Ahora se habla mucho de resiliencia, capacidad de adaptación y de superación de la dificultad, que no deja de ser una modalidad de la fortaleza clásica
Hablar de fortaleza es hablar de libertad, de libertad para amar, para hacer el bien. El bien es muchas veces arduo y difícil, y la tendencia a huir de lo doloroso es una dificultad para el uso de la libertad que libremente debo vencer, explica Carlos Cardona en Ética del quehacer educativo.
Este es el marco adecuado de la fortaleza: la tendencia al bien, al mayor bien posible. También para hacer el mal con eficacia es necesaria la fortaleza, aunque en este caso, al no estar informada por el amor, deja de ser virtud.
Normalmente, en el terreno de las virtudes se identifica la fortaleza con la capacidad de resistir. Ante una situación difícil, invocamos enseguida esta virtud. Sé fuerte, resiste. Ahora se habla mucho de resiliencia, capacidad de adaptación y de superación de la dificultad, que no deja de ser una modalidad de la fortaleza clásica. Y es cierto que el despliegue más característico de esta virtud es la resistencia. Pero, en este post quiero fijarme en otro aspecto de la fortaleza que hoy no tiene muy buena prensa: el ataque, la acometida.
Josef Pieper explica que esta faceta de la virtud de la fortaleza, que guarda una relación directa con la ira como pasión orientada al bien, se ha hecho casi incomprensible para la sociedad actual. Y, sin embargo, sin ella no se pueden alcanzar los grandes ideales ni corregir las grandes injusticias. Ninguna de las grandes gestas de la humanidad hubiera podido tener lugar sin ella. Tomás de Aquino lo expresaba sin ambages: “el abalanzarse contra el mal es propio de la ira, y de ahí que pueda esta entrar en inmediata cooperación con la fortaleza”.
¿Alguien se imagina a un padre que observara a un maltratador apaleando a su hija pedirle por favor que deje de golpearla? ¿No se espera más bien que se abalance sobre él, aun a costa de su propia vida, para liberarla?
Salir en defensa de un amigo ante los desprecios del grupo de matones del colegio, apartar a un compañero del mal inminente de consumir droga, poner de manifiesto una injusticia ante toda la clase aun a riesgo del castigo del profesor, levantarse y abandonar el grupo de amigos en protesta por una murmuración… son actos que requieren del concurso de la virtud de la fortaleza en su versión de ataque.
Se trata, en primer lugar, de despertar en nuestros hijos la pasión por los grandes ideales, la justicia, la igualdad, la libertad, el amor…, y ayudarles a comprometerse con ellos. Formarles para que sean capaces de querer cambiar el mundo y se entreguen a ello con todas sus fuerzas y sin miedo al fracaso ni al cansancio.
Aquí, nuestro ejemplo se torna imprescindible. Ver a sus padres dedicarse a los demás, a un voluntariado que les abra nuevos horizontes y les coloque más allá de la mediocridad de una vida aburguesada es el mejor modo de afianzar este aspecto de la virtud. Sacrificar comodidades, regalar tiempo, olvidarse de uno mismo. O escucharnos defender nuestras convicciones sin miedo a ir contracorriente y sin temor al qué dirán.
La fortaleza requiere iniciativa y perseverancia. La primera se puede facilitar ofreciendo a nuestros hijos ámbitos de autonomía y decisión desde muy pequeños, dejando un margen a su iniciativa personal antes de resolverles los problemas, no dándoles órdenes cerradas sino pidiéndoles compromiso y cuentas de lo que ellos mismos han decidido, ya sea la hora de levantarse o el deporte a practicar.
Precisamente, el deporte o las actividades que exigen superación personal y constancia en su práctica constituyen el mejor terreno para el desarrollo de la perseverancia y la pasión que requiere esta faceta de la fortaleza; pasión que no es violencia ni bramido, sino empuje y compromiso, entrega hasta el final.
Sin esta virtud, por ejemplo, la batalla de la dependencia y adicción tecnológica está perdida. Como sabemos bien los padres, no basta la resistencia para no caer en la tentación de sumergirse en los juegos de las múltiples pantallas que rodean a nuestros hijos, sino que es muy necesaria la autonomía e iniciativa para dejarlas cuando corresponde. Aunque en este ámbito no podemos ser ingenuos. Hemos de ser consciente de que esta es una batalla desigual en la que nuestros hijos están en franca desventaja y casi inermes frente a la poderosa industria del ocio tecnológico, y nosotros estamos para salir en su ayuda, que a veces consistirá, simplemente, en retirarle la pantalla si observamos que él no es capaz de dominarla y abandonarla cuando corresponde. “Hijo, esto es una batalla; si vemos que vas perdiendo, acudiremos en tu ayuda… retirándote el móvil”.