El pensamiento de la segunda venida de Cristo es fuente de esperanza para los cristianos. Diciembre es un mes para prepararse también al recuerdo de su primera venida a la tierra, en la Navidad
El inicio del nuevo año litúrgico, en el que esperamos tantas gracias de Dios, continuación de las muchas que nos ha regalado en los meses pasados, ¡y siempre!, da pie al Prelado del Opus Dei para iniciar su Carta pastoral, sugiriendo aumentar a diario nuestros deseos de ser muy fieles al camino para alcanzar la felicidad, y también el afán de convertirnos cotidianamente para identificarnos más con Jesucristo, y sugiere que se trata de un buen momento para repetir con frecuencia y profundo convencimiento las palabras que el Beato Álvaro del Portillo repetía habitualmente como jaculatoria: Gracias, perdón, ayúdame más, por lo que anima a incrementar las acciones de gracias, a la vez que recurrimos con mayor confianza a la misericordia divina, pidiendo indulgencia por nuestros pecados y por los de toda la humanidad, sin dejar de seguir impetrando la protección del Cielo para la Iglesia, para esta partecica de la Iglesia que es la Obra, para cada uno de nosotros, para el mundo entero.
Recuerda Mons. Javier Echevarría la invitación de la liturgia en las primeras semanas del Adviento, que invita a considerar la venida de Cristo al final de los tiempos, y se refiere a las realidades últimas que acaecerán con la venida gloriosa de Nuestro Señor, que San Pablo enumera en su primera Carta a los Corintios (15, 22-28), cuya meditación de esta verdad de nuestra fe nos colmará de esperanza, de fortaleza y de consuelo, precisamente cuando experimentemos los límites de nuestra actual condición humana, desde la enfermedad y la misma muerte, hasta las contrariedades del peregrinar terreno o nuestras miserias personales y las de todos los hombres y mujeres, concluyendo que no faltarán las aparentes victorias del mal en esta tierra −¡sólo aparentes!−, que no nos pueden desanimar si nos anclamos firmemente en la esperanza teologal. Dios, que es justo y misericordioso, no se olvida de sus hijos, aunque dilate los premios y castigos.
Después de referirse a un texto de San Agustín, que concluye: “Odiemos el pecado, y amemos al que ha de venir a castigar el pecado. Él vendrá, lo queramos o no; el hecho de que no venga ahora no significa que no haya de venir más tarde. Vendrá, y no sabemos cuándo; pero, si nos halla preparados, en nada nos perjudica esta ignorancia”, afirma que el retorno de Cristo no debe causar miedo o preocupación al hombre o a la mujer de fe. Al contrario, ha de constituir un acicate para realizar obras buenas, de ordinario sin llamar la atención. Basta ser y conducirse como cristianos, a toda hora, para colaborar con Él en la extensión de su reino, que ahora crece de manera oculta, hasta que se manifieste en su plenitud al final de los tiempos, y cita algo que San Josemaría recordaba frecuentemente: “Tenemos una gran tarea por delante. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el retorno del Señor (...) no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (1 Cor 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar hasta el fin”.
Después de mencionar algunas ideas referentes a las limitaciones personales propias de cada uno, cita el Prelado una reflexión de San Josemaría, durante la persecución religiosa en España, privado de la posibilidad de ejercer libremente el ministerio sacerdotal, reducido −cabría decir− a una inactividad exterior casi absoluta, en compañía de un pequeño grupo de fieles de la Obra, y también unas palabras, en este sentido, del papa Francisco durante una reciente Audiencia general: “estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día (...). En tu casa, por la calle, en el trabajo, en la iglesia, en ese momento y en tu estado de vida, se abrió el camino hacia la santidad. No os desalentéis al ir por esta senda. Es precisamente Dios quien nos da la gracia. Sólo esto pide el Señor: que estemos en comunión con Él y al servicio de los hermanos”, por lo que el Prelado sugiere sacar consecuencias personales de esta realidad. Desde la cama de un hospital, en las tareas domésticas de la propia casa, en medio del trabajo más absorbente, en el silencio de un laboratorio o de los campos, en cualquier lugar, con el espíritu del Opus Dei, si unimos todo eso a Nuestro Señor, estamos colaborando activamente con Él en la extensión de su reino en la tierra, y preparando ese advenimiento glorioso que nos colmará de felicidad.
Después de recordar que tenemos ya en el Cielo a una inmensa muchedumbre de bienaventurados de la Obra, que habitan en la gloria, así como tantas y tantos a quienes tratamos en la tierra, asegura que por la misericordia de Dios,ahí estaremos también cada una y cada uno de nosotros, si somos fieles a nuestra llamada, y de referirse a la preparación para la Navidad, que nos coloca ante el misterio de la encarnación del Hijo de Dios (…) para que lleguemos a la plena comunión de alegría y de paz con Él, advierte de alejar el pesimismo, si alguna vez se presenta, al contemplar que, en ocasiones, el mal parece triunfar sobre el bien, tanto dentro de nosotros mismos como en la sociedad, pues la venida gloriosa de Cristo pondrá fin a todas las injusticias y pecados, pero consideremos seriamente que ya ahora el Señor nos convoca para que le ayudemos a transmitir a otras almas los frutos de la redención.
Una invitación del Prelado: En los días que se acercan, poblaciones de casi todos los países se desean paz y felicidad. Asumamos una vez más el cántico que resonó en la primera Navidad: gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace. Entonces lo entonaron los ángeles, ahora nos corresponde a nosotros, los cristianos, cantarlo con el buen ejemplo y con nuestras palabras de misericordia y de perdón, con nuestro apostolado constante, y una petición: Pidamos a Dios que la violencia sea vencida con la fuerza del amor, en todos los órdenes de la existencia. Que los deseos de bondad y de amor que la gente se intercambia en estos días penetren realmente en todos los ambientes de la vida cotidiana. Un ruego que elevamos al Cielo acudiendo a la mediación materna de María Santísima, recurriendo también a la intercesión de san José, de san Josemaría y de todos los santos. A ellos y a todos vosotros os pido que os unáis a mi incesante oración por la Iglesia y el Papa, por la Obra y cada uno de sus fieles y cooperadores, por el mundo entero.
Quiero terminar −concluye− impulsándoos a saborear el Christus natus est nobis de la liturgia: Cristo ha nacido para nosotros. ¡Cuánto nos ama Dios, que quiere que vivamos continuamente en Él! Pedid a la Sagrada Familia por mis intenciones.