Su venida entre nosotros fortalece, hace firmes, da valor, hace exultar y florecer el desierto y la estepa, es decir, nuestra vida cuando se seca
Aunque algunos indicadores anuncian que comenzamos a salir de una crisis, sin embargo hay muchos que todavía la padecen en el día a día de sus vidas, sin trabajo, y sin horizontes para sacar adelante sus familias. En tantos lugares del planeta se vive el drama de las guerras y persecuciones, precisamente en este tiempo del Adviento que prepara para la buena noticia, la alegría de la Navidad. Ante los sufrimientos físicos y espirituales de tantas personas, heridas por la vida y huérfanos de alegría, ¿será bueno manifestar nuestra alegría, esa alegría del Adviento por la venida del Señor, y ofrecernos a compartirla con los demás?
Se lo preguntaba Benedicto XVI hace ocho años ante la inminencia de la Navidad “¿Cómo compartir con ellos la alegría sin faltarles al respeto por su sufrimiento?”. Y respondía: “La invitación a la alegría no es un mensaje alienante, ni un paliativo estéril, sino más bien una profecía de salvación, un llamamiento a un rescate que parte de la renovación interior” (Angelus, 17-XII-2006).
Dios viene a consolarnos. Su venida nos pide una conversión que nos lleve a salir de nosotros mismos, a prepararnos para ser capaces de verle y de acoger su salvación, que siempre tiene que ver con la apertura a los demás. Dios se nos da para que nos demos, y le ayudemos así a trasformar el mundo. Para ello hemos de despertar del posible sueño de la rutina y de la mediocridad, o abandonar la tristeza y el desaliento.
El Señor está cerca, dice San Pablo (Flp, 4, 4-5). ¿Cómo interpretar esa cercanía? Respondía el Papa Ratzinger en una ocasión similar, más adelante: “La ‘cercanía’ de Dios no es una cuestión de espacio y de tiempo, sino más bien una cuestión de amor: ¡el amor acerca! La próxima Navidad vendrá para recordarnos esta verdad fundamental de nuestra fe y, ante el Nacimiento, podremos gustar la alegría cristiana, contemplando en el recién nacido Jesús el rostro de Dios que por amor se hizo como nosotros” (Angelus, 14-XII-2008).
Y rezaba así al Dios, Padre nuestro, ante los niños romanos que, según una piadosa tradición, acuden el tercer domingo de adviento al Papa para que les bendiga las figuritas del Niño Jesús −los “Bambinelli”− que pondrán en sus belenes: “Abre nuestro corazón para que sepamos recibir a Jesús en la alegría, hacer siempre lo que él pide y verle en todos los que tienen necesidad de nuestro amor”.
Alegría cristiana significa apertura al amor y a la verdad. En la misma ocasión el año siguiente lo decía así Benedicto XVI: “La verdadera alegría: es sentir que un gran misterio, el misterio del amor de Dios, visita y colma nuestra existencia personal y comunitaria. Para alegrarnos, no sólo necesitamos cosas, sino también amor y verdad: necesitamos al Dios cercano que calienta nuestro corazón y responde a nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en el portal o en la cueva, es el centro de todo, es el corazón del mundo” (Angelus, 13-XII-2009).
La alegría del Adviento va unida a la esperanza cristiana, y por tanto, a la constancia y a la paciencia, a la “confianza operante”, pues se trata de unir la fe en Dios con el compromiso humano. Los cristianos sabemos que la felicidad solo se puede encontrar plenamente en la fidelidad a Dios: “El agricultor −observaba el Papa ahora emérito− no es fatalista, sino que es un modelo de esa mentalidad que une de manera equilibrada la fe y la razón, pues, por una parte, conoce las leyes de la naturaleza y cumple bien con su trabajo, y, por otra, confía en la Providencia, dado que algunas cosas fundamentales no dependen de él, sino que están en las manos de Dios. La paciencia y la constancia son precisamente síntesis entre el compromiso humano y la confianza en Dios” (Angelus, 12-XII-2010).
Un año después advertía contra una alegría superficial: “La verdadera alegría no es fruto del divertirse, entendido en el sentido etimológico de la palabra di-vertere, es decir desentenderse de los empeños de la vida y de sus responsabilidades”. Ciertamente que es importante el descanso, pero no hay verdadera alegría sin Dios. Por eso, “quien ha encontrado a Cristo en la propia vida, experimenta en el corazón una serenidad y una alegría que nadie ni ninguna situación pueden quitar”. Y evocaba la figura de San Agustín: “En su búsqueda de la verdad, de la paz, de la alegría, tras haber buscado en vano en múltiples cosas, concluye con la célebre frase de que el corazón del hombre está inquieto, no encuentra serenidad y paz hasta que no reposa en Dios (cf. Confesiones, I,1,1)”
Por tanto −concluía− “la verdadera alegría no es un simple estado de ánimo pasajero, ni algo que se logra con el propio esfuerzo, sino que es un don, nace del encuentro con la persona viva de Jesús, del hacerle espacio en nosotros, del acoger al Espíritu Santo que guía nuestra vida” (cf. 1 Ts 5,23) (Angelus, 11-XII-2011).
Por su parte, el Papa Francisco nos viene impulsando a manifestar la alegría del Evangelio, del anuncio y de la transmisión de la fe, del apostolado cristiano: “Pero la del Evangelio no es una alegría cualquiera. Se funda en saberse acogidos y amados por Dios. (…) Su venida entre nosotros fortalece, hace firmes, da valor, hace exultar y florecer el desierto y la estepa, es decir, nuestra vida cuando se seca. ¿Y cuándo se seca nuestra vida? Cuando está sin el agua de la Palabra de Dios y de su Espíritu de amor” (Angelus, 15-XII-2013)
Como consecuencia de ese don de la alegría cristiana −brillante en el Adviento como la estrella que conduce a Belén−, “por grandes que sean nuestras limitaciones y desvaríos, no se nos consiente dudar ni vacilar ante las dificultades y nuestras mismas debilidades. Al contrario, estamos invitados a fortalecer las manos, a afirmar las rodillas, a tener valor y no miedo, porque nuestro Dios nos muestra siempre la grandeza de su misericordia: (…) es un Dios que nos quiere tanto, que por eso está con nosotros, para ayudarnos, fortalecernos y seguir adelante. ¡Ánimo! ¡Siempre adelante! Gracias a su ayuda podemos recomenzar de nuevo” (Ibid.).
Bajo la protección de la Virgen de Guadalupe y pensando en tantos cristianos de América Latina que mantienen la esperanza en medio de sus sufrimientos y carencias, ha rezado el Papa americano para que ellos nos ayuden a elaborar “nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora” (Homilía 12-XII-2014)
En definitiva, la alegría que el cristiano está llamado a vivir y a testimoniar −subraya Francisco− es la que proviene de la cercanía de Dios, de su presencia en nuestra vida. Pero “no se trata solamente de una alegría esperada y prometida para el Cielo: aquí estamos tristes pero en el Paraíso estaremos alegres. ¡No! No es esta, sino una alegría real y experimentable ahora, porque Jesús mismo es nuestra alegría, y con Jesús la alegría está en casa” (Angelus, 14-XII-2014).
Así es la alegría cristiana. Un don que nos llama a despertar de la rutina y de la tristeza, para abrirnos al amor y a la verdad que nos constituye. Don que nos invita a la “confianza operante” −la fe con obras en lo pequeño y en lo grande− tan distinta de la alegría superficial (cf. Camino, n. 659, Surco, n. 95). Don que nos fortalece para ir siempre adelante y recomenzar, fuera cual fuera nuestra situación y nuestras dificultades. Alegría esperanzadora (cf. Rm 12, 12), alegría de casa, don del adviento.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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