Se me ha pedido hablar acerca del amor humano. Intentaré explicar brevemente qué podemos entender por este término. Por amor se entiende -así lo han explicado los clásicos- el movimiento del apetito al bien. En su sentido amplio abarca, en consecuencia, tanto el apetito sensible, el apetito animal, como el apetecer de los entes intelectuales: e incluso más, se puede ampliar el término para significar esa tendencia de la naturaleza de las cosas inanimadas o carentes de todo tipo de conocimiento hacia el reposo correspondiente al orden de su propia entidad. Así como una piedra tiende a caer cuando la suelto, es decir, tiende a la quietud que le corresponde al estar sobre suelo firme, de la misma manera los entes que tienen conocimiento tienden a alcanzar, según el modo como lo conocen, el reposo que les corresponde según su propia naturaleza.
El amor sensible, en consecuencia, es el del animal, es la tendencia a poseer, a identificarse con el bien que presentan los sentidos. El amor intelectual es la tendencia a poseer y a identificarse con el bien conocido por la inteligencia. ¿Cuál es la diferencia fundamental entre estos dos modos de hacerse presente el bien? Los sentidos, sabemos, nos hacen presente lo que aparece; la inteligencia nos hace presente lo que es. Es para uno la apariencia su objeto, para el otro la esencia. Y es precisamente esta diferencia lo que nos está manifestando la dimensión respectiva de uno y otro apetito, y con ello las limitaciones propias del sensible.
El animal, por su naturaleza, está limitado a tender a esos bienes que están en su circunstancia, en el sentido estricto de la palabra, lo que está alrededor, ese alrededor fijado por los límites a los cuales alcanzan los sentidos. El ente intelectual puede alcanzar, en cambio, no sólo su estricta circunstancia, sino todo lo que es, teniendo de este modo una dimensión no solamente cognoscitiva, sino también apetitiva, de orden universal, cosa absolutamente imposible para el simple animal.
En el hombre tenemos ambos amores, ambos quereres. Tiene el amor sensible, el amor tendiente a procurar el bien que nos presentan los sentidos, amor necesario para su subsistencia y para su vivir de animal, y también tiene ante sí los objetos amables que le presenta la inteligencia, no constituyendo ambos dos mundos aparte, sino siendo facultades de un ente, de una naturaleza, necesariamente compenetradas y ordenadas entre sí.
Cuando se trata de explicar de que modo se da el amor en el hombre, se establece una división que es clásica, explicada clarísimamente por Aristóteles y por los que lo han comentado y seguido: la división entre amor de mistad o de benevolencia y amor de concupiscencia. El amor de amistad, dice Tomás de Aquino (Summa Theol. I, 60, 3 e), tiene como objeto un bien subsistente, y por el amor de concupiscencia se tiende a un bien accidental o inherente. Es decir, por el amor de amistad apetezco el ser de lo que subsiste, amo en primer lugar mi propio ser, mi propia subsistencia, y amo todo aquello con lo cual mi entidad tiene una relación de semejanza o de proporci6n, y que por consiguiente puede ser apetecido de la misma manera, o de manera análoga, como yo apetezco mi propio ser. En cambio, por el amor de concupiscencia lo que se ama es lo que pertenece a uno, lo que es necesario para algo. Lo cual significa que si amar es desear el bien de alguien, esto supone dos aspectos: hay un amor que tiene como objeto ese alguien para quien se quiere el bien, y hay el amor del bien que se quiere para ese alguien. En el primer caso tenemos el amor de amistad, y en el segundo el amor de concupiscencia. Si bien se observa, es impasible que el amor de concupiscencia exista si no existe el amor de amistad, porque siempre aquél recae sobre algún objeto que es de o para algo o alguien, de tal modo que supone por lo menos ese amor de sí mismo que es natural en todo ente. Aun en el caso más extremo de un amor egoísta, de carencia de amor de amistad por otros, aún en tal caso la concupiscencia, el deseo del disfrute y deleite de los bienes poseídos, tiene su razón de ser en el amor natural por la propia subsistencia, amor que puede sufrir deformaci6n, pero que no puede desaparecer.
No puede haber amor si entre el amante y el amado no hay una relaci6n de proporción, no hay una cierta unidad. Por esto, el amor más natural, primero en cierto sentido, es el amor de sí mismo, porque aquí lo que se da es una unidad substancial. En el amor de amistad entre diversos sujetos, lo que funda este amor, en cambio, no es una unidad substancial, sino una unidad de semejanza, una participación común. Al amar el bien del otro, al amar al otro, estoy amando en realidad la naturaleza humana, en cuanto que yo de ella participo, tal como se realiza en él. Al amar al amigo estoy, mediante las obras de amor, descubriendo progresivamente y participando, en cierto sentido, de la humanidad de la persona del amigo. Es por esto por lo cual no se puede amar propiamente, en un sentido de amistad, a un animal o a cualquier ente inferior: no hay esa comunicación entitativa, esa c0mún participación en la naturaleza que puede fundar la realidad del amor. En cambio, puedo amar con amor de amistad lo que es superior a mi naturaleza, pues tal superioridad supone la presencia de mi perfección natural trascendida analógicamente. Cuando Tomás de Aquino trata de la relación de semejan a en que se funda el amo para explicar en función de esta perspectiva la diferencia entre el amor de amistad y el amor de concupiscencia, dice algo que ilumina con especial claridad este tema: "La semejanza, propiamente hablando, es causa del amor. Pero se ha de notar que la semejanza puede entenderse de dos maneras: una, cuando ambos poseen lo mismo en acto; tal como dos que tienen blancura se dicen semejantes. Otra, cuando uno tiene en potencia y en alguna inclinación lo que otro tiene en acto: como si decimos que el cuerpo pesado que está fuera de su lugar tiene semejanza con el cuerpo pesado que está· en el suyo. O también en cuanto que la potencia tiene semejanza con el mismo acto: puesto que el acto está de algún modo en la misma potencia. El primer modo de semejanza, causa el amor de amistad, o de benevolencia. Por lo mismo, en efecto, que dos son semejantes en cuanto tienen una forma, son de algún modo uno en aquella forma, tal como dos hombres son uno en la especie humanidad, y dos cosas blancas en la blancura. Y por tanto el afecto de uno tiende al otro como a lo que es uno consigo mismo; y quiere para él el bien como para sí. Pero el segundo modo de semejanza causa el amor de concupiscencia, o la amistad de lo útil y deleitable. Pues en cada existente en potencia, en cuanto tal, hay el apetito de su acto, y si tiene sentido y conocimiento,· se deleita en su consecución'' ( Summa Theol. 1-11, 27, 3 c.).
Si consideramos en su sentido propio el amor de amistad, se descubre que no puede darse sino en los entes intelectuales, es decir que el amor de amistad es· propiamente un amor intelectual, un amor de un objeto que presenta la inteligencia y que no pueden presentar los sentidos. Digo en sentido propio, porque en los animales hay una cierta semejanza analógica del amor de amistad: cuando la hembra, por ejemplo, protege a sus cachorros, hay allí un amor natural, un apetecer el bien de la especie, el bien de la naturaleza que se ha comunicado a los cachorros, tendencia que lleva incluso al desprecio, en casos extremos, de la propia subsistencia individual. Propiamente, sin embargo, no se da el amor de amistad en los animales, porque no se les hace presente el objeto como tal de una trianera distinta, determinando formalmente el acto del querer. En el orden del conocimiento sensible, lo substancial es objeto per acciidens, nunca percibido formalmente. Lo que los sentidos hacen presente al sujeto es solamente, decía antes, lo que aparece, el fenómeno; los sentidos no conocen. lo que es. Hay una cierta percepción indirecta de lo que sustenta el 09njunto de fenómenos dándoles unidad, y de hecho el animal se comporta frente a los que los sentidos le presentan tomando en cuenta las unidades substanciales, pero sin que éstas determinen su conducta en razón de lo que son.
En el hombre, unión de espíritu y de materia, animal racional, necesariamente han de darse, y formalmente, propiamente, ambos amores, amor de amistad y amor de concupiscencia. El amor de amistad puro, sin el amor de concupiscencia -amar a un amigo sin desearle el bien suyo-, es un falso amor. De la misma manera, amar a una persona tal como se desearía una cosa útil es también un falso amor. Tanto si se da uno sin el otro, el amor de amistad sin el de concupiscencia, como si se da éste teniendo en cuenta solamente la perspectiva egoísta del bien propio, ignorando el bien substancial del otro, en ambos casos el amor se desvirtúa, se tuerce, desaparece. En el hombre han de darse necesariamente ambos amores, y según un orden. ¿Cuál es este orden del amor en el hombre? Es la primacía del amor de amistad sobre el amor de concupiscencia, pues éste adquiere sentido en su subordinación a aquél, que, continuamente rectificado por las virtudes de la voluntad, fija el sentido a la existencia concreta; paralelamente, la amistad se realiza en obras, y éstas consisten en procurar -amor de concupiscencia- el bien real del amado. Si bien, según hemos visto antes, no puede existir, en absoluto, un amor de concupiscencia que no suponga: un amor de amistad, éste, para fundar el orden y para mantener su identidad, debe ser recto, es decir, determinado por el verdadero bien. Si el egoísta busca al otro movido por el único interés de satisfacer sus necesidades o sus caprichos individuales, ahí subyace por cierto el amor de sí mismo, pero la concupiscencia se desenfrena precisamente por hallarse éste deformado: si se amara a sí mismo en razón de su verdadero bien, de lo que en él es más amable, la perfección de su naturaleza, también amaría esa perfección en el otro, pues es la misma por semejanza.
Si el amor humano es esta. relaci6n ordenada de amor de amistad y amor de concupiscencia, podemos descubrir fácilmente que la realizaci6n suya más completa se da en el amor conyugal. En la unión de hombre y mujer, en efecto, hay algo en lo cual ambos son perfectamente uno: la naturaleza, que es una en el orden de la generación, actúa mediante dos individuos. Así, esta unión es la identificación plena del hombre y de la mujer, pues se constituyen en partes complementarias de una naturaleza generante. Ahora bien, si esto está planteado así por la naturaleza humana en cuanto que es animal, debe ser asumido por el hombre -como tal, ya que si no ocurre de esta manera, si no es asumida esta unión íntima en el orden corporal por el orden espiritual del hombre y de la mujer, queda aquélla radicalmente frustrada, queda mostrándose en herida abierta su carácter inacabado, lo cual se resuelve en la desolación interior producida por la contigüidad física perfecta a la cual falta la comunicación de alma y de afecto, la "unión de afectos y de ánimos" como la llama Tomás de Aquino. No hay, pues, propiamente amor si el deseo del otro no es asumido en un amor de amistad, que es amor. de la naturaleza humana personificada en el otro y comunicada: mediante la unión carnal ordenada a la generación.
Cuando se habla de la uni6n de espíritus y de la unión de cuerpos entre el hombre y la mujer, es frecuente que s intente explicar la relación entre ambas dimensiones del amor en términos de una cierta sublimación de la unión carnal en la unión espiritual como si aquélla pudiera por su propia virtualidad convertirse, trascender a un orden superior. Esto es imposible, y por consiguiente la explicaci6n es radicalmente falsa, es confundir y desordenar lo propio de la unión conyugal. No puede haber sublimación de lo material en lo espiritual. Lo propio de lo corpóreo es mantenerse en su naturaleza, perdurando en ella en la medida de sus posibilidades; lo material nunca puede espiritualizarse, su destino no es ser espiritualizado, sino ser conformado perfectamente por sus formas. Sólo de esta manera puede darse el orden en el mundo corpóreo. Tal intento de sublimación es falso, porque no eleva lo material y sí rebaja lo espiritual. El orden solamente puede darse en la medida en que se respete y se conserve la diversidad de las partes, las cuales son, en el orden· de la unión conyugal, la unión corpórea y la unión de espíritus, el amor de concupiscencia y el amor de amistad. Esta diversidad, y la relación consecuente, está determinada por la misma naturaleza de lo que se une, la cual exige, como requisito para que lo corporal pueda ser perfectamente asumido por el ánimo y el afecto, para que lo material reciba la forma que le corresponde, que la unión entre hombre y mujer se realice en un matrimonio con carácter de permanencia e indisolubilidad.
Para explicar por qué es pecado substraer la actividad sexual a las normas de unidad y de indisolubilidad del matrimonio, Tomás de Aquino va a la consideración de la naturaleza de lo que está en juego en esa actividad. Dice: "El semen, aunque sea superfluo para la conservación del individuo, es, sin embargo, necesario para la propagación de la especie.
Otras cosas superfluas, como el excremento, la orina, el sudor, etc., no se ordenan a nada necesario, por lo cual sirve al bien del hombre sólo emitirlas. Mas no sólo esto se requiere en el semen, sino que se emita para utilidad de la generación, a la cual se ordena el coito. Ahora bien, se frustraría la generación del hombre de no seguirse la debida nutrición, pues el engendrado no subsistiría sin ella. Así, por consiguiente, la emisión del semen debe ser ordenada para que pueda seguirse la conveniente generación y la educación del engendrado. Por lo cual es claro que toda emisión de semen producida de tal modo que la generación no pueda seguirse es contraria al bien del hombre. Y si esto se hace intencionadamente, es por necesidad pecado. De modo semejante, es contrario al bien del hombre si se emite el semen de manera que la generación pueda seguirse, pero impidiendo la conveniente educación. Ha de saberse que entre los animales en que la sola hembra basta para la educación de la prole, el macho y la hembra no permanecen unidos durante ningún tiempo después del coito, como en los perros. En cambio, hay animales en los cuales la hembra no es suficiente para la educación de la prole, por lo cual permanecen unidos el macho y la hembra después del coito lo necesario para la educación y la instrucción de la prole: lo cual es manifiesto en algunas aves, cuyos polluelos no pueden buscar el alimento acabados de nacer. Ha de saberse también que en la especie humana la prole no sólo necesita de nutrición corporal, como en los demás animales, sino también de instrucción en cuanto al alma. Porque los demás animales naturalmente tienen sus artes con que pueden proveerse, y el hombre en cambio vive según la razón, la cual llega a la prudencia después de la experiencia de mucho tiempo, por lo que es menester que los hijos sean instruidos por sus padres como por experimentados. Y no son capaces de esta instrucción recién nacidos, sino luego de largo tiempo, y principalmente cuando llegan al uso de razón. Aun entonces, debido al ímpetu de las pasiones, que corrompe la estimación de la prudencia, requieren no sólo de instrucción, sino también de represión. Pues bien, para esto no basta la mujer sola, sino que se necesita más bien la obra del varón, en el cual hay razón más perfecta para instruir y fuerza más potente para castigar. Es necesario, por consiguiente, que en la especie humana no se insista por poco tiempo en la promoción de la prole, como en las aves, sino durante un gran lapso de vida. Por lo cual, siendo en todos los animales necesario al macho permanecer con la hembra mientras el concurso del padre es necesario a la prole, es natural al hombre que el varón tenga no por poco tiempo, sino permanente sociedad con determinada mujer. A esta sociedad llamamos matrimonio, El matrimonio es, pues, natural al hombre, y el coito fornicario tenido fuera del matrimonio es contrario al bien del hombre. Y por esto es pecado" (III Contra Gentes, cap. 122).
En esta simple y diáfana consideración de lo que en la naturaleza del hombre está determinado respecto a la relación entre macho y hembra, funda Tomás de Aquino la certeza de que lo que atenta contra este orden natural es pecado, es decir, un mal para el hombre. Es un bien, en consecuencia, la u dad del matrimonio, sólo un hombre y una mujer. Es un bien la indisolubilidad del matrimonio, los dos unidos hasta que la muerte los separe. Es un bien ordenar en la intención, no poniendo obstáculo, el acto conyugal a la generación, pues ésta es su fin natural. De la misma manera como el divorcio es contrario al bien natural del hombre, así como la poligamia lo es, también lo es el llamado control de la natalidad, que frustra algo que no está en él, poder del hombre cambiar, porque pertenece a la naturaleza y no a su artificio.
Cuando se busca la sublimación de la carne en el espíritu, pretendiendo que la plenitud espiritual se alcance, de algún modo, en la consumación plena del gozo carnal; .cuando se quiere dar a la experiencia sexual carácter de conclusión científica, y cuando se aparenta creer que la educación sexual, entendida como conocimiento a nivel universal de estos temas, es la solución adecuada y perfectamente eficaz contra todos los desórdenes que en este aspecto de su vida se dan en el hombre, se deja de lado la clave para entender el papel de la sexualidad en la existencia concreta de la creatura humana: es el pudor. Agustín, en "La Ciudad de Dios" (XIV, 19 y 20), dice que el pudor existe en relación a aquellos actos que no dependen del dominio de la voluntad. Aun lo que el hombre hace obedeciendo a sus pasiones, como por ejemplo a la ira, depende de la voluntad para ser realizado. No ocurre así en la actividad sexual. De este modo, lo que escapa, en su realización eficaz, a la facultad que da carácter humano a nuestra conducta, produce ese sentimiento perfectamente natural de vergüenza y pudor. Podríamos decir que este sentimiento es el que guarda dentro de los límites de lo humano a lo que por sí mismo no permanece allí. Dice Agustín: "De tal modo la libido sujeta a su derecho las partes genitales del cuerpo, que no se pueden mover si ella falta, y si no se excita en forma espontánea o provocada. Esto es el objeto del pudor; esto es lo que esquivan con rubor los ojos que lo miran. Más soporta el hombre que lo vea la multitud cuando se encoleriza injustamente eón otro, que la mirada de uno solo cuando se une con su mujer. En la desobediencia por la cual las partes genitales se sujetan sólo a sus movimientos y escapan a la potestad de la voluntad, se muestra suficientemente qué fue retribuido al hombre por su primera desobediencia. Fue necesario que se mostrase en mayor grado en esta parte, por la cual se genera la misma naturaleza que cayó en lo peor por ese primer y gran pecado, Y nadie se salva de este law si la gracia de Dios nos expía en cada uno el pecado cometido en común, cuando todos éramos uno, y que ha sido vengado por la justicia divina". El sentimiento natural del pudor es uno de los signos más claros de la realidad del pecado original, de la caída del hombre, pues el desorden cuyo reconocimiento implica no tiene su causa en lo que el hombre es por naturaleza. Es en este punto donde está la explicaci6n del odio y lo saña con que se emprenden las campañas masivas contra todas las formas del pudor: son expresiones de la rebeldía profunda del que no quiere aceptar que la salvación del hombre dependa de la Redención divina.
Es justamente en uno de los actos del hombre más misteriosamente cercanos a la divinidad, la procreación, donde se manifiestan en forma más patente los efectos del pecado original. Por esto, la consideración práctica de la limitación manifestada en el sentimiento de pudor es causa saludable de humildad para el hombre, pues pone ante sus ojos la condición real a la cual se halla sometida su naturaleza. Al contrario, todos los intentos por "liberar'' este aspecto de la vida humana tienen como efecto el imperio en el hombre de lo que no está sometido de ninguna manera a su voluntad. Es decir, en la medida en que se "libera” en este aspecto, el hombre pierde de u a manera más completa el dominio sobre sus actos: se hace más animal, incluso con un desorden que no existe en las bestias.
Donde no hay imperio de la razón, tampoco hay imperio de aquello a lo cual la razón se debe, la verdad, que en el orden práctico es la norma de conducta derivada de la ley divina. El hombre entregado sin freno a las incitaciones sexuales está totalmente enajenado con respecto al orden que en él debe determinar la razón y ejecutar la voluntad. La liberación que en él se produce es en realidad de su condición humana como norma de conducta. De aquí que la destrucción sistemática del pudor en una sociedad -destrucción que frecuentemente toma forma, como se ha visto, de conocimiento científico, de educación sexual, o de la libertad. Debida a los "criterios formados"- sea el medio más eficaz para desterrar de ella la vigencia de toda norma moral, pues sus miembros se toman radicalmente incapaces de actuar por motivos superiores a los de sus instintos.
No debe sorprender, pues, que tras las campañas de difusión masiva de pornografía, de drogas, de métodos para el control de la natalidad, etc., exista siempre, en nuestros días, el interés por el poder total sobre los hombres, el cual exige subvertir el orden de su naturaleza: en efecto, el que está en disposición de obedecer a la razón, por lo mismo está en disposición contraria a obedecer a lo que no se le presente con todas las condiciones objetivas de lo verdadero. En cambio, si se libera la conducta de la dirección de la razón, queda el hombre completamente inerme frente a los intentos de instrumentalizarlo mediante el manejo de sus reflejos condicionados. La ''liberación" sexual es la vía más directa y eficaz para destruir todo lo que en el actuar del hombre es orden natural, y para dejarlo convertido así en materia maleable para construir cualquier artificio. La psicopolítica, desarrollada en sus técnicas por el poder soviético, y los métodos de propaganda masiva e intensiva de los poderes tecnocráticos apuntan a lo mismo: la instrumentalización del hombre, tras lo cual se vislumbra siempre el odio a Dios.
La concupiscencia requiere de la dirección que le da el amor de amistad para integrarse en el orden humano, para tener sentido. Es sólo de este modo como el amor de concupiscencia adquiere ese carácter íntimo de huerto cerrado, de exclusión y al mismo tiempo de entrega verdadera, de unión solamente de cuerpos sino de almas que le corresponde como amor humano.
El matrimonio ha sido elevado por Cristo a la condición de sacramento. Como sacramento es figura de la unión de Cristo y de la Iglesia. Pero es figura: sólo como forma perfecta de la unión entre amor de amistad y amor de concupiscencia, como amor del otro, pero de un otro con el cual se une, substancialmente en cierto modo, en el orden de la generación, de un otro que, siendo persona; es, sin embargo, uno conmigo como naturaleza que se comunica, que se da a otro ser. A esta dimensión completa del matrimonio -es a lo cual siempre han recurrido los místicos para explicar de una manera más próxima qué es y en qué consiste la unión misteriosa e íntima del alma con su Esposo, que es su Señor
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