«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida» [1].
Para los hombres no ha cambiado mucho el valor de la libertad desde que Cervantes escribió esta frase y lo confirma una frase del aún cardenal Ratzinger, con la que comienza una intervención suya: «En la conciencia actual de la humanidad la libertad aparece en gran medida como el bien supremo por excelencia, al que se ordenan todos los demás» [2].
A pesar de la similitud de las dos afirmaciones no debemos pasar por alto de qué manera tan diferente a como se concibe hoy se entendía la libertad entonces. Para Cervantes era un bien tan valioso que por ella «se puede y debe aventurar la vida». Hoy es difícil encontrar hombres que se aventuren por el camino de la libertad. Podríamos decir que la libertad hoy es un bien tan precioso como escaso. Basta preguntarnos cuántos hombres verdaderamente libres conocemos. Existe un gran deseo de libertad, pero al mismo tiempo la incapacidad de ser libres verdaderamente, es decir, ser “uno mismo” ante la realidad. Es como si cada uno se doblegase a lo que se espera de él en cada ocasión: así, mostramos una personalidad en el trabajo, otra con los amigos, otra diferente en casa… ¿Cuándo somos de verdad nosotros mismos? Sin contar con la de veces en que las circunstancias de la vida cotidiana nos ahogan, sin saber cómo librarnos, a no ser que mejoren las cosas o cambien por sí solas. Uno se encuentra atrapado, soñando con una libertad que nunca llega. En este tiempo en tanto se habla de libertad nos topamos con la paradoja de su ausencia. Y lo que es peor, nos contentamos con vivir sin ella, como denunciaba Kafka: «Tememos a la libertad y a la responsabilidad y cada uno prefiere ahogarse detras de los barrotes que él mismo se ha construido».
«La historia de los últimos siglos podría resumirse en una reducción progresiva de la persona al individuo despersonalizado en una libertad formal, poniendo entre paréntesis la libertad real» [3]. Intentemos desentrañar las causas.
1. La reducción moderna: la libertad como ausencia de lazos
La genialidad de Jesús nos ha dejado en la conocida parábola evangélica del Hijo pródigo una página memorable que puede ayudarnos a comprender el recorrido moderno que ha llevado a la libertad a este formalismo [4]. Todos la recordamos.
«Un hombre tenía dos hijos. El más joven le dijo a su padre: “Padre, dame la parte del patrimonio que me corresponde”. Y el padre dividió entre ellos los bienes. Pocos días después, el hijo más joven tomó sus cosas y se marchó a un país lejano».
La parábola describe una casa normal de la Palestina del tiempo de Jesús: un padre con dos hijos. No aparece ningún conflicto en las relaciones de la familia. El hecho de que había bienes para repartir indica que se trata de una familia con un cierto patrimonio. El texto lo confirma luego con más detalles: tienen siervos, el padre lleva un anillo, tienen a su disposición buenos vestidos, sandalias y un ternero cebado. Todos ellos signos del tipo de familia a la que pertenecía el hijo pródigo. Aquella era su casa, el lugar donde era hijo y, por ello, muy querido. La casa: el lugar donde uno es verdaderamente uno mismo, porque no tiene nada que demostrar a nadie: es amado por el hecho de ser hijo. La casa era el lugar en el que todo era suyo y donde la realidad era amiga, donde podía oír decir a su padre: «Todo lo que es mío es tuyo». En la familiaridad con el padre todo estaba preparado para la satisfacción de sus deseos.
A pesar de todo, el hijo más joven no parecía satisfecho y le pide al padre la parte del patrimonio que le correspondía y se marcha de su casa. La fascinación de la autonomía ha vencido en su corazón, su deseo de libertad lo empuja a cortar los lazos más significativos. No parece que le importe mucho alejarse de su padre y de su casa, del lugar al que pertenece. Más bien todo ello le parecía un obstáculo a su ansia de libertad, la casa le quedaba estrecha. Veía oportuno romper los vínculos que le tenían ligado a una casa, es decir, a una tradición, y marcharse lejos de ella [5]. Nada podría, así, obstaculizar el cumplimiento de sus deseos. El camino se veía muy llano. De ese modo pensaba que podía lograr un tipo de libertad que nunca había experimentado hasta entonces.
¿Qué es lo que pudo empujar al hijo a una elección tan radical? Tal vez había sido atrapado por la fama de la ciudad de Alejandría, Antioquía, Éfeso o Corinto, que se presentaban llenas de promesas de libertad para un joven como él. Pero, en realidad, esta atracción ya estaba arrastrándole antes, desde el momento en que había cedido a la fascinación de la autonomía que se había introducido en su corazón. No supo resistirse a la seducción de arreglárselas él solo, sin padre, sin casa, sin verdadera pertenencia.
La realidad estaba envuelta en el sueño. El muchacho «malgastó sus bienes viviendo licenciosamente». No encontraba nada a la altura de sus deseos; tan es así que nada le satisfacía lo suficiente para ligarle a algo. Todo pasa sin dejar huella. Ninguna atadura, ninguna “historia” con alguien. La ausencia de vínculos comienza a mostrarle su verdadero rostro: la soledad. «Cuando había gastado todo, en aquel país vino una gran carestía y comenzaron a pasar necesidad» (v. 14). Empieza a darse cuenta de que la autonomía era más bien una ilusión.
Pero lo peor estaba todavía por llegar. «Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de aquella región, que lo mandó al campo a cuidar los cerdos. Hubiera querido saciarse con las bellotas que comían los cerdos; pero nadie se las daba» (vv. 15-16). Este es el final de la aventura de la autonomía [6]. Sin padre y con un patrón; como casa, la de los cerdos. ¿En qué habían acabado la promesa de libertad y el deseo de satisfacción? No podía saciarse ni con las bellotas que comían los cerdos, porque nadie se las daba. El enojo se convierte en su compañía [7]. Su destino no le importa a nadie [8]. Es el resultado de la ruptura de todos los lazos, incluso el vínculo con la realidad, que le resulta inhóspita y extraña [9].
La libertad, ciertamente, no es nada automática, como pone de manifiesto el hijo mayor. Él, que se queda en casa con su padre, donde todo es suyo y, sin embargo, no se da cuenta, como demuestra su reacción ante la misericordia del padre a la vuelta de su hermano. Se enfada, no quiere participar de la fiesta, se encara con su padre: «A mí, que estoy a tus órdenes desde hace tantos años y que no he desobedecido una sola orden tuya, no me has dado ni un cabrito para una fiesta con mis amigos. Pero ahora cuando ha regresado este hijo tuyo que ha malgastado tus bienes con prostitutas has matado el ternero cebado para él» (vv. 29-30). Se puede vivir en casa como siervos, sin la conciencia gozosa de ser hijo. «El padre le responde: “Hijo, tú estas siempre conmigo y todo lo que es mío es tuyo”» (v. 31). El formalismo del hijo mayor hace de la libertad una mera palabra vacía.
Bajo las ruinas del hijo joven algo permanece: su corazón. Ni todos los desastres cometidos pueden arrancar de su corazón la nostalgia de la libertad: «Entonces se puso a reflexionar y se dijo: “¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre!”» (v. 16). Ni muerto de hambre puede dejar de desearla, y con la libertad, a aquel que la hacía posible: su padre. Rápidamente decide: «Me levantaré, iré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino hacia su padre» (vv. 18-20). Es la memoria del padre que activa esta nostalgia de libertad. Con esta decisión reconoce que la única libertad verdadera es la libertad filial: no vivir como un huérfano, siendo hijo, vivir abrazando conscientemente la condición de hijo [10].
Esto siempre es posible, aun ahora para nosotros, porque siempre hay un padre que te espera: «Cuando estaba todavía lejos el padre lo vio y conmovido corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó» (v. 17).
Cualquiera que sea la condición en que nos encontremos, todos estamos llamados a la libertad, a reconocerla como «el más precioso don que a los hombres dieron los cielos». El camino puede ser fatigoso, pero siempre es posible. ¿Cómo?
2. ¿Qué es la libertad?
2.1. Sentirse libre: un fenómeno de satisfacción
«¿Cómo podemos saber qué es la libertad? Las palabras son signos que indican una experiencia determinada: la palabra amor especifica una experiencia determinada, y la palabra libertad especifica otra experiencia determinada» [11].
Ya que se trata de una experiencia, el punto de partida es el mirar a la experiencia, como don Giussani nos ha enseñado siempre. Observemos con lealtad, ¿cuándo nos sentimos libres?
Imaginemos una muchacha, según el ejemplo ya clásico entre nosotros, que quiere acudir a una fiesta con sus amigos. Va a su padre y le pregunta, y entonces en contra de lo habitual, esta vez le dice que no. El malestar y la rabieta de la chica son signos inequívocos de que no se siente libre. Solo cuando, después de un diálogo encendido, finalmente su padre la deja ir, se siente libre.
Nosotros nos sentimos libres cuando vemos satisfecho un deseo. Por ello, la libertad se experimenta en la satisfacción de un deseo. Es la verdad que se esconde en esa impresión inmediata, espontánea, que todos tenemos de la libertad y que se expresa con naturalidad en la sencilla frase: «Ser libres es hacer lo que nos place».
2.2. La totalidad como dimensión del deseo
Sin embargo, es cierto que no nos contentamos con la satisfacción de nuestros deseos más inmediatos. Cuanto más se cumplen estos deseos parciales tanto más se pone de manifiesto que deseamos algo más. Cuando éramos niños nos contentábamos con caramelos. Hoy, imposible. Si uno presta atención a su experiencia y es leal con lo que emerge de ella, descubre la verdadera naturaleza de su deseo, que no se satisface jamás del todo.
Todos tenemos la experiencia de que no siempre la vida nos castiga, impidiendo satisfacer nuestro deseo. En muchas ocasiones conseguimos lo que deseamos, pero esto no nos satisface definitivamente. Poco después decaemos. Muchas veces he reparado en que así uno comienza a darse cuenta del drama de vivir, no cuando la vida niega nuestro deseo, sino cuando lo satisface. Cuando se nos niega algo, podemos todavía esperar hallar satisfacción en otro objeto, mas el drama comienza cuando la vida satisface un deseo nuestro, y esto no nos basta. Cuando un hombre tiene esta experiencia con el trabajo, la mujer, el dinero… acaba por preguntarse: ¿qué es lo que me llena? «Quid animo satis?».
Ya os conté lo que me pasó visitando a los amigos de Barcelona. Una amiga mía, pintora, soñaba con hacer una gran exposición. Finalmente lo onsiguió. El éxito había llegado –me lo contó personalmente–, mucho mayor de lo previsto. No se lo hubiera imaginado y me decía que se había pasado llorando toda la tarde del día del gran triunfo. ¿Por qué puede uno llorar después de un éxito? ¿No era normal mi amiga, quizás tenía algún problema? No, había experimentado lo mismo que Pavese el día en que recibió el Premio Strega: «En Roma, apoteosis. ¿Y qué?» [12]. ¿Por qué nada basta? ¿Por qué después del éxito no se está plenamente satisfecho? ¡Entonces! ¿Qué satisface?
La insatisfacción tras el éxito ¿qué me enseña acerca de la naturaleza de mi deseo, acerca de mi naturaleza humana? Pavese lo intuyó perfectamente: «Lo que un hombre busca en los placeres es un infinito, y nadie renunciará nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud» [13].
2.3. Libertad como capacitad de satisfacción total
La libertad, partiendo de la experiencia de satisfacción de deseos inmediatos y parciales, se desvela como “capacidad” de la satisfacción total, completa, es decir, como capacidad de perfección, de realización de sí, es decir, del deseo del hombre [14].
Nadie ha descrito la naturaleza del deseo humano como Leopardi: «No poder estar satisfecho con ninguna cosa terrena, ni siquiera con la tierra entera; contemplar la amplitud inabarcable del espacio, el número y la mole maravillosa de los mundos, y descubrir que todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo; imaginarse el número de los mundos infinitos, y el infinito universo, y sentir que nuestro ánimo y deseo son todavía más grandes que el universo creado; acusar continuamente a las cosas de insuficiencia y nadería, y sufrir incapacidad y vacío, y aun aburrimiento, es para mí el mayor signo de grandeza y nobleza que vemos en la naturaleza humana» [15].
Esta es la grandeza única del hombre: su deseo es «todavía más grande que el universo creado». Precisamente es esta medida de nuestro deseo por la que nosotros podemos «acusar a las cosas de insuficiencia y de nadería, y sufrir incapacidad, y vacío, y aun aburrimiento». Lo que es la desgracia de la vida para muchos, –sentir la insuficiencia de todo y sufrir incapacidad, y vacío–, es para Leopardi el mayor signo de grandeza de la naturaleza humana. Podemos reconocer esa insuficiencia propia porque, estructuralmente, por naturaleza, dentro de nosotros tenemos la capacidad de juzgar; es lo que la Biblia llama corazón. Sin la posibilidad de juzgar por sí mismo aquello que le corresponde, la afirmación de la dignidad del hombre no es más que una palabra vacía, y el hombre, en el fondo, depende del poder. ¿Cómo se despierta el deseo? Esta es hoy una cuestión decisiva, cuando el deseo no se puede dar por descontado porque, como dice Augusto Del Noce, «el nihilismo hoy corriente es el nihilismo festivo, sin inquietud (se podría completar su definición como “la supresión del inquietum cor meum agustiniano”)» [16].
3. El camino de la libertad
Cualquiera que sea la situación en que cada uno de nosotros se encuentra, la realidad continúa saliendo a nuestro encuentro, despertando en nosotros el asombro, es decir, la curiosidad y el deseo de aquello que tenemos delante. El impacto con la realidad es siempre lo que despierta nuestra humanidad, en todas sus dimensiones y su capacidad.
«La capacidad que tenemos no se ha hecho por sí sola, ni tan siquiera se pone en marcha sola. Es como una máquina que, además de haber sido construida por otros, tiene necesidad de alguien que la ponga en marcha. Cualquier capacidad humana, en una palabra, debe ser provocada, solicitada para ponerse en acción» [17]. Lo que la pone en movimiento es el impacto con la realidad.
Es la realidad la que despierta el deseo, en cuanto se presenta cargada de atracción. Lejos de permanecer indiferentes, somos originalmente atraídos por la belleza –por el bien– de la realidad. En el encuentro con la realidad que nos atrae, la libertad se pone en movimiento. Es este impacto con la realidad lo que atrae a la libertad que ya desde el inicio está llamada a responder. ¿Cómo? Hay que responder a la llamada de atracción de la realidad. La libertad es llamada a dar el primer paso del camino: a decidir si cede o no a la atracción de la realidad que tiene delante. Esta imposible neutralidad de la libertad ante la realidad hace que las diversas opciones frente al significado de la realidad no sean igualmente racionales. Quien rechaza la atracción de la realidad está ya censurando un dato y por eso es menos racional que quien la constata [18].
Esto evidencia un primer aspecto de apropiación que caracteriza la libertad [19]. Cualquier atracción de la realidad no elimina la capacidad de elección de la libertad. Más aún, la pone en movimiento. Toda la imponente atracción del Ser no ahorra al hombre su capacidad de decidir; es, por el contrario, la verdadera y originaria provocación.
¿En qué nos apoyamos para adherirnos o no a esta provocación? En la correspondencia con las exigencias del corazón que la realidad cumple. El impacto que el Ser provoca en mí constituye el juicio por el que me muevo [20]. Cuando ante la belleza de las montañas me admiro y digo: «¡Qué bonitas!», hago un juicio sobre su belleza, como cuando grito de dolor ante una injusticia inaceptable que me han infligido a mí o a otros. Este juicio velocísimo, por el que capto si una cosa me corresponde o no, es lo que prepara y orienta el arranque, el paso al que la libertad es llamada [21].
Pero éste, como decíamos, es solo el primer paso del camino de la libertad. Preguntémonos: ¿qué arriesgamos en la elección, en cada elección? La adhesión a lo que aparece y reconocemos como un bien. La elección se toma en vista del cumplimiento, del fin. ¿Por qué queremos tener capacidad de elección? Para adherirnos a lo que nos atrae y nos provoca. «Mi libertad –escribe Juan Ramón Jiménez– consiste en tomar de la vida lo que me parece mejor para mí y para todos». La muchacha quiere tener capacidad de elección para poder decidir ir a la fiesta, es decir, para adherirse a un bien entrevisto. Así, en esta adhesión, encuentra la satisfacción de su deseo, y por eso, se siente libre.
La capacidad de elección es propia de una libertad todavía en camino hacia la plena realización, que consiste en la adhesión a lo que corresponde, es decir, al bien, al destino. Pararse ya en el primer aspecto –la posibilidad de elección– es, de hecho, renunciar al cumplimiento de la libertad, porque yo no ejercito la capacidad de elección que tengo si no cuando me adhiero a lo que deseo. La capacidad de elección tiene, ciertamente, como objetivo la adhesión. «Yo no puedo concebir ni tolerar ninguna utopía que no me deje la libertad que es más valiosa: la libertad de vincularme» [22]; de vincularme a lo que me llena, al infinito que busco en los placeres, al Tú que me llama a través de la atracción de las cosas, al Tú que me hace ser, al que puedo decir: «Mi verdad eres tú, mi yo eres tú, yo soy Tú que me haces».
En esta adhesión a lo que me corresponde encuentra el deseo su satisfacción.
4. La relación con el Misterio, fundamento de la libertad del hombre
¿Cómo explicar este deseo de totalidad, mío y tuyo, este deseo de “infinitud”, como decía Pavese? La única hipótesis racional es el Infinito. Esta apertura a la totalidad es el signo más patente de que el hombre es relación directa con el Misterio que lo hace. Yo llevo encima este deseo, pero ¿Quién me lo da? Otro que me hace así. Es esta apertura a la totalidad lo que me hace ser libre, capaz de escoger entre varias cosas, de no ser reducido a una pieza del engranaje de las circunstancias, o del poder. Péguy lo expresó con su genialidad única: «Y esa libertad / es el reflejo más bello que hay en el mundo, pues me recuerda y remite a mí / y es un reflejo de mi propia Libertad / que es el secreto incluso y el misterio / y el centro y el núcleo y el germen de mi Creación» [23].
La libertad finita, es decir creada, orienta a la libertad infinita. La libertad infinita está en el origen de mi libertad. Sin aquella, la mía no existiría.
El hombre es relación directa con el Misterio. «El yo es relación con el infinito. Todo el dinamismo del yo se desarrolla y tiende a su perfección, es decir, al cumplimiento de sí que no encuentra en todo aquello que agarra. A lo que el hombre tiende es algo que está más allá, siempre más allá: Es trascendente. Por ello, la consciencia de sí nos hace percibir la existencia de algo que es otro, es decir, de Dios, del Misterio, Dios como Misterio. Dios es el límite extremo al que tiende el deseo del hombre» [24].
Es lo que dice el catecismo, que el alma es creada directamente por Dios. Esta es la verdad más grande de la doctrina cristiana sobre la creación. El hecho de que nosotros estemos creados a imagen y semejanza de Dios quiere decir que estamos llamados a una relación única y directa con Él. La vocación de la vida es esta relación. Llamados, no a cualquier cosa, sino a Dios, a la felicidad plena. El hombre es capax Dei.
Es lo que impide que el hombre sea reducido a sus antecedentes biológicos, psicológicos, sociológicos, etc. El intento de los “maestros de la duda” de reducir el yo a uno u otro de estos factores fracasará siempre. Ciertamente, pueden influirme, pero no determinarme hasta reducirme a una vida inerme. El hombre no puede ser reducido a una pieza de un engranaje de las circunstancias internas o externas. El yo puede siempre emerger por encima de las circunstancias, de los propios sentimientos o estados de ánimo.
«Sólo porque no me he hecho a mí mismo puedo ser libre; si me hubiese hecho a mí mismo, habría podido preverme y, así, habría perdido la libertad» [25].
Somos directa, irreducible relación con el Infinito. Esta es la razón última de la grandeza del hombre. Es tan imponente esta grandeza que a veces te da miedo. Porque se necesita mucho valor para estar a la altura de nuestros deseos infinitos. No es fácil encontrar personas que vivan toda la capacidad de sus deseos, capaces de «desear el imposible», como el Calígula de Camus [26].
Pero esta libertad hoy está en peligro, porque pocos toman en serio su propio deseo, aceptando estar a su altura. «La peor amenaza para la libertad no está en dejársela cortar –porque quien se la ha dejado cortar puede siempre reconquistarla–, sino en dejar de amarla» [27]. Porque, como dice el poeta español Rafael Alberti, «La libertad no la tienen aquellos que no tienen sed de ella».
Escribe María Zambrano: «El hombre se encuentra de nuevo encadenado a la necesidad, pero ahora por decisiones propias y en nombre de la libertad: ha renunciado al amor a favor de una función orgánica, ha cambiado sus pasiones por sus complejos, porque no quiere aceptar la herencia divina creyendo con ello liberarse del sufrimiento, de las pasiones que todo lo divino sufre en medio de nosotros y dentro de nosotros» [28].
Por el contrario, es la aceptación de esta “herencia divina” en lo que consiste la libertad. Primero, porque sólo el Misterio divino puede despertar en mí ese deseo de totalidad, esa última irreductibilidad a todos los condicionamientos, sin la que no hay libertad. En segundo lugar, porque sólo el Misterio infinito puede ser el objeto adecuado a mi libertad. La libertad finita, es decir, capacidad de satisfacción total, definida por su deseo de infinito, sólo puede cumplirse en la libertad infinita.
Por ello, la libertad es adhesión al Ser, al Misterio que te hace, al Tú real y misterioso por el que somos hechos en este preciso instante. Es aceptando al Padre como el hijo pródigo se hace libre [29]. Aunque nosotros, como él, hayamos tenido necesidad de dejar la casa y entonces sentir la nostalgia cuando lo hemos perdido todo. De ese modo descubrimos el bien que significa tener un Padre, y que reconocerlo no es un riesgo para nuestra libertad, sino lo que la hace posible.
El Misterio que nos ha hecho ya conoce nuestra resistencia a este abandono en los brazos del Padre. «Yo conozco bien al hombre. Soy yo quien lo ha hecho. Es un ser extraño. / Pues en él actúa esa libertad que es el misterio de los misterios. / Aún así, se le puede pedir mucho. No es demasiado malo. / (...) Pero lo que no se le puede pedir, santo Dios, es un poco de esperanza, / un poco de confianza, vaya, un poco de relajación, / un poco de entrega, algo de abandono en mis manos, / un poco de renuncia. Está tenso todo el tiempo» [30].
El rechazo del Infinito no acontece sin consecuencias para la libertad. Este rechazo deja a la libertad sin un objeto adecuado. Sin la adhesión al Misterio infinito el hombre se queda indefenso al descubierto ante todas las fuerzas del poder en cualquier circunstancia. Sin el reconocimiento del Misterio como raíz y cumplimiento de cada deseo y atracción parcial, la libertad no es más que una ilusión. Si la libertad es la experiencia de una satisfacción, podemos verificar la situación de nuestra libertad en camino por el grado de satisfacción verdadera con que vivimos la relación con personas y cosas. Podemos hacer lo que nos parece y nos agrada, mas todos podemos constatar cuántas veces al día tenemos una experiencia real de libertad, es decir, de plenitud, de satisfacción en nuestro agujero, en la contingencia de las elecciones cotidianas, en la adhesión a los bienes y a los atractivos parciales. Lo que inmediatamente surge es la asfixia, sentirse oprimidos y siempre buscando fugarnos. Es tan verdad que muchos se fugan a través de la imaginación, al sufrir «incapacidad y vacío». «Sin el reconocimiento de la presencia del Misterio la noche avanza, la confusión crece y –por lo que respecta a la libertad– aumenta la rebeldía, o la desilusión llega a tal punto que es como si no se esperara ya nada y se viviera sin desear nada, salvo la satisfacción furtiva o la respuesta furtiva a una breve pregunta» [31].
Por el contrario, es en la adhesión a este Misterio en cada cosa como el hombre llega a ser libre. Es allí donde puede encontrar la satisfacción del deseo de totalidad. Nuestra grandeza, como nos recordaba Leopardi, es sentir vibrar dentro de nosotros este deseo de infinito, pero siendo conscientes de la naturaleza de nuestro deseo que nos da a entender que no somos capaces de responder adecuadamente. Puesto que el hombre recibe el deseo de totalidad, debe recibir también el cumplimiento del deseo. El cumplimiento existe. Es aquel que lo despierta, mas el hombre no debe bloquearse, debe abandonarse. Sin este abandono al Único capaz de cumplirla, la libertad se queda perdida, sin objeto último.
Es este quien te libera de los caprichos, de la dictadura de los deseos, y cualquier otra cosa no es sino la reducción del deseo a algo al alcance de la mano. Por ello, escribe don Giussani: «La religiosidad cristiana se plantea como condición única de lo humano. La elección del hombre radica en concebirse como libre de todo el universo y sólo dependiente de Dios, o como libre de Dios, y entonces se hace esclavo de cualquier circunstancia» [32].
¿Cómo puede el hombre tener la conciencia clara y la energía afectiva para adherirse al Misterio cuando este permanece como Misterio? ¿Cómo puede el objeto todavía oscuro y misterioso despertar la energía de la libertad para cumplirla? Dado que el objeto es oscuro, uno puede imaginarse lo que quiere y puede determinar su relación con aquel objeto como le parece y agrada.
Es lo que sucede en la experiencia amorosa. Mientras la persona amada no aparezca en el horizonte de mi vida y atraiga a todo mi yo, continúo haciendo lo que me parece y agrada. El mero hecho de saber que existe el Misterio no me libera de la nada.
Sé que deseo el Infinito, que este Infinito existe porque siempre tengo la nostalgia de él, como decía Lagerkvist, pero cada día aferro lo particular, me aferro a cualquier objeto, que después me deja insatisfecho. Este es el destino del hombre, a menos que –como escribía L. Wittgenstein, en Diari 1936-37– “Dios” se digne visitarlo: «Tenemos necesidad de redención, si no, te pierdes (…) A veces entra una luz, se podría decir, a través del tragaluz, del techo bajo el que trabajo y al que no quiero subir (…) Este tender a lo absoluto, hace que parezca demasiado mezquina cualquier felicidad terrena… me parece estupendo, sublime, pero fijo mi mirada en las cosas terrenas: salvo que “Dios” me visite»[33].
5. El compañero que hace históricamente posible la libertad
Sólo cuando el Misterio, como la persona amada, desvela su rostro el hombre puede tener la claridad y la energía afectiva adecuada para adherirse, es decir, para empeñar toda su libertad. Con Jesús el Misterio se hace «una presencia afectivamente atrayente», de forma que enciende el deseo del hombre y desafía como nadie su libertad, es decir, su capacidad de adhesión. Al hombre le basta con ceder a la atracción vencedora de su persona. Como le sucede al hombre enamorado, es la presencia fascinante de la persona amada la que despierta en él toda su energía afectiva: basta ceder a la fascinación de lo que hay delante.
«Lo que se necesita es un hombre, / No se necesita la habilidad, / lo que se necesita es un hombre / en espíritu y verdad;/ ni un país, ni las cosas, / lo que se necesita es un hombre, / un paso firme, y seguro / la mano que se ofrece a todos / podemos aferrarla, y caminar / libres, y salvados» [34].
Y como la persona amada, el Misterio presente lo descubro en un encuentro. Imprevisto. ¡Realmente es una sorpresa! Como les sucedió a Juan y a Andrés, los primeros que encontraron a Jesús, y permanecieron pegados a él por el resto de su vida. Su libertad se había enardecido de tal forma por su excepcionalidad única, que no pudieron marchar por la vida sin hacer las cuentas con su persona. Con Él se daba una correspondencia tan imposible, que no le abandonaron jamás. «La libertad auténtica, por tanto –lo ha dicho el Papa en el mensaje dirigido a este Meeting–, es fruto del encuentro personal con Jesús». La libertad de los que le conocieron supuso un cumplimiento sin parangón. El ciento por uno, dirá Jesús. Es decir, una satisfacción cien veces más grande, como anticipo de la plena [35]. Y ellos no eran visionarios. Si no, antes o después lo habrían abandonado. Se hubieran encontrado perdidos.
Es esta relación la que aclara el deseo que, de lo contrario, sería confuso para el hombre. Esto es tan cierto que, como dice Guillermo de Saint Thierry, Cristo es «el único capaz de enseñarme a ver lo que deseo» [36]. Es Él, Cristo, quien desvela plenamente el hombre al hombre [37]. «Cuando encontré a Cristo, me descubrí hombre», decía el famoso orador romano Gayo Mario Vitorino.
El Misterio, para llamar al hombre sin que se bloquee –como afirmaba Péguy– ha usado el método de la preferencia. ¿Cómo conocemos el amor? No a través de un discurso, sino enamorándonos; del mismo modo, para desvelarnos lo que es la libertad suscita todo nuestro deseo de totalidad poniéndonos delante una atracción tan potente que hace que, en ese mismo instante, “en tiempo real”, podamos tener la experiencia del cumplimiento de tal deseo.
Caro cardo salutis. La carne, el Verbo hecho carne, es el núcleo de la salvación. Una presencia carnal afectivamente atrayente es la única capaz de vencer nuestra resistencia. Una atracción convincente es la única esperanza para nosotros, siempre tentados por la fascinación de la autonomía, de esa afirmación casi homicida de nosotros mismos que te lleva a la nada. Sólo la atracción del Ser que brilla en el rostro de Cristo, presente aquí y ahora en la carne de la Iglesia, puede derrotar la fascinación de la nada.
¿Por qué este hombre ejerce esta atracción? ¿Cómo es? Es Cristo, el hombre lleno de Dios o Dios hecho hombre. Un hombre que acepta pertenecer totalmente al Misterio, al Padre. Acepta que sea otro quien le llene el corazón. En Él se realiza la vocación del hombre. Y por eso es el único capaz de introducirnos en el Misterio del Padre, en donde se realiza nuestra libertad. Hijos en el hijo (Cf. Ga 4, 4-7).
Pero precisamente porque Él se me presenta como el cumplimiento de mi libertad, es necesaria mi libertad para dejarle entrar en la profundidad de mi yo. En realidad descubrimos que hemos hallado a Aquel que cumple nuestro deseo de libertad en el momento mismo en que nos hacemos libres, es decir suyos. No se desvela antes de haber decidido libremente por Él.
Cristo no ha venido ciertamente para ahorrarnos el ejercicio de la libertad, como a veces nos agradaría. Pero qué sería una salvación que no fuese libre. Es el drama de Dios expresado con la agudeza de Péguy: «Tengo ganas, estoy tentado de ponerles la mano bajo el vientre / para sostenerlos en mi ancha mano, / como un padre que enseña a nadar a su hijo / en la corriente del río / y que está dividido entre dos sentimientos. / Pues por una parte si le sostiene siempre y si le sostiene demasiado / el niño se confiará y nunca aprenderá a nadar. / Pero por otra, si no le sostiene en el momento justo / ese niño beberá un mal trago. (...) Tal es el Misterio de la libertad del hombre, dice Dios, / y de mi gobierno de él y de su libertad. / Si lo sostengo demasiado, ya no es libre / y si no lo sostengo lo suficiente, se cae. / Si lo sostengo demasiado, expongo su libertad / Si no lo sostengo lo suficiente, expongo su salvación: / dos bienes desde cierto punto de vista casi igualmente preciosos. / Pues esa salvación tiene un precio infinito. / Pero qué sería una salvación que no fuese libre». [38]
No podemos evitar decaer, flaquear. Pero entonces, ¿cómo podemos volver a despertarnos una y otra vez? La única posibilidad es que el cristianismo siga sucediendo como un acontecimiento. Sin este continuo acontecer no hay posibilidad de libertad real. El que permanezca como acontecimiento es signo de su verdad; y como todo lo verdadero, dura. De este modo, comprobamos que nuestra libertad debe ser suscitada siempre y activada de tal manera que pueda realizarse.
¿Dónde permanece el acontecimiento cristiano? En la Iglesia. «La libertad de Dios manifiesta su presencia a través de hombres a quienes su presencia ha cambiado, por hombres cambiados por su presencia. […] Su presencia, la presencia del Dios hecho hombre se revela a través de estos hombres cambiados. El signo adecuado de este cambio es esta capacidad de unidad, para los hombres imposible, que se llama, con claridad, Iglesia» [39]. A través de estos hombres el Misterio continúa haciendo posible la libertad real del hombre; el primer cambio es la comunión entre ellos [40]. La comunión es la victoria sobre la ausencia de lazos, fruto del pecado.
La Iglesia es el lugar de la libertad, posible para todo el que se acerque a ella. Solo si es una comunidad que hace posible en la historia la libertad real podrá responder a la objeción de que la libertad no es posible en la pertenencia. En vez de ausencia de lazos, pertenencia viva.
En la comunidad de la Iglesia es posible esta libertad real. Sólo ella me educa en el reconocimiento del Misterio, la única realidad que puede hacerme libre en las circunstancias. Este es el sentido profundo de la frase de San Ambrosio: «Ubi fides ibi libertas» [41]. Sólo una comunidad así puede realizar la aspiración a una morada donde habite la libertad: «La aspiración a liberarse y a construir una morada nueva donde la libertad pueda habitar –escribe Hannah Arendt– permanece sin precedentes y sin comparaciones a lo largo de la historia del pasado»[42]. La amistad con Cristo en la Iglesia reconstruye la amistad con todo y con todos.
El cristianismo hoy viene al encuentro de este deseo de libertad del hombre de nuestro tiempo. Más aún, si se quiere tener alguna posibilidad, el cristianismo no puede proponerse al hombre en ninguna de las versiones reductivas (moralismo, espiritualismo, dialéctica), sino a través del testimonio de una experiencia: el cristianismo debe presentar en el escenario del mundo “hombres libres”. El espectáculo de un hombre libre en la realidad concreta –trabajo, relaciones, circunstancias– es lo que da testimonio de Cristo.
Por ello don Giussani afirmaba hace algunos años, en una entrevista, que el hombre de hoy no necesita un discurso religioso, sino «la experiencia de un encuentro […] Se encuentra el Hecho cristiano topándose con personas que han realizado ya este encuentro y cuya vida ha cambiado de algún modo desde que éste se dio. […] No es un encuentro oír citar el Evangelio o escuchar, incluso durante horas, los pensamientos que el Evangelio trae a nuestra cabeza. Esto es asistir a nuestra cabeza. Es asistir a un espectáculo, cuando lo es, de reacciones sentimentales o dialécticas que tienen su origen en un punto de partida religioso. Por el contrario, el encuentro es un acontecimiento que puede ser también una persona que habla, pero lo que impresiona no es tanto la palabra en sí misma cuanto el cambio que se ha producido en quien habla» [43]. Lo constata esta carta:
«Querido Julián: Le había contado a una amiga de los Memores Domini una experiencia reciente y ella me ha sugerido que le escriba. Es todo lo que el Señor me ha concedido ver. He estado hospitalizada una semana para poder realizar las pruebas pertinentes para la enfermedad que tengo desde hace 13 años: el mal de Parkinson (lo tengo desde los 38 años). Me pusieron en una habitación donde ya había una anciana, que presentaba graves problemas relacionados con mi misma enfermedad: no conseguía estar tranquila por los movimientos involuntarios ni de día ni de noche y sufría contracturas en el cuello y en la lengua, por lo que no conseguíamos ni alimentarla. Agotada por la falta de fuerzas y por la pérdida de movilidad, histérica, gritaba: no encontraba otro medio para hacerse oír que gritar. Para mí significaba no dormir y no descansar ni de día, ni de noche. Me di cuenta muy pronto de que tenía que tener paciencia donde estaba, ya que cuando uno esta ingresado en un hospital sabe que podría encontrarse en una situación semejante. Intentaba calmarla como podía, llamándola por su nombre, animándola, haciéndole sentir mi presencia. Sus parientes no tenían la posibilidad de atenderla todos los días.
A los dos días me encontraba totalmente agotada; fui entonces a buscar a la encargada, y le dije que no podía más porque no conseguía descansar nunca y le pedí que hiciera algo; luego me volví a mi habitación llorando. Cuando entraba, me acordé de lo que don Giussani nos ha enseñado: “Vive las circunstancias como el Misterio que te sale al encuentro”. Y entonces, mirando a aquella mujercilla que se retorcía y gritaba, que gritaba su carencia, una dramática petición de ayuda, al recordar las palabras del Gius cambió la posición de mi corazón y mi pensamiento. Ciertamente llorar me habría sentado bien, pero no fue eso lo que me tranquilizó: lo que me dio fuerzas para seguir con ella fue la conciencia de que allí el Misterio se me hacía Presencia, dentro de aquella situación, allí en aquella habitación. Y entonces me dije: “O soporto la circunstancia, o bien la vivo, la abrazo”.
Así, además de animarla, comencé a estar más atenta a sus reacciones a las dosis de fármacos que le suministraban. Tras unas pocas horas entró el médico con sus ayudantes que discutían como ayudar a esta señora, porque no conseguían acertar con la terapia. Y entonces encontré el valor de contar lo que había observado mirando las reacciones a las dosis de las medicinas y añadí que cuando se sentía animada y en compañía de alguien (aunque viniera a visitarme a mí), se calmaba: cierto que tenía necesidad de una terapia, pero también tenía necesidad de compañía.
Desde aquel momento cada dos o tres horas, cuando entraban a visitarla, me preguntaban cómo había pasado el rato después de una nueva dosis de medicamentos. Una doctora le preguntó al jefe de la unidad si yo era familiar de la paciente puesto que me tenían como punto de referencia para sus cuidados. El médico, con guasa, le respondió: “¡Está claro que no podemos darla de alta!: esta señora nos está siendo muy útil para entender cómo administrar esta terapia”. En ese momento les dije que también a mí debían preguntarme cómo lo estaba llevando, porque la situación era verdaderamente insostenible por mucho tiempo. El médico me aseguró que no tardarían en darme los resultados para que pudiera ser dada de alta. Esa tarde entró un enfermero en la habitación para decirme que, solo por una noche, podía dormir en una habitación individual para poder descansar. Entonces le pedí disculpas por la reacción que había tenido por la mañana, dado el fuerte cansancio, pero me dijo: “Señora, no hay nada de que excusarse y sepa que es la única que ha resistido”.
Cuando me dieron de alta una enfermera me agradeció la ayuda que les había prestado, porque no tocaba el timbre continuamente, sino que intentaba ayudar a la paciente como podía y me dijo: “Haga todo lo posible por no cambiar jamás de carácter, siga así”.
He querido contar esta experiencia porque para mí ha sido clarísimo: que no era por mi valor –que había conseguido vivir bien esa circunstancia, de una forma diferente a la de otras personas que habían permanecido en aquella habitación–, sino que era por la presencia de otro como el sufrimiento podía soportarse y se puede vivir. He podido constatar que si el Misterio vive dentro de la circunstancia la cambia, que antes de nada te cambia a ti: tú vives mejor la circunstancia y hace vivir mejor a quienes están llamados a vivirla contigo».
Es un ejemplo de la libertad en acción: no un yo bloqueado en el engranaje de las circunstancias, sino un yo que, al reconocer el Misterio, encuentra la posibilidad de la verdadera libertad. «Si el hombre quiere ser libre de todo lo que le rodea –decía don Giussani en el Meeting de 1983–, si quiere ser libre de todo lo que existe a su alrededor, debe ser dependiente de Dios. La dependencia de Dios es la libertad del hombre».
También nosotros, como esta señora, podemos hacer experiencia de la libertad en cada circunstancia porque hemos conocido a un hombre libre que nos ha enseñado a vivir todas las circunstancias en el único modo en el que no nos hacen pedazos: como reconocimiento del Misterio, es decir como hijos [44]. Nosotros somos testigos de aquel que ha vivido su vida y su enfermedad así y nos ha enseñado a mirar la positividad de la realidad en cualquier circunstancia. Siempre le estaremos agradecidos. El regalo más bello que le podemos ofrecer, en este primer Meeting sin él, es ser testimonio para todos los que nos encuentran de que la única posibilidad de libertad real es el reconocimiento del Misterio presente. Gracias, una vez más, don Giussani.
Julián Carrón, en espanol.clonline.org/
Notas
[1] Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, II Parte, cap. LVIII.
[2] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Ed. Sígueme, Salamanca, 2005, p. 200.
[3] P. Gilbert, «Libertá e impegno» en La Civiltá Cattolica, 3505 (1996) 147, p. 22.
[4] Cf. La síntesis de este pensamiento en J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, o. c., 204-211; P. Gilbert, «Libertá e impegno» en La Civiltá Cattolica 3505 (1996) 147, p. 17-20. Cf. también M. Borghesi, «La aparición de las nociones de tolerancia y libertad religiosa a partir de las guerras de religión y la Ilustración inglesa y francesa»: Revista Católica Internacional Communio 26 (2004) pp. 38-53; G. del Pozo, «Génesis y desarrollo de la doctrina de la Iglesia sobre la libertad religiosa a partir de la Revolución Francesa»: Communio 26 (2004) pp. 54-81.
[5] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, o. c., p. 210: «En la mentalidad dominante… “la ley y el orden” aparecen como lo contrario a la libertad. La institución, la tradición y la autoridad siguen apareciendo, como antes, como el polo opuesto a la libertad. Se refuerza el carácter anarquista del ansia de libertad, porque no satisfacen las formas de ordenamiento de la libertad comunitaria. No se cumplieron las grandes promesas, formuladas al comienzo de la Edad Moderna. La forma de ordenamiento democrático de la libertad no puede defenderse ya actualmente mediante el simple recurso de llevar a cabo tal o cual reforma de las leyes. El interrogante cuestiona los fundamentos mismos. Se trata de saber qué es el hombre y cómo puede vivir rectamente en cuanto individuo y en cuanto miembro de la sociedad».
[6] Un ejemplo moderno es J. P. Sartre. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, o. c., pp. 210-214: «Sartre ve la libertad del hombre como su condena. [...] El hombre no tiene ninguna otra naturaleza que su libertad. Debe vivir la vida de algún modo, pero en cualquier caso acaba en el vacío. Esta libertad sin un significado es el infierno del hombre. […] La libertad absolutamente anárquica –como determinación esencial del ser humano– se presenta, para quien intenta vivirla, no como la exaltación suprema de la existencia, sino como la vaciedad de la vida, como el vacío absoluto, como la definición de la perdición. En la extrapolación de un concepto radical de libertad, que para Sartre mismo fue experiencia de vida, resulta visible que la liberación de la verdad no produce la libertad pura, la reduce. La libertad anárquica, entendida de forma radical, no redime al hombre, sino que le hace una criatura fallida, un ser sin sentido».
[7] La misma que F.M. Dostoevskij, I Demoni, Garzanti, Milán 1990, p. 329. «Todo se había vuelto tan aburrido que no se podía desperdiciar una ocasión de diversión con tal de que fuese algo interesante». Delante de la escena de un joven suicida, uno de los presentes comenta: «¿Por qué todos han empezado a ahorcarse o a pegarse un tiro como si a todos les faltara el terreno bajo los pies?» (p. 348).
[8] A. J. Heschel, Il canto della libertá, Qiqajon, Magnano 1999, p. 55: «El hombre se hace cada vez más insípido, reducido, insignificante a sus mismos ojos. Sin el sentido de la significación última y del valor último de nuestra existencia, la libertad se torna una expresión vacía».
[9] «Es cierto, el hombre europeo está enfermo de nihilismo –escribe Giovanni Reale–. No del nihilismo total, que el mismo Nietzsche quería recuperar de algún modo, sino el que no reconoce ningún valor irreversible y que enmascara con una pátina dorada los antivalores: la ganancia, el poder, las diversas formas en las que la nada se disfraza». (G. Reale, citado en N. Tiliacos, «Los daños del nihilismo pasivo», en Il Foglio, 25 marzo 2004, p. 4.)
[10] Que la imagen completa de la libertad finita es la filiación lo había entendido bien Freud, quien plantea su teoría para resolver alternativamente el problema del Padre.
[11] L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 1998, p. 127. Cf. también R. Guardini, Persona e libertá, La Scuola, Brescia 1987, pp. 57-58: «La libertad no es un “problema”, es un dato real. La conciencia de ser libre no es fruto de una demostración, sino un resultado inmediato de la experiencia».
[12] C. Pavese, El oficio de vivir, Seix Barral, Barcelona 1992 p. 374.
[13] C. Pavese, El oficio de vivir, o. c., p. 198.
[14] Es lo que pedimos en la colecta de la semana XX del tiempo ordinario, amar a Dios “en cada cosa” y “sobre todas las cosas”: «Oh Dios que has preparado bienes inefables para los que te aman, infunde tu amor en nuestros corazones, para que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas que superan todo deseo», en Nuevo Misal del Vaticano II, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995, pp. 889-890.
[15] G. Leopardi, «Zibaldone», Pensamiento LXVIII, en Poesie e prose, Mondadori, Milán 1980, Vol. 2, p. 321.
[16] A. Del Noce, Carta a Rodolfo Quadrelli, inédito 1984.
[17] L. Giussani, El sentido de Dios y el hombre moderno, Encuentro, Madrid 2005, p. 19.
[18] Por ello el Concilio Vaticano II ha insistido en decir que el comportamiento que lleva al ateismo no es originario sino secundario (Gaudium et Spes 19-20). Ningún hombre nace originalmente ateo, llega a serlo eliminando algunos hechos de su experiencia humana. No es sin su libertad, auque el mismo Concilio valora muy cuidadosamente muchos otros hechos que pueden llevar a un hombre concreto a no saber reconocer en su vida la realidad como signo que evoca y abre al Misterio.
[19] Cf. R. Guardini, Persona e libertá, o. c., p. 101: «Tengo la experiencia de que soy libre cuando trato de pertenecerme; cuando experimento que actuando dependo de mí mismo, que el acto que realizo no pasa a través de mí como si de otra instancia dependiera, sino que surge de mí, y por lo tanto es mío en este sentido peculiar y en él soy mío». Cf. H. U. von Balthasar, Teodramática. II. Las personas del drama: El hombre en Dios, Encuentro, Madrid 1992, pp.175-309. No es esta la sede para demostrar la libertad contra los deterministas. Cf. A. Bausola, Libertá e responsabilitá, Vita y Pensiero, Milán 1995. Nos basta decir con C. Fabro, Il libro dell’esistenza e della libertá vagabonda, Piemme 2000, p. 282: «La primera certeza existencial es la libertad». Y con Bergson, que «la libertad es un hecho, y entre los sucesos que observamos, no hay ninguno que resulte tan claro».
[20] H. Arendt, Responsabilitá e giudizio, Einaudi, Turín 2004, p. 17: «Existe en nuestra sociedad un difuso miedo a juzgar… Tras el no querer juzgar se esconde la duda de que nadie sea libre, la duda de que nadie sea responsable o pueda responder de los actos que ha cometido. Por lo tanto, en cuanto alguien plantea el problema, incluso solo de paso, se encuentra enseguida frente a una tremenda falta de fe en sí mismo».
[21] La falta de juicio es un signo evidente de la degradación del yo, es decir, de la debilidad de su libertad, que no se arriesga, porque nada tiene el suficiente valor para mover la libertad. «Si me preguntáis cuál es el síntoma más general de esta anemia espiritual (de Europa), respondo con seguridad: la indiferencia hacia la verdad y hacia la mentira. Hoy, la propaganda demuestra lo que quiere, y la gente acepta más o menos lo que se le propone. Ciertamente, esta indiferencia enmascara más bien una fatiga y casi un desánimo en la facultad de juicio. Pero no se puede ejercer la facultad de juicio sin cierto compromiso interior. Quien juzga se compromete. El hombre moderno no se compromete porque no tiene nada con que comprometerse. […] El hombre moderno es siempre capaz de juzgar porque sigue siendo capaz de razonar. Pero su facultad de juzgar ya no funciona, como un automóvil sin gasolina. Al automóvil no le falta ninguna pieza; salvo la gasolina. Para muchos esta indiferencia hacia la verdad y la mentira es más cómica que trágica. Pero yo la encuentro trágica. Implica una terrible disponibilidad no sólo del espíritu, sino también de toda la persona, incluso de la persona física. Quien se dispone a abrirse indiferentemente ante la verdad y la falsedad está maduro para la tiranía. La pasión por la verdad coincide con la pasión por la libertad (G. Bernanos, Rivoluzione e libertá, Borla Ropero 1963, pp. 49-50).
[22] Cf. G.K. Chesterton, Ortodoxia, El Acantilado, Barcelona 2003.
[23] C. Péguy, El misterio de los santos inocentes, Encuentro, Madrid 1993, pp.54-55.
[24] L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, Encuentro, Madrid.
[25] H. Arendt, Qué es la filosofía de la existencia: «El que del dato –ya sea la realidad del mundo o la imprevisibilidad del otro hombre o el dato de hecho de que no me hice a mí mismo– se vuelve el trasfondo sobre el que se destaca la libertad del hombre, el material que inflama esta libertad. Que yo no pueda reducir lo real a lo pensable, he aquí el triunfo de la libertad posible. O, paradójicamente: sólo porque no me hice a mí mismo puedo ser libre; si me hubiese hecho solo, habría podido preverme y, de tal modo, habría perdido la libertad».
[26] Cf. A. Camus, Caligola, Bompiani 2000, acto I, escena IV. Los revolucionarios de Mayo decían en el ’68 en París: «Soyez réalistes, demandez l’impossible», sed realistas, pedid lo imposible.
[27] G. Bernanos, Rivoluzione e libertá, o. c., p. 16.
[28] M. Zambrano, El hombre y lo divino, Ed. Trabajo, Ropero 2001. Es impresionante escuchar a uno que ha sufrido lo indecible por la libertad: «La vida es la libertad y por ello morir es la anulación progresiva de la libertad: primero se aliena la conciencia y después se ofusca: los procesos de vida en un organismo cuando la conciencia se desvanece subsisten por algún tiempo, la circulación de la sangre, la respiración y el metabolismo continúan funcionando. Pero hay una inevitable retirada hacia la esclavitud: si se atenúa la conciencia, el fuego de la libertad se atenúa… La libertad consistente en la originalidad irrepetible, en la conciencia de un hombre está el fundamento de la potencia humana, pero la vida se trasforma en felicidad, libertad, valor supremo, sólo si el hombre existe como género, como persona, y no repetible por nadie… Sólo por esta condición podemos probar la felicidad de la libertad, cuando reconozcamos en los otros lo que hemos reconocido en nosotros mismos» (V. Grossman, Vita e destino, Jaca Book, Milán 1984, p. 551).
[29] Benedicto XVI en Radio Vaticana: «Fijaos en el Hijo Prodigo que consideraba aburrida su vida en la casa paterna: “¡Quiero vivir la vida a fondo, disfrutándola a fondo!”, y después se da cuenta de que su vida está vacía y que en realidad era libre y grande justo cuando vivía en casa de su padre».
[30] C. Péguy, El misterio de los santos inocentes, o. c., p. 14-15.
[31] L. Giussani, Tutte la terra desidera il Tuo volto, San Pablo, Cinisello Balsamo (Mi) 2000, p. 124.
[32] L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, p. 107. «La grandeza y la libertad del hombre proceden de la dependencia directa de Dios, condición para que el hombre se realice y se afirme. La primera condición para que brote el interés realmente humano es, pues, su dependencia de Dios» (L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, o. c. p. 108).
[33] L. Wittgenstein, Movimenti di pensiero. Diari 1930-32/1936-37, Macerata 1999, p. 85. Citado en M. Borghesi, “La nueva evangelización de la cultura”: Humanitas 34 (2004).
[34] C. Betocchi, Dal definitivo istante. Poesie scelte e inedite, BUR, Milán p. 146.
[35] R. Guardini, Persona e libertá, o. c., p. 113: «A quien se le acerca Dios da la definitiva plenitud y con ella la definitiva solución. Esto se realiza en el cristianismo».
[36] Guillermo de Saint Thierry, La contemplazione di Dio, Fabbri, Milán 1997, p. 62.
[37] Cf. Gaudium et Spes 22.
[38] C. Péguy, El misterio de los santos inocentes, o. c., pp. 49-50.
[39] L. Giussani, La libertá di Dio, Marietti, Génova 2005, p. 36.
[40] «La caridad genera la amistad, es como la madre. Es don de Dios, viene de Él, porque nosotros somos carnales, Él hace que nuestro deseo y nuestro amor comience en la carne. En nuestro corazón Dios inscribe hacia nuestros amigos un amor que si no pueden leerlo, nosotros lo podemos manifestar. Así nace un cariño, claramente un “affectus”, un apego profundo, inexplicable, que se ve en la experiencia y que fija a la amistad derechos y deberes» (san Bernardo).
[41] San Ambrosio, Ep 65,5: «Donde hay fe, hay libertad».
[42] H. Arendt, Sulla rivoluzione, Ediciones de Comunidad 1996, p. 31.
[43] «Laico, es decir cristiano», entrevista de A. Scola a L. Giussani, en 30Días, n. 3/1987; también: Quaderni, 11, Litterae Communionis, Milán 1988.
[44] Cf. H. U. von Balthasar, Teodramática. II. Las personas del drama: El hombre en Dios, o. c., pp. 268-292; A. Scola-G. Marengo-J. Prades, Antropología teológica: la persona humana. (Amateca, Tomo 15), Comercial Editora de Publicaciones, C.B., Valencia 2003, pp. 149-213
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