Si los Magos perdieron la luz que los guiaba, nosotros corremos el peligro de perder la razón de ser de la Navidad, ante hechos tan extremos y contrapuestos como estamos viviendo…
Estamos a las puertas de Navidad: “En el mundo cristiano, festividad anual en la que se conmemora el nacimiento de Jesucristo”. Con esta sencillez, lo dice el Diccionario de la Lengua. Los creyentes glosamos: Jesucristo, nacido en Belén creemos que es Dios y, en consecuencia, la única Persona que, siendo hombre también, merece adoración.
La pregunta que da título a este artículo: “Navidad: ¿Dónde está Dios?” no pretende ser retórica, ni propia de un increyente o de un agnóstico −también podrían hacerla− sino, por paradójico que resulte, fue la pregunta de los primeros creyentes. Así lo refiere el evangelista Mateo: Unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén, preguntando: ¿Dónde está el rey de los Judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle. Nadie adora a un recién nacido ni al hombre más encumbrado de la tierra, porque sólo al Señor tu Dios adorarás, como rebatirá Jesús al Maligno. De ahí, que la pregunta de los sabios de Oriente fuera esa: sabemos que Dios ha nacido, pero ¿dónde está?, porque hemos perdido la señal por la que se nos ha manifestado y hemos creído: la luz de su estrella.
Han pasado 21 siglos desde que aquella pregunta resonara en Jerusalén, tras la primera Navidad. Y hoy, a pocos días de su conmemoración, en medio de tantas desazones a causa de la pandemia, parece como si quisiera escaparse también del corazón del creyente: pero Señor, ¿dónde estás? ¿Es posible que, en medio de tanto dolor y penurias mundiales, tú hayas venido a la tierra y sigas en medio de nosotros? Si los Magos perdieron la luz que los guiaba, nosotros corremos el peligro de perder la razón de ser de la Navidad, ante hechos tan extremos y contrapuestos como estamos viviendo, y tan difíciles de conciliar y de encontrarles un sentido.
Pero ya la primera Navidad conoció también esos extremos: la alegría de los Magos al creer en Dios y adorarlo en un pesebre y, en contraposición, el desgarro interior de tantas madres ante la muerte de sus hijos, fruto de la soberbia y el poder de un tirano llamado Herodes, que quiso matar a Dios en los niños. Y obligado a huir a Egipto en brazos de su madre, Dios se hizo emigrante con los emigrantes de hoy y de todos los tiempos. Los gritos oídos en Belén y su comarca por la matanza de los inocentes, se antojan un anticipo de los oídos a lo largo de la historia, ante tantos sufrimientos de la Humanidad. Por eso, frente al aparente sinsentido del dolor y de la muerte, puede surgir hoy la misma interpelación: ¿Dónde está Dios? ¿Puedo yo festejar su nacimiento cuando reina tanta desazón por doquier? ¿Sigue Dios con nosotros? La pregunta permanece en el aire, como lo prueba lo sucedido el siglo pasado en Auschwitz que, por su sinrazón, a más de uno podría recordarle la locura de la matanza de Herodes.
Lo cuenta Élie Wiesel, judío nacido en Rumanía, que sobrevivió a los campos de exterminio en Auschwitz y Buchenwald. Galardonado con el Premio Nobel de la Paz, en 1986, refiere en su libro La Noche el ahorcamiento, en el campo de concentración, de tres hombres, uno de ellos apenas un chaval jovencísimo. Dejemos hablar a Elie Wiesel:
"Los SS parecían más preocupados, más inquietos que de costumbre. Colgar a un chaval delante de miles de espectadores no era un asunto sin importancia. (...) Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en los nudos corredizos”
Los dos hombres murieron pronto, pero el joven vivió algo más “luchando entre la vida y la muerte, agonizando bajo nuestra mirada. Y tuvimos que mirarle a la cara. Cuando pasé frente a él seguía todavía vivo. (…). Escuché al mismo hombre detrás de mí: −¿Dónde está Dios? Y en mi interior escuché una voz que respondía: "¿Dónde está? Pues aquí, aquí colgado, en esta horca...", concluye Weizel en este pasaje de La Noche. Podemos añadir nosotros: Mucho antes también, Dios estuvo colgado en la Cruz intercediendo por aquel muchacho y por todos, para ofrecernos su salvación. Se hizo emigrante con los emigrantes y fue ajusticiado siendo inocente.
Volvemos al hoy de la pandemia. Que el sufrimiento y las obligadas restricciones por motivos sanitarios, no impidan la alegría de Navidad. Dios se ha hecho hombre para compartir también todas nuestras penas, como el poeta francés Paul Claudel −vuelto a la fe precisamente en la Noche de Navidad de 1886−, expone bellamente con estas palabras: «Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento. Ni siquiera ha venido a explicarlo. Ha venido a llenarlo con su presencia. Quedan muchas cosas oscuras; pero hay una cosa, al menos, que no podemos decirle a Dios: “Tú no sabes lo que es sufrir”». Así, Dios, al haberlo hecho suyo, ilumina su sentido, que es la mejor explicación: la de los hechos, sin necesidad de palabras. La fe arroja luces de consuelo y esperanza si aceptamos que el Salvador ha llenado y redimido con su presencia todo sufrimiento humano.
Asediados como seguimos por el Covid-19, hablamos de tantas cosas de cara a la Navidad −número de personas consentido en reuniones familiares, los aforos y desplazamientos permitidos, los horarios limitados...− y podemos dejar en sordina al gran Protagonista: al Dios nacido en Belén. Si allí no encontró morada en el mesón, hoy corre el peligro de no encontrarla en el lugar central que le corresponde. No permitamos que tantas dificultades provocadas por la pandemia, nos impidan recibir al Señor de Belén. Porque entonces, al dolor ya presente −y no es poco− se sumaría otro mayor: el del vacío de nuestro corazón. Un místico alemán del siglo XVI, Ángel Silesius, decía: "Aunque Cristo nazca mil o diez mil veces en Belén, de nada te valdrá si no nace por lo menos una vez en tu corazón". Y casi con idénticas palabras, también el Papa Francisco, en la fiesta de Reyes de 2017: “No sirve de nada saber que Jesús ha nacido, si no ha nacido en nuestro corazón… ¿Nació en tu corazón?”. También Dios “nace” y está en todo corazón que quiera acogerlo. No está prohibido quitarse las mascarillas del corazón: impaciencias, egoísmos, prepotencias… Ojalá nos animemos a hacerlo, para dejarle entrar en nuestras vidas y respirar más libremente la suya divina.
Quiera Dios que el crisol de tantos reveses desde marzo pasado y, aún en estos días de Navidad, lejos de atenuar nuestra fe la purifique y haga que sepamos difundirla a nuestro alrededor. Y al lucir de nuevo la estrella como sucedió con los Magos de Oriente recobremos, si la hubiésemos perdido, la alegría. Así lo deseo para todos porque para todos sin excepción nació Dios en Belén: ¡Felices fiestas de Navidad!