A lo largo de nuestra vida de oración también aparecerán dificultades o dudas. Hay muchas razones para pensar que en esos momentos Dios está especialmente cerca
Aproximadamente seis siglos antes del nacimiento de Jesús, el pueblo judío se encontraba dominado por Babilonia. Muchos habían sido llevados prisioneros a tierra extranjera. Las promesas antiguas parecían desvanecerse. La tentación de pensar que todo había sido un engaño era muy próxima. En este contexto, surgen textos proféticos sobre la liberación del pueblo y, especialmente, oráculos de mucha hondura espiritual en los que Dios nos manifiesta su cercanía en todo momento. «No temas», repite una y otra vez: «Si atravesaras por aguas, estaría contigo; si por ríos, no te anegarían. Si caminaras por el fuego, no te quemaría, ni te abrasarían las llamas» (Is 43,1-2). Y continúa más adelante: «No temas, que yo estoy contigo (…). Traedme a mis hijos desde lejos y a mis hijas desde los confines de la tierra» (Is 43,5-6).
En el Nuevo Testamento, como es lógico, no desaparece esa llamada a confiar en Dios, no cesa ese consuelo en medio de las inquietudes de la vida. Algunas veces el Señor se sirve de sus ángeles, como cuando se dirige a Zacarías, esposo de santa Isabel, el día en que entró a ofrecer incienso al santuario; eran ya un matrimonio anciano y no habían podido tener hijos hasta ese momento. «No temas, porque tu oración ha sido oída» (Lc 1,13), le dice el ángel. Los mensajeros de Dios habían llevado un anuncio similar tanto a san José cuando no sabía si recibir o no a María en su casa (cfr. Mt 1,20), como a los pastores cuando se atemorizaron al saber que Dios quería que fueran los primeros en adorar al niño Jesús recién nacido (cfr. Lc 2,10). Esta y otras muchas ocasiones son una muestra de que el Señor siempre quiere acompañarnos en las decisiones importantes de nuestra existencia.
Pero no solo los profetas y los ángeles son portadores de ese «no temas». Cuando el mismo Dios se hizo hombre, fue él quien personalmente continuó con ese estribillo en medio de los caminos de la vida de quienes le rodeaban. Con aquellas mismas palabras, por ejemplo, Jesús anima a sus oyentes a no dejarse invadir por la incertidumbre del alimento o del vestido, sino a preocuparse sobre todo por su alma (cfr. Mt 10,31); también Cristo quiere llevar paz al jefe de la sinagoga que había perdido a su hija pero no había perdido su fe (cfr. Mt 5,36), dar sosiego a sus apóstoles cuando, después de una noche de tormenta, lo ven acercarse caminando sobre las aguas (cfr. Jn 6,19), o tranquilizar a los tres −Pedro, Juan y Santiago− que vieron su gloria en el Tabor (cfr. Mt 17,7). Dios busca siempre salir al paso de ese temor, natural ante las manifestaciones ordinarias o extraordinarias de sus acciones.
También san Josemaría notaba esa reacción divina al recordar un acontecimiento especial en su vida interior. Concretamente cuando un día de verano del año 1931, mientras celebraba la santa Misa, comprendió de un modo especialmente claro que son los hombres y mujeres corrientes quienes levantarían la cruz de Cristo en todas las actividades humanas. «Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después, viene el ne timeas!, soy Yo»[1]. Ese temor no se da solamente ante esas acciones singulares de la gracia. Se presenta también, de diversas maneras, en la vida cristiana ordinaria; por ejemplo, cuando Dios nos hace vislumbrar la grandeza de su amor y de su misericordia, cuando comprendemos un poco mejor la profundidad de su entrega en la cruz y en la Eucaristía, o cuando experimentamos la invitación a seguirle más de cerca... y nos inquieta qué consecuencias pueden tener esas gracias en nuestra vida.
La oración, mientras estemos en la tierra, es un combate[2]. Resulta dramático que los deseos más nobles del corazón humano −como puede ser vivir en comunicación con nuestro propio creador− hayan sido parcialmente desfigurados y desviados por el pecado. Nuestros anhelos de amistad, amor, belleza, verdad, felicidad o paz están unidos, en nuestra situación actual, al esfuerzo por superar errores, a la dificultad para vencer algunas resistencias. Y esa condición general de la vida humana se da también en la relación con el Señor.
En los inicios de la vida de piedad, muchos se asustan al pensar que no saben hacer oración, o se confunden ante los fracasos, las inconstancias y el desorden que pueden acompañar el inicio de cualquier tarea. Se intuye, entonces, que acercarse al Señor significa toparse con la Cruz; no debe sorprender que aparezcan el dolor, la soledad, las contradicciones[3]. Se teme también, con el pasar de los años, que el Señor permita pruebas y oscuridades que exijan más de lo que podemos ofrecer. O se mira con nerviosismo la posibilidad de que nos invada la rutina y, al final, tengamos que conformarnos con una mediocre relación con Dios.
Esas palabras −«no temas»− que escucharon Zacarías, José, los pastores, Pedro, Juan, Santiago y tantos otros también se dirigen a cada uno de nosotros a lo largo de toda nuestra vida. Nos recuerdan que, en la vida de la gracia, lo decisivo no es lo que hacemos sino lo que obra el Señor. «La oración es una tarea conjunta de Jesucristo y de cada uno de nosotros»[4] en la que el protagonista principal no es la criatura, que procura estar atenta a la acción de Dios, sino el Señor y su acción en el alma. Esto lo entendemos con facilidad cuando Dios nos abre nuevos horizontes, cuando despierta sentimientos de agradecimiento o nos invita a emprender senderos de santidad… Pero esa misma confianza debería continuar presente cuando aparecen las dificultades, cuando sentimos nuestra pequeñez y parece que se cierra la oscuridad a nuestro alrededor.
«Soy yo, no temáis». Jesús, así como entendía las dificultades, confusiones, miedos y dudas de aquellos que querían seguirle, lo sigue haciendo con cada uno de nosotros. Nuestro empeño por vivir a su lado es siempre menor que el suyo por tenernos cerca. Es él quien está empeñado en que seamos felices y es lo suficientemente fuerte para lograr ese designio suyo, contando incluso con nuestras fragilidades.
Por nuestra parte, tenemos que hacer lo posible por entrar en auténticos caminos de oración. Aunque la conversación con los demás parezca espontánea o natural, en realidad aprendimos a hablar −y descubrimos las actitudes elementales del diálogo− con ayuda de otros, muy lentamente. Lo mismo ocurre en el trato con Dios, porque «la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso»[5]. Y por eso es comprensible que los discípulos hayan pedido a Jesús que les enseñase a orar (Cfr. Lc 12,1).
Entre esas actitudes fundamentales para entrar en una vida de oración están la fe y la confianza, la humildad y la sinceridad. Cuando oramos con una equivocada disposición −por ejemplo, cuando no queremos revisar lo que nos aleja de Dios o cuando no estamos dispuestos a renunciar a nuestra autosuficiencia− corremos el riesgo de hacer estéril la oración. Es verdad que con frecuencia esas actitudes erróneas son inconscientes. También, si perseguimos un modelo erróneo de eficacia para nuestra oración, tan frecuente en nuestra cultura, es fácil que caigamos en la trampa de medir nuestra relación con el Señor solamente por los resultados que se perciben y que, a la larga, nos cueste encontrar tiempo para rezar.
De entre esas disposiciones íntimas para orar, son singularmente esenciales las que se refieren a la confianza en el Señor. A pesar de tener buena voluntad, ciertas lagunas en la formación llevan a no pocas personas a vivir con una noción equivocada de Dios y de sí mismas. Unas veces pueden imaginar que Dios es un juez rígido, que exige una conducta perfecta; otras veces pueden pensar que hemos de recibir lo que pedimos tal y como lo queremos nosotros; o que los pecados son una barrera insalvable para alcanzar un trato sincero con el Señor. Aunque pueda parecer obvio, necesitamos construir nuestra vida de oración sobre el cimiento seguro de algunas verdades nucleares de la fe. Por ejemplo, que Dios es un Padre amoroso que se goza en nuestro trato; que la oración es siempre eficaz porque él atiende nuestras súplicas aunque sus caminos no sean los nuestros; o que nuestras ofensas son precisamente ocasión para acercarnos de nuevo a nuestro salvador.
«¿Que no sabes orar? −Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: “Señor, ¡que no sé hacer oración!...”, está seguro de que has empezado a hacerla»[6]. Como hizo con los apóstoles, el Señor nos va enseñando poco a poco a crecer en esas actitudes íntimas, si no nos escondemos en el monólogo interior ni en una oración anónima, ajena a nuestros deseos y preocupaciones reales[7].
Como les ocurría a ellos, nuestra relación con el Señor avanza en medio de las propias debilidades. La falta de tiempo, las distracciones, el cansancio o la rutina son habituales en la oración, de modo similar a como se dan también en las relaciones humanas. A veces esto exige cuidar el orden, vencer la pereza, situar lo importante por encima de lo urgente. Otras veces requiere realismo para ajustar con finura los momentos dedicados al Señor, como tiene que hacer una madre de familia que no puede desentenderse de sus hijos pequeños en ningún momento. Sabemos que, en ocasiones, «en la oración hace falta una atención difícil de encauzar»[8]. Nos dispersan las preocupaciones, las tareas pendientes, los estímulos de las pantallas. Y lo malo de todo esto es que puede confundir nuestro propio mundo interior: surgen las heridas del amor propio, las comparaciones, los sueños y fantasías, los resentimientos o los recuerdos de cualquier clase. Podemos experimentar que, a pesar de sabernos en la presencia de Dios, «bullen en la cabeza los asuntos en los momentos más inoportunos»[9].
Nos afecta también, como es lógico, el cansancio físico: «El trabajo rinde tu cuerpo y no puedes hacer oración»[10]. Nos puede servir de consuelo recordar que la fatiga también adormece a los apóstoles en la gloria del Tabor (Lc 9,32) o en la angustia de Getsemaní (Lc 22,45). Y, además del cansancio físico, en nuestra cultura es frecuente una clase de cansancio interior que nace de la ansiedad en las tareas, de la presión en la profesión y en las relaciones sociales, o de la incertidumbre ante el futuro… y que este estado interior puede aumentar la dificultad para meditar con serenidad.
El Señor entiende bien −de hecho, mucho mejor que nosotros− esas dificultades. Por eso, aunque nos hagan sufrir porque desearíamos un trato más delicado con él, muchas veces «no importa... si no consigues concentrarte y recogerte»[11]. Podemos intentar hablar con Jesús precisamente de esos asuntos, noticias, personas o recuerdos que ocupan nuestra imaginación. A Dios le interesa todo lo nuestro, por trivial o insignificante que parezca. Y, con frecuencia, nos ayudará a valorar esos asuntos, personas o reacciones de otro modo, con sentido sobrenatural, desde la caridad. Así como hacen los niños en brazos de su madre, podemos descansar en él, entregarle nuestro aturdimiento, refugiarnos en su corazón para alcanzar la paz.
Probablemente, las dificultades más graves «son las astucias del Tentador, que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios»[12]. Nuestro Señor fue tentado por el demonio al final de aquellos cuarenta días de retiro en el desierto, cuando sentía el hambre y la debilidad (Mt 4,3). Ordinariamente, el maligno aprovecha nuestras distracciones y pecados para introducir en el alma la desconfianza, la desesperanza y la renuncia al amor. Por el contrario, como aparece constantemente en el Evangelio, nuestra debilidad es en realidad un motivo para acercarnos aún más al Señor. Y, «a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales»[13].
Con apariencia de humildad, el demonio puede hacernos creer que somos indignos de tratar a Dios, que nuestros deseos de entrega son aparentes y que pueden esconder cierta dosis de hipocresía y de falta de determinación. «¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá oírte?»[14]. La conciencia de nuestra indignidad −tan valiosa en sí misma− puede provocar entonces un sufrimiento real, pero equivocado, que poco tiene que ver con el dolor verdadero, y que puede encerrarnos en una actitud quejumbrosa, que incluso llega a imposibilitar la oración. Por supuesto que la tibieza y los pecados pueden ser un obstáculo para la oración, pero no en ese sentido. El Señor no deja de amarnos por grandes que sean nuestras flaquezas. No le asustan, ni le sorprenden, y no renuncia a su deseo de que alcancemos la santidad. Aunque llegásemos deliberadamente a pactar con la rutina, con el conformismo o con la tibieza, Dios no dejaría de esperar nuestro retorno.
Pero el enemigo también puede tentar «incluso cuando el alma arde encendida en el amor de Dios. Sabe que entonces la caída es más difícil, pero que −si consigue que la criatura ofenda a su Señor, aunque sea en poco− podrá lanzar sobre aquella conciencia la grave tentación de la desesperanza»[15]. Entonces pueden aparecer la amargura y el desencanto. Para mantener viva la esperanza en todo momento, es necesario ser realistas, admitir nuestra poquedad, caer en la cuenta de que ese supuesto ideal de santidad que teníamos en mente −una plenitud inalcanzable− es equivocado. Necesitamos advertir que solo importa agradar a Dios, y, sobre todo, que lo realmente decisivo es lo que obra el Señor con su amor poderoso contando con nuestra lucha y con nuestra flaqueza.
La esperanza cristiana no es una esperanza simplemente humana, basada en nuestras fuerzas, o en la intuición natural sobre la bondad del creador. La esperanza es un don que nos excede, que el Espíritu Santo infunde y renueva constantemente en nosotros. En esos momentos de desaliento, «es la hora de clamar: acuérdate de las promesas que me has hecho, para llenarme de esperanza: esto me consuela en mi nada, y llena mi vivir de fortaleza (Sal 118, 49-50)»[16]. Es Dios quien nos ha llamado. Es Dios quien está empeñado, más que nosotros, en llevarnos a la unión con él y quien tiene el poder para conseguirlo.
A lo largo de la vida, como en todas las relaciones duraderas, el Señor nos va enseñando a entenderle cada vez mejor y a entendernos a nosotros mismos de manera distinta. Es diferente el trato de Pedro con Jesús al principio, en su primer encuentro en las cercanías del Jordán, que después de su muerte y resurrección, en la orilla del lago de Genesaret. También ocurre así con nosotros. No debería extrañarnos que el Señor nos lleve por caminos divinos que no son los que teníamos pensados. A veces se esconde, aunque vayamos a buscarle con sincera piedad, como cuando no le encontraron las mujeres que fueron al sepulcro (Lc 24,3). Otras veces, en cambio, se hace presente cuando estamos encerrados en nosotros mismos, como cuando se presentó a los apóstoles en el cenáculo (Lc 24,36). Si mantenemos la confianza, cuando pase el tiempo, descubriremos que aquella oscuridad era luminosa, que Cristo mismo nos abrazaba solícitamente −«no temas», nos repetía− en aquellos momentos en los que estábamos forjando nuestro corazón a su medida.
Jon Borobia
Fuente: opusdei.org.
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[1] Beato Álvaro del Portillo, Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 1992, pp. 163-164.
[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2573.
[3] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 301.
[4] Eugene Boylan, Dificultades en la oración mental, Rialp, Madrid, 1974, p. 147.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 295.
[6] San Josemaría, Camino, n. 90.
[7] Cfr. San Josemaría, Surco, n. 65.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2705.
[9] San Josemaría, Surco, n. 670.
[10] San Josemaría, Camino, n. 895.
[11] San Josemaría, Surco, n. 449.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2725.
[13] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 20.
[14] Ibíd., n. 253.
[15] Ibíd., n. 303.
[16] Ibíd., n. 305.
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