Una conversación con Jesús Montiel para hablar sobre poesía y sobre la vida, aunque en el escritor ambas puedan considerarse un todo
“Camino más belleza viajando menos rápido”. Este verso final del poema “A pie”, de Memoria del pájaro (Hiperión, 2016), es el leitmotiv de la obra de Jesús Montiel (Granada, 1984); un escritor que canta con admiración a la vida, ahonda en el misterio de la existencia, pausa nuestra acelerada época capturando el instante, ilumina las pequeñas cosas que nos rodean y auxilia a su contemporáneo recordándole su condición primigenia de homo contemplativus.
Autor de diez libros de poesía y prosa poética que conjugan alegría y esperanza, este profesor universitario recoge los milagros que encuentra en su día a día y de los que esta sociedad del beneficio prescinde por juzgarlos inútiles o imperfectos: una persona Down, una flor que resucita entre el asfalto, el canto de un gorrión, la forma de una nube, una sonrisa, un paseo, una maleta, un beso o un abrazo son algunos de los prodigios que ennoblece con su literatura. Pero también reflexiona sobre el amor, la fe, el sufrimiento, el perdón, la muerte, la escritura o la familia.
Montiel está en comunión con la mirada de agradecimiento de grandes escritores como E. Dickinson, J. Guillén, W. Szymborska, R. Walser, Ch. Bobin o, entre otros, M. Basho, que han elevado a la plenitud lo ordinario, encontrando −a decir del filósofo F. Hadjadj− el Paraíso en la puerta. En definitiva, su obra es una magnífica oportunidad para ser mejor persona, comprender la naturaleza humana y disfrutar aún más de la vida.
¿Cómo nace el escritor que conocemos hoy?
La escritura me visita en Navidad, la víspera de Nochebuena. Miro nevar en la ventana. Ignoro el motivo, pero esa tarde escribo mi primer poema. Tengo dieciséis años y hasta ese momento dibujo. A todas horas. A partir de entonces la pintura y la escritura conviven, hasta que gana la escritura, años después. Supongo que las dos han sido formas de llegar a los demás, tentáculos. El hecho de haber escrito mi primer poema así, sobre la nieve y no sobre mí, es revelador. Al mismo tiempo, la escritura es en mi caso una cámara fotográfica con la que retrato la eternidad, que está mezclada con nuestros días, y también un puente levadizo que me permite salir de mi aislamiento y servir, darme a los demás. Con el tiempo he comprendido que la escritura es, al menos en mi caso, una manera de llegar a mi sustancia, a la sustancia del mundo y a los demás, un camino.
En su último libro, ‘Casa de tinta’ (Hiperión, 2019), afirma que “cada nuevo día es un icono ante el que debemos encender la vela del asombro”. ¿Qué es el asombro?
La vida es una cuerda tensada. En un extremo está la costumbre, tirando hacia sí, y en otro el asombro. Vivimos entre estas dos fuerzas antagónicas. El artista se decanta claramente por el asombro. El asombro, en su caso, gana a la costumbre, tiene más fuerza. El asombro es el motor creativo. Sin extrañeza, sin cierta perplejidad, creo, es imposible cualquier forma de arte. La realidad nos interpela, exige una respuesta, y lo que escribo es la mía. El asombro no como ingenuidad, sino como toma de conciencia, como regreso.
En numerosas ocasiones, hace referencia a la sociedad de la urgencia “que apolilla nuestro siglo” (‘Casa de tinta’). ¿Cree que esta época que tiende a la inmediatez es menos propicia para esta mirada?
La lentitud es el nido de la atención, y la atención es importante porque puede dar lugar al amor. Todos queremos que nos dediquen tiempo, que nos escuchen sin prisa, sentirnos especiales. Ese trato que esperamos de los demás es el que tenemos que tener sobre las cosas. Esa mirada es lenta. El amor no conoce la eficacia ni busca rentabilidad. Cuando amamos salimos del tiempo, eso lo saben los contemplativos, los niños despistados, los enfermos. O mejor: el tiempo recobra su hilo narrativo, su verdadero espesor. Solo es breve para quien vive aferrado a sí mismo, para quien no sabe esperar. El tiempo, convertido en un negocio, en un combate contra la muerte, se vuelve vertiginoso. Nos asfixia porque intentamos hacer cantidad de cosas en el menor tiempo posible. La tecnología favorece esta aceleración. Las redes sociales, sin ir más lejos, son un terreno donde todo se ofrece de inmediato, sin umbrales. Ofrece mucha información, pero no saber. Nos vuelve dispersos, apáticos, consumidores. Urge recuperar la vida contemplativa, que es una vida híbrida, con los pies en la tierra pero también puestos en el cielo, como los árboles, que tienen raíces abajo pero también las ramas, que son raíces ingrávidas.
¿Cómo consigue salir de la rutina y fijarse en los breves instantes que oxigenan la vida? En ‘El amén de los árboles’ (Esdrújula, 2019), por ejemplo, expresa que está “en guerra con la costumbre. Lo que escribo son las ruinas de ese combate.” ¿Cuáles son sus armas?
Mantener el asombro alerta es una disciplina que requiere muchos años de entrenamiento, muchos fracasos. Es un arte. El asombro, conforme crecemos, se va deteriorando. El corazón va llenándose de velos que distorsionan la realidad, la visión que tenemos de nosotros mismos, de los demás. Todo va volviéndose borroso y surge el hastío, las idolatrías. Recuperar al niño no es sencillo. Requiere ir desvelándose. Implica la renuncia. Sobre todo el combate contra el ego, y eso requiere grandes dosis de sufrimiento. Una ascesis. Precisamente la escritura es mi gimnasio. La escritura y la oración, aunque para mí son lo mismo. Sin olvidar a mis hijos y mi mujer. Tener personas a tu lado, personas distintas que te rescatan de ti, es un privilegio. Mis hijos pulen a diario mi ego. Me obligan a salir de mi zona de confort. Alguien que escribe sobre Dios o el prójimo desde una soledad radical es menos creíble. La soledad es peligrosa, porque entonces uno no tiene a nadie que lo limite, nadie que le haga ver sus errores, que le sirva de espejo.
Ha comentado que el asombro es connatural al hombre, pero ¿cree que la educación es un factor clave para cultivarlo y transmitirlo? Como señala en ‘Señor de las periferias’ (Pre-Textos, 2019), “todos los niños del mundo deberían tener como deberes la ventana”. ¿Cuál es su experiencia como profesor? ¿Qué percibe en sus alumnos?
Soy un mal profesor. Un profesor pésimo, muy despistado y demasiado bromista en clase. Vivo con tensión la burocracia universitaria. Yo no encajo en lo que los organismos exigen de un profesor. La universidad se ha convertido en una fábrica de articulistas, de conferenciantes, de mesas redondas. La investigación transcurre en un clima autista, sin verdadera motivación. Esa es la parte oscura, Mordor. La otra son los alumnos. Veo en ellos una anemia espiritual que me preocupa. Están desorientados y se aferran a lo que les ofrecen. Ellos me ponen sobre la mesa lo humano, me ayudan a salir de mis esquemas y a fortalecer la empatía, la compasión. Dan significado a mi trabajo. Hace tiempo que renuncié a objetivos académicos. Ahora me propongo sobre todo objetivos humanos. Intento que el aula sea un lugar respirable, cómodo, en la medida de lo posible. Haber visto a un alumno musculado llorar como un chiquillo mientras leía un poema a su abuela muerta ha sido lo más hermoso que me ha sucedido en clase.
Al hilo de todo esto, hace unas semanas Pablo D’Ors afirmó en una entrevista publicada en ABC que en la actualidad “no hay literatura de la luz. Nos hemos enamorado del mal. Conviene conocer las sombras, claro, pero no quedarse entrampado o enganchado en ellas. Es más difícil ver la luz que ver lo oscuro, ver la luz exige entrenamiento”. ¿Qué piensa al respecto?
Sí, ver la luz exige entrenamiento. Es lo mismo que te he comentado antes: mantener alerta el asombro requiere disciplina. En efecto, ver lo oscuro es más fácil. La sombra tiene mucha publicidad, hace aspavientos, nos llama constantemente la atención, es exhibicionista. Los medios de comunicación, la mayoría, son suyos. La mayoría de los libros, también. Es verdad que los escritores decadentes tienen más propaganda. Si comulgas con determinado tipo de ideas, si te colocas ideológicamente en el bando de la mayoría, todo es más fácil. No cuenta tanto lo que escribes o cómo escribes sino desde dónde escribes. Tendrás reseñas, estarás más presente en las redes, no habrá antología que se te resista. Recitarás cada semana. Pero siempre hay luz. La luz es discreta, trabaja tímidamente. Y claro que existe. Es más. Veo últimamente una tendencia hacia la luz en muchos poetas jóvenes. Aunque es una luz inconcreta, sin consistencia, es una sed de luz. Una toma de conciencia tras el fracaso de las promesas de la modernidad.
Desde que escribe prosa poética, en más de una ocasión ha comentado que considera como su maestro al escritor francés Christian Bobin. Incluso, lo ha traducido y en la actualidad está trabajando en otro que se publicará muy pronto. ¿Quién es Bobin, qué significa para usted y cómo lo descubrió?
Hace años, apremiado por mi situación económica, intenté escribir novela negra con un fin puramente económico, de pura supervivencia. Tras unos años agotadores, comprendí que aquello no era lo mío, aunque eso significase tener menos ingresos. Fue una toma de conciencia gradual, y dolorosa. Porque escribiendo aquello sufría mucho. Me violentaba. Entones comencé a escribir un librito, una suerte de diario: Notas a pie de instante. Tenía muchas dudas de que fuera a ser publicado, pero me encontraba cómodo, era lo que yo hacía desde el primer poema, mi manera de expresarme. Justo entonces descubrí a Bobin, gracias al blog de Andrés Neuman. Leí Autorretrato con radiador y descubrí que había alguien que escribía ese tipo de libritos. Fue providencial. Yo hasta entonces había sido como alguien que se prueba muchos zapatos sin estar nunca satisfecho. La escritura de Bobin era unos zapatos de mi número. Cada uno anda con un estilo, de una manera determinada, pero compartimos los zapatos, cierta sensibilidad, un crecimiento parecido. Desde entonces hablo mucho con sus libros, los releo continuamente porque no se agotan nunca. Aunque tenemos vidas distintas (él en su bosque, sin hijos ni matrimonio; yo con seis niños, mi mujer), siento que somos hermanos de tinta, dos niños autistas perdidos en un mundo demasiado adulto, cuyo trabajo es parecido: pasar los días por el tamiz de la escritura para encontrar las pepitas doradas.
Además de esta influencia, en su obra hay pinceladas sufistas y zen. Como católico, ¿qué encuentra en esas corrientes religiosas?
Mi cabalgadura es la cristiana, pero encuentro hallazgos muy jugosos en otras tradiciones. Detesto una fe autista, que no quiere hablar. Nuestra propia experiencia no puede impedirnos abrir el corazón a otras realidades. Otras corazonadas. María Zambrano, por ejemplo, estuvo muy influida por el sufismo. O Teresa de Jesús. Charles de Foucault era amigo de sus vecinos musulmanes. Thomas Merton mantenía un diálogo muy fértil con el budismo zen o el hinduismo, en su última etapa. Yo creo que Jesús es la máxima concreción del amor. Creo que el amor más perfecto es Jesucristo, porque no es un amor que huye de la historia sino que te zambulle en ella, sin escapismo, incluyendo la muerte más horrorosa. Que la cruz sea la puerta de acceso a la eternidad es algo novedoso, paradójico, ante lo cual nadie permanece indiferente. A Cristo se le detesta o se le abraza, no hay más alternativa. Pero no es un amor excluyente sino todo lo contrario. Abraza toda la humanidad. Todo el corazón. Y lo transforma. No es un ideario. Es un hecho histórico.
Tiene en su haber el Premio Nacional de Poesía Universidad Complutense (2011), el Leopoldo de Luis (2012), el Internacional Alegría (2013) y quedó finalista en el Adonáis (2013). Cuatro grandes galardones en muy poco tiempo. ¿Por qué ya no publica poemarios? ¿Sigue escribiendo versos?
Sigo escribiendo versos. Todo lo que escribo, de hecho, no se aleja de la poesía. Mi manera de encarar la realidad, de comprenderla, es poética. Y mi lenguaje siempre ha sido el mismo. Si te refieres a lo puramente formal, me encuentro ahora mucho más cómodo sin versificar. Es menos claustrofóbico. Menos elitista.
En todos sus libros, la muerte es un tema recurrente: “Todos los días memorizo la vida para decírsela a la muerte” (‘Casa de tinta’). ¿Por qué le obsesiona tanto?
Desde niño pienso en la muerte a diario. ¿Cómo no hacerlo? No intento desentrañar su significado, sino que convivo con ella. La llevo a mi lado allí donde voy, sencillamente. La respeto. Creo que la muerte es un misterio. Y me gustan los misterios porque son puertas selladas para la inteligencia. Uno puede hablar con la muerte desde el corazón, nunca desde la cabeza. La muerte, como el amor, exige un tonto como interlocutor. Un verdadero idiota.
Dejando a un lado estas cuestiones, siempre me han llamado la atención las continuas referencias a su padre y las pocas alusiones a su madre. ¿Por qué es tan importante para usted la figura paterna?
Mi madre está presente en todos mis libros, en realidad. Quizá impregna hasta tal punto lo que escribo que por eso no es necesario nombrarla. Mi madre es la sintaxis, el orden de los párrafos, todo lo que se dice en mis libros sobre la espera, sobre el corazón, sobre el amor que no espera una recompensa. Quizá necesito dialogar más con la figura paterna, hablar con ella más que con mi madre, de ahí que sea más explícito.
En esta sociedad en la que prima el desencanto ante cualquier adversidad, Sucederá la flor −que versa sobre su hijo, enfermo de cáncer, e ilumina el sufrimiento con la esperanza− es su obra más vendida. ¿Le sorprende? ¿Qué le ha enseñado esta dura experiencia?
Ha sido un punto de partida. El primer martillazo que comenzó a romper las cáscaras que habían ocultado mi corazón. Desde entonces vivo rompiéndome. Esa es mi sensación. Últimamente vivo sabiendo que algo se está viniendo abajo. Que todo cuanto había construido para ocultarme se hace añicos. Y me alegra. Estoy yendo hacia una alegría profunda, real, muy sólida. La vida, poco a poco, va devorándome, y espero que llegue ese día en que ya no sea necesaria la escritura y viva, sencillamente viva.
Finalizo. Es padre de seis hijos, profesor y autor de diez libros. ¿Cómo compagina todo?
Tengo treinta y cinco años y seis hijos cuyas edades oscilan entre los dos y los nueve años. El aislamiento físico, se comprende, es en mi caso un lujo. Pañales, voceríos, corrimiento de muebles, salidas urgentes al hospital. No es fácil recogerse en un lugar donde todo puede suceder a cada instante. Ni tampoco encontrar el retiro que requiere la actividad literaria. Y, sin embargo, tanto la escritura como la soledad son para mí vitales. Vivo en esta disyuntiva: si no escribo unos minutos, si no leo un par de páginas o si no dispongo de tiempo para meditar, la sensación es la de estar perdiendo el tiempo, a la vez que sé que la vida es el cuidado de mi familia, el tiempo invertido en los otros, al fin y al cabo la salida de uno mismo o el viaje hasta el prójimo. Se comprende que alguien como yo, que necesita estar solo pero que vive hacinado, mantenga un combate encarnizado consigo mismo. Es un conflicto al que ya me he acostumbrado, pero que a veces se recrudece. Pese a esta situación adversa, no he dejado de escribir un solo día de mi vida desde los quince años. Nunca, lo digo en serio, he experimentado una parálisis creativa. ¿Cómo es posible? La respuesta es muy sencilla. Considerando mi acuciante necesidad de escribir, es normal que al cabo de incontables tentativas haya encontrado estrategias y me haya quedado con las que dan mejor resultado. Mi escritura es sobre todo mental. O mejor: emocional. Podría decirse que escribo las veinticuatro horas. No si lo entendemos como la imagen de un hombre atado al escritorio durante horas interminables, completamente aislado. Escribo mientras cambio pañales, voy al supermercado, hago cola en urgencias, mientras cocino o estoy en el baño. Sobre todo cuando conduzco. Escribo siempre mentalmente. Mi cerebro, cómo decirlo, es asaltado de continuo por visiones o pequeñas epifanías. Se trata, en el fondo, de pura adaptación o darwinismo: acaso porque no me queda otra, me adapto a cualquier espacio, aunque este esté abarrotado, no preciso de un lugar concreto para escribir y en cualquier silencio y con cualquier luz soy capaz de concentrarme. He desarrollado la capacidad de escribir mientras estoy ocupado en otro asunto. Por esto también mi solitud, más que una situación física, ha llegado a ser en mi caso una disposición del espíritu y no depende de la circunstancia.
Entrevista de Pablo Ortiz Soto, en eldebatedehoy.es.
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