La vida de Moisés nos enseña que, para cumplir la misión a la que estamos llamados, necesitamos ser transformados por el Espíritu Santo a través de la escucha de Dios en el diálogo filial con Él
El Señor pensó en Moisés para una misión crucial: guiar a su pueblo en una nueva etapa de la historia de la salvación. Con su cooperación, Israel fue liberado de la esclavitud en Egipto y conducido hasta la tierra prometida. Por su mediación, el pueblo judío recibió las tablas de la Ley y las bases del culto a Dios. ¿Cómo llegó Moisés a ser lo que fue? ¿Cómo alcanzó esa sintonía con Dios que, con el tiempo, lo llevó a ser un gran bien para tantas personas, nada menos que a todo su pueblo y a todos los que vendríamos después?
Aunque Moisés había sido escogido por Dios desde su nacimiento −basta considerar su milagrosa supervivencia de la persecución del Faraón−, es curioso que no haya encontrado al Señor hasta pasados muchos años. En su juventud no parecía más que un hombre común, ciertamente preocupado por los de su raza (cfr. Ex 2,15). Tal vez lo que mejor explica esa transformación fue su capacidad de escuchar al Señor[1]. De modo semejante, para llegar a ser lo que estamos llamados a ser, también nosotros necesitamos transformarnos a través de la escucha. Es verdad que no es fácil llegar a experimentar lo que nos cuenta el libro del Éxodo, que «el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo» (Ex 33,11). Es un proceso que suele llevar años −la vida entera− y muchas veces es preciso recomenzar a aprender a hacer oración, como si estuviéramos en los inicios de nuestro diálogo con el Señor.
Descubrir la necesidad de la oración es saber que «él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que, siguiendo esa lógica, también él nos habló primero: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo...» (Gn 1,27-28)[2]. Dios, que tomó la iniciativa para crearnos por amor y para elegirnos a una misión determinada, también se nos adelanta en la vida de oración. En nuestro diálogo con el Señor es él quien pronuncia la primera palabra.
Esta palabra inicial puede reconocerse ya en el deseo de Dios, que él mismo ha sembrado en nuestro corazón y que se despierta por mil experiencias distintas. La primera aparición a Moisés tuvo lugar en el Horeb, también llamado «el monte de Dios». Allí, «el ángel del Señor se le manifestó en forma de llama de fuego en medio de una zarza. Moisés miró: la zarza ardía pero no se consumía. Y se dijo Moisés: “Voy a acercarme y comprobar esta visión prodigiosa: por qué no se consume la zarza”» (Ex 3,2-3). No es mera curiosidad ante un evento extraordinario, sino la clara percepción de que algo trascendente, superior a él mismo, está sucediendo. En nuestra vida, también nosotros podemos sorprendernos ante hechos que nos abren una dimensión más honda de la realidad. Puede ser un descubrimiento íntimo, de algo que tal vez antes nos había pasado inadvertido: intuimos la presencia de Dios al reconocer alguno de sus dones, o al ver cómo las contradicciones nos han hecho madurar y nos han preparado para afrontar distintas circunstancias o tareas. Puede ser también un descubrimiento en la realidad que nos rodea: la familia, los amigos, la naturaleza… De un modo u otro, experimentamos la necesidad de orar, de agradecer, de pedir… y nos dirigimos a Dios. Ese es el primer paso.
«Vio el Señor que Moisés se acercaba a mirar y lo llamó de entre la zarza: −¡Moisés, Moisés! Y respondió él: −Heme aquí» (Ex 3,4). El diálogo se establece cuando nuestra mirada se encuentra con la de Dios, que ya nos estaba mirando. Y las palabras −si es que son necesarias− fluyen cuando dejamos que vengan primero las suyas. Si lo intentamos solos, no podremos orar. Más bien, conviene poner los ojos en el Señor y recordar su promesa consoladora: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
Así pues, una fe confiada en Dios es ingrediente básico de cualquier oración sincera. A menudo, el mejor modo de comenzar a orar es pedir al Señor que él nos enseñe. Es lo que hicieron los apóstoles y es el camino que san Josemaría nos animó a recorrer: «Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración! Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables, que no pueden contarse, porque no existen modos apropiados para describir su hondura»[3].
Al finalizar unos días de retiro espiritual, la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri escribía a san Josemaría: «De mi trato íntimo con Dios, de mi oración, etc., ya le he hablado otras veces: cuando pongo un poco de mi parte el Señor me lo hace fácil y me rindo del todo»[4]. La iniciativa de la oración −y la oración misma− son un don de Dios. Al mismo tiempo, conviene también preguntarse qué papel nos corresponde a nosotros. El diálogo con el Señor es una gracia y, por lo mismo, no es algo meramente pasivo, pues para recibir se necesita, de alguna manera, querer recibirla.
Aparte de disponerse en modo receptivo, ¿qué más se puede hacer para tener una vida de oración intensa? Un buen comienzo puede ser darnos cuenta de ante quién estamos, respondiendo con una actitud de reverencia y de adoración. En el diálogo del monte Horeb, «dijo Dios: −No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es tierra sagrada. Y añadió: −Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Moisés se cubrió el rostro por temor a contemplar a Dios» (Ex 3,5-6).
Quitarse las sandalias y cubrirse el rostro fue la respuesta del más grande profeta del pueblo de Israel en su primer encuentro con Dios. Con esos gestos expresaba su conciencia de estar delante del Dios trascendente. Algo parecido podemos hacer nosotros cuando nos acercamos a Jesús en el sagrario en una actitud de adoración. Durante una vigilia de oración, ante Jesús sacramentado, Benedicto XVI se expresaba con palabras que nos hablan de cómo adorar al Señor: «Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cfr. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe»[5].
La actitud de adoración puede manifestarse en nuestra oración de distintos modos. Ante el Santísimo, por ejemplo, nos arrodillamos, como un signo de nuestra pequeñez ante Dios. Y cuando, por diversas circunstancias, no sea posible rezar ante el Santísimo, podemos realizar actos equivalentes como mirar al interior de nuestra alma para descubrir allí al Señor, y poner el alma de rodillas, recitando con calma cada palabra de la oración inicial o de otra oración que nos recuerde que estamos en su presencia.
En un segundo momento de su diálogo con Dios, Moisés recibió las tablas de la Ley. La escena es tremenda y, a la vez, de gran intimidad: «La gloria del Señor se posó sobre el monte Sinaí. La nube lo cubrió durante seis días; al séptimo el Señor llamó a Moisés de en medio de la nube. La gloria del Señor se manifestaba a los ojos de los hijos de Israel como un fuego devorador sobre la cima del monte. Moisés penetró dentro de la nube y subió a la montaña, y permaneció en la montaña cuarenta días y cuarenta noches» (Ex 24,16-18).
Esa nube, aparte de manifestar la gloria de Dios y ser figura anticipada de la presencia del Espíritu Santo, permitía un ambiente de intimidad en el diálogo entre el profeta y su creador. Esto nos muestra que para orar es necesario ejercitarse en algunas destrezas que faciliten la intimidad con Dios: amor al silencio, exterior e interior; constancia; y una disciplina de la escucha que permita percibir su voz.
A veces nos cuesta valorar el silencio y, si en la oración no oímos nada, tendemos a llenar el tiempo de palabras, lecturas, o incluso imágenes y sonidos. Pero es posible que, aunque lo hagamos con buena intención, de esa manera no logremos escuchar al Señor. Tal vez necesitamos una conversión al silencio, que es más que un mero callar. San Josemaría recogió un apunte durante el verano de 1932 −posteriormente recogido en Camino− que muestra de modo gráfico cómo el diálogo con Dios siempre tendrá que pasar por esta ruta: «El silencio es como el portero de la vida interior»[6].
Mientras los sonidos externos y las pasiones internas nos apartan de nosotros mismos, el silencio nos recoge y nos lleva a interrogarnos sobre nuestra propia vida. El activismo o la locuacidad en la oración no nos acercan a Dios, ni nos permiten tampoco una actividad profunda. Con la agitación no queda tiempo para recogerse, para pensar, para vivir en profundidad, mientras que el silencio −interior y exterior− nos conduce al encuentro con el Señor, a maravillarnos ante él. En efecto, la oración necesita un silencio que no sea meramente negativo, vacío, sino que esté lleno de Dios, que nos lleve a descubrir su presencia. Como apuntaba la beata Guadalupe: «Profundizar en ese silencio hasta llegar a donde solo está Dios; donde ni los ángeles, sin permiso nuestro, pueden entrar». Y allí, «adorar a Dios, alabarle y decirle cosas tiernas»[7]. Ese es el silencio que permite escuchar a Dios.
Se trata, en definitiva, de centrar nuestra atención −inteligencia, voluntad, afectos− en Dios, para dejarnos interpelar por él. Por eso, podemos hacernos las preguntas que sugería el papa Francisco: «¿Hay momentos en los que te pones en su presencia en silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor y de su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y tus palabras?»[8].
Junto al silencio, es igualmente necesaria la constancia, porque orar es costoso. Supone tiempo y esfuerzo, como sucedió a Moisés, que estuvo seis días cubierto por la nube, y solo al séptimo recibió la palabra del Señor. Se requiere, en primer lugar, una constancia exterior para mantener un horario más o menos fijo de oración y una duración concreta. Esta fue una recomendación constante en la vida de san Josemaría: «Meditación. −Tiempo fijo y a hora fija. −Si no, se adaptará a la comodidad nuestra: esto es falta de mortificación. Y la oración sin mortificación es poco eficaz»[9]. Esa constancia, si está movida por el amor, será la puerta de entrada para un trato de amistad con Dios que estará cuajado de conversación, ya que él no se impone: solo nos habla si nosotros lo deseamos. La constancia, por nuestra parte, es una forma de manifestar y cultivar un deseo ardiente de recibir sus palabras de cariño.
Además de la constancia exterior, se requiere una constancia interior, como parte de la disciplina de la escucha: necesitamos centrar la inteligencia que se dispersa, mover la voluntad que no termina de querer y alimentar los afectos que algunas veces no acompañan. Esto puede cansar, sobre todo si hay que hacerlo frecuentemente porque los estímulos que nos distraen son muchos. Al mismo tiempo, la escucha disciplinada no se puede confundir con un excesivo rigorismo o con unos ejercicios de concentración demasiado metódicos, porque la oración fluye de acuerdo con muchas circunstancias. Fundamentalmente fluye por donde Dios permite −«el viento sopla donde quiere» (Jn 3,8)−, pero también corre de acuerdo con nuestra situación particular. A veces pasamos largos ratos pensando en las personas a quienes amamos, pidiendo al Señor por ellas, y eso puede ser ya un diálogo de amor.
Algunos consejos concretos que facilitan una escucha disciplinada pueden ser: huir de la actitud multitarea para poder enfocarse y estar presente durante el diálogo, sin estar pensando en otras cosas; fomentar la disposición de quien va a aprender, reconociendo humildemente nuestra nada y su todo, tal vez sirviéndonos de jaculatorias o breves oraciones; formular al Señor preguntas abiertas, dejándole espacio para que nos responda cuando quiera, o simplemente diciéndole que estamos dispuestos a hacer lo que nos indique; seguir el ritmo y el rumbo por donde nos lleven las consideraciones de su amor, evitando las distracciones con otros pensamientos colaterales; aprender a tener la mente abierta para dejarnos sorprender por él y para soñar con los sueños de Dios, sin pretender controlar demasiado la oración. De este modo, nos vamos abriendo al misterio y a la lógica del Señor, y eso nos permite aceptar con paz el hecho de desconocer por dónde nos llevará.
Al comenzar un rato de oración, tenemos la expectativa razonable de que el Señor nos hablará −como de hecho sucede algunas veces−. Sin embargo, podría frustrarnos que al finalizar ese encuentro no hayamos escuchado nada, o muy poco. En cualquier caso, es preciso mantener la certeza de que en la oración siempre hay fruto. En el monte Sinaí, «Moisés exclamó: −Muéstrame tu gloria». El Señor parece que quiere colmar ese deseo: «Yo haré pasar todo mi esplendor ante ti, y ante ti proclamaré mi nombre −el Señor−, porque tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión de quien quiero». Sin embargo, sus palabras toman de golpe un cariz que podría parecer decepcionante: «Pero no podrás ver mi rostro, pues ningún ser humano puede verlo y seguir viviendo (…). Cuando pase mi gloria, te colocaré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Luego retiraré mi mano y tú podrás ver mi espalda; pero mi rostro no se puede ver» (Ex 33,18-23). Si Moisés se hubiera sentido frustrado por no haber conseguido ver el rostro de Dios, como era su deseo, habría podido abandonar su intento o perder la motivación para futuros encuentros. Y, en cambio, se dejó llevar por Dios y así llegó a ser aquel «a quien el Señor trataba cara a cara» (Dt 34,10).
La clave de la oración no consiste en obtener resultados tangibles, ni mucho menos en estar ocupados durante un tiempo determinado. Lo que buscamos mediante el diálogo con el Señor no es un resultado inmediato, sino ser capaces de llegar hasta aquel lugar, aquel estado vital −por decirlo de alguna manera− en el que la oración se identifica cada vez más con la propia vida: pensamientos, afectos, ilusiones... Se trata de estar con el Señor, mantenernos en su presencia a lo largo del día. En definitiva, el fruto principal de la oración es vivir en Dios. Así, la oración se entiende como una comunicación de vida: vida recibida y vida vivida, vida acogida y vida entregada. No importa, entonces, que no tengamos sentimientos encendidos, o luces fascinantes. De un modo mucho más sencillo, el tema de nuestra oración será −como nos decía san Josemaría[10]− el tema de nuestra vida, y viceversa, porque nuestra vida entera se convertirá en auténtica oración, avanzando en un «cauce ancho, manso y seguro»[11].
Jorge Mario Jaramillo
Fuente: opusdei.org.
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[1] Como sugiere el papa Benedicto XVI en sus catequesis sobre la oración: «Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de Moisés, precisamente como hombre de oración», Audiencia general, 1-VI-2011.
[2] Lo mismo sucede en el segundo relato de la creación del hombre: cfr. Gn 2,16. Las cursivas no son originales del texto bíblico.
[3] Amigos de Dios, n. 244.
[4] Carta, 12-XII-1949, en: Letras a un santo, II.
[5] Benedicto XVI, Discurso, 20-VIII-2005.
[6] Camino, n. 281.
[7] Mercedes Eguíbar Galarza, Guadalupe Ortiz de Landázuri. Trabajo, amistad y buen humor, Palabra, Madrid, 2001, p. 87.
[8] Francisco, Ex. Ap. Gaudete et exsultate, n. 151.
[9] Surco, n. 446.
[10] Es Cristo que pasa, n. 174.
[11] Amigos de Dios, n. 306.
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