La rendición de cuentas y la pérdida del paraíso
El hombre fracasó en la prueba. Quiso ser "como Dios", señor de las cosas y de sí mismo. Con eso se destruyó el Paraíso y todo lo que éste significaba para el hombre y su obra.
En el tercer capítulo del Génesis se dice: "Entonces oyeron la voz del Señor Dios, que paseaba por el jardín en la brisa de la tarde. Y el hombre y la mujer quisieron esconderse de la vista del Señor Dios, entre los árboles del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? El contestó: Oí tu voz en el jardín: tuve miedo porque estoy desnudo y me escondí. El dijo: ¿Quién te ha enseñado que estás desnudo? ¿Has comido, entonces, de ese árbol que te prohibí? El hombre contestó: La mujer que me has dado por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces dijo el Señor Dios a la mujer: ¿Qué has hecho? La mujer contestó: La serpiente me sedujo, y comí" (Gn 3, 13).
Y al final del capítulo se dice: "Echó al hombre, le hizo vivir al Este del Edén, y puso los querubines y la espada llameante para guardar el camino al árbol de la vida" (24).
Una vez más la Revelación habla por imágenes. Son sencillas, casi infantiles, pero grandiosas y de profundidad inagotable para quien les pregunte como es debido.
Los hombres creyeron más al tentador que a Dios. En la medida en que se entregaron a sus palabras, se les volvió confusa la verdad que formaba la base de su existencia: que sólo Dios es Dios, y ellos en cambio sus criaturas; Él era el modelo, y ellos en cambio imágenes: Él. Señor por esencia; ellos, señores por Su gracia. Sólo a partir de esa verdad se hubiera podido realizar su vida justamente, con grandeza y fecundidad. Pero se extraviaron de ella, y en la medida en que esto ocurrió, les pareció seductor lo prohibido y sucumbieron al tentador. Entonces quedan ahí, seducidos; confundidos en el núcleo de su existencia, despojados de lo auténtico de su vida y obra, encendidos de vergüenza.
¿Y qué ocurre? "Oyen" a Dios, sienten que viene ¡y se esconden! Nos cuesta trabajo compenetrarnos reflexivamente con lo que ahí ocurre. El hombre se esconde ante Aquél de cuya mano recibe constantemente la vida, y se recibe a sí mismo, y las cosas, y la posibilidad de reinar y crear, de ser fecundo y feliz. Ante Éste se esconde. En tal impulso se expresa la terrible contradicción que ha aparecido en su existencia. De acuerdo con la verdad, tendría que partir elementalmente de la naturaleza humana el movimiento hacia Dios, hacia su proximidad, en que surge todo bien; estar abierto ante Él y en Él. En vez de eso, está la torturada insensatez de esconderse ante Él, de querer apartarse de Él; tan sin sentido como antes el deseo de ser como Él. Pero la vergüenza es expresión de la conciencia de haber sido llevado con engaño a esa insoportable contradicción. Entonces Dios pregunta al hombre: "¿Has comido, entonces, de ese árbol que te prohibí?" No es la pregunta del que todo lo sabe, que no necesita preguntar: es la del juez, que pide que se le rindan cuentas, y exige que el culpable se haga responsable; que confiese lo que ha hecho ante Quien ha puesto el mandato, y que se atenga a su acción. Ese es el comienzo del acabamiento de lo ocurrido, el primer paso hacia lo nuevo; y quién sabe lo que habría sido posible si el hombre hubiera dicho la verdad. En vez de eso, elude su responsabilidad.
El hombre dice: "La mujer que me has dado por compañera me dió del árbol, y comí." ¡Cómo queda todo destruido ahí! Cuando Dios le presentó la mujer, él sintió júbilo por aquella perfecta compañera; por eso habría debido, a pesar de todo, defenderla, ponerse ante ella; ¡y cómo lo hubiera estimado esto Dios, el Dios de toda nobleza! Pero el que había tenido pretensiones de ser soberano del mundo, deja a su compañera en la estacada y le endosa su responsabilidad. ¡Qué revelación! ¡Cómo se hace aquí evidente que la rebelión contra Dios no era en absoluto grandiosa, en absoluto heroica, sino en el fondo mezquina, porque tapa la verdad con mentiras!
Entonces Dios se vuelve a la mujer y pregunta: "¿Qué has hecho?" Otra vez, es el momento de atenerse a la propia acción. Pero ella contesta: "La serpiente me sedujo, y comí." También ella se esquiva. También ella elude la responsabilidad. Los dos fallan. El hombre falla en la verdad y en la obediencia ante el mandato, en la fidelidad a la confianza de Dios; pero también en la valentía moral, así como en la decadencia personal ante sí y ante su compañera.
Pero ha ocurrido algo peor. En la respuesta del hombre hay unas palabras que con facilidad se pasan por alto: No dice sólo: "mi mujer me dio del árbol", sino "la mujer que me has dado por compañera" lo hizo. Y esto significa: ¡Tú tienes la culpa!
La rebelión que el hombre había emprendido antes como desobediencia contra el mandato de Dios, ahora se prolonga en la acusación: Tú, Dios, eres responsable de lo que he hecho yo. Con eso discute a su Juez el derecho de considerarle responsable, y comienza la acusación que desde ahí atravesará la Historia entera: Dios mismo tiene la culpa del mal que hacen los hombres, y de la condenación que de ello se les deriva. El ha creado a los hombres como son; les ha dado la libertad, y con ella, la posibilidad de actuar contra el bien; ha previsto lo que harían, y sin embargo, les ha puesto en esa situación la existencia entera está formada de tal modo que no se marcha por ella sin el mal... y tantas otras maneras como el hombre vuelve del revés el juicio, intentando convertirse en juez y convertir a Dios en acusado.
Entonces pronuncia Dios la sentencia: Perderán el Paraíso. "Le echó del Edén para que cultivase el suelo de que había salido" (23). Cada palabra es importante en estas escuetas frases.
Los primeros hombres tienen que marcharse del Paraíso, "fuera". ¿Y qué hay fuera? El suelo, "la tierra" que el hombre ha de cultivar ahora. Pero también el jardín era "tierra". Y ya en él se había dicho: "El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y cuidara" (Gen., 2,15). Tierra tanto en un sitio como en otro. Es decir, las cosas son iguales, e igual es la acción. Pero allí esa tierra estaba en el ámbito de la voluntad y el agrado de Dios; del respeto y la obediencia del hombre. Era Paraíso. En cambio ahora es la tierra que el hombre ha desgajado de la armonía con Dios: es una cosa extraña y lo sigue siendo, a pesar de todos los esfuerzos por formar una patria en tierra y casa, en la obra humana y la comunidad de los hombres. Y en tanto que el hombre hacía allí su trabajo en paz con Dios, y resultaba libre y fecundo, ahora se ha levantado contra el Señor del mundo, y su trabajo estará en una difícil situación.
Contra interpretaciones falsas del Paraíso, ya hemos dicho antes que en él había de tener lugar todo lo que forma la vida y el trabajo humano; en acuerdo con Dios y en una creación que se ajustaría dócilmente a la soberanía del hombre. Ahora ha quedado destruido el campo de fuerza de ese acuerdo. Las cosas se han vuelto duras y pesadas. Se han vuelto como son hoy, resistentes y reacias. Pero dejémonos aleccionar por la palabra de Dios: que la situación en que ahora están las cosas no es su situación más original: que su conexión con el hombre no es esa Naturaleza que Dios había querido, confiada y amistosa; sino que en nuestra relación con ella se ha roto algo. Si tenemos ojos para ver y corazón para sentir, notamos que en todas las relaciones que el hombre puede tener con las cosas hay algo que no está en orden. Y no nos dejemos apartar engañosamente de esta experiencia por persuasiones sobre el progreso, que, según se dice, cada vez sube más y más alto, y lo hace todo cada vez mejor. Pues ese progreso mismo tampoco está en orden, y no porque unas cosas sean falsas, y otras todavía interminadas, y el conjunto todavía no lleve bastante tiempo en marcha, sino porque hay algo deformado en lo íntimo de la relación del hombre con todas las cosas.
La Escritura dice todavía algo más, que abre una nueva profundidad. Se había dicho: "Entonces oyeron la voz del Señor Dios, que paseaba por el jardín en la brisa de la tarde. Y el hombre y la mujer quisieron esconderse de la vista del Señor, entre los árboles del jardín" (Gn 3, 8). ¿Nos hemos acercado ya a todo lo que se dice en estas palabras?
Ante todo, estamos tentados a oírlo como palabras de cuentos de niños: El buen Dios ha salido a pasear por su bello jardín, por la tarde, cuando soplaba la brisa fresca, y miraba si todo estaba en orden... Pero no es así. No son palabras de cuento, sino que vuelven a ponernos ante los ojos una imagen, que hemos de ver y percibir como tal imagen; entonces nos manifestará cosas muy profundas. Pero antes debemos tomar otro punto de partida.
Entre las tareas que plantea al hombre la maduración religiosa, está la de aprender a concebir adecuadamente a Dios. Para eso tiene que buscarse los conceptos con que pueda hacerlo. Pero ¿dónde los encuentra? De niños, los encontrábamos en los conceptos del trato diario con nuestro padre, nuestra madre y las cosas de nuestro mundo circundante. Así, Dios "venía", y "hablaba", y "hacía" esto o lo otro. Eso estaba en orden y no había nada que objetar. Pero luego nos hicimos conscientes y críticos, y dejamos a un lado los conceptos infantiles: o digamos más exactamente: los formábamos en lo hondo del ánimo, en la oración y en el sueño. Pero para Dios aprendimos el concepto del Ser Supremo, al esforzarnos en evitar todo lo que es defectivo, limitado y transitorio, conservando sólo lo que tuviera pleno sentido y fuera perfecto. Así formamos el concepto de Dios como el Santo de todo lo Santo y el Ser Absoluto; El que todo lo sabe y puede, el Eterno y Feliz. Alcanzar este concepto ha sido quizá la suprema realización de la historia humana; y cada cual de nosotros debe volver a darse cuenta de él, como por primera vez, porque no puede pensar a Dios sin ese concepto. Pero ¿basta? ¿Con él solo hacemos justicia a la realidad de Dios, tal como se testimonia en la Revelación? ¿Podemos asumir en él todo lo que dice la Escritura, sin que se nos vuelva irreal y pálido?
Tomemos un ejemplo. Si alguien hablara de un amigo mío y dijera: Nació y morirá; tiene entendimiento, tiene el don de la libertad y la sensibilidad; trabaja, disfruta y padece; ¿me quedaría yo satisfecho? Respondería: Lo que dices es cierto; es la verdad universal que se ajusta a todo hombre normal. Pero ahí falta lo más importante, es decir, él mismo: ese ser vivo, personal, inconfundible con nadie, que yo conozco y quiero, y con el que me gusta tratar. Si falta eso, falta entonces lo auténtico.
Esto ocurre también con Dios. Si nos familiarizamos más con la Sagrada Escritura, nos damos cuenta de algo que al principio quizá nos deja perplejos, pero que luego se hace cada vez más importante: que es demasiado poco decir de Él solamente: Es el Santo Supremo, el Todopoderoso, el Omnisciente, en una palabra, el Absoluto. Es demasiado poco de lo más importante: de Él mismo. Su personalidad viva, su autenticidad tiene que formar parte integrante de la expresión sobre Dios, para que ésta sea capaz de asumir todo lo que dice de Él la Revelación. Para ello necesito imágenes tomadas de las cosas de la Naturaleza, de la vida de los hombres. Por ejemplo, digo: Dios es luz; como está en el prólogo del Evangelio de San Juan. Es una imagen, y tengo que dejarla como imagen, para no destrozarla. No puedo sustituirla con las expresiones: En Dios no hay error ni mentira ni ignorancia, sino sólo verdad y comprensión. Todo esto, naturalmente, sería cierto, pero habría desaparecido la imagen, y con ella lo auténticamente significado. No: sino: Dios es luz. Incluso, la luz, la luz una y única; y cuanto se llame luz en el mundo, es un reflejo de ella... Lo mismo ocurre con todas las expresiones concretas de la Sagrada Escritura, cuando se dice que Dios viene, y habita, y ve, y mira, y actúa; y todas las innumerables cosas que se dicen de su ser y conducta personales.
En la historia de la maduración religiosa que acabamos de indicar, hemos aprendido y entendido poco a poco que no se hace justicia a la sagrada realidad de Dios si se le piensa sólo como el Ser absoluto, sino que se le debe pensar como lo hace la Escritura, con todas las expresiones concretas y vivas que se dan en Él. Y no son concesiones, como se hacen a los ignorantes que no son capaces de pensar exactamente de modo filosófico o teológico, sino que son correctas: naturalmente, con tal que al mismo tiempo se conserve sólidamente el elemento de absoluto. Este "al mismo tiempo", "juntamente", es cierto que no se puede realizar lógicamente, pero el corazón percibe la verdad. Es lo que expresa el nombre con que le llama la Escritura: "el Dios vivo"; y el otro nombre con que le llama el corazón cuando percibe su proximidad: "Dios mío", para cada hombre, "mío", y mío como de nadie más. Si el creyente llega ahí en la marcha de su aprendizaje, entonces recupera el lenguaje de su infancia, pero conservando el producto de su pensamiento maduro, el concepto de absoluto. Si ahora intenta pensar las cosas de Dios, le llegan los conceptos desde las dos fuentes y son igualmente vivos y exactos.
Ha sido un largo rodeo, pero nos han enseñado algo que es importante para esta ocasión. Ahora volvamos a nuestro texto: aquí hay una imagen así para la vitalidad de Dios. Él ha dado al hombre el Paraíso; un "jardín" en que tenía que vivir, cuidándolo. Pero detrás de eso hay otra cosa sin expresar: Que en ese dominio de toda abundancia habita Él mismo; y que Él otorga al hombre su sagrada confianza. Y cuando, después del ardor del día, a la hora en que el viento de la tarde trae frescura, el gran Señor va por el jardín, entonces vienen ante Él sus hombres y hablan con Él.
¿No es hermosa la imagen? ¿Tan hermosa que le mueve a uno el corazón, al ver cómo los hombres, seres puros y nobles, se acercan a su Creador y hablan con Él en el acuerdo de la confianza amorosa? ¿Y de qué hablan? Pienso yo: del mundo. Hablan con Dios de la tierra, de los árboles, del sol, de todo lo que Él ha creado. No en idilio juguetón, sino seriamente, ávidos de conocer. Pero de conocer como sólo se puede conocer juntamente con Dios, de tal modo que se unen el pensamiento y la oración, el conocimiento y la experiencia. ¡Cómo deberían resplandecer las cosas en esa conversación! ¡Cómo debía abrirse ante los hombres todo lo que existe, tan claro como profundo! ¿A dónde tiende la pregunta del niño cuando quiere saber: Madre, qué es esto? A algo que en el fondo no le puede decir ninguna madre. Pues al contestarle, le dice palabras y conceptos. Y el niño querría saber cómo son realmente las cosas; y saberlo de veras, en el fulgor interior de su ser. Pero eso no lo puede dar ningún hombre: sólo lo puede Dios. Cuando lo da, el interior del hombre exclama: ¡Sí, eso es!
... Pienso que en esos diálogos con el Señor del Paraíso, en la hora de la confianza, los hombres aprendieron y comprendieron lo que no hace comprender ninguna ciencia.
Y sobre ellos mismos hablaban a Dios. Él les respondía, y ellos entendían. ¿Entendemos nosotros, amigos míos? ¿Entendemos lo que está más cerca de nosotros, muy cerca, porque lo somos nosotros mismos? ¿Entendemos por qué hemos hecho esto o aquello? ¿Por qué esto nos alegra, lo otro nos turba, lo otro nos estremece? ¿Lo entendemos realmente, desde el fondo? ¿Entendemos este mundo tan entretejido, tan estratificado hacia abajo como hacia arriba, que somos nosotros mismos? ¿Me resulta claro quién soy yo? ¿Que yo exista, en vez de no ser? De todo esto, nuestro espíritu no capta nunca más que algunos hilos, algunos movimientos, un acontecer y pasar que se manifiesta indeterminadamente; pero ¿entendemos realmente?
El hombre es muy grande y vive muy altamente más allá de sí mismo, y muy profundamente dentro de sí; si pregunta con seriedad: qué, y quién y cómo, y por qué, entonces sólo Dios puede contestar. Una vez contestaba Él, y ¡qué bondadosamente serias, qué íntimamente convincentes debieron ser sus respuestas! Toda respuesta, conteniéndole a Él mismo; a Él, como lo que debe ser pensado dentro de cada pensamiento, y dicho dentro de cada palabra; debe respuesta realmente verdadera y plena.
Y ahora imaginémonos lo que saldría de ahí: ¡qué riqueza de vida humana, qué plenitud de trabajo humano! Pero todo esto lo hemos pensado sólo para tener que decir que el hombre, con el destrozo de la culpa, huyó de esa proximidad sagrada, y se escondió de Dios "entre los árboles del jardín", entre la Naturaleza, que se le hizo extraña.
La Muerte
Dentro de lo que cuenta el Génesis sobre el Paraíso, encontramos una expresión que nos choca como muy extraña, porque contradice nuestra imagen del hombre y de su vida: esto es, la declaración de que si hubiera permanecido fiel en la prueba, no habría tenido que morir.
Se podría pensar entonces que se tratara de un tema subsidiario, con carácter de leyenda, que cabría incluso desprender sin perjudicar lo esencial de la Revelación sobre el Paraíso. Pero pronto se ve que esto no es posible. Pues lo que dice Dios al primer hombre, es tan claro como apremiante: "Puedes comer de todos los árboles del jardín. Solamente del árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer; pues el día en que lo comas, debes morir" (Gn 2, 16-17). El texto hebreo habla de modo aún más tajante: "debes morir la muerte", o, como traducen otros: "debes morir, sí, morir".
En su diálogo con el tentador dice la mujer: "Solamente de los frutos del árbol en el centro del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, no los toquéis, porque entonces moriréis" (Gn 3, 3). Y el tentador contesta: "¡De ningún modo moriréis! Sino que Dios sabe: Si coméis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" (Gn 3, 4-5).
Así, pues, se trata de algo que forma parte esencial del conjunto de la doctrina del Paraíso.
Pero ¿qué es lo que quiere decir? La explicación racionalista está preparada en seguida: afirma que se trata de una de esas leyendas del Paraíso, como se encuentran tantas; la imagen del anhelo humano de una existencia maravillosa, en que no haya nada de lo que aquí oprime; sólo belleza y encanto. Por tanto, en esa tierra de toda dicha, tampoco hay muerte, sino vida interminable; y naturalmente, vida en juventud inmarchitable.
Otros, aunque insertan esa expresión en el conjunto de lo revelado, sienten que les pone en una dificultad. Aceptan la imagen moderna del hombre como base obvia de su pensamiento; y así, sin negar directamente esa expresión, la desplazan hasta el borde del campo de la conciencia, de modo que prácticamente desaparece de él. Sin embargo, forma parte del núcleo de la Revelación y es lo único que nos hace comprensible nuestra existencia actual.
La doctrina de la muerte en el Génesis encuentra un poderoso eco en el Nuevo Testamento, y precisamente en la Epístola a los Romanos: "Por eso, así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte, y también la muerte ha pasado a todos los hombres, en cuanto que todos pecaron..." (Gn 5, 12). Aún más tajantemente habla después, al decir que "por el pecado de uno solo la muerte reinó", y "reinó sobre todo" (Gn 5, 17.14); aunque en unión inmediata con estas ideas siguen las grandes declaraciones sobre la Redención y la nueva vida mediante Cristo.
Ya vemos: aquí es completamente imposible hablar de motivos legendarios de papel subalterno. Las ideas de la muerte y el pecado están tan estrechamente compenetradas, que se hacen una misma cosa, incluso. Se habla de una soberanía de la muerte; de una situación que se deriva de esa soberanía y en que se encuentran todos los hombres. En cambio, la gracia de la Redención, frente a esa soberanía, se entiende como vida indestructible.
Finalmente, ahí está el maravilloso capítulo octavo de la Epístola a los Romanos, en que se habla del anhelo de la Creación, que aguarda con esperanza el momento en que los hijos de Dios lleguen a su plenitud y se hagan patentes en su gloria. Ahora es "lo transitorio", "la corrupción", esto es, está "sometida a la muerte", pero luego será liberada de "la esclavitud de la corrupción, hacia la libertad de los hijos de Dios". Y la síntesis de esa gloria es "la redención de nuestro cuerpo" en la resurrección de los muertos (Gn 8, 19-23).
Se trata, pues, de algo que está en el centro del mensaje de salvación. Todos nosotros, amigos míos, vivimos dentro del contexto del pensamiento moderno. En la cuestión que aquí nos ocupa, ese pensamiento parte del supuesto de que el hombre de nuestra experiencia es el hombre sin más; de que la existencia como la percibimos, es la existencia sin más, y aunque en ésta haya dificultades y fracasos, y el pensamiento encuentre plantados los más difíciles problemas, con todo, sobre ella sólo se puede pensar y hablar a partir del conjunto que nos está dado. Y si el pensamiento se sale más allá, entonces son leyendas, juegos de la fantasía, que pueden tener un sentido psicológico o estético, pero que de ningún modo pueden pretender ser verdadera. En estas circunstancias piensa el hombre cuando piensa sobre sí mismo, siempre a partir de la situación en que se encuentra ahora. La consecuencia es que nunca saca la cabeza de su situación. Su pensamiento corre por caminos predeterminados y siempre le vuelve a confirmar de nuevo que lo que es ahora, es lo único y lo real. Si le salen al paso en el Génesis ideas como las que acabamos de mencionar, entonces las expulsa del dominio de lo seriamente real.
Pero si es realmente creyente; si confía en la Revelación como la fuente de verdad divina; si toma esos pensamientos, aunque al principio le resulten extraños, con la seriedad del mensaje, entonces le abren la mirada para la realidad auténtica. Le dicen que la situación en que el hombre se encuentra ahora, y como se lo muestra también, por otra parte, toda la historia, no es la auténtica situación primitiva y normal; sino que más bien ha ocurrido algo que ha cambiado la primera situación real. Por eso la situación actual no puede ser comprendida sólo a partir de ella misma. Semejante mirada a lo auténtico nos da también esa expresión de la Escritura, según la cual la muerte no forma parte de la estructura de la vida que Dios había preparado propiamente para el hombre.
Pero ¿vamos a pensar la doctrina de la Revelación, sin confundir todo lo que nos dicen la experiencia diaria y el conocimiento científico sobre la existencia humana? Mejor dicho ¿sin entrar en conflicto con nuestra conciencia de la verdad, puesto que la auténtica experiencia y la auténtica ciencia nos obligan, a pesar de todo?
La antropología actual ha obtenido ideas y puntos de vista que constituyen importantes referencias para lo expresado por la Revelación. En la época anterior a la primera guerra mundial se había concebido al hombre como una forma cerrada, en que todo discurre según leyes físicas, químicas y biológicas. Ni siquiera lo psíquico y espiritual parecía estorbar a esa visión, pues se entendía como última diferenciación de determinados procesos celulares y nerviosos, esto es, como un elemento regulador del conjunto orgánico; o, de otro modo, como lo que transcurre, no se sabe cómo e inexplicablemente, al margen de lo orgánico. Pero hoy, por observaciones cada vez más numerosas y por análisis cada vez más penetrantes, sabemos que esa imagen es falsa. El cuerpo no forma en absoluto un sistema cerrado, sino que está abierto a la iniciativa que procede del alma y el espíritu. Constantemente los procesos de ese cuerpo quedan influidos por el talante, por la actitud personal, por la conciencia.
Por ejemplo, hay dos personas que trabajan una junto a la otra. Su constitución corporal, así corno su capacidad profesional, son semejantes. Pero el uno ve el trabajo como algo lleno de sentido y que le obliga en conciencia, mientras que para el otro es sólo un medio de ganar dinero para el deporte y las diversiones: ¿dispondrán de la misma energía ante una tarea difícil? Ciertamente que no. La iniciativa que viene del espíritu es distinta... Todo médico sabe lo que significa que en una crisis el enfermo esté decidido a vivir porque los suyos le necesitan y le gusta su trabajo, o que capitule ante la muerte. En el primer caso, la voluntad proporciona las más sorprendentes fuerzas para defenderse; en el otro caso, el enfermo se muere desde dentro... La psicología enseña que muchas desgracias no están producidas solamente por causas exteriores, sino que están bajo una misteriosa dirección que procede del hombre mismo... El fenómeno de la sugestión y la hipnosis nos muestra qué efectos realmente desconcertantes pueden provenir de la voluntad... Y así sucesivamente. Todo ello indica que el cuerpo humano está bajo la constante influencia del espíritu; que es estorbado o estimulado por éste. Podemos designar el cuerpo humano igualmente como un acontecer o como una forma fija; pero la orientación de ese acontecer corresponde en buena parte al espíritu.
Si es así ¿qué ha de significar que el hombre en cuestión salga nuevo de la mano de Dios, puro de corazón, viviendo entero en la verdad, obedeciendo desde la raíz a Aquel que es la verdad y el orden; si es el espíritu de ese hombre el que rige el cuerpo, y si ese Dios puede hacer desembocar su fuerza constantemente creadora, rica y fuerte, en ese hombre, porque tiene de par en par abierta la puerta, la libre voluntad, el corazón dueño de sí mismo? ¿Qué puede ocurrir en tal hombre?
Sobre esto, amigos míos, la ciencia no puede decir nada, ni a favor, ni en contra. Mucho menos cuando ya no hay semejante hombre, pues el actual es diferente y vive en otras condiciones. Aunque se imagina ser "el" hombre, no lo es en absoluto. Es un hombre destruido, que, por más que realice inauditos logros de ciencia, de conquista y de estructuración, pone en todo, sin embargo, esa confusión que habita en él. Y entonces dice la Revelación: "En el primer hombre, que estaba tan abierto a Dios como quepa decir, Dios obró la gracia de una vitalidad que no había de extinguirse. Naturalmente, el curso de la vida habría tenido un fin, pues es una forma, y toda forma es límite. Pero ese límite mismo habría sido obra del poder vital del espíritu, tan totalmente vivo: espiritualización, transformación, tránsito. Es algo muy diverso de la leyenda de una inmortalidad que siempre continúa, de una juventud que nunca envejece. Es algo que ya no hay; pero podemos entrever algo de eso al mirar el rostro de una persona que supera realmente el egoísmo, dejándolo atrás, y echa raíz en la verdad. Si imaginamos que no se deformara nunca y siguiera desplegándose, eso apuntaría en la dirección que queremos. Pero esto no tiene nada que ver con efectos naturales. Viene del espíritu que vive en Dios. Cuando los hombres traicionaron a Dios, terminó esta situación, y se abrió un nuevo mundo: el mundo de la muerte.
En el fondo, no se comprende cómo pudieron sobrevivir en absoluto al momento de la rebelión. El hecho de que no se aniquilaran ahí, sino que permanecieran en vida y tuvieran historia, fue sólo posible porque Dios los orientaba a la Redención que habría algún día. Ya era Redención. Pero qué melancolía debió oprimirles, qué afán debió consumirles, qué miedos debieron invadirles; opresiones que todavía suben ahora desde lo hondo de nuestro subconsciente y que no proceden de causas biológicas, ni de determinados complejos anímicos, sino de experiencias primitivas del hombre, en un mundo que era extraño y enemigo. En ese mundo vive ahora; bajo la soberanía de la muerte, de que habla San Pablo.
Amigos míos, volvamos la vista una vez más a la oscura inundación de morir y matar que ha pasado sobre el mundo en las últimas cinco décadas. Y oigamos luego con qué naturalidad se habla de ello, de que se mataron a tantos o cuantos millones, y tantos millones de heridos, mutilados, exilados... ¿es natural?
Se dice que eso precisamente es la lucha por la existencia; que esto ocurre entre todos los seres vivos; como en los animales, igual entre los hombres. Pero no es así. Es un ciego engaño trasladar a los hombres el concepto de la lucha por la existencia en los animales. Cuando el animal tiene hambre, mata a su víctima, la consume y con eso se cierra el proceso.
Pero el hombre mata porque quiere matar, y lo hace con todos los medios auxiliares del progreso y de la técnica. Desarrolla una ciencia de la curación, construye hospitales y sanatorios, crea teorías terapéuticas y organiza profesiones para la asistencia; pero al mismo tiempo dedica sumas incontables de dinero, trabajo y sacrificios de toda índole para ver cómo puede aniquilar poblaciones, destruir culturas y esterilizar campos, haciéndolos inhabitables. ¿Es natural eso?
Queridos amigos, no se dejen enredar en conceptos biológicos. Alguien ha dicho que es una gran merced poder ver lo que existe. ¡Qué razón tiene esta frase! Miren ustedes, distingan, enjuicien cómo es el hombre, el auténtico, en la historia como en la actualidad, en torno de nosotros y en nosotros mismos. Entonces no dirán ya que esto sea una situación natural, o sea, adecuada por esencia. Es una situación deformada, la soberanía de la muerte, que ha penetrado hasta el instinto. Si no, el hombre, que, según la teoría se ha elevado con tan larga evolución desde lía materia, y que por tanto debería estar hecho según las leyes de la razonabilidad y ordenación naturales, ¿cómo podría comportarse de un modo como no se comporta ningún animal? Ahí ha pasado algo que ha llegado hasta el núcleo de la naturaleza humana y que en él ha podido alcanzar tan temible potencia destructiva precisamente porque el hombre no es un animal, ni aun muy diferenciado; precisamente porque en el hombre hay espíritu, que da a todo impulso una libertad sólo posible por él, y una radicalidad sólo efectiva por él.
De esta relación de sentido habla la Escritura, Esta muerte no la habría debido morir el hombre; á este poder de muerte no habría tenido que sucumbir.
Con la enseñanza de esta doctrina se transforma nuestra mirada sobre la existencia. Cede el hechizo del carácter de Naturaleza: pierde su muda obviedad el supuesto que por todas partes domina el pensamiento, desde lo cotidiano a lo filosófico, según el cual el hombre es sencillamente lo que es hoy. Se hace evidente que nuestro pensamiento es cosa muy distinta de algo "sin supuestos previos", y empezamos a poner en cuestión ese supuesto. Presentimos que el hombre no sólo es "Naturaleza", y la historia no sólo "evolución" natural, sino que la existencia tiene un carácter trágico, pero una tragicidad de índole diversa que la inmanente de la transitoriedad de todo lo terrenal, o de la inexorabilidad de la lucha por la vida. Es más bien la culpa de una traición que el hombre ha cometido contra Dios y por la cual ha perdido una posibilidad infinita; una traición que tuvo lugar antes del comienzo de lo que hoy es historia.
Con tal comprensión hacemos pie ante la existencia; nos hacemos capaces de juzgarla y de liberarnos de sus hechizos. Pero también presentimos lo que significa la Redención, que ya opera en tal acción de hacer pie, y presentimos lo que quiere decir la promesa de libertad futura. Y esto no es luego una nueva teoría de la vida junto a tantas otras —optimistas, pesimistas, absurdistas y tantas otras como puedan inventarse—, sino un nuevo comienzo, que lleva a la verdad.
Y permítanme, queridos amigos, que hable personalmente, desde una larga vida de preguntar y pensar: Se percibe qué acertado es lo que dice la Revelación: inquietantemente acertado. Ahí no se toma menos en seno al hombre y al mundo, sino en serio desde Dios. No con menos objetividad, sino que entonces es cuando se empieza a tener objetividad. Pues, créanme: no sólo las leyendas fantasean; a menudo también lo hacen los filósofos. Y a veces lo hacen igual los científicos; sobre todo cuando construyen su labor sobre supuestos que jamás examinan; más aún, cuando no se dan cuenta de que existen.
El trastorno
Una vez que el hombre —¡y de qué pobre manera!— hubo reconocido su desobediencia, Dios le dijo: "Porque has escuchado la voz de tu mujer y has comido del árbol que te había prohibido comer, maldito sea el suelo por ti; trabajosamente sacarás alimento de él todos los días de tu vida. Dará para ti espinas y cardos, y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu rostro comerás tu pan, hasta que vuelvas al suelo de donde saliste. Pues polvo eres y al polvo volverás" (Gn 3, 17-19).
Esto nos suena extraño y duro; pero nos hemos decidido a no seguir las convenciones del pensamiento que nos rodean, sino a confiar en la palabra de la Escritura y dejarnos llevar por ella. Entonces ¿qué se dice aquí?
Se dice que el hombre debe cultivar el campo, que, a su vez, representa el mundo. En él ha de hacer el hombre su obra; de él se debe alimentar; en él debe hacer todo lo que llamamos cultura en el sentido más amplio de la palabra. Pero en él, como impone Dios, reinará una confusión. Las cosas no darán lo que el hombre espera de ellas. El trabajo costará gran esfuerzo y estropeará el gozo por el resultado que produzca; el resultado mismo será mezquino; y así seguirá siendo para el hombre hasta el fin de su vida. Y ese fin es la muerte.
Amargo balance de una existencia en que el hombre había querido "ser como Dios". ¿Ha resultado verdad?
Dios ha creado al hombre según Su imagen, para que sea señor del mundo por gracia, así como Dios lo es por esencia. Las cosas del mundo habían de plegarse a su voluntad, así como él mismo había de ser obediente respecto a su propio Señor. En Su servicio debía el hombre ejercer su señorío, y el mundo habría sido "Paraíso"; permaneciendo en acuerdo con el hombre mediante la gracia que quería penetrarlo y regirlo todo.
Ese mundo lo tenía que "cultivar" el hombre, como se dice en el Gn, 2, 15: conocer las cosas, asumir en sí la riqueza del mundo, desarrollar en las cosas la abundancia de sus fuerzas recién creadas, realizar los hechos y obras a que le invitara el encuentro con ellas... Y tenía que "guardar" el mundo. Estaba puesto en sus manos, para que él lo conservara en la verdad y el orden; para que le diera la posibilidad de desplegar su esencia, su grandeza y su belleza en el ámbito vital humano. Eso lo tenía que hacer manteniéndose él mismo en su verdad y orden ' y "guardándose" de ese modo a sí mismo.
¡Pero cómo han cambiado de sentido estas palabras "Cultivar y guardar": de qué otro modo suenan en el juicio de Dios después de la rebelión, al lado de como sonaban antes, cuando Él dio Su misión. No se puede separar lo uno de lo otro, amigos míos: no se puede reinar sobre la obra de Dios, si se es desobediente al Señor de esa obra. Mientras el hombre manifestaba obediencia a Dios, la Naturaleza le obedecía.
El hombre no es un aparato que, siempre igual en sí mismo, produzca un resultado siempre uniforme, sino que vive, y lo que hace es desarrollo de esa vida. Por eso, necesariamente, hace que influya lo que es él mismo en lo que hace. Su obra resulta influida por la situación en que se encuentra. El trastorno en que había caído por su traición a Dios, debía trastornar también, por lo tanto, su obra en el mundo.
No solamente esto: las cosas, en efecto, no son un mero material que pueda ser manejado a capricho, sino que Dios les ha dado su naturaleza, y se pliegan a la intervención del hombre cuando éste las toma en la verdad de su naturaleza. La primera soberanía la ejercía el hombre en situación de claridad, de acuerdo con su propia naturaleza, con voluntad pura y mano segura. Y lo hacía con mirada penetrante y corazón respetuoso para la naturaleza de las cosas y el orden en que estaban. Por eso la Naturaleza conservaba en su obra la libertad de su ser; más aún, en esa obra se hacía más ella misma de lo que era en su primera situación.
Esto ha cambiado. En buena medida ocurre que el hombre sujeta a la Naturaleza a su voluntad y la destruye así. El mundo está lleno de Naturaleza devastada y vuelta innatural. El reverso de la medalla es que el hombre queda sometido a esa Naturaleza a la que piensa dominar. Hacer violencia a la Naturaleza y sucumbir a ella, son dos caras de lo mismo. La relación del hombre con la Naturaleza se ha vuelto falsa, y eso influye en todo lo que hace el hombre.
Objetarán ustedes quizá: ¿cómo se puede hablar así de la obra del hombre, cuando éste realiza logros tan poderosos? Lo que realiza, es realmente poderoso. El tiempo de la Historia que conocemos es relativamente corto; en él crece su obra con celeridad asombrosa, y hoy tiene el hombre la sensación de que, en el fondo, todo le es posible. ¿Dónde sigue estando la mezquindad del resultado? ¿Dónde están las espinas y los cardos?
Por lo pronto, pongamos ante nuestra mirada algo que ilumina la verdad como de golpe: Mientras que una parte relativamente pequeña de la población terrestre se las arregla bien, una gran parte de ella no tiene el alimento que debería tener para poder vivir sana, y un porcentaje aterrador muere de hambre cada año. ¿No habla esto con bastante claridad? Pero observemos con atención la obra misma. Si pudiéramos ver las pirámides tal como se elevaban antaño en el desierto egipcio, brillando bajo el fulgor del sol como gigantescas piedras preciosas, diríamos: ¡Qué maravilla! Pero los cientos de miles de esclavos que fueron ejecutados en el terrible trabajo
¿qué fue de ellos? La injusticia, mejor dicho, el crimen que se cometió con esos hombres, ha penetrado en la obra y envenena su grandeza, y es una mentira apartar la vista de esos horrores ante tales grandezas. Quizá se replicará que eso fue en la época de la esclavitud; y que hoy se ha superado. Prescindamos de que hoy todavía existe esclavitud y caza de esclavos —en diversas formas—: pero ¿cómo se construyen los canales en Rusia? ¿Y la desecación de marismas, y las minas y las roturaciones de campos? Luego estarán en los mapas con gran esplendor, y la historia de la cultura contará qué gigantesca fue esa realización, pero los millones de trabajadores forzados que hicieron y que perecieron en ella ¿qué es de ellos? De ellos no se habla: están olvidados. Pero Dios les conoce y sabe que su sangre se adhiere a la obra. Ha vuelto la esclavitud, y como institución oficial, sólo que se llama de otro modo: campos de trabajo, campos de concentración, aniquilación de los enemigos del pueblo, liquidación de los reaccionarios y capitalistas, y demás palabras mentirosas. También estuvo entre nosotros en los doce años del nazismo; y ¿quién garantiza, que no volverá a aparecer también más adelante en otras formas? Además, el trabajo de esclavitud oculta, realizado bajo la coerción de los sistemas técnico-económicos, bajo la presión de la necesidad, en oficios ingratos, con fuerzas insuficientes, con cuerpo enfermo y corazón cansado ¿qué ocurre con eso? Se dice que con el progreso de la evolución cultural todo mejorará: pero hace falta el impulso de la juventud o la obediencia del hombre de partido, para creerlo.
Y aun aquellos que pueden elegir su profesión: ¿les da lo que les prometía cuando la comenzaron? La confianza de que se haría algo digno y valioso; el deseo de hacer una obra pura en la profesión; la sensación de estar dotado y tener energía; la esperanza de éxito y provecho, ¿encuentra cumplimiento todo ello? Dura también, cuando se ha pasado el encanto de la novedad, cuando vienen dificultades, cuando empieza a oprimir la fatiga diaria...? Si se preguntara a los hombres en la oficina, en la fábrica, en las administraciones públicas: ¿Encuentras en tu trabajo lo que esperabas de él?, entonces, por más que todos supieran hablar de la obligación realizada a conciencia y del sentido que, a pesar de todo, tiene el trabajo, ¿se notaría además que viven en trabajo fecundo, y las cosas se pliegan a su voluntad? Ciertamente que no, pues entonces tendrían otras caras. Y si se les preguntara por qué siguen en el trabajo, la respuesta sería: Porque debo seguir. Porque no sé hacer nada mejor. Porque ha pasado la edad de cambiar de oficio. Porque la familia depende de mí. Porque, en el fondo, todo es lo mismo...
¿Y qué ocurre con los grandes? Amigos míos, miren el rostro de Beethoven: ¿de dónde viene su terrible gravedad? ¿De dónde viene la melancolía de la mirada de Miguel Ángel? ¿Y la amargura en los rasgos de Dante? Los grandes científicos y filósofos ¿tienen rostros en que se exprese la esperanza realizada? Los estadistas importantes, los educadores, los reformadores sociales ¿tienen cara de estar contentos, real e íntimamente, con su trabajo?
Pero entremos más allá: Hay un hombre que quiere algo bueno. Pone en obra toda su energía; es valiente, dispuesto al sacrificio, constante. Incluso realiza algo excelente; pero una vez y otra se manifiesta un fenómeno inquietante: lo bueno que él quiere da lugar formalmente a su contradicción.
¿Qué cosa hay más noble que poder decir: lucho en tal o cual sentido por la justicia? Eso, naturalmente, significa que se lucha contra aquellos hombres que se interponen en el camino de la justicia. Pero entonces ¿se les hace justicia? ¿De dónde viene el antiguo dicho: summum jus, summa injuria, "suprema justicia, suprema injusticia"? Viene de la experiencia de que en la sustancia de la vida humana opera algo incómodo: Tan pronto como uno se entrega a un impulso que en sí es totalmente bueno y claro, se enreda, se confunde y se deforma, y surgen consecuencias ante las cuales uno se asusta... O bien, alguien sufre por tantas inmundicias en imagen y letra impresa, en espectáculos e industrias de diversión. Se enfrenta con ello, para que el mundo se haga más limpio, y los jóvenes puedan crecer con un claro sentido del honor y la decencia. Habla, escribe, trata de poner en movimiento a la ley y la autoridad, conquista personas de igual modo de ver: ¿cuánto tardan sus esfuerzos en adquirir un aura de estrechez, de torpeza, de comicidad, de modo que se hacen fácil juguete de sus adversarios?
¿Por qué ocurre así? Tomen ustedes los valores que quieran: salud, bienestar, orden, justicia, arte, ciencia: tan pronto como se lanzan a la realidad de la existencia es como si ellos mismos se organizaran su propia contradicción. ¿Está esto en orden?
Queridos amigos, en estas consideraciones nos hemos exhortado a menudo a dejar a un lado la costumbre, que todo lo vuelve gris: a romper las convenciones que nos envuelven; a rechazar las influencias que llegan a nosotros en libros y discursos, en la radio y el periódico. ¡Hagámoslo pues! ¿Qué es lo que vemos, si nos despojamos de la charlatanería del progreso y la educación y la cultura? Bien es verdad que, cada vez más, se realiza algo inaudito en la ciencia, en la ordenación social, en la técnica y la higiene; pero también es verdad que todo eso está atravesado por una profunda confusión. Y ello no sólo por defecto del comienzo, o por fenómenos de crisis en su transcurso, sino siempre y en todo. Pues la confusión está asentada en el núcleo, tan profundamente, que los hombres que de veras saben algo de la vida nos dicen que en el fondo no hay nada que poner en orden. Estas son las "espinas y cardos" que le crecen al hombre cuando trabaja en el campo de su vida.
¿Qué hemos de hacer entonces? Ante todo, amigos míos, desear la verdad. Mirar a través del engaño del progreso. Oponerse a la cobardía del optimismo, que ve en todo solamente los puntos de éxito, pero no lo que sale mal. Ser honrados, y ver lo que tiene que pagar el hombre por su obra, después de haberla desgajado de su verdad. No es pesimismo. Es pesimista el que se complace en afirmar que todo está mal: porque él mismo ha fracasado, porque tiene rencor a la vida, porque es envidioso. No tengamos ese modo de ver, sino deseemos la plena verdad. De ahí surge una seriedad que es más profunda y noble que todas las charlatanerías sobre la cultura, pues responde del hombre, tal como realmente es.
En segundo lugar: trabajar y luchar por lo justo, sin dejarse desanimar. Pues lo que importa no es el progreso y la grandeza en la tierra, sino la verdad y fidelidad.
Todo lo que queda en desarreglo: la confusión, el esfuerzo, la inutilidad, todo ello encuentra sólo un nombre que realmente se mantenga firme: el nombre de expiación. Esto es lo que viene en tercer lugar: El hombre debe expiar con la menesterosidad de su trabajo lo que ha faltado la soberbia de su desobediencia. Pero ¿quién piensa en ello? Por todas partes, análisis, programas de reforma, utopías: ¿quién piensa en responder de la vida humana como hombre y en expiar la falta del hombre?
Dejémonos penetrar en nuestra mente y en nuestro corazón por la verdad de este campo que debemos cultivar y que nos da espinas y cardos. No llegaremos a su término pasándola por alto con fantasías, sino aceptando con ella el trabajo en la seriedad de la fe.
El trastorno en la relación mutua entre los sexos
El hombre rehusó la obediencia a Dios: Por ahí entró el desorden en toda su existencia. En nuestra última consideración se habló de cómo influyó ese desorden en la obra del hombre: recae ante todo sobre el varón, ya que, como vio el pensamiento de la Antigüedad, es a él a quien corresponde la acción y trabajo públicos; pero, naturalmente, no afecta sólo a su trabajo, sino también a la mujer. La Escritura no es un libro sistemático. No desarrolla sus ideas por todas sus facetas, sino que las pone en lugares donde tengan una importancia representativa, y encomienda a su potencia interior de verdad el desarrollo de su efecto.
Si escudriñamos con atención en la Historia —pero igualmente en nuestro tiempo, e incluso en nuestro ambiente— pronto nos damos cuenta del peso que tiene el yugo del trabajo sobre la mujer; qué dura esclavitud ha experimentado y sigue experimentando, y cuántas "espinas y cardos" le da el campo de la vida. A través del último medio siglo se desarrolla la lucha de la mujer por su libertad social y económica, habiendo obtenido muchos logros. Estos últimos años han traído como solución la consigna de su igualdad, tras de la cual, con excesiva facilidad, aparece la de igualdad de naturaleza y trabajo. Pero quienes conducen la lucha han de mantener bien abiertos los ojos, vigilando para que todo eso no se convierta en una nueva servidumbre de trabajo y realización, no menos destructiva y deshonrosa que la anterior.
El desorden de que hablábamos penetra también en la vida inmediata, en la relación entre hombre y mujer. Ya hemos visto antes que Dios hizo al hombre a su imagen; pero en la misma frase se dice: "los hizo hombre y mujer" (Gn 1, 27). Con eso se expresa que la división del género humano en los dos sexos no es algo sobreañadido, que sobreviniera con miras a alguna finalidad determinada, sino que forma parte del plan básico según el cual está hecho el hombre. Toda concepción del hombre que le considere de modo dualista en algún sentido, viendo la sexualidad como algo bajo, o malo, o simplemente inesencial, deforma el sentido de la Revelación.
Con eso se dice también que el hombre y la mujer están del mismo modo en la semejanza a Dios; y que también su comunidad forma parte de su semejanza. El parentesco de semejanza, en que la generosidad del amor de Dios ha elevado al hombre ante Sí mismo, no es algo que corresponda sólo al espíritu por encima de los sexos, a la cima de lo propiamente humano, mientras que "abajo", en las bajezas de lo biológico, quede el dominio de lo infrahumano, que tendría su modelo en el animal. El hombre entero es imagen de Dios, y su vida entera debe realizarse ahí. Su semejanza de imagen significa que, en obediencia al verdadero Señor, puede y debe ser señor del mundo, así como de sí mismo. Por tanto, también la sexualidad del hombre debe ser un modo de ese señorío.
Como se ha dicho repetidamente, la doctrina de la Creación en el Génesis se desarrolla en imágenes. Por eso el segundo relato, que está orientado hacia la ordenación del matrimonio, hace que primero aparezca el hombre solo. Y luego dice Dios: "No es bueno que el hombre este solo; quiero hacerle una ayuda que le sea adecuada" (Gn 2, 18). Ayuda ¿para qué? Para todo lo que se llama vida y trabajo. Y entonces se pregunta si esa ayuda podría venirle al hombre de otro ser vivo; pero se echa de ver que no es posible. Al hombre no le puede llegar de la Naturaleza, de ninguna forma viva animal, esa compañía y ayuda vital que necesita. Por eso Dios forma para el hombre a la mujer de la misma materia esencial, si así puede decirse, de que está hecho él. Sólo entonces aparece la auxiliadora que necesita.
En otro aspecto, ya nos hemos fijado en el importante hecho de que el concepto con que la Revelación determina la relación de hombre y mujer, no es el de instinto, sino el de la ayuda. Según toda la disposición del relato, esta ayuda empieza por considerarse respecto al varón; pero también se refiere igualmente a la mujer. Cada cual debe ayudar al otro, en todo lo que significa vida y obra: en la producción de nuestra vida, en su defensa, cuidado y crianza; en el despliegue de la propia personalidad, que adquiere su plenitud en la del otro; en la construcción del hogar, de ese pequeño mundo que hace posible que el hombre no se pierda en el mundo grande; en la relación con las cosas, cuya riqueza sólo se hace evidente al que ama; en el señorío sobre la existencia, que sólo corresponde al hombre completo; y completo sólo llega a serlo en la compañía... En todo eso han de servirse de ayuda mutua el hombre y la mujer.
Y entonces dice el texto cómo aparece el trastorno en esta relación tan profunda y abarcadora de todo. La ayuda sólo es posible sobre la base del respeto del uno al otro, en libertad y con honor. Pero eso presupone que ambos estén en la lealtad de la obediencia respecto a Aquel a quien corresponde en principio el honor. Los hombres, sin embargo, se han rebelado contra Dios y con ello han puesto en cuestión la base de la ordenación de la vida. Por eso surge entonces esa relación mutua entre los sexos tal como hoy la conocemos. Se pretende que tal como es ahora, es por esencia; se hacen investigaciones sobre cómo se desarrolla, qué evolución ha tenido y seguirá teniendo; se inventan teorías sobre su naturaleza y se pretende que así es "el" hombre, y así es "la" sexualidad. En verdad, todo ello está confuso y deformado.
En el Paraíso, el instinto sexual permanecía en la unidad de la imagen del hombre querida por Dios; obediente con naturalidad a su libertad espiritual, así como ésta era obediente al Señor de la vida. Por eso, la cima de la naturaleza humana estaba de acuerdo con Dios, y desde ahí influía su potencia ordenadora en el conjunto de la personalidad humana, tan múltiplemente desplegada. El instinto estaba determinado por la persona y permanecía en su honor. Su impulso era respetuoso; su fuerza, buena. Cuando se rompió ese acuerdo, perdió la obviedad de su ordenación. Desde entonces adquirió esa violencia con que amenaza esa ordenación; esa indiferencia respecto al honor de la persona, esa dureza y crueldad con que produce tan gran destrozo.
Se está ciego si se pretende explicar la vida del hombre por la del animal. El instinto de éste aparece dentro de una ordenación perfecta: la de la ley natural. También el instinto del hombre debía desarrollarse en una ordenación, esto es, la de la ayuda personal. Pero cuando se destrozó ésta, no sólo es que el hombre, por decirlo así, descendiera a la de la Naturaleza, sino que, exactamente hablando, ya no está en ninguna ordenación. Ha caído en un desatamiento que en ningún sitio queda garantizado con evidencia.
Así dice el juicio que da Dios a la mujer: "Multiplicaré los dolores de tus preñeces; con sufrimiento parirás hijos. Y sin embargo tu solicitud te unirá a tu mando, y él te dominará" (Gn 3, 16).
Las dificultades, dolores y peligros de la preñez y el nacimiento forman parte de ese poder de la muerte de que hablábamos en una consideración anterior. Nadie duda de que la ciencia, la técnica médica y la higiene han logrado aquí mucho, han eludido grandes peligros y han suprimido tormentosos dolores. Pero a los que se dan cuenta de la realidad, no sólo les parece insolencia, sino exageración infantil decir triunfalmente que "la maldición del Génesis" se ha vuelto vana. Las dificultades y peligros de la vida de la mujer proceden, ante todo, de inconvenientes que pueden evitarse, pero en lo más hondo vienen de raíces a donde no pueden llegar la medicina y la psicología. ¿No ha ocurrido ya a menudo que al superar un inconveniente aparecía otro? Pero si queremos enjuiciar en absoluto las ventajas de los diagnósticos, la terapéutica y la higiene, debemos hacerlo en relación con el conjunto de la vida. Entonces nos dejará preocupados el darnos cuenta de hasta qué punto esas ventajas o mejor dicho, la cultura que las produce, alejan al hombre de la Naturaleza, le artificializan, incluso, le corrompen.
Pero por lo que toca al "dominio" del varón, de que habla el texto, no se refiere sólo a los inconvenientes sociales y culturales, aunque éstos ya pesan mucho: el desprecio y desposeimiento de derechos de la mujer por la violencia de una ordenación masculina de la vida no sólo ha sido una gran injusticia, sino que siempre ha tenido resultados fatales. Pero de lo que se trata propiamente es de ese trastorno que sigue teniendo efecto aun donde la mujer disfruta de todos los derechos y libertades, y aun quizá ha obtenido la primacía socialmente. Se trata de lo que llaman la psicología y la literatura "la guerra de los sexos". De ello se habla a veces con ligereza, incluso con la sensación de que el hacerlo así demuestra experiencia y superioridad vital. En realidad, ahí se manifiesta la entera devastación que ha producido el pecado; y ello no sólo en la mujer, sino exactamente igual en el hombre.
Con ello se quiere decir que el uno presenta imposiciones al otro, pero que también se le somete; que el uno concede al otro plenitud, pero que queda subyugado. Es la traición a la ayuda. Esta empezó cuando la tentación se dirigió a la mujer. Entonces el hombre debía haberse puesto a su lado y defenderla antes que a sí mismo; en vez de eso, la dejó sola. Y la mujer, desde lo hondo de su amor, habría debido sentir que se trataba de la salvación de aquél con quien estaba unida, y haber visto con claridad, mirando también por él. En vez de eso, le indujo a caer con ella. Y después de la culpa, los dos debían haber estado unidos ante Dios en la amargura de su culpa, llevándose mutuamente el peso, y guiándose uno a otro al arrepentimiento. En vez de eso, eludieron de sí mismos la culpa; de modo especialmente acusador el hombre, que hizo responsable de la perdición a la mujer que antes había recibido con tanto gozo. Esa traición a la ayuda sigue teniendo efecto en lo sucesivo. Siempre vuelven a dejarse solos el hombre y la mujer, y los que están estrechamente unidos, pueden quedar tan solitarios uno con otro como si fueran desconocidos.
No sólo esto: el deseo sexual, que aparece con tal poder, da lugar a un secreto rencor. Cada uno siente su dependencia y se revuelve contra el otro, a quien se siente sujeto. Más aún, el deseo mismo tiene en sí el germen del desvío. En la enredada naturaleza humana, sólo es unívoca la auténtica decisión del espíritu, la pura verdad de la conciencia: en cambio, el instinto, y el sentimiento determinado por él, pueden en todo momento volverse en su dirección opuesta. El amor de la compañía, que va de persona a persona, es inequívoco; descansa en la verdad y se realiza en la fidelidad. En cambio el amor del instinto es codicia y se revuelve en contradicciones. Piensa no poder vivir sin la otra persona, y a su vez no la puede aguantar.
¿No ha ocurrido así a través de toda la Historia, y sigue ocurriendo, y no se ve cómo habría de ser de otro modo, a pesar de tanto hablar de libertad y de igualdad de derechos: que el hombre convierte en una esclava a la mujer, y la mujer convierte en un loco al hombre; y no menos al revés?
Pero en el fondo del ser humano está muy hondamente grabada la imagen de la comunidad de hombre y mujer, y le es muy necesaria la ayuda, cuando lo esencial se vuelve a abrir paso, una y otra vez, a través de los terribles trastornos. Pues la Historia está atravesada también por las fuerzas del amor y la fidelidad, del sacrificio y de la cotidiana victoria sobre el destino en obsequio a los demás; ciertamente, fuerzas que, cuanto más silenciosamente actúan, más auténticas son.
Pero luego viene Cristo y da a cada cual su dignidad, a la mujer como al hombre. Declara nulo el privilegio que se había concedido en el Antiguo Testamento a la "dureza de corazón" del hombre: "Unos fariseos se acercaron a preguntarle, para ponerle a prueba, si está permitido al hombre divorciarse de su mujer. Pero él les replicó: —¿Qué os encargó Moisés?—. Ellos dijeron: —Moisés permitió dar documento de repudio y divorciarse—. Jesús les dijo: —Por vuestra dureza de corazón os dejó escrita esta prescripción. Pero al principio de la creación Dios les hizo hombre y mujer. Por causa de eso, el hombre dejará a su padre y a su madre [y se unirá a su mujer] y serán los dos una sola carne. Así, ya no son dos, sino una sola carne. Entonces, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe" (Mc 5, 27-28). Y San Pablo vuelve a tomar del Génesis esta idea y dice: "En el Señor, la mujer no va sin el hombre, ni el hombre sin la mujer: pues si la mujer ha salido del hombre, el hombre existe también por la mujer, y todo viene de Dios" (1Co 11, 11-12). Sobre la base de esta declaración, la ayuda adquiere una nueva dignidad, profundidad y ternura. Cierto es que la confusión y desorden que trajo a la naturaleza humana la rebelión de la primera culpa, sigue estando ahí; la Redención no es envolverlo todo en hechizos. Pero se abre la gran posibilidad: la del auténtico matrimonio como ayuda entre hijos de Dios, en respeto y fidelidad, o la de la auténtica soledad para Dios en la vida virginal, sin envidia ni endurecimiento. Aparecen santos y más santos que hacen visible el misterio de uno y otro estado, y muestran el camino hacia la libertad.
Pero entonces viene la Edad Moderna y proclama la autonomía. Rehúsa ordenar la vida según Dios y legitimar el señorío humano por el señorío de Dios. Erige la libertad por derecho propio. Lo que ha llegado a ser mediante Cristo, lo abandona, o lo convierte en asunto de desarrollo histórico separado; aparentemente justificado por la renuncia de incontables cristianos, que no se dan cuenta de esa gran posibilidad. Así surge, en medio de las realizaciones de la civilización más progresada, un nuevo caos de las relaciones sexuales, que es peor que el que había antes de que viniera Cristo. Peor, porque por Cristo el hombre había llegado a ser éticamente mayor de edad, y se había hecho capaz de conocimiento y decisión personal.
Pero, para hablar una vez más de la equiparación de la mujer con el hombre: El derecho fundamental en que ha de haber igualdad consiste en el derecho a la propia esencia, fundada por Dios. Pero ¿a dónde se va a parar por ese camino que el hombre quiere recorrer solo, sin Dios, confiando sólo en su propia comprensión y en el impulso de su propio corazón? ¿Alcanza el nombre la libertad de su esencia cuando el Estado le convierte en una rueda de su mecanismo? ¿Se hace libre la mujer para sí misma cuando tiene que ir a las minas y luchar como soldado? ¿No se abre paso ahí una tendencia a igualar al hombre y la mujer en una tercera cosa, en un ser sin carácter propio, que sirve a los poderes anónimos del Estado, de la economía y de la técnica? Pero esa tendencia en la relación de hombre y mujer, surge cuando ellos ya no quieren ser compañeros mutuos desde la peculiaridad de su ser distinto.
Cerrarnos nuestras meditaciones sobre los primeros capítulos del Génesis. Sus expresiones sencillas, a veces aparentemente infantiles, llevan a una honda verdad. Hoy se habla de filosofía existencial, y con eso se alude a la cuestión de cómo es todo, puesto que el hombre existe; de qué modo es el hombre, cómo debe ser, y con qué fuerzas lo logra. En el Génesis —como también luego en las Epístolas de San Pablo— hay ideas básicas para una filosofía y una teología existenciales. Un amigo me decía una vez que el primer libro de la Sagrada Escritura tenía afinidad con los tres primeros Evangelios en su cercanía a la realidad. Sus figuras, realmente, hablan desde una simplicidad y una grandeza que luego desaparecen.
A la mirada dispuesta a ver, le muestra las leyes básicas de la existencia. El hombre actual sabe mucha física y psicología y sociología, pero le parecen ocultas las ordenaciones según las cuales su ser humano sigue estando a salvo y prospera. Aquí las puede aprender.
Romano Guardini, en unav.edu/
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