Nueva Revista rastrea la huella del cristianismo en textos de Víctor Lapuente, Marcello Pera, Irene Vallejo, Rob Riemen, Ana Iris Simón, Michael Sandel y Byung-Chul Han
Son muchos los autores contemporáneos que reflejan en su obra, consciente o inconscientemente, la herencia del pensamiento cristiano en el siglo XXI. La búsqueda de la transcendencia; la necesidad de interrogarse por el problema del mal; y el legado de la tradición judeo-cristiana en la filosofía, los derechos humanos, el arte, la literatura, son algunas constantes que cabe detectar en algunos de esos autores. Seleccionamos a siete de los más representativos.
Doctor en Políticas por la Universidad de Oxford e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno (Gotemburgo, Suecia), Víctor Lapuente (Chalamera, Huesca 1976) aborda el tema de la transcendencia, desde una postura agnóstica.
En su libro Decálogo para el buen ciudadano (Atalaya 2021) afirma que “Dios y la patria, dos conceptos que suenan rancios y viejos, son las ideas más progresistas de la historia de la humanidad, las lanzas más certeras que hemos diseñado para atacar el corazón de nuestros problemas colectivos: nuestra proclividad a sentirnos superiores, a los demás a endiosarnos”.
(Fragmentos de un artículo publicado en El País. 25.V.2021)
A los políticos de izquierdas que, como Gabriel Rufián, se ríen de las «serpientes que hablan» y las «palomas que embarazan», les sorprenderá saber que, hoy día, los dos líderes progresistas más influyentes del mundo son, curiosamente, devotos católicos: el Papa Francisco y Joe Biden. Ambos se parecen más a nuestras abuelas que al moderno urbanita de izquierdas, pues siempre llevan el rosario en el bolsillo. (…)
En su esencia desnuda, el catolicismo, y el cristianismo en general, es una llamada a amar al prójimo, basada en el libre albedrío individual; y el progresismo una súplica a la justicia social, fundada en la acción del Gobierno. Son dos objetivos a menudo difíciles de casar, pero, si se articulan con maña, como intentan Francisco y Biden, el mensaje resultante es robusto. En una sociedad herida por los surcos del individualismo radical, con creciente desigualdad económica y sensación de orfandad, donde los hogares sin ingresos crecen al mismo ritmo que las recetas de ansiolíticos, el Papa y el presidente norteamericano ofrecen un menú espiritual elaborado con los dos ingredientes que comparten la cocina católica y la progresista: la igualdad y el sentido de comunidad. (…)
Ni Francisco ni Biden lo tienen fácil. Nadan entre dos aguas muy diferentes, pero por eso marcan un rumbo tan firme.
Profesor de Filosofía de Derecho de Harvard, premio Príncipe de Asturias, Michael J. Sandel (Mineapolis, 1953) es autor de diversos ensayos que engarzan la teoría política y la filosofía jurídica con la ética. Es el caso de El liberalismo y los límites de la justicia; La tiranía del mérito ¿qué ha sido del bien común?; Justicia; o Lo que el dinero no puede comprar: los límites morales del mercado.
En Lo que el dinero no puede comprar −de la que reproducimos un fragmento− aborda la diferencia entre valor y precio, critica los aspectos más inhumanos del capitalismo y cómo el mercado ha impuesto sus normas, sin consideraciones éticas, invadiendo ámbitos humanos, como lo sagrado.
(Fragmento de Lo que el dinero no puede comprar (págs. 44-45), editado por Debate)
¿Por qué unos ejemplos de adelantamientos en las colas, de suplencias en ellas y de reventa de entradas los consideramos objetables y otros no? La razón es que los valores del mercado corroen ciertos bienes, pero son idóneos para otros. Antes de que podamos decidir si un bien puede ser repartido por los mercados o las colas, o de cualquier otra manera, tenemos que decidir qué clase de bien es y cómo debería valorarse. […]
He aquí otro ejemplo de conflicto de los valores de mercado con un bien sagrado: cuando el papa Benedicto XVI hizo su primera visita a Estados Unidos, la demanda de entradas para sus misas en los estadios de la ciudad de Nueva York y de Washington excedió en mucho el número de plazas −incluso en el Yankee Stadium−. Las diócesis y parroquias católicas locales distribuyeron entradas gratuitas. Y cuando apareció la inevitable venta −una entrada vendida online costaba más de 200 dólares−, representantes de la Iglesia condenaron esta práctica arguyendo que la participación en un rito religioso no debe comprarse ni venderse. «No puede haber un mercado de entradas −dijo una portavoz de la Iglesia−. Nadie puede pagar por celebrar un sacramento».
Filósofo y político socialista, ex presidente del Senado italiano, Marcello Pera (1943), es un prestigioso intelectual que ha ejercido como investigador en la Universidad de Pittsburgh; el MIT y la London School of Economics.
Agnóstico confeso, reconoce, desde una posición laica y liberal, el valor de la cultura cristiana y reivindica sus raíces, como sustrato de la civilización europea. Lo describe Francisco José Contreras en su libro Liberalismo, catolicismo y ley natural.
(Fragmentos de Francisco José Contreras en Liberalismo, catolicismo y ley natural (págs. 119-120), editado por Ediciones Encuentro).
«El liberal −escribe [Marcello] Pera− es cristiano. Lo es aunque no lo sepa». Lo es porque sus valores liberal-democráticos no son más que valores cristianos secularizados, aunque él a veces no sea consciente de esa filiación. Y, como indican Pera y Habermas, la preservación del liberalismo no será posible sin una cierta recristianización de Europa. «Recristianización» que no tiene por qué consistir necesariamente en una recuperación masiva de la fe religiosa, pero sí en la conciencia general de que los europeos solo podemos ser «cristianos culturales». «Cristiano cultural» es aquél que, tenga o no fe religiosa, valora la aportación insustituible del cristianismo a la identidad occidental.
Es la posición del propio Pera, que se define como un admirador del cristianismo que no posee el don de la fe: «Admirador del cristianismo es aquél que sabe que el cristianismo ha cambiado el mundo, que nos ha traído una revolución moral de amor, igualdad y dignidad sin precedentes, y que esa revolución despliega todavía hoy sus efectos; que sin esta revolución el mundo sería peor, la vida entre los hombres más salvaje, los derechos menos garantizados, la esperanza menos fundada. […] Ambos [cristianos religiosos y “cristianos culturales”] tienen un don. Para los creyentes en el primer sentido, el “don de Dios” es la gracia, la gratuita y misteriosa esperanza de un encuentro, de una presencia: la Suya. Para los creyentes en el segundo sentido, el “don de Dios” es un patrimonio de virtudes, costumbres, cultura, civilización: la nuestra».
Rob Riemen (Países Bajos, 1962) es filósofo, ensayista y fundador del Nexus Instituut, un foro que fomenta el debate filosófico y cultural. Entre sus obras destaca Nobleza de espíritu, traducida a dieciocho idiomas, en la que apela a los valores clásicos del humanismo y a figuras clave del pensamiento y la literatura occidentales como Thomas Mann, Sócrates, Goethe o Albert Camus. Ha merecido estas palabras de Vargas Llosa: «Una valiosa guía para orientarnos entre los grandes problemas políticos y culturales y las confusiones ideológicas- del mundo en que vivimos».
En Para combatir esta era-de la que reproducimos un fragmento- Riemen pone en valor el papel de la sabiduría frente al cientifismo y del espíritu frente a las cosas materiales, dos legados del humanismo cristiano.
(Fragmento de Para combatir esta era (págs. 66-67), editado por Taurus)
[…] La ciencia se ha convertido en una ideología, una idea, un engaño, en el que estamos atrapados. Estamos atrapados porque en nuestro mundo solo hay cabida para las cosas materiales, todo se ha convertido en dinero, todo es calculable y reducido a un número. (…)
La ciencia nos ofrece conocimiento, pero ni un atisbo de autoconocimiento. Pascal −quien no lo olviden, era matemático− tenía razón: «Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît point». El corazón tiene razones que la razón no entiende. El nuevo conocimiento, con la ayuda del conocimiento científico, quiere que todo sea inteligente. Pero ya nadie busca la sabiduría, y la ciencia nunca podrá encontrarla. Toda forma de educación superior ha de ser científica, es decir llena de teorías, definiciones y pruebas. Sin embargo, la literatura, la historia, la filosofía y la teología no saben de teorías, definiciones o pruebas. Estas disciplinas cuentan historias, historias sobre lo que implica ser humanos, sobre las limitaciones humanas, las mismas que nos definen como personas. Su verdad no es científica, pues la verdad que ofrecen es metafísica, la cual nos ha sido arrebatada y ya no es enseñada en ninguna parte. ¿Quién, en estos días, nos enseña a leer la vida?
Filóloga clásica, Irene Vallejo (Zaragoza, 1978) es Premio Nacional de Ensayo por El infinito en un junco (2019), best-seller cultural, traducido a más de 30 lenguas. Describe la aparición y desarrollo del libro en el mundo antiguo y el eco que ha dejado en la cultura contemporánea. Una cultura indisociable de la huella filosófica y humana del cristianismo, como ella misma recoge brevemente en alguna de sus pasajes, como los que reproducimos a continuación.
Fragmento de El infinito en un junco (págs. 324-325), publicado por Editorial Siruela.
Sabemos que el códice fue ganando terreno frente al rollo gracias a la decidida preferencia de los cristianos. Víctimas de persecuciones durante siglos, obligados a buscar escondites y a interrumpir bruscamente sus reuniones, se organizaban en grupúsculos clandestinos. El libro de bolsillo resultaba más fácil de esconder a toda prisa entre los pliegues de la túnica. Permitía localizar más rápido un determinado párrafo de texto −una epístola, una parábola evangélica, una homilía− y comprobarlo para tener la seguridad de que era correcto, pues un error podía poner en peligro la salvación del alma. Se podían hacer anotaciones al margen y dejar marcapáginas en los pasajes importantes. Además, estos libros eran cómodos de transportar con disimulo en viajes de apostolado. Ventajas todas ellas enormes para comunidades de lectores furtivos. Por otra parte, los cristianos deseaban romper con el simbolismo judío y pagano del rollo, y afirmar su identidad peculiar.
Los ligeros libros de páginas empezaron a circular en abundancia por las manos ávidas de un público de cultura media o media-baja, allí donde el mensaje cristiano encontraba más prosélitos. El nuevo formato favoreció la lectura individual secreta, así como la lectura en voz alta durante las peligrosas reuniones comunitarias. Los fieles desarrollaron un vínculo muy profundo con esos textos religiosos, cuidadosamente seleccionados. De hecho, siglos más tarde el Corán describirá a los cristianos como «gentes del libro» (ahl al-kitâb), con una mezcla de respeto y asombro.
La periodista y escritora Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991) ha irrumpido en el panorama cultural con un libro de recuerdos biográficos sobre su familia y su infancia en La Mancha: Feria (Círculo de Tiza, 2020), que ha tenido un inesperado éxito. La crítica ha destacado la frescura y la originalidad de sus páginas, y la personalidad de la joven autora, que reivindica de forma desacomplejada valores como la familia, la tradición, la tierra y se interroga por Dios.
Nieta de comunistas, Ana Iris Simón ha descubierto la trascendencia y la fe de manera autodidacta, como ha dejado constancia en las páginas de Feria y en distintas entrevistas. “He terminado escribiendo un libro sobre Dios pero sin darme cuenta. Que, a lo mejor, es la única manera de hacerlo. O la única manera de la que soy capaz”.
Surcoreano afincado en Alemania, el filósofo Byung-Chul Han (Seul, 1962) imparte docencia en la Universidad de las Artes de Berlín. Considerado uno de los pensadores más destacados de Europa, ha investigado -y escrito- sobre el narcisismo del hombre contemporáneo, la agonía del eros, la hipertransparencia, el trabajo, el capitalismo o el poder.
En ‘Loa a la tierra’ indaga sobre la belleza y la libertad a través de la naturaleza, y concretamente de la jardinería, y explora las conexiones entre la creación y la mano de Dios.
Fragmentos de Loa a la tierra (págs. 11-12), editado por Herder Editorial.
Un día sentí una profunda añoranza, e incluso una aguda necesidad de estar cerca de la tierra. Así que tomé la resolución de practicar a diario la jardinería. Durante tres primaveras, veranos, otoños e inviernos, es decir, durante tres años, estuve trabajando en un jardín que bauticé con el nombre de Bi-Won, que en coreano significa «Jardín secreto» […]
El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio. Ese trabajo hacía que el tiempo se detuviera y se volviera fragante. Cuanto más tiempo trabajaba en el jardín, más respeto sentía hacia la tierra y su embriagadora belleza. Desde entonces tengo la profunda convicción de que la tierra es una creación divina. (…)
Pasar tiempo en el jardín florido me ha devuelto una devoción piadosa. Creo que existió y que existirá el Jardín del Edén. Creo en Dios, en el creador, en ese jugador que siempre empieza de nuevo y que así lo renueva todo. También el ser humano, por ser criatura suya, está obligado a participar en el juego. El trabajo o el rendimiento destruyen el juego. Es un hacer ciego, vacío, que ha perdido el habla.
Algunas líneas de este libro son plegarias, confesiones, incluso declaraciones de amor a la tierra y a la naturaleza. No existe la evolución biológica. Todo se debe a una revolución divina. Yo he tenido esta experiencia. La biología es, en último término una teología, una enseñanza sobre Dios.
Fuente: nuevarevista.net
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