He elegido para mi reflexión a Jorge Manrique como tema, y más concretamente la cumbre de su obra, las Coplas a la muerte de su padre. No sé si es osadía o monotonía. Lo primero, porque qué decir de nuevo a lo mucho escrito sobre el poeta; lo segundo, por ser motivo recurrente entre académicos de la institución, sobre todo si son poetas o les atañe la literatura. Quiero recordar que ya en 1968 lo eligió Pablo Cepeda Calzada como tema de entrada en la Academia [1]. Y que hablaron y escribieron de él otros ya desaparecidos como Antonio Álamo Salazar, Jesús Castañón, Casilda Ordóñez y Santiago Francia [2]. E igualmente le han dedicado su atención Manuel Carrión, Miguel de Santiago y Marcelino García Velasco[3]. A pesar de ello, me he decidido a abordarlo una vez más. No creo que haya otro tema más solemne y más interesante tratándose de literatura palentina.
La creación de la Coplas a la muerte de su padre nunca dejará de parecernos un hecho prodigioso, tanto si se tiene en cuenta el resto de la obra de su autor como si se compara con la lírica de su época. Y más aún si se tiene en cuenta cómo mantiene en el tiempo, siglo tras siglo, una fragante lozanía que para nada desdice ni en su expresión ni en su contenido un aura de actualidad. Es un clásico permanente que ha merecido la admiración de infinitos lectores y la atención de numerosos críticos que la han estudiado y valorado en todos sus aspectos, tanto lingüísticos como humanísticos y estéticos. Y, sin embargo, precisamente por eso, porque es un clásico, no deja de atraer continuamente y de presentar nuevos puntos de escrutinio e interpretación.
Azorín, al que las obras de los clásicos le hacían soñar, es decir, imaginárselos a ellos o a sus personajes y circunstancias en la reviviscencia del tiempo, no puede prescindir de su visión impresionista cuando evoca a nuestro poeta: “Jorge Manrique es un escalofrío ligero que nos sobrecoge un momento y nos hace pensar. Jorge Manrique es una ráfaga que lleva nuestro espíritu allá hacia una lontananza ideal” [4]. Ramón Menéndez Pidal, en cambio, más apegado a la precisión filológica, establece un juicio más concreto, que la crítica aceptará sin discusión. Habla de “llaneza”, tanto de expresión como de pensamiento, a la hora de describir su aportación a la lengua y la literatura castellanas. Y añade: “Esta obra maestra, cuyo éxito ha salvado los infinitos cambios de gusto de tantos siglos, cuyos versos adornan la memoria de tantos hispano-hablantes cultos, no persigue invención extraordinaria alguna, sino solo distinción constante en la sencillez. Medita lo que está en la mente de todos, y lo dice con palabras que están en los labios de todos, pero lo piensa y lo dice mejor que todos” [5].
El estilo, el acierto en la fórmula exacta del decir, es el secreto del verdadero escritor. E incluye una serie de componentes, todos ellos logrados y que contribuyen a la excelencia conjunta, como pueden ser la selección y precisión léxicas, los recursos retóricos, la elegancia sintáctica, la adecuación del tono o la fluencia rítmica. Estos y otros han sido ya muy competentemente considerados por los diversos estudiosos y no vamos a ahondar en ellos. Este estilo es el que hace inconfundible a esta obra y encumbra a su autor como un clásico: su llaneza, su armonía, su naturalidad, reconocida por todos, es la señal de su maestría y el secreto de su perenne valor. Como una isla en la lírica culta de su siglo, Jorge Manrique adelantó con estos versos el Renacimiento en España, aunque solo fuera en algunos rasgos estilísticos, precisamente aquellos que más contribuyen a la armoniosa sencillez y a la elegante serenidad de su expresión. Ya la métrica, a pesar del uso del tradicional octosílabo hispano, encierra, al decir de quien mejor la ha estudiado, “una compleja y refinada estructura” que lleva a su plenitud la lírica conocida hasta entonces [6]. En cuanto a las ideas, al fondo del pensamiento, hay que decir –y este es el objetivo del presente estudio– que pertenece casi exclusivamente a su tiempo, es un claro exponente de la mentalidad medieval, moldeada a expensas del cristianismo. No es que esto no esté ya reconocido, que lo está suficientemente [7], pero se van a abordar algunos aspectos muy concretos que no han sido desarrollados o no se han fijado en sus justos términos. Se hará, además, desde enfoques distintos: bien desde la crítica interna o la teoría del texto, o de la crítica externa, que trate de las fuentes del pensamiento o el trasfondo social de época.
1. “Dexo las invocaciones de los famosos poetas…” - una elegía cortesana
La vida del poeta está llena de desconocimientos y lagunas, y entre ellos no lo es menos el de su formación intelectual y literaria. Al contrario que el Marqués de Santillana, por ejemplo, cuya selecta y abundante biblioteca es bien conocida y revela su condición de humanista, de Jorge Manrique apenas hay certezas documentales, más bien conjeturas al hilo de los logros de su obra. Cómo se formó o qué libros leyó no dejan de ser incógnitas que los eruditos han ido desvelando en un rastreo concienzudo de fuentes y profundos análisis filológicos. La alta calidad de las Coplas evidencia, sin embargo, que debió de tener una exquisita y cuidada formación, o, cuando menos, dada su predominante dedicación militar, que fue capaz de asimilar con gran provecho y dotes de intuición toda una serie de principios doctrinales y estéticos que estaban en el ambiente de la época. De asimilar y, sobre todo, de transformarlos en aras de un discurso nuevo y distinto que quedaría como modelo sorprendente y único. Lejos de convertirse en un mero repetidor de tópicos y lugares comunes, gracias a las Coplas emergió una genialidad oculta que, aun debiendo mucho a su tiempo, pone un hito señero en la lírica y en el pensamiento hispanos. No en vano, el ejemplar estudio de Pedro Salinas, aparecido en 1947, diseccionaba brillantemente los hilos y el entramado de su obra, señalando ya desde el título –Jorge Manrique o tradición y originalidad– las claves de su trabajo creativo [8].
En esta vertiente de su formación, parece que debió no poco a su tío Gómez Manrique, que le facilitaría autores y obras y cuyos poemas tuvo muy en cuenta a la hora de hacer los suyos, como se puede observar por ciertas influencias. Era este, junto con Hernán Pérez de Guzmán, destacada figura del círculo intelectual toledano que frecuentaba el palacio del arzobispo Carrillo, en el que también participaría nuestro poeta. Se caracterizaba este grupo por cultivar un humanismo cristiano que se nutría, purificándola, de la tradición grecolatina, y que estaba formado más bien por conversos. Un antecesor de este círculo sería el también converso Alonso de Cartagena, que llegó a obispo de Burgos y tuvo un importante papel en la versión de obras latinas. Les distinguía la lectura y traducción de los moralistas cristianos como San Gregorio o Boecio o de los clásicos como Cicerón y Séneca, seguían el magisterio de Petrarca y también la tendencia al empleo de una lengua literaria basada en la naturalidad y horra de artificio [9]. De todo ello quedan elocuentes huellas en las Coplas.
La adopción del llamado “sermo humilis” o “baxo estilo” [10] sería una de las consecuencias de haber pertenecido a este círculo cultural que tomó el humanismo cristiano como fundamento y modelo. Manrique abandona la retórica pagana, recargada y profusa, y adopta la expresión natural y transparente de la experiencia cotidiana para transmitir verdades universales. La reflexión serena se impone a la elucubración retórica y al discurrir ornamental, y elige imágenes sencillas, muy visuales, hondamente arraigadas en la vida cotidiana y provenientes de una cultura ancestral, preferentemente bíblica, para hacer el curso de su pensamiento cercano y asequible. Marca así una frontera con la poesía culta de su tiempo, la encabezada por el Marqués de Santillana y Juan de Mena. La poesía cristiana de los himnos litúrgicos, los textos bíblicos, los moralistas y teólogos le servirían como fuente de ideas; y no renuncia a los sabios modelos del mundo clásico latino, pero el cauce llano y limpio por el que hacer discurrir estas aguas será exclusivamente suyo. En la copla IV el yo autorial hace confesión explícita de sus intenciones y su modo de proceder: no le interesa la asistencia de las musas paganas, que ninguna verdad provechosa transmiten, sino la protección de quien considera que es Hijo de Dios y origina toda su confianza: “Dexo las invocaciones / de los famosos poetas / y oradores; / non curo de sus ficciones (…) A Aquel solo me encomiendo, / a Aquel solo invoco yo…” El propio autor acota explícitamente el territorio de su canto, y no solo en lo ideológico, también en lo expresivo, porque la expresión clara va aparejada a la claridad de la verdad, mientras el verbo oscuro pertenece al mundo pagano que se debatía en las tinieblas del error.
Al componerle el poema a su padre muerto, hubo de acogerse a los moldes propios del género, que no era otro que el del poema funeral o la elegía. A través de la tradición grecolatina, se había prodigado en la edad medieval hasta alcanzar, precisamente en el siglo de Manrique, una profusión y desarrollo desconocidos. Naturalmente, el poeta conocería las mejores composiciones funerarias de sus contemporáneos, y ya Salinas avanzó el cotejo con algunas, en las que aparecen ciertos recursos o lugares comunes que se encontrarán en las Coplas. Parece ser que las que tuvo más cerca, aquellas en que más se fijó, fueron las que se deben a la pluma su tío Gómez Manrique, hecha una en honor del caballero Garci Lasso de la Vega y otra del Marqués de Santillana. La retórica de estas composiciones anteriores al poeta queda, sin embargo, al descubierto al ponerse a la par con la suya, pues la limpia expresión de esta y la presencia del sentimiento que hace aflorar en ella con toda naturalidad, le dan ese aire de maestría que traspasa su propia circunstancia [11].
Pero si ya en la elección de la lengua y del esquema métrico deja Manrique la impronta de su originalidad al abordar tema tan solemne y de tanta inspiración en su tiempo, no va a ser menos a la hora de elegir los materiales, las ideas y los motivos y darles un lugar en la composición. También aquí mostrará una estructura novedosa que se sale de lo más socorrido, pues aúna las dos formas diversas en que se desdoblaba la elegía cortesana cinquecentista: por una parte, el poema fúnebre, que medita en general sobre el valor de la vida y la subordinación a la muerte; y, por otra, la llamada “defunción”, centrada en una persona concreta, en cuyo recuerdo se escribe y en la que no puede faltar junto al elogio de sus virtudes la consolación por su pérdida [12].
No siempre la crítica se pone de acuerdo a la hora de juzgar la unidad del gran poema manriqueño, o de estructurarlo. Como nada se sabe con exactitud sobre las fechas y los tiempos de su composición y tampoco existe el manuscrito, se hacen conjeturas sobre si lo componen distintas partes conjuntadas a posteriori, hechas en momentos distintos y sin esquema previo, o si, a pesar de ello, y con algunas disyunciones, se puede hablar de una obra unitaria en la que si se aprecian distintas partes, estas, sin embargo, obedecen a una intención meridiana y se ensamblan convincentemente [13]. Me inclino más bien por esta opción última y trataré de buscar en ello una unidad de interpretación.
La estructura tripartita de las Coplas tiene una larga tradición y parece ser la más aceptada, aunque no todos los críticos coincidan a la hora de determinar con igual claridad y exactitud dichas partes. Pedro Salinas las distinguió perfectamente, pues señala cómo de la reflexión general que se hace sobre la muerte en el inicio (I-XIV), se pasa luego a la consideración de los muertos (XV-XIV), para terminar con la figura del muerto protagonista, el maestre don Rodrigo (XXV-XL) [14]. Stephen Gilman, por su parte, considera estas tres partes desde otra clave temática como es el desarrollo de las tres vidas que se plantean para el hombre en la estrofa XXXV: la vida sensorial terrena, la vida de la fama y la vida eterna, cada una de las cuales tiene su representación en uno de los tramos del poema [15]. Particularmente, me parece más coherente hablar de una división en dos partes que, a su vez, se compondrían de otras dos partes cada una. La primera sería la reflexión general sobre la existencia humana, contraponiendo las actitudes que suele adoptar el hombre en ella y las que debería adoptar de cara a la muerte (I-XXIV), y la segunda la elegía propiamente dicha en honor de su padre (XXV-XL). La primera habría que subdividirla en la reflexión doctrinaria genérica centrada en el tópico del contemptus mundi (I-XIV) y la ejemplificación consiguiente a expensas del tópico del ubi sunt (XV-XXIV), y la segunda en el epicedio o retrato elogioso del padre (XXV-XXXIII) y representación alegórica de la muerte del mismo (XXXIV-XXXIX (XL)) [16].
2. “No se engañe nadie, no…” - una exhortación moral
La coherencia de las Coplas me parece fuera de duda, pues las partes se ensamblan perfectamente entre sí, y los elementos de cohesión dentro de ellas lo corroboran, y la unidad de intención es manifiesta. Aunque el poeta tuviera in mente a la hora de escribirlas un destinatario muy particular, como pudiera ser la clase política y nobiliaria castellana de su tiempo, el acierto en el planteamiento y la estructura, así como en el registro y la tonalidad del sentimiento, sin olvidar otros elementos técnicos como la métrica y las figuras retóricas, las dejaron tan perfectamente moldeadas que su alcance se ha hecho universal, traspasando clases, siglos y fronteras. Es muy posible que estuvieran destinadas a ser leídas en voz alta, ante un público selecto, buscando la solemnidad de la ocasión y un impacto profundo [17]. Si el poema mortuorio en honor del padre no perseguía otra finalidad que reivindicarlo en las luchas banderizas de la Corte, es bien cierto que la larga introducción hasta llegar al elogio de su figura en vida y la dignificación de su muerte, toma tal altura desde su inicio, que hace olvidar toda particularidad para dejarle al posible lector u oyente prendido de esa grave tonalidad que le empuja a inmiscuirse en el ritmo y el mensaje de sus palabras, a sentirse dentro de esa fluencia meditativa que suave pero implacablemente le pone frente a su propio destino.
Se ha visto reiteradamente el poema como un sermón moral [18], y no solo por la gravedad doctrinal de la materia que trata, sino también en su forma, pues adopta con gran pericia la retórica propia de las artes de la predicación [19]. La modalidad exhortativa es evidente desde el mismo inicio, pues se abre con la forma verbal “recuerde” y escoge como sujeto activo a la parte más noble del hombre, el alma, que es donde residen las capacidades de la voluntad y de donde salen las decisiones morales. No en vano, lo que en esta primera parte de las Coplas se plantea no es otra cosa que hacerle recapacitar al hombre sobre su propio destino. Destino que no es una cuestión banal que pueda improvisarse o posponerse, sino que, dada la gravedad e importancia del mismo, supone una toma de conciencia y una elección consciente por parte del individuo. Lo efímero y azaroso de la vida, así lo exige. El tópico del tempus fugit queda claro, tanto de forma doctrinal como plástica en las tres primeras estrofas. Tras el paréntesis de la cuarta, de la quinta a la séptima el motivo moral aparece de manera clara y rotunda: el hombre es dueño de sus obras y, por tanto, artífice de su salvación eterna: “más cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar” (V); “Este mundo bueno fue / si bien usáramos de él / como debemos, / porque, según nuestra fe, / es para ganar aquel / que atendemos”. Las coplas que siguen a estas son una llamada de atención para no olvidar, precisamente, que no es este mundo el destino del hombre, sino otro, invisible; de ahí que el memento mori y el contemptus mundi sean los tópicos que se desarrollen, unidos al primero, en toda la primera parte, hasta la copla XXIV.
El poema, en este marchamo doctrinario y moralizador que adquiere, adopta los principios y recursos de todo texto argumentativo, por lo que no pierde de vista la capacidad de instruir, persuadir y conmover que a estos se les otorga. Y para ello echará mano tanto de las consiguientes estrategias que avalen sus razones e ideas, para que aparezcan más convincentes, como de los recursos exhortativos que muevan al interlocutor y le atraigan a su discurso. Para reforzar la exposición de sus argumentos utilizará los temas tópicos que el mundo eclesiástico había acomodado de la literatura pagana clásica a su doctrina. Y, sobre todo, la invocación que en la copla IV hace al mismo Jesucristo para que le inspire, es todo un propósito de avisar al lector de la seriedad e importancia de lo que quiere exponer. Esta es la autoridad que cita, a la que remite la recta intención y la fuerza de verdad de su discurso, porque, sembrados aquí y allá, en unos versos y en otros, aparecen numerosos ecos bíblicos, patrísticos y de autores clásicos, como ya ha demostrado suficientemente la abundante erudición que la obra ha generado.
Particularmente brillante está en el desarrollo que hace del tópico del ubi sunt en la decena de coplas que van de la XV a la XXIV, pues es una manera de mostrar con ejemplos muy concretos la validez de las verdades generales anteriormente desarrolladas. Sobre todo, porque acude a personajes de la historia más reciente de Castilla, que están en la mente de sus contemporáneos, dando así a su discurso un aspecto de verismo y plasticidad insospechado en los autores que le precedieron. Toda la parte dedicada a su padre no será sino el supremo ejemplo, por vía contraria a los anteriores, de las ideas doctrinales expuestas en las catorce primeras coplas.
En todo momento llama la atención la seguridad con que la voz autorial se expresa y conduce su discurso. Hace gala de una gran pericia retórica, plena de recursos y muy dúctil para mantener la atención del oyente o lector y meterle dentro de la reflexión que se propone. Las primeras palabras son ya una invitación al recogimiento, a la contemplación de las verdades que va a desplegar ante sus oídos, apelando en todo momento a la experiencia. Y se vale profusamente de expresiones asertivas y sentencias que le dan a su discurso ese aire de verdad incontestable, tales como “No se engañe, nadie, no…” (II) o “Los estados y riqueza, / que nos dexan a desora, / ¡quién lo duda!” (XI). Su ductilidad enunciativa le hace esconder el yo (vimos ya cómo lo utiliza solo claramente en la copla IV al hacer la confesión de su propósito y encomienda divina) y volcarse en la atención de los receptores, centrándoles la atención y englobándolos en sus palabras mediante la deixis personal que los señala, bien utilizando la primera persona del plural de los verbos: “y pues vemos lo presente” (II) o, muy particularmente, en las coplas V, VI, VII y VIII; las partículas pronominales: “por eso no nos engañen” (XII) o las posesivas: “nuestras vidas son los ríos” (III). Y más cuando, en el comienzo de algunas coplas, mediante los imperativos se les alude directamente: “Ved de quánd poco valor” (VIII) o se les solicita: “Dezidme: la hermosura…” (IX). Especialmente eficaces resultan las continuadas preguntas retóricas que lanza en las coplas del ubi sunt (XVI y XVII, sobre todo, pero también en XIX y XXI) como un modo de corroborar y hacerles insoslayable la evidencia de lo enunciado.
Se han hecho célebres los sermones barrocos por el despliegue retórico y parateatral que desarrollaron, hasta rayar en lo hiperbólico y ridículo. La elegía manriqueña, ideada y desarrollada también como un sermón doctrinal, es una muestra, sin embargo, de la elegancia, la claridad de pensamiento y el dominio de los recursos retóricos de la elocuencia para exponer brillantemente unas ideas. De acuerdo, eso sí, con la causa que la originó y la finalidad que persigue, que no era hacer un mero ejercicio literario, sino el elogio interesado del maestre don Rodrigo Manrique, padre del autor. Esta habilidad retórica no se agota en la capacidad argumental o en el mestizaje de formas enunciativas, como ya vimos. Se extiende, y se hace no menos eficaz, con el cambio de planos, de perspectivas y motivos, logrando también evitar la monotonía y sorprender de continuo al lector en la variedad y la intensidad de las formas expositivas. Vimos ya cómo el autor no hace ninguna concesión desde el principio a las vacuidades retóricas, pues entra de lleno en cuestión sin darle al interlocutor tregua. Solo una vez centrado el tema en las tres primeras coplas, hace un paréntesis en la cuarta para invocar la consiguiente inspiración, que tampoco está de más. Hasta la copla XIV, la exposición doctrinal sabe engarzar y hacer discurrir muy bien la abstracción de los temas –el tiempo fugitivo, la inestabilidad de todo y lo azaroso de la fortuna, la muerte inevitable e igualitaria– para, en un cambio de escenario, y de perspectiva, hacer más evidente lo dicho con una ejemplificación dinámica y colorista, que no deja de ser sino una breve pero densa incursión en la última historia de Castilla.
Parece unánime la admiración que estas coplas han suscitado por la plasticidad con que logra recrear esos momentos históricos en que se mezclan y suceden la brillantez cortesana de las grandes fiestas y celebraciones con las riquezas y las ambiciones desmedidas, las glorias y la exhibición guerrera con las desgracias y caídas. Como en una película llena de movimiento, el poeta evoca por orden cronológico y jerárquico a la realeza y nobleza mayor del reino de Castilla. Todos aparecen por un momento enfocados en sucesivas escenas panorámicas, descritos con un apunte incisivo, a base preferentemente de enumeraciones rápidas y selectas que dan la sensación de movimiento incesante, precisamente como una manera de plasmar el torbellino incuestionable del tiempo que desagua en la muerte. Esta es, en esa decena de coplas, la gran protagonista, pues todos los personajes evocados han cumplido ya en ella su destino. El poeta no solo la evoca, sino que ya al final de su recuento panorámico la va a hacer presente, la dota de viveza y personalidad interpelándola (XXIII) o haciéndola objeto de sus irrebatibles aseveraciones (XXIII y XXIV)
Tantos duques excelentes, tantos marqueses y condes y varones
como vimos tan potentes, di, Muerte, ¿dó los escondes y traspones?
Y sus muy claras hazañas, que hizieron en las guerras y en las pazes,
cuando tú, cruda, te ensañas, con tu fuerça las atierras
y deshazes [20].
De la elusión de la muerte, de pronto el poeta pasa a aludirla, y a aludirla de forma directa, como si la hiciera presente, la personificase. Al cambiar el enunciante de interlocutor, el virtual oyente o lector pasa de interpelado o cosujeto de la enunciación a espectador, sin que por ello deje de ser partícipe en tan apasionada meditación que el autor le dirige. Este remate de la segunda parte, para los que prefieren la estructura tripartita, o de la primera, como prefiero entender, no puede ser más expresivo y efectista, pues se cierra dirigiéndose a la muerte y sin posibilidad de respuesta. Es tal la fuerza del aserto, que estaría de más. Nada pueden los hombres contra ella, por más que se preparen y pertrechen (y no es inocua esta gran imagen militar desarrollada en la copla XIV): “Quando tú vienes airada, / todo lo pasas en claro / con tu flecha”.
El clímax con que acaba esta primera parte es patente. La copla XXV, que inicia ya a la segunda, evidencia un cambio drástico de protagonista y motivo, de perspectiva y de escenario. No cabe entenderlo, por tanto, como se quejan algunos comentaristas, de desconexión o fallo de engarce, por cambio excesivamente brusco entre una copla y otra. Es más bien un cambio de tempo, un ajuste escénico que marca la diferencia entre dos partes, distintas pero complementarias, de un texto único [21]. Solo una vez terminada la lectura del poema puede uno darse cuenta de la radical coherencia temática que existe entre ambas partes. La figura del maestre, cuyo elogio de su vida y de su muerte ocupará la segunda parte, solo puede entenderse como la ejemplificación fehaciente, en positivo, de la tesis moral mantenida por el poeta en la primera parte, concentrada preferentemente en la copla VI: la recta actuación del hombre en vida de acuerdo a la exigencia divina es el medio para salvarse.
Y aun esta segunda parte, dedicada íntegramente a don Rodrigo, carece de unidad discursiva, pues el poeta, para no acomodarse el interlocutor y mantener viva la tensión de su discurso, opta también por distinguir dos partes, rompiendo la posible monotonía que se va apoderando de la primera con un nuevo impacto de cambio escénico. El yo autorial introduce en el tema a su padre, don Rodrigo, ya muerto, y se erige en narrador de sus hazañas. Será un parcial valedor, pues la evocación tomará en seguida un intenso aire ponderativo, encomiástico, a pesar de que, al inicio, lo niega utilizando hábilmente la figura de la preterición: “sus grandes hechos y claros / no cumple que los alabe, / pues los vieron, / ni los quiero hazer caros, / pues el mundo todo sabe / cuáles fueron” (XXV). Esta parte es el elogio propiamente dicho, que no podía faltar en una elegía en honor del fallecido. Ocupa nueve estrofas (XXV- XXXIII), porque, a continuación, y de nuevo casi sin transición, pillándole al oyente o lector otra vez de improviso, le pone a este ante una escena dramatizada, pues desaparece su voz expositiva o dirigente para dejar frente a frente a la figura de la Muerte, en amable caracterización humana, y al maestre postrado en su lecho, que entablarán un diálogo, tan ajustado como emotivo. Es, sin duda, un pequeño auto o sucinta y elemental representación de la preparación ejemplar para una muerte inminente (XXXIV-XXXIX). Como sucedía en las coplas del ubi sunt, el autor logra acercar a los espectadores una escena, tornarla viva; si en aquellas ponía ante oculos unas actuaciones históricas, dotándolas de sensorialidad y movimiento, también en este pequeño auto hace al oyente espectador que no solo ve la escena de la llegada de la muerte y su entrada en la habitación del maestre, sino que le permite oír las palabras que ambos personajes pronuncian. Solo queda en el poema una estrofa más, en la que la voz autorial vuelve a su papel narrativo y sentencioso (XL). Tampoco aquí hay que ver un final excesivamente abrupto, pues esta copla que cierra serviría de “consolación” [22]. La finalidad del discurso se ha cumplido, y el poeta ha sido en todo momento consciente de sus intenciones y de sus recursos, que, aunque manejados con suma destreza, siempre han tendido a la concisión y el equilibrio, a la precisión y la emoción contenida. Una elegante meditación sobre la existencia y el destino del hombre, que, lejos de la recargada ornamentación y el hueco retoricismo, ha preferido exponer con claridad, intensidad y novedosa variedad de recursos discursivos y persuasivos.
3. “Este mundo es el camino para el otro…” - cronotopos
La voz es, en realidad, la que crea ese mundo que aparece hecho texto, discurso, con todos sus matices, protagonismos y ocultaciones. Y la voz, que enuncia, siempre lo hace en el tiempo, descubre la temporalidad en que está inmersa [23]. La voz autorial de Jorge Manrique discurre en el poema, precisamente, como desveladora de la condición temporal de la existencia humana. La condición temporal de la vida humana será la génesis de su reflexión, el punto nodal del que brota su discurso y en torno al cual lo va fundamentando. Hay un concepto que el lingüista y teórico de la literatura ruso Mijail Bajtin definió como “cronotopos” y que aplicó al análisis de la novela. Este concepto tenía que ver con la nueva dimensión que el físico Albert Einstein había asignado a principios del pasado siglo al espacio y al tiempo, que dejaban de ser magnitudes independientes absolutas, como expuso la física racionalista, para formar una única magnitud que debía entenderse como un continuum. Así, el cronotopo literario lo entenderá Bajtin como la unión de elementos espaciales y temporales que deben ser analizados como un todo inteligible y concreto [24]. En las Coplas, está muy presente la exposición narrativa, y se nos antoja muy fecunda la aplicación de este concepto a su análisis. La temporalidad, el gran tema desarrollado, no se hace inteligible, visualizable, sino en continuas figuraciones espaciales. Cómo logra presentar Jorge Manrique esta abstracción y hacerla familiar y cotidiana, maleable, es otro de sus grandes aciertos, aquello por lo que sus coplas resultan memorables en cualquier tiempo que se lean.
Para lograr una sola encarnación de ambos conceptos, se vale el poeta de la deixis por una parte, y de la creación plástica de imágenes por otra. Son otros dos recursos que contribuyen sobremanera a que el poema se asemeje tanto al sermón moralizador, y a hacer su mensaje vivencial y cercano. La coherencia semántica del poema no admite ninguna duda. “Vida”, “muerte”, “tiempo” y “mundo” son cuatro palabras clave cuya interrelación no es difícil demostrar. Las tres primeras aparecen en la primera copla, en que queda ya fijada la temporalidad, es decir, la condición pasajera del hombre. “Mundo”, en cambio, no aparecerá hasta la quinta. Es el lugar donde trascurre la vida, pero la imbricación “mundo”/“vida” es tal que, en realidad, se confunden semánticamente, ambos son conceptos indesligables de la temporalidad, ambos son efímeros, limitados. Frecuentemente, quedan acotados mediante la deixis: “nuestras vidas” (III), “esta vida” (X), “este mundo” (V, VI), pues es lo que requiere la reflexión hecha en presente ante un auditorio (real o ficticio) al que se incluye en el discurso. Y ambos conceptos son ilustrados con imágenes de gran poder traslaticio, visual:
I Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en el mar
que es el morir.
II Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar,
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nacemos,
andamos cuando bivimos
y allegamos
al tiempo que fenecemos;
así que, cuando morimos,
descansamos.
Los términos imaginarios escogidos añaden la otra dimensión que presuponen los términos reales. “Vida”, y “muerte”, entendidas como tiempo, se ven correspondidos con “río” y “mar”, de dimensión espacial. “Mundo” es equiparable aquí a “vida”, sobre todo en el desarrollo de la imagen en que le corresponde como término imaginario “jornada”, cuya dimensión señala el tiempo. En la segunda parte de la copla se produce un desarrollo muy claro de esa doble figuración de “mundo” (vida) como “camino” (espacial) y “jornada” (temporal), a través de la serie de correspondencias verbales perfectamente enfrentadas que conjugan puntos del espacio (partir-andar-llegar) con puntos del tiempo (nacer, vivir, fenecer).
La abundancia de verbos de movimiento aplicados a ambos conceptos hace, igualmente, pensar en la intrínseca relación que existe entre el trascurso temporal y la imagen espacial. Respecto a “vida”, aparece de inmediato: “contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando” (I), así como las variantes del verbo “ir” en la tercera copla. En cuanto a “mundo”, están también presentes en la primera copla en que aparece, la V, con verbos como “andar”, “partir”, “llegar”, y la imagen se hace más explícita en la VIII: “Ved de quánd poco valor / son las cosas tras que andamos / y corremos / que, en este mundo traidor, / aun primero que muramos / las perdemos”. La realidad del paso del tiempo solo se le revela al hombre en lo concreto y tangible de un lugar, de un espacio: las cosas que se ofrecen a la posesión, al uso. El verbo “correr”, particularmente, adquiere un sentido moral en el poema, pues va ligado a la inconsciencia humana, tal como puede deducirse de la copla XIII:
Los plazeres y dulçores
de esta vida trabajada
que tenemos
no son sino corredores,
y la muerte, la celada
en que caemos.
No mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta,
sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la buelta,
no ay lugar.
De nuevo las imágenes que aúnan la temporalidad con la ubicuidad: la vida como una carrera en pos del placer, que es como llama el poeta a los bienes efímeros, y su límite, la muerte, como una trampa puesta en el mismo campo en que se corre. La irreversible linealidad del tiempo es la que impide volverse atrás, desandar el camino.
La vida del hombre en el mundo es una cuestión moral, es una opción de vida, una forma de elección y actuación. Y el hombre no siempre acierta, pues le engañan los sentidos. De ahí los calificativos que acompañarán al mundo, el primero de los cuales es “este mundo traidor” (VIII), que hablando del rey Enrique IV se convierte en “cuán blando y cuán falaguero” (XVIII), mientras que la Muerte, al invitarle al maestre a dejarlo, lo tilda de “el mundo engañoso” (XXXIV). La inconsistencia de los bienes y placeres que el mundo ofrece dependen de las veleidades de la fortuna, concepto intrínseco a la vida y al mundo, que hace que todo sea pasajero, que tenga fecha de caducidad. Caducidad y engaño son cualidades de la vida temporal, encarnadas en las cosas o apariencias del mundo. El poeta, por tal razón, acude al tópico del desprecio del mundo, que, partiendo de la filosofía socrática, alcanza omnímodo desarrollo en la patrística y la ascética cristiana hasta culminar en De contemptu mundi, la obra escrita en el siglo XI por quien llegaría a ser el papa Inocencio III. En las coplas que van de la VIII a la XXIV el poeta se aplica a la demostración de esta doctrina. Acude primero a la experiencia que tiene todo hombre de las pérdidas propias o ajenas en vida: el vigor y la belleza de la juventud, la pérdida de poder y prestigio social, la riqueza… (VIII-XIII), y pasa luego a hacer un recuento histórico de personajes de la historia próxima, pero ya muertos, entonando el ubi sunt (XIII-XXIV).
Es impensable hablar de la vida sin considerar incluida en ella la muerte. Vinculadas aparecen ya en la primera copla: “cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”. En la XIV, que puede ser considerada como de transición entre el enjuiciamiento del poder caprichoso de la fortuna en vida y la desaparición definitiva del hombre del mundo, lo que se plantea es otro tópico muy propio del tiempo: el poder igualatorio de la muerte, al que ya antes había aludido en la III. Lo que tan dramáticamente se reconstruía en las coetáneas Danzas de la muerte, y con un fuerte componente social, aquí aparece únicamente para señalar la inconsistencia de todo lo que se puede obtener en este mundo, porque para la muerte “no ay cosa fuerte”, y ella hace tabla rasa a la hora de poner fin a toda vida humana: “que a papas y emperadores / y perlados, / así los trata la muerte / como a los pobres pastores / de ganados”. Tiempo y muerte en alianza juegan en contra del hombre, condicionan y sojuzgan su existencia. Las coplas del ubi sunt proceden a modo de ejemplos, como la oportunidad de hacer concretos y visualizables los efectos de estas fuerzas ocultas, calladas pero implacables, en la vida.
Su gran acierto, como ya la crítica ha explicado sobradamente, ha sido olvidarse de erudiciones que remitieran a la antigüedad, como era perceptivo en los poemas funerarios de la época, y tomar como sujetos de ejemplaridad a las grandes personalidades de la más reciente historia de Castilla [25]. La fuerza del menosprecio del mundo se le hacía más persuasiva al oyente, alertaba su conciencia enfrentándole con vidas cuyo destino permanecía en el recuerdo. La gran vivacidad que logra al evocar escenas de estas vidas poderosas y regaladas, además del movimiento que les imprime y de la sensorialidad de los cuadros, se debe a la simbiosis en la evocación espacio-temporal. Cuando evoca las justas y los torneos, los bailes de la corte de Juan II por ejemplo, el oyente no puede sino representárselos en unos lugares concretos, bien sean exteriores –el palenque– o interiores –las salas del palacio–, llenos de ornamentación y esplendidez (XVI-XVII). Lo mismo cabe decir de Enrique IV, cuya alusión se centra más bien en las cosas: las monedas, las vajillas, los tesoros, los arreos y atavíos, todo con su forma, colorido y volumen (XIX), o del Condestable Álvaro de Luna, que al nombrarlo alude a “sus infinitos tesoros / sus villas y sus lugares…” (XXI).
Destacan sobremanera en las coplas de esta parte las metáforas con que suele coronar la evocación de cada uno de los personajes, formuladas casi siempre como preguntas. Son sencillas y directas, pero sumamente elocuentes y animadas para hacer expresiva la disolución de vidas, haciendas y honras por la tiranía de la muerte. En todas ellas la imagen es el resultado de un singular cronotopo. Ya vimos cómo sucedía lo mismo en las que dedicaba a la vida (III) y al mundo (V), o cuando habla del “arrabal de senectud” (IX), espléndida correlación entre la última etapa de la edad de un hombre (tiempo) y los confines de la ciudad (espacio). Las dos imágenes primeras guardan entre sí una gran semejanza, pues están formuladas no solo sobre un paralelismo sintáctico sino también semántico, ya que toman espacios vegetales como referente imaginario para dar a entender lo efímero e inconsistente de los placeres de la vida. “¿Qué fueron sino verduras / de las heras?”, dice del esplendoroso lujo que la nobleza disfrutó en la corte de Juan II (XVI), y “¿Qué fueron sino rocíos de los prados?”, de las dádivas y mercedes de los cortesanos de Enrique IV (XIX). Las dos siguientes imágenes repetirán también la relación de semejanza semántica al representar a la muerte como una amenaza imprevisible y arbitraria. Hablando del desgraciado infante Alfonso, que murió prematuramente, hace imaginar la muerte como un herrero que en su fragua (espacio) “cuando más ardía el fuego / echaste agua” (XX). Y hablando de los hermanos Juan Pacheco y Pedro Girón, vuelve a representar la prosperidad de sus vidas como un fuego que es bruscamente apagado: “qué fue sino claridad, / que estando más encendida / fue amatada” (XXII). Las dos últimas imágenes también comparten el mismo imaginario semántico, en este caso tomado de la actividad bélica: la muerte se la figura como un sañudo guerrero que derriba a los guerreros (XXIII) o los traspasa con su flecha (XIV). Esta última copla que cierra la ejemplificación del ubi sunt y lo que consideramos la primera parte de la composición, vuelve a ser, como aquellas en que evocaba los festejos esplendorosos del reinado de Juan II, un prodigio de ambientación plástica, concentrada pero precisa. En este caso de los escenarios del mundo militar medieval con toda su marcialidad y parafernalia.
Como el poeta lleva a cabo su meditación de la existencia humana del hombre en el mundo teniendo muy presente a los interlocutores, es obligado la utilización correlativa de la deixis, de tal modo que lo presente se distinga de lo ya desaparecido. “Esta vida” o “este mundo” entra en la experiencia viva del tiempo en que se está, mientras que cuando hace referencia a un tiempo pasado, a otros seres desaparecidos en el “ayer”, borrados ya físicamente por la muerte, utiliza partículas mostrativas del alejamiento, de la distancia que solo puede salvar la memoria: “pues aquel gran Condestable” (XXI), “pues los otros dos hermanos”… Del mismo modo que utiliza profusamente las formas verbales del pasado finito cuando se introduce en ese “ayer” irretornable del ubi sunt: “¿Qué se hizo…”, “¿Qué se hicieron…” “¿Qué fue…”, ”¿Qué fueron…”. Sin embargo, el poeta no solo hace referencia al pasado hablando desde el presente y para el presente, también piensa en un futuro que fija tras la muerte. La muerte, en efecto, que pone fin a esta vida, abre, sin embargo, otra dimensión que el poeta no tiene más remedio que formular con las categorías cronotópicas de la experiencia del presente y del lenguaje humano. Una vez presentada la fugacidad y fragilidad de la vida en las tres primeras coplas, en las tres siguientes (V-VII), con el paréntesis de la IV entre medias, descubrirá otra vida y otro mundo. El “Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar”, conecta con esa “divinidad” a la que se aludía en el cierre de la copla anterior: “A aquel solo me encomiendo / (…) que, en este mundo biviendo, / el mundo no conosció / su deidad” (IV). En la VI reitera la idea: la vida en este mundo es, según la fe cristiana, solo la antesala “para ganar aquel / que atendemos”.
En esta copla VI es donde se formula con mayor claridad y precisión semántica esta diversidad de espacios separados por la muerte: “Y aun aquel fijo de Dios, para sobirnos al cielo, / descendió / a nascer acá entre nos / y bivir en este suelo / do murió”. Sucesivos o escalonados en los parámetros espacio-temporales de la experiencia humana –acá/allá, temporales/eternales– ambas vidas o ambos mundos guardan una relación moral indefectible según la copla XII:
Y los deleites de acá
son, en que nos deleitamos,
temporales,
y los tormentos de allá
que por ellos esperamos,
eternales.
Estas abstracciones categoriales que el poeta emplea con tanta soltura, claridad y armonía en esta copla –basta ver los perfectos paralelismos de las contraposiciones semánticas– y en otras, en un perfecta conjunción de cronotopos en las imágenes, alusiones y alegorías, tienen su origen y su razón de ser en los principios doctrinales del cristianismo, formulados teóricamente por teólogos y apologetas y predicados al pueblo con un lenguaje más asequible en las iglesias. Jorge Manrique se ciñe estrictamente a él. Lo que cabe preguntarse es de dónde lo tomó: ¿de boca de los pastores en sus sermones al pueblo o de las mismas fuentes doctrinales que llegó a leer? Si pertenecía al círculo de intelectuales auspiciados en Toledo por el arzobispo Carrillo es fácil colegir que tuvo acceso a las fuentes del humanismo cristiano. Entre ellas no hay que desdeñar ciertas asimilaciones debidamente filtradas del pensamiento pagano, como el estoico, que en el siglo XV, precisamente, suscitó especial atención. Lo que me parece excesivo es hacer de este pensamiento el preponderante en las Coplas, tal como defiende María Zambrano [26].
César Augusto Ayuso Picado, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Pablo CEPEDA CALZADA, “Evocación de Jorge Manrique”, PITTM, 28 (1969), pp. 25-43. También el artículo “Nueva recordación de las Coplas de Jorge Manrique”, El Diario Palentino, 4-IX-1976, p. 3.
2 Antonio ÁLAMO SALAZAR, “¿Cuándo escribió Jorge Manrique las Coplas a la muerte de su padre?”, El Diario Palentino, 13-XI-1976, p. 3. Jesús CASTAÑÓN DÍAZ, “Cara y cruz de las Coplas de Jorge Manrique”, PITTM, 35 (1975), pp. 139-173. Casilda ORDÓÑEZ, Jorge Manrique. Apuntes Palentinos, tomo II Literatura, Obra Cultural de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Palencia, 1983. Santiago FRANCIA LORENZO, “Jorge Manrique y el cabildo palentino”, Castilla. Estudios de Literatura, 13 (1988), pp. 43-55.
3 Manuel CARRIÓN GÚTIEZ, Bibliografía de Jorge Manrique (1479-1979), Palencia, Diputación Provincial, 1979. Miguel de SANTIAGO, “La poesía burlesca: un ámbito inédito en la obra de Jorge Manrique”, PITTM, 40 (1978), pp. 217-226, y “Estudio crítico” en su edición de Jorge Manrique. Obra Completa, Barcelona, Ediciones 29, 1978, pp. 7-130. Marcelino GARCÍA VELASCO, “Las coplas a la muerte de don Rodrigo, Maestre de Santiago, de Jorge Manrique, como canto a la vida”, PITTM, 77 (2006), pp. 5-28.
4 Al margen de los clásicos, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1915, p. 23.
5 Historia de la lengua española, vol I, 2ª ed. (corregida), Madrid, Fundación Menéndez Pidal, 2007, p. 673.
6 Tomás NAVARRO TOMÁS, Los poetas en sus versos. Desde Jorge Manrique a García Lorca, Barcelona, Ariel, 1982, p. 84.
7 “Un doctrinal de cristiana filosofía”, dijo ya que eran Marcelino MENÉNDEZ PELAYO, Antología de poetas líricos castellanos, II, Madrid-Santander, CSIC, 1944, p. 398.
8 A aquella primera edición de la bonaerense Editorial Sudamericana le siguió una nueva edición en Barcelona, Seix Barral, 1974. De particular interés considero el estudio de posibles lecturas y fuentes que hacen Tomás GONZÁLEZ ROLÁN y Pilar SAQUERO, “Prólogo” a Las Coplas de Jorge Manrique entre la Antigüedad y el Renacimiento, Madrid, Ediciones Clásicas, 1994, pp. 1-66.
9 Antonio SERRANO DE HARO, Personalidad y destino de Jorge Manrique, Madrid, Gredos, 1975, pp. 289 ss.; y Guillermo SERÉS, “La autoridad literaria:
círculos intelectuales y géneros en la Castilla del siglo XV”, Bulletin Hispanique, tomo 109, 2, décembre 2007, pp. 368 ss.
10 Erich AUERBACH, Lenguaje literario y público en la baja latinidad y en la Edad Media, Barcelona, Seix Barral, 1966, pp. 30 ss.
11 El ponderado antirretoricismo de Manrique en el poema obedece a una estudiada intención persuasiva y estética, a un “particular retoricismo”, podría decirse, como bien ha señalado José María MICÓ, “Las pretericiones de Jorge Manrique”, Ínsula, 713, abril 2006, pp. 2-3.
12 Eduardo CAMACHO GUIZADO, La elegía funeral en la poesía española, Madrid, Gredos, 1969, pp. 63 ss.
13 Aunque la calidad y el resultado final le parecen indiscutibles, en un estudio que ha sido determinante para la fijación definitiva del orden consecutivo de las cuarenta coplas, Ricardo Senabre piensa que esta elegía “no es una obra unitaria en su concepción ni en su ejecución (…) es más bien el producto de yuxtaposiciones, reajustes e inspiraciones distintas, fundidas en una amalgama final…”. En “Puntos oscuros en las Coplas de Jorge Manrique, Anuario de Estudios Filológicos, VII, 1984, p. 350. En cuanto a las fechas de composición del poema, la más extrema nos parece la de Francisco Caravaca, que opina que la primera parte de las Coplas, las que tienen un carácter más general, estaban ya hechas antes de la muerte del padre y fueron aprovechadas a la hora de dedicarle el panegírico tras su muerte. En “Foulché-Delbosc y su edición crítica de las Coplas de Jorge Manrique”, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 49, 1973, pp. 229-279, y “Notas sobre las llamadas “coplas póstumas” de Jorge Manrique”, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 50, 1974, pp. 89-135. La propuesta más plausible, y mejor considerada, es la sostenida por su mejor biógrafo, Antonio Serrano de Haro: “El examen mismo de las Coplas parece revelar que junto a los exponentes de una redacción rápida del poema, bajo la impresión muy próxima de la muerte de D. Rodrigo, hay también rastros de una confección más lenta y laboriosa”, en Personalidad y destino de Jorge Manrique, ya citada, p. 390.
14 Op. cit. 1974. En la misma división le habían precedido, sin embargo, en los años treinta sendos artículos de Rosemarie Burkhart y Anne Krause.
15 “Tres retratos de la muerte en las Coplas de Jorge Manrique”, Nueva Revista de Filología Hispánica, 13, 1959, pp. 305-324, recogido en Del Arcipreste de Hita a Pedro Salinas, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2002, pp. 87-104. Ya anteriormente Américo Castro había hablado de ellas en su artículo “Muerte y belleza. Un recuerdo de Jorge Manrique”. Aparecido en 1930, se recoge en su libro Hacia Cervantes, Madrid, Taurus, 1957, pp. 51-57.
16 Esta estructura bipartita la consideró ya Rodolfo A. BORELLO, “Las Coplas de Jorge Manrique: estructura y fuentes”, Cuadernos de Filología, 1, Mendoza, 1976, pp. 49-72. La adopta también Vicente BELTRÁN: “Prólogo” a su edición de Jorge Manrique: Poesía, Barcelona, Crítica, 1993. Antonio Serrano de Haro realizó una división cuatripartita, pues fue el primero que vio dos bloques claramente separables en la tercera, tal como hemos descrito, op. cit., pp. 366 ss.
17 “Siempre me he imaginado el “estreno” de las Coplas de Jorge Manrique como una lectura en voz alta por parte del autor, ya sea desde el púlpito de una iglesia, ya desde la sala de un palacio, ante la reunión solemne y enlutada de los familiares, los amigos, los deudos, los criados del difunto”, dice Rafael SÁNCHEZ FERLOSIO, “El caso Manrique”, en Las semanas del jardín. Semana segunda: Splendet dum fungitur, Madrid, Nostromo, 1974, p. 236.
18 Así lo calificó ya el poeta prerromántico Manuel José Quintana.
19 María Dolores ROYO LATORRE, “Jorge Manrique y el Ars Praedicandi. Una aproximación a la influencia del arte sermonario en las Coplas a la muerte de su padre”, Revista de Filología Española, LXXIV, julio-diciembre 1994, pp. 249-260. Anteriores a ella, ya estudiaron algunos procedimientos retóricos propios del sermón Leo SPITZER, “Dos observaciones sintáctico-estilísticas a las Coplas de Manrique”, Estilo y estructura en la literatura española, Barcelona, Crítica, 1980, pp. 165-194, y Vicente BELTRÁN, “Prólogo” a la edición de Jorge Manrique: Poesía Completa, Barcelona, Planeta, 1988, pp. XXII ss.
20 Las citas se hacen según la anteriormente citada edición de 1993 de Vicente Beltrán en Crítica.
21 En esta segunda parte, por ejemplo, desaparece esa intensa relación entre la voz autorial y sus interlocutores, pues se prescinde de los recursos de apelación directa al oyente/lector. A ambos -“personaje orador” y “personaje oyente”, los llamalos considera Manuel Cabada Gómez como sujetos del enunciado. En “El personaje oyente en las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique”, Cuadernos Hispanoamericanos, 335, 1978, pp. 325-332.
22 En la elegía cortesana del tiempo, esta parte, la “consolación”, a veces no tenía sentido cristiano, o, simplemente, no aparecía. Ver Eduardo CAMACHO GUIZADO, La elegía funeral en la poesía española, Madrid, Gredos, 1969, pp. 76 ss.
23 Esto, que ya lo apuntó Emile BENVENISTE, Problemas de lingüística general, I, México, Siglo XXI, 1971, lo desarrolla más recientemente Giorgio AGAMBEN, El lenguaje y la muerte. Un seminario sobre la negatividad, Valencia, Pre-Textos, 2008. Dice este:”El lenguaje, en cuanto tiene lugar en la voz, tiene lugar en el tiempo. Mostrando la instancia del discurso, la voz abre, a la vez, el ser y el tiempo. Es cronotética”, p. 66.
24 Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, 1989, p. 237.
25 Pedro SALINAS, op. cit, pp. 143 ss.
26 Ver preferentemente los capítulos “Estoicismo culto español: Jorge Manrique” y “La muerte callada” de Pensamiento y poesía en la vida española, libro escrito en los años 30 del pasado siglo. He utilizado la edición de Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, pp.191ss.
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