Para aprender a orar pueden servirnos de ayuda aquellos hombres y mujeres que lo hicieron durante su vida: los santos. De manera especial, santa María
Jesús sube por primera vez de manera pública hacia Jerusalén. Se dedica de lleno, finalmente, al anuncio del reino de Dios mediante sus palabras y sus milagros. Su fama, desde el prodigio obrado en las bodas de Caná, se iba extendiendo poco a poco. Es entonces cuando, oculto por el silencio y la oscuridad de la noche, un maestro judío bastante conocido se acerca para conversar con él (Jn 3,1). Nicodemo había sentido un terremoto en su interior cuando escuchó y vio a Cristo. Muchas cosas daban vueltas en su cabeza y prefería solucionarlas en la intimidad de una conversación cara a cara. Jesús, que conoce la sinceridad de su corazón, le dice rápidamente: «Si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,5).
El diálogo sigue con lo que cualquiera de nosotros se hubiera preguntado: ¿qué significa eso? Si conozco el día exacto en que nací, incluso la hora, ¿cómo se puede nacer dos veces? Jesús, en realidad, estaba pidiendo a Nicodemo que no buscase solo comprender las cosas sino −más importante− que dejase entrar a Dios en su vida. Porque querer ser santo es como nacer otra vez, como ver todo con una nueva luz; en definitiva, ser una nueva persona: transformarnos, poco a poco, en el mismo Jesucristo, «dejando que su vida se manifieste en nosotros»[1]. Los santos ya han recorrido los caminos del reino de Dios: han subido sus montañas, han descansado en sus valles y también han experimentado los rincones un poco más oscuros. Por eso nos llenan de esperanza. Una manera de reconocer a Cristo es, precisamente, a través de los santos. Sus vidas pueden desempeñar un importante papel en el camino personal de todo bautizado que desee aprender a orar.
Las mujeres y hombres que nos han precedido son testigos de que el diálogo vital con Dios es realmente posible en medio de tantas idas y venidas que a veces nos pueden llevar a pensar lo contrario. Entre ellos, un testimonio fundamental es el de Santa María. Ella, debido a la tierna cercanía con su hijo Jesús en la vida cotidiana de una familia, tuvo la experiencia más viva de diálogo con el Padre. Y, como en toda casa, en el hogar de Nazaret había momentos buenos y momentos más difíciles; sin embargo, en medio de estados de ánimo muy diferentes, la Virgen siempre ora.
Ora, por ejemplo, cuando está alegre. Sabemos que, poco después de recibir el anuncio del ángel, María sale «deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39) para visitar a su prima Isabel. Había recibido la noticia de que la familia crecería en número con un nuevo sobrino, lo cual era digno de ser festejado; mucho más si se trataba de un suceso inesperado, dada la edad de Isabel y de Zacarías. «La descripción que hace san Lucas del encuentro entre las dos primas está llena de emoción, y nos sitúa en un escenario de bendición y alegría»[2]; emoción a la que, de alguna manera, se une el Espíritu Santo revelando la presencia física del Mesías, tanto al Bautista como a su madre.
Isabel, apenas hubo entrado María a su casa, la alaba con afecto, utilizando palabras que se convertirán en una oración universal y a las que nosotros nos hacemos eco a diario, adentrándonos también en esa alegría: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). La Virgen, por su parte, responde con emoción al entusiasmo de su prima: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador». El Magnificat, nombre que la tradición ha dado a esta respuesta de nuestra Madre, nos enseña lo que es una oración de alabanza que se ha empapado de la palabra de Dios. Como señala Benedicto XVI: «María conocía bien las sagradas Escrituras. Su Magníficat es un tapiz tejido con hilos del Antiguo Testamento»[3]. Cuando sentimos nuestros corazones llenos de gratitud por un don que hemos recibido, es el momento de explayarnos con Dios en nuestra oración −tal vez con palabras de la Escritura− reconociendo las cosas grandes que ha hecho en nuestra vida. La acción de gracias es una actitud fundamental en la oración cristiana, especialmente en los momentos de alegría.
Sin embargo, la Virgen ora también en momentos de oscuridad, cuando están presentes el dolor o la falta de sentido. Nos enseña, de esa manera, otra actitud fundamental de la oración cristiana, expresada de manera concisa pero luminosa en el relato de la muerte de Jesús: «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre» (Jn 19,25). María, abrumada por el dolor, simplemente está. Ella no pretende salvar a su Hijo ni tampoco resolver la situación. No la vemos pedir cuentas a Dios por lo que no entiende. Solo procura no perderse ni una sola de las palabras que pronuncia Jesús, con un hilo de voz, desde la Cruz. Por eso, cuando recibe una nueva tarea la acepta sin demora: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Entonces dijo al discípulo: "¡He ahí a tu madre!"» (Jn 19,26-27). María está en manos de un dolor que, para muchos, es el más terrible que una persona puede experimentar: presenciar la muerte de un hijo. Sin embargo, mantiene la lucidez que le permite aceptar esta nueva llamada para acoger a Juan como hijo suyo y, con él, a nosotros, a los hombres y mujeres de todos los tiempos.
La oración dolorosa es ante todo un estar junto a la propia cruz, amando la voluntad de Dios; es saber decir sí a las personas y a las situaciones que el Señor pone a nuestro lado. Orar es ver la realidad, aunque parezca particularmente oscura, partiendo de la certeza de que siempre hay un don en ella, de que siempre está Dios detrás. Así podremos ser capaces de acoger a las personas y a las situaciones repitiendo como María: «Aquí estoy» (Lc 1,38).
Por último, en la vida de la Virgen descubrimos otro estado de ánimo en el que ora, distinto al de la oscuridad del dolor. Vemos a María, junto a su esposo José, rezar también en un momento de angustia. Un día, mientras regresaban de su peregrinación anual al Templo de Jerusalén, advierten la ausencia de su hijo de doce años. Deciden volver en su búsqueda. Cuando finalmente le encuentran conversando con los maestros de la ley, María pregunta: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos» (Lc 2,48). También nosotros, muchas veces, nos podemos sentir angustiados cuando nos asalta una sensación de insuficiencia, de incumplimiento o de estar fuera de lugar. Nos puede parecer, entonces, que el mundo está equivocado: la vida, la vocación, la familia, el trabajo… Podemos llegar a pensar que el camino no es como yo esperaba. Los planes y sueños del pasado nos parecen ingenuos. Es reconfortante saber que María y José pasaron por esta crisis y que ni siquiera su angustiosa oración tuvo una respuesta clara y tranquilizadora: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre? Pero ellos no comprendieron lo que les dijo» (Lc 2,49-50).
Orar en esos momentos de angustia no nos asegura encontrar soluciones fáciles y rápidas. Entonces, ¿qué hacer? La Virgen nos enseña el camino: permanecer fieles a nuestra propia vida, volver a la situación normal y redescubrir la voluntad de Dios incluso cuando no la entendemos del todo. Y también, como María, podemos conservar todos estos eventos misteriosos y a veces oscuros en el corazón, meditándolos, es decir, observándolos con una actitud de oración. De este modo, poco a poco nos damos cuenta de que la presencia de Dios vuelve; experimentaremos que Jesús crece en nosotros y vuelve a hacerse visible (cfr. Lc 2,51-52).
María es un testigo único de la cercanía con Dios que anhelamos, pero también lo son los santos, cada uno de manera personal y específica. «Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios», enseña Benedicto XVI en un documento en el que sugiere algunos maestros: «San Ignacio de Loyola en su búsqueda de la verdad y en el discernimiento espiritual; san Juan Bosco y su pasión por la educación de los jóvenes; san Juan María Vianney y su conciencia de la grandeza del sacerdocio como don y tarea; san Pío de Pietrelcina y su ser instrumento de la misericordia divina; san Josemaría Escrivá y su predicación sobre la llamada universal a la santidad; la beata Teresa de Calcuta, misionera de la caridad de Dios para con los últimos»[4].
Humanamente es natural tener simpatía por ciertas maneras de ser, por personas que se dedican a tareas que nos atraen más o que hablan de una manera que nos llega directamente al corazón y a la mente. El conocimiento de la vida y las experiencias de un santo, junto a la lectura de sus escritos, son momentos privilegiados para cultivar una verdadera relación de amistad con él o ella. Por eso, si se subrayan solo los ejemplos extraordinarios de la vida y de la oración de los santos, corremos el riesgo de hacer que su ejemplo sea un poco más lejano y más difícil de seguir. «¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno», escribe san Josemaría, que siempre insistió en la importancia de no idealizar a las personas, ni siquiera a los santos canonizados por la Iglesia, como si hubieran sido perfectos. «No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha»[5]. Este enfoque realista hace que el testimonio de los santos sea mucho más creíble, precisamente porque son similares a cada uno de nosotros: entre los santos, dice el Papa Francisco, «puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cfr. 2 Tm 1,5). Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor»[6].
Nuestra perspectiva sobre la oración puede ser más completa cuando la vemos encarnada en la vida de las personas. La familiaridad con los santos nos ayuda a descubrir diferentes maneras de comenzar y recomenzar a orar de nuevo. Puede ofrecernos una nueva luz, por ejemplo, saber que el salmo 91 fue un gran consuelo para santo Tomás Moro durante los largos meses que pasó en la cárcel: «Bajo sus alas encontrarás refugio... Has puesto al Altísimo como asilo... Porque se ha unido a mí, lo libraré»[7]. El salmo que consoló a un mártir en la desolación de la prisión, ante la perspectiva de la muerte violenta y del sufrimiento de sus seres queridos, también puede señalarnos un camino de oración en las pequeñas y grandes contrariedades de la vida.
La familiaridad con los santos nos puede ayudar a descubrir a Dios en las cosas de cada día como ellos mismos lo hicieron. Podemos leer con admiración lo que descubrió san Juan María Vianney, el cura de Ars, aquel día en que se acercó a uno de sus feligreses, un campesino analfabeto, que pasaba largos ratos frente al sagrario. ¿Qué hace usted?, le preguntó el cura. Y el buen hombre respondió con sencillez: Yo le miro y él me mira. No hacía falta más. Aquella respuesta quedó como una enseñanza indeleble en el corazón de su párroco. «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús»[8], enseña el Catecismo de la Iglesia citando precisamente este episodio. Yo lo miro y −mucho más importante− él me mira. Dios nos mira siempre pero lo hace de una manera particular cuando levantamos los ojos y le devolvemos su mirada de amor.
Una experiencia parecida le sucedió a san Josemaría, que quedó tan impresionado que la relató muchas veces a lo largo de su vida. Cuando era un joven sacerdote, durante sus primeras experiencias pastorales, solía permanecer todas las mañanas en el confesionario, esperando a los penitentes. En cierto momento oyó un golpear de latas que lo inquietó y, sobre todo, lo intrigó. Un día, dejándose vencer por la curiosidad, el joven don Josemaría se escondió detrás de la puerta para ver quién era aquel misterioso visitante. Lo que presenció fue a un hombre que trasportaba unos cántaros de leche y que, desde la puerta abierta de la iglesia, se dirigía al Sagrario diciendo: Señor, aquí está Juan, el lechero. Se quedó allí un momento y se marchó. Esa persona sencilla, sin saberlo, ofreció un ejemplo de oración confiada que asombró al sacerdote y le llevó a repetir, como un estribillo constante: «Señor, aquí está Josemaría, que no sabe amarte como Juan el lechero»[9].
Los testimonios de tantos santos de diferentes épocas y ambientes nos confirman que es posible sentirse mirado con afecto por Dios, allí donde estamos y tal como somos. Lo dicen de manera creíble porque ellos mismos fueron los primeros en asombrarse de este descubrimiento.
Los santos, decíamos antes, nos ayudan también cuando los vemos débiles y cansados: «Ayer no pude rezar con atención dos Avemarías seguidas», confiaba san Josemaría un día, al final de su vida. «¡Si vieras cómo sufrí!; pero, como siempre, aunque me costaba y no sabía hacerlo, seguí rezando: ¡Señor, ayúdame!, le decía, tienes que ser Tú el que saques adelante las cosas grandes que me has confiado, porque ya te das cuenta de que yo no soy capaz de realizar ni siquiera las cosas más pequeñas: me pongo como siempre en tus manos»[10].
También el joven Felipe Neri rezaba: «Señor, mantén hoy tus manos sobre Felipe, porque, si no, Felipe te traiciona»[11]; y la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri reconocía, en una carta, la falta de consuelos sensibles mientras oraba: «En el fondo está Dios; aunque, sobre todo en los ratos de oración, no le sienta casi nunca esta temporada... »[12]; por no hablar de santa Teresita de Lisieux, quien apuntaba: «Verdaderamente, estoy lejos de ser una santa, y nada lo prueba mejor que lo que acabo de decir. En vez de alegrarme de mi sequedad, debiera atribuirla a mi falta de fervor y de fidelidad. Debiera causarme desolación el hecho de dormirme (después de siete años) durante la oración y la acción de gracias. Pues bien, no siento desolación... Pienso que los niñitos agradan a sus padres lo mismo dormidos que despiertos. Pienso que, para hacer sus operaciones, los médicos duermen a sus enfermos»[13].
Por eso necesitamos el testimonio y la compañía de los santos: para convencernos cada día de que es posible y vale la pena cultivar nuestra amistad con el Señor, abandonándonos en sus manos: «Verdaderamente todos somos capaces, todos estamos llamados a abrirnos a esa amistad con Dios, a no soltarnos de sus manos, a no cansarnos de volver y retornar al Señor hablando con Él como se habla con un amigo»[14].
Carlo de Marchi
Fuente: opusdei.org.
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[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 104.
[2] Palabras del Padre en Covadonga, 13-VII-2018.
[3] Benedicto XVI, Homilía, 18-XII-2005.
[4] Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 48.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 76.
[6] Francisco, Gaudete et exsultate, n. 3.
[7] Sal 91, 4.9.14. Cfr. Tomás Moro, Diálogo de la fortaleza contra la tribulación: El tercer libro de la obra, escrito durante el encarcelamiento en la Torre de Londres, está construido como una especie de comentario a los versículos del Salmo 91 (90).
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2715.
[9] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, 1997, vol. I, Cap. VIII, p. 501.
[10] San Josemaría, 26-XI-1970, citado en J. Echevarría, Memoria del beato Josemaría, p. 25.
[11] Citado por Benedicto XVI en la audiencia del 1-VIII-2012.
[12] M. Montero, En Vanguardia: Guadalupe Ortiz de Landázuri, 1916-1975, Rialp, Madrid 2019, p. 94.
[13] Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma: manuscritos autobiográficos, Manuscrito A, folio 76, r.
[14] J. Ratzinger, “Dejar obrar a Dios”, en L’Osservatore Romano, 6-X-2002.
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