José Miguel Odero
Uno de los temas que, sin duda, ha suscitado el actual interés por la teología de las religiones es el de la salvación en su aspecto cuantitativo. La pregunta por el alcance más o menos universal de la salvación es tan antigua como las narraciones evangélicas. Quedó explicitada en ellas de forma paradigmática como una inquietud que un anónimo personaje expuso ante Jesús: «Señor, ¿son pocos los que salvan?» (Lc 13, 23). Este interrogante probablemente no es suscitado por mera curiosidad teórica ni por una imaginación demasiado viva, sino que, atendiendo a su contexto literario, esta cuestión planteada en el Evangelio de Lucas parece originarse de forma natural ante la neta exigencia de santidad que Jesús planteaba a sus discípulos: «Quienes le oyeron decían: —Pues, ¿quién se podrá salvar?» (Lc 18, 26).
Resulta significativo descubrir que usualmente el motivo que hace surgir este tipo de inquietud es la inequívoca enseñanza de Jesús sobre la necesidad de evitar el deseo prioritario de confort y seguridad: sus prevenciones acerca del deseo de acumular bienes y dinero. Dicha doctrina debía causar estupor incluso en una sociedad cuyo nivel de vida era ínfimo comparado con el de muchos países industrializados de la actualidad: «Al oír esto, los discípulos se asombraban mucho y decían: —Entonces ¿quién se podrá salvar?» (Mt 19, 25) [1].
En la segunda mitad del siglo XX este mismo tema de la extensión de la salvación se plantea en un contexto muy diverso al evangélico. Lo suscita la conciencia de que, veinte siglos después de Cristo, los cristianos hemos sido y somos aún una minoría en el conjunto de una Humanidad cuya globalidad —tanto sincrónica como diacrónicamente— se convierte cada día en un factor más relevante para nuestras vidas. La vivencia de compartir una aldea global se presenta como un signo característico de nuestro tiempo histórico, de la situación desde la cual podemos pensar.
En este sentido, lo que resulta chocante para muchos cristianos, familiarizados con la fe en un Dios-Amor lleno de misericordia por los hombres, es la hipótesis de que sean pocos los que salven. Conviene notar que esta preocupación es típicamente cristiana, pues otras religiones universales (el Islam, el budismo) no comparten tan sentida y unánimemente esa noción explícita de Dios-Amor.
1. La salvación en la «teología pluralista» de las religiones
Un ejemplo especialmente claro de cómo la opinión pública (el Zeitgeist) afronta la cuestión mentada son los múltiples escritos de John Hick. Dicho autor se caracteriza por una incansable y reiterada actividad para propugnar y defender ciertas tesis religiosas acudiendo una y otra vez a los mismos tópicos. Por ello, detenerse a encontrar variantes de sus postulados a lo largo de su extensa bibliografía resulta una tarea inútil.
Según él, el concepto cristiano de salvación —«ser perdonado y aceptado por Dios a causa de la muerte de Jesús en la cruz»— supondría algo inaceptable para su teoría: «que sólo el Cristianismo conoce la salvación y que sólo éste es capaz de predicar cuál es la fuente de la salvación» [2].
Por ello, como alternativa, define la salvación «como un cambio real en el hombre, una transformación gradual que lleva desde el natural egoísmo (self-centeredness), fuente de muchos males, hacia una orientación radicalmente nueva: centrada en Dios y manifestada en el fruto del espíritu». ¿Cuál es la ventaja de esta nueva definición? Que descartaría cualquier juridicismo respecto a la salvación, subrayando su esencia moral-espiritual, junto a su relevancia política y social; de este modo se podría observar cómo la salvación divina opera igualmente en todas las religiones. Hick reconoce que su definición «no se fundamenta en una teoría teológica», pero sostiene que puede encontrar apoyo «en realidades observables de la vida humana» [3].
Dichas realidades, que permiten reconocer la acción soteriológica divina, consistirían en «frutos humanos» de carácter ético [4]. Por el contrario, Hick no reconoce ninguna autoridad distintiva en el plano religioso a los testimonios de la revelación contenidos en la Biblia (los cuales son evidentemente contrarios a su irrenunciable perspectiva pluralística) [5].
De hecho su concepto de salvación —al identificarse con «los frutos humanos» de la salvación— resulta ser paradójicamente anacrónico, tan diverso del de Jesús como el que mantenían los zelotes. En efecto, Hick equipara cuatro nociones: «salvación / liberación / ilustración / plenitud» [6]. Adopta así la figura de un zelote ilustrado, que ha renunciado a la violencia para adaptarse a los valores humanos que desde el siglo XVII se han ido poniendo de moda: autonomía ética (en su sentido más radical), liberalismo intelectual («librepensamiento», con lo que conlleva de relativismo religioso), autorrealización del individuo (pero sin una perspectiva personalista ni comunitaria).
Para Hick salvarse consiste en una conversión ética, en la cual la persona deja de ser egoísta para adoptar una actitud filantrópica. No parece, pues, improbable que dicha conversión pueda ser concebida como un proceso fundamentalmente intramundano, de modo que ni la intervención especial de un Dios salvador es necesaria ni el término del proceso salvador entraña una relación personal con Dios.
En este sentido ha escrito McGrath que «la afirmación de que todas las religiones proporcionan la salvación no es sino una tautología»; es como afirmar que en todos los continentes el hombre puede aspirar a una vida más decente [7].
El verdadero apoyo de la teoría de Hick reside en su capacidad para evocar una fuerte pasión: el sentimiento de horror ante la imagen de que la mayoría de la Humanidad estaría destinada a la condena eterna [8]. Un cristiano resulta particularmente apto para horrorizarse ante esta perspectiva y buscar otra alternativa, pues —como afirma C.H. Pinnock, en la misma línea de Hick— los cristianos se caracterizan por su especial sensibilidad ante la misericordia divina [9].
2. Cristo y la salvación
La actitud indiferentista de Hick se origina a partir de una fuerte certeza subjetiva en la cual su mente reposa: la certeza de que todo hombre —empezando por judíos y cristianos— puede permitirse el lujo de prescindir de la Biblia para entender qué es la salvación y cómo incide ésta en la Humanidad. Dicha postura no deja de tener un cierto sabor a la suficiencia de los sofistas que Sócrates desenmascaró. En realidad, sorprende que un eclesiástico tan culto como él —con independencia de que haya deambulado por diversas confesiones protestantes—, no dedicara una reflexión atenta a la actitud de Jesús ante las preguntas sobre la salvación mencionadas al inicio de esta Comunicación.
Ante la desesperanza de sus discípulos, que entendían el crudo realismo de la renuncia a un espíritu consumista, posesivo y ansioso de seguridades terrenas, Cristo les reconforta afirmando: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19, 26) [10]. Esta respuesta es un cierto resumen de toda la teología bíblica veterotestamentaria acerca de la salvación, la cual se centra en esta afirmación: —Sólo Yahvé es el Salvador (Ex 14, 13), sólo Él puede llevar a cabo aquello por lo cual suspira lo más hondo del corazón humano. En realidad, Él es la Salvación (Ex 15, 2), «el Dios de nuestra salvación» (1Co 16, 35), porque sólo Yahvé tiene la fuerza necesaria para salvar al hombre [11].
Entonces, ¿se salvan muchos o pocos? Según Lucas, Jesús no satisfizo la curiosidad de quien le interrogaba. Cabe suponer que en esta ocasión —como en algunas otras similares (p.ej., cuando sus discípulos le preguntaban acerca de la fecha de la Parusía)— la ausencia de una contestación directa contiene implícitamente una enseñanza y una denuncia. Jesús advierte a los suyos que la actitud inquisitiva al respecto no es pertinente e incluso indica que es dañina para el hombre; es decir, denuncia una curiosidad malsana. San Agustín —y análogamente otros muchos Padres— descubriría en esta curiosidad la incoación de un gnosticismo («temeraria professio scientiae») que no respeta el arcano de los misterios divinos [12].
En cualquier caso, parece evidente que Jesús desea que el hombre se enfrente a la cuestión aludida con otro espíritu diverso del que guiaba a sus interlocutores, desde otra perspectiva. Así responde: «Esforzáos por entrar por la puerta estrecha, porque —os digo— muchos pretenderán entrar y no podrán» (Lc 13, 24). Lo que Cristo propone es afrontar con urgencia el tema de la salvación desde una perspectiva práctica, que mire directamente a la conversión del corazón hacia Dios; dicho en otras palabras: Jesús propone pedir a Dios una auténtica fe sobrenatural, que comprometa mi propia vida, mi actitud actual al respecto, las acciones que voy a realizar inmediatamente.
Como toda praxis, ésta también presupone un contenido teórico. Jesucristo habla de esfuerzo, describe la salvación como una «puerta estrecha» y afirma positivamente que no todos los hombres se salvan. Estos son los supuestos principales de su respuesta. La expresión «muchos pretenderán entrar y no podrán» no debe entenderse como una respuesta a la pregunta de si son muchos o pocos quienes se salvan. Precisamente por esa sensibilidad típicamente cristiana ante la Misericordia divina —una sensibilidad cuya raíz se halla sin duda en el ejemplo mismo de Jesús—, es factible y razonable entender este texto en el sentido de que sea cual fuere el número y la proporción de quienes no se salvan, el número de los no salvados siempre resultará demasiado alto para el Dios Trino: éstos siempre le parecerán «muchos».
Esta tradición evangélica sitúa, pues, la extensión de la salvación humana en el ámbito de los misterios inescrutables —aunque en cuanto mero dato sólo sea un «misterio sobrenatural in quantum modo»—. Ello conlleva una importante consecuencia para la teología: Cristo descalifica esta cuestión como ámbito digno del esfuerzo que comporta la investigación teológica. Jesús advierte que las especulaciones al respecto nunca serán fructíferas, señalando a la vez el peligro de que el investigador fascinado por este tipo de enigmas fácticos se olvide de colaborar real y efectivamente en la ardua tarea de su propia salvación personal.
El Nuevo Testamento contempla simultáneamente otra convicción amplísimamente documentada en el mismo: la mediación cristológica como condición de salvación. Desde la teología bíblica resulta evidente que «los términos redención, salvación y liberación están entrelazados entre sí. Para el AT puede decirse, en términos generales, que la redención es la acción realizada por Dios para salvar a Israel, de modo ejemplar, liberándolo de la esclavitud de Egipto y constituyéndolo así en el pueblo de su propiedad. Para el NT la redención ha sido obrada por Jesucristo, que es el Salvador, en cuanto nos redime o rescata del pecado y de toda iniquidad» [13].
No vamos a extendernos ahora en este punto, ni tampoco discutiremos si esa mediación salvífica de Cristo ha de ser epistemológica además de ontológica. Lo que deseamos resaltar es la frivolidad que supone poner entre paréntesis un punto tan evidente y relevante, sacrificando esta convicción evangélica a un irenismo interreligioso. En este sentido, Hick y sus seguidores realizan una reducción tan radical del núcleo de la fe cristiana que, paradójicamente, hacen imposible un serio diálogo interreligioso. En efecto, dialogar sólo tiene sentido para quienes reconocen la diversidad de sus posturas respectivas y tienen la fortaleza de exponerlas con toda sinceridad.
Hick, al dejarse llevar frenéticamente por el deseo compulsivo de abrir paso de inmediato a la unidad religiosa mundial, acaba por imponer dicha unidad a golpe de postulados como si ésta ya fuera un fait accompli. Pero de este modo impide que el diálogo interreligioso propiamente dicho pueda haberse establecido legítimamente y con autenticidad; ¿para qué dialogar, si en el fondo ya estamos todos de acuerdo?
Es fácilmente comprensible que sus teorías no hayan tenido eco alguno significativo entre los musulmanes. La actitud de Hick es un caso de cómo el deseo puede obnubilar la percepción de realidades casi evidentes. Por ejemplo, que la fe cristiana, el Islam y el budismo mantienen conceptos muy diversos sobre la esencia de la salvación; basta con observar comparativamente sus respectivos rituales para constatarlo. Pero Hick suprime la evidencia al respecto dejándose llevar por un apriorístico espíritu homogeneizador de las religiones [14].
Lo que Hick denomina —con expresión propagandística— «teología pluralista de las religiones», lejos de abrir un espacio dialogal realmente pluralista, ha sido denunciado como una forma ladina de «imperialismo teológico». Porque, de hecho, Hick mantiene un concepto genérico de la divinidad que no es resultado de una fenomenología de las religiones sino de su propia formación cristiana; e intenta imponer esa noción como algo que se encuentra en todas las religiones. Algo análogo sucede con la dimensión ética de su concepto de salvación.
Si John Hick se atuviera más fielmente a los datos, acabaría por reconocer que los cristianos sólo sabemos en qué consiste la salvación a través de la Palabra de Dios que la Iglesia conserva y predica. Aceptaría el hecho de que Cristo y sus discípulos nos han proporcionado la información más precisa de que disponemos al respecto y que la figura de Cristo resucitado es el espejo más fiel de lo que pueda ser un hombre salvado. Sin sus palabras, qué significa ser salvado quedaría en una penumbra similar a la del Hades grecolatino. Como ya vislumbró Wittgenstein, la referencia a la praxis eclesial acerca de las vías de salvación es la brújula más concreta para entender «desde dentro» cuál es la noción cristiana de salvación.
3. Qué significa en general «salvación»
Quienes se ocupan de estudiar la historia de las religiones saben de la enorme dificultad para encontrar en los ámbitos del budismo o del islamismo una noción equivalente a «salvación». ¿Qué se entiende exactamente en castellano mediante el uso de este término?
Procedente de la palabra latina salvatio, significa en primer lugar la «acción y efecto de salvar o salvarse». Es notable la equivocidad que entraña, pues, este palabra respecto a la cuestión de quién tiene el protagonismo de la salvación: ¿Dios o el hombre? Cada uno de nosotros, ¿se salva o es salvado? Esta cierta ambigüedad puede quizá entrañar cierta sabiduría y no mera indiferencia: el reconocimiento de que la acción salvífica divina y la respuesta humana a la misma forman una unidad operativa, en la cual el observador —e incluso el propio interesado— se ve incapaz de discernir con exactitud cuáles son los límites entre el actuar de Dios y el del hombre.
En cualquier caso, para dilucidar qué significa salvación es preciso remitirse a la acción de salvarse o ser salvado. Ambas formas verbales tienen igualmente una raíz latina: salvare. Salvar a alguien consiste en librarle «de un riesgo o peligro, poniéndole en seguro». Existe también la acepción salvar un obstáculo: «evitar un inconveniente, impedimento, dificultad o riesgo»; a menudo, superar dicho obstáculo comporta un gran esfuerzo. Ambos significados —salvar a alguien y salvar un obstáculo— están en estrecha relación, pues librar a algún otro de peligro se logra sólo con la fortaleza suficiente de quien está capacitado para salvar los obstáculos que se interpongan en su tarea.
En el lenguaje castellano, salvar tiene además una connotación religiosa —consecuencia de la inculturación multisecular de la fe cristiana—; por eso, constituye un hecho evidente que nombrar sin más la salvación y la acción de salvar conlleva la mención de «dar Dios la gloria y bienaventuranza eterna» y, simultáneamente, significa también la consecución de la gloria y bienaventuranza eternas. En definitiva, salvarse consiste en «alcanzar la gloria eterna, ir al cielo».
Cierta influencia teológica cabe intuir en otra acepción de salvar, a saber, la acción de «exculpar, probar jurídicamente la inocencia o libertad de una persona o cosa». El sentido del término parece tener estrecha relación con el concepto de la salvación en cuanto acto expiatorio, como acción de Cristo por la cual el hombre es justificado y liberado de sus pecados.
En resumidas cuentas, cabe hablar de que el término salvar se mueve en dos niveles fundamentales:
a) Dentro del idioma castellano hablar de salvar o de salvarse, sin más, remite a la realidad teológica de la salvación cristiana: a Dios que nos salva y justifica en Cristo, librándonos del pecado y de la muerte.
b) Para significar otras acciones menos trascendentes mediante el verbo salvar (es decir, para referirse a algún tipo de salvación intramundana), es preciso añadir algún predicado concreto, que designe el peligro del cual uno ha sido salvado o la parte del propio ser que fue objeto de salvación [15].
Por su parte, el término castellano salvación posee esencialmente un sentido teológico neto, de raíz indudablemente cristiana [16]. De ahí que resulte tan difícil traducirlo adecuadamente a muchas lenguas orientales, desarrolladas en una cultura no conformada por la fe cristiana.
Semánticamente ligada con la noción de salvación se halla la de salud. Este término procede de otra raíz latina: salus. Y originariamente mienta una situación fisiológica: aquel «estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones», o bien las «condiciones físicas en que se encuentra un organismo en un momento determinado». Es decir, tener salud significa en principio tener buena salud, encontrarse bien desde el punto de vista terapéutico.
Un sentido más genérico —actualmente arcaizante— relacionaba la salud con el bienestar en general, que en el caso del hombre está íntimamente ligado a la expansión de su ser mediante la libertad [17].
Por la incidencia de la fe cristiana en la forja de la lengua castellana, también antiguamente se solía hablar de la salud para referirse a «la salud del alma», es decir, al «estado de gracia espiritual». Igualmente arcaico es el sentido anejo a éste, según el cual salud se identificaba con «consecución de la gloria eterna, salvación». Pues en la gloria —bien espiritual supremo del hombre— culmina el don de la gracia.
Dentro de este mismo campo semántico se hablaba del «XX año de nuestra salud», para referirse al tiempo que mediaba entre una fecha determinada y el comienzo de la obra salvadora de Cristo, mediante la Encarnación del Verbo y el nacimiento de Jesús («Salvador») [18]. En efecto, como consecuencia del proceso de inculturación ya mencionado, resulta que el adjetivo verbal salvador (el que salva) lo aplica nuestro idioma por antonomasia a Jesucristo, «a quien también se nombra Salvador del mundo, por haber redimido al hombre del pecado y de la muerte eterna».
El análisis semántico que se ha realizado muestra, en definitiva, que en la lengua castellana actualmente se da un nexo inquebrantable entre el significado del término salvación y la realidad de la revelación cristiana.
Eso explica que la pregunta por si puede darse otro tipo de salvación diverso al enseñado por la Iglesia de Cristo carezca propiamente de sentido. Aunque ello no prejuzgue la cuestión de si el misterio de la salvación se opera también entre los no bautizados.
4. Reflexiones sobre la noción de «salvación» y el diálogo interreligioso
Sería ridículo pretender tratar en estas pocas páginas la complejidad que entraña la noción cristiana de salvación. Vamos a centrarnos tan sólo en señalar algunos de sus rasgos más distintivos, con el propósito de mostrar lo que antes ha sido enunciado —que dicha noción difiere de la budista y de la islámica—, facilitando así un fructífero diálogo interreligioso que se funde —como cualquier diálogo debe hacerlo— en la autenticidad de cada participante en el mismo.
a) Concepción budista de la salvación
Es de sobra conocido cómo en el budismo la aspiración suprema del creyente consiste en escapar del dolor, de esa ley de sufrimiento que empapa el ser del hombre y del mundo [19].
Por su lado, la fe cristiana no pretende ser un analgésico. El signo cristiano por excelencia —la Cruz de Cristo— pone constantemente ante los ojos de los fieles que el sufrimiento no es el mal supremo, aquello que debe ser temido y evitado a toda costa. Por el contrario, el dolor asumido libremente por amor a Dios a imagen de Cristo, es la puerta de la auténtica salvación [20].
Así pues, respecto a la esencia de la salvación budismo y fe cristiana divergen netamente. El creyente cristiano ve en el sufrimiento una vía para unirse misteriosamente con Cristo y superar con él y mediante su poder el dominio de la muerte y sus secuelas.
b) Concepción islámica de la salvación
Las traducciones usuales de «El Corán» no suelen emplear el término salvación, aunque bastantes de sus pasajes se refieran a contenidos de la fe islámica relacionados con esta noción. Según «El Corán», Dios resucitará a los hombres y los someterá a Juicio según su fe y sus obras de fe; en este punto Mahoma acoge la revelación judeo-cristiana [21]. Muchos —añade el fundador del Islam— serán condenados al infierno; otros, por el contrario, serán llevados a «un Paraíso de ensueño» (LXXXII, 13).
Dicho Paraíso es descrito a menudo como un «jardín» u oasis, semejante al Paraíso de Adán pero aún más delicioso; será «un refugio: villas y parras, mujeres ubérrimas de su misma edad, y copas repletas». Aunque enseguida añade que los así recompensados «no dirigirán la palabra» a Dios, el Clemente (LXXVIII, 31-37), que permanece siempre en un lejano más allá.
Por tanto, en el Islam salvarse significa ser salvado por Dios del Infierno —no tanto del pecado—, para gozar un modo de vida que, siendo excelente, no se halla empero a un nivel cualitativamente diverso de la vida presente. Resulta sumamente ilustrativo que el Islam, a diferencia de la fe cristiana, no conciba que la salvación conlleve un cambio sustantivo en las relación del hombre con Dios, el cual permanecería igualmente inaccesible respecto a la vida humana [22].
c) Esencia de la noción cristiana de «salvación»
Por el contrario, la fe cristiana no contempla la beatitud como un mero estado de felicidad asegurada (tal como se entiende este término usualmente) [23]. Tampoco la gloria es simplemente un gran don perpetuo que se sume a otros bienes naturales que el hombre recibe de Dios, ni consiste en la mera ausencia de pena y de castigo.
Salvación significa en castellano y en otras lenguas occidentales «alcanzar la gloria eterna, ir al cielo» (cielo no es fundamentalmente sino un sinónimo de ese estado de gloria eterna). La gloria es un estado cualitativamente diverso del estado de gracia (y, desde luego, del estado de pecado).
En el Nuevo Testamento, en qué consista la salvación sólo se describe gráficamente en el Libro del Apocalipsis; y en este caso ha de destacarse la ausencia de términos eudaimonistas: se habla de un culto perpetuo otorgado a Dios en Cristo por un Pueblo santo de reyes-sacerdotes. San Pablo, por su parte, declara sencillamente siguiendo la tradición profética de Israel que la gloria es inefable (1Co 2, 9), es decir, resulta propiamente indescriptible.
Conceptualmente la gloria es caracterizada por Cristo como el advenimiento definitivo y absoluto del Reino de Dios. Por encima de una miope perspectiva individualista, Jesús concibe la salvación como la compleja realización de un plan divino que surca la historia de la humanidad.
Pero quizá lo más característico y distintivo de la gloria a la que seremos elevados gratuitamente por Yahvé es que «veremos a Dios cara a cara» (1Co 13, 12), plenificándose así el más arcano y profundo anhelo que Dios ha puesto libremente en el hombre: el desiderium naturale videndi Deum, según la expresión clásica y bien conocida.
Y, si podemos ver a Dios a quien sólo el Hijo conoce, es que entonces seremos ontológicamente deificados: rehechos según una semejanza impensable, unidos de modo íntimo con Aquel de quien ya somos imagen: «hechos partícipes de la naturaleza divina» (2P 1, 4). Seremos hechos hijos en el Hijo, hijos de Dios por medio del Hijo Unigénito a semejanza suya: el Verbo de Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser deificado. La deificación de los bienaventurados es posible sólo gracias a un proceso de cristificación que se va incoando ya aquí en la vida terrena [24].
El pecado es el gran obstáculo para que arraigue en nosotros la vida divina que Cristo nos ha conseguido. Por eso Cristo nos salva redimiéndonos y justificándonos.
La resurrección forma parte de la gloria por la misma razón que el pecado trajo consigo la muerte y sus secuelas (enfermedad, sufrimiento, autodestrucción). Resulta lógico, pues, que las curaciones de enfermedades aparezcan así en el NT como signos especialmente adecuados de que la salvación está próxima y de que es Jesús quien nos la comunica. Al redimirnos del pecado, Cristo nos gana la vida eterna, que es un nuevo modo de vida —un modo divino de vivir— y no simplemente una prolongación del tiempo presente [25].
En el testimonio apostólico acerca de Cristo resucitado se encuentra el núcleo más sólido para presentir qué será vivir como salvados, ser bienaventurados elevados a la gloria. La Humanidad de Cristo es, en efecto, «la primicia» de la humanidad salvada» (1Co 15, 20-23). Jesús es quien primero recorre el camino de la gloria. Desde esta perspectiva cobra un tinte nuevo su afirmación tajante: «Yo soy el Camino … y la Vida» (Jn 14, 6) [26].
Después de todo lo dicho, la hipótesis de que todas las religiones conciben de igual modo la salvación aparece en todo su descarnado y burdo simplismo. Un simplismo que de hecho resulta ser un obstáculo imponente —una fuente de confusión, ambigüedad y malentendidos— para el sincero diálogo interreligioso.
José Miguel Odero, dadun.unav.edu/
Notas:
1. La misma pregunta se halla en Mc 10,26.
2. Four Views on Salvation in a Pluralistic World, D.L. OKHOLM-T.R. PHILLIPS (ed.), Grand Rapids 1996, p. 43.
5. Así se lo hacen notar varios colaboradores en esta obra colectiva: Alister E. McGrath (pp. 163 ss.), citando a otros muchos autores.
6. J. HICK, The Second Christianity, London 1983, p. 86.
7. Four Views on Salvation…, p. 174.
10. Cfr. Mc 10, 27; Lc 18, 26.
11. Cfr. S. H. SIEDL, Salvación, en Diccionario de teología bíblica, J.B. BAUER (ed.), Barcelona 1967, p. 962; J. DÍAZ Y DÍAZ, Salvación, en Enciclopedia de la Biblia, A. DÍEZ MACHO-S. BARTINA (ed.), IV, Barcelona 21969, pp. 407-412.
12. «De Deo loquimur, quid mirum si non comprehendis? Si enim comprehendis, non est Deus. Sit pia confessio ignorantiae magis quam temeraria professio scientiae. Attingere aliquantum mente Deum magna beatitudo est, comprehendere autem omnino impossibile»: S. AGUSTÍN, Sermones, 117, 3, 5.
13. J.M. CASCIARO-J.M. MONFORTE, Jesucristo, Salvador de la humanidad. Panorama bíblico de la salvación, Pamplona 1996, pp. 109 s.
14. Cfr. Four Views on Salvation…, pp. 156-162; 165 s.: 170-175.
15. Por ejemplo: —«La salvó de ahogarse»; —«Por pura casualidad me salvé de caer en el precipicio»; —«Te ha salvado la vida»; —«Gracias a la sangre fría del médico se salvó mi mano».
16. Otros usos profanos de la noción de salvación nunca se expresan con este término (salvación): p. ej., se suele hablar de «equipo de salvamento»; en otros casos, para significar salvaciones de peligros, se acude al recurso de sustantivar el verbo salvar: —«Salvar a alguien de las llamas de un incendio es una acción heroica».
17. Así también se habla de salud como «libertad o bien público o particular de cada uno».
19. Cfr. H. DE LUBAC, Aspetti del buddismo, Milano 1980; Buddismo et Occidente, Milano 1987;K. MIZUNO, I concetti fondamentali del buddismo, Assisi 1990; U. SCHNEIDER, Der Buddhismus. Eine Einführung, Darmstadt 41997; M. BRÜCK-W. LAI, Buddhismus versus Christentum: Geschichte, Konfrontation, Dialog, München 1997.
20. «Solamente el cristianismo ha convertido a la muerte en salvación»: G. VAN DER LEEUW, Fenomenología de la religión, § 12, México 1964, p. 103.
21. Los temas escatológicos —aludidos con frecuencia a lo largo de todo el libro— son muy explícitamente tratados en las azoras LVI-LXXXIX.
22. Cfr. G. FINAZZO, I musulmani e il cristianessimo. Alle origini del pensiero islamico, Roma 1980; A. KHOURY, Los fundamentos del Islam, Barcelona 1981; Encyclopaedia of Islam, T.W. ARNOLD (ed.), Leiden 1986 ss.; R. LEUZE, Christentum und Islam, Tübingen 1994; D. WAINES, El Islam, Madrid 1997.
23. En este sentido la referencia con que comienza Van der Leeuw el análisis de la esencia de la salvación, definiéndola como felicidad donada, no es fiel al auténtico uso del término felicidad: G. VAN DER LEEUW, Fenomenología…, § 11, p. 93.
24. Cristo es la condición necesaria para alcanzar la salvación (1Tm 2,15).
25. La pedagogía divina se encamina a darnos «como Dios… la vida eterna»: CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protréptico cap. I; PG 8, 61 C.
26. «Rm 4, 25 es la clave en la teología de la salvación divina en Cristo: “El cual fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación”» (J.M. CASCIARO-J.M. MONFORTE, Jesucristo…, p. 367).
Martín Kriele
El contexto cultural de la ilustración política fue el Derecho Natural racionalista. Se trataba de conocer las condiciones según las cuales el hombre puede vivir como hombre, no reducido o disminuido, sino de acuerdo con su naturaleza propia. Ahora bien, ¿qué es lo propio de la naturaleza humana?
Esta pregunta se puede contestar de dos maneras: considerando al hombre naturalísticamente, es decir, de modo empírico-biológico, como un animal complejo dotado de cualidades específicas, en especial con un entendimiento técnico-científico capaz de organización, o bien, introduciendo en el concepto de naturaleza humana los ideales de autorrealización de la persona, independientemente de con qué frecuencia y de qué modo dichos ideales se hayan realizado. En este caso, el concepto de naturaleza humana se orienta en torno a modelos individuales, por ejemplo, en torno al sabio, al que ama, al que crea, al que ayuda, al sacrificado, al que busca la verdad y la justicia, etc. En este sentido, el concepto abarca la vida espiritual, religiosa, jurídica, artística, cultural, -en definitiva todo aquello que el hombre consideraba y considera como bueno, hermoso, verdadero, sagrado, justo, etc.- como posibilidades innatas a la naturaleza humana, cuya actualización es deseable [1].
La ilustración política se desarrolló a partir del Derecho Natural «ideal». Su eje era la dignidad del hombre. Pues ésta es la razón por la que existe en definitiva una obligación respecto al otro. El término expresa que el hombre también ha de ser interpretado -aunque no solamente- de modo «naturalístico», y que por eso no puede ser considerado como un objeto más de la Naturaleza a la hora de actuar. Antes al contrario, debe ser respetado al mismo tiempo como sujeto. De aquí se desprende, desde el punto de vista político, la exigibilidad de la libertad como condición de que el desarrollo de las mejores capacidades de cada hombre sea posible. El principio básico de la ilustración política era, así pues, el siguiente: Cada hombre tiene el mismo derecho a la libertad y a la dignidad. Este principio plantea una exigencia intelectual y una exigencia moral. Intelectualmente, se trata de determinar las condiciones concretas de la realidad necesarias para la realización de ese derecho. Moralmente, la efectuación de aquellas condiciones presupone solidaridad y compromiso: sentir la injusticia, la indigencia o la miseria de los demás como pro pias y luchar por conseguir reducirlas. La ilustración política es, pues, una combinación de realismo y solidaridad. Ambos elementos se complementan mutuamente. Un realismo descarnado que desplazase la moralidad hacia la determinación abstracta de los fines y considerase los medios únicamente bajo el prisma de su utilidad inmediata, lesionaría tanto los requisitos de la solidaridad, como lo hace un moralismo no realista.
Contra el concepto de «naturaleza humana» se suele argumentar que contiene implicaciones valorativas y que, por lo tanto, únicamente se deducen de él aquellos postulados en él previamente introducidos. Se podrían considerar interpretaciones opuestas y derivar de ellas consecuentemente las teorías sobre el Derecho Natural más contrarias, legitimadoras de modelos políticos absolutamente distintos [2], La respuesta clásica a esta objeción indica que no se pretende conseguir la realización de cotas máximas, sino la libertad y auto determinación que convierten al hombre y a los pueblos, de objetos en sujetos de su propio destino. En cierta medida, se supera así la objeción. Pues es algo radicalmente distinto el que el Estado determine los valores que han de ser realizados o si, por el contrario, únicamente se preocupa de garantizar los fundamentos políticos y económicos necesarios para la realización del individuo.
Bajo el concepto de ilustración política entendemos, pues, aquella tradición de pensamiento que responde a la pregunta ¿qué es lo propio de la naturaleza humana? con un cheque en blanco: la libertad. La fijación del contenido de la respuesta depende de una autodeterminación responsable. Precisamente porque debe orientarse según los problemas que se plantean, y han de ser resueltos, en cada situación concreta, los problemas planteados por los demás hombres, por el Poder, por la ignorancia o la indigencia. Ir más allá de este criterio genérico y pretender contestar a la pregunta sobre lo que es propio de la naturaleza humana con algo que obliga a los demás sería absurdo, una contradicción en los términos. Significaría no solamente pretender saber lo que no se puede saber porque únicamente cada hombre, cada pueblo y cada generación en particular puede juzgar según las circunstancias y posibilidades determinadas. Significaría también, incluso en el caso de que se supiera cómo juzgar, sojuzgar al hombre y privarle de su libre capacidad de autodeterminación, que es cabalmente lo propio de su naturaleza. Pues lo específicamente humano, sobre lo que los ilustrados insistían, es que el hombre no debe seguir siendo un ser tribal, nómada o gregario sino que es capaz de formar una comunidad social en libertad. La vida humana se halla determinada en mucha menor medida que la vida animal por la especie. Cada hombre tiene una biografía propia, grande o pequeña, dramática o vulgar, pero individual. El hombre es libre en la medida en que no se halla condicionado por su destino a través de las circunstancias externas de modo absoluto, sino en cuanto que las configura él mismo. Es cierto que cada decisión que toma a lo largo de su vida limita su libertad según las circunstancias respectivas: por ejemplo, decidirse por una profesión, una persona, un compromiso político, religioso, artístico o social, supone, igual que en el caso de realizar una promesa determinada, asumir unas obligaciones específicas. Este tipo de reducciones del ámbito de la libertad no vienen impuestas, sin embargo, desde fuera, sino personalmente: significan únicamente que se ha fijado la meta del viaje y que lógicamente hay que mantener el curso. Estas decisiones son, además, la base de toda actividad continuada y de toda actividad social: es decir, la autolimitación de la libertad se compensa a través de una ampliación del ámbito de la libertad en un campo determinado. En definitiva, la tesis fundamental de la ilustración política es primariamente que «el hombre debe vivir como hombre»: debe poder auto determinarse en el máximo grado.
En este contexto, el concepto de libertad no es sustituible por el de felicidad, porque una felicidad impuesta supone una enajenación de la persona; porque, con otras palabras, el concepto de «felicidad impuesta» en realidad es un contrasentido. Con mayor razón, cuando el concepto de felicidad, de acuerdo con la definición aristotélica -la eudemonía-, se identifica con la idea de la perfección moral o, de modo más expreso, cuando según la interpretación cristiana se identifica con la salvación del alma. En la historia de la libertad religiosa ha jugado un papel clave la tesis de que la salvación eterna no pueda ser impuesta, precisamente porque supone una libre decisión del hombre a favor de Dios. Esta tesis fue una aplicación teológica del argumento ético general, según el cual la perfección moral sólo puede basarse en una decisión libre. Por eso, no son oponibles la felicidad y la moralidad a la libertad. Pues aunque la libertad no sea lo mismo que la felicidad, aquélla es su condición imprescindible.
Sobre este principio se construyó la típica distinción de la Ilus tración entre Derecho y Moralidad. El Derecho, como orden coactivo heterónomo no puede obligar al cumplimiento de todas las reglas morales, sino que obliga a un «mínimo ético» (Georg Jellinek) [3]. Ahora bien, este mínimo ético exige el respeto de las condiciones de la libertad. Pues la libertad es el requisito previo para que el hombre llegue a ser idéntico consigo mismo y pueda desarrollar y realizar sus mejores potencialidades. No se persigue, por lo tanto, la consecución de elevados valores o lo que autoritariamente se entienda como tal, sino de crear las condiciones jurídicas y económicas necesarias para el mejor desenvolvimiento del hombre y de los pueblos. Para la Ilustración, la libertad se hallaba condicionada y limitada: las limitaciones de la libertad están justificadas si son necesarias para la realización de una idéntica capacidad de libertad en los demás. El equilibrio entre libertad y limitaciones de la libertad se articula sobre la base de aquellas condiciones que posibilitan el que «la libertad de uno puede permanecer junto a la libertad de todos los demás» (Kant) [4]. Al perseguir la misma libertad para los demás, no se pretende lógicamente producir una lucha de intereses o en pos del poder, que supondría la reducción de la libertad de los más débiles, sino la configuración de sociedades guiadas por el Derecho que protegen la libertad del individuo y que conducen democráticamente a la construcción de Naciones según sus elementos, tradiciones y características específicas. A la idea de la libertad pertenece el deber de respetar la dignidad del otro, es decir, una responsabilidad política, social y moral. Ambos elementos son imprescindibles: la libertad se destruye a sí misma sin su complementación por medio de la responsabilidad. Un actuar responsable precisa, por otra parte, de libertad.
Las raíces de la dignidad humana
Los ilustrados no podían, por todo lo anterior, interpretar la naturaleza del hombre de modo puramente empírico-biológico. Sobre la base de una consideración puramente naturalística el concepto de «dignidad humana» pierde su contenido específico y es imposible fundamentar la imprescindible' exigencia de respetar la dignidad del hombre. ¿Por qué ha de ser respetada, en última instancia, la digni dad humana? Kant resume la obligación moral de la que depende toda la ética de la Ilustración en el axioma de que el hombre merece respeto en cuanto hombre, precisamente porque nunca debe ser contemplado únicamente como medio, sino también como fin. ¿Pero por qué merece este respeto? La fundamentación kantiana del imperativo categórico presupone el deber de respetar la dignidad humana, y la fundamentación de la dignidad humana presupone, al mismo tiempo, la obligatoriedad del imperativo categórico [5]. Dicho con otras palabras: la conexión entre dignidad humana y moralidad es el punto final, en el que confluye el análisis de la Ilustración. Esta conexión se puede explicitar únicamente conceptualmente, pero no puede ser fundamentada racionalmente de nuevo. Este es el axioma clave de toda ética basada en el derecho natural, donde lo esencial es que estos contenidos éticos tengan validez en la moralidad vigente. Si esta vigencia no es real y se llega a las últimas conclusiones de una consideración puramente naturalista del hombre, Ausschwitz y el archipiélago Gulag son una consecuencia necesaria: porque entonces no hay ninguna razón para no tratar al hombre únicamente como un medio, sino siempre como un fin en sí mismo.
El concepto «dignidad humana» presenta implicaciones que, aunque no sean fundamentales racionalmente, son fáciles de imaginar. Este concepto conlleva un curioso tono de solemnidad, una honda dimensión que muchas veces permanece oculta. Los ilustrados del siglo XVIII hablaban de la dignidad de «todo aquel, que posee rostro humano». Esta conceptualización es, dado el racionalismo intelectual del mundo actual, un cuerpo extraño, en cierta medida una expresión procedente de un contexto intelectual muy distinto. En esta expresión se hallaba nítidamente presente la idea de que el hombre es algo específicamente diverso del animal; diverso no únicamente a causa del lenguaje y de su racionalidad técnica, sino especialmente gracias a sus potencialidades ideales, aquellas que permiten considerar que «todo aquel, que posee rostro humano», posee el derecho a ser libre. La idea de la dignidad humana deriva por otra parte, del derecho natural estoico y de la doctrina cristiana, según la cual todos los hombres son imagen de Dios. Hijos del mismo Padre y, por lo tanto, hermanos con los mismos derechos.
Cuando Kant interpretaba la religión en el sentido de identificar nuestros deberes morales con los mandamientos divinos, estaba presuponiendo la existencia de deberes morales.
Este supuesto era únicamente legítimo, porque existía una moral común aceptada en los círculos ilustrados. Esta moral es impensable sin sus condicionantes históricos, entre los que se cuentan raíces metafísicas y religiosas. Si Kant deducía («postulaba») la religión de las reglas morales, ello era solamente posible precisamente porque de hecho se encontraban allí de forma condensada.
A partir de la idea de la dignidad humana el derecho natural de la Ilustración dedujo que no existen esclavos por naturaleza, que todo trato desigual exige una justificación determinada y que cualidades diferenciadoras no son en principio factibles para legitimar un trato desigual.
Para el desarrollo político de la idea de la igualdad fundamentada en la dignidad del hombre, puede haber sido históricamente importante el que, como afirmaba Tocqueville, el absolutismo de los siglos XVII y XVIII redujese el poder de la nobleza y vaciase de contenido a la estructura feudal, preparando así su destrucción. Posiblemente jugó también un papel importante, como ha expuesto Luden Goldmann, la extensión del trueque y del mercado, dado que al comercio le es indiferente si el comprador es cristiano o pagano, blanco o negro, libre o esclavo [6]. De este modo se configuraron condiciones históricas que posibilitaron la incidencia política de la idea de la dignidad humana. La idea en sí, es, sin embargo, ininteligible sin sus raíces metafísicas y religiosas.
En la tradición cristiana se hablaba de la imagen divina del hombre. Los ilustrados del siglo XVIII eran -dada la situación ocasionada por el deseo de dominio de las diferentes Iglesias- anticlericales frente al Estado confesional, y muchos de ellos se confesaban deístas o ateístas. Pero vivían como algo perfectamente natural dentro del clima de la ética de la tradición, que era el que conformaba la cultura moral y política de su época. Su idea de la dignidad humana se manifestaba inequívocamente por medio de su ineludible deber con respecto al hombre. La idea de la dignidad humana contenía para los ilustrados del siglo XVIII una tradición religiosa; la sensación de que el hombre es un ser eterno, indestructible en su dimensión espiritual, cuya vida terrena tiene un sentido que va más allá de lo terreno. Lo que la Ilustración política conllevaba era ese recuerdo, o, por lo menos, el recuerdo del recuerdo: una metafísica reducida a una simple «intuición», a un genérico respeto y código morales, pero que no fueron nunca desechados. Pues, como afirma Hans Welzel: «si no hubiera Trascendencia, es decir, si la obligación moral y el deber transcendente a la existencia, son únicamente la proyección ilusoria de hechos psicológicos o sociológicos, entonces el hombre se encontraría en cuerpo y alma indefenso frente a un poder superior. De nada sirven entonces los posibles retrasos que pueda causar a su destrucción un génerico equilibrio de fuerzas: en el momento en que el poder de un bloque sea ilimitado, dependerá de él no sólo físicamente sino también intelectualmente» [7].
Esta argumentación no demuestra la necesidad de la Metafísica. Una «defensa de la Metafísica sobre la base de su pérdida» (Marquard) [8] no consigue salvar a la Metafísica. En este punto estriba para siempre la atacabilidad práctica y política de la Ilustración política, su talón de Aquiles. Hacia este punto se dirige la flecha de la concepción
«naturalística» del hombre, y esta herida puede ocasionarle la muerte. Ahora bien, cualquier intento de salvaguardar la Ilustración política fundamentando la misma ética ilustrada sobre la base de la concepción naturalística del hombre acaba lógicamente por fracasar.
Es cierto que ha habido intentos de fundamentar la moral en una concepción naturalística. En especial, los utilitaristas pretenden derivar la moral de un puro cálculo egoísta [9]. Pero estos intentos no son concluyentes en modo alguno: no consiguen explicar la obligatoriedad misma de la moral, ni la solidaridad con las minorías -a las que es preferible no pertenecer, aunque cambien las condiciones ambientales-; tampoco alcanzan a explicar el compromiso entusiasta en favor de los derechos humanos de los demás, por los que se está dispuesto a luchar e incluso morir, ni consiguen tampoco entender el tono de solemnidad con el que se pronuncia el término «dignidad humana». El intento más genérico de fundamentar la ética racionalmente lo constituye la teoría del discurso de Habermas. Se trata de una tesis originariamente consecuente. Sin embargo, se basa sobre el principio de que «el otro» se halla legitimado como un debatiente en igualdad de condiciones. Este principio no puede ser fundamentado por la teoría del discurso, sino que se presupone [10]. Es cierto que quien discuta este principio expresamente, empieza a debatir y, por lo tanto, desmiente su propia crítica. Frente a quien, sin embargo, no quiera debatir, sino que, por el contrario, pretende ejercer o ejerce de hecho el Poder sin razonarlo, no cabe defender este principio por medio de argumentos, sino únicamente estando dispuestos a establecer y defender las condiciones jurídicas de la libertad a través de medios políticos. El conflicto entre las concepciones naturalística y metafísica sobre la naturaleza del hombre es insoslayable, es un conflicto netamente «político». Mientras dure, el sueño de una superación definitiva de toda tensión amigo/enemigo por medio del discurso racional no es otra cosa que una esperanza inalcanzable.
Martín Kriele, en dadun.unav.edu/
Notas:
* Ponencia presentada a las Jornadas Internacionales de Filosofía Jurídica y Social, celebradas en Pamplona los días 6 y 7 de febrero de 1981. Traducción de José M, Beneyto.
1. Hans Welzel distingue en un sentido similar entre derecho natural existencial (o natural-físico) y un derecho natural ideal que surge continuamente a lo largo de toda la historia de la filosofía del derecho y del Estado con variaciones diversas. Este problema fundamental lo desarrolla su obra «Derecho natural y justicia material» (4." edic. Gottingen 1962).
3. GEORG ELLINEK, El sentido ético social del Derecho. 2.ª edic. Berlín 1908, pág. 45.
4. Introducción a la metafísica de las costumbres. Edic. en Darmstadt de las Obras Completas, 1956, editado por W. Weschedel, vol. IV, pág. 315.
5. De una parte el imperativo categórico: «Actúa de tal manera que consideres a la humanidad, tanto referido a tu persona, como en lo referente a la persona de todos los demás, siempre como un fin, nunca solamente como medio». Por otra parte, la dignidad humana: «Nuestra voluntad individual considerada idealmente, es decir rigiéndose únicamente con sus propias reglas generales, es el auténtico objeto que merece respeto; y la dignidad de la humanidad consiste precisamente en esa capacidad de hacer reglas generales bajo la condición de someterse a ellas». (Edic. Darmstadter de las Ohnlís Completas, 1956, editado por W. Weischedel, vol. IV, págs. 61 y 74).
6. Lucien GOLDMANN, El ciudadano cristiano y la ilustración, Neuwied-Berlin 1968, en especial págs. 21 y ss.
7. WELZEL, ibid., págs. 238-239.
8. Ono MARQUARD, Método escéptico en relación con Kant, Friburgo-Munich 1958, pág. 14, 54 y SS.
9. KRIELE, Introducción a la teoría del Estado. Reinbek 1975, § 5
10. Ampliamente expuesto por el autor en: Derecho y razón práctica. Gottingen 1979, párrs. 5 y 6, también 12-14.
Diego Poole
5. La virtud moral como disposición hacia el bien común
La virtud humana es esencialmente disposición hacia el bien común. Esta afirmación, que puede desconcertar incluso a muchos que se consideran tomistas, es congruente con toda la filosofía de Santo Tomás. Si el hombre es parte de un conjunto, la perfección de algo o de alguien que es parte de un todo, hay que apreciarla por la relación que guarda con el todo del que forma parte. Hasta tal punto es así, que Santo Tomás llega a decir que el bien común es más amable que el bien propio, porque cada parte ama más el bien del todo que el bien exclusivamente propio (es muy significativo que, en este punto, Santo Tomás traiga a colación la cita de de la Escritura: "la caridad no busca su propio interés") [32]. Esta prioridad del amor natural a lo común se puede experimentar con lo que podríamos llamar el dilema de ser el último hombre sobre la tierra: si yo fuera ese hombre y se me presentara la disyuntiva entre vivir unos cuantos años más pero agotando conmigo la especie humana, o morir inmediatamente peto dejando descendencia, muy posiblemente elegiría esta segunda opción. Esta consideración no despersonaliza al individuo, sencillamente muestra que la categoría de persona no está reñida con la tendencia de la naturaleza, operativa en cada individuo, a preservar el todo. A este dinamismo natural de cada individuo hacia la unidad del todo, cuando se verifica en las relaciones interpersonales, le llamamos solidaridad. Para el Aquinate, esta disposición hacia el bien común no es fruto de una voluntad que se niega a sí mima porque, todo el movimiento apetitivo del hombre está naturalmente dispuesto en vista de ese fin. La virtud moral consiste precisamente en llevar a término, mediante el control de la parte racional, este impulso natural de los apetitos, moderándolos, no sofocándolos, es decir, ajustándolos para que todos jueguen a favor del fin último, fin en vista del cual ya están de forma incoativa naturalmente dispuestos. La razón de ser de las virtudes morales -incluida la justicia-, reside en que, cada una, en su nivel de mayor o menor ultimidad, contribuye a disponer adecuadamente todas las partes del hombre hacia su fin último.
Muchos de los autores que, en supuesta continuidad con Aristóteles y Santo Tomás, han reflexionado sobre la justicia, han subrayado excesivamente la noción de justicia particular, dejando un poco de lado la noción de justicia general, cuando resulta que ésta es una pieza clave para entender toda la filosofía aristotélico-tomista sobre las virtudes. El concepto de justicia según Santo Tomás, es un concepto analógico, cuyo concepto central, referente, o más clásicamente, analogados principal, es la justicia; general, entendida como la rectitud de la voluntad apoyada, o al menos, no impedida, por los demás apetitos. Esta consideración de la justicia general como concepto central, nos permite comprender las demás acepciones de la justicia. La justicia es en primer término una virtud personal, como lo son la fortaleza o la templanza, y por lo tanto, se predica en primer lugar del hombre mismo, y más en concreto, de su voluntad (la justicia es en primer término la rectitud de la voluntad). Sólo secundariamente y por analogía se habla de justicia del orden normativo, en cuanto que dicho orden tiende a producir la justicia en el hombre; y, por su parte, un acto se dice que es justo en cuanto que manifiesta cierta justicia en el hombre. Y cuando se habla de justicia objetiva, hay que entenderla en un sentido derivado, como efecto habitual de una voluntad justa, pero que también podría ser provocada por una voluntad injusta. Lo que algunos llaman justicia objetiva no es sino lo que Santo Tomás llamaba lo justo, que es precisamente el objeto de la justicia, que puede darse con virtud o sin ella, porque hay quien paga sus deudas sin ningún deseo de hacer bien al acreedor, incluso, a veces, con ánimo de estafarle más fácilmente después [33].
Por otra parte, aunque el Aquinate distinga analíticamente diferentes virtudes, todas son aspectos de un mismo proceso perfectivo, por el que cada hombre se va disponiendo adecuadamente, y, en cierta manera, va anticipando progresivamente, la realización del fin último. Aristóteles lo explica, y Santo Tomás lo repite, comparando las virtudes con las artes que se subordinan entre sí en orden a la consecución del fin del arte principal [34].
Puesto que la realización personal no se logra en solitario, sino en comunidad, es preciso que el hombre, por medio de las virtudes, se disponga también adecuadamente a la convivencia con los demás. Y el hábito por el cual el hombre se dispone adecuadamente para la convivencia es la justicia. Dicho con otras palabras, si la virtud perfecciona al hombre, llevando a término la labor incoada por la naturaleza, y el hombre es naturalmente un ser social, la justicia en cuanto que perfecciona la dimensión social del hombre, perfecciona al hombre mismo. Y puesto que los hombres, debido a su naturaleza corporal, sólo se comunican por medio de acciones y cosas exteriores, la justicia versará sólo sobre las cosas exteriores con las que se relacionan las personas entre sí.
Si con las demás virtudes morales cada hombre afina sus pasiones para que respondan adecuadamente a la propia razón; por la justicia lo que se afina es la propia voluntad para que quiera el bien del prójimo. Se trata de un proceso perfectivo continuo, en el que la justicia es como el último paso de la virtud, de una virtud que comienza a formarse y afianzarse por la templanza y la fortaleza, pero que culmina en la justicia. Dicho con otras palabras, las pasiones interiores -disciplinadas por las demás virtudes morales- no se ordenan de suyo al prójimo, pero sí sus efectos, las operaciones exteriores, que son ordenables a otro, y esto se logra mediante la : virtud de la justicia.
Cuando Aristóteles dice que la justicia general es la virtud moral completa o perfecta, nos está diciendo que la justicia general no es una virtud entre otras, sino que es el conjunto de todas las virtudes en acción desde la perspectiva del bien común. Por la justicia general, el orden impreso por la razón en los apetitos, tiene razón de medio para la adecuada disposición: de la voluntad hacia el fin último, que es un bien común. Dicho con otras palabras, el orden impreso en los apetitos por las demás virtudes morales se realiza en vista de las acciones exteriores, y éstas mantienen su rectitud gracias a la virtud de la justicia. En este sentido hay que interpretar el adagio clásico Iustitia in se omnem virtutem complectitur [35], porque la justicia presupone siempre otras virtudes. Inversamente, también podemos decir que en la raíz de casi toda injusticia hay siempre una inmoralidad de otra especie distinta a la injusticia. Por ejemplo, muchos asesinatos se cometen por no haber podido moderar la ira; la mayor parte de las violaciones se realizan por una incapacidad habitual de controlar el instinto sexual. Sólo aquellas acciones voluntarias lesivas del prójimo no motivadas por ninguna pasión sensitiva, son debidas a la pura injusticia, y a esto propiamente lo llamamos "malicia", que es una perversión de la misma voluntad. Entre las muchas consecuencias que se pueden derivar de esta consideración, podríamos destacar que el educar para la justicia, que es educar para la ciudadanía, presupone educar los afectos o apetitos, enseñando a vivir otras virtudes que aparentemente no tienen trascendencia social. Este planteamiento también pone en entredicho buena parte de las teorías modernas que distinguen entre "ética pública" y "ética privada" [36].
El bien del otro es también mí bien; el bien común es al mismo tiempo un bien personal. Presupone reconocer que el otro forma parte del mismo conjunto que yo. Puesto que la justicia versa sobre las operaciones mediante las cuales el hombre se ordena no sólo en sí mismo, sino también en relación a los demás, es incompleta la proposición clásica "la justicia tiene por objeto el bien del otro". Es incompleta por dos motivos: primero porque -como acabamos de ver- el bien del otro es también el bien del sujeto agente, ya que el bien de una parte (que es el individuo) presupone que las demás partes estén también adecuadamente dispuestas; y segundo, porque la virtud de la justicia manifiesta la perfección de las demás virtudes morales en el sujeto agente.
Las demás virtudes morales -presupuestos de la justicia y de la prudencia- consisten en una cierta impresión del orden racional en los apetitos sensitivos; apetitos que, considerados cada uno aisladamente, sólo pueden tender hacia sus bienes parciales respectivos. Por ejemplo, el apetito nutritivo inclina al hombre a alimentarse cuando siente hambre; el apetito sexual le inclina a una relación camal cuando se dan determinadas circunstancias... En la medida en que los apetitos son moderados por las virtudes, son integrados en el conjunto de la personalidad, son como domesticados para que apetezcan cuando deben y como deben, esto es, conforme a la recta razón (que es recta cuando dispone hacia el fin para el cual el hombre fue creado). En cambio, en la justicia todas las virtudes están implicadas, porque la justicia presupone el orden en los demás apetitos. Por la prudencia, se eligen con facilidad los medios más adecuados para lograr la propia plenitud (que, como hemos visto, se verifica en ese saber formar parte de un conjunto), lo cual presupone una cierta habilidad de la mente para discernir el bien del prójimo. Mientras la prudencia es una perfección que radica principalmente en la inteligencia, la justicia es una virtud propia de la voluntad. Y, como la voluntad humana no es una potencia apetitiva desencarnada, sino que se fortalece o se debilita por la disposición de los apetitos sensitivos, la justicia presupone la disciplina que se logra mediante la fortaleza y la templanza. En suma, la virtud moral presupone una rectitud de todas las potencias, porque en el obrar humano no es sólo un apetito: el que entra en juego, sino el hombre mismo con todos sus apetitos, por lo que, en el discurso moral, más que rectitud del apetito, sería más adecuado hablar de la rectitud del dinamismo apetitivo.
Obviamente el reconocer el-bien-del-otro como objeto de la virtud de la justicia, presupone reconocer que hay otros seres humanos que forman parte de la misma comunidad, con el mismo título que yo. Retomando el ejemplo de la orquesta, cuando vemos al otro como parte del conjunto, le reconocemos los medios que le son necesarios para integrarse y mantenerse correctamente en la comunidad, y por ella realizarse. Cuando estos bienes que cada cual necesita sólo se pueden poseer o ser mantenidos en su posesión a través de la intervención de mi voluntad (de hacer o de no hacer), entonces me encuentro en posición de deudor, y cuando tengo el hábito de saldar mis deudas, entonces tengo la virtud de la justicia [37].
Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, explica que, si bien la función común de toda justicia es la de ordenar al hombre con relación a otro, esto puede ser de dos maneras: a otro considerado individualmente, o a otro considerado en común, en cuanto que quien sirve a una comunidad sirve a todos los hombres que en ella se contienen [38]. Cuando la acción se elige en orden al bien de una persona considerada individualmente, entonces hablamos de justicia particular como especie de justicia. Y cuando se elige motivado en primer término por el bien de la comunidad en su conjunto, entonces hablamos formalmente de justicia legal como otra especie de justicia. La diferencia no depende de la materialidad del acto, sino de la intencionalidad próxima de la acción. Los actos de todas las virtudes -ya ordenen el hombre hacia sí mismo, ya lo ordenen hacia otras personas singulares, como es el caso de la justicia particular- son ordenables al bien común de dos maneras: una con intención secundaria, y otra con intención principal. Sólo en este segundo caso estamos ante un acto específico de justicia legal [39]. Ciertamente, tanto Santo Tomás como Aristóteles inducen a confusión al manejar el concepto de justicia legal o general en diversos sentidos, y con una afinidad muy grande entre ellos. Un sentido es el que acabamos de ver: la justicia legal como virtud específica cuando la motivación próxima es el bien común. Pero también utilizan la expresión justicia legal o general para referirse a la forma general de toda justicia, porque toda justicia ordena siempre, inmediata o mediatamente, al bien común (la mayor parte de las veces mediatamente).
La doctrina tomista, especialmente la que se desarrolla a partir del siglo XVII, al tratar el tema de la justicia, se ha centrado especialmente la noción de justicia particular, y poco a poco ha ido olvidando de la justicia general, que en el mejor de los casos, se ha considerado como una noción religiosa vinculada con la santidad de vida. Por todo lo que hemos dicho hasta ahora, creemos que una interpretación fiel del pensamiento tomista -y más todavía, de Aristóteles- no nos permitiría esta separación. Ciertamente la justicia que interesará a los juristas es la justicia particular, tanto en los repartos como en los intercambios. Pero sin comprenderla en el contexto de la justicia general, sólo se tendrá una visión fragmentada y parcial de la justicia. Cuando Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, sienta las bases de la noción de justicia, deja claro que una nota específica de la justicia particular es una cierta igualdad o equivalencia, mientras que la justicia general se mueve más en lógica de la perfección y de la solicitud sin tasa por el bien común. La imagen de la diosa Diké con una balanza en la mano y una espada en la otra, es apropiada para la justicia particular, especialmente la que se verifica en los intercambios, donde la condición personal está en un segundo plano, porque los términos de la comparación son principalmente los bienes o servicios intercambiados. Esta justicia particular, luego llamada "conmutativa", se representa ciega porque mide impersonalmente los bienes intercambiados, o la lesión y su reparación. Dentro de la justicia particular está también la que se verifica en los repartos, la "justicia distributiva", que mide la igualdad atendiendo principalmente a la condición personal, o mejor dicho, a la relación o proporción entre la condición personal y el bien que se reparte [40].
Para resumir el pensamiento de Santo Tomás sobre la justicia en relación con el bien común podríamos decir lo siguiente: Todas las virtudes: son aspectos de la realización personal. La realización personal sólo se completa en la convivencia, que actúa como catalizador de las posibilidades personales. La justicia manifiesta el arraigo de las demás virtudes, porque, por ella, se manifiesta hacia los demás, adecuándose a ellos, la recta ordenación de todos los apetitos. Esta adecuada comunicación se puede hacer atendiendo primariamente al bien del conjunto o atendiendo en primer término al bien de algún miembro particular. Cuando se hace mirando primariamente al bien del conjunto, esto es, atendiendo directamente al bien común, entonces hablamos de "justicia legal", y cuando se hace atendiendo primariamente al bien de un miembro del conjunto considerado individualmente, entonces hablamos de "justicia particular". A su vez, esta justicia particular se puede verificar en los repartos y en los intercambios, dando así lugar a dos subespecies, que se diferencian por el modo de medir la cantidad justa: la "justicia distributiva" y la "justicia conmutativa". Y es común a toda justicia el contribuir al bien común, directa o indirectamente [41].
¿Entonces, podríamos decir que -según Santo Tomás- al legislador humano sólo le interesan los actos de la virtud de la justicia? En cierta manera sí porque, como ya hemos visto, sólo por la justicia el hombre se ajusta con su comportamiento al bien de otro. Los hombres nos comunicamos entre nosotros y conformamos la comunidad política mediante actos exteriores (y no con el mero pensamiento). A la comunidad política sólo le afectan los buenos o malos deseos de las personas cuando se traducen en acciones exteriores. Por eso, sólo serían susceptibles de regulación jurídica los actos de justicia -y no todos-. Los actos de otras virtudes sólo interesan al legislador en la medida en que repercuten en la justicia de la vida social. Así, por ejemplo, desde el punto de vista de la legislación educativa podría interesar fomentar el orden y la templanza en los jóvenes; o alentar la valentía de los soldados; o incentivar la diligencia de la policía en sus investigaciones; o promover la castidad de los maestros en la relación con sus alumnos. En este contexto se podrían ubicar muchos temas difíciles de la ciencia jurídica y política, como por ejemplo el tratamiento que deba : darse al tema de la pornografía [42].
Cuando John Finnis explica que la conveniencia de que la ley civil inculque virtudes, aduce que para que la ley funcione como garante de la justicia y de la paz, es preciso que los ciudadanos interioricen sus normas: y requerimientos y, más importante todavía, que adopten el propósito de la ley de promover y preservar la justicia. Finnis explica que no es posible garantizar adecuadamente el bien común político si la gente es desconfiada, vengativa, insolidaria... Para la conservación del bien común político se necesita gente con virtudes humanas, con la disposición interior de la justicia. Y si esto es un legítimo objetivo, entonces debe existir al menos un legítimo interés por parte de los gobiernos en que los ciudadanos tengan virtudes humanas. La racionalidad práctica -dice Finnis- está hecha toda de una pieza, por lo tanto, aquellos que en su vida privada violan o descuidan los dictámenes de la prudencia, tienen menos motivos racionales y menos disposiciones para seguir sus dictámenes en elecciones con trascendencia pública o que afecten a otras personas [43].
En cualquier caso, la ley civil y el gobierno tendrían que desempeñar un papel secundario (o "subsidiario") en el desarrollo virtuoso de los ciudadanos en orden a preservar los derechos humanos. El papel primario ha de corresponder a las familias, a las instituciones religiosas, a las asociaciones privadas, y a otras instituciones que, trabajando estrechamente con los individuos, colaboran en la difusión de la moralidad promoviendo las virtudes humanas. "Cuando las familias, las organizaciones religiosas y otras instituciones de 'la sociedad civil' no cumplan (o sean incapaces de desempeñar) su misión, -escribe Robert George- difícilmente las leyes serán suficientes para preservar la moral pública. De ordinario, por lo menos, el papel de la ley es apoyar a las familias, las entidades religiosas y similares. Y, por supuesto, la ley funciona mal cuando desplaza a estas instituciones y usurpa su autoridad'' [44].
No desarrollo aquí los motivos que justifican la autoridad, pero basta recordar que toda comunidad humana necesita una autoridad, de una instancia que sirva de medio para coordinar las acciones de los miembros en favor del grupo [45] Hemos visto antes que un gobernante será tanto mejor cuanto más y mejor promueva el fin de la comunidad. Y puesto que la comunidad significa unión para lograr un fin, no se promueve el fin cuando no se promueve también la unidad de los miembros que se asocian para lograr ese fin. En el caso de la sociedad política, los hombres se asocian para el intercambio recíproco de bienes y servicios, pero entre esos bienes está el mismo estar juntos. El hombre busca por naturaleza la compañía con sus semejantes. Dicho inversamente, el hombre sólo, aun suponiendo que fuera capaz de satisfacer por sí mismo todas sus necesidades materiales, no se basta para desplegar todas sus potencialidades. La convivencia no es un bien meramente instrumental, no es sólo un medio para lograr fines ulteriores: es también un bien en sí mismo.
Compete al legislador disponer el mejor modo posible en que los súbditos puedan contribuir al bien común, e incumbe a los ciudadanos cumplir tales disposiciones. Sin embargo, la contribución al bien común no se agota en el cumplimiento estricto de la ley. Semejante postura supondría la aceptación de un paternalismo incompatible con la responsabilidad personal y social que han de tener todos los ciudadanos. La ley marca el umbral mínimo de solidaridad, de contribución al bien común, que puede ser exigido coactivamente. Pero, los ciudadanos que son conscientes de la dimensión naturalmente solidaria de su existencia, asumen responsabilidades no exigidas por la ley, que contribuyen indudablemente al bien común.
6. Conclusión
A lo largo de este trabajo he tratado de explicar de qué modo la noción de bien común no se circunscribe al bien de la comunidad política, y cómo ésta constituye sólo un bien intermedio en el contexto del bien común universal de la Creación en su conjunto. La filosofía tomista sobre el bien común se enmarca, por lo tanto, en una cosmología en cuyo contexto encuentra su pleno sentido. Quizá se me pueda reprochar que me he alejado demasiado del planteamiento que hacía en la introducción, donde decía que iba a tratar de la relación entre los derechos humanos y el bien común, pero creo que no es así: he tratado de exponer las razones que justifican la noción de bien común como un bien personal; he tratado de justificar que el bien común no es un límite que restrinja los derechos individuales en aras de la convivencia, sino un elemento fundamente y definidor de los propios derechos. He querido explicar que la noción liberal de la ley como una restricción necesaria a la libertad, que se desarrolla especialmente a partir del racionalismo, pero que hunde sus raíces en la filosofía de Ockham, es incapaz de comprender la noción clásica de bien común que he desarrollado en este trabajo, ya que, en el mejor de los casos, dicha filosofía liberal tiende a identificar el bien común con la noción administrativa de bien público. La idea tomista de la libertad como intrínseca indiferencia activa, fundamentada en la potencia apetitiva de la voluntad, que sólo puede ser satisfecha por el bien sin restricción -somos libres porque el objeto natural de nuestra voluntad es inmenso- me ha llevado a la consideración de la ley en general, no como un freno a la libertad, sino como una ayuda en la determinación de la voluntad hacia el bien en vista del cual fue creada. La ley humana es sólo una ayuda humana en este caminar del hombre hacia su fin. El gobernante no es responsable de la realización integral de los administrados, pero sí ha de garantizar las condiciones indispensables para que los ciudadanos, por su cuenta o asociados, puedan desarrollar al máximo su posibilidades, que en esto consiste precisamente la perfección moral (ya he dicho que, según la filosofía tomista, la inmoralidad es esencialmente renuncia a la propia plenitud, es un vivir por debajo de las propias posibilidades). El fin último del hombre, según Santo Tomás, consiste en el "común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna". Ciertamente el objeto de la ley humana no es éste, es mucho más modesto, pero en la medida en que una ley es justa, colabora en ese proceso perfectivo en qué consiste la vida moral del hombre. En este sentido es muy ilustrativa la siguiente afirmación de Santo Tomás: "Hay dos géneros de personas a quienes una ley se impone: De éstos, unos son duros y soberbios, que por la ley han de ser reprimidos y domados, y otros buenos, que por la ley son instruidos y ayudados en el cumplimiento de lo que intentan" [46].
Creo que el tema más original -aunque no he pretendido serlo- de este trabajo es el replanteamiento de la idea de virtud humana como disposición hacia el bien común. El renacimiento del individualismo -y también de un cierto personalismo- de los últimos cuarenta años, en parte justificada como reacción pendular frente a los colectivismos del siglo XX, tanto fascistas como marxistas, ha motivado que incluso entre muchos pensadores cristianos se haya perdido de vista la importancia que la noción de comunidad y de bien común tenía en el contexto de la filosofía tomista. Por otra parte, la noción de justicia que se ha ido desarrollando especialmente a partir del siglo XVII, ha invertido los términos al tomar la parte por el todo: se ha tendido a desarrollar una filosofía moral de la justicia a partir de la versión restringida de la justicia jurídica y política. La idea de la justicia como virtud completa se ha perdido de vista hasta el punto de resultar extraña incluso para muchos pensadores que se dicen tomistas.
Y, en fin, la cuestión del bien común me ha llevado a replantear de nuevo la dimensión naturalmente solidaria que tiene el hombre, sin la cual creo que la humanidad no se comprendería a sí misma. En la introducción apuntaba que el argumento fundamental sobre la obligatoriedad de la naturaleza no puede estar en ella misma: ¿qué razón hay para plegarse a una naturaleza puramente casual?, ¿qué razón justifica la obligatoriedad de la vida en común por muy natural que ésta sea? Por eso he sugerido volver a la reflexión sobre la noción de criatura, y por tanto, sobre la idea de un Creador que ha pensado y amado a su criatura, cuyo bien consiste en la fiel realización de ese pensamiento, y que, a su vez, se percibe en el propio dinamismo de la naturaleza. La tendencia natural del hombre hacia la convivencia es una inclinación hacia su propia realización, cuya obligatoriedad no es sino la expresión de la necesidad del fin en cuya consecución el hombre alcanza su plenitud [47].
Casi todo lo que hemos dicho en este trabajo es principalmente un discurso moral. Se me podría objetar -el profesor Ollero lo hace con frecuencia- que esto tiene poco que ver con el Derecho. Creo que ese prejuicio deriva de la preocupación por la neutralidad, propia de los estados liberales modernos. Estoy convencido de que la distinción radical, propia de la Modernidad, entre moral y derecho, es imposible en la práctica: si no se trasmite una moral común, sólo queda el Derecho como criterio de conducta, que tiende a ocupar todo el espacio que antes se confiaba a la moral. En el fondo, se trata de invertir el orden: antes la moral, que se nutría de la tradición, de la religión, de la cultura de un pueblo, determinaba el contenido del Derecho; ahora se pretende que sea al revés: el Derecho se coloca en primer lugar, y luego se proyecta sobre la educación, la cultura, la familia, la religión (aunque sea para impedirla)... hasta tal punto, que, a falta de criterios "morales", se termina apelando al Derecho para sol ventar los conflictos morales más básicos. Y así, lo cierto es que la moral cristiana, que impregnaba las costumbres de los pueblos de Occidente, su ' educación, su vida familiar, su comercio... es expulsada en nombre de una supuesta neutralidad del poder dominante, que termina imponiendo su moral en todos los ámbitos de la vida social [48]. Esta obsesión por la neutralidad moral del poder político, supone también la destrucción de la verdadera comunidad, que se funda sobre valores morales compartidos, fomentados y protegidos también por la autoridad política. Lo cierto es que el Estado moderno, como forma institucional impersonal, no es una comunidad en el sentido que Mclntyre atribuye a término. Pero, donde existen vínculos de verdadera comunidad, moral y derecho van de la mano, precisamente porque hay un bien común realmente compartido, porque allí las virtudes morales informan todas las actividades de la vida comunitaria, desde las más básicas hasta la práctica del gobierno político. Cuando se desintegra la virtud, cuando se niega la continuidad o el dinamismo unitario de la virtud, se da paso a la desvinculación entre poder político y moral. Se me podría objetar, al menos, que el cometido del jurista o del político es mucho más modesto: al político o al jurista le interesa la efectividad de los actos justos, hechos con virtud o sin ella, y, además sólo unos pocos: aquéllos que se consideran imprescindibles para la cohesión de la sociedad. Ciertamente, pero si admitimos que todo el dinamismo moral es un movimiento centrípeto de solidaridad creciente, y que al derecho positivo le compete la determinación del umbral mínimo de cohesión o solidaridad exigible a los ciudadanos, por debajo del cual se entiende que la vida en comunidad ya no valdría la pena, el discurso moral afianza y perfecciona el discurso jurídico en la misma medida en que la moral afianza y perfecciona las exigencias de la ley humana. El derecho positivo, con sus sanciones, se justifica precisamente porque la convivencia vale la pena (también en sentido literal). Además, en la medida en que la ciencia jurídica (incluida la filosofía jurídica) no es sólo ciencia del ius conditum, sino también del ius condendum, si cultiva la ciencia moral, estará en mejores condiciones de justificar con argumentos extralegales nuevas realidades susceptibles de regulación jurídica.
Diego Poole, en revistas.unav.edu/
Notas:
32.Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 11-11, q. 26, a. 4, ad. 3. Sto. Tomás desarrolla esta idea en su Tratado sobre la caridad, concebida como la virtud del fin último. Para Sto. Tomás, el amor del fin último fortalece el amor de todos los bienes intermedios. Hasta tal punto· es así, que llega a decir que "Si por un imposible Dios no fuera el bien del hombre, no tendría motivo el amor, porque Dios es el motivo de amar todo lo que amamos, incluso el amor que nos tenemos a nosotros mismos, porque el bien del hombre es la unión con Dios" (cfr. 11-11, : q. 26, a. 13, ad. 3). El motivo fundamental del amor al prójimo es el común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna, en que consiste el fin último (cfr. Il-11, q.: 26, a. 5, s).
39. El que Aristóteles utilice indistintamente los términos justicia legal y justicia general para referirse a esta especie de justicia referida inmediatamente al bien común, se debe a la noción de ley que él maneja, que se caracteriza por ser una ordenación de los actos de todas las virtudes al bien común.
40. Sobre la justicia distributiva es especialmente sugerente la exposición que hace HERVADA, Javier, en el cap. V, II, de su Introducción Crítica al Derecho Natural, Eunsa, Pamplona, 2007 (1Oª ed.) donde distingue cuatro criterios del reparto, que entrarán en juego en distinta medida según sean los bienes repartidos y el fin del reparto. Estos criterios son la condición (que actuaría más como una presunción de los otros tres criterios), la capacidad, la necesidad y la aportación. La presentación de la justicia distributiva como "la justicia del gobernante" induce a confusión (es el caso, por ejemplo del prestigioso filósofo alemán Joseph Pieper en su estudio sobre la virtud de la justicia Über die Gerechtigkeit [1954), recogido en castellano en una recolección de trabajos suyos sobre las virtudes en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1990). Si hay una justicia específica del gobernante esa es la justicia legal como justicia específica. La justicia distributiva es la que vive cualquiera que tenga que repartir bienes que son comunes. El origen de la interpretación errónea del pensamiento del Aquinate -extendida entre muchos autores supuestamente tomistas- se encuentra en el famoso comentario del Cardenal Cayetano a II-II, q. 61, a 1, donde Sto. Tomás distingue la justicia conmutativa y la justicia distributiva. "En su comentario a este artículo -escribe Finnis- Cayetano introdujo una nueva interpretación del entero esquema aristotélico-tomista, en el cual la justicia se dividía en 'general' (o 'legal') y 'particular'; y la justicia particular, a su vez, en distributiva y conmutativa". El atractivo del nuevo análisis de la justicia de Cayetano estaba en que empleaba toda la terminología del antiguo análisis, y que, a primera vista, parecía fundarse precisamente sobre un razonamiento del Aquinate, pero, sobre todo, su constante atractivo era la aparente simetría: "Existen tres especies de justicia [decía Cayetano], así como tres tipos de relaciones en cada 'todo': las relaciones de las partes entre sí, las relaciones del todo hacia las partes, y las relaciones de las partes hacia el todo. Y de la misma manera existen tres justicias: legal, distributiva y conmutativa. Pues la justicia legal ordena las partes al todo, la distributiva el todo a las partes, mientras, que la conmutativa ordena las partes una a la otra". [Cayetano "Comentaría in Secundam Secundae Divi Thomae de Aquino", 1518, in 11-11, q.61] En poquísimo tiempo, concretamente en el tiempo del tratado De Justitia et Jure (1556) de Domingo de Soto, se manifestó la lógica interna de la síntesis de Cayetano. De esta manera, ha llegado hasta nuestros días la interpretación del pensamiento del Aquinate. Como botón de muestra Finnis cita un pasaje del moralista Merkelbach, 8.-H., Summa theologiae moralis, Paris 1938, vol. 11, n. 252, p. 253 escribe: "Triples exigitur ardo: ardo partiun ad totum, ardo totius ad partes, ardo partís ad partem. Primum respicit justitia legalis quae ordinal subditos ad republicam; secundum, justitia distributiva, quae ordinal republicam ad subditos; tertium, justitia commutativa quae ordinal privatwn ad privatum".
41. FINNIS, John, Natural Law and Natural Rights, Oxford University Press, 1996 (1982), Oxford, New York, n. 26, p. 185.
42. En este sentido Sto. Tomás explica que "cualquier objeto de una virtud puede ordenarse tanto al bien privado de una persona cuanto al bien común de la sociedad. Un acto de fortaleza, por ejemplo, puede hacerse, ya sea para defender la patria, ya sea para salvar el derecho de un amigo, etc. Mas la ley se ordena al bien común, según ya expusimos (l-II, q.90 a.2). No hay, por lo tanto, virtud alguna cuyos actos no puedan ser prescritos por la ley. Pero esto no significa que la ley humana se ocupe de todos los actos de todas las virtudes, sino sólo de aquellos que se refieren al bien común, ya sea de manera inmediata, como cuando se presta directamente algún servicio a la comunidad, ya sea de manera mediata, como cuando el legislador adopta: medidas para dar a los ciudadanos una buena educación que les ayude a conservar el bien común de la justicia y de la paz". (ST. l-ll: q.96, a.3, s.). "Y como los hombres se comunican unos con otros por los actos exteriores, y esta comunicación pertenece a la justicia, que propiamente es directiva de la sociedad humana, la ley humana no impone preceptos, sino actos de justicia; y si alguna cosa manda de las otras virtudes, no es sino considerándola bajo la razón de justicia, como dice el Filósofo en V Ethic. En cambio la comunidad que rige la ley divina [y también la ley natural] es de los hombres en orden a Dios, sea en la vida presente, sea en la futura; y así la ley divina impone preceptos de todos aquellos actos por los cuales los hombres se ponen en comunicación con Dios. El hombre se une con Dios por la mente, que es imagen de Dios, y así la ley divina impone preceptos de todas aquellas cosas por las que la razón humana se dispone debidamente, y esto se realiza por los actos de todas las virtudes. Pues las virtudes intelectuales ordenan los actos de la razón en sí mismos; las morales los ordenan en lo tocante a las pasiones interiores y a las obras exteriores". (ST. l-11: q. 100, a. 2, s.).
43. Cfr. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 232.
44. GEORGE, Robert, Para hacer mejores a los hombres, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2002 (1993), p. 205
45. Sto. Tomás en la Parte I de la Suma Teológica, q.96, a.4, s, justifica la existencia de la autoridad precisamente por el bien común. De ahí que incluso en el estado de naturaleza (anterior al pecado original) también existiría autoridad: "el dominio libre coopera al bien del sometido o del bien común. Este dominio es el que existía en el estado de inocencia por un doble motivo. 1) El primero, porque el hombre es por naturaleza animal social, y en el estado de inocencia vivieron en sociedad. Ahora bien, la vida social entre muchos no se da si no hay al frente alguien que los oriente al bien común, pues la multitud de por sí tiende a muchas cosas; y uno sólo a una. Por esto dice el Filósofo en Politic. 13 que, cuando muchos se ordenan a algo único, siempre se encuentra uno que es primero y dirige. 2) El segundo, porque si un hombre tuviera mayor ciencia y justicia, surgiría el problema si no lo pusiera al servicio de los demás, según aquello de 1P 4,10: El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros. Y Agustín, en XIX De Civ. Dei 14, dice: Los justos no mandan por el deseo de mandar, sino por el deber de aconsejar. Así es el orden natural y así creó Dios al hombre".
46. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, l-11, q. 98, a. 6, s.
47. Desde una perspectiva cristiana, escribía el profesor Ratzinger: "El ser humano ha sido creado con una tendencia primaria hacia el amor, hacia la relación con el otro. No es un ser: autárquico, cerrado en sí mismo, una isla en la existencia, sino, por su naturaleza, es relación. Sin esa relación, en ausencia de relación, se destruiría a sí mismo. Y precisa mente esta estructura fundamental es reflejo de Dios. Porque Dios en su naturaleza también es relación, según nos enseña la fe en la Trinidad. Así pues, la relación de la persona es, en primer lugar, interpersonal, pero también ha sido configurada como una relación hacia lo Infinito, hacia la Verdad, hacia el Amor". RATZINGER, Joseph, La fiesta de /aje, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999,p.37
48. Esto ya lo denuncia MciNTYRE, Alasdair, "Social Structures and Their Threads to Mor al Agency", Philosophy: The Journal of the Royal lnstitute of Philosophy, n. 74 (289) (Jul.l 1999), pp.311-329.
Diego Poole
1. INTRODUCCIÓN
A la vuelta de sesenta años, desde la aprobación de la Declaración Universal de Derechos humanos, a nadie se le escapa que, con todas las luces y sombras que se quiera, desde el punto de vista de los resultados prácticos, el balance es claramente positivo. Pero no podemos decir lo mismo desde el punto de vista de su desarrollo doctrinal [1]. El famoso dictum de Bobbio, "il problema di fondo relativo ai diritti dell'uomo e'oggi non tanto quello di giustificarli, quanto quello di proteggerli. E'un problema non filosofico ma politico" [2], expresa la actitud intelectual de un amplio sector de la doctrina jurídica contemporánea, que en lugar de justificar filosóficamente el contenido de los derechos, se ha centrado más en diseñar instituciones y procedimientos de control que para hacerlos efectivos.
Si al fin y al cabo los derechos se protegen -se podría objetar- ¿qué sentido tiene que discutamos sobre sus fundamentos?. Si estamos de acuerdo en las conclusiones, ¿para qué preguntarnos sobre unas premisas de las que ciertamente disentimos? ¿No es suficiente prueba de su validez -como decía Bobbio- el hecho de que los derechos humanos estén respaldados por la inmensa mayoría de las naciones? [3]. A fin de cuentas, ¿no reside la autoridad en la democracia en el poder de la mayoría?
Pero, el respaldo de las mayorías no es argumento suficiente para justificar la validez de los derechos humanos. La pretensión de Bobbio, y de tantos otros, de justificar el valor con la efectividad, es contraria al propósito fundamental de la proclamación de 1948, que precisamente se hizo con la intención de sustraer del debate político y del dominio de las mayorías una serie de bienes humanos, de cuya protección dependería la legitimidad del mismo poder político, y no al revés. Los que redactaron la Declaración de 1948 acababan de ser testigos de las mayores atrocidades cometidas bajo un régimen que había accedido democráticamente al poder, y pretendían que la vigencia de los derechos humanos no dependiera ya más de una decisión mayoritaria.
Sin embargo, esta pretensión de objetividad parece contraria a la filosofia individualista liberal que dio lugar al concepto histórico de los derechos humanos, desarrollado mucho antes que la declaración del 1948 [4]. El concepto de derecho subjetivo que se desarrolla en la Modernidad se basa en una noción de la libertad entendida como pura autonomía o independencia respecto a los demás, y a la postre, como independencia respecto a cualquier realidad objetiva. El iusnaturalismo racionalista, en nombre de la pureza de la razón y de la naturaleza, se despegó tanto de las condiciones históricas de la vida humana, que elaboró toda su teoría sobre una idea del hombre que nunca ha existido ni existirá jamás, porque el hombre es naturalmente también un ser histórico y condicionado. Esta noción iusnaturalista de derecho subjetivo, sobre la que se fundó la primera filosofía de los derechos humanos, paradójicamente es incompatible con la intención con la que se redactó la Declaración de 1948. Por otra parte, la noción de derecho subjetivo de la Modernidad, sobre la que se funda la primera filosofía de los derechos del hombre, es contraria a la noción clásica de bien común. Pero, entonces -se me podría objetar- ¿qué sentido tiene plantear la relación entre derechos humanos y bien común si no es para denunciar su manifiesta incompatibilidad? Esta objeción sería lógica si mantenemos aquí la justificación filosófica racionalista que se presentó como el primer soporte intelectual de los derechos del hombre. En cambio, si tratamos de justificar los derechos humanos con una filosofía no individualista, es posible que podamos argumentar en favor de una cierta continuidad -y no contrariedad- entre los derechos humanos y el bien común. Ciertamente, semejante pretensión es un poco como mantener la fachada cambiando la estructura y el fondo. Se trata, como decíamos al inicio, de mantener las conclusiones con unas premisas diferentes, pero de mayor alcance que las que inspiraron las primeras declaraciones de derechos [5].
Una de las tesis fundamentales del profesor Carpintero Benítez sobre el iusnaturalismo racionalista es que su nota más peculiar no es, como muchos piensan, la pretensión de hacer un codex eternum, derivado de la mera razón, sino la identificación de la libertad con la pura indeterminación y la completa autonomía, y en erigirla en el atributo fundamental del hombre y en la esencia de su personalidad jurídica y moral. Es incompatible con la dignidad -pensaban los ilustrados- gobernarse por unas normas que el hombre no se ha dado a sí mismo. Por tanto, todo orden jurídico se legitima en la medida en que ha sido aprobado por la voluntad de sus destinatarios. Fundamentar un derecho en la naturaleza del hombre, era para los ilustrados, fundarlo en su propia libertad. Se trataba por tanto más de una cuestión formal que material; de una cuestión procedimental, más que sustantiva [6].
En cambio, si abordamos el estudio de los derechos humanos a partir de una noción de naturaleza normativa, que no se identifique con la pura autonomía del hombre, entonces sí podemos planteamos la cuestión de si los derechos humanos corresponden al hombre con independencia de su voluntad, y podremos abordar con cierta coherencia el tema de la continuidad entre el bien propio y el bien común. Si la naturaleza no fuera más que un producto casual de una evolución ciega de la materia, ¿qué razón habría para plegamos a ella?, ¿por qué hemos de respetar una dinámica ilógica que parece que podemos dominar con nuestra inteligencia? En el fondo de estas preguntas se halla la que, a mi juicio, es la cuestión decisiva: la de si aceptamos o no la condición del hombre como criatura, esto es, fruto de un acto creador, y por tanto, la existencia de un Creador que actúa conforme a un plan o diseño inteligente, en cuya realización estaría el bien o realización de sus criaturas. Desde Grocio se generalizó la pretensión de hacer una filosofia del derecho etiamsi daremus non esse Deum, con la noble intención de lograr el acuerdo más amplio posible entre creyentes y no creyentes, fruto de la pura razón, como si -dicho sea de paso- las consideraciones sobre Dios fueran algo irracional. En este trabajo, en cambio, entre otras cosas trataré de argumentar que el tema de Dios no es marginal en la reflexión sobre los derechos humanos: el rechazo de la condición del hombre como criatura, y por tanto, la de Dios como creador; la afirmación de un modelo de hombre que no acepta para su comportamiento otra medida que no sea la de su propia voluntad (o la de la mayoría), lleva lógicamente a negar la obligatoriedad de la naturaleza y de cualquier norma que no proceda de la voluntad humana; lleva a la absolutización de la voluntad soberana del hombre; y, lo que es peor, lleva a la negación de la dignidad, fundamento de todos los derechos humanos. Si el hombre no es más que un complejo de materia, más energía, más información, su valor dependerá de la calidad y combinación de estos tres elementos, de tal suerte que cuando empiecen a fallar, el individuo comenzará a perder su valor. Precisamente, cuando se quita a Dios de en medio, toda declaración solemne se convierte en pura retórica, expresión de buenos deseos, carentes de un fundamento racional decisivo. Al contrario de lo que comúnmente se piensa, el recurso a Dios no es subterfugio de sentimentales, ni tampoco un recurso fraudulento para mantener estructuras de dominación, sino un argumento necesario para justificar cabalmente la obligatoriedad y el fundamento de los derechos humanos. Donde no hay un ser absoluto, no hay principios absolutos que valgan. Kant era consciente de ello: el imperativo categórico que presenta el imperativo moral como una voz insobornable, absoluta, en el interior de la conciencia, presupone un ser igualmente absoluto que la proclame y que, a la postre, la juzgue en última instancia. Pero, antes de Kant, esta idea se tenía todavía más clara. El callejón sin salida al que condujo el iusnaturalismo racionalista del XVII y del XVIII provocó, como reacción pendular, el positivismo del XIX y buena parte del XX. Las críticas vertidas contra el iusnaturalismo se justificaron por la ahistoricidad y por la consagración del egoísmo del iusnaturalismo racionalista, y lo peor es que se identificó con éste a todo el iusnaturalismo, como si no hubiera habido otro antes que él. Por otra parte, todavía hoy algunos intentan convencemos de que conceptos tales como ley natural o naturaleza son sino el fruto de las "fuerzas culturales dominantes", especialmente controladas por Iglesia católica, como si todos los pensadores cristianos -dicho sea de paso- formaran parte de la jerarquía eclesiástica, o como si ésta no tuviera legitimidad para entrar en un debate intelectual. Entonces, para enderezar el rumbo de la historia desde esta perspectiva neoilustrada, el esfuerzo intelectual habría de dirigirse a desmontar estos convencionalismos impuestos por la cultura europea, de tal modo que el hombre, cada individuo, logre por fin apropiarse completamente de su naturaleza [7].
Frente a las actitudes relativistas o escépticas, el reconocer en el hombre la condición de criatura significa aceptar que los intereses y preferencias individuales no encuentran su justa medida en ellos mismos. Únicamente sobre la base de un criterio común, que trascienda la voluntad individual, es posible un discurso público racional que permita justificar la validez de unos comportamientos y la prohibición de otros. Sobre esta base no habría lugar para una mera retórica de intereses, sino para un discurso verdaderamente racional, donde unos argumentos valdrían realmente más que otros, precisamente porque son más fieles a la realidad que otros. Donde no hay posibilidad de argumentar sobre algo que precede y vincula la voluntad de los interlocutores, no habría más que conflicto de intereses, en el que se impondrían aquellos que fueran expresados con mayor energía. Aunque a nadie se le antoja ya que las normas elaboradas por un Parlamento democrático sean fruto de un diálogo razonado donde terminan imponiéndose las razones mejor fundadas, la democracia teóricamente vive de la confianza en la posibilidad de un entendimiento racional. Pero, desde una óptica relativista, todos los deseos personales tendrían el mismo valor, hasta tal punto que, por poner un ejemplo, los deseos complementarios de dos sadomasoquistas valdrían tanto como, por decir algo, los de la madre Teresa de Calculta. Lo valioso es que cada uno, elija lo que elija, lo elija libremente, y desde un punto de vista político, todo se legitima cuando lo decide la mayoría [8]. Desde esta perspectiva no habría propiamente un bien común objetivo, sino intereses mayoritarios, que por otra parte serían inducidos, y manipulados en su expresión, por los medios de comunicación dominantes. La opinión publicada se identifica entonces con la opinión pública, y ésta, a su vez, con el interés general, con lo que al final las fuentes del derecho se mantienen siempre dentro de los grupos de presión dominantes.
Este círculo vicioso sólo se puede romper por el lado de la razón, es decir, argumentando la posibilidad del conocer un fundamento objetivo de los derechos humanos. En este trabajo no pretendo exponer una justificación o un fundamento global de los derechos humanos en su conjunto, ni tampoco voy a centrarme en el estudio de ninguno en particular. Aquí me dedico a algo un poco más modesto, pero de capital importancia a la hora de justificar el sentido de estos derechos: trataré de argumentar la relación que guardan los derechos humanos con el bien común.
El profesor Ollero, en uno de los pasajes más sugerentes de su reciente obra El Derecho en teoría, nos da una clave interpretativa de extraordinaria importancia [9] Se trata del capítulo titulado "No hay derechos limitados", donde lo que a primera vista parecería una errata -en lugar de limitados, parece que debía decir ilimitados-, no es sino una crítica a la noción de derechos como prerrogativas tendencialmente ilimitadas, que únicamente habrían de frenarse cuando "colisionaran" con los legítimos intereses de terceras personas. Esta noción de derecho que Ollero critica es la noción de derecho propia de la Modernidad, que a su vez es una transposición de la idea de libertad que se desarrolló a partir de Ockham [10]. Pero, si la noción de libertad -y también la de derecho- se concibe, no tanto como una fuerza expansiva omnidireccional, limitada sólo por el respeto al prójimo, sino como la capacidad de llevar a término la propia naturaleza, que en cierta manera precede y vincula a cada individuo, el contenido de los derechos y libertades no dependerá del arbitrio de su titular. De este modo, la libertad humana no se concibe como una potencia amorfa, esto es, sin forma, sino con un modo o manera (forma) que le es propio, con unos límites naturales derivados de la constitución humana. Por otra parte -y este es el tema fundamental del presente trabajo-, veremos de qué modo el pensamiento clásico argumentaba que la forma humana no se agota en el individuo, o dicho de otro modo, un hombre sólo no da razón de la humanidad. La pretensión analítica de descomponer cada realidad compleja en sus elementos más simples, para una vez analizados y comprendidos, reinsertarlos de nuevo -mentalmente se entiende- en el todo del que proceden, fue el método seguido en la Modernidad para comprender al hombre, la sociedad y el derecho [11]. Se perdió de vista, o al menos se marginó, la fuerza explicativa que, para comprender la realidad humana, proporcionaba la vieja noción del hombre como animal político. Desde la perspectiva que defenderemos aquí, el prójimo no se presenta necesariamente como un límite para mi libertad o mi derecho, sino como un elemento que contribuye a definir mi propio derecho, al tiempo que también me define a mí mismo. Como dice Ollero, medio en broma medio en serio, de no existir el Cantábrico, España no sería más extensa; simplemente no existiría, porque el límite no es amputación de algo naturalmente más grande, sino la expresión de su realidad concreta [12]. Sólo una mente maquiavélica pensaría que las fronteras nacionales son cortapisas o restricciones de un bien tendencialmente mayor. Algo semejante sucede con el derecho...
Las doctrinas filosóficas que acompañaron y que se presentaron como soporte ideológico de las sucesivas generaciones de derechos humanos no asumieron la vieja noción de bien común [13]. En todos los casos, se puso el énfasis en el individuo, ya fuera para defenderlo frente al abuso del poder, ya fuera para reclamar de éste su colaboración. En todas estas doctrinas -individualismo liberal, neomarxismo, ecologismo, cientificismo tecnológico...- surge el dilema de optar entre uno u otro extremo de la balanza, como si la comunidad sofocara la libertad individual, o la libertad no casara bien con la idea de bien común. Desde el inicio de la Modernidad, la contribución al bien común se ha presentado casi siempre como una especie de renuncia necesaria a los derechos en aras de la convivencia, una especie de mal menor que no tendríamos más remedio que aceptar si queremos vivir juntos. En la mayoría de los casos se nos presentó como un trueque de libertad por seguridad.
Si descendemos del plano de la reflexión filosófica a la realidad jurídica concreta, podemos observar que los textos normativos confirman esta dicotomía entre libertad y bien común. Sin ir más lejos, el artículo 29 de la misma Declaración Universal de Derechos Humanos dice:
1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.
2. En el ejercicio de sus derechos y el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática [14].
En el párrafo segundo de este artículo puede observarse la idea de que el bien común es un límite o un freno al derecho individual, que lo concibe -como veíamos antes- al modo de prerrogativa tendencialmente expansiva que sólo encuentra freno en el bien del otro. Y en todo caso, plantea el bien común como un bien alternativo al propio, como una suerte de sacrificio personal en beneficio de los demás.
En este trabajo, en cambio, trato de argumentar de qué manera el bien común forma parte necesaria e inevitable de la delimitación de los derechos, e intento justificar que los derechos individuales no son tanto una suerte de escudo del individuo frente al interés general, sino al contrario, la mejor forma de garantizarlo [15]. Asimismo argumentaré que el bien común no se puede identificar con el interés de la mayoría, aunque las más de las veces coincida; ni tampoco con la noción administrativa de bienes públicos.
2. ¿Qué es el bien común?
Comencemos afirmando lo que a primera vista puede resultar una obviedad, pero que es imprescindible para comprender cabalmente este trabajo, a saber, que el bien común es el bien de una comunidad determinada. Lo más frecuente es que el bien común se predique de una comunidad política soberana, pero nada impide que también se predique -a veces lo hace Santo Tomás- de la comunidad de todo lo existente, y entonces habla del "bien común universal" o del "bien común de la creación" [16]. Asimismo, también podemos hablar del bien común de sociedades más pequeñas, tales como la familia, la aldea, la asociación, etc. Cada comunidad, por lo tanto, tiene su bien común respectivo. El bien común de cualquiera de estas comunidades se cifra en la consecución del fin en vista del cual existe dicha comunidad. Por lo tanto, si queremos describir el bien común de un colectivo, habremos de expresar su propio fin, la razón de ser del colectivo en cuestión.
Por otra parte, en la tradición aristotélico-tomista, la noción de ley está asociada íntimamente a la noción de bien común. Esto es así porque la ley es concebida como un instrumento para la consecución de dicho bien. Cuando Santo Tomás dice que "la ley propiamente dicha tiene por objeto primero y principal el orden al bien común" [17], quiere decir que por la ley se ordenan o disponen los individuos a la realización de la comunidad formada por ellos mismos. La ley, ya sea natural o positiva, es un instrumento para la consecución de ese fin, en cuanto que expresa cómo han de disponerse adecuadamente las partes para constituir el todo que es la comunidad.
Una cuestión fundamental íntimamente relacionada con el bien común es la de la congruencia de determinadas comunidades con la estructura psicosocial del hombre. O dicho de modo más clásico, la noción clásica de bien común se vinculaba con la existencia de estructuras societarias naturales. Si tales sociedades existen, entonces podemos decir que la ley natural expresa la constitución de dichas comunidades. Por culpa del iusnaturalismo racionalista de la Modernidad, tendemos a pensar la ley natural como una ley del individuo, como una expresión de su desarrollo personal individual. Se ha perdido de vista la estructura societaria que los clásicos asignaban a la ley, también a la ley natural, cuya noción estaba íntimamente relacionada con la de comunidad natural. Para Aristóteles toda ley es expresión de la adecuada constitución de una comunidad. Por eso es lógico que con la negación de la ley natural se niegue conjuntamente la naturalidad de determinadas uniones societarias: si todas las comunidades que forman los hombres fueran completamente arbitrarias, de tal suerte que, por ejemplo, diera lo mismo vivir solos que vivir con otros; o fuera indiferente la convivencia homosexual, heterosexual, poligámica, poliándrica, o bestial... la ley natural no tendría razón de ser. Cuando la tradición aristotélico-tomista argumenta a favor de la dimensión social del hombre, está vinculando el bien común a la naturaleza humana. Según esta tradición, el ser humano se realiza plenamente en la medida en que asume su papel en el conjunto del que forma parte; esto es, a través de una ordenada convivencia con sus semejantes.
El colectivo con el que Santo Tomás vinculaba la ley natural era en primer término la comunidad familiar, luego la comunidad política, y por encima de todos, la comunidad de la Creación [18]. La ley natural es concebida pues como razón integradora de los diversos miembros, los hombres, dentro de los colectivos en los que naturalmente forman parte. Y puesto que el hombre es simultáneamente parte de diversos colectivos o comunidades naturales, la razón por la que se integra y vincula en cada una de esas comunidades es igualmente expresión de ley natural. Así pues, mediante la ley natural el hombre se integra en la familia, se asocia con otros hombres, y se integra adecuadamente en el orden de la naturaleza, respetando sus ritmos y su relativa armonía. El ecologismo moderno, en la medida en que respeta la centralidad del hombre en la creación material, supone un gran estímulo a esta visión de la ley como integración del hombre en una comunidad que le precede y le vincula. Por eso, podemos decir que por la ley natural el hombre también se dispone adecuadamente hacia el bien común universal, que podríamos ilustrar con la imagen de una sinfonía formada por la Creación entera: los hombres representarían a los músicos con sus respectivos instrumentos, y el resto de las criaturas irracionales cumpliría una función instrumental al servicio del hombre, como acompañamiento. Todos los seres irracionales, al ser movidos directamente por Dios mediante la ley eterna, participarían pasivamente en esta orquesta. Los hombres, en cambio, participarían activa y responsablemente con "la partitura" de la ley natural, intimada en su corazón mediante la razón y el apetito natural del fin último y de los bienes naturales que hacia él conducen. En esta "sinfonía cósmica" cada hombre gozaría al escuchar su propio instrumento cuando interpreta fielmente su partitura -al vivir su propia vida-, pero aún gozaría más al darse cuenta de que lo bueno es la música de la orquesta entera, de la que él forma parte como músico y como espectador al mismo tiempo. Según esta visión, el individualismo, la realización puramente individual, sería tan irracional como si un músico, rompiendo la armonía, tratara de imponerse sobre los demás tocando más fuerte su instrumento (algo podría hacer, evidentemente, pero mucho menos de lo que lograría integrado en el conjunto). Esta cosmología de la tradición aristotélico tomista no supone un "cosmocentrismo" ajeno a la idea de dignidad o protagonismo de la persona, porque toda la naturaleza material se presenta al servicio de la persona humana, y porque en esta perspectiva los hombres son considerados como los únicos seres del mundo material que participan deliberadamente en esta sinfonía cósmica que Dios compone para ellos [19]. En definitiva, con este ejemplo tratamos de ilustrar la tesis de que la realización del hombre es comunitaria, necesariamente solidaria, y que sólo se logra asumiendo personalmente el papel que a cada uno le corresponde en el conjunto, porque la perfección de una parte consiste en estar adecuadamente dispuesta hacia el todo del que forma parte [20]. Volveremos sobre este tema más adelante, cuando tratamos la relación entre la ley y el bien común [21].
Por otra parte, cuando Santo Tomás habla del bien común de la sociedad política, unas veces se refiere a lo que podríamos llamar el bien común social integral y, otras, en cambio, al mero bien común político. El primero es más amplio que el segundo. El bien común social integral comprende todos los bienes que supone la vida de los hombres en común; a este bien común contribuyen los actos de todas las virtudes humanas, incluidos los de aquellas que a primera vista sólo afectan al hombre en su vida privada (por ejemplo, actos de fortaleza o de templanza), y por supuesto, todas las instituciones sociales como la familia, las comunidades religiosas, y la multitud de asociaciones diversas que funcionan dentro de la comunidad política. En cambio, el bien común político -lo que muchos intérpretes de Santo Tomás llaman bien común sin más especificación- es aquella parte del bien común social integral que puede y debe ser promovido y tutelado por el Estado. Según esta noción más restringida de bien común, habría comportamientos privados viciosos que no atentarían contra él, y que por lo tanto, no deberían ser proscritos por la ley, a pesar de que sí afecten al bien común social integral. Ciertamente, la categoría moral de las personas singulares siempre influye de algún modo a la calidad de la convivencia entre los hombres (al bien común social integral), pero también es verdad que dicha influencia admite grados, y es sólo a partir de un determinado nivel de influencia, cuando la ley humana actúa. La ley humana interviene sólo cuando se considera intolerable el grado de perturbación del orden social provocado por la conducta inmoral.
Podríamos representar gráficamente la diferencia entre el bien común político y el bien común social integral con dos círculos concéntricos, en los que la longitud de radio representa la intensidad y número de acciones relevantes para el bien común: el círculo de menor radio marcaría los mínimos exigidos por la ley humana para la cohesión mínima exigible de la sociedad, determinando así el área del "bien común político"; y el de radio mayor determinaría el "bien común social integral", cuyo área abarcaría todo el comportamiento moral del hombre. Al legislador le compete de terminar, según las circunstancias, la longitud del radio del primer círculo, mediante la regulación de las conductas exigibles a los ciudadanos. A su vez, estos dos círculos estarían dentro del círculo del bien común universal o cósmico al que Dios ordena toda la Creación [22].
¿Cuál es entonces el contenido del bien común político? Dicho contenido sería aquella calidad mínima de la convivencia cuyo respeto y promoción es exigible a ciudadanos y gobernantes. Lógicamente el grado de respeto hacia determinados bienes -que normalmente se cifrará en obligaciones de no hacer- será mayor que el de exigencia de contribución activa hacia el bien común. Y, en línea de principio, la responsabilidad de los gobernantes por el bien común será mucho mayor que la de los particulares. Bien, ¿pero dónde encontramos formulados estos bienes, d cuyo respeto y promoción depende el bien común? Aquí entran en juego las modernas declaraciones de derechos humanos, reconocidas también en la parte i dogmática de la mayoría de las Constituciones, que aunque recogen de modo fragmentario bienes de la personalidad y de la convivencia, al menos concretan algo los elementos constitutivos del bien común político. Entre estos bienes, podríamos destacar: el compromiso de todos, no sólo de los gobernantes, por la defensa de sus conciudadanos, la preocupación por la paz y la seguridad, tanto interna como externa; la solicitud por una correcta organización de los poderes del Estado; la creación y mantenimiento de un ordenamiento jurídico claro y eficaz; una protección especial a la familia, a los ancianos, a los menores, a los enfermos y a los discapacitados; la colaboración en servicios esenciales tales como la sanidad, la alimentación, la habitación y el vestido, la educación y la cultura; la promoción de las, condiciones de trabajo y de ocio adecuadas; libertad religiosa y libertad de expresión; y el esfuerzo por la salvaguardia del ambiente.
3. La ley como ordenación al bien común
El autor contemporáneo que con más insistencia ha subrayado la continuidad entre el bien persona y el bien común es, sin duda, Alasdair Mclntyre [23].
Este autor insiste tanto en la dimensión personal del bien común, que llega a afirmar que el bien propio sólo puede lograrse en y a través del logro del bien común, hacia el cual estamos inclinados cuando funcionamos y nos desarrollamos con normalidad [24]. Mclntyre añade a la tradición aristotélico tomista la importancia de la tradición, cuya comprensión y asimilación es imprescindible para participar activamente en una comunidad. Quien pretenda disentir de esa tradición y al mismo tiempo participar activamente en dicha comunidad, debe al menos conocer los debates internos o argumentos de esa tradición, y sobre ellos, superándolos quizá, hacer inteligible su discurso. Por otra parte, la noción de comunidad que Mclntyre defiende no se puede identificar con el Estado moderno, sino con aquellas asociaciones o agrupaciones humanas intermedias entre la familia y el Estado en las que existiera un consenso básico sobre el ideal de perfección humana. Las normas que rigen estas comunidades tienden a garantizar la participación de sus miembros en las tareas y en los beneficios de la vida en común. Tales normas no son, por tanto, obstáculos para su realización, sino una ayuda para su adecuada integración.
Desde una perspectiva todavía más general, las normas que rigen la integración de los seres en las diversas comunidades pueden distinguirse por el diverso modo de participación de los miembros de la comunidad: por la fuerza o libremente. Y así, mientras los animales se ordenan al fin por el instinto -más bien, son ordenados por él-, sin conocer el fin y sin elegir ni siquiera los medios, el hombre se ordena al fin con la ayuda de la ley, entendida como interpelación a una voluntad libre para que se integre adecuadamente en la comunidad. El hombre no es movido hacia su fin por la fuerza, como los animales irracionales que obedecen ciegamente sus instintos, sino por medio de la ley natural y positiva. La ley natural está intimada, no impuesta por la fuerza, en la conciencia del hombre por medio de sus apetitos, para que participe activamente en dicha ordenación. Este modo de gobernar al hombre (por parte del Creador, se entiende) por medio de la ley y no de la fuerza, manifiesta que el hombre no sólo tiene un fin superior al resto de las criaturas materiales, sino también un modo superior de conseguirlo. Por ser gobernado el hombre mediante la ley, y por gobernar con ella también él a sus semejantes, de un lado hace meritoria su participación en la comunidad, y de otro, participa en el gobierno del mundo al que Dios le asocia, otorgándole la dignidad de ser causa segunda o delegada en la disposición de todo hacia el fin último, que es el bien común universal. Dicho con otras palabras, la ley, y no la fuerza, es el modo apropiado para gobernar a las personas, porque pueden percibir la ratio ordinis de la ley, y porque tienen capacidad de dominio sobre sus propias acciones.
Que la ley sea el modo de gobernar más conforme con la dignidad humana, se ve también si lo comparamos con el gobierno del hombre sobre, los seres irracionales. Toda la actividad desplegada en el uso de las cosas irracionales subordinadas al hombre, se reduce a los actos con que el hombre mismo las mueve: si son realidades inertes, el hecho está claro; y si son seres vivos irracionales, el dominio del hombre se manifiesta en el automatismo que se da entre el estímulo y la respuesta del animal cuando el hombre provoca su apetito; precisamente, por esto, el hombre no impone leyes a los seres irracionales, por más que le estén sujetos, sino que los mueve por la fuerza, aún cuando parezca que le obedecen libremente. El legislador humano, en cambio -siempre según la filosofía tomista-, participando de la tarea reunificadora que dispone todas las cosas hacia el bien común universal, pone leyes a los hombres que forman parte de la comunidad que gobierna, cuando imprime en sus mentes, con un mandato: o indicación cualquiera, una regla en vista de la conformación de la comunidad que dirige [25].
Si recapitulamos lo dicho hasta ahora, la ley en general tiene como función propia ayudar al hombre para que se disponga adecuadamente hacia el bien común. La ley civil, como especie de ley, le orienta hacia el bien común específico, el bien común político. Si el hombre está correctamente dispuesto hacia este bien, decimos de él que es un buen ciudadano. La ley natural, en cambio, le orienta además hacia un fin ulterior, que es el bien común universal; y si el hombre está correctamente dispuesto hacia este fin, decimos de él que es una buena persona. Lo que para Aristóteles era el fin último del hombre, el bien común político, para Santo Tomás sólo será el fin particular de la sociedad política humana, un mero estadio del dinamismo centrípeto de la ley en general [26].
¿Por qué el Aquinate se refiere a la ley como una ordenatio rationis ad bonum comune? Cuando Santo Tomás afirma que la ley pertenece a la razón, hay que entender que la contrapone al apetito en el sentido que hemos visto antes: se trata de dejar clara la libertad del hombre en su respuesta. Todos los apetitos humanos tienen sus bienes propios naturales, que el hombre no elige apetecer; incluido el mismo apetito racional o voluntad, que tiende, como a su bien propio, hacia el bien sin restricción, que nadie puede dejar de querer. El apetito de felicidad o de plenitud, que es como el motor de la voluntad, no lo elegimos: lo tenemos "puesto" con la naturaleza, y en vista de él hacemos todo lo que elegimos hacer. La razón dispone, eligiendo, los medios más adecuados para ordenar al hombre hacia el logro de esa felicidad apetecida (por eso, la ley es principalmente obra de la prudencia). La ley, en su acepción más general, es precisamente una ayuda a la razón para que el hombre se disponga adecuadamente hacia su fin. Pero sería un error concebirla como una imposición heterónoma: el dilema heteronomía-autonomía aplicado a la ley natural no tiene cabida en el pensamiento tomista, por la sencilla razón de que el Aquinate presenta la ley natural como una ley participada (libremente) por la razón humana; o como dice Rhonheimer, es una teonomía participada, en la medida en que Dios nos hace apetecer lo que nos conviene (el vicio es precisamente la corrupción del apetito, y la virtud, en cambio es como su perfección) [27]. Los bienes apetecidos naturalmente por la voluntad actúan como principios de la ley, porque por ellos comienza el proceso creador de la ley, que es obra de la razón práctica. Es un error pensar que, según Santo Tomás, los principios de la ley son normas muy generales. La ley es el plan trazado por la razón en orden a la consecución de tales bienes humanos, que no elegimos apetecer. La fuerza prescriptiva de la ley natural no se deriva, por tanto, sólo de la voluntad de Dios que nos ha puesto el apetito de tales bienes, sino también de la congruencia entre dichos bienes y nuestros apetitos. Si la ley no es sólo enunciativa, sino que también prescribe, es por la misma fuerza del bien que prescribe. La obligatoriedad de la ley se deriva de la bondad del bien, que interpela directamente y por sí mismo a la voluntad [28]. Por lo tanto, la ley, como tal, así entendida, no es principio de los actos. Principio de los actos son los fines hacia los cuales las leyes disponen adecuadamente. La ley tiene razón de medio. La razón del hombre capta esos fines, que son apetecidos naturalmente por la voluntad, y dispone el mejor modo de lograrlos. La ley es una ayuda externa, ya sea creada por otros hombres o directamente dispuesta por Dios, para que los hombres ordenen o dispongan sus actos adecuadamente hacia ese fin común.
A la luz de este carácter de la ley esencialmente constitutivo de la comunidad [29], se justifica la controvertida tesis tomista de que la ley injusta no es propiamente ley. Y no es propiamente ley, según Santo Tomás, sencillamente porque, en cuanto injusta, no sirve para conformar la comunidad, porque es un elemento perturbador o disgregador de la misma [30]. Si una nota esencial de la ley consiste en ligar lo que es diverso, una ley que destruye la comunidad no es ley; es precisamente su negación aunque la promulgue solemnemente un Parlamento; como no es medicina un veneno, por mucho que se venda en farmacias. La ley injusta quizá mantenga la causa material y eficiente al ser adecuadamente promulgada por el gobernante legítimo, pero si carece de su causa final, carece de lo más importante, de aquello que propiamente la define. Y, dicho sea de paso, una ley que tiende a disgregar a la comunidad a la que va destinada, manifiesta la mayor perversión posible del gobernante en cuanto tal. Si el mejor gobernante es quien une más estrechamente a su pueblo en una convivencia armoniosa y pacífica, quien destruye esta convivencia es el peor de todos.
4. Ley y libertad
En la medida en que la libertad se identifique con total ausencia de vínculos, el bien común -y la ley que lo respalda- se presentarán como una carga que hay que soportar, precisamente en la misma la medida en que se considera que restringen la libertad individual. Esta es la noción de libertad más extendida actualmente, aunque su origen se remonta al siglo XIV, cuando Ockham comenzó a caracterizarla como quaedam indifferentia et contingentia.
Esta noción de libertad reñida con la propia realización personal es contraria a la idea de libertad que tenía Santo Tomás. Para el Aquinate, la inclinación a la felicidad, esto es a la plenitud personal, era la fuente misma de la libertad y de la vida moral. La voluntad era considerada precisamente como el apetito racional de plenitud, que se sirve del impulso que le bridan los demás apetitos naturales (nutritivo, sexual, etc.) en su caminar hacia la felicidad -no en vano tales apetitos eran considerados como semina virtutum, como el primer indicio de moralidad-. Para Santo Tomás, somos libres, no a pesar de estas inclinaciones, sino a causa de ellas. En cambio, para Ockham, y luego también para Kant, la libertad se situará por encima de las inclinaciones naturales, hasta tal punto que habremos de considerar que un hombre es tanto más libre cuanto más impasible sea, cuanto mejor resista a sus inclinaciones naturales. Por eso, desde esta perspectiva, las inclinaciones naturales no pueden ser el fundamento de la moral, sino más bien realidades del orden material o biológico, realidades que están fuera del ámbito moral, y que son más un impedimento que una ayuda para el ejercicio libre de la voluntad.
Según Santo Tomás, la ley natural y la ley positiva son elaboradas por la razón a partir de los bienes humanos conocidos naturalmente como tales, que son bienes precisamente por su común referencia al fin último. Será la mayor o menor necesidad de los medios para lograr tales bienes lo que nos permita calibrar el mayor o menor grado de libertad del legislador para fijar el contenido de la ley. Esta libertad será menor cuando la ley humana se derive de la ley natural por vía de conclusión.
En cambio, cuando se deriva por vía de determinación, el legislador elegirá entre varios medios posibles el que, según las circunstancias de su comunidad, le parezca más apto para lograr el fin (esto explica por qué en Santo Tomás la distinción entre el contenido de la ley natural y el de ley positiva, a partir de un determinado punto de necesidad, no tiene unos contornos precisos).
A diferencia de Santo Tomás, desde Ockham se rompe el vínculo natural entre libertad y naturaleza, en Dios y en el hombre. Las relaciones del hombre con Dios, y de los hombres entre sí, a partir de entonces serán entendidas como relación de voluntades independientes: Dios manifiesta a los hombres su voluntad a través de la ley, que actúa con la fuerza de la obligación. La ley y la obligación ocuparán el centro de la reflexión moral. La vida moral se convierte en observancia, y el hombre bueno se define como el hombre observante. La felicidad sólo se relacionará con la moral como una recompensa extrínseca, y no como algo que se verifica en la misma medida en que el hombre se moraliza. Hacer el bien será hacer aquello a lo que se está obligado hacer; y hacer el mal será hacer lo contrario de lo que se está obligado a hacer. Es verdad que Ockham reconoce cierta fuerza normativa a la naturaleza, pero sólo considera el orden natural de las cosas "stante ordinatione divina, quae nunc est", en cuanto manifiesta el querer de Dios; y da por descontado que Dios puede modificar dicho orden en cualquier instante.
La clave fundamental del pensamiento de Ockham reside en la negación de Dios mismo como causa final de todo cuanto existe. Ockham no comprende que Dios se tenga a sí mismo como fin natural de todo cuanto hace. Dios es para Ockham la realización absoluta de la libertad gracias a su omnipotencia. La libertad máxima es la omnipotencia de la voluntad divina, que no es determinada por nadie ni por nada, ni siquiera por el amor de sí. A partir de esta noción de libertad divina, Ockham formula su teoría de libertad humana como una indeterminación limitada. Ahora quizá podemos comprender cómo el pensamiento moderno ha llegado a identificar la libertad personal, y el correlativo derecho subjetivo, traducido luego en derecho humano, como una potencia tendencialmente ilimitada que sólo se frena cuando colisiona con el bien de otra persona. En cambio, para Santo Tomás, Dios no podía dejar de amarse y de ser el fin de todo lo creado; y esto no era ninguna limitación de su poder, sino una afirnación de su divinidad, a la que le corresponde por definición ser también la causa final de todo cuanto existe. Para Ockham, la voluntad divina, al no estar determinada en la fijación del bien y del mal por nada, podría incluso querer que las criaturas le odiasen. Y, de este modo, Ockham rompió el vínculo natural entre libertad y naturaleza, en Dios y en el hombre [31].
Diego Poole, en revistas.unav.edu/
Notas:
1. "lt is a curious irony of human rights in late modernity that even as the politica commitment to them has grown, philosophical commitment has waned'. Así comienza CHESTERMAN, Simon su provocador artículo "Human Rights as Subjectivity: The Age of Rights and the Politics of Culture", en Millennium: Journal of International Studies, 27 (1998), p. 97. 1
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3. La Declaración de 1948 -escribe Bobbio- "rappresenta la manifestazione dell 'unica¡ prova con cui un sistema di valori puó essere considerato umanamente fondato e quindi riconosciuto: e questa prova e il consenso generale circa la sua validita ". Para Bobbio, el consenso social histórico vigente es la justificación legítima de la validez del derecho. Ésta efectividad es el "l'unico fondamento, quello storico del consenso. che puó essere fattualmente provato (...) la Dichiarazione universale dei diritti del puó essere accolta come la piü grande prava storica, che mai sia stata data, del 'consensus omnium gentium circa un determinato sistema di valori (...) possiamo finalmente credere ali'universa/ita dei valori nel solo senso in cui tale credenza e storicamente legittima, cioe nel senso in cui universale significa non dato oggettivamente ma soggettivamente accolto dall 'universo degli uomini" BoBBI0, Norberto, L'eta dei diritti, Einaudi, Torino 1992, pp. 18-21. Estas consideraciones no han perdido vigor: de un modo u otro se difunde la convicción de que los derechos se justifican por el consenso ya sea internacional, o ya sea personal intersubjetivo.
4. Sobre el origen individualista de la noción de derecho subjetivo y sobre la idea de "derechos humanos" como concepto histórico es de obligada referencia la obra de Francisco CARPINTERO BENÍTEZ, sintéticamente expuesta en su Introducción a la Ciencia Jurídica, que constituye, a mi juicio, una de las obras más interesantes sobre el iusnaturalismo racionalista de la Modernidad, editada por Civitas y publicada en 1988, cfr. especialmente pp. 23 a 82.
5. Esta pretensión no es original mía, ni mucho menos. Nos la encontramos ya en destacados iusnaturalistas contemporáneos, como por ejemplo, en John Finnis o en Robert George. En este mismo número de Persona y Derecho, el profesor Cristóbal Orrego aborda precisamente esta cuestión al defender la posibilidad de mantener la "gramática de los derechos humanos" pero con un fondo diferente al del individualismo liberal que le dio, muy inconsistentemente, su primer soporte intelectual.
6. La sorprendente difusión de la teoría de Rawls se explicaría en parte por su congruencia con el humus cultural de la Modernidad, todavía vigente, que consagra el arbitrio individual como valor supremo.
7. Esta descripción podría parecer exagerada, o al menos, limitada al periodo más antirreligioso de la ilustración, pero lo cierto es que todavía hay quienes la mantienen y difunden. Citamos otra vez a CHESTERMAN, que es uno de los líderes intelectuales de la nueva izquierda norteamericana: "Far meaningfitl transformation in both the perception and reality of human rights, the subjecls of rights must them selve own :hose rights. In different ways, these
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8. "Para los discípulos dé Nietzsche y de Foucault, la razón misma -escribe Spaemann- es sólo un medio de poder para imponer deseos individuales, no una instancia para examinar estos derechos según un criterio universal de lo aceptable para todos". SPAEMANN, Robert, Conferencia inaugural del VII congreso "Católicos y vida pública", San Pablo-CEU, 18/XI/2005.
9. OLLERO, Andrés, El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Pamplona, 2007, pp. 165 y ss.
10. Fernández Galiano y Benito de Castro hacen notar a este respecto que no es de extrañar que las declaraciones de derechos supusieran la entronización de la noción de derecho sub jetivo, como centro del orden jurídico, al que se supedita la noción del Derecho como orden normativo y social.
11. Cfr. FERNÁNDEZ GALIANO, Antonio y DE CASTRO Cm, Benito, Lecciones de Teoría del Derecho y Derecho Natural, Universitas, Madrid, 1999,p. 289
12. Sobre este presupuesto se desarrollan filosofias aparentemente tan dispares como la de Grocio, Hobbes, Locke, Rousseau, Montesquieu, Hume, Leibniz, Kant, o la del propio Marx...
13. OLLERO, Andrés, El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Pamplona 2007, p. 165, §2. Que los derechos humanos sean un invento de la Modernidad quizá sea cierto desde el punto de vista puramente terminológico, porque lo cierto es que hasta el mismo Santo Tomás tiene una idea clara de los derechos humanos, que expone cuando habla de la justicia, en cuanto que propiamente se refiere al trato que han de recibir los demás en consideración a su ser persona, y no por otra razón especial. Además, como hace notar Finnis, el tratamiento que Sto. Tomás hace de las injusticias es un tratamiento implícito de los derechos. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 137 Después de Santo Tomás, sin ir más lejos, el papa Pablo II (t 1549) y sus sucesores intercedieron con firmeza en favor de los derechos de los indígenas y promovieron su reconocimiento legal. Carlos V promulgó leyes -otra cosa es que no se respetaran debidamente- que protegían los derechos de los indígenas, a los que expresamente reconocían como personas y, por tanto, titulares de derechos humanos. En el siglo XVII los teólogos y los canonistas españoles -muy especialmente el P. Vitoria desarrollaron doctrinalmente la idea de los derechos humanos, aunque posteriormente, los pensadores liberales de la Europa protestante hicieron suya. Un elenco clasificado de los dere chos humanos formulados por el P. Vitoria extraídos de sus obras puede verse en HERNÁNDEZ MARTÍN, Ramón, Derechos humanos en Francisco de Vitoria, Ed. San Esteban, Salamanca, 2ª ed., 1984, principalmente en las pp. 241-258
14. Otras declaraciones de derechos exponen esta salvedad al final de cada derecho proclamado. Un caso significativo es el de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica, de 1969) que, además referirse al límite del bien común en numerosos artículos que reconocen derechos individuales -art. 13, sobre la libertad de expresión; art. 15 sobre la libertad de reunión; art. 15 sobre el derecho de asociación; o el art. 16 sobre la libre circulación-, añade en su 32.2 dice: "Los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática".
15. Es muy sugerente la línea argumental de Raz, que trata de justificar el respeto al bien común como suelo que sostiene las libertades individuales. En esta línea se mueve también la argumentación del estudio de Joaquín Rodríguez Toubes sobre la relación entre los derechos humanos y el bien común, que a su vez asume buena parte de las reflexiones de Joseph Raz sobre esta cuestión. Asegurar el bien común es un modo de respetar a las personas y a sus derechos, y viceversa: al respetar y promover a las personas y sus derechos, se respeta y se promueve el bien común. "Por un lado, -escribe Joaquín Rodríguez Toubes- los derechos aseguran directamente la posibilidad de 1 disfrutar de algo que (potencialmente) es un bien para el titular del derecho. Por ejemplo, la libertad de expresión protege la posibilidad de dar a conocer a otros nuestras ideas y puntos de vista. Por otro lado, muchos derechos benefician a sus titulares indirectamente porque son la condición de una sociedad preferible, son el medio de promover un bien común que revierte en interés del individuo. Por ejemplo, la libertad de expresión es la condición de una sociedad democrática con intercambio libre de información. Y lo más destacable es que a menudo el beneficio indirecto es mayor que el directo, el bien común que generan los derechos es mayor que el bien individual que protegen. Por ejemplo, posiblemente sea más importante para cualquiera de nosotros vivir en una sociedad donde haya libertad de expresión que disfrutar nosotros mismos de ese derecho; coincidiremos con Raz en preferir no tener ese derecho y vivir en una sociedad donde los demás sí lo tengan, que lo contrario. Entonces se explica que a menudo la importancia de un derecho no se corresponda con el valor del interés que protege directamente en el titular: la razón es que su valor depende del interés general que promueve (y del consiguiente interés particular que protege indirectamente en el titular). Y si es así ya no tiene tanto sentido -al menos para este tipo de derechos- predicar un enfrentamiento entre derecho individual y bien común". RODRÍGUEZ TOUBES, Joaquín, "Derechos humanos y bien común", en Derecho y libertades, Año nº 5, n. 9 (2000), p. 477. Las reflexiones de Raz están en RAz, Joseph, "Rights and Individual Well-Being", RatioJuris 5/2 (1992), 127-142; p. 135. Ahora en su Ethics in the puhlic domain, Clarendon Press, Oxford, 1994, p. 52.
16. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-Jl: q. 19, a. 10. s.
17. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-JI, q. 90, art. 3, s.
18. En la Suma Teológica escribe Sto. Tomás "Dios, que es el hacedor y gobernador del uni verso, aprehende el bien de todo el universo; por eso todo lo que quiere, lo quiere bajo razón de bien común, que es su bondad, que es el bien de todo el universo.(...) Pero no es recta la voluntad de quien quiere un bien particular si no lo refiere al bien común como a fin, porque incluso el apetito natural de una parte se ordena al bien común del todo". Suma Teológica, 1-11: q. 19, a. s. En el capítulo 148 de su Compendio de Teología, bajo el título "Todas las cosas han sido hechas para el hombre" Sto. Tomás sintetiza clarísimamente su visión del orden cósmico: § 296 "Aunque todas las cosas se ordenan a la bondad divina como a su último fin, hay algunas que están más próximas a este fin, pues participan de una manera más plena de la bondad divina. Por consiguiente, las cosas inferiores de la creación que, por Jo mismo, participan menos en la bondad divina, están ordenadas de cierta manera a los seres superiores como a sus fines. En todo orden de fines, las cosas que están más cerca del último fin son, a su vez, fines de aquellas que están más distantes de él. Por ejemplo: la poción medicinal tiene por objeto la purgación; la purgación tiene por objeto la delgadez; y la delgadez, la salud; y por ello, la delgadez es el fin de la purgación, y ésta el de la poción. Así como en el orden de las causas agentes la virtud del primer agente alcanza los últimos efectos por medio de las causas segundas, así también en el orden de los fines las cosas que están más distantes del fin llegan al fin último por medio de las que están más próximas a él; del mismo modo que la poción medicinal no se dirige a la salud más que por medio de la purgación. Por esta razón, en el orden del universo, las cosas inferiores alcanzan su último fin, en cuanto que están ordenadas a las superiores". § 297 "Lo cual es evidente por la sola consideración del orden mismo de las cosas. En el orden natural, las cosas se emplean según sus propiedades naturales, y así vemos que las cosas imperfectas se destinan para el uso de los seres más nobles: las plantas se alimentan de la tierra, los animales de las plantas, y todo está destinado para el uso del hombre. Por consiguiente, las cosas inanimadas han sido creadas para las animadas, las plantas para los animales, y todo para el hombre. Hemos demostrado antes (capítulo 74) que la naturaleza intelectual es superior a la naturaleza corporal; luego toda la naturaleza corporal estará ordenada a la naturaleza intelectual. Entre las naturalezas intelectuales, la que está más cerca del cuerpo es el alma racional, forma del hombre. Luego toda la naturaleza corporal parece estar creada para el hombre en cuanto animal racional; por consiguiente, la consumación de toda la naturaleza corporal depende en cierto modo de la consumación del hombre". Quizá Bobbio no comprendió bien la doctrina tomista del bien del todo y del bien de las partes. Para Santo Tomás, que el hombre sea parte de un todo, no significa que el todo tenga más valor que cada una de las partes, de modo análogo a como un equipo de fútbol no vale más que cada uno de sus jugadores, o una orquesta más que sus músicos; significa, en cambio, que el bien de cada miembro, en cuanto músico o futbolista, sólo se puede percibir por la relación que guarda con el todo. Pero, hecha esta salvedad, creemos que Bobbio acierta con el diagnóstico del desplazamiento de la idea clásica de comunidad y de bien común: "proprio pariendo da Locke si capisce bene che la dottrina dei diritti naturali [entiéndase la que se desarrolla a partir del XVII] presuppone una concezione individualistica della societa e quindi dello stato, continuamente contrastata dalla ben pill solida e antica concezione organica, secando cuila societa e un tutto, e il tutto e al di sopra delle parti", BüBBIO, Norberto, L'eta dei diritti, Einaudi, Torino, 1992, p. 58.
19. "Por eso dice San Agustín en las Confes. que es deforme cualquier parte que no se armoniza con el todo. De aquí que, al ser todo hombre parte de un Estado, es imposible que sea bueno si no vive en consonancia con el bien común, y, a la vez, el todo no puede subsistir si no consta de partes bien proporcionadas. En consecuencia, es imposible alcanzar el bien común del Estado si los ciudadanos no son virtuosos" (ST.1-11: q. 92, a. I, ad.3). Respecto al grado de virtud que deban tener los miembros del Estado Sto. Tomás no dice que deban tener la integridad de la virtud, sino sólo aquél grado de virtud necesaria para mantener la comunidad. Por eso dice en este mismo artículo que sólo los gobernantes han de ser virtuosos con integridad, porque requieren de la virtud de la prudencia para hacer las normas, mientras que los súbditos les bastaría con respetar externamente las leyes para mantener unida a la comunidad. De hecho añade: "porque en cuanto a los otros [a los que no son gobernantes], basta para lograr el bien común que sean virtuosos en lo tocante a obedecer a quien gobierna. Por eso dice el Filósofo en III Polit. que es la misma la virtud del príncipe y la del hombre bueno, pero no la del ciudadano y la del hombre bueno".
20. Las consideraciones sobre el bien común que hemos hecho en los párrafos precedentes no se refieren al bien común jurídico: a él nos referimos al final de este trabajo. Adelantamos que el bien común jurídico vendría determinado por la solidaridad mínima exigible por el gobernante a la comunidad histórica concreta.
21. La distinción referida la expone claramente Finnis en su reciente obra sobre Sto. Tomás. Finnis explica que para el Aquinate el bien común alcanzable en una comunidad política es doble: por un lado está el bien común ilimitado (se refiere a lo que hemos llamado "bien común social integral"), y por otro existe un bien común que es político en un sentido más específico: (i) el bien de emplear el gobierno y la ley para ayudar a los individuos y las familias para que hagan bien lo que tienen que hacer, junto con (ii) el bien o los bienes que la comunidad política puede logar en nombre de las familias o de los individuos (incluido el bien de repeler y de reparar los daños y las amenazas que los individuos, sus familias y otros grupos privados no son capaces de repeler por sí mismos). Sólo este segundo sentido más específico de bien común es del que deben responder los gobernantes, y sólo sobre este sentido se justifica la obligatoriedad de las leyes y demás acciones de gobierno (judiciales y administrativas). Este sentido específico de bien común es limitado y en cierto sentido instrumental. Éste bien común es lo que Sto. Tomás llama a veces bien público. Cfr. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, pp. 238-9. Esta idea la desarrolla también el profesor Andrés Ollero en su libro El derecho en teoría (perplejidades jurídicas para crédulos), Thomson Aranzadi, Pamplona, 2007, pp. 65 y ss., donde explica el derecho como un "mínimo ético" exigible para que la convivencia entre los hombres sea propiamente humana. En el libro, Ollero maneja un concepto de justicia limitado a la actividad propiamente política y forense, o si se nos permite, un concepto de "justicia jurídica" a la que vincula su noción de mínimo ético. En este sentido, escribe en la p. 67: "Constituirán exigencias de justicia, y por tanto estrictamente jurídicas, todas aquellas necesarias para el logro de ese mínimo ético indispensable para garantizar una convivencia social realmente digna del hombre"
22. Mejor todavía que en la obra que le dio fama internacional Tras la virtud, sea más i interesante a estos efectos su obra posterior Animales racionales y dependientes, cuyo título original es Dependent Rational Animals, y que fue editada por Carus Publishing Company, Estados Unidos, 1999. La versión castellana ha sido editada por Paidós Básica, Editorial Paidós, Barcelona, 2001. Por otra parte, en su obra Tres versiones rivales de la ética encontramos una crítica durísima de liberalismo moderno, incompatible con la noción clásica de bien común replanteada por Mclntyre. El liberalismo moderno, supuestamente imparcial desde el punto de vista ético, pretende justificarse diciendo que quiere hacer posible el pluralismo, pero toda su retórica pluralista se funda en un concepto de libertad como pura indeterminación. La comunidad liberal, mejor dicho, el Estado liberal, no es más que un entramado de relaciones establecidas para satisfacer intereses egoístas, en donde no existe un bien común distinto de la suma de los intereses de todos o la mayoría de los participantes. Los bienes humanos no son más que expresiones de preferencias personales que no necesitan justificación racional.
23. Mejor todavía que en la obra que le dio fama internacional Tras la virtud, sea más i interesante a estos efectos su obra posterior Animales racionales y dependientes, cuyo título original es Dependent Rational Animals, y que fue editada por Carus Publishing Company,
24. "My own good can only be achieved in and through the achievement of the common good. And the common good is that toward which we are inclined when we are functioning normally and developing as we should be", MclNTYRE, Alasdair, "Theories of Natural Law in the Culture of Advanced Modernity", en Common Truths: New Perspectives on Natural Law, Edward B. Mclean (ed.), IS! Books, Wilmington, Delaware, 2000, p. 109
25. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-ll: q. 93, a.5, s.
26. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-ll: q. 90, a.2, s.
27. La concepción de la ley natural como teonomía participada está extraordinariamente desarrollada en la obra de RHONHEIMER, Martin, Ley natural y razón práctica, Eunsa, Pamplona, 2000 (edición española de "Naturals Grundlage der Moral", 1987).
28. De ahí que la crítica de Hume de derivar un deber ser de un ser, de derivar normas prescriptivas a partir de enunciados descriptivos, sea una crítica errónea si se aplica a Sto. Tomás. El Aquinate no deriva el carácter obligatorio de la ley de un principio especulativo, sino de un principio práctico, esto es, de un bien que interpela directamente y por sí mismo a la voluntad humana. Cfr. GRISEZ, Germain, cap. IV del "El primer principio de la razón práctica. Un comentario al art. 2 de la q. 94 de la 1-11 de la Suma Teológica", en Persona y Derecho, 52 (2005), pp. 275-339.
29. Cuando digo "carácter de la ley esencialmente constitutivo de la comunidad" no me re fiero sólo ni principalmente a la causalidad eficiente, como si antes de la ley no hubiera comunidad. Me refiero principalmente a la causalidad final de la ley, en cuanto que ella determina el umbral mínimo de solidaridad hacia el cual han de tender los miembros de la comunidad para que ésta se mantenga (mantener una comunidad es mantenerla unida). Por otra parte, la propia existencia actual de la comunidad manifiesta también este carácter constitutivo de la ley, en cuanto que la ley es expresión de la constitución de la propia comunidad (aunque con otra terminología, esta causalidad formal expresada en la comunidad real fue descrita por la jurisprudencia del realismo escandinavo, y desde otra perspectiva, por el institucionalismo de Santi Romano o de Maurice Hauriou (cfr. en este sentido mi libro El derecho de los juristas, Ed. Dikinson, Madrid, 1998, p. 255). Pero no es que la ley sea cronológicamente anterior a la comunidad, del mismo modo que la forma no es cronológicamente anterior a la materia que ella informa, sino que se da con ella. Al decir esto quizá se pueda interpretar que yo también estoy defendiendo una consagración de los hechos, de la forma presente de cualquier comunidad. No, la forma actual de una comunidad expresa la constitución de la misma, pero no necesariamente la mejor constitución posible de la misma. Sobre la teoría de la jurisprudencia como formulación del mejor derecho posible cfr. LOMBARDI VALLAURI, Luigi, Saggio sul Diritto Jurisprudenziale, Guiffre, Milano, 1967, pp. 522, 531, y también OLLERO, Andrés, ¿Tiene razón el derecho?, Publicaciones del Congreso de los Diputados (monografías), Madrid, 1996, pp 442 y 444. Por lo tanto, y recapitulando un poco, podemos decir que la ley tiene respecto de la comunidad una múltiple relación: en cuanto causa final, porque describe un horizonte de solidaridad ideal -de respeto y de colaboración- al que han de tender los miembros de la comunidad; en cuanto causa formal, porque expresa la forma de ser de una comunidad (de ahí que Lombardi llegue a decir que "hay más sociología en un código que en un libro de sociología", cfr. "Diritto naturale", en Persona y Derecho, 23 [1990), pp. 25-63); de causalidad eficiente, porque a su modo, la ley también contribuye a hacer la sociedad. Y la materia sobre la que la ley actúa es la propia comunidad: sólo forzando un poco los términos, podríamos decir que la propia ley es causa material de otra ley, en cuanto que las normas procedimentales o de estructura tienen por objeto otras normas, el modo de hacerlas efectivas.
30. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-II: q. 96, a. 5 y a. 6.
31. Cfr. PINKAERS, Servais, Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Pamplona, 2000 (Les Sources de la morale chretienne, Editions Universitaires, Friburgo, Suiza 1985), especialmente pp. 295 y ss. (sobre la revolución nominalista).
Redacción de maravillas del mundo
El sitio de Corcovado
Es en el siglo XVI cuando comienza la historia de Cristo Redentor de Río. En ese momento, los portugueses, que dominaban el territorio brasileño, le dieron el nombre de "pináculo de la tentación" a una extraña montaña ubicada cerca de la costa atlántica, en Río de Janeiro. Este nombre es una referencia que está en la Biblia. Un siglo más tarde, esta montaña pasará a llamarse Corcovado, un nombre derivado de la palabra "Bump" que se le dio debido a su forma general similar a la parte trasera de un jorobado.
Rodeada de densos bosques y terrenos escarpados, esta montaña no era accesible. Será necesario esperar hasta 1824 a que se abra un camino para llegar a su cima, que se ampliará rápidamente en el camino.
El primer proyecto, abandonado
Pero la idea de construir un monumento religioso en su apogeo data mucho más tarde, en 1859. Ese año llegó allí el padre Pedro Maria Boss, un lazarista. Fue cautivado por la belleza del sitio y decidió reunirse con la reina de Brasil, Isabelle, para solicitar los fondos necesarios para la construcción de este monumento. La reunión se llevó a cabo ese año, pero fue sin resultado. El proyecto fue abandonado y la idea perdida.
La línea ferroviaria
Pero Corcovado, ahora accesible, atrajo al mundo. Un ferrocarril se decidió en la década de 1880, se construyó en la estela y se inauguró el 9 de octubre de 1884. Desde la estación Cosme Velho, la línea midió (y sigue midiendo, en realidad) 3824 m y sube a la cima Corcovado en una serie de cordones y veinte minutos. Fue el propio emperador Pedro II de Brasil quien lo inauguró. Pierre II de Brasil se verá unos años más tarde durante la inauguración de la Torre Eiffel.
Este ferrocarril no solo fue un desafío técnico, sino también un desafío simbólico, ya que el Corcovado no era más que un pico en ese momento. Otro objetivo que ser orientado al turismo. Desarrollar el turismo cuando fue a finales del siglo XIX, fue realmente una idea innovadora, ya que las fuerzas económicas de un país se convirtieron, en ese momento, en una industria pesada o en la agricultura.
Los motivos de la construcción de Cristo Redentor
Pero unos años después, en 1922, Brasil celebraba su centenario. Se debe saber que en ese momento era muy común celebrar los cumpleaños de la independencia mediante la construcción de una estatua, un monumento, la mayor parte del tiempo que cruzaba el tiempo. Por ejemplo, la Estatua de la Libertad, en Nueva York, fue ofrecida a los Estados Unidos por Francia para el centenario de su independencia. Del mismo modo, la Torre Eiffel en París fue construida para la Feria Mundial en 1889, el año del centenario de la independencia de Francia.
Brasil quiso tener su monumento conmemorativo del centenario de la independencia. El año anterior, en 1921, se decidió un proyecto y, como Brasil era un país religioso, aceptó la propuesta de la Iglesia de erigir una estatua de bronce en la parte superior del Pan de Azúcar. Pero esta decisión fue discutida, no fue adecuada para todos porque incluso antes de que la República de Brasil fuera oficial, la separación de la Iglesia y el Estado era un hecho establecido. Por lo tanto, fue sorprendente que Brasil, un país laico en esencia, aprobara un proyecto puramente religioso, pero fue simplemente la fuerza de la Iglesia el haber logrado sus fines. Se eligieron otros dos sitios: Corcovado y Santo Antonio. Fue el Corcovado que se eligió porque era más alto, simplemente.
Lanzamiento laborioso del proyecto
Se lanza una convocatoria de concurso y en 1923 se informa al ganador que fue elegido en septiembre de este año. Este es el proyecto del ingeniero brasileño Heitor da Silva Costa, siendo este último una personalidad de la época. Este proyecto fue el de una gigantesca estatua de Cristo cargando una cruz que presionó contra su cuerpo con la ayuda de su mano, su otra mano sosteniendo un globo celeste. Hizo dibujos y lanzó el proyecto de construcción, estimando el costo, el tiempo y especialmente el método de construcción. Desafortunadamente, el proyecto nunca comenzó realmente, tanto por la financiación que estaba luchando por llegar como por las restricciones técnicas insolubles. La primera piedra todavía estaba colocada, pero en principio.
Financiación y coste
La financiación fue difícil de encontrar, fue asegurada por una colecta caritativa hecha en nombre de la Iglesia con los feligreses (principalmente), pero esta recaudación de fondos tuvo dificultades para progresar. La Iglesia tuvo que desempeñar un papel importante en la sensibilización de los católicos para que el dinero recaudado pudiera igualar la cantidad total del proyecto. Tenga en cuenta que la campaña fue nacional, no internacional.
Por lo tanto, la financiación se obtuvo de la generosidad pública. Fue un poco forzado por muchos eventos organizados, incluida la "Semana del Monumento", del 2 al 9 de septiembre de 1923. Esta semana sirvió de apoyo para grandes colecciones nacionales. El cardinal Leme, promotor infatigable del proyecto, transmitió instrucciones a los vicarios para que pudieran dirigirse a la población más amplia posible.
Es necesario apelar a todos los presupuestos y no contentarnos con las clases generalmente generosas de nuestra gente.
Tuvieron que solicitar colaboradores para donar más de diez mil reis. Pero al final de la semana solo se había recaudado la mitad del dinero, por lo que era necesario hacer una nueva campaña.
El costo de la construcción se ha estimado en $ 250,000, pero aún así es una aproximación, no tenemos los detalles de todos los costos, ya sean compras de materiales o servicios, como estudios sobre la forma general, O incluso mano de obra, necesariamente bastante consistente. Algunas personas han estimado que el costo del Cristo redentor se construyó hoy: Son $ 3.2 millones, lo cual es bastante pequeño para un monumento de este tamaño.
El rediseño del proyecto
El sitio comenzó el 4 de abril de 1922, con la colocación de la primera piedra, pero fue solo un lanzamiento simbólico, ya que los dos años siguientes se dedicaron a la mejora de la estatua, la elección de la estructura y los materiales. Así que no fue hasta 1926 que comenzó el trabajo, pero no fueron muy rápido. Los modelos de madera fueron construidos en varios tamaños para poder trabajar.
En 1928 hubo un evento importante, el rediseño de parte del proyecto. De hecho, algunas personas consideraron que la forma de la estatua era inadecuada, incluso burlándose de esta cruz y, especialmente, del globo celeste que los hizo apodar la obra "Globo de Cristo" (¿Qué, cien años después y en la tierra de El fútbol, no se habría quedado sin sal). Aún así, tuvo que revisar su proyecto.
Luego comenzó a estudiar mejor Corcovado y, especialmente, el punto de vista de la ciudad, desde donde se levantaba una antena de telecomunicación erigida por Westinghouse. Por lo tanto, eligió una nueva forma, propuesta por el artista Carlos Oswald: Cristo mismo sería la cruz, sus brazos extendidos significarían la redención de la humanidad a la crucifixión. Pero el nuevo diseño ha introducido nuevos retos. Da Silva Costa ya había llegado a la conclusión de que la estructura tendría que ser enorme para ser visible desde el centro de la ciudad (4 km, de todos modos). También debería haber sido particularmente fuerte para apoyar las armas masivas. Da Silva Costa decidió que el hormigón armado, "el material del futuro", tal como lo previó, sería el material a utilizar para su estatua.
El problema es que este nuevo material requiere un conocimiento especial. Así que se fue a Europa donde sabía que podía encontrarlos. Fue allí donde conoció a Antoine Bourdelle, que había trabajado con Rodin y que era uno de los que se acercaron para hacer una maqueta a 4 m de altura de los dibujos de Oswald. Pero no terminó con él, y finalmente fue el escultor francés Paul Landowski, de origen polaco, quien fue elegido como responsable de la construcción del monumento. Este último le pidió a Gheorghe Leonida, un escultor rumano, que cuidara el rostro de Cristo, una operación delicada, pero por lo demás compartir manchas era simple: Silva Costa era el diseñador de la estatua, el diseñador Carlos Oswald, Paul Landowski. El escultor, asistido por Gheorghe Leonida. Pero todavía quedaba un problema por resolver: todavía no sabíamos cómo hacer una arquitectura concreta tan masiva, por lo que faltaba un eslabón en la cadena.
Silva Costa le pidió a Albert Caquot, un ingeniero francés, que asumiera el papel de diseñador de la arquitectura interna. Es él quien hará la parte concreta, así como todos los cálculos que la acompañan.
Construcción
Finalmente se formó un equipo de especialistas, pudimos avanzar. En primer lugar, Paul Landowski modificó los dibujos de Oswald. Purificó la cabeza y las manos en un estilo moderno para la época, muy limpio. Luego hizo la cabeza de barro, tamaño real, y luego una mano. Este trabajo, hecho en París, fue enviado en barco a Río. Recibido en el lugar, el trabajo consistió en reproducir en concreto estos modelos de arcilla, lo que llevó cierto tiempo. En paralelo, la parte superior de Corcovado dio la bienvenida a la base de la estatua y ya había un marco de acero en su lugar. Pero la elección del recubrimiento aún no era definitiva.
Algunas fotos historicas
La elección del revestimiento: piedra de jabón
El material del sobre de la estatua fue discutido. Desde el bronce inicial, el diseñador de la estatua no supo a dónde ir.
Caminábamos hacia el inevitable fracaso artístico, sin poder volver atrás, escribió Silva Costa.
Esta pequeña frase dice mucho sobre el hecho de que no sabía cómo terminar su estatua, con lo que importa. La inspiración le llegó en una galería que había abierto recientemente en los Campos Elíseos, donde, después del trabajo, una noche, vio una fuente cubierta con un mosaico de plata. "Al ver cómo las pequeñas baldosas cubrían todos los perfiles curvos de la fuente, pronto me sorprendió la idea de usarlas", escribió Da Silva Costa. "Pasar de la idea a la realización tomó menos de 24 horas y a la mañana siguiente fui a un taller de cerámica donde hice las primeras muestras".
La elección fue la esteatita, que tiene la característica de estar muy poco sujeta a las variaciones de temperatura, mientras que sigue siendo una roca blanda. Esta piedra se trituró en pedazos que se pulieron antes de aplicarse a todas las partes de la estatua, formando un gigantesco mosaico. Si creemos en Heitor da Silva Costa, el diseñador, fue la primera vez que aplicamos la técnica del mosaico a una estatua monumental. Queremos creerlo.
La elección de la esteatita se debió en parte a que había sido utilizada anteriormente por el escultor Aleijadinho del siglo XVIII, dijo el lisiado, en el estado brasileño de Minas Gerais, al norte de Río. Después de perder sus dedos debido a una enfermedad, Aleijadinho continuó milagrosamente esculpiendo estatuas adornadas con un martillo y un cincel atado a lo que quedaba de sus manos. Que éstos aún estaban en buenas condiciones 120 años después, según Heitor da Silva Costa, testificaba la durabilidad de la piedra.
La inauguración
La inauguración de la estatua tuvo lugar el 12 de octubre de 1931, bajo la dirección del jefe del Gobierno Provisional, Getúlio Vargas y el cardenal Dom Sebastião Leme, quienes dieron el discurso de consagración. Este último fue un elogio para la Iglesia católica y presentó la voluntad de evangelización del pueblo brasileño, así como para aumentar el número de católicos en el país. Se escuchó la siguiente oración:
Que esta imagen sagrada sea el símbolo de su lugar de vida, su protección, su predilección, su bendición que brilla sobre Brasil y los brasileños.
Durante la ceremonia se oficiaron 500 sacerdotes. Le pidieron la beatificación del francés Guy de Fontgalland, de 11 años, que murió en 1925.
La iluminación
La inauguración del monumento fue una oportunidad para realizar un experimento que combinó ciencia y progreso. Fue el periodista Francisco de Assis Chateaubriand quien lo propuso. Consistió en lanzar la iluminación de la nueva estatua de Cristo Redentor de Nápoles, Italia. El principio era simple. El científico italiano Guglielmo Marconi activó la iluminación al enviar una señal de radio desde Nápoles que se recibió en Dorchester, Inglaterra. Esta estación debía enviarlo de regreso a Río, donde se planeó una estación de recepción en el distrito Jacarepaguá.
Por desgracia, cuando se realizó la operación, el mal tiempo impidió la transmisión de la señal que nunca llegó. La iluminación se activó manualmente desde el monumento.
Reformas y modificaciones varias
Las primeras modificaciones tuvieron lugar en el año siguiente a su inauguración, en 1932. Fue necesario cambiar el sistema de iluminación. Será una segunda vez en el año 2000.
En 1980, la estatua fue renovada después de la visita del Papa Juan Pablo II en el lugar. En 1990, tuvo lugar otra restauración.
El sitio fue remodelado en 2003 con, entre otras cosas, la instalación de una escalera automática, para hacerlo más accesible. También se instala un ascensor panorámico. Para hacer que este sitio turístico sea compatible con los imperativos ecológicos, ningún dispositivo mecánico usa lubricante. Esta importante restricción se ha encontrado con dificultades, pero estamos ahí en la prueba de que con la voluntad, la técnica sigue. Tenga en cuenta que las escaleras mecánicas y los ascensores son de fabricación francesa, y que evitan tener que subir una escalera de 220 escalones.
Finalmente en 2010 se realizaron otras obras sobre la estatua. Tuvieron lugar bajo la supervisión de Marcia Braga, arquitecta. Su principal dificultad en ese momento era encontrar piedras idénticas a las utilizadas 85 años antes. De hecho, en el proceso de reemplazar 60,000 baldosas pequeñas que lo cubren, tuvo que rechazar el 80% de las provistas por la cantera donde se suponía que debía almacenar. En este sentido, debe tenerse en cuenta que el trabajo de renovación anterior ha cambiado (ligeramente) el color de la estatua desde que la cantera utilizada para suministrar piedra ahora está agotada. Por lo tanto, fue necesario encontrar otra cantera cuya piedra tuviera una similitud, pero los trabajos anteriores no necesariamente se habían hecho con tanto rigor como lo que se hace ahora, y de repente el uso de piedras fue un poco diferente. Diferentes colores según el lugar de aplicación.
Para hacer frente a este problema, se consideró reemplazar al mismo tiempo los 6 millones de piedras que forman el mosaico, lo que provocaría el cambio de color de toda la estatua. Es una solución más aceptable que la de cambiar solo un pequeño porcentaje de las piedras, porque en este caso la estatua habría tomado diferentes colores dependiendo de las partes reemplazadas. Pero no se aceptó, y la renovación se realizó sobre la base de una piedra totalmente idéntica a las piedras originales, por lo que se requiere una mayor cantidad de material de lo que se había planeado originalmente.
La idea es hacer algo lo más cercano al original, ya que cuando se usan diferentes colores, la estética se ve alterada.
Esta renovación del 2010 costó $ 3.5 millones. Fue financiado por Vale (Companhia Vale Do Rio Doce), una gran empresa minera en Brasil que se ha comprometido a proteger y mantener la famosa estatua y el sitio de Corcovado hasta 2015. Pero también parte de la financiación es la llegada de la gente, con la venta de broches de oro que representan a Cristo Redentor, vendidos por 7 reales (US $ 4,3) en las 252 parroquias de la Arquidiócesis de Río.
La próxima renovación es conocida, tendrá lugar en 2020, 10 años después. Como todavía no se ha tomado una decisión sobre la cantidad de piedra a reemplazar, pero ya sabemos que las siguientes piedras estarán en un tono de un verde un poco más profundo que las que se usan actualmente, explicó el Portavoz del Instituto Nacional de Patrimonio Histórico y Artístico de Brasil.
Debes saber que la estatua se ve regularmente afectada por un rayo, que daña casi siempre. Por lo tanto, se repara, sistemáticamente, lo que le da la apariencia de estar en el trabajo durante largos períodos.
Controversias
Si el hecho de proponer una estatua religiosa en el Corcovado, tan visible de Río, realmente no tuvo un impacto negativo en la población local, el hecho de que se trate de una instalación católica causó cierta turbulencia en Las comunidades religiosas de la región. Desde el inicio del proyecto, en 1923, salieron a la luz las primeras protestas, especialmente las organizaciones protestantes (sin juego de palabras)
Pero este sentimiento de evangelización forzada que provocó la estatua de Cristo Redentor desapareció rápidamente ante la belleza de la obra y el alcance universal del mensaje que transmite.
Redacción de maravillas-del-mundo.com/
Josef Matl
EL profesor Bollnow (Maguncia) ha dió una conferencia sobre existencialismo en un ciclo organizado por la Sociedad Filosófica de Graz a finales de 1950. Entre los grandes pensadores europeos que, con anterioridad al existencialismo actual, se han planteado, desde el punto de vista existencialista, el problema de «ser hombre», ha mencionado a Dostoievski.
Y con razón.
Porque, a fin de cuentas, Dostoievski no ha hecho, en esencia, otra cosa que plantearse continuamente la siguiente cuestión : ¿Qué es el hombre, qué puede el hombre, el hombre carente de supuestos, extramuros de sus supuestos civilizadores, sociales, históricos y de otros limites semejantes? ¿Qué es el hombre en un «paisaje de mundo virgen» -por emplear un concepto de Stefan Zweig-, el hombre más allá de las últimas empalizadas fronterizas?
Dostoievski ha avanzado, partiendo de los problemas existenciales -por ejemplo, peculiaridades biológicas rusas, problemas de la crisis moral y espiritual de la intelectualidad rusa, etc.-, ideológicamente, hasta los problemas del ser, como lo atestiguan sus cartas y las disquisiciones contenidas en sus obras. Y con ello ha afrontado la cuestión del sentido metafísico de la vida humana, los problemas hombre y Dios, actitudes de fe religiosa y de escepticismo, libre albedrío humano, significación metafísica del dolor; ha penetrado en los conceptos vida y ser, vida y pensamiento, tiempo y eternidad, hasta llegar a los linderos mismos de la exis tencia : muerte y caducidad, nada.
Pero no es el análisis de la concepción del mundo de Dostoievski el que ha de ocuparnos aqui; trátase más bien de señalar que Dostoievski ha previsto, con intuición profética, problemas esenciale y existenciales de nuestro ser espiritual, moral y social de hoy, prediciendo todos sus efectos sobre el hombre y la configuración de la sociedad humana. Ha columbrado, con más de medio siglo de antelación, los fenómenos de crisis que se han apoderado del hombre, de la sociedad y de la cultura actuales. Fenómenos de crisis que hasta los últimos decenios -especialmente hasta los últimos treinta años- no se han manifestado con toda su virulencia y que hoy en día se nos presentan con la fuerza de su desnudez. Hoy ya no hay duda –lo confirman la élite pensante de Europa y del mundo y el torrente de bibliografía sobre el genial novelista ruso-: Dostoievski no es sólo el escritor más representativo de la Europa post-romántica del XIX, sino además pertenece a las figuras claves de la época contemporánea. Porque en sus personajes principales ha pintado y analizado minuciosamente los movimientos espirituales de los siglos XIX y XX: el intelectualismo racionalista, el irracionalismo, el nihilismo, el ateísmo, las nue vas religiones sociales -socialismo y liberalismo--, con todas las consecuencias anímico-morales que han producido sobre el espíritu del hombre.
Dostoievski ha superado, como ya señaló acertadamente el filósofo Alois Dempf, tanto al burgués Hegel como al proletario Fourier, para desembocar, como más adelante Nietzsche, en el individualismo solipsista. Sin embargo, ha dado un paso más, llegando a positivas soluciones de triunfo sobre el nihilismo. No piensa ya de forma racionalista, como Marx, Spencer, Comte y Tolstoi, ni de modo esteticista como Burckhardt y Nietzsche, sino profesa una ideología metafísico-religiosa, apocalíptica, con enteriza plenitud de una personalidad pensante, volitiva, sensible y también doliente.
Quizá comprendamos mejor lo que significa Dostoievski en la historia espiritual de los siglos XIX y XX y lo que representa para la situación espiritual de la hora presente y sus problemas fundamentales, si trazamos un breve esquema del desarrollo y la génesis de la valoración y del influjo de Dostoievski tanto en Rusia como en Europa:
Si partimos del concepto de comprensión en Dilthey («Comprender es auto-representación de la vida en nosotros mismos») -consideramos el acto de comprender como un acto de afinidad anímico-espiritual; si tomamos el concepto de vida del fisiólogo inglés Haldane : «Vivir es una coordinación activa»; si trasladamos el concepto de incertidumbre la selección activa del contorno al campo del espíritu, veremos que los distintos grados del interés por Dostoievski y de sus efectos, con sus ocasionales desplazamientos del centro de gravedad (bien hacia lo humanitario-social-ético, bien hacia lo psicológico y patopsicológico, bien hacia lo religioso-metafísico), ofrecen valiosos puntos de vista para nuestro tema.
Igual que la investigación sobre Goethe ha acuñado, al estudiar la influencia de Goethe en el mundo, el término «madurez goetheana» -del mismo modo que se habla en otros sectores del arte de la madurez beethoveniana o de la madurez de Miguel Angel-, podemos hablar nosotros de la madurez de Dostoievski, aunque menos en un sentido estético que en un sentido psico-ético, de concepción del muudo; y en ocasiones también puede hablarse de precursión dostoievskiana.
Consideremos algunos hechos.
Dostoievski es hijo de una época de transición; la actitud espiritual romántico-idealista -hacia 1840- se ve sometida en Rusia, en los decenios siguientes, a una crítica radical, merced a los representantes de Feuerbach, Strauss, etc., que enfocan los problemas con un criterio nuevo, realista, de crítica social, en parte consecuencia del liberalismo, en parte del socialismo (es la llamada dirección naturalista acusadora -Belinski, Hercen, etc.-); entonces se produjo el cambio de opinión en la intelectualidad rusa, de la que se adueñó la fe positivista en el progreso y en la ciencia, dominante durante el resto del siglo XIX; toda esta posición espiritual pasará a los tipos nihilistas dostoievskianos de Crimen y castigo, El idiota, los endemoniados, los hermanos Karamazov, penetrando hasta los más recónditos recovecos del alma con todas sus consecuencias; todo este mundo será sometido por Dostoievski a un análisis vidente y a una crítica sagaz. Todo ello reflejará, como lo confirman los fenómenos de la evolución de los últimos lustros del XIX y primeros del XX, un análisis certero de la fe racionalista-positivista europea en el progreso, de sus religiones redentoras sociales y secularizadas -liberalismo y socialismo-, de la fe en la omnipotencia de la ciencia y del humanismo ateo y anticristiano.
Mientras la novela primeriza de Dostoievski -Pobre gente, 1845- fué recibida por la crítica radical con el máximo entusiasmo, como la realización literaria de estas nuevas tendencias sociales y aclamadoras, las novelas psicológicas siguientes no fueron comprendidas en su verdadero alcance y sí, en cambio, calificadas por el portavoz de la crítica de «estupidez neurasténica». Aunque es cierto que a Crimen y castigo se le dispensó excelente acogida (1866), las obras maduras escritas en Alemania -El idiota y Los endemoniados , que representan la ruptura con los nihilistas (es decir, con los liberales), fueron violentamente rechazadas por la crítica que se llamaba «progresista».
Ya en este hecho podemos advertir el error de Belinski y de toda la crítica liberal del 60, que admiraba en Dostoievski solamente al moralizador social, sin conocer en él al representante de lo específicamente anímico-espiritual. No vieron lo absolutamente nuevo en él: su psicoanálisis, su penetración en los problemas, su examen perspicaz de todas las facetas, incluso las irracionales, de la existencia humana. No percibieron siquiera el tema fundamental de Dostoievski, que empezó a madurar en él durante el último período de su estancia en Alemania y que cristalizó definitivamente en su época de creación más fecunda en Rusia, donde adquirió su forma final: la inquietud espiritual, la lucha del hombre contra Dios y por Dios, el tema, a fin de cuentas, del ateísmo y de la fe.
Précisamente por estos temas, igual que por su estilo peculiar de la tragedia novelística polifónica, Dostoievski se destaca, como un solitario, entre el grupo de los grandes realistas rusos de su época (Turgueniev, Tolstoi), así como entre el de los grandes realistas europeos (Balzac, Flaubert, Goncourt, Dickens, etc.). André Gide, que ha estudiado mucho y muy a fondo a Dostoievski, observó lo que sigue: Mientras la novela occidental europea trata de las relaciones sentimentales e intelectuales entre hombre y hombre, Dostoievski trata de las relaciones del individuo hacia sí mismo, o sea de su relación con Dios.
Aunque Dostoievski gozaba hacia el año 70 de tanta estimación en Rusia, por su actividad literaria, que se le llamaba «la conciencia de Rusia», como después a León Tolstoi, los epígonos del 80 (Korolenko, Uspenski, Chejov) no siguen a Dostoievski, sino a Turgueniev y a Tolstoi.
Fueron los neo-románticos, simbolistas y místicos del siglo XX (Merejkovski y otros), los que se sintieron más hondamente ligados a Dostoievski, penetrando lo irracional y lo religioso-metafísico de su obra. Además, por la misma época empezó a orientarse la historia literaria especialmente hacia el análisis de su concepción del mundo. Pero entonces los dos pensadores más importantes que Rusia ha ofrecido a Europa en el siglo XX -Berdiaiev y sobre todo el joven amigo de Dostoievski, Soloviev-, volvieron a realzar una neo-ortodoxia de tipo religioso-filosófico, que, según Berdiaieff, se debe esencialmente a Dostoievski. Esta neo-ortodoxia forma parte, con el renacimiento de Kierkegaard y el neo-tomismo, de la tríada de corrientes filosóficas cristianas de nuestro tiempo. Aparte de esto, los emigrados rusos (Karsavin, Stepun, Frank, Chestov) descubrieron en esta época a su Dostoievski, e introdujeron su propia concepción del mundo en la interpretación de Dostoievski.
No es extraño que la crítica soviética de los últimos años, a pesar de su pretendida incorporación chauvinista de todo lo precedente al nuevo orden, se muestre ajena y aun opuesta a las metas señaladas por Dostoievski (véase, por ejemplo, la polémica en la Literatumaja Gazeta [24-XIl-1947] de Moscú). Esto es tanto más significativo cuanto que nadie en el mundo ha dedicado una crítica tan profética al nuevo sistema de la conducción de hombres y de sus consecuencias -la total esclavitud humana- como Dostoievski en Los endemoniados y en La leyenda del inquisidor general. Léase el discurso de Chigaliev en Los endemoniados sobre el orden social del futuro, el paraíso terrenal del porvenir, cuando se explica, a base de las premisas naturales y que permiten un razonamiento completamente lógico, lo que sigue: (Nueve décimas partes de la Humanidad deben ser privadas de la voluntad y convertidas, mediante la educación conveniente, en rebaños»; inte rrumpe uno de los interlocutores: «Yo, en cambio, a esas nueve décimas partes, en lugar de conducirlas al paraíso, las haría reventar, si es que no sirven para otra cosa, y dejaría sólo una mínima parte de gente culta, que pudiera vivir cómodamente de acuerdo con los principios científicos»; a esto objeta Liputin lo que sigue: no es igual de difícil decapitar a cien millones que transformar el mundo a fuerza de propaganda, o quizá más difícil, sobre todo en Rusia.) Huelga todo comentario.
Y ahora la cuestión siguiente: ¿Cómo reaccionó el mundo intelectual de Occidente, especialmente Alemania, Inglaterra y Francia, frente al fenómeno Dostoievski?
Empecemos por Alemania.
No se prestó atención a la obra juvenil Pobre gente, que fué pronto traducida al alemán. Lo mismo puede decirse de la que apareció hacia el 60 -La casa de los muertos- y luego de Crimen y castigo. Hasta el naturalismo de fines de siglo no empezó a estimarse a Dostoievski, Tolstoi, Zola; pero el interés cifrábase sobre todo en la descripción social del ambiente: Dostoievski, el Homero de los estudiantes famélicos, de las prostitutas nobles, de los borrachos desesperados, el abogado de los humillados y ofendidos; sin embargo, se les escapaba el Dostoievski más profundo, el de El idiota y Los hermanos Karamazov, porque para su concepción del mundo naturalista, que negaba lo metafísico y lo religioso, el auténtico Dostoievski no merecía atención. Algo semejante cabe decir de los naturalismos inglés y francés.
Después de la catástrofe de la primera guerra mundial, aniquiladas politica y económicamente las potencias centrales, enfermas en cuerpo y alma, Dostoievski se convirtió en el hombre del día. Arturo Luther, el excelente conocedor de la literatura rusa, consignaba en su Breviario de Dostoievski (aparecido en 1946): (Como a sus héroes -de Dostoievski-, también a nosotros empezó a angustiarnos nuestra semejanza con Dios. Ninguno -lo hemos visto ahora- había representado el terror del hombre, que se gloria de ser Dios y se ve, de repente, reducido a su mezquina humanidad, de una manera tan conmovedora como él. No es la crítica de situaciones sociales, destacada por el naturalismo, sino la revelación de lo irracional como fundamento de la vida del mundo y del hombre, lo que más nos cautivaba; era la «ilusión del caos), como se titulaba uno de tantos libros que entonces se escribieron sobre Dostoievski (Hermann Hesse). Recordemos tan sólo las opiniones de Natorp, Nieitzel, Stefan Zweig, Thomas Mann, Gerhard Hauptmann.
Vemos que es toda la élite intelectual la que se ocupa ahora de Dostoievski, del «talento cruel que penetra y se sumerge sin piedad hasta los últimos rincones del alma humana y de su existencia espiritual. Se reconoció entonces en las obras de Dostoievski, junto a la certeza psicológica (Thomas Mann : «Dostoievski es el pri mer psicólogo de la literatura mundial») en los retratos humanos en cada estadio (embriaguez, erotismo, epilepsia, estados oníricos, alucinaciones, demencia, el pecado en cada una de sus manifestaciones), la problemática religiosa profunda de toda su obra, la infinita plenitud de la vida anímico-espiritual de la filiación divina, (Sosima, Aliocha).
Dostoievski había sido plenamente descubierto, como psicólogo, por el mundo intelectual burgués alemán y de Occidente, aunque su genial caracterología de la perversidad no fué estudiada monográficamente hasta después de la segunda guerra mundial (1946) por Alois Dempf. Freud tuvo que apelar al testimonio de Dostoievski para sus teorías de los complejos reprimidos y otras del psicoanálisis. Así se explica, por ejemplo, el complejo de los Karamazov, derivado del problema del asesinato del padre. Sin embargo, Freud, como positivista, no llegó a comprender todo el problema, ya que en los personajes de Dostoievski no se trataba sólo de perturbaciones psicógenas o psicológicas, sino de trastornos de la unidad vital de la personalidad, de la salvación de toda la personalidad, en la que los impulsos -la libido- sólo son una parte del amor verdadero (amor a Dios y amor al prójimo). ¡Cómo se queja Dimitri Karamazov, la personificación del impulso erótico humano, de la belleza!. La belleza es algo terrible. Terrible por indeterminada, indeterminada porque Dios sólo nos brinda enigmas... Demasiados enigmas oprimen al hombre en la tierra. ¡Resuélvelos como puedas y sal del agua sin mojarte! ¡Belleza! No soporto que un hombre de elevada espiritualidad y corazón empiece con el ideal de la Virgen y acabe en el ideal de Sodoma. Más. espantoso es aún que, con el ideal de Sodoma en el corazón, no se niegue el ideal de la Virgen, con el corazón inflamado por él como en los días de la inocente adolescencia. No, el hombre es demasiado amplio; yo lo estrecharía más... Lo que parece vergonzoso al entendimiento, al corazón se le antoja belleza. ¿Es que hay belleza en Sodoma? Precisamente en Sodoma es donde existe para la mayoría de los humanos... Es horrible que la belleza no sea sólo algo terrible, sino también misterioso. El demonio lucha con Dios, y el campo de batalla es el alma de los hombres.»
Hasta aquí la valoración de Dostoievski en Alemania.
Mucho después encontró la Francia espiritual el camino que conducía al más prolundo y más auténtico Dostoievski, y precisamente no hace mucho tiempo, gracias a Trojat y Henri de Lubac. Vogue que, con su libro sobre la novela rusa (1886), abrió a los franceses el ámbito de las nuevas letras en Rusia, seguía viendo en Crimen y castigo la cima de la obra de Dostoievski, mientras calificaba Los hermanos Karamazov de «historia interminable», llena de «nieblas sombrías, extravagancias imperdonables», llegando a considerarla como la obra más floja y más pesada de Dostoievs.i. También en Francia se vió únicamente, durante mucho tiempo, al escritor de la «vaga religión del sufrimiento» con sus matices humanitarios, y pasan muchos años antes de que se reconozca al psicólogo, al analítico de la personalidad hendida. Es significativo para la condición intelectual de Francia el que, posteriormente, sólo se editaran versiones adaptadas y abreviadas de las obras (por ejemplo, la de Los hermanos Karamazov, de Malpérine-Kaminski, 1930), en las cuales se prescindía de explayaciones, monólogos, diálogos, etc. Es decir, no se percibió que precisamente estos fragmentos suprimidos constituían el nervio vital de la obra espiritual de Dostoievski. Por otra parte, todas las consecuencias críticas, derivadas de estas versiones abreviadas y adaptadas, eran falsas.
No obstante, todas las personalidades literarias de alguna importancia, tanto en Francia como en Inglaterra, España, América, etc.. igual los realistas que los escritores “fin-de-siecle” (Paul Bourget, Leconte de Lisie, Duhamel, Marcel Proust, Lawrence, Osear Wilde, Huxley, Unamuno, Pío Baroja, etc.), se nutrieron espiritual y estéticamente de Dostoievski. El crítico inglés Maurice Barríng hubo de constatar qué ningún otro, ni siquiera Shakespeare, había revelado de un modo tan penetrante los altibajos del alma humana como Dostoievski, «el más grande psicólogo: todo ello nos prueba la fuerza magnética irradiada por el dostoievskismo en el área del cosmos espiritual-artístico.
Aunque entre los autores citados predomina la afición críticoliteraria y literario-estética, una persona como Gide tenía perfecta consciencia de la significación y grandeza históricas de Dostoievski; más aún después de publicarse la obra de Henri de Lubac Le drame de l' humanisme athée -una vez terminada la segunda guerra mundial-, y en la que se reconoce que la gran significación de Dostoievski residía en el hecho de haber desvelado el espíritu puro, la profundidad espiritual del ser; pero al mismo tiempo no ha dejado desamparado al hombre frente a sus abismos, sino que le ofrecía una nueva dimensión, prefigurando así en cierto modo una nueva posibilidad humana, ya realizada por él: porque en Dostoievski se refleja la crisis del mundo moderno, el choque de las posiciones espirituales hombre-Dios y Dios-hombre, formándose de todo ello aquella hybris, peripecia proteica de nuestro tiempo, hecha cuerpo en Raskolnikov, Kirilov, Ivan Karamazov y otros. Todo esto por la razón siguiente : porque en Dostoievski, está condensada toda la crisis del mundo moderno, llevada a la expresión más pura, pero con indicación de la via para una solución vital.
Con tres decenios de anterioridad, el teólogo protestante Thurneysen, en su interpretación del problema de Dostoievski -que sigue, siendo de lo mejor que puede leerse, a pesar de la inmensa cantidad de bibliografía acumulada en torno al novelista-, ya vió que Dostoievski, con su percepción incomparable para todo aquello -que flotaba en el ambiente, había pintado la leyenda de este nuestro tiempo europeo, con su anhelo múltiple, con su innúmera inquietud, con su profundo escepticismo, su tenacidad y su nostalgia insatisfecha, una época que, a pesar de su avance fabuloso en los órdenes de la civilización, de la técnica y del intelectualismo, llegando casi a dominar el mundo y la naturaleza, se veía sin tregua desgraciada y atormentada por los espectros de la guerra y de 'la revolución.
Después de las profundas conmociones, morales y espirituales, de la segunda guerra mundial, en medio de cuyas consecuencias inmediatas aún nos hallamos, surge la cuestión de la problemática religiosa y metafísica del mundo espiritual dostoievskiano, y se sitúa en el primer plano del interés y de sus efectos. No es, por tanto, ninguna casualidad el que en los últimos años, sobre todo los teólogos, católicos, protestantes, ortodoxos, como Guardini, Steinbürhel, Henri de Lubac y otros se ocuparan de Dostoievski, y que también Alois Dempf llegara a la conclusión de que la raíz más íntima de toda la actitud vital de Dostoievski está determinada por la fe o por la incredulidad en la postura vital del hombre.
Nosotros, los historiadores profesionales de la literatura, tenemos que reconocer en justicia que estos teólogos y filósofos comprenden de un modo mucho más auténtico y esencial el problema de Dostoievski que los mismos literatos, aunque prescindan o sólo rocen tangencialmente la faceta estética. Esta faceta estética, aparte de las investigaciones rusas del año 20, ha recibido vida nueva en un estudio reciente, debido a un italiano, Eurialo de Michelis, cosotto la specie della poesia, nel senso rigoroso delle poesia, que ha puesto su mano experta al servicio de la literatura comparada, ofreciendo una obra importante, cuyo juicio escapa a la finalidad de nuestro trabajo. El libro inglés del publicista polaco Stanislaw Mackiewicz (1947) nada nuevo nos dice, en cambio.
¿Qué resulta, a fin de cuentas, de esta panorámica del desarrollo de la valoración e influjo de Dostoievski en la historia espiritual de Rusia y de Occidente durante el siglo 1850-1950?
Primero. Que las fase; y los representantes de una actitud intelectual derivada del humanismo liberal-burgués y liberal-socialista, así como de la fe positivista en el progreso y en la ciencia, sólo ven en Dostoievski a un ético social realista o naturalista, o sea al poeta de la literatura humanitaria del dolor y de la compasión, al escritor de lo psicopático, de lo neurótico y de lo criminológico. No supieron asimilarse la faceta esencial del mundo espiritual dostoievskiano, no encontrando conexión alguna con su problemática religiosa o metafísica, pero tampoco con la idea que Dostoievski tenía de la realidad. Es él, precisamente, quien dice de sí mismo :
«Soy un realista en sentido superior, lo que significa que descubro todos los recovecos del alma humana. Y más aún: Lo que los hombres, en su mayoría, llaman fantástico e inaudito, es para mí "la realidad más profunda.»
Segundo. Todos los espíritus y artistas más grandes y hondos de esta época veneraban en Dostoievski a uno de los psicólogos más fundamentales de la literatura mundial, al insuperable analítico de lo insondable, de lo anormal, de lo perverso, de lo satánico, de lo extático en el alma humana. Los que, partiendo de una posición naturalista, veían en Dostoievski al mero psicólogo, no han com prendido que Dostoievski, más allá de toda psicología, busca la verdad de todo ser, o sea la clave metafísica.
Tercero. Las corrientes irracionalistas (Bergson, etc.) que aparecen a principios de este siglo, abriendo brecha en el pensar causal naturalista, mecanicista y determinista y quebrantando el muro de la evidencia, para emplear una frase del hombre del subsuelo de Dostoievski, ven en éste, igual que en Nietzsche, a su compañero.
Cuarto. En el decurso de los tres últimos decenios se percibió toda la importancia de la problemática espiritual, ética y religiosa de Dostoievski, comprobándose también que en las angustias y crisis de nuestro tiempo es el mensajero preciso; que Dostoievski ha plasmado la epopeya del ser espiritual moderno, del hombre surgido del Renacimiento, que pertenece, por sus méritos espirituales y artísticos, igual que Homero y Platón, que Virgilio y San Agustín, que Dante y Santo Tomás de Aquino, que Shakespeare, Cervantes y Goethe, a los grandes educadores de la Humanidad, que gozan de significación universal y perenne. Si Dostoievski, con enorme ambición artística, como consta por sus cartas, se ha impuesto a sí mismo la tarea vital (a la manera de Homero, que con su Iliada había modelado la vida espiritual y terrena de la antigüedad) de convertirse en el poeta, el filosofo, el conductor de la humanidad post-cristiana con su mensaje de juez sobre su tiempo y de profeta para el venidero, puede decirse que ha llevado a cabo su obra en lo esencial, aunque adolezca de lo fragmentario, como toda obra humana.
Quinto. Las fases del desarrollo social y espiritual de fines del XIX y especialmente del siglo XX, en las que se producen la quiebra y la problematización de los fundamentos de nuestro ser y de nuestra voluntad espirituales, morales y sociales, sobre todo después de la segunda guerra mundial, amenazando las bases de toda nuestra cultura occidental y de nuestra civilización, con pérdida de los conceptos -como dice el inglés Woodwards security y stability, dichas fases, al buscar la respuesta a tantos problemas, encontraron la réplica adecuada en Dostoievski. En cambio, todas aquellas fases, en las que dominaba un orden estatal normativizado, autoritario por medio de un partido, como, por ejemplo, las diversas formas de fascismo o comunismo, rechazaban y siguen rechazando a Dostoievski.
La situación actual
Hoy en día ha pasado a primer plano la problemática religiosa de Dostoievski; es decir, su posición ante el problema de la dirección de seres humanos según principios cristianos o según principios anticristianos; interesa su actitud ante un sentido puramente terrenal o un sentido metafísico-religioso de los problemas.
Augusto Comte afirmaba que Dios es excluído y sustituído, preconizando el sacerdocio de los científicos, una religión de la Humanidad como régimen positivista. Max Stirner proclamaba la tesis del dios humano autónomo: ego mihi deus. Max Scheler afirma que el ateísmo como postulado es signo caracerístico en el hombre moderno. Nicolai Hartmann explica : «El hombre se sentiría, por naturaleza esencial, libre de su persona moral, si existiera Dios.» Heidegger opina que no basta con negar a Dios, sino que, para evitar cualquier posibilidad de retorno de una afirmación, ni siquiera debe plantearse el problema de Dios. Emil Bergmann dice que no sólo se pueden criar animales, sino también criaturas divi nas. El primer antecedente es Prometeo. Nietzsche cree haber matado al Dios antiguo. Todas las opiniones coinciden, y si seguimos la progresiva secularización con todos sus efectos en este neo-paganismo, que es el fenómeno espiritual más acusado en la intelectualidad europea de nuestro tiempo, se comprenderá que Dostoievski, al plantearse el problema del ateísmo, o sea del nihilismo, como problema nuclear, ha penetrado en una de las cuestiones básicas de nuestra época.
Algunas palabras acerca de la relación entre Dostoievski y Nietzsche. A ambos suele considerárselos como analíticos y profetas de nuestro tiempo.
Puede calificarse a Dostievski como precursor de Nietzsche, ya que personajes como Raskolnikov, Stavrogin, Chatov, Ivan Karamazov son hombres que viven y preconizan la tesis nietzscheana del más allá del bien y del mal.
Nietzsche ha percibido el nacimiento del nihilismo, que resulta de la negación de Dios; Dostoievski (tal vez es éste el más poderoso mérito de su análisis) ha previsto los efectos del nihilismo en el hombre moderno, sobre todo en obras como Crimen y castigo, Los endemoniados y Los hermanos Karamazov. Pero Dostoievski ha ido más lejos (y en esto aventaja a Nietzsche): ha trazado el camino para una solución efectiva, el caminó para la liberación interior, triunfante sobre el nihilismo que aniquila, mediante la tragedia de la auto-purificación nihilista, según el modelo de Raskolnikov o de Dimitri Karamazov.
Dostoievski y Nietzsche juntos constituyen la critica del racionalismo occidental, del humanismo, de la fe en el progreso con sus pueriles idilios futuristas. De sobra hemos experimentado adónde nos llevan estos idilios de los racionalistas, de los hombres que creían en el progreso científico todopoderoso ; buena lección la de los últimos veinte años: añejas sedes culturales reducidas a cenizas por las bombas, exterminio por hambre, por aniquilamiento físico de millones de seres, que con el juego demoníaco-cínico del hombre-Dios han convertido al hombre en la fiera más voraz contra el hombre.
Dostoievski y Nietzsche juntos constituyen la oposición contra el dominio de la ciencia, que se considera sucedánea de la religión y presunta salvadora del hombre mediante la aparente solución de todos sus problemas, con sus pretendidas categorías fijas. Ambos desprecian la cultura de superficie de nuestro tiempo y pretenden escapar de sus mazmorras; ambos anuncian el choque de las fuerzas irracionales; ambos reconocen la tragedia de la existencia humana y oponen a la tesis racionalista-utilitaria burguesa de la felicidad y la virtud (felicidad mejor que heroísmo) la tesis de que el heroísmo prevalece sobre cualquier índole de felicidad. En ambos vive el amor a la vida, la mística del vivir y la mística de la tierra. Alyosha Karamazov dice a su hermano Iván: «Uno quiere amar con lo más íntimo, con las entrañas... Me alegro terriblemente de que quieras vivir así. Creo que todos tienen que empezar en el mundo por amar la vida.»
Dice lván: ¿Y amar la vida más que el sentido de la vida?» Responde Alyosha: «Necesariamente. Hay que empezar a amar la vida antes de la lógica; tiene que ser así necesariamente: antes de la lógica, pues sólo entonces podré llegar a comprender el sentido de la vida.»
Y en El idiota leemos: «La vida es lo único que importa ; todo gira en torno a la vida, en torno a descubrirla infinitamente, y no en torno al descubrimiento en sí.»
Y si nos planteamos ahora la cuestión : ¿Qué nos dice Dostoievski a propósto de la crisis espiritual de nuestro tiempo?, podría surgir inmediatamente una objeción básica contra la validez de sus juicios: Dostoievski es un artista; por tanto, sus conocimientos, juicios y valoraciones, convertidos en expresión por él dentro del marco de la ohra artística, sólo tienen sentido y significación en función del organismo de la obra artística en sí, y no pueden, en consecuencia, extraerse en cierto modo como elementos esterilizados.
Digamos algo acerca de esta posible objeción. Todo poeta realmente importante, todo auténtico artista, que no se limita a reflejar problemas de existencia, sino de esencia o de ser, tales como hombre y destino, hombre y Dios, es, al propio tiempo, un filósofo. Todo mito importante encierra en sí una filosofía. Es sólo el medio para representarla. Lo que el filósofo desarrolla en tratados abstractos y en proposiciones lógicas, el escritor lo objetiva a través de seres vivientes, con sus acciones y destinos. En los dibujos de Miguel Angel, como ha observado certeramente Sedlmayr se descubre la concepción del mundo del Buonarotti, con su grandeza y servidumbre humanas, su vuelo prometeico y su caída, lo mismo que en la Novena sinfonía se nos revela la concepción del mundo de Beethoven.
Dostoievski es un ideólogo de tipo muy peculiar, él mismo dice en una carta a Strajov: «No me importa tanto la novela como la idea»-, y da forma a la vida casi microscópica de la idea del hombre. No es el autor de novelas de tesis en el sentido occidental de este género; sus novelas no son tesis, sino más bien problemas que soluciones. Es, como han demostrado los más recientes rusólogos (Bachtin, Grossmann) a través de sus investigaciones de la poética específica de Dostoievski, el creador de un nuevo tipo de tragedia novelesca: la novela polifónica, frente a la novela europea de desarrollo y configuración monofónicos.
Dostoíevski, un vidente del espíritu, igual que Tolstoi, llamado «vidente de la carne», parte, en su forma expresiva visionaria e intuitiva, no especulativa, del hombre y no del problema, desarrollando sus ideas al pasar, tal vez en un encuentro fingido (por ejemplo, la visión del demonio de Iván Karamazov) o en el monólogo o en la disputa.
Dostoievski no es un empírico de lo espiritual ni un pensador naturalista, sino un realista trascendente y místico. «El resultado final de su análisis perforador del hombre es la comprobación de esa relación sintética de todo lo humano con el punto de evasión situado más allá de toda realidad psicológica», dice Thuneysen.
Dostoievski, al dar vida a la efectividad de las ideas en el vivir del hombre -todos sus personajes nos resultan comprensibles cuando empiezan a hablar o reflexionar sobre algún problema-, y al usar de la novela polifónica, que posee la facilidad de trasladar a la polifonía los procesos de ideas encontrados de la humanidad moderna en toda su pluriversalidad, nos ofrece un panorama de la problemática espiritual de los últimos siglos desde Rousseau; con ella toman cuerpo la posición teísta y la atea (Sosima y Alíocha de una parte, y de otra lván Karamazov, Stavrogin, Kirilov, Verchovenski). La actitud racionalista o la irracionalista, la humanitaria y la antihumana, la disonancia entre la energética cultural, científica y económica y el amor o la capacidad de bondad, repercutiendo en nuestros actos y en nuestra proyección racional.
Y Dostoievski acertó a ofrecer una crítica de las corrientes espirituales modernas, de la ciencia moderna y de la filosofía, porque -según consta por sus cartas y por su evolución espiritual nunca dejó de interesarse por todos los problemas filosóficos : se ocupaba de Kant y Hegel, de Saint Simon y Fourier, de las ideas del liberalismo y del humanismo positivista, a menudo discutiendo afirmaciones de estos pensadores.
Si acudimos a los planteamientos de problemas por Dostoievski, con todo el peso de su significación, en cierto modo formativa para nuestra situación espiritual, tenemos que tener en cuenta, en primer lugar, que Dostoievski vive en todos sus personajes. Hay que huir de hermosear y de santificar a Dostoievski, como acontece a menudo, identificándolo con figuras semejantes a Cristo, como la del príncipe Michkin, o la de Aliocha, o de Sosima. Dostoievski no ha escrito ninguna teodicea, sino más bien una satanodicea. Tenía consciencia sobrada del carácter feroz del hombre -aunque feroz con una chispa divina-: conocía lo demoníaco-destructor que habita en los recovecos del alma humana, con todas las pasiones, libido (Rogochin, Dimitri Karamazov), superbia, avaritia, etc. No fué en vida el burgués cumplidor -recordemos tan sólo su apasionada tragedia amorosa con la estudiante Suslova en París o su irreprimible vicio por el juego-; no fué tampoco un cristiano piadoso, aunque, después de sus vivencias en Siberia, volviera a encontrar a través de la Biblia la senda hacia un cristianismo positivo. Sólo tras una vida llena de luchas internas y de dudas, ante todo de dudas religiosas, pudo hallar la luz y la madura claridad, después de haber consumido en sí mismo las tinieblas y los equívocos. También en este sentido era Dostoievski un hombre moderno.
Pero digamos algo más acerca de la cuestión: ¿Qué significa Dostoievski para la crisis de nuestro tiempo? El hecho de que nos hallamos ante un momento de crisis y de transición, sin comparación posible con ningún otro momento de la historia de los últimos tres milenios, lo han constatado en el transcurso de los últimos decenios los más perspicaces pensadores y diagnosticadores de nuestra época: Huizinga, Jaspers, Hans Zehrer y Alfred Weber. No es menester, por tanto, insistir nuevamente en este punto.
Se comprende que en el medio europeo-alemán, al pasar por las más hondas conmociones de todo orden, sacrificando toda suerte de seguridades y valoraciones, se percibiera con más intensidad que en otras latitudes esta crisis que recorre el mundo de punta a punta.
Se habla del fin del hombre actual, de un retorno a la situación existente en el año uno de nuestra historia. Alfred Weber habla del fin del caballero feudal, que ha formado incansablemente, con renovación dinámica-espiritual y social-estructuradora, el mundo moderno, derivado de un impulso activo y hegemónico, que se inspira en la imagen y en el destino de Grecia y de Roma, aunque incorporándose la síntesis y la discusión, por sus instintos, de una actitud cristiana y antifeudal, con lo que se definió el destino de Occidente.
Es evidente que no son sólo los sistemas social y económico y el orden estatal de Europa los que empiezan a vacilar, sino los de todo el mundo. Ya después de la primera guerra mundial, pero mucho más aún después de la segunda, se ha planteado el problema de toda la configuración mundial, conmocionándose y estando en período de disolución o, al menos, de transformación, los elementos vitales espirituales y éticos en los que se basaba hasta ahora el mundo, ya sean estos elementos la idea de la libre personalidad, ya la de la justicia social, de los derechos del hombre, del progreso, de la Humanidad, de la democracia o del socialismo.
Las antiguas normas vacilan en todo el mundo. Alfred Weber constata que todo el mundo ideológico (derechos humanos, fe en el progreso, etc.) nacido del periodo optimista del siglo XVIII está socavado. Siguió viviendo hasta mediados del siglo XIX en algunas partes del mundo, y de buena fe, por ejemplo, en América; en Europa, sin embargo, las cabezas mejor dotadas para la política usaron de estos principios sólo con fines de propaganda y para evitar males mayores. Este mundo ideológico fué sustituido por un criticismo y un distanciamiento entre forma y desarrollo de la existencia moderna, con lo que se anuló, a fin de cuentas, tanto el fundamento espiritual-civilizador como la base ideal de la cultura de los siglos XIX y XX.
Todo esto lo comprobamos a diario en el mundo y en nuestro contorno. Lo comprobamos también al observar cómo todo el aparato cultural, creado por el hombre mismo con fines de civilización y técnica, con su creciente afán totalitario, amenaza de continuo con devorar y sepultar, con masificar nuestro pensamiento y juicio individuales y autónomos. El hormiguero «Humanidad», del que nos habla Dostoievski en Los endemoniados, ya lo tenemos aquí, guiado por algunos managers.
Iríamos demasiado lejos si pretendiéramos aducir minuciosas citas para demostrar que Dostoievski ha previsto y predicho todos los fenómenos fundamentales de tipo espiritual y moral de esta crisis presente, coincidiendo con los análisis de los últimos tres decenios. El la previó con una antelación de medio siglo, cuando todos esos fenómenos existían tan sólo en potencia latente. Ha percibido la crisis en todos sus aspectos : en la problemática religiosa (cristianismo o nihilismo ateo); en la problemática entre racionalismo e irracionalismo, en la fe en el progreso científico, la crisis de lo social y de lo político, la crisis de las nuevas religiones sociales, del liberalismo, de la democracia, del parlamentarismo, del socialismo.
Pero nos limitaremos a considerar un problema central. La crisis del yo y de la existencia en el hombre libre moderno. Dostoievski había ya intuido que la imagen del hombre, según el diagnóstico de Zehrer a propósito de nuestra situación actual, se ha probado que era falsa. Repitamos aquí el diagnóstico de Zehrer: la imagen del hombre autónomo, racionalista, surgida en el siglo XV entre descubrimientos, conquistas e imperios; la del hombre que se cree libre, igual y fraterno -al menos desde hace dos siglos, desde que Rousseau tuvo la ilusión de serlo-; el hombre que se cree en posesión de la verdad y que tiene la voluntad de llevarla a cabo, este esquema humano es erróneo.
Dostoievski era, de acuerdo con su vida apasionada, sentimental e intuitiva, que determinaba su pensamiento, su ética, su religión, un enemigo radical del racionalismo. Rechazaba el pensar metódico, la reglamentación racionalista y la igualación; la ilusión de un paraíso terrenal forjado a base de razón y de ciencia. la ilusión del palacio de cristal, del universo racionalista, del individuo autónomo o del burgués capitalista y liberal; de la torre de Babel socialista y comunista con sus idílicas promesas. Se rebeló contra la ciega mecánica de las leyes naturales de la indiferente grande dama Naturaleza (Taine), que hoy o mañana podrá aplastar al hombre como el pliegue de una chaqueta aplasta a una hormiga. Se rebeló contra la pretensión de totalidad de la ciencia positivista, que aspiraba a resolver todos los problemas, y contra el dominio de la evidencia racionalista: dos por dos es igual a cuatro, lo cual es ciertamente bello y algo estupendo, aunque a veces conviene no despreciar el que dos por dos pueda ser igual a cinco, dice el hombre de Dostoievski. O en otro lugar leemos: «Caballeros, les juro que el saber demasiado es una enfermedad, una auténtica y verdadera enfermedad.
Porque para Dostoievski la vida es irracional, y frente a todas sus contradicciones fracasa la lógica. Pero la magnitud más irracional, inaprehensible y poderosa, es Dios. La sublevación del espíritu que se cree autónomo es por ello el tema fundamental de Dostoievski.
Por lo que atañe a la crítica que hace Dostoievski de la pretensión de totalidad de la evidencia racionalista y la expansión de la misma en la era moderna del positivismo con una efectiva pretensión total hacia la vida orgánica, la espiritual y la moral, la esfera del «deber ser», hay que decir simplemente que la evolución espiritual de este medio siglo pasado ha venido a dar la razón al genial novelista ruso.
No es sólo que la revolución dentro de las ciencias naturales haya destruído o al menos limitado muchísimo el racionalismo, mostrando que las categorías euclidianas, por ejemplo, son cada vez más insuficientes para las ciencias naturales; no es sólo que se viera limitado el pensamiento determinista y mecanicista a la esfera de la física inorgánica y que científicos de primer orden como Planck tuvieran que reconocer la existencia de hechos no cognoscible para la ciencia, como, por ejemplo el hecho de la existencia de Dios, sino que también en las ciencias de la vida orgánica el pensamiento mecanicista de causalidad fué sustituído de un modo creciente por un pensamiento formal teleológico y finalista: fijémonos tan sólo en la teoría de la mutación y la regulación (o en la proposición acuñada por la nueva biología: la creación es en nosotros continua).
Y en las ciencias del espíritu y en la sociología se abandonó el sistema positivista que venía aplicando, a imitación del sistema uaado por las ciencias naturales, reconociéndose la auto-legalidad de las ciencias del entendimiento, y se prescindió de las categorías causa y efecto en favor de las categorías comprender, sentido, finalidad y forma. Pensemos solamente en el estado de la antropología moderna, con lo que supone el nuevo concepto de «ambiente», y además en el nuevo y bien estructurado concepto de «cultura», por ejemplo, en Sorokiri, que abandona la idea elemental de dicho concepto. En este aspecto la crítica de Dostoievski ha sido incluso superada por la realidad del desarrollo ulterior.
También está fuente de toda duda que la fe en el progreso, esa fe optimista, a pesar de las nuevas conquistas de la técnica y de la ciencia, se nos ha borrado con las experiencias y vivencias de una década de era atómica.
La crítica de Dostoievski de la ética naturalista-positivista del utilitarismo (el hombre sólo obra según su conveniencia), y la tesis dostoievskiana de que el hombre prefiere obrar contra sí mismo antes que contra su libertad, y que el hombre sólo necesita voluntad autónoma, cueste lo que costare tal autonomía, son hechos que ha venido a confirmar nuestra propia experiencia.
Dostoievski ha reconocido que la imagen del yo y de la existencia del hombre libre occidental, arrastrado por las corrientes liberales y positivistas y su progresivo desasimiento de las raíces trascendentales originarias -confesadas o no-, sólo podía acabar consecuentemente en el relativismo y en el nihilismo, culminando en el asesinato y en el suicidio (Raskolnikov: «¿Soy yo Napoleón o un piojo?»), en la esclavización cínica, totalitaria, del hombre por el hombre, o en la masificación, con las dobles personalidades que ya surgen hoy en el aparato mecanizado de la civilización y de la cultura, o en la singularidad individualista. Singularidad o soledad que empieza ya a experimentarse hoy como la trágica situación del intelectual: o convertirse en manager en el aparato de civilización y de cultura o ser simplemente un mártir o un solitario.
Y el número de solitarios aumenta sin cesar.
Tal vez tenga razón Zehrer cuando habla de las tres ideas dominantes del mundo de hoy: socialismo, existencialismo y cristianismo. En el socialismo y el existencialismo ve las ideas que se baten en retirada o que al menos luchan para protegerse, pero en sus batallas cree ver también el preludio de la gran lucha por el cristianismo.
¿Qué ofrece Dostoievski, en fin, como solución y meta?
Hay que rechazar la soberbia dominante para refugiarse en la humildad, en la consciencia de la condición de criatura que es característica del “Ser hombre”, en la cultura del corazón.
Dostoievski, como observó ya certeramente André Gide, imprime a su desvalorización evangélica del entendimiento el acento de un mensaje redentor proclamado por los niños, las mujeres del pueblo, los ignorantes, los incultos, el hombre próximo a la Naturaleza, por todos aquellos, en fin, a los que el saber no ha privado aún de la lozana originalidad, en los que vive aún el entendimiento original, el entendimiento del corazón (príncipe Myshkin). Y la última palabra de Dostoievski es un sí a la vida (final de Crimen y castigo, Dimitri Karamazov también hacia el final), un sí a la vida a pesar de ser consciente, en lo más hondo, del carácter trágico de nuestra existencia humana, un sí a la vida, a pesar del compromiso y de la responsabilidad totales que culminan en esta frase :
“Todos nosotros tenemos la culpa de todo.»
Josef Matl, en dialnet.unirioja.es/
Basado en L. Montoliu
El corte que Cas9 realiza en el ADN activa un gen, p53, que revierte la corrección o provoca la muerte celular, comprometiendo la eficacia del sistema en ambos casos.[
Aunque la primera descripción de la existencia de las secuencias CRISPR en el genoma de las bacterias se hizo en 1987 por un grupo japonés[3], sin embargo se debe principalmente a los trabajos del investigador español Francisco Juan Martínez Mojica[4] en los años 1993, 2000 y 2005 el estudio de unas secuencias de ADN repetidas (las secuencias CRISPR) descubiertas en bacterias y en arqueas –que posteriormente se descubrió su relación con el sistema inmunitario de la bacteria para defenderse de los ataques de los virus que las atacan– se han convertido en una de las herramientas biotecnológicas más eficaces para modificar el genoma (edición genómica) de cualquier clase de organismo. Sin embargo, fueron Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna quienes se dieron cuenta que este sistema ancestral de defensa de las bacterias contra la infección por virus podía convertirse en una herramienta para la modificación dirigida del material genético de otros seres vivos[5].
La característica más relevante que diferencia a los métodos de corrección del ADN por transgénesis es que el transgén se integre al azar en el genoma o que se produzca el reemplazamiento del gen original. Por otro lado, una vez producida la doble rotura en la molécula de ADN puede haber dos rutas para fijar la rotura de la doble hélice:
NHEJ (unión de extremos no homólogos) que produce la disrupción génica (INDEL, inserciones y/o deleciones).
HDR (reparación dirigida por homología) que da lugar a la reparación génica y a la edición.
El sistema CRISPR-Cas9 consta de dos elementos: una pequeña molécula de ARN (la parte CRISPR) que contiene una secuencia complementaria con la secuencia diana contra la que se dirige en el ADN, y una endonucleasa (denominada Cas9) que es una proteína con actividad enzimática capaz de cortar el ADN y hacerlo solamente donde le indique la pequeña molécula de ARN antes mencionada. Al producir la doble rotura en la molécula de ADN entran en acción otras enzimas existentes en las células que reparan el daño producido, pero que pueden generar errores al insertar o eliminar algunos nucleótidos en el lugar del corte; es decir, se genera una mutación en el gen afectado por el corte (NHEJ). Sin embargo, si se añade un tercer elemento al sistema CRISPR-Cas9 consistente en una molécula de ADN que tenga secuencias complementarias a la zona donde se producirá el corte y, además, se incorporan en esta secuencia algunos cambios específicos que no estuvieran en el genoma original, el sistema tenderá a utilizar esta molécula de ADN como molde para restaurar el corte cambiando así el genoma; es decir, editándolo (edición genómica)[6].
Como si de un procesador de textos se tratara, el sistema CRISPR-Cas9 y la molécula de ADN consiguen localizar un error y corregirlo en un gen o, viceversa, instaurar un error donde antes no lo había, reproduciendo así en un modelo animal experimental aquella mutación detectada en un paciente afectado por una enfermedad. En otras palabras, es posible reproducir en el genoma de los animales de experimentación las mismas mutaciones observadas en los pacientes.
En una revisión actualizada del tema, Lander [7]analizaba la contribución de diversos investigadores al desarrollo de los fundamentos y aplicaciones de la técnica CRISPR-Cas9. Los 12 “héroes CRISPR” –como él los llama– son, por orden de aparición en escena:
Descubrimiento de CRISPR: Francisco Juan Martínez Mojica (1993)
CRISPR es un sistema inmune adapatativo: F.J.M. Mojica (2005), Gilles Vergnaud (2005), Alexander Bolotin (2005)
Evidencia experimental de que CRISPR confiere inmunidad adaptativa y utiliza una nucleasa: Philippe Horvath (2007)
Programando CRISPR: John van der Oost (2008)
Dianas CRISPR en el ADN: Luciano Marrafini (2008)
Cas9 es guiada por crRNAs y crea dobles roturas en el ADN: Sylvain Moineau (2008)
Reconstituyendo CRISPR en un organismo distante: Virginijus Siksnys (2011)
Estudiando CRISPR in vitro: V. Siksnys (2012), Emanuelle Charpentier (2012), Jennifer A. Doudna (2012)
Edición genómica en células de mamíferos: Feng Zhang (2012, 2013), George Church (2013)
Para la historia de la ciencia genética -dice Lander- es interesante señalar que:
El reciente hallazgo de que se poseen anticuerpos contra Cas9, es lo que podría dificultar la aplicación clínica de la técnica, al minar su eficacia, o incluso suponer un riesgo para los pacientes, debido a la respuesta inmune.
Los grandes descubrimientos genéticos aplicables a la biomedicina pueden surgir de datos científicos totalmente impredecibles. Por ejemplo, CRISPR ha sido consecuencia de una mezcla de:
Curiosidad personal (tratar de entender la repetición de secuencias en el ADN de bacterias tolerantes a la sal).
Exigencia militar (defensa contra armas biológicas).
La aplicación industrial (mejorar la producción de yogurt).
El papel cada vez más importante en la investigación biológica de los descubrimientos “libres de hipótesis” basados en los grandes bancos de datos (big data) de la bioinformática.
Varios de los científicos principales actores de la historia de CRISPR hicieron sus trabajos seminales al principio de sus carreras científicas (por ejemplo, Mojica, Horvath, Marrafini, Charpentier, Zhang), algunos de ellos con edades inferiores a los 30 años.
Algunos de los pioneros de CRISPR no trabajaban en centros de investigación dentro de los “circuitos” científicos de renombre internacional (por ejemplo, la Universidad de Alicante, el Ministerio de Defensa de Francia, los laboratorios de la empresa Danisco en Dinamarca, la Universidad de Vilnius en Lituania) y sus trabajos originales fueron rechazados para su publicación en revistas del mayor prestigio (Nature, Proceedings of the National Academy of Sciences, Molecular Microbiology, Nucleic Acid Research, Journal of Bacteriology, etc.).
Los grandes descubrimientos científicos no se corresponden normalmente con un “eureka” instantáneo, sino que se van elaborando durante muchos años.
En la actualidad
El sistema de edición genética CRISPR-Cas9 causa más daño en el ADN celular de lo que hasta ahora se creía, y éste no es detectado por las pruebas estándar, según revela un estudio publicado en Nature Biotechnology[8].
Todavía quedan aspectos técnicos por pulir, como la dificultad de introducir transgenes en las células que no se dividen, que componen la mayoría de los órganos adultos, como el corazón, el cerebro, el páncreas o los ojos.[9]
Si bien ya se sabía que CRISPR-Cas9 puede producir efectos off-target, es decir, fuera de la secuencia deseada del genoma, este estudio revela que también aunque el sistema actúe on-target, es decir, en el sitio esperado, se producen mutaciones no deseadas cuya entidad es considerable, teniendo lugar grandes deleciones (eliminación de ADN) y complejos reordenamientos, lo que puede comprometer gravemente la función genética. Además, muchas de las mutaciones producidas no pueden ser detectadas mediante los métodos de genotipado estándar.
“Esta es la primera evaluación sistemática de eventos inesperados que resultan de la edición CRISPR/Cas9 en células relevantes terapéuticamente, y es posible encontrar que los cambios en el ADN se han subestimado gravemente”- dice el autor correspondiente del trabajo, el profesor Allan Bradley.- Es importante que cualquiera que piense en usar esta tecnología para la terapia génica proceda con precaución y observe cuidadosamente los posibles efectos nocivos”.
Los autores del trabajo concluyen que “en el contexto clínico de editar muchos miles de millones de células, la multitud de diferentes mutaciones generadas hace que sea probable que una o más células editadas en cada protocolo estén dotadas de una importante lesión patogénica. Tales lesiones pueden constituir un primer “golpe” cancerígeno en células madre y progenitoras […] Los resultados informados aquí también ilustran la necesidad de examinar exhaustivamente el genoma cuando la edición se realiza ex vivo. Dado que el daño genético es frecuente, extenso e indetectable por los ensayos de PCR de corto alcance que se utilizan comúnmente, se justifica un análisis genómico completo para identificar las células con genomas normales antes de la administración al paciente”.
Efectivamente, este descubrimiento supone una nueva traba en la aplicación de CRISPR en terapia génica, es decir, su uso en la cínica para curar enfermedades mediante la corrección genética. Anteriormente se publicaba que Cas9 podía inducir una respuesta inmune en humanos[10] y que CRISPR es más eficaz en células proclives a desarrollar tumores, lo que podría favorecer la selección de estas células a la hora de implantarlas en el paciente. Por todo ello, parece que la técnica no está lista para su aplicación en humanos, aunque lo cierto es que los ensayos clínicos ya han comenzado.
En opinión del Observatorio, investigaciones adicionales en modelos animales y de células humanas deberán esclarecer si hay más riesgos que aún se desconocen y cómo puede afinarse esta herramienta para que su uso sea eficaz y seguro. Ante estos riesgos, los ensayos clínicos deben replantearse, y definir con suma precaución los criterios de elegibilidad. Así mismo, alternativas como la edición de base, la edición de ARN o la modulación de la actividad genética mediante CRISPR deben potenciarse, pues podrían resultar más seguras.
Premio Nobel de química
El premio Nobel de química de 2020 se ha concedido a Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna por la creación de un nuevo y muy preciso método para la modificación del ADN de plantas, animales o personas, unas «tijeras genéticas» conocidas como CRISPR-Cas 9.[11]
Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna han recibido el premio Nobel de química de 2020 por haber desarrollado un método de edición del genoma.
Se trata de un mecanismo que actúa de forma natural en organismos procariotas (arqueas y bacterias), donde viene a ser una especie de sistema inmunitario. Charpentier y Doudna idearon la forma de aplicarlo artificialmente, y con otras finalidades, también en organismos con células eucariotas, entre ellos los seres humanos. Así abrieron la ruta hacia posibles nuevas terapias contra el cáncer y la cura de enfermedades hereditarias.
Emmanuelle Charpentier, nacida en Francia en 1968, actualmente directora de la Unidad Max Planck de Ciencia de los Patógenos, en Berlín, descubrió en sus investigaciones con la bacteria Streptococcus pyogenes un nuevo componente de ese sistema inmunitario CRISPR-Cas de la bacteria, la molécula ARNtracr, tal y como publicó con sus colaboradores en 2011 (para ese momento trabajaba en laboratorios de las Universidades de Umeå y Viena).
Ese mismo año empezó su colaboración con Jennifer Doudna, experta en ARN que nació en 1964 en Estados Unidos, profesora de la Universidad de California, Berkeley, e investigadora del Instituto Médico Howard Hughes de la misma universidad. El fruto de sus esfuerzos compartidos fue la reproducción de esas tijeras genómicas bacterianas en el tubo de ensayo y su simplificación para un uso más viable.
En el proceso de corte que confiere inmunidad al procariota desempeña una función importante Cas9, de la familia Cas. Es una enzima que actúa sobre el ADN guiada por ARN. Esa guía está compuesta por dos ARN asociados, uno de ellos el descubierto por Charpentier. Las investigadoras crearon una quimera con las dos formas de ARN. Esta simplificación sería un paso esencial para la conversión del mecanismo natural en una herramienta de ingeniería genética. Fue entonces cuando resultó posible reprogramar las tijeras genéticas para que, en vez de que reconocieran el ADN de virus específicos, como ocurre en la naturaleza, se pudiese controlarlas de manera que cortasen cualquier molécula de ADN en sitios predeterminados.
A partir de entonces se produjo una explosión de las investigaciones del nuevo método. Con él se han desarrollado plantas cultivadas más resistentes. Pero la gran esperanza es que permita múltiples nuevas terapias para los seres humanos. Ya se han emprendido ensayos de tratamientos de la anemia de células falciformes, el cáncer o la ceguera hereditaria que se basan en CRISPR.
Basado en L. Montoliu, en bioeticawiki.com/
Notas:
1. Basado en Montoliu, L. (2015). Las herramientas CRISPR: Un regalo inesperado de las bacterias que ha revolucionado la biotecnología animal. Recuperado de http://www.comunicabiotec.org
Observatorio de Bioética UCV (20 de junio de 2018). «La revolucionaria herramienta de edición genética CRISPR-Cas9 podría provocar cáncer».
2. Observatorio bioética. Consultado el 15 de octubre de 2020.
3. Ishino, Y., Shinagawa, H., Makino, K., Amemura, M., Nakata, A. (1987). Nucleotide sequence of the iap gen , responsable for alkaline phosphatase isozyme conversión in Escherichia coli, and identification of the gen product. J. Bacteriol. 169:5429-5433
4. Mojica, F.J.M., Juez, G., Rodríguez-Valera, F. (1993). Transcription at different salinities of Haloferax mediterranei sequences adjacent to partially modified Patl sites. Mol. Micribiol. 9:613-621
5. Jinek, M., Chylinski, K., Fonfara, I., Hauer, M., Doudna, J.A., Charpentier, E. (2012). A programmable dual-RNA-guided DNA endonuclease in adaptive bacterial immunity, Science 337:816-821
6. Montoliu, L. (2015). Las herramientas CRISPR: Un regalo inesperado de las bacterias que ha revolucionado la biotecnología animal. Recuperado de http://www.comunicabiotec.org
7. Lander, E.S. (2016). The Heroes of CRISPR. Cell 164:18-28.
9. Observatorio de Bioética UCV (17 de noviembre de 2016). «Se utiliza CRISPR por primera vez en humanos». Observatorio de Bioética. Consultado el 15 de octubre de 2020.
10. Martín, Bruno (15 de enero de 2018). «La edición genética se topa con las defensas inmunitarias de sus pacientes». El País. Consultado el 15 de octubre de 2020.
11. Campos, Juan Pedro (7 de octubre de 2020). «Premio Nobel de química para el método CRISPR-Cas9 de edición del genoma». Investigación y Ciencia. Consultado el 1 de noviembre de 2020.
Pedro Ortega Ruiz
“Todas las tentativas de luchar contra la frialdad que penetra por todas partes están condenadas al fracaso mientras no se dirijan a sus raíces sociales, es decir, al sistema social que produce y reproduce la frialdad. Si algo puede ayudar contra la frialdad como condición de la desgracia es la comprensión de las condiciones que la hacen posible” (Th.W. Adorno).
Introducción
El carácter singular, excepcional del individuo humano es, sin duda, uno de los aspectos más olvidados en el discurso y práctica educativos, y su influencia se ha hecho sentir en una enseñanza demasiado escorada al cultivo de la inteligencia, marginando otras dimensiones del ser humano indispensables para una formación integral. Recuperar al sujeto de la educación, hacer que sobre él vertebre toda la acción educativa, es hoy una tarea inaplazable (Ortega y Romero, 2014). Ello conlleva incorporar al individuo concreto, histórico, a los procesos educativos; exige encontrarnos con él, en su cultura, en la urdimbre de su vida, desde donde se expresa, piensa y siente. Es decir, hacer que el educando sea el punto de partida y el punto de llegada de toda acción educativa.
Analizar nuestro presente y nuestro pasado educativo nos permite hacer una valoración de “lo que nos ha pasado y de lo que hemos vivido”, por emplear el lenguaje del filósofo Ortega y Gasset. Nuestra praxis educativa y nuestro discurso pedagógico no se pueden desligar de cómo entendemos al ser humano, de cómo nos relacionamos con los demás y con el mundo. Nuestras creencias (valores) atraviesan nuestra vida cotidiana dándole sentido, dirección y coherencia. No son acompañantes inocuos que asisten indiferentes a nuestro devenir. Constituyen, por el contrario, “el estrato básico, el más profundo de la arquitectura de nuestra vida. Vivimos de ellas y, por lo mismo, no solemos pensar en ellas. Pensamos en lo que nos es más o menos cuestión. Por eso decimos que tenemos estas o las otras ideas; pero nuestras creencias, más que tenerlas, las somos” (Ortega y Gasset, 1973, 18).
La idea de una escuela competitiva, vinculada al éxito académico va dando paso, lentamente, a otra más preocupada por la apropiación de valores éticos, al menos a nivel de declaraciones formales. Se entiende que una persona “formada” ya no es aquella que posee unos conocimientos y habilidades o competencias adecuados para la sociedad de su tiempo, sino, además, aquella que ha interiorizado unos valores éticos que le permiten situarse en el mundo y con los demás de una manera responsable y solidaria. Educar ya no se identifica con instruir o enseñar. Implica, además, apropiarse de los valores éticos que hacen del ser humano un sujeto moral, es decir, responsable; una educación que capacite al educando para leer e interpretar los acontecimientos de su tiempo; que frente a los retos de la sociedad actual (inmigración, pobreza y marginación, degradación ambiental, corrupción y narcotráfico…) pueda decir “su” palabra y actuar desde la responsabilidad.
Levinas no aborda formalmente el tema de la “educación”, como tampoco se muestra sensible al estudio de la “cuestión social”. Su reflexión ética permanece en el ámbito de las relaciones interpersonales. Levinas entreabre la puerta a “lo social” cuando escribe sobre la relación ética con el otro, en la que contempla la presencia de un “tercero”. A pesar de esta ausencia, es fácil encontrar en la obra de esto autor el impulso y el soporte teórico para una educación que tenga en cuenta al otro en su realidad histórica, y no como pretexto para otros fines supuestamente educativos.
La ética levinasiana (soporte teórico de este trabajo) obliga a contemplar la educación como acontecimiento ético situado en el tiempo y en el espacio, como acogida responsable al otro que implica a ambos, educador y educando, y que a ambos dignifica. Pero la compasión no se da hacia un ser abstracto, ideal, sin rostro ni contexto, sino hacia alguien concreto necesitado de ayuda y de acogida. “La compasión tiene delante al individuo concreto no separado de la circunstancia en la que vive; la compasión no suple a la justicia, ni es una forma adulterada de practicar la beneficencia y tranquilizar las conciencias; la compasión establece una relación ética, es decir, de responsabilidad entre el que compadece y el compadecido, y que solo queda saldada cuando el otro recupera su dignidad, es atendido y cuidado” (Ortega, 2016, 246). La educación, desde la ética de la compasión es, por tanto, un acto de acogida a alguien concreto, situado, no a un ente ideal, sacado del tiempo y del espacio. Y si la educación es memoria, lo es de aquellas personas significativas para el educando por pertenecer a la memoria de su comunidad; y si es denuncia, lo es de aquellas situaciones injustas que impiden a sus conciudadanos vivir en una sociedad justa y solidaria.
La propuesta educativa que aquí se hace se configura en torno a estos contenidos básicos:
1) la ética de la compasión es acogida y responsabilidad hacia el otro; 2) el contexto o circunstancia es contenido educativo; 3) la memoria es reconocimiento del pasado y justicia con las víctimas; y 4) la denuncia de “lo que no debe ser” es integrante necesario de la acción educativa.
1. La educación es, en su misma raíz, una acción ética
“No hay educación sin ética. Aquello que distingue la educación del adoctrinamiento es precisamente que la primera tiene ineludiblemente un componente ético” (Mèlich, 2002, 51). Sólo puede haber acción educativa si ésta tiene como finalidad la consecución de objetivos en sí mismos valiosos, éticamente asumibles por todos, y si es una acción ética en todo el proceso de su realización. Una educación que prescinda de los valores, en la pretensión de ser “neutral” u “objetiva”, además de ser imposible e indeseable, es una contradicción en sus propios términos. La acción educativa se sostiene en función de que asume que algo éticamente deseable merece ser enseñado y aprendido. En cada acción educativa se transmiten, inevitablemente, determinadas preferencias, actitudes y valores, ligados a la cultura en la que aquella se realiza. La dimensión ética forma parte inevitable de nuestro equipaje humano. También la acción educativa, como conducta humana, está sometida a la “servidumbre” de la ética. “Educar es ya una tarea moral; refugiarse en la enseñanza de unos contenidos meramente instructivos, al final, se ha mostrado como una pretensión ingenua. La decisión misma de transmitir unos contenidos u otros es ya una opción moral, en cuanto se estima valiosa para contribuir a la “mejora” de los alumnos” (Bolívar, 1998, 48).
El carácter ético de la educación no hace referencia a la deontología que obliga al profesor, como a cualquier otro profesional, al cumplimiento de las normas establecidas o contrato adquirido, ni de unas reglas o normas que han de orientar la acción educativa en las aulas o salones de clase, como cumplimiento de un deber. Tal obligación ética vendría impuesta “desde fuera”, sería externa a la misma acción educativa, vendría después. Aquí se habla de “otra cosa”, de algo distinto que es previo al cumplimiento del deber como profesor, de aquello que se sitúa en la entraña misma de la acción educativa y por lo que ésta se define y constituye (Ortega, 2004).
Pero si la ética está en el núcleo mismo de la acción educativa, hemos de admitir también que los presupuestos éticos son muy diversos, nos llevan a metas también muy distintas, y condicionan inevitablemente las estrategias de actuación. Quizás la pregunta que nos debamos formular sea ésta: ¿qué ética debe inspirar nuestra acción educativa? La respuesta que demos a esta pregunta no es retórica, ni indiferente. El paradigma moral por el que optemos en nuestra acción educativa nos lleva, necesariamente, a una determinada construcción de la persona, y también a una determinada manera de hacernos presentes en la sociedad.
Es obvio que todo discurso educativo es deudor de unos presupuestos éticos y antropológicos y está orientado hacia unas determinadas finalidades o metas a conseguir. No hay discurso pedagógico neutro o indiferente. Pero todas las éticas no hablan el mismo lenguaje, ni tienen el mismo contenido y tampoco los mismos propósitos. Este trabajo encuentra en el sentimiento moral de acogida al otro el núcleo básico o soporte de la acción educativa (Ortega, 2016), propio de la ética material (no formal), no en la ética idealista de raíz kantiana que pretende justificar e impulsar el comportamiento moral de los individuos desde la obligatoriedad de unos principios universales y abstractos, ajenos a todo contexto y a toda consideración subjetiva de un individuo, a toda afección o sentimiento que pueda poner en riesgo la objetividad y universalidad de esos principios. Me apoyo en la ética que tiene en la compasión su punto de partida (Ortega y Mínguez, 1999), y encuentra en los filósofos de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno) y, en especial, en la obra de Levinas su soporte teòrico consistente. En estos autores he encontrado la fuente de inspiración para una propuesta educativa que tiene como contenido las experiencias reales de vida del ser humano en las circunstancias en que le ha tocado vivir.
De la lectura de estos autores se desprende que la ética es: a) compasión hacia el necesitado, el sufriente; b) resistencia al mal; c) compromiso con la justicia; y d) memoria de las víctimas. “No cabe la vida justa en la vida falsa” (Adorno, 2004, 44). Con estas palabras denuncia Adorno la hipocresía de una sociedad que pretende alcanzar un nivel de vida humana, moralmente digna, en complicidad con las estructuras de dominación que ahogan la libertad y la posibilidad misma de vivir. La resistencia a lo que “no debe ser”, la denuncia del sufrimiento histórico de tantos inocentes, la lucha pacífica contra toda forma de explotación y humillación no ha encontrado en la moral idealista de la Ilustración la fuerza suficiente para oponerse a tanta barbarie (Horkheimer y Adorno, 1994). “Que la injusticia no tenga la última palabra” (Horkheimer, 2000) no ha sido nunca el frontispicio de la moral idealista.
Este enfoque de la ética conlleva la “deconstrucción” y pérdida de significado del sujeto moderno (Derrida, 1989) y la construcción de una subjetividad que no se defina como relación del yo consigo mismo, sino como relación con el otro, como respuesta al otro, hasta el punto del abandono del punto de vista posesivo de “mis” derechos o “nuestros” derechos y su sustitución por la perspectiva de los derechos de “los otros” (Bello, 2004, 105). Las éticas ilustradas de raíz kantiana, por el contrario, se muestran incapaces de asumir la primacía del otro, la centralidad del otro, en la constitución misma del sujeto moral.
Desde mediados del siglo XX se ha producido una revisión profunda de las éticas ilustradas, y su programa de racionalización, a causa de los desastres y de las víctimas que se las asociaban con aquellas. Horkheimer y Adorno (1994) criticaron duramente ese proyecto por considerarlo deshumanizador. Foucault (1999) y Derrida (1989), por su parte, han puesto de manifiesto los límites de los discursos y planteamientos en los que se apoyaba el proyecto ilustrado supuestamente emancipador. Nada de lo que aconteció de destrucción en el pasado siglo es ajeno a este proyecto ilustrado.
Para Schopenhauer y Levinas hay ética (moral, diría Schopenhauer) cuando se da una respuesta compasiva a la situación de vulnerabilidad del otro. Habrá también educación, y no mera instrucción, cuando el educador acoja al otro, se haga cargo de él. Esta respuesta ética al otro no se fundamenta en argumentos de la razón que me “obliguen” a una determinada conducta hacia los demás, como sostiene la ética kantiana, sino en la fuerza del sentimiento de compasión hacia el otro necesitado.”La ética es, en verdad, la más fácil de todas las ciencias, tal y como es de esperar; porque cada uno tiene la obligación (obliegenheit) de construirla por sí mismo y, a partir del principio supremo que radica en su corazón, deducir por sí mismo la regla para cada caso que se presente… La compasión, como el único móvil no egoísta, es también el único auténticamente moral, resulta, de una manera extraña y hasta casi incomprensible, paradójica” (Schopenhauer, 1993, 255). En Schopenhauer no es necesario acudir a la razón como fuente última para garantizar la moralidad de una conducta, tal recurso constituiría una ofensa hacia la persona que demanda una respuesta de ayuda y cuidado. “Para el descubrimiento de la compasión, mostrada como la única fuente de las acciones desinteresadas y, por tanto, como la verdadera base de la moralidad, no se precisa de ningún conocimiento abstracto sino sólo del intuitivo, de la mera captación del caso concreto a la que se reacciona inmediatamente sin ninguna mediación ulterior del pensamiento” (Schopenhauer, 1993, 270). En Schopenhauer, no es posible la moral sin compasión, porque no existe un ser humano que no necesite ser compadecido.
También en Levinas la ética tiene su origen en la compasión. “Para mí, el sufrimiento de la compasión, el sufrir porque otro sufre, no es más que un momento de una relación mucho más compleja, y también más completa, de responsabilidad respecto del otro” (Levinas, 1993, 133). Para Levinas el individuo sólo llega a ser sujeto moral en la medida que compadece. En esta respuesta compasiva el sujeto pierde su identidad, se rompe y se transforma, se quiebra por la presencia del otro. “En la prehistoria del Yo, puesto para sí, habla una responsabilidad. El sí mismo, en su plena profundidad, es rehén de modo más antiguo que es Yo, antes de los principios (Levinas, 1999, 187). En este acto de abandono (desgarramiento) del propio yo es cuando el sujeto se hace responsable del otro, es decir, sujeto moral (Ortega, 2016). Somos sujetos morales no por un ejercicio de autonomía, sino cuando respondemos del otro, cuando nos hacemos cargo de él desde la más radical heteronomía. La ética no nace de la razón del sujeto, de los mejores argumentos, sino de su dolor, o de la reacción ante el dolor ajeno. La ética no es algo originario, sino una respuesta a la realidad degradada del otro. “El rostro del prójimo significa para mí una responsabilidad irrecusable que antecede a todo consentimiento libre, a todo pacto, a todo contrato” (Levinas, 1999, 150).
He afirmado más arriba que la educación es una respuesta ética (responsable) a la persona del otro. Es el sujeto en todo lo que es quien debe ser educado (atendido, reconocido, acogido), no una parte o dimensión de éste y en su contexto, pues la compasión siempre acontece en una circunstancia. La educación no se entiende, ni se da al margen de la ética y del contexto, sin una relación responsable con el educando. No postulo una ética que se desentiende del otro y de su situación, sino aquella ética material que interpreta al hombre no como un ser en sí y para sí, como lo hace la ética kantiana, sino aquella que lo entiende como ser abierto al otro y para el otro, cuya realización como ser moral no está en su autonomía, sino en la dependencia radical del otro (Levinas,1987). “Ya no es posible (después de esa catástrofe) seguir practicando como evidentes las típicas acciones educativas orientadas por aquella idea de autonomía del sujeto racional y emancipado que le ha venido sirviendo de justificación en el proyecto de la modernidad” (Zamora, 2009, 21). Vaciar de contenido ético a la educación significa convertir a la escuela en un instrumento de manipulación y adiestramiento de nuestros jóvenes, sin otro horizonte que ser eficaces y aptos para englobarse en la sociedad del consumo. Sin ética la escuela hace suyo un discurso “que tiende a tomar la técnica por la cosa misma, tiende a considerarla como un fin en sí misma, como una fuerza dotada de entidad propia, olvidando al hacerlo que la técnica no es otra cosa que la prolongación del brazo humano” afirmaba Adorno (1998, 88) a mediados del pasado siglo.
2. La educación siempre acontece en un contexto o circunstancia
“No podemos hacer frente a los problemas de nuestro tiempo sin tener en cuenta las culturas matriciales en las que esos problemas se manifiestan” (Mate, 1999, VIII). Esta advertencia vale también para la educación como problema de “nuestro” tiempo, pues no hay educación sin tiempo ni espacio. No hay educación sin una cultura en la que encuentra significado. Prescindir del contexto significa desnaturalizar la acción educativa. Todo individuo lleva consigo una herencia genética de la que no se puede desprender. Del mismo modo, al nacer hereda una “gramática”, es decir, un conjunto de símbolos, ritos, signos, creencias, normas e instituciones que configuran un universo cultural (Mèlich, 2010) y le acompañan y condicionan siempre.
La tarea de educar se realiza siempre en las coordenadas espacio-temporales, dentro de las cuales todo individuo se expresa y vive. Hacer de la “circunstancia” el principio vertebrador de la actuación educativa constituye hoy una exigencia inaplazable. Este enfoque rompe todos los esquemas en los que se ha venido asentando nuestro discurso pedagógico y nuestra práctica educativa, desde un paradigma deudor de la filosofía idealista que ha dejado a un lado la condición histórica del ser humano, sujeto de la educación. Y nos obliga a elaborar otra filosofía del ser humano, y, por ende, también de la educación, otro modo de situarnos en el mundo y con los demás, de modo que cuanto acontece en la vida real de la calle penetre en las aulas y forme parte esencial de nuestra actuación como educadores. Conlleva cuestionar una praxis educativa que se nutre de recursos didácticos ajenos a la realidad del contexto. Si cada individuo es único, singular, original, la utilización de unos mismos recursos en las aulas o salones de clase, la programación de unos mismos objetivos para todos, sin atender a la singularidad de cada educando y al contexto en el que vive, es un claro despropósito. Se ha implantado una educación “a distancia” que fija contenidos, objetivos y estrategias al margen de la realidad de cada educando, como si todos ellos fuesen iguales, e iguales sus necesidades e intereses.
Cuando se educa, la respuesta no se da a un individuo sin rostro y sin entorno, sin biografía. Siempre se da a un individuo concreto, histórico. Por ello, la educación se entiende cómo responder “del” otro singular (Ortega, 2010). El otro siempre es pregunta que nos interpela, que nos concierne, que irrumpe “violentamente” en nuestra vida (Levinas, 1991), alguien de quien debemos responder en una situación concreta. Esta responsabilidad situada hacia el otro es la pesada carga que siempre nos acompaña como equipaje de nuestra existencia, mientras decidamos vivir éticamente. La primera exigencia del educador es asumir e integrar la “circunstancia” (tiempo y espacio), y comenzar desde aquí su tarea educadora. “No tenemos ninguna posibilidad de escapar de nuestra herencia conceptual, lingüística o simbólica. La vida es siempre concreta como lo es también la circunstancia en la que se vive. Toda situación humana, también la educativa, está históricamente condicionada” (Ortega y Gárate, 2017, 115). Esta afirmación implica un giro profundo no sólo en cómo pensamos la educación, sino también en cómo la hacemos. Implica abandonar una praxis educativa que ha estado muy alejada de los intereses y necesidades de nuestros alumnos, más preocupada por instruir que por educar.
Históricamente existe en nuestro discurso y nuestra praxis educativa una preocupante y extendida ausencia del contexto-situación en la acción educativa que lleva a ignorar las condiciones de vida del sujeto a quien se pretende educar. Y si se ignora el contexto (la “circunstancia”, diría Ortega y Gasset), si la realidad socio-cultural en la que vive el educando no cuenta para nada, entonces es imposible educar. Es indispensable integrar el contexto o situación como elemento clave en la educación. Sólo desde un mundo gramatical compartido, es decir, de tradiciones, costumbres, lengua, valores es posible la relación educativa. Sólo desde este mundo compartido se responde a la pregunta de una persona concreta. Fuera de este contexto hay retórica, discurso, pero no educación (Ortega, 2016).
Si analizamos la producción bibliográfica pedagógica se observa que el término “educación”, y la acción misma de educar, casi siempre se han entendido desde enfoques idealistas difícilmente aplicables a contextos concretos en los que se da cualquier proceso educativo (Coll, 2009). El discurso y la praxis, el lenguaje y la acción se han ubicado en espacios distintos, cuando no contrapuestos. Se ha construido un discurso pedagógico escasamente operativo para orientar la acción educativa; se ha ignorado que cualquier texto escrito, sin su contexto, es una página en blanco carente de significado, incapaz de interpretar y decir nada acerca de la realidad. Y en educación, como en otro ámbito del saber práctico, no se puede entender un texto sin tener en cuenta las indispensables coordenadas espacio-temporales en las que necesariamente se inserta toda acción educativa. Entre contexto y educación hay siempre una relación dialéctica. Un contexto marca unas líneas concretas de actuación; habla y explica lo que sin él nos sería del todo ininteligible. Sin contexto, no hay posibilidad alguna para el discurso educativo, como no hay posibilidad tampoco para la acción educativa.
El discurso educativo, influenciado por la filosofía idealista, ha ignorado las condiciones socio-históricas de vida de los educandos. Y esta “circunstancia” le condiciona y le constituye esencialmente. Nuestro mismo pensamiento es un diálogo con la “circunstancia”. Nos pasamos la vida en diálogo, a veces áspero y tenso, con la circunstancia. Es la sombra de la que no nos podemos desprender. Nos acompaña siempre. Sin ella nada hay inteligible, en absoluto (Ortega y Gasset, 1973). Todo está afectado por la circunstancia-situación. El hombre mismo es un ser situacional y vive y se entiende en y desde una situación. Todo lo que acontece, sucede siempre en una situación”. Y fuera de su situación es ininteligible.
La visión platoniana del ser humano ha echado raíces profundas en la cultura occidental. Cuerpo y alma, bien y mal, como mundos separados y opuestos; es la cosmovisión en la que hemos sido formados, con todo lo que esto significa de menosprecio u “olvido” de la corporeidad del ser humano, en definitiva de la “circunstancia”. Estar instalados en la corporeidad (circunstancia), como forma de vivir y de existir produce resistencia a aquellos que se sienten más cómodos con una imagen espiritual, desencarnada del hombre. El gozo y el sufrimiento, el amor y el odio, la venganza y el perdón, en una palabra, el mundo de los sentimientos ha estado ausente en la preocupación y ocupación de los educadores. Y si “el espacio y el tiempo son tan decisivos para la configuración de una existencia individual y colectiva con rostro humano, sería necesario que todos los agentes implicados en los procesos de transmisión, que operan en una determinada sociedad, se propusieran como tarea fundamental una auténtica “pedagogía del tiempo y del espacio” (Duch, 2004, 173-74); es decir, sería necesario entender la educación como equipaje que permita al hombre habitar su mundo y construir humanamente su espacio y su tiempo.
La investigación educativa ha utilizado unas herramientas con las que ha pretendido acercarnos a la realidad del ser humano, y con ellas se ha querido “dar cuenta” de la formación integral de cada individuo. El paradigma utilizado ha seguido una tendencia que la vincula a un enfoque idealista del hombre, olvidando que éste sólo se entiende en y desde la “urdimbre de la vida” en la que se resuelve, día a día, su existencia.
El carácter histórico, situacional del ser humano conlleva para la educación varias exigencias: a) no se puede educar si no se conoce la situación y el momento (contexto) en que vive el educando; b) no se puede educar en “tierra de nadie”, haciendo abstracción de las características singulares de cada educando, pretendiendo hacer una educación de validez universal (Ortega, 2009). Cualquier acto educativo se da necesariamente en “un aquí y en un ahora”, se da siempre en el contexto de una tradición, en una cultura. No hay un punto cero en el que nos podamos ubicar. Estamos necesariamente atrapados por “nuestro” tiempo y “nuestro” espacio. Si un hecho no es algo que ha ocurrido al margen de todo contexto, sino que necesariamente es un hecho interpretado, también el ser humano es un hecho o acontecimiento que necesita ser interpretado y leído en su contexto para que se pueda decir algo de él. Somos irremediablemente contexto, situación, y sólo cuando convertimos “nuestra” situación en contenido imprescindible de nuestra acción educativa, estamos en condiciones de educar. “Estoy convencido, escribe Duch (2004, 160), de que pedagogos y antropólogos deberían ejercer de terapeutas del tiempo y del espacio humanos”.
Si el contexto debe estar presente en la acción educativa, ésta debe asumir, en la práctica, no sólo la realidad psico-biológica del educando, sino, además, toda su realidad socio-histórica. Somos biografía, historia narrada de sucesivas experiencias que han ido configurando, en el tiempo, nuestra identidad múltiple. Somos lo que hemos “ido viviendo”. Y la vida a los humanos no es algo que les venga dado por naturaleza, sino, por el contrario, tarea permanente, un “quehacer”, en expresión feliz de Ortega y Gasset. Las múltiples experiencias vividas han conformado en nosotros una determinada manera, entre otras posibles, de situarnos en el mundo, un modo particular de existir.
Desde la ética de la compasión la educación, como acontecimiento situado, se entiende como una acción que pretende: a) ayudar a alguien concreto a construir, desde la ética, su propio proyecto de vida; b) ayudar a “leer” y juzgar los acontecimientos a la luz de los principios éticos; c) ayudar a alumbrar un nuevo nacimiento, una manera original e inédita, todavía, de realizar la existencia humana por la que el mundo se renueva sin cesar (Arendt, 1996). Y este recorrido educativo es único e irrepetible para cada individuo, porque para cada uno la situación en la que vive es vivida e interpretada de forma singular y única. A diferencia de la ciencia o de la filosofía sistemática que se dirige al hombre universal y abstracto, la educación se dirige a cada persona concreta en la singularidad de una vida humana. Educación”.
La filosofía idealista ha pervertido el sentido y la naturaleza de la educación al entender los valores éticos como ideales abstractos a los que toda actuación educativa debe tender. Ha olvidado que los valores también son experiencia, y ésta necesariamente está condicionada por las formas distintas en las que cada individuo y cada cultura los expresa y manifiesta. El carácter histórico de los valores éticos obliga a que cada acción educativa esté fijada a una determinada circunstancia sin la cual aquella sería irreconocible e insignificante.
3. La educación es memoria (Anamnesis)
“Los seres humanos no solamente nos limitamos a vivir con la memoria. Además convivimos con ella, con la nuestra y con la de nuestros predecesores, porque las relaciones entre hombres y mujeres son relaciones de memoria” (Mèlich, 2010, 154). La memoria no es una mirada nostálgica hacia el pasado, porque no se refiere al pasado, sino al tiempo. “Son esos huecos que permiten a la ausencia hacerse presente” (Mate, 2011, 195). La memoria es traer al presente las experiencias vividas antes por otros para darles hoy un significado nuevo en un nuevo contexto. Es la pedagogía de los ausentes. “Sería un error importante fijar en la memoria la recuperación del pasado y, por lo mismo, el sentido de la vida en el vínculo a una comunidad ya dada y a una identidad ya prefijada que el individuo tiene que limitarse a reproducir” (Mèlich, 2006, 54). La experiencia es en sí misma irrepetible. Nadie “experimenta” por otro. Pero sí el contenido o significado de la experiencia, transmitido bajo el ropaje de unas formas o expresiones. Es lo que nos permite saber de dónde venimos y quiénes somos. Lo que nuestros mayores han vivido (sus experiencias) se realizó en un contexto o circunstancia que no ha tenido continuidad en el presente. Pero sí lo que esas experiencias significaban para ellos. De lo contrario sería imposible la transmisión de la cultura como herencia o legado recibido de ellos. Somos biografía, venidos a un mundo habitado por otros que nos han precedido. Lo que hoy somos nunca está libre de la contingencia del pasado. La memoria es una historia narrada de lo que “hemos sido” y ahora traemos a nuestro presente. “Narración y experiencia, experiencia y narración es el juego en el que discurre el relato de nuestra vida. Es también el espacio para una educación con “sentido” de lo humano” (Gárate y Ortega, 2013, 174-75).
En la ética, la memoria de lo acontecido no ha tenido un papel relevante. La reflexión ética se ha ocupado, fundamentalmente, de las relaciones interpersonales entre coetáneos. Y la mirada al pasado se ha hecho con criterios historiográficos. Han sido los filósofos de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer) y los supervivientes del Holocausto los que nos han “obligado” a una nueva lectura de los acontecimientos pasados, de sus experiencias sufridas. “Sería ya tiempo de liberar al fenómeno de la memoria de la nivelación dentro de la psicología de las capacidades reconociéndolo como un rasgo esencial del ser histórico y limitado del hombre” (Gadamer, 2001, 45).
Los acontecimientos, en tanto que experiencias vividas, no agotan su significado en quienes los han protagonizado. Adquieren nuevo significado (sentido) en quienes los recuerdan o rememoran.
Los acontecimientos pasados no pertenecen sólo a la historia, ni siquiera a aquellos que los protagonizaron. Nos pertenecen también a nosotros. Todas las experiencias narradas, al ser contadas, pertenecen también a los demás (Larrosa, 1996). La memoria (anamnesis) de lo ocurrido, y nunca cancelado, nos reconcilia con el pasado porque se le hace justicia. La memoria hace que la justicia recupere su verdadero sentido. Somos responsables de aquellos con quienes convivimos, de los “recién llegados”, y de los que han de venir. Pero también somos deudores de aquellos que nos han precedido, de todos aquellos que hicieron posible la experiencia de justicia y de libertad, de solidaridad y de tolerancia que hoy nos permiten ejercer de humanos. “Nuestra vida tiene algo pendiente que nos impide instalarnos de una vez por todas, algo pendiente con los que nos han precedido, y que nos demanda una constante reubicación y resituación” (Mèlich, 2010, 120). La “presencia” del otro que está y vive junto a nosotros nos debería llevar a preguntarnos por las “ausencias” de aquellos que ya no están, de los que ya no viven. En los que aún vivimos, en los que aún estamos aquí pervive la huella, la memoria de sus vidas sin la cual es imposible descifrar y entender el presente.
Una ética de la compasión, a la vez que configura espacios de cordialidad entre los vivos, hace justicia también de las “ausencias” de los que ya no están físicamente entre nosotros; recupera la memoria de los otros para que el pasado no muera en el olvido. La relación de compasión no sólo se establece con los contemporáneos, sino también con los antepasados, los ausentes. El discurso pedagógico, y nuestra praxis educativa, han vivido de espaldas, o han intentado cancelar nuestro pasado más inmediato; no han encontrado un espacio para hacer justicia a los sufrimientos y trabajos, a las ilusiones y esperanzas de tantos hombres y mujeres que construyeron nuestro presente. Se ha puesto en práctica, por el contrario, una pedagogía y una educación centradas en la mirada hacia el futuro, en la búsqueda del “equilibrio y de la armonía social”, reticente a toda mirada al pasado, a toda experiencia del mal; se ha querido borrar nuestro pasado “incómodo” echándonos en brazos de un progreso emancipador que oculta la autoridad de los que sufren (Metz, 1999). “Y una pedagogía que no haga memoria de “lo que nos ha pasado y hemos sido” queda reducida a una función más del engranaje social, a una legitimación del supuesto orden social” (Ortega, 2016, 258).
La educación para la memoria se convierte en narración de las experiencias vividas por otros, y, hoy, significativas para nosotros. El hecho de narrar es equiparable a un rito por el que se participa de un modo inmediato en lo “sagrado” de lo narrado, que de esta manera es incorporado a la propia vida del sujeto en lo que aquél tiene de sentido en las circunstancias actuales. En la narración la experiencia trasciende al narrador, le sobrepasa, para ser, de alguna manera, “nuestra” experiencia, hoy. Y aquí radica la fuerza educativa de la memoria narrada. En la narración de las experiencias de los que nos han precedido encontramos la clave para saber quiénes somos, de dónde venimos. El hoy está presente en el pasado, y desconocerlo significa poner en riesgo nuestra propia identidad.
La educación para la memoria es, también, una reivindicación de las víctimas (memoria ética), y se identifica con su sufrimiento injustamente padecido. Se opone a todo intento de negación, eufemización o instrumentalización del dolor. Y es también contraria a la visión de la historia como progreso que, “además de producir víctimas, justifica estos actos en el avance que logra y, por tanto, está autorizada a seguir adelante, a reproducir sus estrategias” (Almanza, 2013, 24). Es una pedagogía crítica sobre las huellas del mal acontecido con el propósito de hacer justicia con quienes lo padecieron. “Una construcción crítica de la historia no tiene que dirigir su atención sólo a la dinámica dominante, sino también, como dice Adorno, a lo que no intervino en esa dinámica, quedando, por así decirlo, al borde del camino, los materiales de desecho y los puntos ciegos que se le escapan a la dialéctica” (Zamora, 2004, 49). No es una pedagogía de la memoria passionis que ayuda a autoafirmarse y afianzar la propia identidad, sino una memoria que cuestiona la identidad firme y segura en la que nos hemos instalado. Es una pedagogía de la memoria que cuestiona la razón argumentativa por insuficiente para abordar el sufrimiento de las víctimas. Es una pedagogía que entiende la memoria no “como una categoría compensatoria (que se ocuparía de zonas a las que no llegaría la razón argumentativa), sino como una categoría constitutiva del espíritu humano en virtud de la cual puede entender el mundo de una manera nueva” (Mate, 1999, 166).
Sólo una educación que se proponga la cancelación de la explotación y del sufrimiento de los inocentes, la cancelación del mal gratuito infligido puede instaurar la justicia para aquellos que nos han precedido en el sufrimiento. Lejos de convertirnos en estatuas de sal atrapadas por el pasado, la memoria de las víctimas constituye un revulsivo para demandar “las esperanzas incumplidas y denunciar las injusticias pendientes de resarcimiento contra todo aquello que sigue produciendo dolor y sufrimiento, aniquilando a los individuos” (Zamora, 2004, 15). En la situación actual, marcada por una crisis que afecta no solo a la economía, sino a todo el sistema socio-político, la educación para la memoria puede ser una herramienta poderosa para la integración social desde la justicia y la verdad para todos. “Se trata de anclar el pensar en el pesar, y de proponer una estructura anamnética de la razón, conscientes de que desentenderse de la más leve huella del sufrimiento es condenar todo discurso, aunque sea ontológico, a la mentira” (Mate, 2011, 207). Volver al pasado, desde la memoria, no es un ejercicio retórico, sino la condición indispensable para entender y tener presente.
4. La educación es denuncia y resistencia
La crítica social forma parte del contenido de la acción educativa. Juzgar, criticar aquello que no se ajusta al derecho, o denigra la vida de los ciudadanos no es una actividad “añadida” a la acción de educar. Cuando se educa, se hace siempre en un contexto. Pero éste presenta contradicciones, conductas éticamente reprobables que pueden interferir u obstaculizar la apropiación de valores por los educandos. No vivimos en un mundo ideal de individuos perfectos. Al contrario, la violencia, la injusticia, el odio y la venganza, la falta de libertad forman parte de nuestro escenario social. En este contexto también es necesario educar. Y, entonces, la propuesta de conductas éticas deseables se hace a partir de la crítica de aquellos comportamientos que se alejan de los referentes morales (modelos) que deben ser imitados por los educandos, lo que se denomina pedagogía negativa.
Desde la ética de la compasión, la crítica a lo que no “debe ser” ocupa un papel central en la acción educativa. Es una crítica de las estructuras socioeconómicas que impiden una vida justa, la resistencia a todas las formas del mal. Es denuncia de un sistema educativo que se ha convertido en correa de transmisión de los intereses de la clase dominante, cuyo objetivo es aumentar la productividad y los beneficios por medio de inversiones que mejoren el proceso formativo de cara a moldear funcionalmente los cerebros de los individuos, y transformarlos en un factor productivo. Un ejemplo de este propósito es el encargo por parte de la OCDE, a finales de la última década del pasado siglo, de un estudio comparativo conocido por el nombre PISA.
Deberíamos preguntarnos si los contenidos que se imparten en las aulas ayudan a los alumnos a una toma de conciencia de la realidad que les envuelve, o, por el contrario, son indiferentes a la misma; habríamos de preguntarnos por qué los procesos de la distancia social, invisibilización de las víctimas, indiferencia colectiva, exclusión social, personas superfluas o descartadas... no han tenido presencia, o ésta ha sido muy débil, en los centros de enseñanza como contenidos necesarios para una educación ética y socio-política (Maiso, 2016).
Junto a la denuncia de las situaciones injustas se hace indispensable romper con la lógica de la frialdad que caracteriza a la sociedad actual, y extirpar su arraigo en la dinámica social. “Si algo puede ayudar al hombre contra la frialdad generadora de desdicha es el conocimiento de las condiciones que determinan su formación y el esfuerzo por oponerse anticipadamente a ellas en el ámbito individual” (Adorno, 1998, 90). Pero el solo cambio de estructuras puede llevar a la tiranía si el ser humano es puesto al servicio de las mismas. Se hace necesario, además, un cambio de actitudes y la apropiación de valores éticos que propicien el cambio de las conductas que dañan a la persona. Y esto pasa por implementar una educación que parta de una ética en la que se reconozca la primacía del ser humano como ser histórico.
Desde las éticas ilustradas, de raíz kantiana, se defiende que sólo desde el respeto a la dignidad del ser humano, como fin en sí mismo, se puede poner fin a la situación de explotación de tantas víctimas, producida por un sistema socioeconómico injusto que invade todas las esferas de la vida individual y colectiva. Pero no ha sido la razón formal incontaminada, capaz de formular los mejores argumentos, la que ha resistido la barbarie de antes y de ahora. ¿”De dónde sabe la razón que el ser humano tiene una dignidad, que no puede ser vejado, humillado… si no es de la experiencia acumulada de sufrimiento… Convertir dicha dignidad en principio formal que ha de regir la conducta, al menos no ha servidlo para evitar las catástrofes que conforma el oscuro reverso de la historia” (Zamora, 2004, 271-72).
Hay preguntas que se echan de menos en el discurso pedagógico y en la praxis educativa.
¿Para quién o quiénes educamos? ¿A quién o quiénes sirve la escuela? Se supone, con gran ligereza, que la tarea de educar discurre en ámbitos de neutralidad, que los objetivos y fines propuestos son los adecuados, aquí y ahora, a los intereses y necesidades de los educandos. Se percibe una confianza ciega en el sistema educativo por parte del profesorado. “Se simula un paraíso de educación supuestamente no directiva, porque los alumnos evalúan y critican permanentemente los procedimientos, sin poder decidir nada respecto al sentido y la finalidad del dispositivo educativo mismo” (Zamora, 2017, 30). La esperanza puesta en la escuela de capacitar a los individuos para su emancipación y una confrontación crítica con las relaciones impuestas por el sistema socio-económico dominante, se ve hoy cuestionada por las exigencias de adaptación del individuo al mismo sistema, promoviendo las capacidades de cada individuo, pero encaminadas al rendimiento económico. De este modo el conjunto de la educación adquiere el carácter de una “inversión” cuantificable, como cualquier otra inversión, por el rendimiento económico que pueda producir, es decir, en términos de coste-beneficio. La adaptación del sistema educativo a las exigencias del mercado se hace patente en la correspondencia entre las transformaciones del sistema productivo y los cambios producidos en las instituciones educativas: programas, prácticas, contenidos... El reciente discurso sobre las “competencias” es un ejemplo paradigmático de la orientación instrumental y tecnocrática del sistema educativo. Ante esto caben dos posibilidades: resistir a la represión social, aun a costa de la propia supervivencia, o adoptar estrategias de pacificación que impidan tener que afrontar situaciones límite, difíciles de sobrellevar.
Ocupados en aplicar en su enseñanza las estrategias más innovadoras, el profesorado no encuentra tiempo para hacerse una pregunta básica: ¿para qué educamos? La escuela no demanda tanto nuevas estrategias (cómo enseñar), cuanto qué y para qué enseñamos. La educación como denuncia se hace imposible si los educadores no asumen como tarea la vigilancia permanente de un sistema que se mueve siempre entre el servicio a la comunidad y la “obediencia” a los intereses de la clase dominante.
5. ¿Qué hacer?
A principios del siglo pasado, el filósofo Ortega y Gasset (1973, 49) hacía una advertencia a los intelectuales y políticos españoles: “No se han hecho bien las cosas sino cuando de verdad han hecho falta”. También nosotros, hoy, deberíamos prestar atención a esta advertencia del pensador español y desterrar de nuestro discurso cualquier atisbo de autocomplacencia; los resultados de tantos esfuerzos y recursos invertidos en educación no invitan a ella. Deberíamos preguntarnos si junto al desarrollo tecnológico y científico, nuestras instituciones educativas también han contribuido a construir una sociedad más justa; si han hecho posible un desarrollo y bienestar más compartido; si han promovido la tolerancia y el diálogo, haciendo del respeto y la solidaridad compasiva la única herramienta para la convivencia.
Considero que es imprescindible un cambio de rumbo en nuestro pensar y hacer la educación; que es indispensable prestar atención a las circunstancias concretas de cada sujeto que reclama ser atendido y escuchado en “su” situación, en la experiencia concreta de su vida para poder ser educado en “su” proyecto de construcción personal; que es necesaria una “reubicación” del profesor que le permita invertir sus prioridades y sus papeles como agente de la enseñanza; que lo sitúe en un escenario distinto y lo coloque en una “situación ética” en la que el alumno deje de ser objeto de “conocimiento y de control” para convertirse en interlocutor necesario en su proceso de construcción personal.
Es indispensable una nueva filosofía de la educación que no sólo cambie nuestra manera de entender la enseñanza, sino también el modo de entender al ser humano, una filosofía de la educación que nos permita ejercer responsablemente la tarea de educar. La función del educador es acompañar, orientar y guiar, alumbrar “algo nuevo”, pero no suplantar al educando, ni imponerle un determinado modo de pensar y vivir. La educación es construcción, edificación; y construir el edificio de lo que uno proyecta ser en “su” vida es una tarea en la que la participación del propio sujeto es insustituible. La educación prepara para vivir éticamente, es decir, en la responsabilidad. Y esta iniciación a una vida ética, que es la educación, viene siempre acompañada de la mano y presencia del otro, de su acompañamiento y testimonio ético.
Es necesario recuperar al sujeto de la educación, atender a la realidad de cada sujeto concreto. Ello implica incorporar un nuevo lenguaje, un nuevo pensamiento, nuevas actitudes y unos nuevos contenidos en la acción educativa. Significa tomarse en serio la inevitable condición histórica del ser humano y hacer de la educación un acontecimiento ético de acogida y reconocimiento del otro. Implica incorporar a la acción educativa la vida concreta de cada educando, de tal modo, que sea ésta la que ocupe el tiempo y el espacio de toda la tarea del educador, si lo que pretendemos es educar y no hacer “otra cosa”.
Resaltar el carácter histórico de la educación, y su inevitable eticidad; hacer que la educación sea un espacio para la reconciliación y denuncia de las situaciones injustas que nos degradan a todos, constituye hoy una urgencia para los educadores. Esta demanda no está necesariamente vinculada a implementar nuevas estrategias, sino a una nueva concepción de la educación desde una nueva concepción del hombre situado en “su” tiempo. “Vivir es habitar en lo abierto y, por ello, lo que caracteriza a la vida es, precisamente, la situacionalidad, la ambigüedad, la provisionalidad”, afirma el prof. Mèlich (2010, 92). Si hay ética, si hay educación es porque nunca estamos ajustados al mundo, porque siempre seremos individuos desajustados, abocados a despegarnos de “lo dado” y establecido y comenzar algo nuevo. Es necesario abandonar un concepto determinista de la educación que ha propiciado la repetición de modelos adecuados para otros contextos, pero que ahora se ven obsoletos. La necesidad de adaptación a la circunstancia, la incorporación de la realidad de la calle a la vida de las aulas, obliga a los educadores a una constante reinvención de su tarea educadora. “La educación no es la interpretación petrificada de la existencia humana, sino la reinterpretación, en un nuevo contexto, de las tradiciones humanas que siempre están en el ahora” (Gárate y Ortega, 2013, 86).
Ser educador entraña una actitud abierta al cambio, ser un nómada de la educación dispuesto a transitar por caminos aún no roturados, en la confianza de no encontrar el paraíso en el que definitivamente descansar. En la tarea de educar siempre se está en camino, siempre se es peregrino porque nada está acabado; siempre nos acecha algo nuevo, nunca hay una respuesta definitiva porque nunca nos encontramos con la misma pregunta a la que debemos responder. Es el ámbito de la ética, de la respuesta provisional y de la incertidumbre. Es la condición de la existencia humana.
Pedro Ortega Ruiz, en dialnet/unirioja.es
Ximena Márquez Otero
Razón y corazón no siempre comulgan, como nos relatan algunos poetas y amantes. Esta investigación inició hace cinco años en un salón de clases. Surgió por la curiosidad de tres estudiantes de psicología que se preguntaban: ¿por qué algunas personas, después de haber terminado su relación de pareja, no pueden separarse totalmente? y a la vez: ¿por qué estas mismas personas, al momento de tener una relación de pareja amorosa formal, no pueden mantenerse unidas totalmente y por lo general irrumpen en una separación? Este vaivén entre los polos de unión y separación, esta confusión entre estar y no estar con alguien como pareja, muestra la incapacidad, a nivel personal y vincular, de concluir satisfactoriamente el duelo por distintas pérdidas significativas. En este caso, nos referiremos al dolor que conlleva la desidealización e integración de los padres infantiles y al proceso de integración de la propia identidad personal y de pareja, ya que, en estos casos, estas parejas también tienen la dificultad de reconocerse y asumirse a sí mismos como grupo-pareja.
El método psicoanalítico incluye varios tipos de investigación como el teórico, el hermenéutico y el de historia de vida. En este estudio se busca aportar otros cuestionamientos y visiones a la teoría de las relaciones amorosas mediante un análisis dialéctico entre la observación y escucha de relatos de parejas que viven estas situaciones que aquí se describen y la teoría ya escrita, que es siempre vulnerable a ser reformulada en distintos momentos.
¿Por qué puede ser relevante este tema?, ¿qué es lo que podría interesar a colegas y personas que alguna vez han sentido el alojamiento del amor en sus vidas sin poderse explicar por qué les ha sido complicado concretar una relación de pareja más estable a pesar de desearlo? La respuesta no es simple ni concreta y mucho menos única. Sin embargo, en el presente trabajo se tratará de extender esta nueva perspectiva y tener otra opción para la comprensión de las parejas que viven este fenómeno.
Brevemente daré una descripción de las características generales, sin perder de vista que cada pareja irrompible tendrá sus particularidades en su dinámica vincular.
– La pareja irrompible es, ante todo, una pareja amorosa, es decir, pueden ser novios, esposos o amantes (“frees”).
– La pareja irrompible funciona mediante mecanismos colusivos que implican un juego conjunto no confesado, oculto recíprocamente a causa de un conflicto fundamental similar no superado.
– Se encuentran en un círculo vicioso que fluctúa entre dos polos: unión y separación, por lo que se encuentran en un punto intermedio de indefinición que les trae incertidumbre y sensación de inestabilidad constante en su relación.
– Este tipo de pareja quiere separarse cuando está unida y, cuando está distante, se añora y quiere regresar, provocando una constante insatisfacción en uno o en ambos miembros de la pareja.
– La pareja irrompible tiene un funcionamiento patológico, principalmente por la rigidez que les impide funcionar de un modo distinto a esta dinámica.
– Las características principales que se han encontrado hasta el momento son: dependencia emocional, inestabilidad, incertidumbre y ambivalencia entre el miedo a la fusión (reflejado en un temor al compromiso) y al abandono (reflejado en un miedo a la soledad).
– La pareja irrompible tiene dificultades para integrar (a sí mismos y a sus objetos), para atravesar los procesos de duelo que implican la desidealización, la separación y el manejo de conflictos.
Para definir a la pareja irrompible puntualizaré lo que no son, o dicho de otra manera, haré un diagnóstico diferencial con el fin de evitar confusiones y comprender mejor a estas parejas.
Diferencias entre dependencia emocional, codependencia y bidependencia, con la irrompibilidad
Al referirnos a los irrompibles como parejas con una dependencia emocional fuerte estamos hablando de un subtipo de las dependencias relacionales. Es conveniente diferenciar entre dependencia emocional y otras dependencias relacionadas con trastornos adictivos como la codependencia y la bidependencia, ya que algunas personas suelen confundirlas.
Avendaño y Sánchez-Escárcega (2002) plantean que es un error referirse a las parejas emocionalmente dependientes como parejas codependientes. En las parejas bidependientes y codependientes se involucran necesariamente trastornos adictivos fuertes por lo menos en alguno de los cónyuges. En la pareja emocionalmente dependiente uno de los dos miembros aparenta ser más dependiente que el otro, aunque sea una posición intercambiable. El miedo a perderse en el otro les hace alejarse, y la necesidad de cercanía afectiva y el temor a la separación hace que alguno de los miembros de la pareja inicie el acercamiento, manteniendo un círculo repetitivo. La “danza” emocional dependiente de la pareja se fundamenta en una negociación inconsciente de la distancia emocional cuyo resultado es el intento de obtener un equilibrio óptimo de la dependencia vincular de la pareja. Con estos antecedentes podríamos exponer que la pareja irrompible mantiene una fuerte dependencia emocional, ya que presentan conflictos emocionales (expresados en fragilidad y frustración, ansiedad, enojo y tristeza), daños y heridas narcisísticas (reflejadas en baja autoestima, sentimientos de vacío, abandono y necesidad de reconocimiento externo), así como dificultades en las relaciones interpersonales (por la dificultad en marcar límites, la aceptación de conductas destructivas, de rechazo y maltrato físico o psicológico, y por ser aferradas, celosas y controladoras). Lo anterior no significa que toda pareja dependiente emocionalmente sea irrompible, ya que esta última presenta otras características más específicas en su comportamiento.
La pareja irrompible y el duelo normal de separación de la pareja
Es cierto que cada etapa de la vida conlleva una pérdida afectiva; algunas son más dolorosas que otras y quizá una de las más importantes sea la separación de la pareja. Lo que queremos es establecer la diferencia entre la dinámica irrompible y el proceso normal y temporal de duelo por el que atraviesan las parejas al momento de separarse, el cual muchas veces implica añoranza, sensación de vacío, soledad, dolor e incluso reencuentros, lo cual es de esperarse cuando se cierra un ciclo. Mientras más sólido, duradero e intenso haya sido el vínculo, mayor será el dolor ante el desprendimiento de lo que significa la relación y la persona que se ha despedido. Los reencuentros que se llegan a dar en el proceso normal de duelo pueden confundirse con los constantes acercamientos y alejamientos que presenta la pareja irrompible. La diferencia entre un fenómeno y otro es sutil, y puede ser casi imperceptible. Sin embargo, existe, y radica en que a los irrompibles se les dificulta no sólo la separación sino también involucrarse por completo con el otro a pesar del intenso deseo de cercanía, viviendo ambas situaciones con gran angustia, sin poder elaborar el duelo que todo esto implica. En cambio, un proceso normal de duelo, por más fuerte que sea, puede culminar en un cierre y elaborar finalmente la pérdida del objeto amado.
Irrompibles y su similitud con algunos factores de la etapa de adolescencia normal
Algunos factores que caracterizan a los irrompibles pueden ser confundidos por su similitud con los propios de la adolescencia normal, como la reedición del proceso de separación-individuación, la formación de la identidad, los procesos de duelo y sus relaciones afectivas de esta etapa (como sustitutos de sus objetos primarios). Estos factores mencionados se relacionan entre sí dentro del mismo proceso adolescente.
Para Mahler (1977), la identidad es la conciencia temprana de un sentimiento de entidad para dar lugar a la individualidad que surge en la etapa de separación-individuación. En la adolescencia se viven reestructuraciones internas y externas. Para Knobel (1996), la integración del yo se produce con la elaboración del duelo, de partes de sí mismo y de sus objetos. Asimismo, Aberasturi (cit. en Knobel, 1996) refiere que se puede lograr una personalidad satisfactoria cuando se tiene una relación adecuada con objetos internos buenos y con experiencias externas no tan negativas. Cuando el adolescente se separa de los padres suele adoptar diversas identidades, ya sea sucesiva o simultáneamente de acuerdo con las circunstancias, de manera que al final del proceso logre la aceptación de una identidad independiente.
Melgoza (2002) se refiere al noviazgo del adolescente como una de las alternativas para disminuir la ansiedad que provoca el proceso de separación-individuación que se presenta inicialmente en los tres primeros años de existencia y más adelante en la adolescencia, siendo una de sus características el desplazamiento progresivo de las figuras parentales infantiles o sustitutos. El adolescente lucha por separarse de sus padres y obtener su propia identidad, lo cual abre el camino a las relaciones objetales adultas. Winnicott (cit. en Melgoza, 2002) menciona que el objeto transicional es una defensa contra la ansiedad que provoca la percepción naciente del yo-no yo. En el adolescente la “pareja-objeto” tendría un funcionamiento similar al objeto transicional que menciona Winnicott (1971), que amortigua o ayuda a contener la ansiedad que provoca la separación con los padres.
La terminación del noviazgo, por doloroso y difícil que sea de elaborar el duelo, permitirá avanzar de una manera positiva hacia la individuación, lo cual implica ser cada vez más responsable por lo que se es y por lo que se hace (Melgoza, 2002, p. 70).
No hay riesgo si el adolescente tiene la madurez necesaria para que sus relaciones de pareja, como objeto transicional, les permitan la diferenciación. El problema aparece cuando la pareja no se puede vivir como objeto transicional y por ende, la relación no se rompe (relaciones “ni contigo ni sin ti”). También puede suceder que se provoque un rompimiento imposible de elaborar, lo cual involucra la melancolía e incluso el suicidio. Sucede entonces que el adolescente se vincula con objetos parciales y no con objetos totales, convirtiendo a su pareja en un fetiche. Cuando una relación termina, la elaboración de duelo permite avanzar de manera positiva hacia la individuación.
El objeto transicional tiene la función de conformar al niño y brindarle confianza y elementos internos que permiten que una persona se conforme para ser autosuficiente. La pareja transicional (que puede convertirse en irrompible si la pareja no pasa de ella) tiene igualmente la función de formar a la persona en sus primeras experiencias en el terreno amoroso, donde se incluyen la sexualidad, la convivencia íntima, el narcisismo, la alteridad, la fusión y la separación, que en el mejor de los casos permite una integración de la identidad de la persona como individuo, y de una primera agrupación-pareja posterior al modelo parental que cada uno vivió con sus respectivos padres.
En casos patológicos, la pérdida de la pareja tiene que ver con un duelo no resuelto por la pérdida de los padres, siendo éste el más difícil de superar. Dicho duelo queda generalmente detenido en la fase de anhelo y búsqueda del objeto perdido, y se reedita en la ruptura amorosa. La pareja rompe y regresa repetidamente o intenta nuevas relaciones sin conseguir ligarse adecuadamente a ninguna. La ruptura de las primeras relaciones amorosas que funcionan como objeto transicional reviven el dolor y la negación ante la pérdida de los padres: los primeros objetos de amor. A los jóvenes se les dificulta terminar la relación, siendo los temores más frecuentes no encontrar otra pareja, quedarse solos, no volverse a sentir importantes, amados o seguros. Cabe aclarar que la pareja irrompible no es adolescente aunque puede gestarse desde esta etapa. Puede iniciarse como un objeto transicional patológico, ya que no cumple con la función de cambiar o transitar de un objeto a otro. La pareja se queda atorada, sin avanzar ni crecer, y aunque la pareja sea cronológicamente adulta, continúa con un comportamiento adolescente.
La pareja irrompible como vínculo
Hablamos de los irrompibles como vínculo de pareja en donde ambos están inmersos en esta dinámica, y no donde un solo miembro de la pareja quiere regresar o separarse. Hay que recalcar que, en muchas ocasiones, aun siendo irrompible la pareja, uno es el que manifiesta los síntomas de la irrompibilidad, aparentando ser el único interesado, o en este caso, irrompible. Sin embargo, lo que sucede es que se alternan el rol sintomático. Kaplan (cit. en Campuzano, 2001) menciona que cuando ambos miembros de la pareja tienen conflictos con la intimidad buscan el recíproco acercamiento, pero una vez que alcanzan cierto grado de intimidad o contacto se angustian, por lo que uno u otro inician estrategias de distanciamiento y desmantelamiento valiéndose de diversos mecanismos individuales y específicos. Después aparece la ansiedad por estar juntos, se extrañan, se perdonan y vuelven a acercarse, pero no demasiado, y el “sube y baja” vuelve a desequilibrarse en el otro sentido.
Para Campuzano (2001), los individuos que se angustian ante la cercanía afectiva manejan de manera cuidadosa la distancia emocional de manera que les sea tolerable y cómoda, evitando lo que les resulte amenazante (intimidad emocional, profundidad afectiva o de compromiso). Simultánea y contradictoriamente desean y temen de manera muy intensa la cercanía afectiva, lo que los hace sufrir y los mantiene en un círculo de repetición. Aunque los miembros de la pareja parezcan ser muy distintos entre sí, las partes complementarias de uno con el otro son las que los mantienen unidos, ya que satisfacen ciertas necesidades. De hecho, cuando una pareja presenta síntomas opuestos o contrarios el uno del otro, generalmente se trata de una misma patología. Para ser pareja irrompible se necesita de dos personas que estén enganchadas en esta dinámica que llega a convertirse en un círculo vicioso. Cuando uno de los dos miembros toma una determinación —para estabilizar la relación o para terminarla— y mantiene esta decisión, la dinámica irrompible se rompe.
Irrompibles como pareja amorosa: novios, esposos o amantes (“frees”)
Alberoni (1997) menciona que la pareja amorosa es la comunidad más pequeña en la que se forma un yo, un “nosotros” solidario. Los irrompibles pueden ser novios, esposos o amantes (“frees”), y aunque algunas veces, cuando rompen, creen que ya no son pareja, lo siguen siendo por la presencia de afectos intensos positivos y negativos que impiden romper el vínculo. Aunque en toda relación entre dos personas pueden existir afectos intensos, en una relación de pareja amorosa generalmente existe el factor de romanticismo erótico y de contacto físico sexual. Es importante aclarar que no se debe confundir a la pareja irrompible con aquellas parejas que, al terminar su relación, superaron el proceso de duelo y pueden establecer una relación cordial y de respeto mutuo.
La pareja irrompible y la distancia
Queremos marcar la diferencia entre la distancia por temor a la intimidad que interpone la pareja irrompible, y aquella que las parejas necesitan para funcionar adecuadamente. Dentro de toda pareja deben existir límites intradiádicos y extradiádicos claros y flexibles para que puedan respetarse sus espacios como individuos, sin que deje de existir el “nosotros”. Cuando hay límites intradiádicos claros y flexibles se definen espacios personales, remarcando la identidad de cada miembro de la relación. La pareja recurre en ocasiones a la distancia temporal y física, sin la angustia de separación y sin el propósito de romper el vínculo. Estos espacios son en pro del crecimiento personal y de pareja. Los irrompibles, en cambio, al no tener una identidad definida, tampoco tienen límites claros y tienden a ser inconstantes (en ocasiones difusos y en otras rígidos). La distancia que pone la pareja irrompible está basada en temores primitivos, como el miedo a la fusión con el otro, que aparece después de sentir que están demasiado cerca emocionalmente. Pero en cuanto sienten amenazadora la distancia porque les despierta el miedo al abandono y la angustia de separación, vuelven al polo de la unión. Por lo tanto, están fluctuando entre un polo y otro.
La patología de la pareja irrompible
Desde la visión psicoanalítica, se encontraron aspectos patológicos en el vínculo irrompible dada su rigidez o incapacidad de funcionar de un modo distinto a esta dinámica de encuentros y desencuentros constantes. En esta pareja la relación con el objeto amoroso es parcializada de manera permanente, al no lograr desidealizar e integrar al otro con sus aspectos buenos y malos en todo momento de su relación (en el acercamiento y en el alejamiento). Esto indica que no pueden realizar un duelo psíquico ante la idealización como etapa “normal” en las relaciones de pareja. Lo patológico en este vínculo, por lo tanto, implica mantener una negación prolongada de la realidad para tratar de desconocer la pulsión de muerte en sus dos aspectos: destructor de sí y destructor del otro, a causa de lo amenazante que puede resultar la desidealización. La pareja irrompible recurre al fenómeno del péndulo, en el que cada miembro de la pareja actúa la patología de manera polarizada. Aunque aparentemente sus posturas sean contrarias e intercambiables, ambos participan en el mismo juego conjunto no expresado conscientemente.
Una pareja funcional sirve de apoyo a la identidad de cada cónyuge y como refuerzo de las defensas necesarias para combatir la ansiedad. Los irrompibles no tienen su identidad bien consolidada, por lo que no pueden servir de apoyo mutuo. Tampoco funcionan como defensa para combatir la ansiedad; su misma dinámica los provoca y mantiene más intranquilos.
Como toda patología, la irrompibilidad tiene sus ganancias secundarias que, en su mayoría, son inconscientes. Una de ellas puede ser la aparente comodidad que representa la distancia sin ruptura, la cual crea una “zona tolerable” intermedia entre la unión y la separación. Una de las ventajas de este estado es la de elegir a conveniencia (según necesidades personales conscientes o inconscientes) si se tiene pareja o no. Obtienen lo provechoso de lo que significa tener una pareja: sentir apoyo, reflejo narcisista, muestras de afecto (positivas o negativas) o simplemente saber que hay alguien “especial” a quien recurrir cuando se le necesita. De igual forma, se benefician de lo que significa no tener pareja: sensación de libertad y autonomía, no exclusividad, estar libre de compromiso, entre otros. Esta indefinición envuelve una situación híbrida en la que existe una “libertad comprometida” en donde la pareja se rinde cuentas cuando supuestamente no hay vínculo formal afectivo que lo acredite. La pareja irrompible, al disminuir la convivencia frecuente por el desmantelamiento que hacen de su relación, no permite que afloren los conflictos necesarios para que la pareja tenga una oportunidad de crecimiento para cada uno y para la relación, lo cual impide desidealizarse y, por lo tanto, vivir un vínculo más auténtico. El conflicto no es positivo ni negativo, es simplemente inevitable.
Freud (1915) menciona la diferencia entre el duelo y la melancolía, y señala que el primero es un proceso normal ante la pérdida y el segundo es un proceso que ya se considera patológico. En la melancolía hay también una reacción ante la pérdida del objeto amado, aunque parece ser que la pérdida es más ideal. El sujeto no ha muerto pero ha quedado perdido como objeto erótico (rupturas amorosas, abandonos, etcétera). De acuerdo con la definición de Freud, se considera entonces que los irrompibles son melancólicos. Primero, no hay muerte física y real de la pareja irrompible, y lo que están viviendo no puede llamarse propiamente un proceso de duelo. Su proceso es más psíquico y patológico por el hecho de no saber qué están perdiendo al perder simbólicamente al otro. A los irrompibles les queda una sensación de vacío interno, ya que tienen baja autoestima y necesitan depositarla en el objeto, esté o no presente. Por el hecho de ser melancólicos, los irrompibles idealizan constantemente y no pueden manejar la agresión, ya que esto implicaría un objeto desidealizado, ambivalente (amado y odiado) y, por lo tanto, total.
Acertadamente, Igor Caruso (1978) menciona que “el problema de la separación es el problema de la muerte entre los vivos”, porque implica morir en la conciencia del otro, morir en vida, por lo que la persona siente haber perdido no solamente a alguien, sino además, un pequeño trozo de sí. Este desprendimiento emocional, manejado adecuadamente, puede dar paso a un proceso de reestructuración interna para que la persona avance en todas las áreas de su vida, sin la sombra del amor que ya se ha dejado. Este puede ser un evento significativo para el desarrollo personal, sin embargo, la pareja irrompible lo evade o dilata impidiendo así el crecimiento personal y de pareja.
Todas estas situaciones intrapsíquicas, hermanadas con ciertos factores socioculturales actuales como la globalización y el posmodernismo, influyen en la formación de parejas irrompibles. Esta sociedad fomenta el narcisismo, la cultura light, lo “desechable”. Se porta la bandera de “vivir el momento” y se favorece y promueve el egoísmo, la adolescencia prolongada (prolongación de vida estudiantil), la dependencia hacia los padres y viceversa. La crisis económica, el alto índice de divorcios, la baja tolerancia a la frustración y las expectativas altas que parecen inalcanzables influyen y provocan desaliento en los individuos. Lipovetsky (1983) considera que la sociedad actual invita al descompromiso emocional por los riesgos de inestabilidad que sufren en la actualidad las relaciones personales.
Ubando (1997) menciona que hoy en día ya no se le da tanta importancia a que las parejas duren toda la vida y se promueven las relaciones desechables y poco duraderas, respaldadas en la idea de “más vale calidad que cantidad de tiempo”. Pero, ¿cómo definir la calidad del tiempo si sólo se quieren vivir momentos placenteros con el cónyuge? El hecho de tratar de juntar el amor romántico, la pasión sexual y un compromiso marital monógamo en un solo acuerdo promueve expectativas tan altas que las parejas sienten que deben cumplir, que desmantelan su relación evitando los factores que perciben angustiantes o inalcanzables. Nuestra época envía simultáneamente mensajes contradictorios que confunden y frustran a los individuos que intentan formar pareja. Por un lado está la devoción por el narcisismo, el individualismo y el no compromiso; por el otro, se sigue fomentando la idea romántica de la pareja perfecta. Otra contradicción social implica el miedo a la intensidad y al riesgo en general, al mismo tiempo que se fomenta esta intensidad. Lo anterior provoca la formación de parejas inestables e insatisfechas, dentro de las cuales se encuentran los vínculos irrompibles. Estas parejas responden a las exigencias sociales y, a la vez, a las necesidades personales de tener un cónyuge, llegando a un punto intermedio en el que se vive una relación parcial sin lograr algo en realidad.
Como conclusión, podría decir que las relaciones amorosas son una muestra encantadora donde el ser humano puede volcar, en un pequeño espacio compartido, un océano entero de locura, atemporalidad, transformación, posibilidad; y a la vez estar cercano a las propias cavernas sedientas, por los miedos más profundos y desconocidos que se puedan tener.
Las relaciones afectivas generalmente responden a necesidades y normas sociales de un contexto histórico. Estas relaciones surgen bajo matices contrastantes. Uno nos revela el deseo del color y el calor que brinda la idea de alojar a una persona confiable y edificar con ella un futuro prometedor o, por lo menos, saber y sentir que se tiene a un otro con quien compartir los sinsabores de los momentos críticos que se viven. Por otra parte, la búsqueda de libertad y autonomía es tan fuerte que se teme permanecer “atado” a una sola persona. Las relaciones express o romances fugaces que se viven en la actualidad confiesan esta doble necesidad de tener a alguien con quien compartir sin sentirse fuertemente comprometido. Los irrompibles encuentran un modo de relación en el que se encierran ambas posibilidades: estar con y estar sin alguien. Pero, contrariamente a la anhelada calma y compañía, esta modalidad de pareja acarrea a la larga una pobre flexibilidad para construir una relación más duradera y firme, como ideal y socialmente se desea. Las personas que viven este tipo de vínculos hacen todo lo que esté en sus manos para no destruir el altar que han construido para su compañero y su relación, ya que esta destrucción implicaría aceptar las propias debilidades y reconocer el desgaste que este esfuerzo ha costado.
Estas personas necesitan aprender a elaborar duelos primarios para poder integrar a sus padres, a sí mismos y al concepto que significa tener y vivir en pareja. Para esto pueden ayudarse de la psicoterapia psicoanalítica personal y vincular. El objetivo de la psicoterapia psicoanalítica no promueve que la pareja irrompible opte por una definición específica, ya sea de unión o separación. Cada pareja irrompible es única y aunque todas tengan ciertos rasgos en común, no se puede generalizar. Cada una presenta sus peculiaridades, así como el proceso psicoterapéutico de cada individuo o pareja.
Esta investigación se sigue desarrollando y se continúa preguntando: ¿por qué algunas parejas buscan encerrar la temporalidad en sus manos y no se reconocen como unidad conjunta para así crecer? Y más aún, ¿por qué el desagarre amoroso duele tanto, hasta el grado de querer mantenerlo vivo para evitar el abismo que deja el otro al partir?
Quisiera finalizar con una frase de Jorge Bucay y Silvia Salinas: “La pareja es un camino nuevo, un desafío. Con ella nada termina, al contrario, todo comienza. Salvo una cosa: la fantasía de una vida ideal sin problemas.
Ximena Márquez Otero, en redalyc.org/
Pablo Céspedes Solís
Introducción
Edith Stein, filósofa, teóloga y mártir alemana del siglo XX, ha sido declarada santa por la Iglesia católica, como copatrona de Europa. Una vida cargada de intensidad y que siempre estuvo movida por una pasión: buscar la verdad. Esta búsqueda de la verdad la llevó a dialogar con las corrientes filosóficas, políticas y teológicas de su entorno. Forjó un pensamiento caracterizado por un elevado sentido de justicia y racionalidad, lo que la llevó a tomar posiciones leales y firmes. Fue una mujer coherente entre lo que pensaba y vivía, tanto así que su misma convicción la llevaría, incluso, a su propia muerte.
Stein es una figura poco conocida en Latinoamérica; sin embargo, como protagonista de primer orden del siglo pasado, su testimonio y pensamiento traspasan los límites espaciales y temporales, por lo que siempre tendrá mucho que decirnos en América Latina, hoy.
El presente artículo se divide en cinco secciones. La primera analiza la posición alemana dentro de la I Guerra Mundial, además, la raíces antisemíticas que brotaron del nacionalismo alemán, principios que llevarían al exterminio de judíos alemanes. La segunda sección aborda la filosofía alemana de primera mitad de siglo XX, se enfatiza en el aporte de la fenomenología, escuela a la que se adhirió Edith en sus primeros años. Una tercera parte aborda la propuesta steiniana de la antropología filosófica; desde allí, se podrán comprender los conceptos fundamentales de su propuesta pedagógica. En un cuarto momento, se retomará la propuesta fenomenológica de la fe de esta pensadora. Por último, se hará una reflexión sobre los posibles aportes de la obra de Stein para las ciencias sociales latinoamericanas.
Reseña biográfica
Edith Stein, de origen judío, nació el 12 de octubre de 1891 en Breslau, Alemania. Siendo una adolescente de 14 años abandona los estudios y la fe. Superada la crisis, con 20 años de edad, obtuvo brillantemente la reválida e inicia los estudios superiores en la Universidad de Breslau, matriculándose en germanística, historia y psicología. Posteriormente, entra en conflicto con la psicología y empieza a leer Investigaciones lógicas de Edmund Husserl. Ese mismo año abandona la universidad, para iniciar nuevos estudios con el deseo de conocer profundamente el misterio del ser humano.
En 1913, atraída por la fenomenología de Husserl, ingresa a la Universidad de Gotinga donde continúa sus estudios. Ante el estallido de la I Guerra Mundial, se alista voluntariamente como asistente de enfermera de la Cruz Roja. En 1916 defiende su tesis doctoral Sobre el problema de la Empatía, teniendo como director a Husserl. No consigue habilitación como docente por su condición de mujer judía.
Una mañana de 1920, en las afueras de la antigua Catedral de Frankfurt, la Doctora Edith Stein se encontró con el profesor Paul Reinach; entraron unos minutos a la Catedral y mientras estaban allí, en respetuoso silencio, “entró una señora con su cesto del mercado, y se arrodilló en un banco, para hacer una breve oración” comenta Edith en su autobiografía. Este simple hecho marcó la conciencia y personalidad de la filósofa atea. Continúa escribiendo: “Esto fue para mí algo totalmente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes, a las que había ido, se iba solamente para los oficios religiosos. Pero aquí llega cualquiera en medio de los trabajos diarios a la iglesia vacía como para un diálogo confidencial. Esto no lo he podido olvidar” (Cfr. Sullivan, 2003, p. 117). Desde este momento, la filósofa agnóstica, paladín del novísimo método fenomenológico, iniciará una nueva búsqueda de la verdad.
Un día del mes de junio de aquel mismo año, mientras visitaba a su amiga, la filósofa Hedwig Conrad-Martius, lee la autobiografía de santa Teresa de Jesús. Solo una madrugada le bastó. Al terminar la lectura, decide convertirse al catolicismo. Se aventura a dar el paso gigantesco de la fe. “Esta es la verdad”, dijo al cerrar el libro (Gil de Muro, 1998, p. 129).
Un 1 de enero del 1922 es bautizada y una vez vinculada al mundo católico, da clases de literatura y alemán en el Seminario de pedagogía e Instituto de las Dominicas de Santa Magdalena de Espira. Imparte clases sobre la cuestión femenina y la educación católica en países germano-parlantes y comienza a confrontar los datos de la fe con la filosofía fenomenológica. Además, inicia la traducción de la obra de Santo Tomás de Aquino De Veritate. Para el 70º aniversario del natalicio de su maestro, le dedica la obra La fenomenología de Husserl y la filosofía de Santo Tomás.
El 15 de octubre de 1933, ingresa al Carmelo de Colonia. Ante la barbarie antisemita de la política hitleriana, en abril de 1942 fue registrada, junto con su hermana Rosa, por la Gestapo. Fue enviada a Holanda para salvaguardar su vida; sin embargo, el 2 de agosto la policía alemana invade el Convento de Echt (Holanda) y encarcelan a Edith y a Rosa por su origen judío. Ella y su hermana son asesinadas en las cámaras de gas el 9 de agosto de 1942 en Auschwitz.
El papa Juan Pablo II durante la homilía de su beatificación dijo:
Edith Stein, Teresa Benedicta de la Cruz: Una personalidad que reúne en su rica vida una síntesis dramática de nuestro siglo. La síntesis de una historia llena de heridas profundas, que siguen doliendo todavía hoy, pero que hombres y mujeres con sentido de responsabilidad se han esforzado y siguen esforzando por curar; síntesis, al mismo tiempo, de la verdad plena sobre el hombre, en un corazón que estuvo inquieto e insatisfecho `hasta que encontró su descanso en Dios´ (Juan Pablo II, Homilía de Beatificación: Colonia, 1 de mayo de 1987.)
El Imperio Alemán, el pangermanismo y la Gran Guerra
A mediados del XIX, Prusia se hizo del control político y económico de la Confederación alemana. Guillermo I y su jefe de gobierno, Otto von Bismark, hicieron reformas importantes. A la muerte de Guillermo I, le sucede Guillermo II, destituye a Bismark y empieza una nueva diplomacia europea. Para este momento la carrera armamentista de Europa avanzaba temiblemente. La II Revolución Industrial trajo consigo una oferta bélica impresionante. El mismo ferrocarril serviría de aliado, en caso de guerra, para el desplazamiento a grandes distancias. Todos los países europeos preparaban soldados, poseían grandes reservas de armas y ejércitos competentes. Durante la paz armada, Francia y Alemania podían movilizar en pocos días a un millón de hombres. Conforme se acercaba una situación bélica, crecía el patriotismo agresivo, síntomas nefastos del más brutal nacionalismo. Situación gravemente marcada en Alemania donde circulaba información pangermánica y antisemita. Más de dos décadas de tensión terminarían con la guerra.
En 1914, Alemania era una potencia industrial, militar, naval y comercial. Su posición estratégica, en el centro de Europa, le creaba ventajas y desventajas en un eventual enfrentamiento. En ese mismo año, un nacionalista serbio asesina al heredero del trono Austro-Húngaro, el Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo. En julio, Austria y Alemania le declaran la guerra a Serbia. Por las Alianzas pactadas y el sistema de “padrinazgos” entre las potencias, el conflicto se expandió a casi todo el continente. Prácticamente eran Francia, Rusia, Inglaterra y Japón contra Alemania-Austria.
Tardíamente, el Imperio Otomano y las fuerzas italianas apoyarían las potencias centrales. Una guerra con Alemania como eje y con dos frentes: al oeste enfrentaba a Francia y Gran Bretaña; y al este enfrentaba a Rusia. Se trata de la primera guerra moderna de la historia. Tecnologías novedosas y mortíferas, guerra aérea, alianzas y pactos de protección, millones de muertos, decenas de países que intervinieron y el papel de las mujeres en la guerra. Cosa insólita antes de la I Guerra Mundial.
Miles de mujeres prestaron servicios voluntarios como enfermeras y conductoras de ambulancias. Edith ingresó como enfermera voluntaria a un hospital austríaco. La guerra avanzaba, parecía interminable. En lugar de achicarse, se expandía hacia otras latitudes. Alemania enfrentó, al oeste, a Francia y Gran Bretaña, pero obtuvo desastrosos resultados.
Empieza la retirada de los alemanes. La situación se fue complicando cada vez más, hasta que el 11 de noviembre de 1918 los alemanes firmaron un armisticio. Una guerra en la que todos creían terminaría pronto, tardó cuatro años dolorosos. Millones de muertos y el rostro de Europa cambiado para siempre. Alemania es la gran protagonista de esta guerra.
La situación alemana era complicada. Termina una guerra en la que resulta una nación perdedora. Los vencedores se reparten las colonias alemanas y delinean los nuevos límites fronterizos. El pueblo se siente terriblemente dolido y desconcertado. Empiezan las pequeñas revoluciones internas y los conflictos sociales. Alemania pide paz sobre la base de los “14 puntos”, propuestos por Woodrow Wilson.
El emperador Guillermo II renuncia a su cargo político, con lo cual se abre la posibilidad de instaurar la República de Weimar. “Los escritos de Edith Stein en estos momentos son reflejo claro de su preocupación por dar una solución con fundamentos claros a la situación” (Sancho, 1998, p. 675).
En Alemania, donde el sentimiento de derrota está anclado en el corazón de su pueblo, el partido Nazi, dirigido por Adolfo Hitler, pretende revivir la gloria que una vez tuvo el imperio. El derrotismo psicológico del pueblo, las ansias locas de un demagogo y los deseos de devolverle a Alemania su antiguo esplendor, llevarían a Alemania (y a toda Europa) a otra guerra. Con todo, ya en el alba de su conversión, crecía en Alemania la oleada del odio nazista que arrasaría al pueblo hebreo mediante el exterminio e incendiaría a toda Europa con la II Guerra Mundial.
Edith Stein observa con impresionante lucidez la evolución del drama sociopolítico y con su despierto olfato para el análisis político había visto venir la desgracia ya mucho antes. Una colega de Espira llega incluso a afirmar que Edith Stein había dicho ya en 1918, cuando los ocupantes franceses se marcharon y las tropas alemanas fueron recibidas con júbilo: “Ya verán; ahora comienza una persecución de judíos y posteriormente de la Iglesia” (Feldmann, 1999, p. 86).
El Tratado de Versalles (1919) no logró ordenar y pacificar las naciones europeas. La tensión y el conflicto siempre estaban latentes. El nuevo orden mundial estaba controlado, cada vez más, por los Estados Unidos de Norteamérica. Europa estaba en crisis: recesiones económicas, hambrunas, gobiernos dictatoriales, nacionalismos agresivos, etc. En Alemania, Hitler funda el partido Nazi y en 1933 llega a la cancillería, donde asume poderes plenipotenciales. Empieza, entonces, el rearme alemán con vistas a no perder una guerra más, fundar el Tercer Reich y colocar a Alemania su punto central de la historia.
El Reichtag concede todos los poderes al Führer y comienza un sistema totalitario de gobierno. El Führer desintegra todos los demás partidos, depura ideológicamente la justicia y organiza nuevamente la Gestapo (policía estatal). La fuerza ideológica tenía tres objetivos: antisemitismo, antimarxismo y nacionalismo expansionista. Los escritos de W. Marr en Alemania y la aparición de doctrinas pseudocientíficas sobre la superioridad del hombre ario (Rosenberg) provocaron un nuevo antisemitismo en la era hitleriana.
La revista panfletaria Stürmer titulaba siempre “Los judíos nuestra desgracia”, revista terriblemente sanguinaria y exitosa. Su editor Julios Streicher «había dado a conocer ya en 1926 la sorprendente teoría de la “albúmina de otra especie” con al que la “perruna raza judía” pretendía envenenar la sangre de las mujeres arias» (Feldmann, 1999, p. 86). Para esta época, Edith viajaba en varias ciudades de Alemania y Austria, dictaba conferencias sobre formación cristiana.
Para los nazis ella representaba una “amenaza” al sistema. Como lo afirma Ciro García: “La persecución de los no-arios bajo el nacionalsocialismo fue tomando perfiles cada vez más dramáticos” (1998, p. 169). Ante esta nueva situación, Edith estaba triplemente amenazada: por ser paladín de la conciencia política durante sus conferencias, por promover una recuperación del sentido espiritual del ser humano y por ser judía conversa, por lo tanto, no aria.
La tragedia se asoma. Hitler firma con Mussolini la asistencia mutua (Eje Roma- Berlín, 1936). El Führer toma Austria y zonas de la República Checa. La diplomacia trabajaba arduamente para negociar con Hitler y evitar la guerra. El 1 de septiembre de 1939, Alemania invade Polonia y da inicio la guerra más vergonzosa y mortal que la humanidad haya experimentado: “La guerra había estallado ya en Europa. Una guerra que se iba a extender como mancha de aceite en todo el mundo. Abracadabramente espectáculo. Los ejércitos alemanes engullían estados como podían engullir pasteles” (Gil de Muro, 1998, p. 225).
Así las cosas, el expansionismo nazi ocupa Dinamarca, Noruega y Países Bajos. Francia se rinde seis semanas más tarde. Gran Bretaña decidió luchar contra un aliado nazi, Italia, primero en el norte de África y luego en la península Itálica. Hitler, una vez rendida Francia, dirige las fuerzas militares al este. Llega las fronteras de Moscú, pero el duro invierno frena sus proyectos de invasión.
En 1941, EE.UU. entra a la guerra, tras el ataque de los japoneses en la base aeronaval de Pearl Harbor. Gran Bretaña gana los conflictos en Italia y Alemania, junto a los aliados ingresa a Italia y en 1943 comienzan la liberación. En Rusia, las batallas de Stalingrado y Kursk dejan como vencedor al ejército rojo. En 1944 Italia estaba prácticamente desalmada. El día “D” (6/6/1944) los aliados desembarcaron en Normandía (Francia) y avanzan hacia el Rin. Por el otro frente, el Ejército Rojo avanza hacia Berlín. En abril de 1945 los rusos ingresan a la ciudad, Hitler se suicida y el 7 de mayo Alemania se rinde. Nuevamente Alemania la gran perdedora.
Los resultados negativos de la II Guerra Mundial son asombrosos: 60 millones de muertos, millones de desplazados, refugiados y desaparecidos. Ciudades destrozadas y miles de prisioneros; en fin, un continente moral, material y humanamente destruido.
Se calcula que al menos fueron seis millones de judíos lo que murieron en los campos de concentración, gaseados y torturados injustamente. Otros judíos lograron emigrar al continente americano y así evitar la suerte del pueblo judío. Muchos familiares de Edith migraron a Suramérica para no morir en Alemania. La misma Edith tuvo la posibilidad de huir pero se mantuvo firme y esperó su destino como judía acompañando a su pueblo. A los tres años de la estancia de Edith en Echt “llegó la orden de las fuerzas de Ocupación que declaraba a todos los alemanes no arios en los Países Bajos apátridas, exigiéndoles inscribirse para la emigración hasta el 15 de diciembre” (Cfr. García, 1998, p. 177).
La valiente participación de Edith Stein en las dos guerras mundiales marcaría para siempre su camino. Durante la I Guerra Mundial, deja momentáneamente sus estudios en la Universidad de Gotinga para asistir a los enfermos y caídos del campo de batalla en un hospital austriaco. En una de sus notas escribiría “Ahora mi vida no me pertenece, me dije a mí misma: Todas mi energías están al servicio del Gran acontecimiento. Cuando termine la guerra, sí es que vivo todavía, podré pensar de nuevo en mis asuntos personales” (García, 1998, p. 80).
La II Guerra Mundial fue todavía peor para Edith, con una vida totalmente renovada es víctima de una de las ideologías más nefastas y humillantes que la humanidad haya conocido. Un genocidio de todo un pueblo. Sin justificación, sin racionamiento, sin ninguna explicación, el antisemitismo se filtró paulatinamente entre el nacionalismo alemán y empezó la persecución, la deportación y la emigración de los judíos. El 10 de abril de 1938 fue prácticamente el sello de la derrota para Edith. Era un día de elecciones en Alemania. Edith sabía de la suerte de los judíos, en las elecciones solo los arios podrían votar. Edith, siendo monja conventual, suplicó a sus hermanas que no votaran a favor de Hitler. La priora, sabiendo que Edith no era aria hizo todo lo posible para que ella votara y así salvarla de la persecución, empero fue imposible. Edith no salió a votar. Ya en noviembre de ese mismo año los judíos fueron víctimas de todo tipo de ultrajes por parte de las autoridades y del pueblo enajenado.
Marco filosófico: Die Deutsch Philosophie
La vida intelectual de Edith Stein surge en la encrucijada de corrientes filosóficas que trataban de explicar el drama histórico entre guerras. La verdad del hombre y su misión en la tierra, fueron los ejes que impulsaron sus investigaciones y meditaciones. Su vida y pensamiento reflejan los momentos y situaciones que han caracterizado el naciente siglo XX. A continuación, se enumeran algunos de esos momentos.
Edith a los 14 años abandona la piedad judía. Hasta cierto punto se declara atea. El ateísmo es una de las características intelectuales del siglo XX. Es consecuencia de, al menos, dos tendencias claras: por un lado, las secuelas de un Renacimiento ilustrado que ha programado a un hombre moderno sin el auxilio de Dios y, por otro lado, el nihilismo que ha roto definitivamente la unión de la experiencia religiosa y deja al hombre solitario en el mundo. El racionalismo presente en las universidades alemanas ha terminado de moldear una filosofía atea-práctica que sirvió de plataforma filosófica a muchos intelectuales del siglo pasado. Edith absorbe esta tradición atea. Desde sus inicios como intelectual, entabló su filosofía en diálogo con las filosofías francesas y alemanas. El ateísmo, como fruto de la absolutización de la razón, fue fuertemente criticada por los fenomenólogos. Ellos no criticaban el racionalismo, sino la pretensión absolutista de este con respecto a la verdad. Al principio Edith quería estudiar psicología. Para ese entonces los cursos los dictaba Wilhelm Stern en Breslau (Sancho, 1998, p. 668; Lembeck, 1998, p. 969). Pero no conforme con los simples resultados naturalistas y mecánicos que ofrecía la psicología, decide adentrarse en la filosofía.
El primer encuentro de Stein con la filosofía se lo debe a Edmmund Husserl, Filósofo alemán y padre de la Fenomenología (1859-1938). Este autor trazó un proyecto para crear un método científico para la filosofía, alejada de todo prejuicio y subjetivismo. Este esfuerzo se materializó con el desarrollo de la teoría del método fenomenológico. De este autor, Stein leyó sus Investigaciones lógicas.
La fenomenología, entonces, era una experiencia nueva de conocer las cosas. Es la ciencia de la conciencia. Cada conciencia es conciencia de algo. Edith desarrolla, sobre las bases fenomenológicas, el concepto de Einfühlung (empatía): “se manifiesta como una forma de experiencia intersubjetiva que posibilita la constitución de un mundo objetivo” (Sancho, 1998, p. 674). Husserl propone la vuelta al sujeto trascendental como centro lógico y temático de su filosofía. Para él, el dogmatismo racionalista y el escepticismo empirista son consecuencia de un psicologismo gnoseológico del sujeto cognoscente. Solo trascendiendo al sujeto cognoscente se supera este psicologismo y se abre paso al sujeto trascendental (Cfr. Rábade, 1996, p. 8).
El método fenomenológico se sitúa entre el idealismo de Hegel y el materialismo de Marx. Para el primero la verdad está en las ideas, en el sujeto; no en las cosas o los objetos. Para el segundo, la verdad está en las cosas, consideradas en su simple materialidad. Para el método fenomenológico, en cambio, la verdad es un acercamiento a los hechos, tal como los percibe la conciencia subjetiva; no son hechos puramente materiales ni puramente idealistas, sino hechos de conciencia subjetiva. El conocimiento fenomenológico trata de captar el fenómeno en la propia conciencia. No es subjetivismo puro, ni simple materialismo, sino percepción de los hechos de conciencia, tal como el sujeto los ve. Por tanto, ni teoría materialista ni idealista, sino simplemente realista; entendiendo “realista” o por “verdadero” el fenómeno percibido por la conciencia subjetiva (García, 1998, p. 101).
Stein sintetiza la desazón de la filosofía moderna que se ha visto en la problemática relativista y simplista de las verdades fundamentales. Ante la barbarie de las guerras, los etnocidios, los desplazamientos, etc., el sentido de la vida y la dignidad de la persona se vieron gravemente amenazados. El sentimiento de “vacío” que afrontaba el hombre (crisis antropológica) hizo que muchos intelectuales y filósofos ateos y no cristianos se convirtieran al cristianismo.
En Alemania, la filosofía estaba impregnada del kantismo, tanto en su sentido clásico como en los movimientos neokantianos como el de Marburgo. La Universidad de Breslau, donde Stein empieza a estudiar psicología y germanística, también fue el alma mater de Hermmann Choen, padre de la Escuela de Marburgo. Dentro de esta propuesta Edith se ubica de lado del realismo ontológico (Lembeck, 1998, p. 691), abandona el idealismo kantiano. En este sentido, Edith abraza el realismo ontológico que proponía la escuela fenomenológica y a su estudio se dedicará los próximos años. «No olvidemos que Edith describía la fenomenología como una reacción frente al “idealismo crítico kantiano y al idealismo de cuño neokantiano”» (Cfr. García, 1998, p. 110).
Edith nunca abandonó los datos que le proporcionó la escuela fenomenológica. Hay que dejar claro que si bien Stein siempre reconoció los datos y el aporte de la escuela fenomenológica, abandona al Husserl viejo, o segundo Husserl, por su giro al idealismo. Para ella, una filosofía cabal tiene que ser realista.
Entre los años 1918 a 1921, Edith “decide abandonar a su maestro Husserl porque según ella, él había vuelto al idealismo trascendental” (Sancho, 1998, p. 674) y es en este período donde Edith elabora sus propias investigaciones. Encuentra en la fenomenología de Husserl un egocentrismo cognoscitivo, además, critica esta despiadada centralidad en el sujeto cognoscente, eliminando de facto toda posibilidad sobrenatural. Bajo esta perspectiva llegó a la Escolástica.
La filosofía de Edith, entonces, es una combinación de la escuela fenomenológica y el pensamiento tomista. Del primero tomó los aspectos realistas del mundo y del segundo recibió los aspectos de las cuestiones espirituales. Solo en el marco de un realismo filosófico se encuentra el diálogo con Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. La síntesis de esta combinación se da entre razón y fe, tiempo y eternidad; existencia y esencia. A Edith le interesa un Santo Tomás que coincide con Husserl, en la confianza radical que ambos tienen en la capacidad intelectual del hombre. La diferencia estriba en que para su maestro la verdad absoluta era asequible por la sola razón, mientras que para el Aquinate esta verdad se daba por esfuerzo racional y gratuidad Divina.
Edith estuvo en contacto con los grandes pensadores del naciente siglo XX. Dentro del círculo de Gotinga conoció Max Scheler, ella misma reconoció que durante sus clases (a las que ella asistía) le despertó la conciencia religiosa. Este fenomenólogo de Gotinga figuró entre los principales exponentes de la fenomenología, en sus primeros inicios. Sus escritos reflejan una clara simpatía por los temas de la estética, la moral y el método filosófico. Estas ideas penetraron la inteligencia de Edith, de ahí que se declara deudora de su pensamiento junto a su Herr Professor.
Edith no era desconocida ni desconocía el círculo filosófico alemán en el que se movía. Sus escritos, cartas y conferencias, muestran la altura y actualidad que mantenía, algo poco común para una mujer de su época. Mantiene encuentros epistolares con el filósofo polaco Roman Ingarden, el fenomenólogo de Polonia. Quizás uno de los pensadores que mejor conocía la vida y obra de Edith. Este autor “presentó la rehabilitación de la filósofa Edith Stein en 1968, en el palacio Episcopal de Cracovia, ante un público selecto. Este pensador había sido invitado por alguien que había sido profesor de ética y era entonces Obispo de Cracovia, Karol Wojtyla” (Feldmann, 1999, p. 111).
Debatió personalmente y entabló correspondencia filosófica con el fenomenólogo Adolfo Reinach. Después de Husserl, él representó para Edith el gran maestro; no sólo por sus valiosas aportaciones en el campo de la filosofía, sino por sus claras ideas religiosas.
Estuvo en contacto con las ideas del converso francés Jacques Maritain a quien conoce durante un encuentro de estudiosos tomistas en París. Fue tal su cercanía con él que durante los inicios de la persecución nazi le escribe, el 21 de junio de 1933, una epístola donde se solidariza con su situación (García, 1998, p. 135).
En su tesis doctoral sobre la empatía, aborda el problema retomando el mismo concepto empático estudiado desde otros ángulos, como la estética y la psicología, por lo que consulta a varios autores como Teodoro Lipps, con quien se entrevistó, Moritz Geiger y Volkelt. El mismo Husserl entabla un diálogo con este filósofo muniqués y a su vez le comenta sobre el “gran trabajo de la señorita Stein” (García, 1998, p. 87).
Finalmente, Edith conversó muchas veces con Heidegger en Friburgo, intercambió ideas con este insigne pensador, mientras era auxiliar de Husserl. Con él debatió las ideas sobre ser-en-el-mundo. Para Edith el “ser” es anterior al espíritu que se sitúa ante él. No admitía la doctrina husserliana de una trascendencia sin Dios. Tampoco estaba de acuerdo con Heidegger que ponía todo el peso de la existencia en sí misma. Edith no creía que el ser humano era un “ser arrojado” (Feldmann, 1999, p. 109) al mundo de la nada y de la indiferencia. El ser no está solo en la existencia, sino que el Eterno irrumpe constantemente nuestra historia. Para Edith en el “Encuentro personal” el hombre encuentra el sentido de la vida, que no termina con la muerte sino todo lo contrario.
El sentido del ser en Edith es contrario al pensamiento heideggeriano. Edith razona, debate, aclara y redefine su pensamiento estableciendo una dialéctica con sus colegas; una apertura filosóficamente noble e intelectualmente humilde que le permitió profundizar y sintetizar un conocimiento valioso.
El concepto de persona humana
El estudio de Edith Stein sobre la persona, se enmarca en las disciplinas de la fenomenológica y la metafísica. El ser humano es una persona singular e irrepetible. Para Edith el Hombre es bueno por naturaleza teleológica. La Revelación es el dato fundamental de la Teología, pero en el pensamiento steniano, lo es también para la antropología. Ella parte de la concepción tripartita del ser humano: cuerpo, alma y espíritu. El hombre es bueno por voluntad divina y está llamado, necesariamente, a lo bueno, esta es la única diferencia con respecto a los animales. Estas consideraciones antropológicas le servirán para plantear su pedagogía: la bondad de la naturaleza humana, la libertad del hombre, la llamada a la perfección y la responsabilidad del género humano. Pues para Edith hablar de pedagogía es hablar necesariamente de antropología.
Stein considera insuficiente una antropología natural —que bajo la influencia del evolucionismo biologicista estudia el hombre como especie— para servir de fundamento del saber pedagógico (Vilanou, 2002, p. 494). Según Edith, la antropología necesita de la metafísica cristiana. Una metafísica fundada en la antropología filosófica y teológica (Cfr. Delgado, 2007, p. 480).
Para Edith la interioridad no solamente es lugar, sino un camino de desenvolverse y desarrollarse. Quién descubre su interioridad, la acepta y la reafirma, toma decisiones libres, y solo el hombre que vive interiormente es libre. Dentro del pensamiento neokantiano alemán existen dos conceptos claves para comprender la antropología steniana: Freiheit (Libertad) y el Geist (Espíritu). Ambos constituyen los pilares que funden la pedagogía empática de Stein. Para ella, Geist significa sencillamente «apertura». El espíritu es la dimensión de apertura de la persona, es lo que hace que la persona sea persona, radica en su dimensión dialógica. (Caballero, 2010, p. 42). Una apertura que llama a la libertad.
A partir de un aspecto de la antropología steniana: el concepto de persona. Se podría ubicar a esta pensadora dentro de la filosofía personalista de corte alemán, ya que cree que el ser humano está abierto a lo divino, a lo trascendente. El personalismo alemán se enmarca dentro de la fenomenología que se ubicaba en medio del positivismo lógico fuertemente antihumanista y los herederos del idealismo hegeliano antimaterialista (Cfr. Manuel, 2000, p. 119).
El ideario pedagógico de Edith Stein se fundamenta en un personalismo de raíz tomista que no se cierra, empero, a las aportaciones de la fenomenología al presentar la filosofía como apertura hacia nuevos horizontes de sentido, siendo uno de sus méritos haber vivificado la tradición de la filosofía perenne con la aportación de la fenomenología (Vilanou, 2002, p. 492). La persona es, por consiguiente, responsable porque es libre. “La libertad, qué duda cabe, media entre el yo, los motivos, la intencionalidad y las acciones por las que la persona opta. En este sentido, puede afirmarse que ni siquiera los motivos –al menos la mayoría de ellos que no son puramente tendenciales– escapan a esa libre conducción por la persona de su propia vida” (Polaino-Lorente, 2009, p. 58). Por eso mismo también ha de responder ante sí misma de lo que de sí misma ha hecho. Según esto el “hacerse” de la persona es un proceso de configuración progresiva; un configurarse desde dentro que constituye un peculiar modo de ser. “Lo que configura desde dentro es el principio de vida a que Aristóteles denominó con el término de alma o entelequia y Tomás de Aquino designó como forma interna” (Polaino-Lorente, 2009, p. 61).
La antropología de la pedagogía empática
Fue en la Universidad de Breslau donde Edith tuvo su primer encuentro con la pedagogía, su profesor William Stern se encargó de introducirla al mundo de la enseñanza y la psicología. Se doctoró en Filosofía (fue la primera mujer en doctorarse en esta disciplina en Alemania) y buscó, desafortunadamente, una cátedra universitaria. Concursó en las universidades de Breslau, Kiel, Friburgo y Gotinga. Sin embargo, las trabas burocráticas por su condición de mujer impidieron su ejercicio docente.
Entre 1923 a 1931 ejerció como docente en un Instituto dominico, en el 32 y 33 dirige la pedagogía en el recién creado Instituto Pedagógico de Münster. Dicta cursos tratando de vincular antropología y pedagogía, entre la idea del hombre y su formación. La pedagogía como vocación y misterio. La pedagogía steniana se enmarca no solo dentro de la fenomenología, sino también de la mística y del tomismo. Para Edith la educación “no consiste en la acumulación de conocimientos, sino en la adecuada configuración de la estructura interior, esto es, una personalidad madura y plenamente desarrollada que tenga la posibilidad de abrirse al espíritu” (Vilanou, 2002, p. 487).
Se trata de un asunto muy complejo, nada fácil de explicar. La pedagogía debe preguntarse primero ¿qué es el hombre? Y así dirigir su esfuerzo en busca de su sentido y plenitud. Toda la labor educativa que se centra en educar a los hombres viene acompañada de una idea precisa de ¿qué es el hombre?, su lugar en el mundo y su misión en la vida, así como de las oportunidades prácticas ofrecidas para formarlo. Por esta razón desconfía de las conclusiones simplistas del: pedagogismo ilustrado, del positivismo pedagógico, del humanismo idealista, del neohumanismo pedagógico, del racionalismo, del psicoanálisis y del existencialismo heideggeriano. Ella defenderá una pedagogía “basada en una antropología de alcance metafísico que permita una consideración teológica –y no solo filosófica- de la vida humana” (Vilanou, 2002, p. 487).
La educación necesita del método teológico para encontrar su fin. Para Edith la tarea de educar está en orientar al estudiante a pensar bien, con verdad y claridad. “Educar es acompañar el despliegue completo de una humanidad en el cumplimiento de su vocación natural y sobrenatural. Esta es la única forma en que la sed de sentido que caracteriza a la persona humana, puede satisfacerse. Como un proceso de “autoperfeccionamiento” concepto utilizado con fuerza por el neoclasicismo alemán” (Cfr. Delgado, 2007, p. 482). Fue obligada a abandonar la docencia por las nuevas leyes antisemitas del nazismo que impedían a los judíos ser empleados públicos. En 1937, se encrudecieron las políticas y el Instituto fue clausurado definitivamente.
Pensamiento y obra en Stein son la misma cosa. El concepto de empatía que ella desarrolló lo experimentó también en su vida. Desde temprana edad, sintió una vocación hacia los demás que la impulsó a abandonar sus estudios universitarios para ayudar en enfermería durante la I Guerra Mundial. Como filósofa, la doctora Stein profundizó en la naciente escuela fenomenológica de su maestro Husserl. La fenomenología es método y camino; permite superar dualismos antropológicos “integra la experiencia y la reflexión, asume a la persona como un ser corporal, animado y espiritual, a través de sus vivencias intencionales, los valores, el poder y la libertad, con sus diversos significados y sentidos” (González Vega, p. 2005). No hay tiempo para detallar el método y naturaleza de la fenomenología. Sin embargo, precisa aquí centrar nuestra atención en su concepto de empatía.
Etimológicamente la empatía proviene del vocablo griego antiguo εμπαθεια, formado εν, 'en el interior de', y πάθoς, 'sufrimiento, lo que se sufre'. Significa, literalmente, ponerse en el lugar del otro, sentir en uno mismo al otro. No hay que confundir la empatía con el monismo o el panteísmo. El sentir ‘algo’ es un acto oferente y el sentir al sí mismo toca la constitución íntima de su yo. Cuando el sujeto toma conciencia del Otro y los otros “descubre” que nada le es ajeno ni indiferente y “siente” desde adentro y como propio el destino, el sufrimiento, la alegría y esperanza de todos. Por lo tanto, el Einfühlung no es una función del yo individual psicofísico, ni tampoco es un acto del Yo puro constituyente de los objetos conforme a las leyes de la conciencia en general, sino que es un acto espiritual de la persona, que le da a conocer simultáneamente el movimiento corporal orgánico del otro, sus capacidades psíquicas y la singularidad del yo personal ajeno como siendo una única realidad (Ferrer, 2007, p. 34).
Por la “apertura” “nos abrimos” sea también espíritu subjetivo, sea espíritu objetivo, sea el espíritu divino, o bien sea mi propia interioridad. Todos estos modos de apertura descansan sobre la empatía (Cfr. Caballero, 2010, p. 45). Para Stein no se ama a una persona porque hace el bien, sino porque ella misma es valiosa y por sí misma se ama, como vivencia intersubjetiva. Para llegar a ser quien se es, se precisa del encuentro y la relación con el otro. Una apertura al espíritu subjetivo. La empatía no es percibida, solo empatizada. Es un acto y no un recuerdo.
El itinerario steniano surca tres etapas: la fenomenológica, la tomista y la mística, sin que los límites o divisiones en estas áreas estén del todo claras. Gracias a este recorrido, la santa alemana, pudo convergir en una pedagogía empática. Rehabilita un realismo que retoma la confianza en el ser y en el fin teleológico, idea que incide claramente en su pedagogía. “La empatía le demuestra [...] que el hombre es un ser espiritual, trascendente, abierto, llamado a realizarse en lo más profundo de sí, pero sin dejar de confrontarse con el otro. Es un paso decisivo en ese camino ascendente hacia la comprensión del problema hombre y hacia la disposición a encontrarse con el otro” (Sancho, 2002).
Para Stein el ethos profesional solo es posible cuando la profesión se ejerce vocacionalmente. Para ella, la pedagogía es una reflexión profunda entre el objeto y el sujeto, encuentra su razón en una interacción, en un encuentro. Los alemanes lo llamaban el Bildung, que encuentra su razón de ser en el prójimo. Para Edith la educación se resuelve de una manera empática, Einfühlung, como lo diría ella misma, y que se manifiesta como una forma de experiencia intersubjetiva que posibilita la constitución de un mundo objetivo. “La doctrina de la empatía nos decía precisamente que soy capaz de captarme a mí mismo como un yo cuando he empatizado con un tú” (Caballero, 2010, p. 54).
Stein no regatea ningún esfuerzo en la defensa del valor del ser humano, su cohumanidad, siempre abierta también hacia y para los demás, así como se muestra crítica respecto de la “desolidarizada orientación al rendimiento” propia de su tiempo. Cuestión esta que, de modo relevante, constituye una de las principales características de nuestro tiempo (Cfr. Polaino-Lorente, 2009, p. 48). Finalmente, Santa Teresa Benedicta de la Cruz nos invita a superar el solipsismo trascendentalista husserliano y el desesperante egocentrismo heideggeriano para depositar nuestra confianza e intelecto en una experiencia mística, cristificante y transformadora; en auténtica mistagogía para muchos que aún creen y luchan por un mundo cada vez más solidario y humano.
Conclusiones: Filosofía y vida
Edith y su búsqueda de la verdad simbolizan al hombre occidental moderno que apuesta a la filosofía para encontrar respuestas verdaderas de la realidad. Además, sintetiza la desazón de la filosofía actual que se ha visto en la problemática relativista y simplista de las verdades fundamentales. La dictadura del relativismo lleva al despeñadero existencial del hombre. Su conversión es un claro reflejo de la crisis que afronta la ciencia y filosofía de nuestro tiempo. Ante la barbarie de los etnocidios, los desplazamientos, el terrorismo, etc., el sentido de la vida y la dignidad de la persona se ven gravemente amenazadas. Solo un testimonio coherente y transfigurado puede dar respuestas a la crisis antropológica que sufre el hombre posmoderno, cada vez más angustiado y desesperado, vísperas de un mundo cada vez más inhumano, materialista y bizarro.
Vivimos, entonces, en una época caracterizada por una profunda ruptura entre la fe y cultura, así como una suerte de “fragmentariedad del saber”, de tal forma que uno de los grandes retos que tenemos de cara al próximo milenio, es realizar el paso del fenómeno al fundamento y de llegar a una visión unitaria y orgánica del ser y del saber. Justamente por eso, la obra de Stein y, sobre todo, su vida, serán un punto de referencia muy importante, en orden a abordar con valentía este problema e ir encontrando una sana y equilibrada armonía entre la fe y la razón; la cultura y la religión. La actitud fundamental del discípulo no es la indagación, sino la escucha. Stein enseña al hombre posmoderno que debe renunciar a ser la medida de la verdad y hacerse siervo de la verdad y la caridad.
Respecto de verdad histórica, podemos decir que los acontecimientos que vivió Europa en la primera mitad del siglo XX y las corrientes filosóficas que marcaron el pensamiento alemán durante este período, marcaron profundamente el quehacer filosófico de Edith Stein. Mujer de origen judío, atea, filósofa, pedagoga, conferencista, conversa al catolicismo, carmelita descalza y asesinada en Auschwitz. Una vida, una pasión: la verdad. Mujer del siglo XX, que sufrió la tragedia de las guerras, pero que supo salir airosa, de un pensamiento crítico y fino que le permitió dialogar con los pensadores más destacados de su época. Nos enseña que la verdad es una meta y no una bandera, que la caridad es auténtica cuando nos olvidamos de nosotros mismos y que el conocimiento es verdadero en cuanto más nos humaniza. Ofrece una propuesta de vida coherente en un mundo marcado por la indiferencia y el sinsentido, un mundo posmoderno e individualista que camina incierto e inseguro de sí mismo, y que lo peor de todo, no sabe ni siquiera a donde debería ir.
Pablo Céspedes Solís, en dialnet.unirioja.es/
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