Ignacio Carbajosa decidió dar el paso y acudir a la llamada de voluntarios que pedían los hospitales
35 días que quedaron recogidos en Testigo de excepción. Diario de un cura en un hospital del COVID. Una experiencia en la que el autor reconoce que «he sufrido, sí, pero ha sido tan fecundo el diálogo que yo no lo cambiaría».
Ignacio Carbajosa (Cartagena, 1967) no es un capellán de hospital. Es un sacerdote diocesano cuya principal tarea es la de docente. Concretamente, de Antiguo Testamento en la Universidad de San Dámaso. Mientras se sucedían en España las diversas prórrogas del estado de alarma, él avanzaba en el campo de la investigación. No obstante, su vocación de servicio lo llenaba de una inquietud que quería saciar. Surgió la oportunidad de acudir a los hospitales de campaña que iniciaban su apertura. No lo dudó y decidió ofrecerse voluntario, pero el destino le guardó sitio en el banquillo de los suplentes. Sin embargo, el destino todavía le tenía guardado un lugar en el que poder cumplir su vocación de servicio: el Hospital San Francisco de Asís. Allí, sustituyendo al capellán franciscano por su avanzada edad, pudo conocer la pandemia en primera persona.
Treinta y cinco días siendo testigo de la vida y la muerte de tantas personas hicieron posible un libro surgido a través de notas escritas tras maratonianas jornadas de hospital. Un libro que ya ha sido traducido al italiano y que ya ha sido pedido por Alemania y Portugal. La historia de un ejercicio de servicio con el que conseguir que la fe, la esperanza y la caridad pudieran llegar a todos los que sufrían.
¿Qué lleva a un profesor de universidad, con cierta comodidad profesional, a ponerse en primera línea de batalla sanitaria?
Esa misma pregunta me la hago yo también. En realidad, como cuento en el prólogo del libro, mis primeros quince días de confinamiento, en cierto modo, aunque no se puede decir esto, disfruté mucho porque me puse a estudiar. Me encanta la investigación. Además de ser profesor, soy sacerdote y sobre todo soy hijo de mi tiempo y me duele mi país. Así que lo que estaba escuchando, especialmente lo que pasaba en los hospitales y en las residencias de ancianos, me dolía y, sobre todo, me preocupaba en qué sentido la fe que yo vivía, la fe de la esperanza y la caridad podía llegar a esos sitios, teniendo en cuenta que la Iglesia tenía que cerrar sus puertas. ¿Cómo seguir presente allí? Entonces, decidí hablar con el obispo y el vicario y, tiempo después, llegaron las peticiones para incorporarse a los hospitales nuevos que se abrían. En mi caso, fue una sustitución del capellán franciscano, que era muy mayor. Allí empezó mi aventura.
¿Por qué se lanzó a escribir este libro?
Lo del libro, para nada era una cosa que tenía pensada. Yo no escribo diarios y lo único que me interesaba era dar servicios como sacerdote. Además, soy uno que normalmente en los hospitales, normalmente, no está a gusto. Soy más bien miedica y, por tanto, no sabía lo que iba a suceder allí. Lo decidí a partir del cuarto día, después de varios días encadenados de hospital, por todo lo que estaba viviendo, muy especialmente porque era una situación totalmente nueva, donde estaba yo solo con los enfermos y ellos no podían estar con sus familias. Era un sufrimiento muy fuerte. Como te decía, a partir del cuarto día, sentí la necesidad de escribir mis reflexiones o, mejor dicho, mi diálogo con el misterio. Como Job, que pregunta al Señor. Eso se empezó a convertir en un hábito, hasta el punto de que, llegado cierto día, llegué a tomar notas en el hospital, cosas muy breves, que luego por la tarde rehacía y, poco a poco, me di cuenta de que estaba viviendo una situación, por lo que estaba pasando, muy excepcional. Era como un testigo, como digo en el título del libro. Me dije a mí mismo: esto merece la pena darlo a conocer.
Me ha llamado la atención el caso de Conchi, una enfermera del hospital que no creía en Dios y que, durante esta pandemia, le llegó a afirmar que empezaba a creer que había alguien más allá que sostenga la realidad que estaban viviendo… ¿La percepción de la tragedia hace que el que no crea intente buscar un significado?
Esta es una frase muy interesante y yo en el hospital me he topado con ambos casos: está Conchi, que me consta, aunque no he vuelto a verla, que ha leído el libro y estaba muy contenta por haber sido citada, y que es un caso claro de cómo, viendo todo lo que estaba sucediendo, viendo a los pacientes cómo sufrían y la humanidad que tenían, ella se preguntaba: «Tiene que haber un sentido. Esto no puede acabar en la nada». Mientras que, en otros casos, he visto gente que maldecía, incluso, y luego otros casos, entre ellos uno de los más bonitos que cuento, es gente que empezaba con una posición y, después de semanas, me ha conmovido cómo cedía a la fe o cómo se abría a ella.
¿Cómo ha sido el encontrarse con enfermos cuya única cara conocida era la suya?
En algunos casos, mayoritariamente los que más recursos tenían, podían usar el móvil, que es otra de las novedades de esta tragedia, cosa que no sucedía hace algunas décadas, pero había muchos otros casos de personas mayores que estaban ya muy mal y no tenían esa posibilidad. Para mí esa pregunta era muy grande. Los miraba a muchos de ellos, que estaban sedados, y me preguntaba: ¿quién será su marido, sus hijos...? ¿Cómo es posible que yo, un desconocido para ellos, sea el testigo de sus últimas horas, de lo que digan? Me dejaba en silencio, en cierto modo. Por otro lado, pensaba que, en realidad, tampoco soy cualquiera. Soy un sacerdote y para ellos no es la presencia de un extraño. Al igual que las enfermeras, los médicos y más personal sanitario, que les resultaban familiares por el cariño. Mi presencia era la del Dios que anhelaban, que se había hecho carne, que llegaba hasta ellos en forma de sacramento o de diálogos y consuelo.
¿Cómo puede un ser humano ver a sus familiares a través de una pantalla intuyendo que no podrá volver a verlos?
Esta es una reflexión que yo mismo me he hecho a veces, porque, cuando entraba, veía que estaban los enfermos en medio de alguna conversación con sus familiares o escuchaba también a algún familiar… Esto nos hace, sin duda, reflexionar. Todos tenemos a nuestros padres y me preguntaba cómo dar una palabra de consuelo cuando, a veces, tienes la certeza de que esto va a terminar. Por eso me he preguntado: si todas estas cosas son tan importantes, ¿por qué no se habla de esto? ¿Por qué en nuestra sociedad no se afronta el problema del significado? Creo que en muchas familias se ha podido dar este paso de empezar a mirar a los padres con un horizonte más grande, con una pregunta más aguda, que puede hacer que las relaciones en las familias sean más verdaderas.
Tras auténticas jornadas maratonianas y tras vivir en primera persona cada día de la pandemia, ¿cómo eran los regresos a casa después de días tan duros?
Recuerdo perfectamente el Domingo de Resurrección y algún otro en los que las jornadas se hacían muy largas, porque había una cantidad de enfermos que, incluso, creo que no nos dábamos ni cuenta. Eran muchas horas y no podías ir deprisa. Estás hablando de gente que se está muriendo, que está sufriendo. En mí dominaba el silencio cargado de diálogo. Un silencio que me ha herido mucho, pero que también me ha construido mucho. Volvía a casa agotado, pero pienso que escribir ha sido una especie de terapia. Las cosas que yo me preguntaba viendo a los enfermos, ponerlas por escrito.
Sus compañeros de piso eran los encargados de atenderlo a usted, ya que por su dedicación hospitalaria no podía estar en contacto con ellos. Parece que se adelantó a la frase que pronunció el papa Francisco de «Todos somos responsables de todos»
A mí me resultaba evidente, de hecho lo había vivido ya, porque llevábamos en casa cinco sacerdotes conviviendo. Yo no soy un maestro culinario y a mí me conmovía mucho el hecho de que dos de aquellos sacerdotes a los que mejor se les daba cocinar lo hacían para nosotros. Cuando me vino la posibilidad de ayudar en el hospital, me di cuenta de que yo me tenía que confinar en mi habitación y, por tanto, estar a merced de que de ellos tuvieran la caridad de servirme el desayuno, la comida, la cena. En definitiva, mi servicio fue posible porque ellos tuvieron esa caridad. Uno de mis compañeros sacerdotes, al leer el libro, él mismo se dio cuenta del valor que había tenido esa ayuda.
Un «hasta mañana» en las circunstancias que estaban los enfermos, ¿qué podría significar?
Esta reflexión nació con uno de los enfermos que más he estimado. En pleno Domingo de Resurrección, me saludó con su máscara. Poco a poco, he visto cómo ha ido decayendo un hombre que no tenía fe y que, como no podía hablar por la máscara, me hizo la señal de la cruz e interpreté que quería rezar, y rezó. Es un mero de ejemplo de personas a las que he tenido mucho afecto y que he visto cómo su estado de salud decaía. En las últimas veces que nos vimos, tanto esta persona como yo éramos conscientes de que iba a ser la última vez que nos viéramos. ¿Cómo te despides de una persona así? No eres ni su padre, ni su hijo, ni ningún familiar… Lo haces con la fe de decir nada se pierde.
¿Cómo ha sido el tener que despedir a tanta gente conocida y a la que usted ya estaba unido?
El hecho de haber vivido ciertos diálogos con esas personas, haber entrado en sus vidas y haber hecho con ellos el camino de la fe ha hecho más sencillo el último momento. No era un diálogo de dos, era un diálogo de dos delante del Misterio que nos salva de la muerte.
Habla usted en el libro de su padre, que tiene 98 años, ¿lo ha tenido más presente si cabe durante esta experiencia en la que se ha ido, por desgracia, tanta gente mayor?
En el caso de mi padre, con 98 años, tanto yo como toda la familia tenemos presente su muerte desde hace muchos años, aunque pueda sonar muy fuerte dicho así. En las cinco semanas que pasé en el hospital he aprendido a morir. He tenido continuamente la reflexión de la muerte, la muerte de los seres queridos y la propia muerte de uno mismo.
¿Cómo fue el reencuentro con aquellos a los que dio la unción y luego los recibió en planta?
Esto me pasó con tres personas relativamente jóvenes. Digo lo de jóvenes porque todos sabíamos, por qué negarlo, que quienes entraban en la UCI eran personas relativamente jóvenes. Para mí fue una alegría ver personas a las que en la UCI les di la unción y verlos tiempo después en planta. En algunos casos era yo mismo el que les decía que les había dado la unción. Ver cómo se recuperaban y el camino pedagógico que experimentaban. Algo tan sencillo como rascarse, en la UCI no puedes hacerlo. Después de un mes intubado, no puedes ni moverte.
¿Cómo se vivían los aplausos de cada atardecer dentro del hospital?
Estos aplausos han sido, en general, para enfermeros, médicos, auxiliares, etc. y han permitido que el personal sanitario sintiera que estaban trabajando muchísimo más que antes y que la sociedad lo estaba reconociendo. Se sentían protagonistas de una película que estaba viendo toda la sociedad y ellos estaban en primera línea. Se ha visto un espíritu de colaboración, de solidaridad maravilloso. Comento en el libro que es diferente el aplauso a decir sois héroes, porque cuando tú le dices a una persona que es un héroe, por ejemplo, Superman, la dejas casi en la soledad, en lugar de decir te quiero, te apoyo, puedes llorar en mi hombro, no, le dices «eres un superhéroe», y la gente de los hospitales necesitaba un hombro en el que llorar y no tanto sentirse como héroes.
¿Cómo se alivia la muerte de un ser querido sin haber podido acompañarlo, dándole la dignidad y altura que merece?
Es un misterio. En lo poco que se ha podido acompañar, hablando por teléfono o por las redes sociales, pienso que hace mucho el tipo de relación que se haya tenido previamente. Si el afecto estaba ya preñado de sentido y significado, además de fe, es mucho más fácil. Una de las viudas con las que hablé me dijo: «Padre, hace tres semanas se llevaron a mi marido y ayer me llamaron para decirme que no estaba y no puedo llorar porque no tengo su cuerpo». Son situaciones para quedarse en silencio y ver este Misterio que es lo que ha hecho tan único este tiempo.
Hablamos de la gente mayor, aquella que se nos ha ido y la que más ha luchado por todo aquello que hoy gozamos. Sin embargo, en vez de despedirlos con honores y cuidarlos, se está tramitando una ley que pretende acabar con su vida, como es la ley de eutanasia.
Me sorprende que, después de todo lo que ha sucedido, con miles de fallecidos, en su inmensa mayoría ancianos, se siga tramitando esa ley y no se pare uno a pensar qué hemos aprendido en todo este tiempo y en la necesidad de invertir más en cuidados paliativos y cuidar más ese último momento. Me preocupa nuestra sociedad y este punto de odio y falta de amor que existe para no mirarnos a la cara y dialogar. Yo creo que un enfermo que dice «yo no quiero seguir viviendo», sobre todo lo que está diciendo es «yo quiero que me quieran». Nadie pide la muerte por un bien.
Acaba el libro con una frase, tras confirmarle el doble negativo de su test, que dice: «¿Qué quiere el Señor de mí ahora con este negativo, qué etapa nueva se abre en las próximas semanas?». ¿Qué etapa se le abrió?
Tendría que decir algo que no digo en el libro y que te puedo contar en primicia, y es que de esas pocas veces que yo escribo algunas reflexiones, curiosamente, había escrito media página donde estaba en un momento de la vida en el que miraba hacia atrás y veía toda una historia a la espalda con muchas etapas pasadas y momentos donde he asumido varias responsabilidades, pero, por primera vez en mi vida, miraba hacia delante y me faltaba horizonte. Así cerré el mes de febrero. Qué sorpresa volver a caer en esto, después del horizonte que se me abrió y ahora eso ha desaparecido. La pandemia es como la irrupción del Imponderable en la historia. Han sido meses de seguir su iniciativa. Somos protagonistas de un momento histórico del que siempre y que no me gustaría vivir simplemente a mejores tiempos.
¿Cómo ha afrontado esta segunda ola de la pandemia?
He dejado muchas amistades en el hospital. No es un horizonte que, de nuevo, me haya planteado o me hayan planteado. Además, a Dios gracias, los hospitales ahora no están en la situación que estuvieron en su día. No me planteo nada. Estoy viviendo, fruto de lo que he visto durante la primera oleada, que el misterio de Dios ha tomado la iniciativa rompiendo muchas inercias, como ha pasado siempre en los periodos de la historia.
¿Volvería a mirar a la cara de tú a tú a la pandemia regresando al hospital?
Absolutamente. Son de esas cosas en las que has sufrido, sí, pero ha sido tan fecundo el diálogo, el conocer mejor a Cristo doliente, sufriente y resucitado que no lo cambiaría.
Entrevista de David Vicente Casado
Fuente: eldebatedehoy.es.
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