«En una sociedad podrida de odio, donde sentirse ofendido es un derecho adquirido y victimizarse es ya una manera oficial de empoderarse, todos buscaríamos justicia saturando la atmósfera de maldiciones y lamentos»
Pisó el acelerador. Bastó un instante para atornillar una vida anónima al dolor que conlleva llevarse sin querer otra por delante. Un pequeño cuerpo, una fragancia de cinco años, enmudecía para siempre. Ante la pérdida antinatural que supone para unos padres ver marchar trágica e inesperadamente a su hija, hay un espectro de posibilidades, todas legítimas, que nacen en lo más profundo de la naturaleza humana. En una sociedad podrida de odio, donde sentirse ofendido es un derecho adquirido y victimizarse es ya una manera oficial de empoderarse, todos buscaríamos justicia saturando la atmósfera de maldiciones y lamentos. Buscaríamos un culpable en el que vomitar todo el desgarro que produce el enorme dolor y desearíamos ver las llamas de la hoguera bien altas, para que el olor a reo quemado llegara a todos los confines de la tierra.
Reclamaríamos reparación y justicia, castigo y condena. Culparíamos a Dios y todo el santoral de nuestra desdicha. Nos veríamos incapaces de dar un solo paso sin escupir la furia que nace de un alma rota de dolor y de angustia. Agitaríamos el debate de la seguridad vial con la fuerza de un tsunami destructivo y sobre todo, buscaríamos la condena y cancelación inmediata de quien pisó el acelerador pensando que retrocedía.
Seríamos implacables en la ira, brutales en el combate y feroces en la palabra. No habría bálsamo para la herida, que se abriría infinita, más allá de lo explicable.
Pero en vez de todo esto, la abrazaron. Contra todo pronóstico, y dando una lección tan necesaria como impredecible, perdonaron a esa mujer, que rota de dolor, simplemente se había equivocado. En estos tiempos, donde el perdón se reclama desde la ideología para retorcerlo en interés propio, llegó una absolución sincera, limpia, producto de una verdadera revolución de amor que da un cambio de giro a la maltrecha esperanza en la actual condición humana. Floreció un humanismo que creíamos extinto, defenestrado por la soflama en el discurso y la flema en la palabra. Los padres de la niña atropellada, escribieron una carta que, como la lista de Schindler, era el bien absoluto. Una misiva llena de absolución, reencuentro y esperanza. Nos dieron una lección en la que han demostrado como es posible conjugar el dolor más insoportable con la capacidad de dar sentido a la adversidad de perder lo más querido. Los padres de María, la niña atropellada en la puerta de un colegio, han resucitado el verdadero sentido del perdón como una de la más altas cotas de redención humana. Nos han recordado a todos, que en la inmensa incertidumbre en la que navegamos cada día, está la posibilidad de la catástrofe, que la seguridad es una utopía bancaria y que la ira es en realidad, una libre elección ante el percance. Pero sobre todo, que dentro del núcleo del dolor, está escondida, casi imperceptible, la grandeza del perdón y la resilencia. La carta que el matrimonio firmó días después de ver partir con mucha antelación la vida de su hija, va mucho más allá de los límites que la conforman, pues independientemente de la fuerte carga religiosa, es toda un documento inédito en estos tiempos donde el perdón es una reliquia y la fuerza psicológica casi una pieza de museo tras un cristal blindado. No es un indulto político, no es un tweet pedante ni un titular demagogo.
Tampoco es un relato sectario, ni un texto combativo ni un manifiesto victimista. Es la carta de unos padres encerrados en la cueva del dolor, que renuncian a la rabia y a la ira. A pedir justicia terrenal, al linchamiento mediático, al titular sensacionalista, a la caza de brujas, al agrio vocerío. Unos padres que huyen de la revancha y del patíbulo para dar una lección inesperada: La de abrazar, perdonar y redimir a quien en un instante, sin quererlo, sin saberlo, sin buscarlo, para siempre, les cambiaría la vida. Ahora, para conciliar el sueño, duermen junto a un elefante de peluche que seguramente y durante mucho tiempo, desprenda el olor de su hija. Rezan en silencio. Lamen sus heridas con humildad y paciencia, convencidos de que María, sonríe al verles desde allí y llevarán siempre en la piel, los inolvidables cinco años que les ha dado esta parte de la vida.
Y es que, en el perdón más difícil, en el trago más amargo, está la esencia de la gloria y la verdadera valentía.