San Josemaría hablaba de un "quid divinum" −algo divino− que podemos descubrir a nuestro alrededor y en las cosas que hacemos. Entonces, se nos abre una nueva dimensión en la que compartimos todo con Dios
«Cada día veo más claro lo cerca que está Jesús de mí en todos los momentos, le contaría detalles pequeñitos pero constantes, que ya ni me asombran, sino que se los agradezco y los espero constantemente»[1]. La carta de la beata Guadalupe a la que pertenece el anterior fragmento, en su sencillez, debió de suponer una gran alegría para su destinatario, san Josemaría. Aunque Guadalupe llevaba apenas seis años en el Opus Dei, aquellas líneas son un testimonio de cómo la vida de piedad que había emprendido miraba precisamente a facilitar una continua presencia de Dios, para «hacer de nuestra vida corriente una continua oración»[2].
La doctrina es evangélica. Jesús habló a sus discípulos en distintos modos sobre «la necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1). En muchas ocasiones le vemos dirigirse a su Padre a lo largo del día, como ante la tumba de Lázaro (cfr. Jn 11,41-42) o cuando los apóstoles regresaron de su primera misión llenos de alegría (cfr. Mt 11,25-26). Ya resucitado, el Señor se acerca a sus discípulos en muy variadas circunstancias: cuando se alejan llenos de tristeza, camino de Emaús; cuando están llenos de miedo, en el Cenáculo; cuando vuelven al trabajo, en el mar de Galilea… E incluso durante los instantes antes de volver junto a su Padre, Jesús les aseguró: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
Los primeros cristianos eran muy conscientes de esa cercanía. Aprendieron a hacerlo todo para la gloria de Dios, como escribía san Pablo a los romanos: «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; porque vivamos o muramos, somos del Señor» (Rm 14,8-10; cfr. 1Co 10,31). ¿Y nosotros? En un mundo tan acelerado como el nuestro, tan lleno de cosas por hacer, de fechas de entrega, de tráfico y de ruido, ¿es posible mantener constantemente nuestra «conversación en los cielos»?[3]
Hay conversaciones silenciosas, como la de los amigos que caminan juntos, o la de los enamorados que se miran a los ojos. No necesitan palabras para compartir lo que llevan en el corazón. Sin embargo, no existe conversación sin atención a la persona que tenemos delante. Los teléfonos móviles han introducido en nuestra vida el extraño fenómeno de estar hablando con alguien y, a pesar de eso, pensar que quizá está más pendiente de otras conversaciones…
El diálogo con Dios al que estamos llamados tiene que ver precisamente con esa atención. Una atención que no es excluyente, en cuanto podemos descubrir a Dios en muchas circunstancias y actividades que, aparentemente, tienen poco que ver con él. Algo similar hacían aquellos canteros que veían, tras las piedras que picaban, cosas tan distintas como la servidumbre del trabajo manual, el alimento de su familia o el esplendor de una catedral. Por eso, san Josemaría hablaba de la necesidad de «ejercitar las virtudes teologales y cardinales en el mundo, y llegar de esta manera a ser almas contemplativas»[4]. No se trata solamente de obrar de modo correcto, sino también de obrar por el motivo adecuado, que en este caso es buscar, amar y servir a Dios. Precisamente eso hace posible la presencia del Espíritu Santo en nuestras almas, vivificándola con las virtudes teologales. Así, en las mil y una elecciones de cada día podemos permanecer atentos a Dios y mantener viva nuestra conversación con él.
Al ir a trabajar por la mañana o al despertarnos para ir a clase; al llevar a los hijos al colegio o al atender a un cliente podemos preguntarnos: ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué me mueve a hacerlo bien? La respuesta que brotará enseguida será más o menos profunda, pero en todo caso puede ser una buena ocasión para añadir: Gracias, Señor, por contar conmigo. Quisiera servirte con esta actividad, y hacer presente en este mundo tu luz y tu alegría. Entonces, verdaderamente, nuestro trabajo nacerá del amor, manifestará el amor y se ordenará al amor[5].
«Se podrían enumerar muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos solo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros»[6]. Ser contemplativos en medio del mundo significa que Dios ocupe el centro de nuestra existencia, en torno al cual gire todo lo demás. En otras palabras, que él sea el tesoro en que esté siempre fijo nuestro corazón, porque todo lo demás nos interesa solamente si nos une a él (cfr. Mt 6,21).
De este modo, nuestro trabajo será oración, porque sabremos ver en él la tarea que Dios nos ha confiado para cuidar y embellecer su creación, y para servir a los demás. Nuestra vida familiar será oración, porque veremos en nuestro cónyuge y en nuestros hijos (o en nuestros padres) un don que el mismo Dios nos ha hecho para que nos entreguemos a ellos, recordándoles siempre su valor infinito y ayudándoles a crecer. A fin de cuentas, eso mismo es lo que haría Jesús en Nazaret. ¿Con qué ojos vería su trabajo diario en el taller de José? ¿Qué sentido ocultaría para él esa labor cotidiana? ¿Y las mil pequeñas ocupaciones de la vida doméstica? ¿Y todo lo que hacía en común con sus vecinos?
Mirar las cosas con los ojos de la fe, descubrir el amor de Dios en nuestra vida, no quiere decir que dejen de afectarnos las contrariedades: el cansancio, los contratiempos, un dolor de cabeza, las malas jugadas que puedan ocasionarnos otras personas… No es que todo eso vaya a desaparecer. Lo que sucede es que, si vivimos centrados en Dios, sabremos unir todas esas realidades a la cruz de Cristo, donde encuentran su sentido al servicio de la redención. Una humillación puede ser oración si nos sirve para unirnos a Jesús y se convierte así en una ocasión de purificación. Lo mismo se puede decir de una enfermedad o de un fracaso profesional. En todo podemos encontrar a Dios, que es Señor de la historia, y en todo podemos abrazar la seguridad de que Dios abre siempre posibilidades de futuro, porque «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Incluso un pequeño contratiempo como un atasco de tráfico de vuelta a casa puede ser oración, si lo convertimos en ocasión para poner en manos de Dios nuestro tiempo… y para interceder ante él por quienes comparten nuestra suerte.
Para alcanzar la contemplación en la vida corriente no debemos esperar lo extraordinario. «Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra»[7]. La mirada de la fe hace posible y convierte, por la caridad, nuestra vida entera en una continua conversación con Dios. Una mirada que nos permite vivir con un hondo realismo, pues nos descubre esa cuarta dimensión que es la del quid divinum –el algo divino– que existe en todo lo real.
«Cuando el hombre está completamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, (…) entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible. Ya no percibe lo divino, porque el órgano correspondiente se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado»[8]. También es verdad lo contrario: la capacidad de mirar la realidad con los ojos de la fe se puede cultivar. Lo hacemos, en primer lugar, cuando pedimos esa luz, como los apóstoles: «¡Auméntanos la fe!» (Lc 17,5). Y lo hacemos también cuando nos detenemos, a lo largo de la jornada, a poner nuestra vida ante el Señor. Así pues, aunque deba ocupar el día entero, «la vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios»[9]. En definitiva, para tener nuestra atención habitualmente fija en Dios, necesitamos dedicar unos ratos a atender exclusivamente a él.
En una ocasión, san Josemaría explicó esta necesidad con el ejemplo de la calefacción de una casa: «Si tenemos un radiador, quiere decir que habrá calefacción. Pero sólo se caldeará el ambiente si está encendida la caldera... Luego necesitamos el radiador en cada momento, y además la caldera bien encendida. ¿De acuerdo? Los ratos de oración, bien hechos: son la caldera. Y además, el radiador en cada instante, en cada habitación, en cada lugar, en cada trabajo: la presencia de Dios»[10]. Tan importante es la caldera como los radiadores. Para que el calor de Dios llene nuestro día entero, necesitamos dedicar unos tiempos a encender y alimentar el fuego de su amor en nuestro corazón.
Otra imagen que puede servirnos es la de la conexión a internet. A menudo habremos contemplado los esfuerzos que hacen muchos por buscar cobertura cuando van de excursión o cuando están pasando un fin de semana en el campo. Igualmente, nos preocupamos de que esté activado el wifi en el teléfono móvil, con la esperanza de que se conecte tan pronto como detecte una red conocida. Ahora bien, que el teléfono esté abierto a recibir la señal no quiere decir que automáticamente la tenga, o que reciba todo tipo de mensajes. La señal llega a lo largo del día, cuando nos acercamos a esta red o a aquella, y los mensajes entran cuando alguien los envía. Nosotros ponemos lo que está de nuestra parte activando nuestro teléfono y luego esperamos que lleguen los mensajes.
De modo análogo, en los ratos de oración activamos el wifi de nuestra alma; le decimos a Dios: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1S 3,9). A veces nos hablará en esos ratos; otras veces reconoceremos su voz en mil detalles de nuestra jornada. En todo caso, esos tiempos de oración son una buena ocasión para poner en sus manos todo lo que hemos hecho o lo que vamos a hacer, aunque tal vez en el instante mismo de ponerlo por obra no hayamos levantado los ojos a Dios. Además, haber dedicado un tiempo exclusivo a Dios es la mejor muestra de que, efectivamente, tenemos el deseo de escucharle.
Ahora bien, a diferencia de lo que sucede con el teléfono, abrir el corazón no es algo que se puede dar por supuesto, que se hace una vez y queda así para siempre: es preciso disponerse a diario a escuchar a Dios, porque «lo encontramos en el presente, ni ayer ni mañana, sino hoy: “¡Ojalá oyerais hoy su voz!: No endurezcáis vuestro corazón” (Sal 95,7-8)»[11]. Si mantenemos este empeño cotidiano, Dios puede concedernos una maravillosa facilidad para vivir nuestro día a día en su presencia. Otras veces se nos hará más difícil. Pero, en cualquier caso, de aquellos momentos sacaremos fuerza y esperanza abundantes para proseguir con alegría nuestra lucha cotidiana, nuestro diario esfuerzo por encender el fuego, por abrir la conexión.
Son conocidas las palabras de san Josemaría en la homilía del campus: «Hijos míos, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres»[12]. Y enseguida añadía: «En un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día»[13]. En las mil actividades que llenan nuestra jornada nos espera Dios, para mantener con nosotros una conversación encantadora y para llevar a cabo su misión en el mundo. Pero, ¿cómo se puede entender eso?, ¿Cómo se vive?
Dios nos espera cada día para conversar tranquilamente sobre lo que llena nuestra vida, al igual que un padre o una madre que escucha las largas peroratas de su hijo de pocos años. Un niño pequeño cuenta lo que les ha sucedido en el colegio prácticamente a tiempo real. Parece que quisiera exprimir al máximo la maravillosa capacidad de recordar y expresar lo que ha vivido, contando los sucesos más nimios con todo lujo de detalles. Y sus padres le escuchan, y le preguntan cómo sucedió esto o aquello, qué dijo aquel otro niño…
De modo análogo, a Dios le interesa todo lo que nos sucede, con la peculiaridad de que, a diferencia de los padres de la tierra, él nunca se cansa de escucharnos, nunca se acostumbra a que le hablemos. Más bien somos nosotros los que a veces nos cansamos de dirigirnos a él, de buscar su presencia. Sin embargo, si mantenemos vivo ese deseo, «todo −personas, cosas, tareas− nos ofrece la ocasión y el tema para una continua conversación con el Señor»[14]. Todo puede convertirse en tema de conversación para hablar con Dios. Todo, absolutamente todo, podemos compartirlo con él.
Por otra parte, Dios nos espera en nuestro trabajo para seguir realizando en el mundo la obra de la redención, esto es, para seguir atrayendo el mundo hacia él. No se trata de yuxtaponer actividades piadosas a nuestro quehacer diario, sino de procurar conducir hacia Dios todos los ambientes de nuestro mundo: la familia, la política, la cultura, el deporte… todo. Para hacerlo necesitamos, en primer lugar, descubrir su presencia en todos esos lugares. Se trata, en definitiva, de ver nuestro trabajo como un don de Dios, como el modo concreto en que ponemos por obra su mandato de cuidar, de cultivar el mundo y de anunciar la buena nueva de que Dios nos quiere y nos ofrece su amor. Desde ese descubrimiento, procuraremos que todas nuestras acciones se conviertan en un servicio a los demás, en un amor como el que Jesús nos muestra y nos entrega cada día en la santa Misa. Al vivir de este modo, uniendo todas nuestras acciones al sacrificio de Cristo, realizamos plenamente la misión que el Señor quiso comunicarnos antes de volver junto al Padre (cfr. Jn 20,21).
* * *
En una entrevista, poco antes de la beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri, preguntaron al Prelado del Opus Dei cuál era la fórmula de la santidad de aquella mujer. Lo resumió en pocas líneas: «La santidad no es llegar al final de la vida siendo perfectos, como ángeles, sino alcanzar la plenitud del amor. Como san Josemaría decía, se trataba de la lucha por transformar el trabajo, la vida ordinaria, en un encuentro con Jesucristo y en un servicio a los demás»[15]. La fórmula de la santidad se condensa, pues, en que todo responda a una misma motivación, en que todo tenga una misma meta: vivir con Cristo en medio del mundo llevando, con él, el mundo al Padre. Y eso es posible porque Jesús está muy cerca.
Lucas Buch
Fuente: opusdei.org.
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[1] Guadalupe Ortiz de Landázuri, Carta a san Josemaría, 1-IV-1946.
[2] San Josemaría, Carta 24-III-1930.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 300.
[4] San Josemaría, Carta 8-XII-1949, n. 26.
[5] Cfr. san Josemaría, Es Cristo que Pasa, n. 48.
[6] Benedicto XVI, Homilía, 7-XI-2006.
[7] Francisco, ex. ap. Gaudete et Exsultate, n. 14.
[8] Benedicto XVI, Homilía, 7-XI-2006. En el texto, el Papa retoma un texto de san Gregorio Magno.
[9] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 119.
[10] San Josemaría, Apuntes de la predicación, 28-IX-1973.
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2659.
[12] San Josemaría, Conversaciones, n. 113.
[13] Ibid., n. 114.
[14] San Josemaría, Carta 11-III-1940, n. 15.
[15] Mons. Fernando Ocáriz, entrevista 13-V-2019.
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