Introducción
El amor ha sido objeto de indagación desde los comienzos de la filosofía. En Empédocles aparece como una fuerza cósmica de atracción entre los elementos, en polaridad con el odio segregador. Platón le dedica el diálogo El Banquete y lo muestra como algo intermedio (metaxu) entre la riqueza (πoros) y la penuria (πenia), hijo de ambos: el amor es erws, como deseo y búsqueda de lo que poseía su padre, en tensión hacia ello. Solo la contemplación de las ideas inmutables y eternas le haría desaparecer como deseo y le permitiría gozar de su término. Este carácter imperfecto del amor se mantiene en Aristóteles, aun sustituyendo la idea de bien, en la cual se colmaba el amor en Platón, por el fin connatural a cada sustancia cósmica, pero al cabo, el fin supremo o motor inmóvil no ama porque no tiene un fin por realizar, al cual tendiera desiderativamente.
Como ha mostrado Max Scheler, el giro decisivo en la comprensión del amor es debido al cristianismo, por cuanto en vez de tenerlo primariamente por un movimiento ascendente hacia la plenitud del ser supremo, identifica el amor, de modo opuesto, por la condescendencia y el abajamiento hacia lo inferior, a lo que eleva en sus posibilidades naturales hasta el punto de divinizarlo en la nueva creación en Cristo cuando al fin de los tiempos, Dios sea todo en todas las cosas. Esta elevación se cumple de modo preeminente en el hombre, a quien Dios ha adoptado gratuitamente como hijo en el Hijo natural unigénito y con quien el Hijo comparte la naturaleza humana. El amor ya no es mera tendencia hacia un fin inmanente, sino lo que otorga consistencia y peso al hombre: “amor meus, pondus meum”, dirá san Agustín. De aquí que el término latino dilectio no tenga equivalente en griego.
El avance señalado en la tematización del amor ha sido correlativo del nuevo perfil que cobra la persona como ser incomunicable e irrepetible, carente de algo semejante en el resto del universo. Pues la única actitud adecuada a la persona es el amor, y en el caso de la persona creada se trata de un amor de predilección, previo al diligere propio, el cual se presenta como respuesta al amor primigenio recibido. Con gran vigor lo ha señalado san Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y hace propio, si no participa en él vivamente”.
Pero ciertamente no es exclusiva del amor la dirección hacia el núcleo único e irreemplazable de la otra persona, sino que también se hace presente en actitudes como el agradecimiento, el perdón o el prometer y en general en todas las formas de donación, en que la persona se hace manifiesta como don de sí misma a otra persona. Por ello nuestro interrogante va a ser doble: 1º. ¿es la donación el elemento común al amor y a las otras actitudes interpersonales, como las señaladas?; 2º. si es así, ¿qué es lo distintivo de la donación amorosa, como respuesta plena al ser personal en lo que tiene de intransferiblemente valioso? Me atendré en especial a la descripción fenomenológico-esencial, que nos acabará conduciendo a nociones pertinentes al ser de la persona, más allá de lo dado a la conciencia en actos caracterizados. Por último, trataré de las conexiones entre amor y moralidad.
1. La estructura de la donación
La estructura trimembre de la donación, que comprende al donante, al destinatario y el don, puede ser malinterpretada de distintos modos, ya sea porque se la entienda en términos causalistas, ya porque se reifique el don al margen de las personas que lo protagonizan. Según la primera lectura, el donante sería el iniciador de una serie causal eficiente, la cual prosigue con sus efectos en el universo. Ahora bien, lo incompleto de esta respuesta resalta al preguntarnos qué es lo que lleva al agente primero a efectuar el don. Es una pregunta sin respuesta en el orden de la causalidad y que nos sumerge en el abismo del fundamento sin fundamento (Abgrund). La salida a esta aporía está en reconocer que la libre donación es una noción más originaria que la causalidad eficiente, la cual está tomada del orden categorial. En este sentido, Tomás de Aquino entiende en distintos lugares la creación como donatio essendi: Dios da el ser siendo, desde la exuberancia del amor, no por la interacción previa a su efecto de las causas eficiente y final, en cuyo caso introduciríamos en Dios un esquema de causalidad solo válido para las realidades creadas.
Por lo que hace a la segunda lectura mencionada, a saber, la objetivación del don a modo de cosa transferible de uno a otro agente, es de notar que lleva a olvidarse de la donación que de sí hace el donante, acabando por deslizarse por la pendiente pragmática de los trueques entre particulares anónimos. En último término, el don no es algo que media entre el donante y aquel que lo recibe, como una cosa separable de ambos, sino que quien da se da en lo que da, siendo en el límite él mismo un don para los otros. Resulta equívoco el término fenomenológico Gegebenheit, expresivo de la datitud de un objeto en actos de conciencia, cuando se lo asimila a Schenkung, la donación de alguien a través de un recuerdo, una huella, una dedicatoria… Mientras la datitud lo es de una x, que solo se despeja en sus predicados o sentidos, ocurre que, de modo inverso, la donación remite intrínsecamente a alguien que le confiere el sentido; es ilustrativo que donación se diga tanto de aquello que alguien da como de su acto de darlo. Igualmente hay que excluir del dar-donación un sentido próximo al hay impersonal (es gibt), presente en expresiones como “se da la circunstancia”, “da miedo” o “da que pensar”.
Pero distinto de estos últimos ejemplos es el “dar las gracias”, donde no solo transparece el donante como estando agradecido, sino también la interpersonalidad con la persona (o personas) a quien el agradecimiento se dirige, patente en el doble complemento del verbo agradecer. Esta interpersonalidad se cifra en un doble dar complementario: dar libremente algo a alguien y subsiguientemente dar el receptor las gracias por ello. Como comenta J. Seifert: “De ningún modo sentiríamos agradecimiento por un bien que fuera provocado simplemente de un modo puramente causal, pero no fuera querido libremente. De esta suerte el agradecimiento, al serlo por un don, posee una direccionalidad a la persona del donante”.
Por tanto, la donación no es meramente un supuesto o condición del estar agradecido, sino que el agradecimiento está transido del principio al fin por la donación en las personas entre las que se tiende. Más aún, la intersubjetividad que lo caracteriza manifiesta a ambas personas como donantes y en tal medida no intercambiables, ya que la dirección del dar no puede ser la misma en una y otra ni tampoco pueden cancelarse mutuamente. Solo queda que el dar sea uno de los constituyentes trascendentales de la persona por los que se la reconoce. Es cierto que caben también el rechazo de la donación o la indiferencia ante la misma, pero fácilmente se advierte que únicamente son posibles de un modo derivado, como ejercicios negativos y despersonalizadores de la libertad. En el mismo sentido, el agradecimiento tampoco es una acción contingente o eventual en la que concluyera una deliberación antecedente, sino que es un modo inmediato de reconocimiento a este o aquel ser personal.
Esta reciprocidad en el dar es tanto más de tener en cuenta cuanto que la posición de superioridad del que está en condiciones de prestar una ayuda sobre la menesterosidad del que la recibe pueden encubrir el don y eo ipso anular el agradecimiento, sustituyéndolo por la humillación del beneficiario por el benefactor y el rencor en aquel, como observa R. Guardini. El agradecimiento auténtico, en cambio, solo es posible en el clima de respeto y honorabilidad recíprocos que son precisos para que en ambas partes se cumpla, si bien de distinto modo, el dar personal.
Otro ejemplo de donación es el perdonar y como tal se hace presente en su matriz verbal (for-give, ver-geben). Perdonar es según su raíz darse del todo al que recibe el perdón. A su vez, el gesto en el que se materializa el perdón se completa con su aceptación, que es otro modo de dar. El que perdona no lleva cuenta de las ofensas recibidas, prevaleciendo así en su consideración la promesa de bien que cada persona entraña por encima de sus acciones indignas; y el perdonado da su reconocimiento al bienhechor, mostrando de este modo que la apropiación que el perdonado había hecho de la acción indebida lesiva del otro no era una determinación fatal. El perdón significa así un nuevo nacimiento, como mostró Scheler en el título de uno de sus ensayos, tanto para quien se desliga de las injurias padecidas como de un modo directo para quien mediante el arrepentimiento se ve amado inmerecidamente. Ambos quedan liberados de una carga opresora por virtud de la afirmación que respectivamente hacen de la persona ajena.
Un caso especialmente significativo de revelarse la persona como don es cuando se atiende a su carácter de promesa, abierta a nuevas posibilidades por el momento desconocidas, pero en parte vislumbradas. Ciertamente en los actos particulares de prometer, doy algo por adelantado de un modo que es simbólico. Es el comportamiento que está en la base de los cheques o de las alianzas, en los que hago entrega simbólicamente de algo inmaterial. Pero en tanto que promesas no pueden por menos de contener un elemento convencional, como tal indefinidamente reiterable; así, cuando digo: “prometo que he prometido prometer x”. Frente a ello, lo que ya no es convencional y sirve de sustrato antropológico a la obligatoriedad que va vinculada esencialmente al prometer, es que la persona misma en su existencia temporal es un prometer inesquivable, que bien puede cruzarse con otro prometer en el sellar una alianza, donde cada uno de los firmantes se presenta como un don para el otro, cualquiera que sea lo que convencionalmente se prometan las partes. La promesa revela a la persona como don en conexión con su futuridad constitutiva, nunca desplazable por su conversión en un presente ya fijado, sino que más bien retorna de continuo en su apertura a lo que será.
Así pues, el acto de perdón, una muestra de gratitud y el acto de prometer actúan como ejemplos reveladores esenciales del donar que caracteriza en su ser a la persona. Por ello, la donación no es un acto separable del ser personal, sino que lo acompaña sobreactualmente –en expresión de D. von Hildebrand– en sus distintas manifestaciones, como las expuestas. Tampoco es un acto decidido realizar, como si una parte de la persona permaneciera inalterable más acá del decidir frente a la parte restante, que sería la que lleva a cabo el acto, sino que la libertad en el donar es la misma libertad personal de la cual fluye gratuitamente la donación. Hildebrand la llama significativamente “libertad cooperadora”, trasladando a la libertad la coexistencia que caracteriza en su núcleo a la persona. Es la persona toda ella la que da y se da, sin que medie un acto de decisión resolutiva entre determinadas capacidades y las potencias motoras ejecutivas.
2. El amor como forma eminente de donación
En la línea de Hildebrand, J. Seifert entiende el amor interpersonal en general como aquella respuesta de valor en la que participa nuclearmente toda la persona. En tanto que respuesta de valor, no es un despliegue inmanente de una capacidad, ni un apetito que se sacie en lo apetecido, pues en ninguno de estos dos casos la persona se identifica sin más con ellos, como lo prueba su aptitud para objetivar en segundas voliciones tanto la capacidad ejercitada como lo apetecido. Pero lo peculiar de la respuesta amorosa –a diferencia de las otras respuestas de valor, como la admiración, la estima o la veneración– está en que hace temática a la persona amada, como puso de relieve Scheler, en su excelencia y grandiosidad de ser persona: “El amor moralmente valioso es aquel que no fija sus ojos amorosos en la persona porque esta tenga tales o cuales cualidades y ejercite tales o cuales actividades, porque tenga estas o aquellas ‘dotes’, sea ‘bella’, tenga virtudes, sino aquel amor que hace entrar estas cualidades, actividades, dotes en su objeto porque pertenecen a esta persona individual”. Y, a la vez, como el ser persona no es un valor más objetivable junto a sus cualidades, sino principio activo de realizaciones, en el amor que se le tiene se hacen manifiestos los valores más altos realizables por su portador. Es una consecuencia que el propio Scheler extrae: “… el amor mismo es quien hace que, con perfecta continuidad y en el curso mismo de su movimiento, emerja en el objeto el valor más alto en cada caso, como si brotase ‘de suyo’ del objeto amado mismo, sin actividad ninguna de tendencia por parte del amante (ni siquiera un deseo)”.
Sin embargo, la tesis aludida del amor-respuesta, desarrollada por Seifert, pone de manifiesto aspectos del amor que quedan oscurecidos si se lo entiende fundamentalmente como movimiento espontáneo e inmotivado, al modo de Scheler. En efecto, si se considera el amor como respuesta, no cabe ya disociar el ser personal de sus cualidades, las cuales son en muchos casos lo que provoca el acceso amoroso a la persona, trascendiéndolas ciertamente hacia quien en su libertad se revela irreductible a ellas. Y el que en algunas situaciones, como en el amor de los padres a los hijos o en el amor al prójimo ejemplificado en el buen samaritano, estas cualidades no sean lo decisivo para que se despierte el amor no significa que sean irrelevantes para quien ama, sino más bien que su gozo en ellas se debe a que pertenecen a alguien personal y lo hacen manifiesto. A diferencia del goce estético, el amor por la persona no es un mero estado de atracción, sino que promueve activamente las cualidades más propias de ella, haciéndose solidario con la actualización libre de sus posibilidades morales todavía no actualizadas.
Ahora bien, el amor a la otra persona añade a la respuesta de valor congruente con su excelencia como persona la intentio benevolentiae, dirigida al bien objetivo para ella y que no está implicada ni en la búsqueda de lo importante meramente subjetivo ni en la respuesta de valor por sí sola. La benevolencia es junto a la intentio unitiva uno de los distintivos más genuinos del amor. Mientras la búsqueda del bien objetivo para sí mismo está basada en la solidaridad natural consigo, anterior a todo conocimiento, la orientación hacia el bien objetivo para otro está mediada por el amor desinteresado, que lleva a descubrir lo que realmente le conviene, adelantándose a veces a él mismo. Y, aunque no en todas las formas de amor esté presente en el mismo grado la intentio benevolentiae, que tiene su prevalencia más patente sobre la intentio unitiva cuando se dirige a alguien indeterminado, con quien no hay una amistad previa, sin embargo su autenticidad como amor les viene a todas ellas de la solicitud benevolente por el bien que objetivamente corresponde al otro.
¿En qué modo está presente en el amor así entendido la donación característica de la persona? La tesis que desarrollaré es que el amor como entrega es la forma plenaria de donación y que, por tanto, contiene per eminentiam las otras modalidades de donación antes examinadas. En efecto, la gratitud, el perdón o el prometer tienen su matriz en el amor, aun no expresándolo por completo en algunos de sus rasgos. A las susodichas actitudes se agregan otras que solo desde el amor se tornan esencialmente comprensibles, como la misericordia, la clemencia o la congratulación. Aquí encuentra aplicación la sentencia de San Agustín “dilige et quod vis fac”, en el sentido de que la facilidad con que aparecen tales actitudes está en función del amor que les subyace y de que en su ausencia lo que tiene lugar son meros remedos o sustitutos suyos. Scheler comentaba el caso de la compasión hacia el otro sin amor como una pseudocompasión que acaba siendo hiriente.
Según entiendo, la donación se puede presentar a dos niveles de radicalidad: a) como constitutiva del acto de ser de la persona; b) como efectuada a través de las potencias en las que se expresa la esencia humana. En el primer nivel, el dar no es personalmente viable sin el correlativo aceptar. En esto se diferencia de la sobreabundancia del Uno plotiniano, que procede en el orden natural de modo semejante a la propagación de la luz o al derramarse del agua, solo contenidos en su efundirse por el elemento opuesto, que para el Uno es el no-ser de la materia. Por contraste, el dar se prolonga en el aceptar igualmente personal por parte de aquel a quien se da, sin lo cual se frustraría como dar. Pero también se advierte la implicación dar-aceptar por el lado inverso del aceptar. En efecto, dado que en la criatura personal el don constitutivo recibido es anterior a toda actividad consciente, su aceptación antecede a cualquier actividad donal por su parte. Dicho en otros términos: el dar en el hombre no es posible sin la aceptación del don recibido en que se cifra su ser. Pero desde aquí se accede al nivel esencial antes aludido en que también se presenta la donación.
En este orden, la donación humana se acredita en un don ofrecido distinto de la persona misma, y no en su acto de ser, el cual patentemente no puede entregarse. Tampoco en este caso el don que se ofrece es meramente una cosa externa ajena a quien lo da, sino ante todo el ejercicio de las potencialidades humanas intrínsecamente incrementables, supuestas en lo que se ofrece: ofrezco unas aptitudes cultivadas, aporto la preparación que hago de un obsequio, hago presente a otro un recuerdo preciado… Hildebrand se refiere a este arraigo del don del amor en el ser personal, como algo de lo que no se puede disponer: “No podemos ‘disponer’ del amor como de una actitud voluntaria y menos aún podemos mandar sobre él como lo hacemos sobre las acciones”.
Ello es porque la misma estructura triádica que componen el dar, el don y el aceptar la encontramos entre el amar, el amor y la persona amada. Y así como el don no se reifica al margen del darlo, sino que está ligado siempre al dar, tampoco el amor se sustantiva en el hombre como una persona (a diferencia de la persona del Espíritu Santo como comunión de amor en Dios), sino que se hace manifiesto como amor precisamente en las obras con que se ama. La donación amorosa es, de este modo, anterior a toda voluntad unilineal expresa, como es el caso cuando se forma –intencionalmente– un propósito. Por esto, el amor acompaña a la persona en su estar vuelta al futuro, como tal no puesto por el hombre y al que se puede identificar como destinación trascendente: lo cual se refleja ante todo en la voluntad de permanencia que es intrínseca a todo amor. En el hombre no está establecer el futuro que viene dado con el amar, como tampoco lo está fijar el término al que el amor últimamente se destina y que no es otro que Dios, que ha puesto en el hombre singular la orientación amorosa hacia Él. Solo quien es origen puede ser también término de destinación del amor.
Hildebrand advierte esta donación particular y suprema en su orden que conlleva el amor desde el ángulo de la inadecuación objetiva del mismo a su término, por estar impregnado al máximo el amor de un plus procedente de la persona que ama. Y así, ocurre que mientras que es posible venerar o admirar algo valioso de un modo excesivo, no proporcionado, en el amor no cabe propasarse porque no está en proporción con las cualidades objetivas de la persona amada, sino que comporta siempre un exceso sobreabundante sobre sus valores cualitativos, hasta el punto de que la persona se hace consciente de su valor inconmensurable como persona cuando se la ama, rebasando lo que cualitativamente exigiría una respuesta en justicia. Por consiguiente, en el amor la persona no es simplemente la portadora de sus valores cualitativos, sino que comparece ella misma en su integralidad irrepetible e inconfundible como un tú particularmente valioso.
3. Amor y moralidad
Tan acostumbrados estamos a entender la moralidad como dependiente de un acto voluntario meritorio que se nos hace difícil conciliar con ella el carácter gratuito y a modo de regalo que es distintivo del amor. Todo lo más nos llega a parecer que la moralidad podría deberse en el amor a la intentio benevolentiae que lo caracteriza, en tanto que traducible en obras subsiguientes, pero la apertura al don propia de la intentio unionis se ofrece en su totalidad como un obsequio inmerecido, sin que en ello –al menos así lo parece– tuviera parte moralmente el sujeto que se abre al don.
La anterior objeción a la moralidad del amor tendría razón si aquella se limitara a las acciones intencionales, cuya iniciativa está ciertamente en el sujeto que las pone en práctica con vistas a un fin intencionado y contando con el fin objetivo que cualifica a la acción. Pero ello deja intacta la esfera moral de las actitudes, que alientan tras las acciones, en la medida en que no hay acción sin una motivación, para la que sería inútil –por incurrirse en un circulus in probando– buscar una intención precedente.
Dejando aparte los aspectos morales indirectos relativos a la remoción de los obstáculos y debidos a los centros coexistentes de la afirmación de sí mismo y de la concupiscencia, tratados en profundidad y con detalle por Hildebrand, es previsible que de un movimiento tan constitutivo en la persona como es el amor no puedan por menos de derivar actitudes y exigencias que son origen de acciones morales específicas, tales como la fidelidad, la lealtad, responsabilidad por el otro, velar por la no falsificación del amor… y en primer lugar mantener la memoria, en el sentido de no olvidar los dones recibidos.
Sin embargo, a la hora de describir los efectos morales del amor, se impone una bifurcación según se trate del amor selectivo, sea esponsalicio, de amistad, de padres a hijos o viceversa, entre hermanos…, o bien del amor indiscriminado al prójimo. En relación con el primero, sobresale ante todo la fidelidad por ser una característica moralmente significativa de primera orden en el amor, enraizada en el hecho de que, en tanto que actitud sobreactual de la que participa la voluntad, el amor tiene su verdad, no quedando sometido a los vaivenes en los estados de ánimo. Como mostró Scheler, en la voluntad de amar no tiene sentido la condicionalidad, expresable en los términos “te amo hasta cierto punto o hasta tal fecha o con tal condición”; expresiones de este cariz destruirían el amor como tal o en su verdad. Pero la fidelidad no se refiere únicamente a la coherencia con el sentido de lo que se ama, sino que lleva también a superar los obstáculos que comporta el mantenimiento efectivo de la actitud amorosa. En efecto, las virtudes morales de la audacia, el heroísmo, la humildad o la atención a los detalles que lo acompañan tienen su humus en la verdad querida del amor y en su durabilidad intrínseca, con la que se confronta la fidelidad. Entre estos obstáculos mencionemos especialmente la usurpación de su lugar por cualquier otro amor de características similares. Pues la fidelidad remite a la exclusividad.
En cambio, cuando se trata del amor al prójimo –segundo término de la disyuntiva señalada– parece acompañarle sin mayor dificultad la universalidad, como rasgo que le emparenta con lo característico de las exigencias morales. En este caso lo que se hace por mor de alguien determinado, se hace considerándolo en tanto que hombre, sin que se entremezclen en ello exclusivismo ni particularismo alguno. La regla de oro se aplicaría aquí con naturalidad. Sin embargo, pronto sobrevienen los interrogantes sobre esta muestra de autenticidad ética que es la universalidad cuando se la refiere al amor. ¿No la echaría a perder el hecho de que también el amor interpersonal se dirija a alguien determinado y justamente en virtud de su excelencia singular? ¿No se revela antinómica la universalidad moral con la exclusividad característica del amor, para decirlo con Spaemann?
Entiendo que en este caso identificar la antinomia anterior con una objeción a la realidad efectiva del amor y a su moralidad intrínseca descansa en un equívoco fundamental. Pues querer a alguien y buscar su bien como ser humano no puede significar quererle como concepto universal –lo cual es inconciliable con la dirección realista de la intencionalidad del querer–, ni tampoco trae consigo querer a la humanidad indiferenciadamente, como sostiene el ideal filantrópico, sino que equivale siempre a querer a alguien en singular, en su yo humano irrepetible. Pero, si tal es el caso, ¿dónde reside, entonces, la universalidad moral del querer?
La respuesta está no tanto en el término del amor –que siempre es singular y concreto– cuanto en la motivación que acompaña a su intencionalidad. Se le quiere, sí, en singular, pero en razón de ser hombre individuado en tal o cual yo masculino o femenino, de modo que el querer a alguien en concreto, con su cualificación moralmente positiva, es incompatible con querer mal a otro ser humano. Como dice Dante de Beatriz: cuando ella aparecía, “no había ya enemigos en mi vida”.
El amor verdadero no se dirige al yo ajeno a costa del abajamiento de los otros yos, sino que apunta al yo singular abierto y enriquecido relacionalmente en la comunidad con los otros yos personales, como corresponde a su humanidad. Así como cuando se trata de las acciones moralmente relevantes lo que se quiere es el bien moral universal en la acción que se realiza singularmente, como ha destacado Seifert, al amar a alguien con benevolencia lo que se está amando no es su yo consciente aisladamente, sino al hombre o mujer que transparecen realmente con tales o cuales rasgos singulares conscientes e inconscientes. Pues si es cierto que no hay la persona como universal, sino solo personas singulares, tampoco hay –de modo inverso y complementario– el yo si no es como un yo humano, que reconoce su humanidad también en los otros yos: “esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Gn 2, 23), decía el primer hombre de su compañera. En la medida en que se puede decir que amar a otro es amarle en su humanidad, que tengo en común con él, la verdad del amor a alguien no lo aísla o exclusiviza, oponiéndole a los otros yos, como si ellos no fueran también humanos. Desde aquí se ponen las bases para el surgimiento de la comunidad desde el amor, en tanto que provista de sus exigencias morales y por tanto como algo distinto de la simple suma de individuos. Pero esto sería tema para otra colaboración.
Urbano Ferrer, en dialnet.unirioja.es/
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