El papa Francisco, en su empeño por transmitir un poco de esperanza a la “abuela” Europa, le animó a no tener miedo, a luchar, a levantarse de su postración
“Deseo enviar a todos los ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento”. Así quiso manifestar el papa Francisco sus disposiciones al comenzar el discurso al Parlamento Europeo el pasado día 25 de noviembre. ¿A “quien” se dirigía? A una entidad política algo envejecida, que, sin embargo, parecía mantener su ambicioso proyecto político.
“Desde muchas partes se recibe una impresión general de cansancio, de envejecimiento, de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes ideales que han inspirado a Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en favor de los tecnicismos burocráticos de sus instituciones”.
“En el centro de este ambicioso proyecto político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad transcendente”.
Esa dignidad transcendente de la persona es parte de las raíces cristianas de Europa; y podemos preguntarnos: ¿Qué entiende el hombre medio europeo por ese transcendente? Acostumbrado como está a oír hablar de la transcendencia en cualquier ámbito, y de cualquier manera, esa palabra se ha convertido ya en un término abstracto que no dice nada a nadie.
Sin una clara referencia a Dios, y a Nuestro Señor Jesucristo, la transcendencia nada dice al hombre occidental. Lo recordó Juan Pablo II, en una ocasión semejante al discurso de Francisco:
“El mensaje de la Iglesia se refiere a Dios y al destino último del hombre, cuestiones que al más alto nivel han impregnado la cultura europea”.
“Distinguidos damas y caballeros, en este solemne lugar no puedo sino reafirmar la profunda preocupación de la Iglesia por todo lo que se relaciona con los derechos y libertades del hombre. El compromiso de la Iglesia en este campo corresponde completamente a su misión moral y religiosa. La Iglesia defiende vigorosamente los derechos humanos, porque los considera una parte necesaria del reconocimiento que ha de darse a la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios y redimida por Cristo” (Juan Pablo II, Discurso a la Comisión y al Tribunal europeo de Derechos humanos, 8-X-1988).
El papa Francisco puso en guardia a los oyentes del Parlamento europeo ante una deforme y mala −no solo equivocada− visión de la persona, con estas palabras:
“El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que −lamentablemente lo percibimos a menudo−, cuando la vida ya no sirve a dichos mecanismos se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer”.
Juan Pablo II les recordó que para defender la dignidad de la persona han de reconocer que ellos no tienen la última palabra, y tampoco la tiene, para todas las cuestiones, la mayoría. La ley de Dios, la ley natural está por encima de ellos.
“Los Gobiernos que respetan el dominio de la ley reconocen, en efecto, un límite a sus poderes y a la esfera de sus intereses. Porque tales Gobiernos reconocen que ellos mismos están sujetos a la ley y no por encima de ella, pueden, efectivamente, reconocer la inviolabilidad legítima de la esfera privada en la vida de sus ciudadanos y defenderla contra cualquier constreñimiento exterior” (Juan Pablo II, ídem.)
El papa Francisco, en su empeño por transmitir un poco de esperanza a la “abuela” Europa, le animó a no tener miedo, a luchar, a levantarse de su postración:
“Ha llegado el momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobe sí misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también la fe. La Europa que contempla el cielo y persigue ideales; la Europa que mira y defiende y tutela al hombre; la Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para toda la humanidad”.
En 1988 Europa era una entidad, un proyecto “agonizante”, como si hubiera perdido toda su fuerza después del derrumbamiento del muro de Berlín. Hoy es ya un cuerpo “moribundo”, y a los moribundos sólo los puede resucitar un Dios que nada tenga que ver con la “Transcendental existencia”, a lo Rahner; sino Dios Padre que se manifiesta en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y Resucitado. Ya lo reconocieron dos personajes del Ulises de Joyce, cuando admitieron que en Europa, hablar de Fe en Dios, es hablar de Fe en Cristo, Dios y hombre verdadero.
Hombres movidos por esa Fe harán nacer una nueva Europa, sostenidos por las perennes palabras de la Iglesia:
“En una palabra, la Iglesia es la aliada de todos aquellos que defienden las auténticas libertades humanas. Pues la libertad es inseparable de la Verdad que todo hombre busca y que le hacer verdaderamente libre. Con palabras del Evangelio de San Juan: “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan Pablo II, ídem.)
Unas palabras de llamada a la Verdad, al Evangelio, a Cristo, que en noviembre apenas si oyeron con esa claridad los parlamentarios europeos.
Ernesto Juliá
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