La relación con Dios en nuestra oración está íntimamente unida a todas nuestras acciones en la vida cotidiana. Lo señaló Jesús en su predicación y lo recordaba siempre san Josemaría
Al final del año 57, san Pablo escribe una carta a los cristianos que viven en Corinto. El apóstol es consciente de que en aquella comunidad algunos no le conocen, otros se habían dejado llevar por habladurías que lo desacreditaban, así que en gran parte del texto expone las características que debe tener quien es portador del Evangelio de Jesús. Sabemos también que, por aquella misma razón, había prometido volver a visitarles pronto pero, hasta ese momento, no había podido hacerlo. En este contexto encontramos una de las frases más bonitas de sus escritos. Pablo se pregunta, de manera retórica, si necesita enviar alguna carta de recomendación para que la comunidad lo conozca mejor, para ganarse nuevamente su estima. Y responde, lleno de fe en la acción de Dios en las personas, que su verdadera carta de recomendación es el corazón de cada uno de los cristianos de Corinto; afirma que es el mismo Espíritu Santo quien la escribe en sus almas, valiéndose de lo que san Pablo les había transmitido: «Es notorio que sois una carta de Cristo» (2 Co 3,3).
¿Cómo nos convertimos en esa «carta de Cristo»? ¿Cómo hace Dios para transformarnos poco a poco? «Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Co 3,18). Estas palabras de san Pablo desvelan el método del Espíritu Santo en nosotros. Se trata de hacernos gloriosamente semejantes a Cristo de modo progresivo, contando con el tiempo: esta es la dinámica propia de la vida espiritual.
Se comprende muy bien que una de las mayores preocupaciones de Jesús fuera que la oración, al ser un medio privilegiado para cultivar nuestra relación con Dios, no quedase como un elemento aislado en medio de las demás tareas, con poca fuerza para transformar la vida. Por eso Cristo, para insistir sobre esta necesidad de unir oración con transformación de la propia vida, en el Sermón de la Montaña dijo: «No todo el que me dice: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos. Muchos me dirán aquel día: "Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y hemos expulsado los demonios en tu nombre, y hemos hecho prodigios en tu nombre?" Entonces yo declararé ante ellos: "Jamás os he conocido (…)"» (Mt 7,21-23). Son unas palabras fuertes. No basta haberle seguido, ni siquiera haber hecho cosas grandes en nombre de Jesús. Se trata de algo mucho más profundo: saber conformarse a la voluntad de Dios.
No nos resulta difícil entender esas palabras de nuestro Señor. Si la oración es camino y expresión de una relación de amistad, entonces debe seguir las características propias de un amor de ese tipo. Entre los amigos se llega, como recuerdan los clásicos, al idem velle, idem nolle, a querer lo mismo y a rechazar lo mismo. La oración cambia nuestra vida porque nos lleva a sintonizar con los deseos del corazón de Cristo, a vibrar con su afán de almas, a buscar con ilusión agradar a nuestro Padre celestial. Si no fuese así, si la oración no nos llevara a esa gloriosa semejanza de la que hablaba san Pablo, sin darnos cuenta nuestra oración se podría transformar en algo similar a una terapia de autoayuda, con la finalidad de mantener en paz nuestro espíritu o de garantizarnos un espacio de soledad. En ese caso, aunque se traten de objetivos que pueden ser positivos, la oración no cumpliría su función principal: dar cauce a una auténtica relación de amistad con Cristo, llamada a transformar la vida.
Esta importante enseñanza de Jesús nos ofrece una pista para revisar la situación de nuestra oración. El criterio no será ya el sentimiento o el gusto espiritual que encuentro en mis ratos de oración; tampoco el número de propósitos que soy capaz de plantearme; ni siquiera el grado de concentración que he alcanzado. La oración, en cambio, podrá ser revisada a la luz del grado de transformación que trae a nuestra vida, a la luz de la progresiva superación de las incoherencias que se dan entre lo creemos y lo que, en último término, logramos vivir.
El mismo san Pablo, que recibió la gracia de encontrarse con Jesús resucitado en el camino de Damasco, pone de manifiesto en otros textos cómo los primeros cristianos eran muy conscientes de que la meta de la oración era la identificación con Cristo. Así, exhortaba a los cristianos de Filipos a tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5) y afirmaba con sencillez a los de Corinto que «nosotros tenemos la mente de Cristo» (1 Co 2,16). Ahora bien, tener los mismos sentimientos y la misma mente del Hijo de Dios es algo que no se puede conseguir solamente como fruto del esfuerzo personal o de la aplicación de unas técnicas de aprendizaje. Se trata de algo que es consecuencia, ciertamente, de la propia lucha por hacer el bien de la manera que lo haría Jesús, pero dentro de una experiencia de comunión, la propia del amor de amistad; así, mediante la gracia, nos abrimos a una asimilación de lo propio de Cristo.
En la medida en que es el efecto propio de una relación de amistad, la identificación con Cristo, fruto de la oración, es progresiva, requiere tiempo. Por eso recordaba san Josemaría que Dios lleva a las almas como por un plano inclinado, trabajando poco a poco en su interior y dándoles deseos y fuerzas de corresponder cada vez mejor a su amor: «En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día»[1]. Saber que las propias miserias −incluso las que más nos humillan− no son un obstáculo insuperable en el amor a Dios y en nuestro camino de identificación completa con él, nos llena de esperanza. Y nos llena también de estupor: ¿cómo es posible que sea verdad ese grito −una vez más de san Pablo− que asegura que nada «podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,39)?
La respuesta, que solo la oración nos permite percibir de modo completo, se encuentra en la primacía de la iniciativa divina: es Dios quien nos busca y nos atrae. El apóstol Juan, ya en los últimos años de su vida, lo recordaba con emoción: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Hacer oración es, pues, hacerse conscientes de que estamos en buenas manos y que nuestro amor −siempre imperfecto− es solo correspondencia al amor de Dios que nos precede, nos acompaña y nos sigue. La contemplación de ese amor es el mayor estímulo para recorrer ese plano inclinado de la identificación profunda con Jesucristo.
Normalmente, en la vida cristiana, el paso del tiempo va unido al crecimiento personal. Por ello, la correspondencia al amor de Dios que ansiamos en la oración se suele manifestar en deseos de mejora, en un anhelo firme de apartar de nosotros lo que nos aparte de Cristo. De ahí que, quizá con relativa frecuencia, se nos haya enseñado a hacer oración de examen, pidiendo luz para detectar lo que no es propio de nuestra condición de hijos de Dios; hemos aprendido a formular propósitos concretos para −contando siempre con la ayuda de la gracia− aspirar a agradar al Señor, superando aspectos de nuestra vida que nos apartan aunque sea poco de él.
Sabemos muy bien que ese examen y esos propósitos no son un modo de querer conquistar las cosas por nuestra cuenta, sino que se trata de la manera verdaderamente humana de amar: quien desea agradar en todo a la persona amada se esfuerza por alcanzar la mejor versión de sí mismo. Sabiendo que Dios nos quiere como somos, deseamos amarle como él merece. Por eso buscamos, con una saludable tensión, luchar cada día un poco. No queremos caer en la tentación –¡tan fácil!– de justificar nuestras debilidades, olvidando que con su muerte y resurrección Cristo nos ha obtenido la gracia suficiente para vencer nuestros pecados[2].
Cuando san Josemaría era un joven sacerdote, muchos obispos le pedían que predicara durante días de retiro espiritual o ejercicios espirituales. Entonces, algunos le acusaron de predicar «ejercicios de vida y no de muerte»[3]. Estaban acostumbrados a que, en aquellas jornadas, se reflexionase sobre todo en el destino eterno de cada uno y se sorprendían de que san Josemaría hablase también muy ampliamente sobre cómo vivir coherentemente la propia vocación. Esto pone de manifiesto una importante característica de la misión del Opus Dei: enseñar a materializar la vida espiritual, evitando que la oración se convierta en una dimensión independiente y aislada en la vida de las personas; o, como dice san Josemaría, «apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas»[4].
Aunque en nuestros ratos de oración no siempre experimentemos sensiblemente el amor de Dios −algunas veces sí que lo haremos− en realidad está allí siempre presente y operante. Si a ese amor sumamos la lucha en lo que el Señor nos vaya indicando, nuestra vida −nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras intenciones, nuestras obras− se transformará progresivamente. Llegaremos a ser para los demás Cristo que pasa, ipse Christus.
En una ocasión, un escriba preguntó a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Recordamos muy bien su respuesta: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es como este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-38).De esta manera, con pocas palabras, Jesús explicó para siempre la unión del amor a Dios con el amor al prójimo. Y se trata de una enseñanza que el Señor quiso seguir insistiendo hasta los últimos instantes antes de subir definitivamente al cielo. Incluso cuando, ya resucitado, se encuentra con Pedro a orillas del mar de Galilea, Jesús responde a las promesas de amor de quien fuera el primer Papa con un invariable: «Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21,15-17).
El motivo último de la unión de ambos mandamientos y, por tanto, de la necesidad de aprender a amar a Cristo en los demás, la encontramos explicado por el mismo Jesús con gran fuerza en la descripción que hace del juicio final. Allí pone de manifiesto que la razón se encuentra en la unión profunda que él ha establecido con cada hombre: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber» (Mt 25,35). En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[5]. Es imposible amarle sin amar también al prójimo, sin aprender a amarle también en el prójimo.
La oración, cuando es auténtica, nos lleva a preocuparnos de los demás; de los que tenemos más cerca y de los que más sufren. Nos lleva a saber convivir con todos y a dar cabida en nuestro corazón también a los que no piensan como nosotros, procurando siempre su bien, con frecuentes detalles de servicio. En ella encontramos fuerzas para perdonar y luces para amar cada vez mejor y de modo más concreto a todos, saliendo de nuestros egoísmos y comodidades, sin temor a complicarnos santamente la vida. Como nos recuerda el papa Francisco, «el mejor modo de discernir si nuestro camino de oración es auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la misericordia»[6]. Adquirir un corazón compasivo y misericordioso, como el de Jesús −imagen perfecta del corazón del Padre− es el fruto último de nuestra vida de oración, señal cierta de nuestra identificación con Cristo.
Nicolás Álvarez de las Asturias
Fuente: opusdei.org
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[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75.
[2] Cf. san Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, nn. 102-103.
[3] Cf. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. 2, pp. 675-680.
[4] San Josemaría, Conversaciones, n. 114.
[5] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, n. 22.
[6] Francisco, Ex. Ap. Gaudete et exsultate, n. 105.
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