Sólo una Persona responde todos los interrogantes humanos de todos los tiempos
Las eternas preguntas que se hace el hombre ante el dolor, la muerte, el más allá… etc., no aceptan el embuste, ni la conjetura, esperan respuestas existenciales
Mucho dará que hablar la segunda Encíclica de Benedicto XVI porque ha tocado una virtud que es brújula, mapa, alimento, compañía y guía del caminante: la esperanza. Y desde Adán y Eva la humanidad no ha cesado de caminar.
Ya tras la primera lectura de la Encíclica, se otea la perfecta conjunción que se da en el alma del Papa la fe y la razón, entre la Teología y la filosofía. Fe y la razón, al brotar de la misma fuente, la Sabiduría infinita, la Verdad absoluta, no se contraponen jamás. Como no puede manar de la misma fuente agua dulce y amarga a la vez. Son afirmaciones tan sencillas como verdaderas. Sin embargo, la constante búsqueda de la verdad por parte del hombre obtiene resultados desiguales. La fe es un don de Dios que contradice a la naturaleza racional del hombre. Justamente porque el hombre necesita confiar en las personas, se fía del Hacedor del universo que le escribe una preciosa página de amor divino con la propia creación, con la naturaleza. A su vez, la condición racional del hombre urge al hombre a profundizar sobre su Dios.
El clima en el que la razón busca la verdad no puede ser de sospecha y desconfianza, menos aún cuando se trata de encontrar el sentido de la vida. La reciente Encíclica del Papa es una bocanada de aire fresco para el caminante que fatigado puede albergar pensamientos inciertos. Cristo se hizo Caminante terreno para darnos la esperanza cierta de alcanzar la meta. “Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto”[1].
San Agustín, filósofo de Tagaste, escribía: “He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar”. El hombre engaña a otros hombres pero si pretende, como Caín, engañar a Dios pronto verá que no lo consigue. Nadie quiere dejarse engañar. El ansia de verdad es universal a la experiencia humana. La sed de conocer la verdad que tiene el hombre sólo se sacia con la posesión de ella, y ante ese deseo común nadie permanece indiferente. Ciertamente las verdades parciales, sin dejar de ser verdades y serlo, por tanto para todos, son limitadas y de ahí que no satisfagan su sed de absoluto que tiene el hombre. “Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza. Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esa certeza: Él lo hace”[2]. El hombre quiere poseer a Dios y no se conforma con menos.
El tortuoso camino de encontrar la verdad se le haría imposible al hombre si no se encontrara con una persona de la que fiarse. Quien pueda explicar la muerte y su sentido podrá dar razón de la vida y, en consecuencia, también del sentido de la Historia. De ahí que conocer qué sentido tiene la muerte se convierta en la pregunta más dramática y noble que pueda hacerse el hombre. ¿Quién soy?, ¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida?… etc., son preguntas de siempre.
Muchas ideologías, filosofías y religiones han hecho grandes aportaciones al hombre, dando soluciones −aunque nunca totales− a los interrogantes que han surgido a lo largo de la historia. Nos las encontramos en los escritos sagrados de Israel, “pero aparecen también en los Vedas y en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio y Lao-Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas épicos de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, depende la orientación que se dé a la existencia”[3].
No cabe la menor duda de que el sentido de la muerte sólo podrá explicarlo quien la venza. ¡Vencer la muerte! Ése ha sido el objetivo común de todo hombre desde que habita el planeta. Nadie pone en duda que el enigma de la muerte es la cuestión clave. Todos los hombres mueren, todos se llevan sus teorías al más allá pero ninguno ha regresado al más acá a decir si eran ciertas sus conjeturas o no. El Papa, en su reciente Encíclica, responde a estas cuestiones. Observa cómo la solución es la misma de hace veintiún siglos, cuando los primeros cristianos se enfrentaron, llenos de esperanza cristiana, con una sociedad y una cultura ahogadas en el escepticismo de entonces, el estoicismo. Subraya el Papa, con San Pablo, que la existencia cristiana “ante todo está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que resiste. Si hemos permanecido firmes sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquiera en la muerte”[4].
Las eternas preguntas que se hace el hombre ante el dolor, la muerte, el más allá… etc., no aceptan el embuste, ni la conjetura, esperan respuestas existenciales. Si no acabarán en el nihilismo, la depresión y la angustia. Sólo una Persona responde todos los interrogantes humanos de todos los tiempos. Una Persona; y no una filosofía, ni una ideología, ni una cultura: Jesucristo. No basta buscar; hace falta buscar para hallar la seguridad. Y la seguridad es Jesús que afirma: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Para el escepticismo y la desesperación no hay más solución que la fe en Cristo. Sólo Jesús revela el significado de nuestra existencia en el perdido misterio del universo, en el torbellino oscuro e imprevisible de la historia.
La respuesta ante el dolor la da Jesucristo. El sufrimiento es transformante como lo es la esperanza cristiana porque, si es encuentro con Cristo sufriente, se hace “preformativo” y nos identifica con Él. “Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”[5]. ¡Cuánto le costó al conocido filósofo y matemático francés Blas Pascal llegar al encuentro definitivo y gozoso con Cristo! Tras esa dicha, escribía con insuperable lucidez: “No solamente conocemos a Dios únicamente por medio de Jesucristo, sino que nos conocemos a nosotros mismos únicamente por medio de Jesucristo. No conocemos la vida, la muerte, si no es por medio de Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos qué es nuestra vida o nuestra muerte, quien Dios y quienes nosotros mismos. Por esto, sin la Escritura −que tiene por objeto sólo a Jesucristo−, no conocemos nada y no vemos más que oscuridad y confusión en la naturaleza de Dios y en nuestra naturaleza”[6]