Hay necesidades humanas muy profundas cuya satisfacción puede llegar a crear verdaderas obras de arte
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Necesidades humanas muy profundas cuya satisfacción puede llegar a crear verdaderas obras de arte
Me impactó el comentario incidental de Christel Fricke, una magnífica filósofa alemana que enseña en la Universidad de Oslo: “Me gusta el lujo, pero no lo necesito”. Era una deliciosa tarde primaveral, mientras tomábamos una copa de vino blanco en una terraza del Parque Yamaguchi en amable conversación con la profesora chilena Alejandra Carrasco. No recuerdo el contenido de aquella conversación en la que despedía a las dos colegas invitadas, pero tomé nota del comentario porque me pareció que reflejaba bien la grata situación y, además, expresaba de una manera sencilla algo muy profundo de los seres humanos.
Venía esto a mi memoria —quizás como en contraste— en una reciente comida en lujoso restaurante de Pamplona con un compañero de la adolescencia con quien no hablaba desde hacía cuarenta años. Estábamos ambos emocionados por el reencuentro y más interesados en contarnos nuestras vidas que en la excelente comida que nos sirvieron. El prestigioso restaurador —como ahora se les llama a quienes llevan esos establecimientos afamados— acudía a nuestra mesa a explicarnos los detalles de cómo se habían preparado los deliciosos platos que comíamos, pero lo que realmente atraía nuestra atención era el escucharnos mutuamente. Para mí lo mejor de una comida es siempre la conversación.
Comer con un poco de hambre es un placer, morir de hambre una tortura, comer sin hambre una desgracia. La gastronomía aspira a multiplicar ese placer mediante la sofisticación y el refinamiento dándonos a probar alimentos exquisitos o cuidadosamente cocinados. Como Babette en el banquete a los puritanos daneses que relata maravillosamente Isak Dinesen. La cocinera francesa invierte todos sus ahorros en una espléndida comida que devuelve el calor al espíritu de aquellos que la habían acogido y que culmina con discursos y abrazos emocionados.
“Quien come solo muere solo” dice un sobrio proverbio kikuyu. No me gusta a mí comer, ni menos aun comer solo. La filósofa británica Susan Haack me contó que en su adolescencia llegó a pensar que comer era una penosa función fisiológica que había que asumir inevitablemente y que no requería particular atención. Hasta que a los 16 años estuvo un verano como au pair en Normandía y descubrió allí que la familia francesa que la acogía dedicaba una hora al mediodía a comer y otra hora por la noche a cenar cosas exquisitas aunque fuesen sencillas. Y además durante esos ratos —recordaba— solían hablar casi siempre de comidas. Para ella, acostumbrada a las insípidas comidas inglesas tantas veces en silencio, aquello fue todo un descubrimiento.
La amable conversación hace más gratas las comidas. Hace años en el babero que se ponía a los niños en España a la hora de comer figuraba a veces el letrero “Come y calla”. Ahora habría quizá que poner a todos uno de “Come y habla” o —todavía suena mejor— “Come y charla”: así se apagarían las televisiones, se desconectarían los auriculares, los teléfonos móviles y todos los demás interruptores para poder disfrutar de la conversación a la hora de comer. No basta con eliminar los ruidos que distraen, sino que además es preciso, como saben hacer los buenos anfitriones, acertar en la disposición de los comensales en la mesa de modo que la conversación resulte más fácil y fluida, sin molestos conflictos ni silencios embarazosos.
Comer es necesario, comer con otros es una expresión de nuestra socialidad, escucharnos unos a otros también. No son un lujo, son necesidades humanas muy profundas cuya satisfacción puede llegar a crear verdaderas obras de arte.