a Dios) transita entre la superficialidad liviana y la depresión existencialista, entre la embriaguez del entretenimiento perpetuo y la soledad eterna del espíritu». Cada vez hay más creadores que no se conforman con esto.
En su citado reciente artículo, Juan Luis Redondo recordaba que «la religión siempre ha jugado un papel clave a lo largo de la historia de la humanidad. Esta necesidad de “creer” hace tiempo que despertó el interés de la ciencia, que suele dar dos explicaciones: la primera indica que la especie humana necesita una relación causa-efecto para todo lo que le rodea. Si la respuesta no la da la ciencia, el hombre precisa una respuesta sobrenatural, y por tanto tiene predisposición a creer en dioses.
La segunda explicación propone que las creencias religiosas han contribuido a la cohesión de los grupos humanos y, por ello, han ayudado a su supervivencia y, en último término, al éxito evolutivo. La religión como elemento de cohesión también responde a una clara necesidad humana. En este artículo […] pretendo abordar […] el segundo [punto], relacionado con el renacer de las religiones civiles en el siglo XXI». El mismo autor recuerda que «en el libro El pasillo estrecho, Daron Acemoglu y James A. Robinson proporcionan numerosos ejemplos de cómo la religión permitió crear Estados fuertes que dejaron atrás la etapa de guerras continuas para resolver los conflictos entre diferentes grupos. Las religiones han sido uno de los grandes motores de la creación de Estados a lo largo de la historia».
En el apéndice de La idea de una sociedad cristiana (1939) del premio Nobel T. S. Eliot ya se señalaba una llamativa paradoja, atestiguada por la historia. Los cristianos están más profundamente comprometidos con la consecución de los ideales de paz, de felicidad y de bienestar de la gente −aunque los consideran medios y no fines− que aquellos que los consideran fines absolutos.
El francés Houllebecq es todavía más extremado y, desde su agnosticismo, cita al filósofo cientificista por excelencia: «Comte es interesante desde muchos puntos de vista: es el que expresa, de la manera más total y sistemática, el hecho de que después de la Revolución la sociedad ha perdido sus bases, y que no va a poder aguantar, a largo plazo, sin religión». Ya en los años treinta, el novelista Evelyn Waugh, autor de Retorno a Brideshead, había declarado: «Me parece que en la fase actual de la historia europea la problemática esencial no está ya entre el catolicismo, de un lado, y el protestantismo, de otro, sino entre el cristianismo y el caos… La civilización (y con esto no me estoy refiriendo al cine sonoro y la comida enlatada, ni siquiera a la cirugía y las casas higiénicas, sino a la organización moral y artística de Europa en su conjunto) no tiene en sí misma el poder de sobrevivir. Llegó a existir a través del cristianismo y sin él no tiene ni relevancia ni poder para demandar lealtad».
Esa necesidad social del cristianismo implica una necesidad política en la que cada vez coinciden más autores. El cristianismo desactiva la tentación de sacralizar al Estado, las ideologías o los partidos. Lo advierte Philippe Nemo: «¡No hay nada más cristiano que la laicidad! […] Para el pueblo de la Biblia, el Estado no será jamás una fuente de verdad ni un modelo moral: el Estado será desacralizado para siempre […]. Incluso en el momento de su influencia histórica más intensa, la Iglesia se abstuvo de ejercer un poder temporal directo. […] Son los regímenes anticristianos fundados sobre ideologías materialistas o paganas los que han resacralizado el Estado o han creado ideologías de Estado fanáticas».
Desde posiciones explícitamente no confesionales, Víctor Lapuente y Juan Luis Redondo insisten en esa necesidad política del cristianismo para moderar las tendencias al individualismo de la sociedad y para bloquear la sacralización de modas ideológicas y del pensamiento políticamente correcto hasta extremos inquisitoriales. «Una política basada en religiones civiles no es compatible con la democracia», advierte Redondo con contundencia.
Entre los grandes méritos del ensayo histórico Dominio, de Tom Holland, está su capacidad para mostrar hasta qué profundidad el cristianismo permea las sociedades y la política actual en Occidente. El texto que recogemos en estas páginas del historiador británico subraya con eficacia hasta qué punto la cristiandad late en los principios más elementales de nuestra convivencia política.
El mismísimo Jürgen Habermas, desde su ateísmo, lo ha reconocido igualmente: «Para la autocomprensión normativa de la modernidad, el cristianismo ha representado más que un mero precedente o catalizador. El universalismo igualitario −del cual derivaron las ideas de libertad y solidaridad social, conducción autónoma de la vida y emancipación, conciencia moral individual, derechos humanos y democracia− es un heredero directo de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor. Este legado ha sido objeto de una constante apropiación e interpretación crítica, sin sufrir transformaciones sustanciales. Al día de hoy, no existe ninguna alternativa a él. […] Seguimos alimentándonos de esa fuente. Todo lo demás son chácharas postmodernas».
Todas las necesidades seculares de aprovechar los subproductos del cristianismo hacen que se haga posible otro acercamiento histórico al cristianismo. ¿Cuál ha sido la trayectoria de esa creencia que aparentemente tanto aporta todavía? Y para recibirlo, ¿cómo fue la recepción en el pasado?
Desde una visión global de la antropología, el siglo XX dejó en herencia al XXI la obra del francés René Girard (Veo a Satán caer como el relámpago, Anagrama, 1999) donde se hace un estudio científico de las aportaciones del cristianismo, tan indispensables como invisibles, al mundo secularizado.
En esta misma línea, el empeño más sistemático y con más eco ha sido el libro ya citado Dominio, de Tom Holland, cuyo subtítulo es toda una declaración de intenciones: «una nueva historia del cristianismo». Es nueva en el mismo espíritu con el que estamos escribiendo este artículo. Además de rendir al cristianismo los homenajes del estudio riguroso, el estilo diáfano y la comprensión desprejuiciada, pone especial empeño en mostrar cómo ha configurado el mundo, no solo el antiguo y, por supuesto, el medieval, sino también el moderno y el con- temporáneo. Declara el autor: «Los padres peregrinos, Mandela, Desmond Tutu… Las historias de Jesús siguen siendo muy poderosas e influyendo en nosotros. Cuando Merkel deja entrar a los inmigrantes en su país está obedeciendo a sus raíces luteranas, ahí está el espíritu del buen samaritano».
Para dar testimonio de la permeabilidad de la fe rinde un homenaje casi cabalístico en el índice del volumen, construido a partir de divisiones del tres y del siete. Él mismo lo explica: «Es una estructura simbólica para un tema muy amplio y que abarca mucho tiempo. El tres es la Trinidad y el siete, los sacramentos, los pecados capitales. A su vez, cada capítulo está dividido en tres partes. Es un intento de imponer la idea de la cristiandad en el libro, de ver cómo Dios se impone en las estructuras normativas del universo». Como sabía Dante, que exactamente hizo lo mismo, no se trata de un juego literario, sino de un eco numérico a ciertas constantes trascendentes. Que Holland haya querido recogerlo muestra hasta qué punto estamos ante un libro permeable.
Resulta especialmente interesante observar que esta nueva actitud ante la historia del cristianismo no se encuentra solo en los libros que estudian la materia en concreto. Irene Vallejo, en su aclamadísima historia del libro,El infinito en un junco (Siruela, 2019), ensayo en principio ajeno al cristianismo, pues se centra en el mundo antiguo, reconoce y honra la huella del cristianismo. Lo hace al incluir el poderoso e indispensable alegato por la igualdad de San Pablo de Tarso entre los grandes valores que nos han legado los libros («a ese griego cristiano, Pablo de Tarso, que pronunció quizá el primer discurso igualitario cuando dijo: “No hay judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni hombre ni mujer”»). Entre otras aportaciones cristianas, agradece la aparición del cómic en los márgenes de los manuscritos iluminados y, sobre todo, su aportación esencial a la depuración del concepto de canon literario. También, en el fragmento que recogemos, la decisiva aportación del cristianismo a la consagración del libro en la forma actual de código o volumen frente a la más común hasta entonces del rollo de pergamino.
Hemos sostenido a lo largo de este artículo un enfoque principalmente sociológico y muy pegado a la vida pública, pero nuestro análisis no estaría completo si no reconociésemos en paralelo que hay un interés más íntimo en el cristianismo, especialmente atestiguado en la literatura.
Este interés puede verse en Michael Houellebecq. En la revista literaria Leer por leer el profesor Domingo González ha advertido: «Desgraciadamente, las alusiones religiosas de su obra se han visto salpicadas por las reiteradas polémicas sobre el islam, sofocando una apertura a la trascendencia menos ruidosa». Porque ciertamente el polémico novelista francés tiene un interés más hondo en el cristianismo. Él se confiesa sin fe, entre el ateísmo y el agnosticismo, con accesos cíclicos de esperanza y con un perenne interés. Pero a la vez ha declarado: «Entonces, sí: soy católico en el sentido de que expreso el horror de un mundo sin Dios… pero únicamente en ese sentido». Que es el sentido, precisamente, que está articulando nuestra línea argumental.
Hay un autor que realiza un acercamiento a la vez más sistemático y más introspectivo: es Emmanuel Carrère. Su libro El Reino (Anagrama, 2017) es paradigmático, porque no solo se pregunta con una total minuciosidad de investigación periodística qué creen realmente los cristianos que creen desde esa posición de frontera que nos interesa, sino que lo hace cruzando él mismo la frontera en ambos sentidos varias veces. El libro, escrito desde una fe nuevamente perdida, se encara con la conversión fervorosa que experimentó en su pasado y recupera el diario donde recogía sus impresiones y reflexiones de entonces. Por ese vaivén, además de por su calidad literaria, El Reino se convierte en un documento singular para estudiar la existencia de la fe en el cristianismo en las dos orillas de la creencia y de la increencia. Adquiere la condición de documento único, en cuanto que presta una especial atención a la dificultad para entender la posición del otro. Lo que resulta fascinante desde el punto y hora en que quien no entiende la posición del otro es el mismo Carrère que fue otro. Esto es, el agnóstico no entiende al hombre de fe, y viceversa. El juego de espejos abre interesantes perspectivas a un lado y otro de la línea, que permiten una mayor comprensión mutua.
Un libro que está a la misma altura literaria y que ofrece una misma fascinación al lector interesado en las relaciones entre el mundo y el cristianismo esLoa a la tierra. Un viaje al jardín (Herder, 2019) del celebérrimo filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han. Es libro con mucho amor (declarado sin ambages), con muchísima alegría, rebosante de realidad y de vida. Parece mentira que su autor sea el mismo que nos introdujo al budismo. Con un lírico apólogo contesta al budismo: «Nabi: “¿Por qué hay algo y no más bien nada? El árbol… La mariposa…” “Namu: La mariposa existe para que el árbol no se sienta tan solitario”. Nabi: “¿Y el árbol? Namu: Para que la mariposa pueda descansar de su vuelo”». El cuidado de un jardín le da al normalmente vaporoso filósofo coreano ganas de ponerse a tener hijos, incluso. Al leerlo se entiende mejor su aplaudido libro La desaparición de los rituales (Herder, 2020). No deja de ser un ensayo filosófico también, como corresponde a su autor, que retoma viejos temas suyos: la defensa de la lentitud, el recelo a la tecnología, el amor al rito; pero todo nimbado por un halo de descubrimiento y reconocimiento.
Véase: «Pero el medio digital destruye la tierra, esta maravillosa creación de Dios. Amo el orden terreno. Nunca lo abandonaré. Experimento una sensación de profunda fidelidad, de hondo apego a este preciado regalo de Dios. Pienso que la religión no significa otra cosa que esta profunda compenetración que, sin embargo, me hace libre. Ser libre no significa vagar ni estar libre de compromisos. En estos momentos libertad significa para mí pasar el tiempo en el jardín».
No debemos terminar este repaso a aquello que se salva del cristianismo en el siglo XXI, sin referirnos a un libro de una representante de la más joven generación, porque estamos interesados en el siglo XXI y todavía queda mucho de él y los jóvenes adquirirán un protagonismo creciente y principal. Se trata del inesperado éxito de Feria (Círculo de Tiza, 2020) de Ana Iris Simón. Si este libro de recuerdos biográficos no es un ensayo, no será porque no tenga una densidad de ideas que ya quisiera un catedrático, sino porque su modo de pensar (y de vivir) son los relatos y porque contienen más preguntas que respuestas. Por ejemplo, esta desazón: «A veces, sin casa, sin hijos, en nombre de no sé muy bien qué pero también como consecuencia de no tener en el horizonte mucho más que incertidumbre, daría mi minúsculo reino, mi estantería del Ikea y mi móvil, por una definición concisa, concreta y realista de eso que llamaban, de eso que llaman progreso».
El libro recoge los recuerdos de infancia manchega de la autora y de sus dos familias, la paterna arraigada en el campo y de convicciones comunistas, la materna de feriantes. Presta especial atención a su interés infantil por la fe o no de sus mayores y también por su propia creencia, que le hacía escaparse de casa para asistir a misa o hacer la primera comunión por su cuenta y riesgo. Puede parecer, con todo, que esas historias se funden con todas las demás, pero no. La preocupación por la trascendencia es fundamental en todo el libro. Tanto, que Ana Iris Simón ha confesado: «Empecé a preguntarme por Dios a raíz de la muerte de mi abuela paterna y de mi tío Hilario. Y sí, he terminado escribiendo un libro sobre Dios. Pero sin darme cuenta. Que, a lo mejor, es la única manera sincera de hacerlo. O la única manera de la que yo soy capaz».
Su manera de acercarse a la fe parece evocar también un significado generacional que tiene que ver con esas necesidades nuevas de las que hemos venido hablando. Como ha reconocido la joven autora, el ser humano necesita «mirar hacia arriba −a Dios, creamos o no en él−»
Enrique García-Máiquez es poeta, crítico literario, traductor, columnista y editor.
Fuente: nuevarevista.net
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