4. “Cómo a nuestro parecer…” - El tiempo y la temporalidad
Particularmente, pienso que Jorge Manrique hace en el poema un uso muy certero del pensamiento agustiniano. Lo deduzco al cotejar las Coplas con los capítulos correspondientes de Las confesiones en los que el santo de Tagaste se ocupó de dirimir y explicar la sustancia del tiempo como referente ineludible de la vida humana.
Ya dijimos que las Coplas no tienen desperdicio, no hay en ellas lugar a concesiones o demoras retóricas. Desde el principio al fin son palabra precisa, prieta, aunque muy jugosa y plástica, porque obedecen a un designio claro y concluyente cuyo fin es esencialmente doctrinal, sin desaprovechar por ello el rédito político, como veremos más adelante. El inicio no puede estar más cargado de sentido, pues en las primeras coplas se puede decir que está ya expuesta al completo la tesis del poema: la fugacidad de la vida y la muerte cierta e imprevisible (I y II), la provisionalidad y escaso valor de este mundo, solo lugar de paso para ganar el otro que promete la fe en Dios (V y VI), pero es que además el arranque del poema no es otra cosa que una invitación al hombre –al oyente o lector del poema– a contemplar esas grandes verdades de la vida que va a exponer a continuación desde la profundidad del yo, desde su interioridad:
Recuerde el alma dormida,
abive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuánd presto se va el plazer,
cómo después de acordado da
dolor,
cómo a nuestro parescer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Aparte de los ecos e influencias muy puntuales que se han visto en las formas verbales de la exhortación o en los siguientes versos [27], hay un trasfondo agustiniano que nos parece evidente y que va a apuntalar el sentido de todas las Coplas. La mirada del hombre consciente siempre debe partir de su interioridad, de su alma, que es el centro de su yo, de su ser, tal es la idea motriz de san Agustín a la hora de iniciar su filosofía-teología hacia la trascendencia. Dice en el decisivo libro X de Las confesiones: “Soy un hombre, y tengo un cuerpo que mira al exterior y un alma que está en mi interior (…) Pero la parte mejor del hombre es sin duda la parte interior” [28]. A esa parte, infrautilizada o abandonada habitualmente por el hombre, hace referencia Jorge Manrique, cuya concepción antropológica es eminentemente agustiniana, aunque este dualismo lo adoptó la Iglesia enseguida y era el propio del mundo medieval. San Agustín creía que era en el alma donde se guardaba la huella divina, pues había sido creada por Dios a su imagen y semejanza. Tal dualidad aparece meridianamente en la copla VII, que opone “la cara fermosa corporal” al “anima gloriosa angelical”, y llama a la primera “cattiva” y a la segunda “señora”, aunque el hombre mire por la primera y deje postergada a la segunda[29].
El poeta invita al alma, a la parte noble del hombre, a la contemplación o consideración de lo que es su vida y lo que debiera ser. Un sentido moral muy propio del sermón, que también empezaría con una llamada a la atención del oyente. Sin embargo, es fácil deducir cómo las tres potencias del alma que consideraba san Agustín: memoria, entendimiento y voluntad, están presentes en las Coplas. Empieza aludiendo a la memoria –“recuerde”– y al juicio o “seso”, a los que pone alerta –“despierte”– para que se dispongan a la meditación, pues la reflexión es la que lleva al conocimiento y la que pone en trance de decidir a la voluntad. Como en san Agustín, esta reflexión para llegar a la verdad, al conocimiento de la filiación divina del hombre, ha de partir de la contingencia y mutabilidad del mundo y la finitud de la vida humana. El papel de la memoria es fundamental para el de Hipona, porque en ella “están guardados inmensos tesoros de imágenes de todas esas cosas que nos entran por los sentidos” [30]. El hombre exterior le presta al hombre interior un gran servicio a través de los sentidos, cuyas imágenes almacenará la memoria según impresiones recibidas.
A ese despertar de la memoria a que alude el “recuerde” inicial, contribuye el poeta acudiendo a imágenes certeras, figurativas, para ilustrar las ideas abstractas que expone. En este sentido, las imágenes de los ríos y el mar de la copla III no son sino la trasposición sensitiva de las dos primeras, como la imagen del camino y la jornada de la V. El poeta crea imágenes, porque son estas y no las cosas en sí las que activan la memoria. La tan comentada sensorialidad de las coplas del apartado del ubi sunt serían un magnífico ejemplo de este proceder. Dice san Agustín que todas esas imágenes que se conservan en la memoria con entera distinción y según su especie han ido entrado cada una por su puerta: “por los ojos la luz y todos los colores y las formas de los cuerpos; por los oídos toda la gama de las percepciones sonoras; por la entrada de la nariz los olores, y los sabores por la entrada de la boca y el paladar…” [31] Cuando se las nombra o recuerda acuden al pensamiento. Con la voluptuosidad de algunas coplas como las que evocan las ostentosas fiestas en la corte de Juan II, el poeta está suscitando esas imágenes alojadas en la memoria de sus oyentes para que sometan las acciones de donde proceden a juicio, de acuerdo con la doctrina ascética que trata [32]. Somete a juicio, en todas estas coplas dedicadas a la última grandeza castellana, lo que él llama “los plazeres y dulçores” de la vida, las ambiciones y los bienes poseídos, representados en las cosas y las sensaciones placenteras que sus imágenes suscitan, que, dado su carácter efímero, son un yerro en el camino hacia bienes superiores y eternos.
La facultad de la memoria está íntimamente vinculada con la conciencia humana del tiempo. Y el concepto del tiempo es en san Agustín no una cuestión ajena al hombre, una realidad física, tal como la concebía Aristóteles, sino una realidad síquica, inherente al alma humana. A analizar la experiencia del tiempo como realidad que el hombre descubre en su interior dedica el santo el libro siguiente, el undécimo de Las confesiones. El tiempo –dice– no sería tal si no fuera fugitivo; tal es su esencia: la fugacidad, y esta es la primera premisa que pone Manrique en sus Coplas, lo que invita a “contemplar” de inmediato al alma: “cómo se pasa la vida / cómo se viene la muerte / tan callando”. El poeta se sitúa en la misma consideración del tiempo sicológico o fenomenológico, fruto de la experiencia interior humana, que no del físico o cosmológico, pues para el santo no es por el movimiento de los astros o por el de los cuerpos como puede ser este medido. El tiempo es una “distensión del alma”, una medida interior que esta hace por la impresión que le dejan las cosas al pasar. Ellas pasan, pero su impresión queda presente. A eso hace referencia el poeta cuando habla en la primera copla de que el placer, “después de acordado” produce dolor y que el pasado se ve de manera subjetiva: “cómo, a nuestro parescer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”.
Aludido el pasado, en la segunda copla el poeta aludirá al presente y al futuro, pues los tres tiempos se alojan en el alma humana para el filósofo:
Y pues vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de pasar
por tal manera.
El presente en sí mismo no dura nada –dice san Agustín–, no se detiene en absoluto, y al hombre solo le cabe verlo pasar. El futuro, por tanto, comenta el poeta, se hará presente un momento pero pasará igualmente, con la misma celeridad, pues, ya que su condición es pasar, no puede quedar fijado, inmovilizado. El tiempo solo existe para el hombre como memoria, solo puede traerlo al presente por el recuerdo, el recuerdo de las cosas, que no las cosas mismas, tal es la opinión del santo, que añade: “Las palabras se conciben conforme a las imágenes que quedan en el alma como vestigio que le dejaron las cosas al pasar” [33]. Por eso, más que considerar que hay tres tiempos distintos, prefiere hablar de un único tiempo presente que existe solo en la mente como tres modalidades: un presente del pretérito, del que se ocupa la memoria; un presente del presente, que se percibe por la visión, y un presente del futuro, que se crea mediante la expectativa o la espera. El tiempo solo puede medirse como presente, y, dado que el presente no ocupa espacio, el alma solo puede medirlo mientras pasa, al hilo de su fugacidad. Viene del futuro, pasa por el presente y marcha hacia el pasado: “pasa de lo que todavía no es, por donde no hay espacio, hacia lo que ya no es” [34]. Lo que el poeta quiere expresar, y expresa, en las dos primeras coplas al aludir a los tres nombres comunes como conocemos el tiempo, es esto mismo que trata san Agustín. Esto es a lo que invita a los oyentes o lectores, a que se abstraigan de solicitudes perentorias, del tiempo “mundanal”, físico, y se recojan en su interior para meditar en lo más profundo y noble de su ser, que es el alma, la esencia temporal, y por tanto finita, del hombre en esta vida. Una vez enunciado esto de forma más o menos abstracta, siguiendo la estela de san Agustín, el poeta intenta ayudarle al oyente traduciendo a imágenes más animadas, más visuales, representadas en el espacio, su significado, y a ese propósito crea coplas tan memorables y de tan alto valor lírico como la tercera, aunque no sea totalmente original en la invención metafórica [35]. Con las coplas del ubi sunt, lo que hace es trasladar la reflexión genérica de la vida del hombre en su condición pasajera a una escala mayor, que es el tiempo histórico: suma de las vidas individuales de todos los hombres, tal como lo había propuesto san Agustín.
El tiempo, por tanto, es una experiencia interior que el hombre descubre mediante la reflexión y que se le hace evidente activando la memoria, pues solo esta le permite traer el pasado al presente y, desde este mismo presente, hacer proyectos cara el futuro. Como dice Laín Entralgo, memoria y esperanza van de la mano, porque “una y otra son, ante todo, modos de expresión de la esencial temporeidad de la existencia del hombre” [36]. Jorge Manrique toma prestado este concepto agustiniano del tiempo no solo en su planteamiento filosófico, sino también en su concepción teológica, si bien hay que decir que esta era la propia de su tiempo, recogida y predicada por la Iglesia. Dios, que es eterno, es el autor del tiempo al crear el mundo, porque la historia del mundo está limitada en el tiempo, tuvo un principio y tendrá un fin. Pero el hombre, tras el pecado original, limitado en su vida en el mundo por la muerte, puede alcanzar la eternidad gracias al proceso redentor que Dios estableció por la mediación de su Hijo. El Verbo encarnado y redentor establece un antes y un después en la historia y separa tiempo y eternidad. Todo hombre, por su fe, aspira a trascender el tiempo de su vida mortal y alcanzar la eternidad junto a Dios. Las coplas V, VI y XII reproducen toda esta doc- trina dual de este mundo y el otro, el uno sometido a la ley del tiempo, es decir, a la finitud, y el otro eterno. Los llama “suelo” y “cielo” y, acudiendo a las imágenes, dice que el primero es “camino” para el otro, que es “morada sin pesar”. En la VI alude también al misterio de la encarnación y muerte redentora de “aquel hijo de Dios” para facilitar al hombre el tránsito del uno al otro:
Este mundo bueno fue
si bien usáramos de él
como devemos,
porque, segúnd nuestra fe,
es para ganar aquél
que atendemos;
y aun aquel hijo de Dios,
para sobirnos al cielo,
descendió
a nascer acá entre nos
y bivir en este suelo
do murió.
Ya dijimos que en esta copla está concentrada la idea motriz del poema, por su claro sentido moral, indesligable de la mera creencia. Cada hombre es en su vida el protagonista de su salvación y, por su voluntad, elige sus actos, siempre teniendo en cuenta los principios contrarios del bien y el mal. El poeta, aludiendo a “este mundo”, está aludiendo al tiempo del hombre, sometido al pecado o las fuerzas del mal y, por ello, pendiente del juicio de Dios. Con raíces en la filosofía griega de Platón y Plotino, en la VII aparece otro dualismo antropológico agustiniano: la separación del alma y del cuerpo y la superioridad de aquella [37]. No se desvía el poeta de la doctrina eclesiástica, pero no la utiliza sin más, imparcialmente, sino pro domo sua, como se verá una vez leído todo el poema y analizada la segunda parte referida a su padre.
No puede desecharse la idea de que fuese a través de Petrarca como Jorge Manrique llegase a san Agustín; quiero decir que pudo haber leído Las confesiones tras conocer la obra Secretum de Petrarca. En esta se hallan no pocas concomitancias ideológicas y doctrinales con las Coplas. El libro se compone de tres diálogos que el poeta y humanista florentino mantiene con san Agustín sobre su propia vida. Llegado a la madurez, hace su propia confesión y el santo le comenta los afectos, desafectos y dudas como si de un maestro espiritual se tratase. En boca del propio Agustín expone la teoría dualista alma/cuerpo, tomada –le hace decir Petrarca– de Sócrates y Platón gracias a una máxima ciceroniana. El alma, tanto tiempo encerrada en el cuerpo degenera en su nobleza y echa en olvido su propio origen y a su propio creador, pues los sentidos la llevan a falsas imaginaciones que le embotan la inteligencia, haciéndole olvidar el ejercicio de la meditación, único modo de llegar al conocimiento [38].
Es la idea de la que parte Jorge Manrique: la necesidad de meditación, de entrar en sí mismo para caer en la cuenta. Y llama la atención el inicio del Secretum, tan parecido al de las Coplas: “¿Qué haces, pobrecillo? ¿Qué sueñas? ¿Qué esperas? ¿Es que has olvidado todas tus miserias? ¿No recuerdas que eres mortal?”. Son preguntas que a bocajarro le hace Agustín a Francisco, para explicarle de inmediato que “nada hay más eficaz que la memoria de la propia miseria y la asidua meditación de la muerte” si quiere restaurar el espíritu [39]. Abunda luego en las ideas del desprecio del mundo, por engañoso, y del beneficio de la virtud, superior al de la gloria terrena y único que puede hacer feliz al alma. “Tal es nuestra abominable costumbre: empeñarse en lo transitorio, descuidar lo eterno”, dice claramente [40], y también –para la aplicación en las coplas del ubi sunt– advierte que es bueno contemplar el destino ajeno para recordar el propio [41]. Además de la doctrina agustiniana, que el florentino tenía bien asimilada, la recurrencia a los poetas y moralistas latinos es constante. Podría este libro haber sido una buena fuente para Manrique, que perfeccionó con Las confesiones, del que tomó los conceptos del tiempo como vivencia interior y experiencia profunda de la labilidad de todo [42]. Tras el eclipse en el siglo XIII por el triunfo del tomismo, el pensamiento del filósofo africano volvía a valorarse con el Renacimiento.
5. “Nos dexó harto consuelo su memoria…” - Ejemplo del “caballero cristiano”
La segunda parte del poema la ocupa íntegramente la figura de su padre. Esta se introduce sin transición, justo a continuación de las otras figuras de la realeza y la nobleza castellana que le fueron coetáneas. Todas estas han sido presentadas simultáneamente en la apoteosis de su gloria y en el despojo absoluto de la muerte, vacías de obras que pudieran llevarse. No así el maestre don Rodrigo Manrique, que se erigirá desde la copla inicial en auténtica contrafigura de aquellos, pues lo que fue en ellos lamentación de la vanidad con la entonación del ubi sunt, será en la evocación de este un elogio cuantioso y continuado, primero en nueve estrofas de su vida (XXV-XXXIII) y luego en otras seis de su muerte (XXXIV-XXXIX).
La primera de estas coplas es ya un resumen temático de los aspectos que va a elogiar en él: las virtudes humanas: “aquel de buenos abrigo, / amado por virtuoso / de la gente”, de la fama y de la valentía: “tanto famoso y tan valiente”, como caballero cristiano. Esas virtudes humanas las desarrollará, bien por exclamaciones ponderativas (XXVI), bien por parangón con figuras antonomásicas del mundo clásico (XXVII-XXVIII). Estas tres coplas en las que elogia sus virtudes, tanto personales como sociales y caballerescas, muestran un alto grado de retoricismo, como deuda con los cánones convencionales del género del elogio fúnebre que sigue [43]. Tras la sarta de ponderaciones muy generales de estas tres estrofas, el panegírico va a descender a detalles más concretos, más circunstanciales en las siguientes. Frente a la acumulación de riquezas y la rapiña de personajes anteriormente mencionados en la lamentación elegíaca como el rey Enrique IV y el condestable Álvaro de Luna, el maestre destaca por su justo proceder a la hora de reunir su patrimonio, ganado en justa lid en la guerra contra los moros (XXIX), así como a la hora de sobreponerse a las dificultades creadas por sus enemigos políticos (XXX). Méritos guerreros y habilidad diplomática le granjearon el título de maestre de la orden de Santiago (XXXI), que tuvo que defender valientemente ante sus opositores rivales, así como los buenos servicios prestados a su rey natural (XXXII).
La copla XXX hace perfectamente la ilación entre la vida y la muerte de don Rodrigo, no como sucedía con los otros personajes castellanos anteriormente evocados, cuya vida, con sus placeres, bienes y ambiciones, parecía súbitamente arrebatada por la muerte, eclipsándoles para siempre. En esta copla, se anuncia con demora la llegada de la muerte, tras un recuento de sus hechos principales: haberse jugado tantas veces la vida, haber servido la corona de su rey y haber realizado tantas hazañas. La triple reiteración de anáforas temporales encabezadas por el “después de”, contribuye sobremanera a esta impresión de que al maestre le ha dado tiempo a vivir y madurar una vida en plenitud. Del mismo modo que se contraponen las demasías de aquellos: en el placer y en el lujo, en la acumulación de riquezas y dinero, de terrenos y posesiones, todas para el disfrute egoísta, a las de este, cuyo sentido es totalmente contrario, pues obedecen al deber caballeresco y patriótico del maestre. Además, la voz autorial, que hace de cronista ahora, le encomia con propicias pretericiones: “sus grandes hechos y claros / no cumple que los alabe, / pues los vieron, / ni los quiero hazer caros, / pues que todo el mundo sabe / cuáles fueron” (XXV) o “después de tanta hazaña / a que no puede bastar
/ cuenta cierta” (XXXIII).
Este juicio moral solapado se esclarece en las coplas del llamado “auto de la muerte”. Esta aparece con figura humana, sin ninguno de los atavíos e instrumentos atemorizadores de las coetáneas Danzas de la muerte, y se le presenta al maestre en su propia casa como autoridad digna y correcta que no solo le anuncia la llegada de su fin en la tierra, sino que le anima a aceptarlo con gozo, pues su vida ha sido ejemplar. Le llama de entrada “buen caballero” y no hace sino corroborar los méritos de su esforzada vida, tal como fueron expuestos por el narrador, y valorarlos a la luz de la fe cristiana. Le habla de las ventajas de dejar “el mundo engañoso y su halago” para ganar una vida “perdurable”, a la que se ha hecho acreedor tanto desde su estado caballeresco por su contribución a la religión en la lucha contra los moros, como por la fe que tiene en las verdades reveladas. Le pide que se enfrente con valentía al trance, al tiempo que le confirma, por sus méritos, en la esperanza de alcanzar esa vida eterna. La respuesta del maestre no hace sino confirmar el retrato ejemplar que el autor ha decidido otorgarle.
Ejemplar en la vida y en la muerte. El maestre ha muerto en casa, después de una vida cumplida y con tiempo suficiente para prepararse espiritualmente para el tránsito a la otra vida. La suya ha sido una muerte envidiable, ideal, en su domicilio y rodeado de la familia y los fámulos. Esta muerte prevista y serena era considerada una gracia concedida por Dios, porque le permitía al hombre ser consciente del paso trascendente que iba a dar y arrepentirse de sus pecados, todo lo contrario de la muerte súbita, violenta, sin tiempo para nada, que se consideraba un castigo por los pecados o la mala vida, y que aparece más de una vez en las coplas del ubi sunt, evocada a propósito de aquellos otros caballeros que, en muchos casos, fueron enemigos del maestre. Esta es la muerte “airada” que se clava como flecha de la copla XXIV, o que aparece cruel y sañuda deshaciendo las esperanzas terrenales y no garantizando las eternas en la XXIII.
Esta última parte conocida como “auto de la muerte” por su elemental estructura dramática o dialogada, bien al contrario de los temores que podía suscitar, y de hecho suscitaba, en las gentes de la época, y del aspecto vindicativo y macabro que presentaba en Las danzas de la muerte, debe no poco a la idea que la Iglesia quería transmitir de ella. La escena que compone Jorge Manrique estaría, en gran parte, inspirada en unos manuales conocidos como Ars bene moriendi. La Iglesia los promovía como un modo de catequesis para los fieles, sabedora de los temores e incertidumbres que el trance definitivo suscitaba. Parece ser que el primero de ellos fue obra de un dominico a principios del siglo XV y que luego se fueron prodigando hasta hacerse habituales en la segunda mitad del siglo, máxime con las facilidades de la imprenta. Suponían estos manuales tanto una preparación remota en vida como una preparación inmediata en la agonía del enfermo. Enseñaban, ante todo, que la clave de una buena muerte no era otra que haber llevado una buena vida, para lo cual era imprescindible vivir sabiendo que había que morir y que en la muerte solo se llevaban las buenas obras. La muerte no era más que la culminación de la vida, y una y otra se parecían.
Esta idea aparece nítidamente en las Coplas del mismo modo que aparecerán otras destinadas a una preparación próxima, ante el lecho de muerte. La muerte, que tan amigablemente aparece en figura humana, no hace sino el papel que un clérigo, o incluso un laico, solían realizar a la cabecera del enfermo exhortándole y ayudándole a bien morir. La muerte le anuncia el momento culminante en que se encuentra y le anima a enfrentarse a él con valentía y esperanza. Le habla por ello de los méritos que ya ha contraído en vida y de que la vida que le espera será mejor y “perdurable”. Era importante en este momento quitarle al enfermo temores y confirmarle en la esperanza de la gloria, pues decían los manuales que era habitual que los enfermos flaqueasen invadidos por una serie de tentaciones como la infidelidad, la desesperación, la impaciencia, la vanagloria y la avaricia [44].
La intervención de don Rodrigo disipa todas las dudas, pues recibe la noticia con absoluta tranquilidad y se confirma en las creencias del hombre de fe que acepta la voluntad divina y está presto para morir. “No gastemos tiempo ya / en esta vida mezquina”, dice, y “con voluntad plazentera, / clara y pura” afronta el trance. Por dos veces utiliza la palabra “voluntad” en esta copla XXXVIII el maestre. A la memoria y entendimiento, puestos en marcha con las palabras de la muerte, responde el protagonista con su consentimiento, con su voluntad. Las tres potencias del alma agustiniana se han concitado ante el fin como se supone que estaban concitadas en vida para desempeñar su papel de “caballero cristiano”. La coronación de sus palabras es la oración que dirige a Jesucristo encomendándose humilde y esperanzadamente a su sola misericordia.
Se pasan por alto en esta dramatización sin dramatismo de la muerte del maestre algunos pasos fundamentales de los Ars bene moriendi que venían a continuación de la exhortación, como la disposición del testamento y los sacramentos de la confesión y la extremaunción. Se pueden dar por hechos. La oración que el maestre dirige a continuación a Cristo para encomendarse a él (XXXIX) hay que entenderla como la confessio o protestatio que el moribundo suscribía al otorgar su testamento, en el que no podía faltar la firme voluntad de morir como hijo de la Iglesia, reafirmándose en su fe en aras de la salvación de su alma. La primera manda que aparecía en ellos era la del alma a Jescucristo, que la compró y redimió con su sangre [45]. Esta encomienda u oración del maestre concentra los principios cristocéntricos que le sustentan, que no son otros que la encarnación del hijo de Dios y su muerte en la cruz en orden a la redención del hombre, cuya condición tilda de “vil” pensando en el pecado original. Es el mismo principio doctrinal que aparecía en la copla VI. Al solicitar el perdón a Cristo, deja bien claro que lo hace solo teniendo en cuenta su misericordia y no los méritos que él haya podido hacer en vida. Esto parece un poco en contradicción con lo afirmado por la Muerte de que el caballero debe esperar el galardón confiando en su buen hacer en vida, particularmente por sus “trabajos y afliciones / contra moros” (XXXVI-XXX-VII) y por la misma voz autorial, que en la exposición general de la primera parte valora las obras cuando dice que el mundo se torna bueno solo “si bien usáramos del / como debemos” (VI). Hay que entenderlo como un acto de humildad del maestre, que no está tentado de vanagloria, y, sobre todo, que los Ars bene moriendi en todo momento quieren dejar bien patente que es solo la sobreabundancia de los méritos de Cristo en la Pasión la garantía de la salvación del alma, y que, por tanto, con nada se compra esta salvación, pues es gracia que otorga la misericordia divina [46].
Jorge Manrique sigue fielmente la doctrina y la praxis pastoral de la Iglesia de su tiempo, pues otras ideas capitales que pretenden transmitir estos catecismos de la buena muerte es que esta no tiene autonomía ninguna, sino que es un designio divino y Dios se la concede a cada hombre en el momento justo. A unos les viene prematura, como al infante don Alfonso, del que dice: “O juizio divinal, / cuando más ardía el fuego / echaste agua.” (XX) y a otros, como ejemplifica en el maestre, les llega con una vida ya gastada. Igualmente, silencia las alusiones a un juicio al final de los tiempos, para hacer más relevante el juicio inmediato ante Dios, de tal modo que el destino eterno del alma se decide en el instante de la muerte. Esta solicitud de la Iglesia por tutelar la muerte humana en aras a la salvación eterna muestra la aguda conciencia escatológica que infundió a los fieles y cómo todo, en la sociedad medieval, estaba orientado a ella, supeditando la vida temporal, caduca, a esa otra vida perdurable. Esta “clericalización” de la muerte supuso una domesticación de la misma de cara a los temores que les invadían a los fieles ante el último “trago” o “afrenta”, como la califica Manrique en boca del personaje de la Muerte (XXXIV). Pretendía que cada hombre “viviese” su propia muerte, que se responsabilizase ante ella [47].
La visión que transmite Jorge Manrique es que la actitud de su padre, tanto en la vida como en la muerte, fue la de un auténtico “caballero cristiano”. Utilizó, en todo momento, las tres potencias del alma según san Agustín: memoria, entendimiento y voluntad, lo que le hizo ser dueño de su propia vida y de su muerte, que no quiere decir otra cosa que haber vivido con entereza moral la vida, tal como alegóricamente expuso en la programática copla VI: andar el camino y hacer la jornada “sin errar”. A esa consciencia, a esa alerta continuada es a la que llama en la primera copla: tener en todo momento presente la muerte para orientar hacia ella la vida. Su padre aparece así como el ejemplo que cumple esta consigna. No será más que el trasunto fehaciente de la doctrina ascética cristiana que orienta el “camino” de su vida pensando en la “morada” eterna (V). En la copla XXXVI expone por boca de la muerte este programa ideal para el “caballero cristiano”:
El bevir que es perdurable
no se gana con estados
mundanales
ni con vida deleitable
en que moran los pecados
infernales;
mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
y con lloros,
los cavalleros famosos,
con trabajos y afliciones
contra moros
Esta copla remite a las coplas del ubi sunt. Como contraposición. Lo que recuerda en la mitad primera de sus versos es de lo que se hablaba en aquellas: de esos “estados mundanales” y esa “vida deleitable” que les hace corresponderse con “pecados infernales”. Por el contrario, los versos de la segunda parte proponen algo bien distinto: el ascetismo y la renuncia de quienes posponen “los deleites de acá”, pasajeros, para evitar “los tormentos de allá”, eternos (XII). Según el estado, y mirando a ese futuro perdurable, hay un ideal de vida. Mucho se ha hablado de esas coplas en que “los plazeres y dulçores” aparecen vívidamente evocados, como una espléndida fiesta para los sentidos, particularmente la XVI y la XVII, que retrotraen al oyente o lector a la suntuosidad de la Corte de Juan II. Se ha dicho reiteradamente que son como un oasis o un paréntesis que abre el autor en la rigurosa templanza doctrinal del resto del poema [48]. Sin desdeñar el magnífico y selecto cuadro logrado, un prodigio de dinamismo y plasticidad, creo que es un modo que emplea el poeta para hacer más expresivo lo que de engañoso y ficticio tienen esos placeres mundanales sobre los que reiteradamente pone sobreaviso al lector en otras estrofas. Utiliza la técnica del contraste, más efectivo cuanto más vivo según el sentido didáctico medieval, como sucede en el Libro de buen amor o La Celestina, por citar dos obras reconocidas en las que la lección moral corrige y contrarresta el afán de goce de los placeres temporales [49].
Pero en esta segunda parte, la figura del maestre no le sirve al poeta solo para ponerle como ejemplo de probidad moral y de haber desarrollado las tres facultades del alma para trascenderse en el tiempo y seguir el dictado de la ley divina hasta su muerte ejemplar. Es una apología que rebasa lo doctrinal para adentrarse en lo político. Como dice Vicente Beltrán, opera en ella “la gran mixtificación ideológica de la figura de su padre”, haciéndose eco de las ideas dominantes que empezaban a imponerse en el reinado de los Reyes Católicos [50]. No solo recalca en varias ocasiones que ha sido un caballero famoso y valiente, cuyas hazañas militares son bien conocidas, sino que sobre todo deja bien claro que luchó contra los moros, que en ello gastó su vida (XXIX y XXX), y que sirvió lealmente a su rey natural (XXXII y XXXIII). Y tiene la habilidad de que la figura alegórica de la Muerte refrende sus palabras de cronista en la exhortación que le hace para que acepte la muerte con esperanza. Lo hace aludiendo a esa segunda vida “de honor” o “de fama tan gloriosa” que deja en el mundo (XXXV), además de que le augura que por sus “trabajos y esfuerzos / contra moros” se hace, unido a su fe en Dios, acreedor a la vida perdurable o eterna (XXXVI-XXXVII). La lucha contra el infiel y la lealtad al rey eran virtudes muy meritorias para cierta propaganda política que pretendía encumbrar a los caballeros cristianos que así servían a Dios y a su patria, conceptos que no tenían inconveniente en unir [51]. El maestre don Rodrigo queda retratado de tal modo como gran ejemplo de “caballero cristiano”, que dedicó su vida a los grandes ideales y no se perdió en espejismos mundanos, efímeros, como los personajes contemporáneos que evoca en las coplas del ubi sunt.
Al poeta no le importa seguir al pie de la letra las enseñanzas doctrinales eclesiásticas en su exposición general, pero sí que toma la iniciativa a la hora de recordar y engrandecer a su padre eligiéndolo, nada menos, que como prototipo de la oligarquía de su tiempo. No vamos a entrar aquí si era una forma de reivindicar sus muchos méritos frente a otros nobles rivales con los que siempre estuvo enfrentado y que le disputaron el título de Maestre de Santiago y nunca se lo reconocieron, o, incluso, ante la misma reina Isabel que postergó a los Manrique a la hora de traspasar dicho título al hijo mayor [52]. Ni siquiera a si responde a la defensa de los privilegios de la casta feudal a la que pertenecían los Manrique ante una clase emergente de nuevas ideas [53]. Sí, que reivindicó a su padre, y con él al linaje de los Manrique, del que había sido el gran líder, proclamando la fama o segunda vida gloriosa que dejaba en su tiempo, a la que se había hecho acreedor por sus muchas virtudes humanas, civiles y militares. Del mismo modo que insinuaba que se había hecho acreedor a la tercera vida, la “eternal y verdadera”, por su muerte cristiana ejemplar. Así, al menos, lo pide en la copla que da fin a la elegía: “dio el alma al que ge la dio, / el cual la ponga en el cielo / y en su gloria”. Lo que sí termina afirmando es la feliz memoria que ha dejado tras su muerte, memoria que es “harto consuelo”. Es decir, el poeta declara la íntima satisfacción, que debe extenderse a toda la familia y, por qué no, a todos los que quieran entender la importancia de vivir bien para morir bien. La memoria de su vida y de su muerte es digna de recuerdo, de consideración, pues sirve de ejemplo para quienes todavía gocen de la primera vida y aspiren a la tercera, pues quienes viven solo pensando en esta no dejan huella, no trascienden en la memoria de las gentes. Baste contrastar esta copla última, en la que habla de “memoria” y “consuelo”, con la XV, en la que dice que los nobles –unos nombrados, otros mentados en genera– que a continuación va a evocar en las coplas del ubi sunt, no han dejado huella o ejemplaridad moral: “No curemos de saber / lo de aquel siglo pasado / qué fue dello; / vengamos a lo de ayer, / que también es olvidado / como aquello”. No en vano, hablando de todos ellos, el poeta reiterará en las siguientes coplas las preguntas tópicas: “¿Qué se hizo…?”, “¿Qué se hizieron…”, etc. El poeta presenta a su padre, al maestre Don Rodrigo, triunfador sobre la muerte, glorificado; por el contrario, sobre sus rivales, Álvaro de Luna, o los hermanos Pacheco y Girón, queda la pregunta lanzada al vacío. Del primero hay algo grande que afirmar, de los otros todo parece haberse disuelto en el aire [54].
Al respecto, algún estudioso afirma que no deja de ser sorprendente el hecho de que el poeta ponga su vena lírica “al servicio del honor familiar”, pues tal defensa o elogio era más propio de composiciones narrativas que empleaban el arte mayor y tenían auténtico carácter épico [55]. Sin embargo, no debía de ser tan extraño, que el poema fúnebre se convirtiese en texto propagandístico del personaje llorado, mezclando así la consideraciones morales con el interés político [56]. Lo que sí llama la atención es la habilidad con la que Jorge Manrique aprovecha la doctrina general ascético-cristiana del valor del tiempo y el desprecio del mundo para coronarla con el ejemplo biográfico de su padre, magnificando a este a los ojos de sus enemigos. Que la elegía propiamente dicha, compuesta de epicedio o panegírico de virtudes, y el auto de la muerte vayan al final, después de la exhortación y amonestación, que forman la parénesis de la primera parte, es uno de los grandes aciertos reconocidos, pues la obra, conducida por mano maestra, se cierra justo en el momento en que su padre (se da por supuesto) ha accedido a la tercera vía o vida perdurable, tras haber dejado justa fama en esta [57].
No es solo la elegancia y naturalidad del estilo, la claridad y concisión con que desgrana las ideas o la fluencia rítmica lo que asombra, sino el acierto que demuestra a la hora de recoger los materiales de la tradición e irlos disponiendo para que resulten más eficaces y convincentes. Y no solo de disponerlos, sino de innovarlos, como sucede con el tratamiento del tópico del ubi sunt o la inclusión del auto de la muerte al final. Cómo, en suma, va desmontando las apariencias de este mundo que ofrece cosas de tan “poco valor” y las vidas que corren tras ellas en la primera parte, para ir desvelando la cara positiva del buen obrar en la segunda y colocar en vitrina de honor a su padre. Y esa es la consolación, el haber puesto a salvo su memoria.
6. “Entre los poetas míos tiene Manrique un altar…” - Una poética del tiempo
Solo bien arraigado en la tradición puede un poeta trascenderse en el tiempo. Solo del vigor de las raíces se alimenta la savia que mantiene siempre lozano el árbol. La poesía de Jorge Manrique es la voz perenne en el tiempo, que se ha hecho ubicua e intemporal precisamente por haberse sustanciado en él. Ha sido así una referencia y lo seguirá siendo [58].
Nunca la poética de Jorge Manrique estuvo tan vigente, o brilló en todo su esplendor, como en el siglo XX, en cuya primera mitad la filosofía asumió la temporalidad como un existencial humano, de modo que filosofía y poesía convergieron en la misma idea seminal. La filosofía, se puede decir, que desveló en este tiempo lo que la poesía revelaba cada vez que preservaba la pureza de su canto. El lirismo, decía Antonio Machado, reside en el temblor del tiempo en la palabra. La poesía la definía como “palabra esencial en el tiempo”, o también, como el diálogo de un hombre con su tiempo. No en vano, esa emoción del tiempo que capta la realidad del acontecer en su fluencia lo percibió Antonio Machado como en ningún otro poeta leyendo las Coplas de Manrique. Para este gran poeta del tiempo en la poesía contemporánea española, Jorge Manrique era un clásico redivivo, veía ya en él palpitante esa conciencia del tiempo, sentido como fugacidad y descrito como realidad insoslayable. Y como Manrique, Machado despreció el tiempo físico y atendió solo al que su mayor apócrifo consideró “metafísico”, tal como dice: “Nuestros relojes nada tienen que ver con nuestro tiempo, realidad última de carácter síquico, que tampoco se cuenta ni se mide” [59]. También para él la vida tiene un ritmo interior, se vive en tensión anímica gracias a la memoria y a la imaginación, que integran pasado y futuro [60].
Machado había asistido en el curso 1910-11 en el Colegio de Francia de París a las lecciones del filósofo Henri Bergson, de cuya filosofía acusa un gran débito su concepción poética. Para este filósofo judío, la extensión es lo que caracteriza la materialidad del mundo, que se dispone en el espacio; en cambio, lo característico de la conciencia del yo es la duración. Esta nada tiene que ver con la mensurabilidad del tiempo físico, es una vivencia interior que –como la intensión del alma en san Agustín– en el presente aprehende el pasado por el recuerdo y por la anticipación el futuro, y fuera de esa conciencia que siempre se sucede en el presente, pasado y futuro no existen [61].
Frente a la filosofía racionalista, la consideración de la vida como fluir constante llevó a la filosofía existencialista a definir la vida como existencia, sin ver en ella otra cosa en sí, otra esencialidad que devenir, ser en el tiempo, aquella duración bergsoniana. De tal modo temporalidad y existencia serán para el alemán Martin Heidegger conceptos equivalentes, que, en su obra capital Sein und Zeit, eleva la intuición agustiniana del tiempo como realidad fenomenológica o vivencia del alma a verdad “ontológica”. Al poner, sin embargo, la muerte como límite del horizonte humano –define al hombre como Sein-für-Tod–, limita al ser a la angustia de lo finito. Para el alemán, la existencia, el ser, es quien funda igualmente el mundo, el yo y el tiempo. San Agustín, el Ser lo escribía con las mayúsculas de Dios, que había creado a un tiempo el mundo y el tiempo y, en ellos, al hombre. Y Dios, el Ser Supremo, para Agustín era eterno e inmutable; es decir, habiendo creado el tiempo, estaba por encima de él.
De alguna manera, la fina intuición de María Zambrano llegó a ver en la obra de Unamuno y Antonio Machado un antecedente de la filosofía existencialista heideggeriana, del mismo modo que consideraba la asunción de la temporalidad de la existencia como uno de los rasgos propios del realismo que impregnaba toda la cultura española [62].
Y a Jorge Manrique uno de sus adelantados y más conspicuos representantes. Todo lo que este tiene de moderno –en el planteamiento de la temporalidad como experiencia humana, principalmente– se lo debe a la asimilación de las ideas agustianianas sobre este concepto y sobre la explicación del hombre y el mundo en general. No está por ello de más, establecidas las similitudes manriqueñas con el siglo XX, señalar sus diferencias. Unas y otras, al fin y al cabo, emanan de la misma doctrina señalada.
El tiempo, que es el origen del problema para todos, es también la solución para Manrique. La división dualista de cuerpo y alma formulada por san Agustín y aceptada por la doctrina de la Iglesia, salva el tiempo finito del cuerpo y abre el alma a la eternidad. La muerte, horizonte para las filosofías inmanentes, no será muro, sino puerta de acceso al más allá. La angustia de la muerte lleva al cuerpo a aferrarse a la temporalidad; en cambio, la creencia en la inmortalidad sacrifica el cuerpo en el tránsito temporal para no privar al espíritu de la eternidad. Manrique insistirá en la voluntad humana para vencer, por un imperativo moral, la servidumbre del tiempo. Este, no es más que duración; es decir, fugacidad, tránsito entre dos nadas. El alma, en cambio, aspira a la perduración. A una y otra concepción las separa el concepto teológico de la Salvación cristiana.
De todas formas, no han sido las ideas o la doctrina suscrita lo que ha hecho a las Coplas manriqueñas sobrevivir en el tiempo y resplandecer en la literatura, sino esa chispa de genialidad que acertó a injertar la veracidad de la razón en la intuición de la palabra, o, si se quiere, la cristalinidad lírica en la espesura abstracta, de tal modo que, en una sola, se hiciesen razón de la memoria y palabra perdurable en el tiempo.
César Augusto Ayuso Picado, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
27 Un himno litúrgico de san Ambrosio que se recitaba en tiempo de adviento, sería la inspiración de estos versos primeros, según Mª Rosa LIDA DE MARKIEL, “Notas para la primera de las coplas de don Jorge Manrique a la muerte de su padre”, La tradición clásica en España, Barcelona, Ariel, 1975, pp. 199-206. Hay quien remite a una homilía de san Gregorio, Joaquín GIMENO CASALDUERO, “Jorge Manrique y Fray Luis de León (Cicerón y san Gregorio)”, en Giusseppe BELLINI (ed.), Actas del VII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Roma, Bulzoni, 1980, pp. 553-560.
28 Las citas se toman de la edición introducida por José Anoz, Madrid, San Pablo, 2008, p. 312.
29 Esta idea de que “la belleza del cuerpo no puede ser acrecentada, pero sí en todo momento la del alma”, aparece en la Epistola ad Theodorum de san Juan Crisóstomo, según Tomás GONZÁLEZ ROLÁN y Pilar SEQUEROS, “Prólogo” de op. cit., p. 48-50. Es anterior la propuesta de Mª Rosa LIDA DE MALKIEL, “Una copla de Jorge Manrique y la tradición de Filón en la literatura española”, Estudios sobre la literatura española del siglo XV, Madrid, Porrúa Turanzas, 1977, pp. 145-178.
30 Op. cit., p. 314.
31 Ibídem, p. 315.
32 Las justas y los torneos de que se habla en la XVI, puede que se refieran a unas muy famosas que se celebraron en Valladolid en 1428. Ver Francisco RICO, “Unas coplas de Jorge Manrique y las fiestas de Valladolid de 1428”, Texto y contextos. Estudios sobre la poesía española del siglo XV, Madrid, Porrúa Turanzas, 1990, pp. 169-187. No obstante, caen ya muy alejadas del tiempo en que fue escrito el poema -unos cincuenta años- y no estarían ni en la memoria de un entonces nonato Manrique ni en los receptores inmediatos posibles. Aunque persistiera la noticia de su grandiosidad, las imágenes suscitadas serían de forma referida y no directa, y los espectadores deberían acudir al recuerdo de otras más recientes y conocidas por ellos. Por ejemplo, las justas vallisoletanas de 1475 con ocasión de la entrada de los Reyes Católicos en Valladolid. Ver Miguel Ángel PÉREZ PRIEGO, edición de Jorge Manrique: Poesías Completas, Madrid, Espasa Calpe, 2005, notas de las pp. 160-161.
33 Op. cit, p. 385.
34 Ibídem, p. 388.
35 La imagen de los ríos que acaban en el mar aparecía ya en el Eclesiastés y fue utilizada anteriormente por otros poetas como Petrarca, el canciller Ayala o su tío Gómez Manrique
36 La espera y la esperanza, Madrid, Alianza Universidad, 1984, p. 61.
37 El mundo medieval se regía por representaciones dualistas, todo lo explicaba mediante realidades en contraposición: cielo/ tierra, tiempo/eternidad, cuerpo/alma, bien/mal… Ver Arón GURIÉVICH, Las categorías de la cultura medieval, Madrid, Taurus, 1990. Apunta estas y otras oposiciones duales Miguel de SANTIAGO en “Estudio crítico” de su edición Jorge Manrique: Obra Completa, Barcelona, Ediciones 29, 1978, pp. 119 ss.
38 PETRARCA, Obras, I, Prosa, al cuidado de Francisco Rico, Madrid, Ediciones Alfaguara, 1978, pp. 64 ss.
39 Ibídem, p. 45.
40 Ibídem, p. 76.
41 Ibídem, p. 56.
42 Salinas apunta tangencialmente cierta similitud de la idea de tiempo de Manrique con la de san Agustín, como también estudia la importancia del libro de Petrarca para el pensamiento medieval, pero no concreta. Ver op. cit., pp. 128-129 y 73-78, respectivamente. Por su parte, Bienvenido Morros estudia la posible influencia de otra obra de Petrarca, Triumphi, en las Coplas. Concretamente, por la idea de las tres vidas y la visión serena de la muerte, así como la conversión de esta en personaje alegórico. Ver “Manrique y Petrarca. Estudios del petrarquismo en la literatura del siglo XV”, Medioevo Romanzo, XXIX, 2005, pp. 132-156.
43 Emilia GARCÍA JIMÉNEZ, “La elegía medieval: un discurso epidíctico”, Cuadernos de Investigación Filológica, XIX-XX, 1993-1994, pp. 7-26.
44 Quien mejor ha estudiado estos tratados ha sido Ildefonso ADEVA MARTÍN, “Los “Artes de bien morir” en España antes del maestro Venegas”, Scripta Theologica, 16, 1-2, 1984, pp. 405-415; “Cómo se preparaban para la muerte los españoles a finales del siglo XV”, Anuario de Historia de la Iglesia, 1, 1992, pp. 113-138: y “Ars bene moriendi. La muerte amiga” en Jaume AURELL y Julio PAVÓN, editores: Ante la muerte. Actitudes, espacios y formas en la España medieval, Pamplona, Eunsa, 2002, pp. 295-360. Hay edición del más señalado de estos incunables, el de la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, a cargo de Francisco Javier GAGO JOVER, Arte de bien morir y Breve Observatorio, Barcelona, J. Olañeta-Universitat de les Illes Balears, 1999.
45 Clara Isabel LÓPEZ BENITO, La nobleza salmantina ante la vida y la muerte (1476-1535), Salamanca, Diputación de Salamanca, 1992, pp. 235 ss.
46 Ildefonso ADEVA MARTÍN, “Ars bene moriendi. La muerte amiga”, ya citado, p. 352.
47 Ver, particularmente, el capítulo VIII: “La clericalización de la muerte” en Fernando MARTÍNEZ GIL, La muerte vivida. Muerte y sociedad en Castilla durante la Baja Edad Media, Toledo, Diputación de Toledo, 1996, pp. 129-134. También, Philippe ARIÈS El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus, 1983.
48 Lo apunta Américo Castro en “Muerte y belleza…”, ya citado; y lo desarrolla Pedro Salinas en Jorge Manrique o tradición y originalidad, pp. 157-160; amén de resaltarlo igualmente Luis Cernuda en “Tres poetas metafísicos”, Prosa completa, Barcelona, Barral Ediciones, 1975, pp 761-767; Stephen Gilman en “Tres retratos…”, ya citado; o Rafael Sánchez Ferlosio, que solo aprecia estas nueve coplas del ubi sunt y rechaza el resto del poema por su acentuado carácter doctrinal, en op. cit, pp. 238 ss. Y los poetas palentinos Juan José Cuadros: ”Tiempo de Jorge Manrique” en Al amor de los clásicos, edición y prólogo de César Augusto Ayuso, Palencia, Diputación de Palencia, 2008, pp. 70-71, y Marcelino García Velasco, art. cit.
49 Como una reprimenda y no como una concesión a la nostalgia de la buena vida lo interpreta José B Monleón; aunque más que una postura moral ve en ello una clara intención política de censurar la forma de vida mercantilista y moderna de sus enemigos políticos. En «Las Coplas de Manrique: un discurso político», Ideologies & Literature, 17, 1983, p. 125.
50 “Prólogo” a la edición de Crítica, ya citada, p. 29.
51 Emilio MITRE FERNÁNDEZ, “Muerte y modelos de muerte en la Edad Media clásica”, Edad Media, Revista de Historia, 6, 2003-2004, p. 28. Y María MORRÁS, “Mors bifrons: Las élites ante la muerte en la poesía cortesana del Cuatrocientos castellano”, en Jaume AURELL y Julia PAVÓN (editores), Ante la muerte. Actitudes, espacios y formas en la España medieval, Pamplona, Eunsa, 2002, pp. 175 ss.
52 Ver Antonio SERRANO DE HARO, op. cit. pp 219 ss.
53 No nos parecen correctas, por parciales e insficientes, las tesis que lo basan todo en cuestiones de ideología dependiente de los modos de producción y el dinero, realizadas desde una perspectiva marxista, como el ya citado artículo de José B. MONLEÓN, pp. 116-132; Julio RODRÍGUEZ PUÉRTOLAS, “Estudio preliminar” a su edición de Jorge Manrique: Cancionero, Madrid, Akal, 1997, pp. 33-42, o Víctor Manuel PUEYO ZOCO, “La Coplas de la muerte de su padre: una lectura marxista”, Revista de Crítica Literaria Marxista, 6, 2012, pp. 4-21.
54 Bernard DARBORD, “La définition de la mort dans les Coplas de Jorge Manrique”, Annexes des Cahiers de Lingüistique Hispanique Médiévale, vol. 7, 1988, pp. 225-232.
55 Ángel GÓMEZ PÉREZ, “Prologo” a su edición de Jorge Manrique: Poesía Completa, Madrid, Alianza, 2000, p. 13.
56 María MORRÁS RUIZ-FALCÓ, “La ambivalencia en la poesía de cancionero: algunos poemas en clave política”, en Eva María DÍAZ MARTÍNEZ y Juan CASAS RIGALL, Iberia cantat: estudios sobre poesía hispánica medieval, Congreso Internacional sobre Poesía Hispánica Medieval, 2-5 de abril, 2001, Santiago de Compostela, 2002, pp. 335-370.
57 El esquema que J. Manrique invierte, venía ya de la elegía griega, según estudia Francisco Rodríguez Adrados en Líricos griegos. Elegíacos y yambógrafos arcaicos y cita Eduardo CAMACHO GUIZADO, La elegía funeral en la poesía española, Madrid, Gredos, 1969, p. 10, nota 2. Para Tomás González Rolán y Pilar Sequeros, la estructura de las Coplas es la propia del poema consolatorio latino pagano, que, a su vez, aplica el esquema griego. El modelo sería el De consolatione de Cicerón, obra compuesta a la muerte de su hija Tulia. Las cuatro partes de este las ven reflejadas perfectamente en el poema de Manrique: exposición general sobre la vida y la muerte (I-XIII); lamentación de la transitoriedad de la vida y vanidad del mundo (XIV-XXIV); panegírico de don Rodrigo (XXV-XXXII) y consuelo de la muerte en persona a don Rodrigo, que le abre el camino a otra vida (XXXIII-XL). Ver su “Introducción” a Las Coplas de Jorge Manrique…, ya citado, pp. 12 ss.
58 Puede verse Nancy F. MARINO, Jorge Manrique´s Coplas por la muerte de su padre. A History of the Poem and its Reception, Woodbridge, Tamesis Books, 2011.
59 Juan de Mairena, edición, prólogo y estudio comparativo de Pablo del Barco, Madrid, Alianza, 1986, p. 270. Ver también “El “Arte poética” de Juan de Mairena”, en Nuevas Canciones y De un cancionero apócrifo, edición de José María Valverde, Madrid, Castalia, 1975, pp. 216-226.
60 Sobre el sentido del tiempo en el poeta, puede verse Ricardo GULLÓN, Una poética para Antonio Machado, Madrid, Espasa Calpe, 1986, pp. 170 ss. Para ver la influencia de las Coplas en la poesía del sevillano, importa: “Manrique, poeta del tiempo”, en Francisco LÓPEZ ESTRADA, Los “primitivos” de Manuel y Antonio Machado, Madrid, Cupsa, 1977, pp. 179-206.
61 Estas ideas aparecen en sus obras Essai sur les données inmédiates de la conscience, de 1889, y L`évolution créatrice, de 1907.
62 El artículo “Antonio Machado y Unamuno, precursores de Heidegger”, aparecido en el nº 42, de marzo de 1938, en la revista bonaerense Sur, está recogido en Senderos, Barcelona, 1986, pp. 117-119.
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