Las palabras que utilizaba san Josemaría al iniciar o terminar su oración pueden también servirnos de guía para la nuestra
En el siglo pasado se habló mucho sobre la supuesta existencia de un teléfono rojo que comunicaba a los dirigentes de dos grandes potencias mundiales, aunque estas se encontrasen a miles de kilómetros de distancia entre sí. La idea de poder hablar inmediatamente con personas tan lejanas causó mucha sorpresa. Todavía eran inimaginables los dispositivos móviles que hoy conocemos. Refiriéndose a este artefacto, en 1972 san Josemaría dijo que nosotros tenemos «un hilo directo con Dios Nuestro Señor, mucho más directo (…). Es tan bueno, que está siempre disponible, que no nos hace aguardar»[1].
Por la fe sabemos que el Señor está siempre al otro lado de la línea. Sin embargo, ¡cuántas veces hemos experimentado dificultades para oírle o para ser constantes en los tiempos de oración que nos hemos propuesto! Algunas personas las expresan diciendo que «no conectan con Dios». Es una experiencia dolorosa que puede conducir al abandono de la oración. Probablemente lo habremos vivido también nosotros. A veces, por mucho empeño que pongamos, incluso habiéndolo hecho durante años, persiste la sensación de no saber hablar con Dios: aunque estamos seguros de tener un hilo directo con él, no conseguimos salir del monólogo interior, no alcanzamos esa intimidad que tanto ansiamos.
El papa Francisco nos alienta a «mantener la conexión con Jesús, estar en línea con Él (...). Así como te preocupa no perder la conexión a Internet, cuida que esté activa tu conexión con el Señor, y eso significa no cortar el diálogo, escucharlo, contarle tus cosas»[2]. ¿Cómo mantenernos despiertos al otro lado de la línea? ¿Qué podemos hacer para que nuestra oración sea un diálogo de dos? ¿Cuál es el camino para, con el paso de los años, seguir creciendo en intimidad con el Señor?
Después de la Resurrección, los discípulos se trasladan a Galilea porque así se lo había indicado el Señor a las santas mujeres: «Allí me verán» (Mt 28,10). Está amaneciendo. Pedro y Juan, acompañados por otros cinco, reman hacia la tierra después de una noche de pesca infructuosa. Jesús les mira desde la orilla (cfr. Jn 20,4). De manera similar a lo que sucede en aquella escena, al comenzar a orar nos ponemos en presencia de Jesús, sabiendo que él está aguardándonos; nos observa desde la orilla en actitud de espera y de escucha. Imaginar que la mirada del Señor se posa sobre nosotros nos ayudará durante toda la oración. También nosotros queremos mirarle: «Que yo te vea: aquí está el núcleo de la oración»[3]. En el origen del diálogo con Dios, efectivamente, hay un cruce de miradas entre dos personas que se aman: «Mirar a Dios y dejarse mirar por Dios: esto es rezar»[4].
Pero deseamos también escuchar sus palabras, percibir cuánto nos quiere y conocer lo que desea. Los discípulos no habían pescado nada, pero Jesús les habla, les da instrucciones para que no vuelvan con las manos vacías: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (Jn 21,6). Las buenas conversaciones dependen muchas veces de la sintonía que se establece con las primeras palabras. Del mismo modo, los primeros minutos de oración son importantes porque marcan una pauta para los restantes. Empeñarse en comenzar la conversación nos ayudará a mantener vivo el diálogo posterior con más facilidad.
Hasta ese momento, quienes iban en la barca dudaban. Cuando vieron las redes llenas de peces, cuando se dieron cuenta de que haber entrado en aquel diálogo con Jesús fue más eficaz que tantas horas de esfuerzo solitario, Juan le dice a Pedro: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7). Esta certeza es ya un comienzo de oración: el Señor está aquí, junto a nosotros, tanto si estamos delante del tabernáculo como en cualquier otro lugar.
Arrastrando la barca, pesada por las redes llenas, los discípulos alcanzan la orilla. Allí se encuentran con un inesperado desayuno de panes y peces a la brasa. Al sentarse en torno al fuego, comen en silencio. Ninguno «se atrevía a preguntarle: ¿Tú quieres eres?, pues sabían que era el Señor» (Jn 21,12). El peso de la conversación recae sobre Jesús. Ciertamente, la clave en la oración es dejarle hacer a Dios, más que el esfuerzo del propio corazón. Cuando preguntaron a san Juan Pablo II cómo era su oración, respondió: «¡Habría que preguntárselo al Espíritu Santo! El Papa reza tal como el Espíritu Santo le permite rezar»[5]. El elemento más importante es el tú, porque es Dios quien tiene la iniciativa.
Tras ponernos en presencia de Dios, es necesario apagar los ruidos y perseguir un silencio interior que supone cierto esfuerzo. Así será más fácil escuchar la voz de Jesús que nos pregunta: «Muchachos, ¿tenéis algo de comer?» (Jn 21,5); que nos indica: «Traed algunos de los peces» (Jn 21,10); o que nos pide amablemente: «Sígueme» (Jn 21,19). Por eso, el Catecismo de la Iglesia señala que es necesario un combate por desconectar para conectar y, así, hablar con Dios en la soledad de nuestro corazón[6]. Los santos han repetido muchas veces este consejo: «Deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes (...). Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de Él. Di, pues, alma mía, di a Dios: “Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro” (Sal 27, 8)»[7].
Esto no siempre resultará sencillo, porque las tareas y preocupaciones captan fuertemente nuestra memoria e imaginación y pueden llenar nuestra interioridad. Sin duda no existe una varita mágica, porque las distracciones son de ordinario inevitables y es difícil mantener una atención sin altibajos. San Josemaría aconsejaba convertirlas en tema de conversación con Jesús, aprovechando «para pedir por el objeto de esa distracción, por aquellas personas, y dejar actuar al Señor, que saca siempre lo que quiere de cada flor»[8]. Es también una ayuda eficaz encontrar buenos momentos y lugares propicios; aunque se puede orar en todo lugar, no todas las circunstancias facilitan el diálogo ni expresan de igual modo los deseos sinceros de orar.
Con el objetivo de facilitar la conexión, san Josemaría recomendaba una oración introductoria que él solía utilizar[9]. En esas palabras nos enseña a comenzar con un acto de fe y con una disposición humilde: «Creo que estás aquí», «te adoro con reverencia». Es simplemente una manera de decirle a Jesús: «He venido a estar contigo, quiero hablarte y deseo que tú también me hables; te dedico estos momentos con la ilusión de que este encuentro me ayude a unirme más a tu voluntad». Al decir «creo firmemente» estamos expresando una realidad, pero también un deseo; pedimos al Señor que nos aumente la fe, porque sabemos que «la fe es la que otorga alas a la oración»[10]. Y ese acto de fe nos lleva inmediatamente a la adoración con la que reconocemos, por un lado, su grandeza y, al mismo tiempo, le manifestamos la decisión de abandonarnos en sus manos. A renglón seguido, reconocemos nuestras debilidades pidiendo perdón y gracia, porque «la humildad es la base de la oración»[11]. Nos sabemos pequeños delante de su grandeza, carentes de recursos propios. La oración es un don gratuito que el hombre debe pedir como un mendigo. Por eso san Josemaría concluía que «la oración es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria»[12].
Creer, adorar, pedir perdón y solicitar ayuda: cuatro movimientos del corazón que nos abren a una buena conexión. Nos puede ayudar la repetición serena de esta oración introductoria, degustándola palabra por palabra. Quizá convenga repetirla varias veces hasta que nuestra atención quede centrada en el Señor. Puede servirnos también construir una oración introductoria más personalizada y emplearla cuando estemos más secos o dispersos. En general, si nos encontramos distraídos o con la mente vacía, repetir despacio una oración vocal (el Padrenuestro o la que más nos mueva en ese momento) es ventajoso para fijar la atención y serenar el alma: una, dos, tres veces, cuidando la cadencia, reposando las palabras o cambiando alguna de ellas.
Esa conexión inicial antecede al núcleo de la oración, a ese «diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad»[13]. Si volvemos a aquel amanecer en el que los discípulos continuaban sorprendidos por la milagrosa pesca, Jesús enciende un fuego para calentar lo que ha preparado. Podemos imaginar cómo lo haría, sorteando los posibles escollos para que el fuego cogiera cuerpo. De la misma manera, si consideramos la oración como una pequeña hoguera que deseamos ver crecer, en primer lugar necesitamos encontrar un combustible adecuado.
El combustible que alimenta la hoguera es ordinariamente el conjunto de tareas que tenemos entre manos y nuestras propias circunstancias personales: el tema del diálogo es nuestra vida. Nuestras alegrías, tristezas y preocupaciones, son el mejor resumen de lo que llevamos en el corazón. Con palabras sencillas, nuestra conversación va pegada al terreno del acontecer diario, como podemos imaginar que sucedió en el desayuno pascual. Incluso, en no pocas ocasiones, comenzará con un: «Señor, ¡que no sé!»[14]. Asimismo, la oración cristiana no se limita a abrir la propia intimidad a Dios, ya que de un modo especial alimentamos la hoguera con la misma vida de Cristo. Hablamos con Dios también de él, de su paso por la tierra, de sus deseos de redención. Junto a todo esto, como nos sentimos responsables de nuestros hermanos, «el cristiano no deja el mundo fuera de la puerta de su habitación, sino que lleva en su corazón personas y situaciones, los problemas, tantas cosas»[15].
A partir de aquí, cada uno buscará maneras de orar que le vengan mejor. No existen reglas fijas. Indudablemente seguir un cierto método nos permite saber qué hacer hasta que experimentemos la iniciativa de Dios. Así, por ejemplo, a algunas personas les sirve tener un plan flexible de oración a lo largo de la semana. En ocasiones, escribir lo que decimos ofrece muchas ventajas para no distraernos. La oración será de una manera en periodos de trabajo intenso y de otra en épocas más pacíficas; también irá acompasada al tiempo litúrgico en el que se encuentra la Iglesia. Hay muchos caminos que se nos abren: zambullirnos en la contemplación del Evangelio buscando la Humanidad Santísima del Señor o meditar un tema acompañados de un buen libro, conscientes de que la lectura facilita el examen; habrá días de más petición, alabanza o adoración; rezar con sosiego jaculatorias es un buen sendero para momentos de agitación interior; otras veces nos quedaremos callados, sabiéndonos mirados cariñosamente por Cristo o por María. Al final, sea cual sea el camino por el que nos haya llevado el Espíritu Santo, todo nos conduce a «conocerle y conocerte»[16].
Además de un buen combustible, nos conviene tener en cuenta los obstáculos que podemos encontrar para mantener viva la llama: el viento de la imaginación que intenta apagar la débil llama inicial, y la hojarasca húmeda de las pequeñas miserias que procuraremos quemar.
La imaginación, ciertamente, tiene un papel importante en el diálogo y habrá que contar con ella especialmente cuando contemplamos la vida del Señor. Pero, al mismo tiempo, es la loca de la casa y la que suele llevar la voz cantante en nuestros mundos de fantasía. Tener la imaginación demasiado suelta y sin control es fuente de dispersión. De ahí la necesidad de rechazar las acometidas del viento que quiere apagar el fuego y, a la vez, alentar las que ayudan a avivarlo. Hay un detalle significativo en el encuentro del Resucitado con sus discípulos en la orilla del Tiberíades. Solo uno de ellos ha estado en el Calvario, san Juan, y es precisamente él quien descubre al Señor. El contacto con la cruz ha purificado su mirada: se ha hecho más fina y acertada. El dolor allana el camino de la oración; la mortificación interior conduce a la imaginación a avivar la hoguera, evitando que se convierta en un viento descontrolado que la sofoque.
Finalmente, hemos de tener en cuenta la humedad de la hojarasca. En nuestro interior hay un submundo de malos recuerdos, pequeños rencores, susceptibilidades, envidias, comparaciones, sensualidad y deseos de éxito, que nos centran en nosotros mismos. La oración nos lleva precisamente en la dirección contraria: a olvidarnos del yo con el objetivo de centrarnos en él. Necesitamos que ese fondo afectivo se ventile en nuestra oración, sacando esa humedad a la luz, poniéndola ante el sol que es Dios y decir: «Mira esto, y esto, tan malo, lo dejo ante ti, Señor: purifícalo». Entonces, le pediremos ayuda para perdonar, olvidar, alegrarnos del bien ajeno; para ver la parte positiva de las cosas, rechazar las tentaciones o agradecer las humillaciones. De esta forma se evaporará esa humedad que podría dificultar nuestra conversación con Dios.
Conexión, diálogo y balance. El tramo final de la oración es momento de represar, de saber qué nos llevamos. Esto conducía a san Josemaría a pensar en los «propósitos, afectos e inspiraciones»[17]. Después del diálogo con Dios brota con sencillez un deseo de mejora, de cumplir su voluntad. Ese deseo, decía san Agustín, es ya buena oración: mientras sigas deseando, seguirás orando[18]. Esas intenciones algunas veces se podrán plasmar en propósitos que, con frecuencia, serán concretos y prácticos. En cualquier caso, la oración sirve de impulso para vivir en presencia de Dios las horas siguientes. Los afectos han podido estar presentes con mayor o menor viveza; no siempre son importantes aunque, si nunca hubiera afectos, tendríamos que preguntarnos dónde ponemos habitualmente el corazón. Desde luego, no son necesariamente emociones sensibles, porque los afectos también pueden suscitarse con los tranquilos deseos de la voluntad, como cuando uno quiere querer.
Las inspiraciones son luces de Dios que convendrá anotar, porque nos ayudarán mucho en oraciones futuras. Pasado el tiempo, pueden ser un buen combustible que despierte el alma en momentos más áridos, en los que estemos poco lúcidos o apáticos. Aunque cuando vislumbramos esas inspiraciones nos parece que nunca las olvidaremos, en realidad el tiempo desgasta la memoria. Por eso conviene apuntarlas en caliente, cuando se escriben con una viveza singular: «Esas palabras, que te han herido en la oración, grábalas en tu memoria y recítalas pausadamente muchas veces durante el día»[19].
No nos olvidamos de la ayuda que nos ofrecen los aliados del cielo. Al sentirnos débiles acudimos a los que están más cerca de Dios. Lo podemos hacer tanto al principio como al final, y también en las ocasiones en las que notemos la dificultad por mantener viva la llama. Especialmente presente estará nuestra Madre, su esposo José y el ángel de la guarda que nos «traerá santas inspiraciones»[20].
José Manuel Antuña
Fuente: opusdei.org.
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[1] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 8-XI-1972.
[2] Francisco, Ex. ap. Christus vivit, n. 158.
[3] Benedicto XVI, Audiencia, 4-V-2011.
[4] Francisco, Audiencia, 13-II-2019.
[5] San Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, p. 41.
[6] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2725.
[7] San Anselmo, Proslogion, cap. 1.
[8] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 21-II-1971.
[9] La oración es la siguiente: «Señor mío y Dios mío: creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, san José, mi padre y señor, ángel de mi guarda: interceded por mí».
[10] San Juan Clímaco, La escala del Paraíso, escalón 28.
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559.
[12] San Josemaría, Surco, n. 259.
[13] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 119.
[14] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 244.
[15] Francisco, Audiencia, 13-II-2019.
[16] San Josemaría, Camino, n. 91.
[17] La oración final completa que recomendaba san Josemaría es: «Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación. Te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía Inmaculada, san José, mi padre y Señor, ángel de mi guarda, interceded por mí».
[18] Cfr. san Agustín, Enarrat. in Ps. 37, 14.
[19] San Josemaría, Camino, n. 103
[20] San Josemaría, Camino, n. 567.
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