Un Dios que se agacha para hacerse entender, se pone a nuestro nivel y se compromete con todos…
Esta historia es un continuo diálogo de Dios con el hombre, un Dios que se agacha para hacerse entender, se pone a nuestro nivel y se compromete con todos y cada uno de los que venimos a este mundo
Al llegar estas fiestas navideñas, no es infrecuente escuchar opiniones diversas acerca de lo que suponen para cada uno. Es bien cierto que toda persona está habilitada para expresar lo que le supone este tiempo. Sin embargo, me parece que no está de más recordar el porqué de la Navidad, aún cuando cada quien lo viva a su manera. Yendo a ese fondo se me ha ocurrido pensar el título que encabeza estas líneas. La Navidad, antes que nada, manifiesta el compromiso de Dios con el hombre. Toda la historia de la salvación es la historia de un gran amor, con un argumento bien sencillo: el Señor es fiel a su criatura siempre, aunque los humanos prevariquemos con bastante frecuencia.
Esta historia es un continuo diálogo de Dios con el hombre, un Dios que se agacha para hacerse entender, se pone a nuestro nivel y se compromete con todos y cada uno de los que venimos a este mundo. Lo ha hecho de mil maneras, pero, llegada la plenitud de los tiempos −así lo expresa san Pablo−, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, formulando de este modo que es el Dios verdadero que se hace uno de nosotros. Un padre de la Iglesia afirmó que Dios se hace hombre para que los hombres fuéramos dioses. Así es el vínculo máximo que Dios adquiere: toma nuestra naturaleza para que todos fuéramos, de un modo nuevo, hijos de Dios. Ese será el ADN del cristiano: ser hijos en el Hijo. Así se resume nuestra existencia.
Dios se ha hermanado de tal modo con los seres humanos, que el concilio Vaticano II hizo dos afirmaciones que lo expresan de modo admirable. Por un lado, asegura que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado, es decir, sólo en Cristo se explica el qué, el porqué, y el para qué de nuestras vidas. No al revés. Únicamente entendiendo a Jesús de Nazaret podemos comprender al hombre de modo íntegro. Otro modo de verlo es sustraerle una dimensión que lo desfigura y lo aminora en su dignidad. La otra aseveración del concilio es que, con su encarnación, Dios en cierto sentido se ha unido a todo hombre. Al menos en dos maneras: ha tomado nuestra naturaleza, se ha hecho uno de nosotros para hacer divinos todos los caminos de la tierra, y nos ha divinizado a todos dándonos esa maravillosa posibilidad de ser hijos de Dios, como afirma Juan evangelista.
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que Isaías habla del Dios de la verdad, expresión que literalmente significa el Dios del Amén, es decir el Dios fiel a sus promesas: no falla jamás, tampoco cuando nosotros no lo entendemos. ¡Qué pobre sería un Dios que cupiese en nuestras mentes! La Navidad −y luego, la Cruz− es la máxima expresión de la fidelidad divina, hasta anonadarse en una pequeña criatura, siendo como cualquier otro niño. Así nos da como una parte de su divinidad a un precio incluso más costoso que su misma pasión o, más bien, la causa de la misma. Me refiero a aquella enigmática frase de san Pablo: a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él. En un desbordamiento de amor, ha hecho propios los pecados de la humanidad de todos los tiempos.
Ahí reside la raíz del compromiso del hombre: no sólo por la Creación, sino también por esa recreación que Dios realiza para nosotros por medio de su encarnación, nacimiento y de su vida entre nosotros hasta su muerte y resurrección. La Navidad nos invita amablemente a vincular nuestras vidas con el amor que Dios nos tiene. En la obra de Tomás Baviera “Pensar con Chesterton”, se lee algo sobre la libertad tan certero como cautivador: las propuestas modernas −dice− se apoyan en un concepto de libertad que pretende la plena autonomía y rechaza todo lo que pueda percibirse como limitación. Hoy en día −sigue− más que nunca se reivindica una libertad sin límites en su actuar. Y añade que Chesterton percibió ya que “el mayor anhelo de las utopías modernas consiste en la disolución de todas las ligaduras especiales”.
Y no es que Chesterton −como cualquier cristiano ejerciente− no amara la libertad, sino que la entiende como la capacidad de amar el compromiso: “nunca pude concebir o admitir una utopía que no me dejase la libertad que yo más estimo: la de obligarme”. Está entendiendo la libertad como capacidad de compromiso. El Nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre entraña un compromiso liberador, el de esa libertad que nace para darse, para comprometerse con Dios y con el hombre, en definitiva, capaz de obrar por amor como ha hecho el mismo Dios. Naturalmente, ese modo de concebir la libertad no quita posibilidades al hombre para obrar de otro modo. Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. Finalizo con Chesterton: para que el hombre pueda amar a Dios, no basta con que haya un Dios amable, sino que haya también un hombre amante.