Las consideraciones dominicales de este curso han de dedicarse al libro con que empieza la Sagrada Escritura, el Génesis; y más concretamente, a sus tres primeros capítulos.
Génesis significa origen. El libro así llamado nos dice, en los mencionados capítulos, cómo ha empezado todo: el mundo, el hombre, la culpa y la redención. Pone así la base para todo lo que se expone luego, en el transcurso de la Revelación.
Al hacerlo así, no debilitaremos nada, no acomodaremos nada a las opiniones de la época y el día, sino que tomaremos conciencia del mensaje sagrado en toda la grandeza de su misterio. Pero, por otra parte, tampoco nos quedaremos en la mera letra, sino que intentaremos penetrar en la profundidad desde la cual puede de veras aclararse el sentido de lo dicho.
La pregunta por el principio, por lo que hubo al comenzar, es una de las preguntas prístinas que hace el hombre. Está cimentada en su naturaleza. Este hombre se encuentra con las cosas y quiere saber ante todo: ¿Qué es esto? Y en seguida: ¿De dónde viene? ¿Qué había antes? Y así retrocediendo, hasta llegar a la pregunta: ¿Qué había antes de todo? ¿De dónde ha salido todo lo posterior?
Cuando se está junto a un río, surge por sí sola la consideración: ¿De dónde viene? Y sería una lección sobre cómo están constituidas las cosas de nuestro mundo, el poder llegar hasta su fuente, siempre siguiendo su orilla. Allí se experimentaría una calma peculiar: ¡Aquí empieza! Aquí surge lo que después, tras largo camino, siempre creciendo, lleva al otro punto que determina el río: la desembocadura en el mar. Y se vería esa fuente como un símbolo de la fuente absoluta de la arjé, del principio primitivo.
La pregunta por lo primero, por el principio, puede hacerse de diversos modos.
Se puede hacer según las ciencias naturales. Por ejemplo, se partiría de la abundancia de formas vivas que encontramos en el mundo, investigando cómo han llegado a ser. Siguiendo hacia atrás la serie de los grados de evolución, se llegaría por fin a uno primitivo, que sería "fuente" para todos los otros posteriores. En él sentiría el espíritu esa paz que da lo primero a quien ha experimentado la sucesión. Pero pronto se sentiría llevado más allá y preguntaría: Y ¿de dónde viene la primera vida?
Y empezaría de nuevo la búsqueda... Su pregunta podría también situarse en la Historia; en los fenómenos económicos, políticos, culturales, queriendo saber en cada ocasión qué ha habido antes, y antes, retrocediendo así hasta llegar a la primeras formas accesibles de existencia histórica. Si lograra llegar realmente al primer principio, el espíritu encontraría allí ese descanso de que hablábamos... Pero se puede también hacer la pregunta de otro modo, moviéndose por tanto por la sed de saber del intelecto cuanto por la exigencia que hay en el hombre personal de entenderse a sí mismo. Algo así hace todo el que, en una época de empuje hacia delante, siente la necesidad de mirar atrás, de examinar su vida, de conocer sus concatenaciones y contar a los demás cómo ha sido. También éste busca una fuente, la suya. Siente el pasar y se asegura de su comienzo. Así, pasando sobre sus tiempos de trabajo y lucha, regresa a su juventud, y más allá, a la niñez, y alcanzaría, totalmente su deseo si puliera entender cómo ha surgido él de la vida de sus adres y del aliento de Dios. Ahí llegaría a darse lienta plenamente de sí mismo.
A una pregunta de tal índole es a la que responde la Revelación. Su respuesta no tiene nada que ver con la ciencia. Recuerdo muy bien con qué esfuerzo se intentaba mostrar, todavía a principios este siglo, hasta qué punto coincidía el relato la creación en la Escritura con los resultados de ciencia. Era un trabajo de Sísifo, pues la doctrina del Génesis, desde el comienzo, no tiene nada que ver con la ciencia natural ni con la prehistoria, sino que se dirige al hombre que pregunta con piedad: ¿Dónde mana la fuente de mi existencia? ¿Qué soy yo? ¿Qué se quiere conmigo? ¿Desde dónde he de entenderme?
Intentemos recorrer este camino hasta la fuente. Naturalmente, a pasos rápidos, muy rápidos, entre los cuales queda demasiado por preguntar.
Imaginemos que en tiempo de Cristo hubiera llegado alguien a Jerusalén y hubiera preguntado: "¿Qué es lo más importante que hay en vuestra ciudad?" A eso le habrían respondido: "El Templo". El habría seguido preguntando: "¿Y por qué?" A eso quizá habría contestado su informador lo que dijeron los Apóstoles cuando salían del Templo con Jesús: "¡Qué piedras y qué construcciones!" (Mc 13, 1), pues el Templo que había levantado Herodes era una obra esplendorosa. Pero ésta no habría sido todavía la respuesta auténtica, que hubiera sido: "El Templo es la casa de Dios". Lugar de la morada sagrada en todos los sentidos, como se expresa en las palabras de Jesús niño, cuando Sus padres, tras de mucho buscarle, Le encuentran en el Templo, y Él dice: —"¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que yo esté en lo de mi Padre?" (Lc 2, 49).
Pero ese hombre habría seguido preguntando: "¿Siempre estuvo ahí el Templo?" "No", le habrían respondido; "Herodes lo construyó en lugar del anterior, que había levantado nuestro pueblo cuando volvió del cautiverio en Babilonia. Y antes de ése hubo otro, el primero, lleno de gloria, que levantó hace casi mil años Salomón, el tercer Rey".
Pero el camino de las preguntas llegaría aún más, atrás: "Entonces ¿vuestro pueblo siempre estuvo en este país?" "No, hemos venido de Egipto, hace casi un millar y medio de años. Allí tuvimos que vivir largo tiempo en servidumbre. Pero Dios envió un hombre que se llamaba Moisés, y que era poderoso y sabio. Él nos llevó a través del desierto; pero Dios caminaba con nosotros".
Acerquémonos a estas palabras. El que así habla, sabe lo que dice. Dios está por encima de todo lugar, de modo que está en todas partes y no necesita marchar para ir de un país a otro. Pero es cierto, y pertenece al misterio de la salvación, que estaba con Su pueblo y que caminó con él. Los seis primeros libros de la Escritura están llenos de ese misterio, donde empieza ya el misterio del Templo, para llegar a cumplimiento en la venida definitiva de Dios, en la Encarnación.
Pero el hombre de que hablamos no está contento todavía: "Entonces, ¿estuvisteis antes siempre en Egipto?" "No, nuestros antepasados llegaron allí en tiempo de la gran hambre, cuando todavía eran pocos. Allí se quedaron, al principio en paz, luego en dura servidumbre." "¿Y vuestro primer antepasado?" "Fue Abraham. Vivió al principio en Caldea. Entonces le llamó Dios y le prometió que se multiplicaría en un gran pueblo. Ese pueblo había de ser el pueblo de Dios, y por él cumpliría Dios su voluntad de salvación. Y ese pueblo somos nosotros ahora." "Pero antes de Abraham, ¿quién había?" "Fue un tiempo oscuro, en que la continuidad de la salvación sólo discurría como un hilo sutil, rodeada, mejor dicho, casi oprimida por ese pesado extrañamiento de Dios que era la culpa." "Culpa, dices, ¿qué culpa?" "La culpa del primer hombre, que traicionó la confianza de Dios e intentó hacerse él mismo señor de la vida.
"¿Y cómo llegó él a existir?" "Dios le creó, como hombre y mujer, en el esplendor de su imagen; del polvo de la tierra y del aliento de su boca. Le confió la tierra, y todo estaba en la paz del primer amor. Todo estaba sometido al hombre, pero éste a su vez servía a Dios, y esto era el Paraíso." "¿Y la tierra misma, y el cielo y todas las cosas que hay entre cielo y tierra? ¿De dónde han salido?" "Las hizo Dios. Y no necesitó que le ayudara nadie, ni tuvo que hacer un material para ello, sino que Su sabiduría lo concibió todo, y dio órdenes, y existió."
Así, el camino de las preguntas llegaría a retroceder al comienzo de todas las cosas; pero el primer capítulo de la Escritura relata cómo tuvo lugar este comienzo. El relato —ya lo dijimos— no tiene nada que ver con la ciencia, sino que es un poderoso himno, que, con la imagen de una semana, describe cómo el divino constructor, con su sabiduría y poder y cuidado amoroso, en seis días de trabajo, eleva el mundo al ser, para luego "descansar" en el séptimo día.
Ante todo, crea el caos primigenio, mugiendo sin forma. Luego los grandes órdenes y formas; la luz, en alternancia de día y noche; el ámbito de la altura con los fenómenos de la atmósfera, y el de la tierra, en que el hombre debe llevar su vida; la división del ámbito del mundo entre tierra y mar; la vegetación, su diversidad; las estrellas, con sus constelaciones; el mundo de los animales, en el agua, en el aire y en la tierra; en fin, el hombre, con su naturaleza corpóreo-espiritual, que es imagen de Dios, y que está destinado por ello a dominar el mundo.
Pero todo el relato queda dominado, como por una bóveda, por la primera frase: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra", expresión bíblica de "el Universo". Después, al surgir los diversos órdenes y formas, se dice en cada ocasión: "Hizo", una palabra que representa el trabajo divino. Pero para el principio propiamente dicho, se expresa: "Creó". Lo que significa esta palabra, no lo entiende ningún hombre. Es el misterio prístino. Ahí reside el comienzo Absoluto.
Pero a ese hombre que preguntara, le habría llegado corazón lo dicho sobre la culpa, y querría oír hablar sobre el otro principio, el segundo, el malo, que está contenido en el primero, que surgió puro ajeno de la gracia creativa de Dios. Así, pues, seguirá la preguntando:
"Dices que Dios creó al hombre. ¿Era entonces tal como es ahora? ¿Lleno de violencia, de codicia, de mentira, de odio?" "No", contestaría el preguntado, "sino que en esa gran elevación al primer comienzo hay un punto donde casi se habría llegado al fin. En efecto, el hombre no había de crecer del mismo modo que la planta o el animal, sino que él había de hacerlo en libertad. Pero la libertad tiene lugar en la decisión. Así Dios le puso delante una decisión de la que había de depender su destino. En la forma del Paraíso, le había entregado el mundo. Merced al señorío que residía en su semejanza a Dios, el hombre había de "conservarlo y cultivarlo". Pero en un signo, el árbol del conocimiento, debía manifestar si lo quería hacer en verdad y obediencia. Y creyó la mentira del seductor, y tuvo la pretensión de querer ser Dios él mismo".
Ese fue el segundo principio, el malo, y hubiera podido dar lugar al fin inmediatamente. Pues Dios había amenazado al hombre: "Si coméis del árbol, moriréis." Por tanto, en realidad habrían debido morir en su pecado. Pues el hombre puro, el originalmente inalterado, no comete la culpa más terrible y sigue después viviendo. Eso sólo lo podemos hacer nosotros, los apestados por el pecado. Pero Dios le permitió seguir viviendo.
Crear y ser creado
Corresponde a la esencia del hombre tener que preguntar por lo que ha sido, a la vista de lo que es. Esa pregunta puede hacerla científicamente. Entonces investiga cómo el fenómeno dado en cada ocasión está condicionado por otro anterior, y éste a su vez por otro precedente, y así sucesivamente: impulsado por el deseo de llegar a lo primero de todo, para luego, en camino de vuelta, comprender lo posterior... Pero, como hemos visto, también puede plantear la pregunta de otro modo: recorriendo hacia arriba la corriente de su vida personal: ¿De dónde vengo yo? ¿De dónde mis padres? ¿De dónde mi pueblo? ¿De dónde la Humanidad, como unidad de esos seres de que formo parte, y que realizan su trabajo en la tierra? Por el camino de esas preguntas, busca su primer principio propio, para entender desde él su existencia...
Esta segunda pregunta es la que hemos hecho a la Revelación de Dios, a la Sagrada Escritura. Nos ha llevado paso a paso a ese comienzo, tal como está expresado en la poderosa frase: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra", esto es, el mundo. Ese es el auténtico principio. En él comienza todo.
Para entender mejor lo que dice la Revelación, sin embargo, tenemos que considerar antes otra respuesta asimismo religioso, a saber, la que da la mitología.
Aparece un ser poderoso, resplandeciendo heroicamente, o esforzándose oscuramente, para dar forma y ordenar. Pero no es lo primero de todo. Antes de él ya había algo diverso, a saber, el caos, lo informe, lo inaprehensible e innombrable, la posibilidad primitiva, el dominio prístino: algo entre dos luces, que nos trastorna pensar. Y ese caos, dice el mito, estaba siempre, sin comienzo... Otra respuesta dice: Nuestro mundo surgió una vez, cuando lo produjo la muda necesidad. Pero antes de él estaba el hundimiento de otro mundo anterior, que igualmente tuvo su comienzo; y antes de ése, a su vez, el hundimiento del mundo que le precedió: una serie que retrocede hasta perderse de vista, y en que siempre un mundo empieza a ser después que otro ha llegado a su fin antes de él, en desconsoladora cadena de repeticiones. Ni en la primera respuesta mítica, ni en esta otra, ni en ninguna, adquiere sentido claro el concepto de principio. De un principio auténtico y puro habla sólo la Revelación. Esta, la única sabedora, lo manifiesta.
Ese principio lo expresan las palabras: "Dios creó". Y creó "cielo y tierra", esto es, todo. ¿Qué había antes de ese principio? Nada. Pero con eso no se alude a la nada borrosa del pensamiento vago; esa niebla de ser, que no es y sin embargo es. Tampoco a la nada de que hoy se dice tanto que amenaza al ser, engendro del miedo del espíritu que no cree. Sino la nada auténtica y limpia. Y ¿qué era? ¡Dios! Pero Dios no está en ninguna cadena de devenir y pasar. Es, sencillamente; como lo dijo Él mismo al manifestar: "Yo soy el que soy" (Ex 3, 14). Por sí mismo es y no necesita de ninguna cosa. Si no hubiera nada sino Dios —la frase es insensata, pero hay formas sin sentido que nos hacen falta porque no tenemos nada mejor para decir lo que queremos decir— entonces, sin embargo, habría "todo", y "bastaría". Si preguntamos desde lo íntimo de nuestra existencia: ¿qué existe?, o más correctamente ¿quién existe?, la respuesta dice: Dios. Con eso ya está dicho todo. Pero luego, además, ante Dios y mediante Él, como don, en definitiva incomprensible, de su generosidad, estamos nosotros; el mundo y los hombres en Él.
Tal, amigos, es la ordenación de la verdad; Dios es El que es; y nosotros podemos ser ante Él. Si esto vive en nuestro espíritu, tan claro y fuerte que en seguida avise de algún modo en cuanto resulte herido, entonces tenemos ahí el fundamento de la verdad.
Dios ha creado. ¿Qué ha creado? Todo, y el conjunto
¿Ha tenido para ello un material, como los demiurgos del mito? No, ninguno y de ninguna especie. Incluso el caos, Él lo ha llamado a ser; pues aquello inicial, de que dice el segundo versículo del Génesis que estaba "desierto y confuso", aparece dentro del conjunto total, del que proclama el primer versículo que "en el principio Dios creó el cielo y la tierra". Es la materia prima que tía preparado el Maestro para las realizaciones dentro del mundo.
¿Ha tenido Dios alguna base previa para su obra universal? ¿Ha habido alguna idea, en eterna situación prototípica, para que Él creara conforme a ella? Tampoco. No sólo lo ha creado, sino que lo ha inventado todo. ¿Notan ustedes qué hermosa es la palabra "inventar", sacar con el pensamiento desde la sabiduría eterna?
¿Estuvo alguien a su lado cuando creó? Nadie. Nadie le ayudó en su obra, superadora de todo concepto. Nadie compartió con Él la inimaginable responsabilidad. Nadie estuvo a su lado en esa cosa inaudita, sólo soportable por Dios, que es la realización primitiva.
Esa acción ha fundado nuestra existencia. En ella están las raíces de nuestra esencia. Si preguntamos: ¿A dónde vamos a parar en definitiva retrocediendo por el camino del devenir de nuestra consistencia?, entonces llegamos aquí: a que Él ha creado al mundo, al hombre, a mí.
Intentemos acercarnos un poco a esto. Las grandes ideas de la fe tienen dos propiedades: son sencillas, como la luz, pero también insondables —como la luz también—: pues ¿quién, aunque sus ojos fueran más capaces de ver que ningún aparato, habría llegado jamás al fondo de la clara luz? Por eso, las ideas de la fe pueden penetrar incluso en la persona as simple, si su corazón está abierto; pero ningún espíritu las agota, por poderoso que sea.
Si queremos acercarnos a la verdad de que Dios ha creado, debemos hacerlo pensando: Dios me ha creado; ha creado el mundo, y a mí en el mundo. Debo ponerme ante la irradiación de la voluntad divina; debo adentrarme por ella, hasta aquello último e íntimo: que Dios tiene intención de mí. Y hacerlo con todo silencio; una vez y otra, hasta que Dios quizá conceda un día darme cuenta de la dichosa verdad que yo existo por Su voluntad. Quizá me conceda incluso sentir Su mirada, que descansa en mí, y alegrarme con la certidumbre de que vivo de esa mirada.
Ciertamente, puede ocurrir que surja la rebeldía: No quiero ser creado. En efecto, esta rebeldía, como voluntad de autonomía, se despliega a través de toda Edad Moderna, y puede tomar muy diversas formas. Por ejemplo, la del idealismo, que dice: Ábrete paso, presintiendo y experimentando, a través de pequeño Yo, hasta la hondura interior, y entonces centrarás allí el Yo absoluto y podrás decir: Eso soy yo; y el mundo lo he creado yo. O también la rama contraria, que dice: Eso son ilusiones: errores del pensamiento cubiertos por sensaciones de mundo. La verdad es que yo procedo de la Naturaleza, como la planta y el animal; igual que éstos, vuelvo desaparecer dentro de la Naturaleza; y no hay más.
Amigos míos, ¿no es extraño que el hombre de la Edad Moderna vuelva una vez y otra a pensar esas dos ideas; por un lado; Yo soy Dios; y por el otro lado: Yo soy un trozo de Naturaleza? ¿Ven cómo se ha perdido la verdad fundamental, y el pensamiento titubea de un extravío a su contrario? Pero el peligro de que esto ocurra, de algún modo, abierto u oculto, sigue dándose para cada uno de nosotros. Por tanto debemos aceptar que hemos sido creados. Recibirnos a nosotros mismos de la mano de Dios. Habitar y habituarnos a estar en este modo de recibirnos a nosotros mismos, tan poco habitual.
Pero quizá se despierta también otra clase de resistencia, a saber: la angustia. Podría expresarse así: Si es verdad que Dios me ha creado ¿qué es de mí entonces?
¿Puedo ser realmente, si Él es, y es como Quien le manifiesta la Revelación? ¿Puedo tener dignidad, ser libre, regir y trabajar, si su sombra pende sobre mí? Pues ya se 'ha afirmado en todas las formas —filosófica, política, artística— que la disyuntiva a donde va a parar todo es ésta: Dios o el hombre: Él o yo. Si alguien piensa así, es que en él actúa una idea falsa: que Dios es Otro; el gran Otro que oprime al hombre. Pero no es precisamente el Otro, sino Aquél que ha hecho que yo exista, que sea yo mismo, real, auténticamente y sin envidias. Los dioses de los paganos envidian al hombre, tienen celos de su existencia, porque son seres ambiguos, que no están propiamente en el ser. Pero Dios, el ser vivo, ¿cómo iba a hacérsenos peligroso, si vive intacto en su majestad, y su voluntad es el fundamento para todo lo que yo soy? Si Dios —idea tan insensata como horrible— cesara de ser, entonces yo me reduciría a la nada. Pero Él es precisamente el que me ha situado en mi ser, de tal modo que existo y vivo y ando por mi pie; y tengo libertad, incluso la temible libertad de poderme volver contra Él. ¿Quién puede hacer nada semejante? ¿Quién puede ni siquiera concebirlo? ¿Cómo habría yo de tener miedo ante Él?
No; cuanto con mayor riqueza viva Dios en mí, cuanto más poderosamente actúe su voluntad en mí, más viva y libremente llego yo a ser yo mismo. Esa es la verdad, y todo lo demás engaña y deforma.
Pero la respuesta del corazón que surge de esta situación de haber sido creado, es la oración. Se la ha olvidado y desaprendido mucho, porque la idea de Dios se ha encogido mucho, haciéndose pequeña y mísera. Por eso, la idea de Dios ya no incita a la oración, pues ésta es un gran acto. Es la profunda inclinación del interior, que surge de esta experiencia: Dios "es el que es"; yo, en cambio, soy por Él y ante Él. Ese acto es verdad, produce verdad; la verdad fundamental, con que empieza todo lo demás. Y producir verdad, es paz y es libertad. Eso ocurre en la oración. No podemos empezar bien el día, amigos míos, sino pensando esta idea, con toda la quietud y profundidad que podamos: Tú, Dios, existes y existes aquí; yo, en cambio, estoy ante Ti. Así se inclinará por sí mismo nuestro interior, de un modo que verdad y libertad y nobleza.
Otra cosa que surge de la fe en la Creación, es confianza. No podemos hacer nada mejor que entregarnos a la sabiduría de Dios, que nos ha concebido, y a su bondad, que nos ha dado a nosotros mismos. ¿Quién va a tener buena intención para con nosotros, desde la misma base, sino Él? ¿De quién podríamos esperar más que de Él? Y la miseria de nuestra existencia ¿no procede de que nos damos por contentos con su cómoda estrechez y no reclamamos Su generosidad? Ciertamente, ésta sería muy exigente, y tendríamos que esforzarnos. Pero nos llevaría a lo mayor y más libre; ¿quién puede decir hasta dónde?
Y, por fin, otra cosa: el agradecimiento. ¿Hemos probado ya alguna vez a agradecer a Dios que existimos? Entonces sabemos que nos hace bien y nos salva. Nos pone de acuerdo con nosotros mismos, es decir desde lo más íntimo: Te doy gracias, Señor, de que puedo existir. Pues esto no es obvio. Podría ser también, en efecto, que Él no hubiera querido que yo existiera. Y es un asombro indecible que su decisión haya caído en este sentido: que debo existir yo —y existir para siempre— pero piénsenlo, ¡para siempre! Nunca me extinguiré. Es verdad que moriré terrenalmente, seguro; pero resucitaré y viviré eternamente, como Él ha prometido; y entonces habrá por fin vida eterna. Con eso no se pierde de vista nada de lo difícil que tenemos encima: privación, enfermedad, preocupación; nada de eso. Pero en la raíz de todo están las palabras: Te doy gracias de que puedo existir.
Son actos fundamentales de la piedad. Fácilmente les hace retraerse la exterioridad, y sin embargo son muy importantes. Intenten ustedes ir en ellos a Dios: Sentirán qué salud interior les dan: la aceptación del haber sido creados... la adoración al único ser verdaderamente existente... la confianza en su sabiduría y bondad creativas... el agradecimiento por todo.
Tentación y pecado
En nuestras pasadas consideraciones hemos visto que tenía que someterse a una prueba esa situación de armonía concedida por la gracia, en que estaba el primer hombre respecto a Dios, y en que, por Dios, vivía consigo mismo y con todas las cosas. Debía hacerse evidente que el hombre tenía la seriedad de la decisión auténtica al querer aquello que sostenía toda su situación: la obediencia de la criatura respecto al Creador, y con ella, la verdad del ser. Esta decisión se expresa en la Escritura con una imagen: el hombre debía reconocer como prohibido un árbol en medio de la abundancia de tantos árboles, ricos en fruto. De todos podía comer; de ése, no. Y no porque la prohibición del fruto se expresara simbólicamente una crisis esencial del conjunto de la vida, sino porque ahí se yergue la grandeza de Dios, requiriendo obediencia.
Y entonces se dice en el tercer capítulo: "Pero la serpiente era el más astuto animal del campo que Dios había hecho. Dijo a la mujer: Entonces, ¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del jardín? La mujer dijo a la serpiente: Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín: solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis. La serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que en cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal. Entonces vio la mujer que el árbol era bueno para comer de él, hermoso de ver, y deseable para adquirir entendimiento. Tomó de su fruto, comió y dio a su marido, que estaba con ella, y que también comió. Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (1-7).
Un texto abismal. ¿Qué se dice en él?
Ante todo: El mal no estaba en la primera naturaleza del hombre, ni él lo trajo por su propia iniciativa al mundo, sino que le salió al paso. Su origen tiene la forma de una tentación por voluntad ajena, y el pecado consistió en que el hombre cedió a esa voluntad. Por tanto, hay ahí alguien que odia a Dios y su orden, y que quiere incluir al hombre en ese odio.
La naturaleza humana no era originalmente como la conocemos ahora, con tendencias buenas y malas, con potencias ordenadoras y desordenadoras, de las cuales estas últimas se hubieran despertado en alguna ocasión. Ni mucho menos ocurre, como dice una interpretación cínica, en el fondo estúpida, que los hombres se aburrieran en el Paraíso, y eso les hubiera llevado a que sólo el mal es interesante. No se habla de esto ni de nada semejante, sino que la Revelación dice que la historia del bien y del mal se retrotrae hasta el reino del puro espíritu, y que allí tuvo lugar la primera alternativa.
Lo que esto significa, se hace visible sólo en el curso de la Revelación, y alcanza su plena claridad en la tentación de Cristo (Mt 4, 1 ss.). Ahí se nos dice que hay un ser que quiere arrancar de Dios al hombre, y mediante éste, al mundo: Satán, él y los suyos. Este no significa, como tantas veces se entiende, el principio del mal. No hay tal principio del mal. No lograrán ustedes, amigos míos, pensar semejante principio. Afirmarlo constituye la misma insensatez que afirmar un principio de la falsedad. El gnosticismo pensó así, y declaró que el mal era uno de los dos elementos básicos de la existencia: muchos lo han repetido, pensando expresar una profunda sabiduría. Pero lo único que existe es el principio del bien y de la verdad, y éste es Dios. Sin embargo, la libertad puede ponerse contra él, en negación y desobediencia, y eso es el mal. Así, no hay ningún ser que sea malo por naturaleza, sino que sólo hay seres que se han rebelado contra Dios; cuya decisión les ha penetrado hasta la médula, y ahora Le odian.
Esto lo manifestó Cristo. Por eso hemos de saber que tenemos enemigos que quieren nuestra perdición, Satán y los suyos. Siempre ha estado en actuación. El fue quien tentó a los primeros hombres.
No se dice su nombre, sino que, una vez más, aparece una imagen, la de la serpiente.
En sí, este animal es como los demás, y en cuanto tal, tan escasamente malo como un águila o un león. Lo que da pie a esta imagen es la impresión que produce la serpiente: se mueve sin ruido, se desliza al avanzar, como escapando, es muda y fría, y su mordedura envenena. Todo ello se condensa en la expresión: "astuta". Por eso puede servir de imagen para Satán, que se acerca, en frío y pérfido, al hombre, para destruirle su vida.
Dice: "Entonces, ¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del jardín?" Ya observan ustedes que la primera frase crea en seguida una atmósfera de ambigüedad. No dice: Dios ha dicho... a lo cual correspondiera la clara respuesta: es cierto. Sino: ¿es cierto lo que se oye decir? Una penumbra, pues, en que no se separan limpiamente y con claridad el sí y el no, el bien y el mal. ¿Cuál hubiera sido la respuesta adecuada? No dar ninguna en absoluto. Pues la mujer, al ser interpelada, sabe en la claridad de su ánimo: lo que ahí alienta, no es bueno: ahí dentro no está Dios. Por eso debió rehusar todo diálogo. En vez de eso, contesta, y así ya se entregó. Cierto es que todavía dice, defendiendo: "Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín." Pero ¿qué necesidad tiene de defender a Dios? ¿Por qué tiene que dar cuentas a ese ser malo sobre la acción de Dios? Esto ya es traición a la sagrada confianza que ha puesto en el hombre el magnánimo amor de Dios.
Luego dice: "Solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis" (3). ¡Pero Dios no ha dicho eso! Defiende a Dios con una exageración. ¿Y quién exagera? El que ya está inseguro. Intenta remachar la validez de lo que ya no está muy sólido para él.
Entonces sabe la serpiente que ha llevado la intranquilidad al ánimo de la mujer, y que es hora del ataque descubierto.
"La serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que en cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal" (4-5). El ataque se dirige contra la mente e intención de Dios. El Tentador se presenta como si estuviera bien informado. Su mirada penetra más allá de todo el orden de las cosas —hoy se diría más allá del engaño de los curas, más allá de las maniobras de los capitalistas—. Sabe cómo están las cosas en realidad, y se lo explica a los hombres. ¿Qué significa esto? Prescindamos por ahora de la deformación de toda verdad, que aquí tiene lugar, y preguntemos: ¿Cuándo se habla entonces adecuadamente de Dios? En tanto se está vivamente en la relación que fundamenta toda nuestra existencia: Tú, Creador y Señor; yo, hombre, Tu criatura. Sobre El no se puede hablar con objetividad imparcial, sino sólo con fe y con obediencia radical. Aquí se incita al hombre a salir de esa obediencia, poniéndose en un punto de vista de presunta crítica independiente, desde el cual juzgará autónomamente sobre Dios y la existencia: en sentido filosófico, sociológico, histórico o como se quiera. Entonces decidirá si Dios actúa correctamente, si tiene intención justa, incluso si es en absoluto Dios.
Y luego sigue diciendo el Tentador: ¿Sabéis también por qué Dios os prohíbe el fruto? Porque tiene miedo... Pero ¿cómo? Satán falsea la verdadera imagen del Dios vivo transformándolo en el Dios mitológico. El Dios mitológico, en efecto, es un ser cuya soberanía depende de circunstancias, y una de ellas es el saber mágico sobre los misterios de la existencia. Este saber confiere poder: mientras que lo tiene él sólo, está seguro de su soberanía. Pero si otros seres obtienen ese saber, se pone en peligro su poder, y el dios de la hora actual del mundo será destronado por el de la próxima... Tal es el núcleo de lo que dice Satán. Convierte al Dios puro, grande, no necesitado de nada, eterno, en un numen que depende de las condiciones del mundo, y da al hombre la idea de que puede destruir esas condiciones y ponerse en el lugar de Dios.
La tentación debió ser terrible, pues tocó el sentido vital de los primeros hombres. Estos no eran unos niños, sino seres que resplandecían con la plenitud de pura fuerza, tal como había surgido del poder creador de Dios. Ellos percibían esa fuerza: y entonces dice la tentación: El poder vital que sentís, puede hacerse mucho mayor todavía. Puede abarcar el mundo, puede mandar sobre el Universo. Podéis llegar a ser sus soberanos, tal como ahora es Dios su soberano. Con eso el Tentador destruye la relación humana de semejanza a Dios, en que descansa la verdad del hombre; la destruye con la mentira de la igualdad; más aún, de la superioridad.
Estos influjos los recibe la mujer al escuchar, y de repente el árbol, que hasta un momento antes estaba en la inaccesibilidad de la prohibición sagrada, se vuelve seductor, incitante, prometedor: "Entonces vio la mujer que el árbol era bueno para comer de él, hermoso de ver y deseable para adquirir entendimiento. Tomó de su fruto, comió y dio a su mando, que estaba con ella, y que también comió" (6).
La tentación empezó por atacar a la mujer, porque el sentido unitivo de su naturaleza la hace más susceptible para que se le borren las distinciones. Desde ella, el efecto pasa al hombre. El pudo haberle puesto término, pero también sucumbió.
Y se cambia todo: "Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (7). Ya antes se había dicho: "Los dos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza." Era otra desnudez: la del puro estar abiertos. Lo que eran, podían verlo todos, pues todo estaba puro. La pureza surge en el espíritu: si éste está claro, lo está también el cuerpo. Ahora ha tenido lugar la caída en el espíritu. La rebeldía ha puesto al hombre en contradicción con Dios, y por tanto, también consigo mismo. Esto le desordena también el instinto y los sentidos, y se avergüenza. Se siente asaltado por los poderes de la destrucción, y trata de defenderse con la cubierta del vestido.
Amigos míos, lean con cuidado este breve relato: verán qué conocimiento del hombre se expresa en él Será para ustedes como 'un espejo, en que no sólo se ve reflejado un suceso que ocurrió antaño, al principio de la historia misma, sino que sentirán: En esa historia he estado yo mismo.
Romano Guardini, en unav.edu/
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