Evangelio del 1º domingo de Cuaresma (Ciclo A) y comentario al evangelio
Entonces fue conducido Jesús al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Después de haber ayunado cuarenta días con cuarenta noches, sintió hambre. Y acercándose el tentador le dijo:
− Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.
Él respondió:
− Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios.
Luego, el diablo lo llevó a la Ciudad Santa y lo puso sobre el pináculo del Templo. Y le dijo:
− Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo. Pues escrito está: Dará órdenes a sus ángeles sobre ti, para que te lleven en sus manos, no sea que tropiece tu pie contra alguna piedra.
Y le respondió Jesús:
− Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios.
De nuevo lo llevó el diablo a un monte muy alto y le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo:
− Todas estas cosas te daré si postrándote me adoras.
Entonces le respondió Jesús:
− Apártate, Satanás, pues escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y solamente a Él darás culto.
Entonces lo dejó el diablo, y los ángeles vinieron y le servían.
El primer domingo de Cuaresma nos presenta a Jesús conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. El marco geográfico del desierto, lugar inhóspito y antagónico del Edén, es muy elocuente. De algún pasaje de la Sagrada Escritura puede suponerse la creencia judía en cierto espíritu maléfico del desierto llamado Azazel (cfr. Lv 16,10 y Tb 8,3). Jesús sería impulsado así al ámbito del tentador. Además, el desierto fue lugar de prueba para el pueblo elegido. El Señor acude para vencer allí donde Israel sucumbió.
Jesús ayuna “durante cuarenta días con cuarenta noches”. Es lo que conmemora la Cuaresma. Y esta acción penitencial del Señor está cargada de simbolismo: cuarenta días y cuarenta noches duró el castigo del diluvio (cfr. Gn 7,4); cuarenta días y cuarenta noches pasó Moisés en la nube del Sinaí, sin comer ni beber, suplicando a Dios por el pueblo (cfr. Dt 9,25), antes de entregarle la Ley (cfr. Ex 24,18); también pasó Elías cuarenta días y cuarenta noches, sin comer ni beber, caminando hasta el monte Horeb para encontrarse con el Señor (1R 19,8); y en especial, durante 40 años habitó Israel en el desierto, en medio de pruebas y tentaciones, como castigo a los 40 días que dedicó a explorar la tierra por su cuenta, sin contar con Dios (Nm 14,34).
Después de ayunar, Jesús se muestra hambriento, en aparente privación de ayuda divina y poder material. El tentador pretende entonces que Jesús caiga en alguna forma de intemperancia, avaricia o idolatría, en las que hace caer a los hombres, quienes utilizan o rechazan a Dios para exaltarse a sí mismos. El diablo cita retorcidamente las Escrituras con las que Jesús cumple siempre la voluntad de su Padre. Si eres el Hijo de Dios, le viene a decir, usa la fuerza divina para resolver la indigente condición humana que has asumido. Esta misma sugestión llegará a su culmen en la cruz.
Pero el Papa Francisco explicaba la solución que nos brinda el Maestro con su ejemplo: “Satanás quiere desviar a Jesús del camino de la obediencia y de la humillación −porque sabe que así, por este camino, el mal será derrotado− y llevarlo por el falso atajo del éxito y de la gloria. Pero las flechas venenosas del diablo son todas “paradas” por Jesús con el escudo de la Palabra de Dios (Mt. 3,4.7.10) que expresa la voluntad del Padre. Jesús no dice ninguna palabra propia: responde solamente con la Palabra de Dios. Y así el Hijo, lleno de la fuerza del Espíritu Santo, sale victorioso del desierto”[1].
Todos vivimos de una forma u otra cada día estas pruebas del desierto. Como explicaba Benedicto XVI, “el núcleo de toda tentación −como se aprecia aquí− es dejar al margen a Dios, el cual, comparado con todo lo que parece urgente en nuestra vida, es visto como secundario, cuando no superfluo y molesto”[2]. Las prisas, el afán de eficacia humana y las dificultades diarias pueden llevarnos a descuidar, a olvidar e incluso a rechazar el trato con Dios; o a esperar de Él una intervención llamativa que nos hiciera reaccionar. En cambio, cuando la voluntad de Dios es lo primero, Él nos exalta después.
En efecto, Mateo dice que, vencida toda tentación, “los ángeles vinieron y le servían”. Dios da con orden y proporción lo que el demonio usaba como transgresión. San Josemaría comentaba esta entrañable escena final así: “la Iglesia, al hacernos meditar estos pasajes de la vida de Cristo, nos recuerda que, en el tiempo de Cuaresma, en el que nos reconocemos pecadores, llenos de miserias, necesitados de purificación, también cabe la alegría. Porque la Cuaresma es simultáneamente tiempo de fortaleza y de gozo: podemos llenarnos de aliento ya que la gracia del Señor no nos faltará, porque Dios estará a nuestro lado y enviará a sus Ángeles, para que sean nuestros compañeros de viaje, nuestros prudentes consejeros a lo largo del camino, nuestros colaboradores en todas nuestras empresas”[3].
Fuente: opusdei.org.
[1] Papa Francisco, Ángelus, 5 de marzo de 2017.
[2] Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Edición completa, Encuentro, Madrid 2019, p. 160.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 63.
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