Todos queremos que nuestros hijos sean auténticos, que descubran y decidan vivir los verdaderos valores, que tomen sus propias decisiones y vivan su propia vida. En este post quiero abordar dos modos en que la familia y los padres cooperamos a esto
La autenticidad es un rasgo y un reto de toda persona. Max Scheler hablaba de ‘proxy lives’, que podríamos traducir como ‘vidas por poder’ o ‘vidas vicarias’, para referirse a aquellas personas que parecen discurrir a la sombra de otra más enérgica, de modo que dan la impresión de ‘desobedecerse a sí mismas’, incapaces de vivir su propia vida. Se trata de una actitud reactiva ante la vida, que no acaba de tomar la iniciativa, cuyas decisiones vienen condicionadas por las determinaciones más enérgicas de otro.
Basta una mirada al panorama político español para comprender la certeza de este diagnóstico, pues la vida propia puede ser vicaria de otra persona o de una ideología. Pero, no, no voy a hablar de política, sino de formación humana.
Todos queremos que nuestros hijos sean auténticos, que descubran y decidan vivir los verdaderos valores, que tomen sus propias decisiones y vivan su propia vida. En este post quiero abordar dos modos en que la familia y los padres cooperamos a esto.
Al primero le podríamos llamar la subjetivización o personalización del valor. Nuestros hijos no están llamados a vivir los valores como cualquier otro, como cualquier otra razonable persona, que diría Kant. Están, estamos llamados a hacer no lo que cualquier otra persona razonable haría, sino aquello que a nosotros nos corresponde. Cada uno de nosotros tiene obligaciones morales especificas que solo él puede conocer y está llamado a atender.
La familia es el primer lugar en que esta personalización del valor se descubre y se realiza. Es el famoso ordo amoris de San Agustín. Si contemplamos el valor ‘caridad’, por ejemplo, no basta amar a los demás como si fueran una colectividad. Los ‘demás’ son, primero, los cercanos, y yo no puedo abandonarlos con la excusa de atender a los lejanos, por más que estos necesiten atención. Tampoco el valor ‘trabajo’ o ‘laboriosidad’, por poner otro ejemplo, tiene las mismas implicaciones en una persona casada y con hijos que en una soltera y sin hijos. Hay especificaciones del valor que solo las puede, y debe, descubrir la propia persona que lo vive. El aspecto doméstico, familiar, educativo del valor ‘trabajo’ no es igual en un padre o madre de familia que en un anacoreta.
Pero, y aquí va el segundo asunto, ¿cómo pueden nuestros hijos descubrir en casa, en nuestra familia, los valores y ser auténticos al mismo tiempo? ¿No les estamos condicionando si les transmitimos nuestros propios valores? Naturalmente, a medida que desarrollen la capacidad de reflexión y autoconocimiento, han de ir apropiándose de sus propios valores, haciéndolos suyos, para no vivir vidas vicarias. Pero, nosotros, como padres, no podemos esperar a que ellos decidan por sí mismos ir en busca de los valores, sino que hemos de acercárselos y hacerlos presentes en sus vidas, para que puedan elegirlos.
Una forma de descubrirse a sí mismo es, paradójicamente, salir de sí mismo y encontrarse con un valor más alto que uno mismo, un valor que le interpela, le recuerda quién es en realidad y le arranca de la mediocridad. Y ese valor puede no cruzarse nunca en el camino de nuestros hijos si nosotros no lo traemos a su vida y lo ponemos delante de sus ojos.
Lo que quiero decir se expresa gráficamente en la película de Walt Disney “La bella y la bestia”, según explicaba el profesor James Harold (Steubenville University) en una ponencia reciente. Bestia vivía encerrada en su propia mediocridad, en su bajeza, hasta que un valor más alto que ella, Bella, irrumpió en su vida, le enfrentó consigo misma y le recordó quién era en verdad: no una bestia sino un príncipe. Bestia se encontró a sí misma en la confrontación con un valor que le excedía. Le costó lo suyo, se resistió, negó la evidencia, intentó inútilmente que Bella dejara de serlo, pero acabó por ceder al bien, la verdad y la belleza que se empeñaba en ignorar.
Este es tantas veces el papel de los padres: recordar a nuestros hijos que son más y mejores de lo que ellos mismos piensan. Con el ejemplo, con la palabra, con las amistades, con las actividades, como buenamente podamos hemos de traer a casa sin desesperar, e intentar vivir, los valores más altos. Y dejar a nuestros hijos que vayan modelando sus vidas con esos valores para que los lleguen a vivir como ellos son y no como a nosotros nos gustaría que fueran.