Juan Pablo II en la Introducción de su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae trae a nuestra consideración la importancia que sus predecesores en el magisterio petrino han concedido a esta devoción mariana. Por eso, antes de hacer un estudio teológico sobre este reciente documento, nos parece conveniente estudiar, aunque sea de una manera breve, la doctrina teológica que contienen esos documentos papales. El papa afirma que «un mérito particular a este respecto corresponde a León XIII, que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi apostolatus officio, importante declaración con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración» [1].
Tomando pie en esta sugerencia iniciaremos nuestro estudio con este Romano Pontífice. Ahora bien, como las declaraciones magisteriales de los últimos papas sobre el Santo Rosario son muchísimas, nos centraremos casi exclusivamente en los documentos de mayor peso magisterial, es decir, en las encíclicas.
1. León XIII
León XIII a quien se le denomina el «Papa del Rosario» ha promulgado las siguientes encíclicas sobre el Rosario: Supremi apostolatus officio, el 1 de septiembre de 1883; Superiore anno, el 30 de agosto de 1884; Quam pluries, el 15 de agosto de 1889; Octobri mense, el 22 de septiembre de 1891; Magnae Dei Matris, el 8 de septiembre de 1892; Laetitiae sanctae, el 8 de septiembre de 1893; Iucunda semper, el 8 de septiembre de 1894; Adiutricem populi, el 5 de octubre de 1895; Fidemque piumque, el 20 de septiembre de 1896; Augustissima Virginis, el 12 de septiembre de 1897; Diuturni temporis, el 5 de septiembre de 1898.
Deben citarse, además, las cartas apostólicas Salutaris ille spiritus, del 25 de diciembre de 1883, sobre el Rosario y la invocación «Reina del Santísimo Rosario», y Parta humano generi, del 8 de septiembre de 1901, sobre la consagración del nuevo templo de la Virgen del Rosario en Lourdes. Se calculan que son 22 los documentos de León XIII en los que se habla prioritariamente del Santo Rosario.
Para no alargar en demasía este estudio de toda esta documentación sólo haremos un breve resumen de aquellas encíclicas que aporten algún dato significativo.
a) Encíclica «Supremi apostolatus officio»
León XIII promulgó esta encíclica a la vista de las graves dificultades que, en ese momento, se cernían sobre la Iglesia. Ante esas dificultades este papa acude a la intercesión de Sta. María, Madre de Dios, «que es la que puede alcanzarnos la paz y dispensarnos la gracia... para ayudar con el socorro de su protección a los hombres que en medio de las fatigas y peligros se encaminan a la ciudad eterna» [2], y ese auxilio de María ha brillado sobremanera cuando los embates de los enemigos han parecido anegar peligrosamente a la Iglesia de Dios.
El pueblo cristiano, consciente de esa protección materna, ha otorgado a María los títulos de auxiliadora, bienhechora y consoladora de los cristianos, etc., pero es especialmente digno de mención el del Santísimo Rosario, por los beneficios que ha reportado a la cristiandad [3].
El Papa hace un recorrido histórico sobre la protección que la Virgen María ha dispensado a los creyentes, mediante el rezo del Santo Rosario, y a continuación trae a colación algunos textos magisteriales pontificios en los que se alaba la práctica del Rosario.
Inspirado en estos ejemplos León XIII ve muy conveniente acudir a esta devoción mariana para obtener de Jesucristo igual socorro contra los peligros que nos amenazan, porque en ella «se recuerdan por su orden sucesivo los misterios de nuestra salvación y en este ejercicio de meditación se incorpora la mística corona, tejida de la salutación angélica, intercalándose la oración dominical a Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo» [4].
Concluye esta encíclica exhortando a que en todo el mes de octubre se rece al menos una parte del Rosario y las letanías Lauretanas en las iglesias curiales y en los templos dedicados a la Virgen. También indica las indulgencias concedidas a los fieles que practiquen esta devoción.
b) Encíclica «Octobri mense» [5]
El 22 de septiembre de 1891 León XIII se dirige a toda la Iglesia para actualizar la petición hecha en años precedentes sobre la práctica del Rosario en el mes de octubre, porque sigue presente la perversidad de los malos que se opone al mismo Cristo y a su Iglesia.
Como nadie puede llegar al Padre sino por el Hijo, «casi del mismo modo nadie puede llegar a Cristo sino por la Madre» [6]. El mismo Hijo, en el Calvario, quiso entregarnos a su Madre como Madre nuestra y desde entonces María «comenzó a ejercitar todos sus deberes maternales» [7] con los discípulos de Jesús.
Por eso, dice León XIII, siguiendo el ejemplo de nuestros antepasados acudamos a María por medio del Rosario. Esta oración muestra entretejidos los misterios de Jesús y de su Madre, que, si se contemplan con piedad, aumentan las virtudes teologales y fortalecen el ánimo de los que la practican.
El Romano Pontífice indica, además, la necesidad de que esta práctica sea adornada por las virtudes cristianas de quienes rezan el Santo Rosario, sabiendo que Dios nunca deja de admitir esa oración cuando se la ofrecemos humildemente [8]. A la vez, León XIII, junto a la oración, insiste en el espíritu de penitencia, que «tiene por resultado darnos el imperio sobre nosotros mismos, especialmente sobre nuestro cuerpo» [9].
Concluye esta encíclica exhortando a que todo el orbe católico se congregue durante el mes de octubre en derredor de los altares de la augusta Reina, con la oración del Rosario y otorga las mismas indulgencias que en años anteriores.
c) Encíclica «Magnae Dei Matris»
Prácticamente un año después León XIII promulgó esta encíclica. El papa, ante las afrentas que recibe Cristo y la Iglesia, ve oportuno acudir al rezo del santo Rosario, cuya eficacia se advierte con claridad a lo largo de la historia de la Iglesia.
En el Rosario, afirma León XIII, se hallan eficazmente reunidos una excelente forma de oración, un precioso medio de conservar la fe y un insigne modelo de perfecta virtud, por esto los cristianos deben rezarlo y meditarlo con atención y piedad [10]. A continuación se detiene a contemplar la íntima relación de la Sagrada Familia con el Rosario, principalmente con los misterios gozosos, que preparan «en cierto modo los otros misterios que más tarde habían de referirse a la divina enseñanza y redención de los hombres» [11].
Finaliza esta encíclica confirmando las indulgencias concedidas años anteriores.
d) Encíclica «Laetitiae sanctae»
Exactamente un año después de la carta Magnae Dei Matris, León XIII promulga esta nueva encíclica sobre el Santo Rosario.
El objeto principal de esta encíclica es mostrar «algunas preciosas ventajas que de ella se pueden obtener» [12] con la práctica de esta devoción mariana.
Ante la repugnancia a la vida modesta que en esos momentos se advierte en la sociedad, la contemplación de los misterios gozosos muestra la riqueza espiritual de la vida ordinaria y sencilla de la Familia de Nazaret donde «reinan la sencillez y la pureza de costumbres; un perpetuo acuerdo en los pareceres; un orden que nada perturba; la mutua indulgencia; el amor, no un amor fugitivo y mentiroso, sino un amor fundado en el cumplimiento asiduo de los deberes recíprocos y verdaderamente digno de cautivar todas las miradas» [13].
Ante el rechazo al sacrificio que se advierte de forma generalizada en la sociedad, los misterios dolorosos presentan a Cristo —y con Él a María— soportar la tristeza, la fatiga y el sufrimiento pacientemente por amor a los hombres. En este ejemplo de virtud y de entrega, el cristiano encontrará fuerza y alegría ante todas las enfermedades, amarguras y calamidades que pueda sufrir.
Finalmente la meditación atenta y frecuente de los misterios gloriosos del santo Rosario, donde «nuestro espíritu toma de estos misterios la luz necesaria para conocer los bienes que no ven nuestros ojos, pero que Dios prepara a los que le aman» [14], es el perfecto antídoto de una vida embotada por los bienes materiales que pretenden borrar del hombre la idea de una bienaventuranza eterna [15].
Finaliza alabando a las cofradías del Rosario, cuyo ejemplo inspirará, a otros muchos cristianos, un amor y una piedad intensa por el mismo Rosario.
e) Encíclica «Iucunda semper»
Esta encíclica fue promulgada al año de la que acabamos de resumir. Como en las anteriores acude a María Mediadora de la divina gracia ante el trono de Dios. Pero este oficio «no está tan manifiestamente expresado en ningún modo de oración como en el Rosario en que la participación que tuvo la Santísima Virgen en la obtención de la salvación está explicado con efectos tangibles» [16].
A continuación León XIII hace una glosa de todos los misterios del Rosario donde siempre se contempla a Cristo con María cumpliendo su oficio materno. A la vez justifica la reiteración del Avemaría en el Rosario «para que nuestra oración imperfecta y débil sea sostenida por la necesaria confianza, suplicando a María que ruegue a Dios por nosotros, como en nuestro nombre» [17].
Así considerado, el Rosario es una verdadera escuela de oración, «puesto que el Santo Rosario (...) consta de dos partes, distintas entre sí y a la vez unidas: la meditación de sus misterios y la oración vocal» [18]. Sus frutos son patentes por cuanto el corazón del hombre no sólo se orienta a Dios, sino que los hechos que se meditan ocupan de tal manera la mente, que logra la enmienda de la vida y suministra el alimento para toda clase de piedad.
Por estos motivos, nos dice, se entiende su insistencia por la práctica del Rosario, porque es el arma más poderosa para contrarrestar las afrentas hechas a la Virgen y las profanaciones al nombre del Salvador. Finaliza urgiendo a los cristianos al rezo del Rosario y ratifica las indulgencias concedidas en años anteriores.
f) Encíclica «Adiutricem populi»
En pleno mes de octubre del siguiente año León XIII promulga esta breve encíclica que tiene como novedad el acudir a María Santísima a través del rezo del Rosario para pedir por la reconciliación con los hermanos separados, en especial con los ortodoxos del Oriente.
El papa está convencido que la unidad de la fe se logrará mediante esta práctica de piedad mariana: «La grandeza de esta doble dignidad —ser Madre de Dios y Madre nuestra— y los frutos de este doble ministerio aparecen con vivos fulgores cuando piadosamente meditamos cómo María se asocia a su Hijo en los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos» [19].
A continuación trae a colación los esfuerzos que hicieron algunos de sus predecesores en propagar esta devoción. En concreto cita a Eugenio IV, Inocencio XII y Clemente XI, «los frutos no se hicieron esperar (...), numerosos y esclarecidos documentos lo atestiguan aunque el largo tiempo transcurrido desde entonces y las circunstancias adversas hayan detenido después los progresos de esta obra» [20].
g) Resumen de la doctrina de León XIII sobre el Santo Rosario
Podemos repetir que, con toda justicia, puede darse a León XIII, el título del «Papa del Rosario». En su magisterio pontificio la devoción al Rosario está continuamente presente no sólo en estos documentos dedicados exclusivamente a esta devoción, sino que existen muchísimas referencias en otros documentos, las más muy breves, en las que el Papa acude a la intercesión de María a través de esta oración.
Basado en el poder que, a lo largo de la historia, ha tenido esta devoción mariana para eliminar las asechanzas de los enemigos de la Iglesia, el papa acude con fe y confianza de nuevo a ella, para proteger a la Iglesia y a los católicos de los graves peligros que se ciernen en esos tiempos.
Instituye el mes de Octubre como el mes del Rosario e instaura su rezo diario, al menos durante ese mes, en todos los santuarios y templos marianos.
La enseñanza desarrollada en estas encíclicas se focaliza especialmente en presentar el Rosario como una verdadera escuela de formación evangélica, como un medio óptimo para proteger la fe y finalmente como un modelo de referencia en el que pueda orientarse la vida de los fieles.
Sin embargo, León XIII no tiene entre sus prioridades magisteriales el profundizar en las riquezas que, desde una perspectiva teológica, posee esta devoción multisecular mariana.
2. Pío XI [21]
El 29 de septiembre de 1937, Pío XI promulgó la encíclica Ingravescentibus malis. En la Introducción el papa parte de una firme y evidente convicción personal: ante los graves males que se ciernen en este tiempo el único remedio es el retorno a Nuestro Señor Jesucristo y a sus santísimos preceptos. A su vez, la historia de la Iglesia enseña que ese retorno a Jesucristo está vinculado al poderoso patrocinio de la Virgen Madre de Dios.
A continuación Pío XI enumera los peligros del mundo moderno: un desprecio y repudio generalizado a los preceptos divinos; una profunda lucha de clases por la desigualdad social; el comunismo; un resurgimiento de antiguos errores paganos; un rechazo del fin trascendente del hombre, incitándole a destruir todo orden y autoridad.
Ante estos peligros, el cristiano debe cimentar su esperanza sólo en Dios. Pero, como dice S. Bernardo, «la voluntad de Dios es que todo lo obtengamos por María» [22].
Ahora bien, entre las diversas plegarias marianas ocupa un lugar especialísimo el Santo Rosario, ya que es la oración más apropiada que podemos hallar; en efecto:
a) contiene la oración enseñada por el mismo Redentor a sus discípulos, para dar gloria a Dios y para solucionar las necesidades del cuerpo y del alma;
b) la otra oración se inicia con el elogio del arcángel Gabriel y de Santa Isabel, y finaliza con una súplica piadosa de auxilio a la Virgen María;
c) estas oraciones vocales se recitan en un ambiente contemplativo de los misterios de gozo, de dolor y de triunfo de Cristo y de su Madre. En esa meditación el hombre encuentra sosiego a sus amarguras y anhela ascender a la felicidad eterna [23].
Este modo de orar se acomoda a todas las personas. Pío XI sale al paso de la objeción de que sea una práctica repetitiva y fastidiosa, al afirmar que la piedad, lo mismo que el amor, da un sentido nuevo a las mismas palabras: «el amor no se cansa de repetir con frecuencia las mismas palabras y el fuego de la caridad que las inflama hace que siempre contengan algo nuevo» [24].
Por todo esto el Romano Pontífice reitera el ruego de practicar esta devoción en especial durante el próximo mes de octubre «con crecida devoción tanto en las iglesias como en las casas privadas» [25], por los ultrajes e insidias a la fe católica y a la libertad de la Iglesia.
Así como en otros tiempos María ahuyentó por el Rosario muchos errores, también en este momento todos los católicos deberían estar unidos en la práctica de esta devoción, para que la Madre de Dios impetre ante su divino Hijo el que sean derrotados los enemigos de la civilización cristiana.
Por otra parte el Rosario es un medio óptimo para reavivar la práctica de las virtudes evangélicas, porque alimenta la fe católica, conforta la esperanza de los bienes eternos y vivifica la caridad.
Pío XI concluye esta encíclica animando a la Jerarquía para que impulse esta devoción en especial en la familia cristiana y así se obtengan abundantes frutos.
3. Pío XII [26]
Unos meses después de la proclamación del dogma de la Asunción de María a los Cielos, el papa Pío XII promulga la encíclica Ingruentium malorum, el 15 de septiembre de 1951. Después de hacer una breve alusión a esa proclamación, el papa expone brevemente los males que aquejan a la Iglesia en este momento.
Todas esas desgracias no deben llevarnos a una actitud de abatimiento, sino, como siempre ha actuado el pueblo cristiano, a volver los ojos a nuestra Reina y Madre de misericordia, ya que Ella «ha sido constituida causa de salvación para todo el género humano» [27]. Por eso el papa invita a los católicos a que, en el próximo mes de octubre, eleven sus súplicas a María por medio del Santo Rosario ya que es la devoción más conveniente y eficaz. En efecto, no existen plegarias más idóneas y más bellas que la oración dominical y la salutación angélica y a estas oraciones vocales va también unida la meditación de los sagrados misterios [28], que ilumina la inteligencia y robustece la voluntad. Además la misma reiteración de la oración posee la capacidad de hacer una suave violencia en el corazón de María.
Por todo esto el papa invita a que se practique esta maravillosa devoción, en especial en las familias católicas, por los inmensos beneficios que produce. Los bienes que desea obtener de Cristo, por intercesión de Santa María, se resumen en una paz justa y verdadera, en la conversión de los católicos desviados y en el reconocimiento de los derechos de la Iglesia.
Finalmente suplica a todos los cristianos que no dejen de rezar por los hermanos en la fe que sufren persecución en las cárceles, en las prisiones y en los campos de concentración. «Entre ellos se encuentran también, como sabéis, Obispos expulsados de sus sedes sólo por haber defendido con heroísmo los sacrosantos derechos de Dios y de la Iglesia» [29]. La dulzura de nuestra Madre aliviará sus penas y sufrimientos.
4. Juan XXIII
Juan XXIII (1958-1963) desde que fue elegido como sucesor de S. Pedro honró de forma continua la práctica de la devoción del Santo Rosario y en su magisterio hay dos textos que deben ser estudiados por su importancia. Cronológicamente en primer lugar debemos hacer mención de la encíclica Grata recordatio y posteriormente de la carta apostólica Il religioso convegno, que es una exposición paterna y entrañable de lo que supone esta devoción para los fieles. Muestra con un lenguaje nuevo el valor y la eficiencia del Rosario y constituye «una verdadera suma del mismo» [30].
a) Encíclica «Grata recordatio»
El 29 de septiembre de 1959 Juan XXIII promulgó la encíclica Grata recordatio, sobre el rezo del Santo Rosario. Comienza recordando las encíclicas de León XIII sobre esta piadosa práctica.
El Rosario es para el papa «una muy excelente forma de oración meditada, compuesta a guisa de mística corona, en la cual las oraciones del Pater noster, del Ave María y del Gloria Patri se entrelazan con la meditación de los principales misterios de nuestra fe, presentando a la mente la meditación tanto de la doctrina de la Encarnación como de la Redención de Jesucristo, nuestro Señor» [31].
Haciéndose eco de la encíclica Ingruentium malorum de Pío XII invita al rezo del Rosario durante el mes de octubre «con una más viva exhortación, diríamos conmovida también, por los muchos motivos que brevemente expondremos en nuestra encíclica» [32].
La intención principal que mueve a Juan XXIII a escribir esta encíclica está claramente mostrada: la paz; que las leyes civiles estén de acuerdo con las leyes eternas; la defensa de la fe ante doctrinas y comportamientos gravemente lesivos.
Para contrarrestar estos peligros el papa pide que se eleven fervientes súplicas a la Reina del Cielo durante el mes de octubre mediante la recitación piadosa del Santo Rosario, uniendo a estas intenciones la petición por el próximo Concilio Ecuménico, para que produzca un vigoroso reflorecimiento de todas las virtudes cristianas incluso en los hermanos separados.
b) Exhortación apostólica «Il religioso convegno»
Exactamente dos años después de la publicación de la encíclica que se acaba de exponer, Juan XXIII promulgó esta Exhortación apostólica con la finalidad de pedir «la preservación de la paz en el mundo y para defensa de la civilización» [33]. El papa recuerda con afecto la gran figura de León XIII y su habitual invitación al mundo católico del rezo del Santo Rosario en el mes de octubre, «como ejercicio de sacra y beneficiosa meditación, como alimento de espiritual elevación y como intercesión de celestiales gracias para toda la Iglesia» [34].
Ahora nos propone unas consideraciones sencillas para mejorar la recitación de esta devoción mariana: la contemplación de los misterios de Cristo —gozosos, dolorosos y gloriosos— constituye la esencia del Rosario, porque esa meditación otorga a la oración vocal —Padrenuestro, Avemaría y Gloria— unidad y reflexión, «descubriendo en vivaz sucesión los episodios que asocian la vida de Jesús y de María, con referencia a las varias condiciones de las almas orantes y a las aspiraciones de la Iglesia universal» [35].
Cada misterio del Rosario considera una escena de la vida del Señor y de su Madre y en esa consideración se advierte simultáneamente un triple acento:
a) Ante todo, una contemplación mística, «pura, luminosa, rápida de cada misterio, es decir, de aquellas verdades de la fe que nos hablan de la misión redentora de Jesús. Contemplando, nos encontramos en una comunicación íntima de pensamiento y de sentimiento con la doctrina y con la vida de Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, venido a la tierra para redimir, instruir y santificar» [36].
b) Una reflexión íntima que, partiendo de esa contemplación, se esparce como una luz entrañable por el alma del hombre que reza el Rosario. Los misterios meditados iluminan las diversas circunstancias personales, de tal forma que cada uno, con la ayuda del Espíritu Santo, puede acomodar su comportamiento diario a las enseñanzas que de ellos brotan.
c) Una intención piadosa, por la que el espíritu orante aplica las gracias obtenidas de María Santísima por el rezo piadoso del Santo Rosario a diversas intenciones. «Así es como el Rosario se convierte en súplica universal de cada una de las almas particulares y de la inmensa comunidad de los redimidos» [37].
Dentro de este cuadro contemplativo y orante es donde las oraciones vocales adquieren su pleno sentido: «ante todo, la oración dominical, que da al Rosario tono, sustancia y vida y al venir después del anuncio de cada uno de los misterios, señala el paso de una a otra decena; después la salutación angélica, que lleva en sí ecos de la alegría del cielo y de la tierra en torno a los varios cuadros de la vida de Jesús y María; y finalmente el trisagio, repetido en adoración profunda a la Santísima Trinidad» [38].
A continuación el papa Juan XXIII alaba el Rosario rezado de forma privada por las almas piadosas y, a la vez, invita a su recitación como «una gran plegaria pública y universal frente a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y del mundo entero» [39].
Finaliza esta Exhortación apostólica proponiendo, como apéndice de este documento, «un pequeño ensayo nuestro de devotos pensamientos, distribuidos para cada decena del rosario, con referencia al triple acento —misterio, reflexión e intención— que más arriba hemos señalado» [40].
El apéndice lleva por título: El Rosario Meditado [41]. Comienza con los misterios gozosos, siguen los dolorosos y finaliza con los gloriosos. La estructura de cada misterio, en este apéndice, es la siguiente: después de la enunciación del misterio se presenta un punto de «contemplación» en el que se nos muestra un resumen de la escena evangélica de una forma plástica, sencilla y cercana. A continuación se hace «una reflexión» sacada de esa contemplación que interpela personalmente al lector. Finalmente se propone «una intención» práctica para provecho propio y para beneficio del prójimo.
5. Pablo VI
El Concilio Vaticano II trata en la constitución Lumen gentium, capítulo VIII de La Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia. El apartado IV de ese capítulo se refiere al culto de la Virgen en la Iglesia [42]. En él «se anima a los hijos de la Iglesia a que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, sobre todo el litúrgico y han de sentir gran aprecio por las prácticas y ejercicios de piedad mariana recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos» [43].
Todo el magisterio de Pablo VI pretende explicar la doctrina y las orientaciones formuladas en el Vaticano II. Se advierte, por tanto, una gran sintonía y afinidad en los documentos promulgados por este papa con las tesis delineadas en el Concilio: son el desarrollo y la explicitación de la doctrina conciliar. Se puede decir que este papa es el intérprete más autorizado del sentido y de la mente de este último Concilio.
Respecto a la devoción del Santo Rosario Pablo VI afirma que «desde la primera audiencia general de nuestro pontificado, el día 13 de Julio de 1963, hemos manifestado nuestro interés por la piadosa práctica del Rosario» [44].
De este papa estudiaremos tres documentos que los citamos por orden cronológico: la encíclica Christi Matri, la exhortación apostólica Recurrens mensis october y la exhortación apostólica Marialis cultus.
a) Encíclica «Christi Matri»
El 15 de septiembre de 1966 Pablo VI promulgó esta encíclica porque advierte, con preocupación, la falta de paz y de concordia en todo el mundo y especialmente en el Asia Oriental. Siguiendo la mente de sus predecesores desea que la paz reine en todo el orbe. Para ello, acude a la intercesión de María «Reina de la paz» y recientemente proclamada, durante el Concilio Vaticano II, también Madre de la Iglesia.
Pide a todos sus Hermanos en el Episcopado que «se ruegue a María, clementísima Madre, durante el mes de octubre con el rezo piadoso del Rosario» [45], porque esa devoción:
a) se acomoda perfectamente al sentido del pueblo de Dios;
b) agrada sobremanera a la Madre de Dios;
c) es muy eficaz para impetrar dones del cielo;
d) se acomoda perfectamente al espíritu del Concilio Vaticano II [46];
e) fomenta la vida de la Iglesia, pues alimenta la fe con la contemplación de los misterios.
Finalmente desea que el día 4 de octubre se celebre en toda la Iglesia el «día para impetrar la paz» y que ese día la Madre de Dios «sea invocada con unánime fervor por sacerdotes, religiosos, pueblo fiel y de modo especial por los niños y niñas que señalan como la flor de la inocencia, y por los enfermos y los que sufren» [47].
b) Exhortación apostólica «Recurrens mensis october»
Con motivo del IV centenario de la promulgación, por S. Pío V, de la bula Consueverunt Romani Pontifices [48], el día 7 de octubre de 1969, Pablo VI publicó esta Exhortación con intención de obtener del Cielo la paz entre los hombres y entre los pueblos [49]. Paz necesaria también dentro de la misma Iglesia, en la que se «manifiestan incomprensiones entre hermanos que recíprocamente se acusan y se condenan» [50]. La paz es obra de los hombres, pero especialmente es obra de Dios, quien ha infundido en todos los hombres ardientes deseos de paz. Por esto, pide Pablo VI, que todo cristiano ruegue a María el que rece con nosotros y para nosotros, para alcanzarnos este don. El Rosario, que es una síntesis del Evangelio, debe ser una gran plegaria pública y universal, frente a las necesidades de la Iglesia y del mundo.
El día siguiente a la promulgación de esta Exhortación, el 8 de octubre de 1969, en la Audiencia General, Pablo VI amplía la doctrina de este documento, al decir que «a propósito del Rosario podemos añadir otras dos observaciones. Y son éstas: la oración de súplica que está en la intención común de quien la recita, se funde y casi se transfunde en oración contemplativa, por la presentación a la mirada espiritual del que ora y de aquellos así llamados misterios del Rosario, los cuales hacen de este piadoso ejercicio mariano una meditación cristológica, acostumbrándonos a estudiar a Cristo desde el mejor puesto de observación, es decir, de María misma: el Rosario nos fija a Cristo, en los marcos de su vida y de su teología, no solamente con María, sino también, por lo que a nosotros es posible, como María, que es la que ha pensado ciertamente en Él, lo ha comprendido, lo ha amado, lo ha vivido.
Y en segundo lugar, el Rosario, para quien tiene confianza en él, pone casi en diálogo con la Virgen; sale al encuentro de Ella; obliga a recibir su fascinación, su estilo evangélico, su ejemplo educador y transformante; es una escuela, que nos hace cristianos» [51].
a) Exhortación apostólica «Marialis cultus»
El año 1974 el papa Pablo VI promulgó esta Exhortación apostólica con la finalidad de desarrollar las directrices emanadas en el Concilio Vaticano II sobre el culto mariano. A pesar de que el Vaticano II es el Concilio que más ha tratado sobre la Virgen María en toda la historia bimilenaria de la Iglesia, es de todos conocidos que a su conclusión se originó una profunda crisis tanto en la doctrina mariana como en su aspecto devocional. «El vacío creado no se pudo colmar tampoco con la introducción del título Mater Ecclesiae, que Pablo VI propuso conscientemente al final del Concilio como respuesta a la crisis que ya se vislumbraba» [52].
«La crisis mariológica fue tan profunda que se puede afirmar que el decenio siguiente a la promulgación de la Constitución Lumen gentium (1964-1974) se ha llamado el decenio sin María, por el evidente vacío de la Virgen tanto desde la perspectiva teológica como por la inquietante disminución de la devoción mariana que se dio en ese periodo. El momento de inflexión de la crisis en la mariología y en la devoción fue auspiciado por la publicación de la Exhortación apostólica Marialis cultus» [53].
Esta Exhortación marca las pautas y los criterios que deben tener las manifestaciones devocionales marianas para que sean conformes a las indicaciones conciliares y con ello, prevenir exageraciones emotivas que las hipertrofien y, a su vez, eliminar también el peligro de una esterilidad y raquitismo ante planteamientos reduccionistas de la misión y de la persona de María en la historia de la salvación.
La parte tercera de Marialis cultus lleva por título: «Indicaciones sobre dos ejercicios de piedad: el Ángelus y el Santo Rosario». Del Ángelus trata brevemente en el punto inicial de esta parte [54]. El resto se dedica en exclusiva al Santo Rosario.
Después de hacer una concisa referencia a sus dos documentos magisteriales ya mostrados en este artículo, el papa muestra su gran interés por esta devoción y el seguimiento atento que ha realizado de los diversos congresos dedicados a este tema, en especial a los auspiciados por la asociación «Hijos de Santo Domingo», custodios y propagadores de esta saludable devoción [55].
Pablo VI comienza a exponer los elementos esenciales del Santo Rosario y sus mutuas relaciones:
a) La índole evangélica del Rosario, ya que esta práctica devocional extrae del Evangelio tanto el enunciado de los misterios que se van a contemplar como las fórmulas de las oraciones vocales. Es también el Evangelio quien muestra la actitud de su recitación: debe ser la misma actitud que embargaba a María en el momento del gozoso saludo del Ángel y de su total consentimiento y disponibilidad [56]. De ahí que se haya dicho del Rosario que es el «compendio de todo el evangelio» [57].
b) Un tratamiento histórico-salvífico de los misterios. El Rosario considera ordenadamente los principales acontecimientos salvíficos desde la concepción virginal de Cristo y los misterios de su infancia, hasta los momentos culminantes de la Pascua y a los efectos de ella sobre la Iglesia naciente en el día de Pentecostés [58]. El papa recalca que la secuencia de los misterios, no sólo se adapta perfectamente a la cronología de los hechos salvíficos, sino que, sobre todo, refleja el esquema del primitivo kerigma cristiano y se identifica con la perspectiva paulina de la epístola a los de Filipos [59]: kénosis, muerte y glorificación.
c) Su dimensión cristológica. En primer lugar porque la contemplación de los misterios se orienta y se centra en la persona de Cristo Redentor. Por otra parte, la oración vocálica que se repite de forma litánica, es decir, el Ave María es «una alabanza constante a Cristo, término último de la anunciación del Ángel y del saludo de la madre del Bautista: Bendito el fruto de tu vientre. Diremos más, la repetición del Ave María constituye el tejido de fondo sobre el que se desarrolla la contemplación de los misterios» [60]. De ahí que para resaltar esta centralidad de Cristo se haya añadido a la parte laudatoria del Ave María el nombre «Jesús», como cláusula recordatoria del misterio meditado.
d) Su carácter contemplativo. Sin contemplación, dice el papa «el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en una repetición mecánica de fórmulas» [61]. Por su propia naturaleza el Rosario exige un rezo pausado, reflexivo, atento que facilite la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de María.
e) Su vinculación litúrgica. Es patente que el origen del Rosario estuvo muy relacionado con la acción litúrgica, cuando en los Monasterios, los monjes legos utilizaban en el oficio coral el salterio mariano (la repetición del Ave María 150 veces) en contrapunto con el salterio de David (150 salmos) recitado por los monjes clérigos. Por tanto en su inicio el Rosario es «casi un vástago germinado sobre el tronco secular de la Liturgia cristiana» [62]. Al declinar la Edad Media el espíritu litúrgico está en decadencia y se origina una separación de los fieles respecto a la Liturgia, en favor de la devoción a la Humanidad de Cristo y a la Virgen María. Posteriormente ha habido, por parte de algunos, el deseo de considerar el Rosario como una acción litúrgica, otros, por el contrario, han pretendido minusvalorar esta práctica devocional para no incurrir en los errores del pasado. El papa sostiene que el problema se resuelve siguiendo las indicaciones conciliares [63]: «las celebraciones litúrgicas y el piadoso ejercicio del Rosario no se deben contraponer ni equiparar... el Rosario es un piadoso ejercicio que se armoniza fácilmente con la Sagrada Liturgia» [64]. En efecto, la Liturgia se alimenta de la Sagrada Escritura y se centra especialmente en el misterio de Cristo. Por eso «la anamnesis en la Liturgia y la memoria contemplativa en el Rosario, tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a cabo por Cristo» [65], aunque considerados esos misterios desde distintas perspectivas. Vistas así las cosas, se puede afirmar que el Rosario es una oración inspirada en la Liturgia y que, su recta aplicación, conduce a ella, pero sin franquear su umbral.
A continuación Pablo VI recuerda los cuatro elementos constitutivos de esta práctica de piedad mariana [66]: La contemplación, con María, de los misterios de salvación; la oración dominical; el Ave María y la doxología trinitaria.
Cada uno de estos elementos tiene su índole específica y debe reflejarse también en el rezo del Rosario, para que se advierta toda su riqueza y diversidad. Su rezo, por tanto, «será, pues, ponderado en la oración dominical; lírico y laudatorio en el calmo pasar de las Avemarías; contemplativo en la atenta reflexión sobre los misterios; implorante en la súplica; adorante en la doxología» [67], ya se rece en privado o de forma comunitaria en familia, o pública en las asambleas eclesiales.
A continuación, Pablo VI se detiene en algunos ejercicios piadosos inspirados en el Rosario, que sirven para captar mejor la riqueza encerrada en esta devoción. Recomienda vivamente que el Rosario se rece en familia.
Finalmente, en sintonía con la doctrina expuesta por Juan XXIII, alaba el Rosario al decir que «después de la celebración de la Liturgia de las Horas —cumbre a la que puede llegar la oración doméstica—, no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar» [68] y concluye «el Rosario es una oración excelente, pero el fiel debe sentirse libre, atraído a rezarlo, en serena tranquilidad, por la intrínseca belleza del mismo» [69].
6. JUAN PABLO II
La vida espiritual de Juan Pablo II se caracteriza, entre otras cosas, por la acendrada devoción que profesa a la Santísima Virgen María. De hecho su lema episcopal Totus tuus hace referencia a su consagración total a María. Con cierta frecuencia acude al texto de ese lema en su magisterio. Así, por ejemplo, antes de partir para México en enero de 1979, dijo en el aeropuerto de Fiumicino: «el Papa va a postrarse ante la imagen prodigiosa de la Virgen de Guadalupe de México, a invocar su ayuda maternal y su protección sobre el propio ministerio pontificio: a repetirle con fuerza acrecida por las nuevas e inmensas obligaciones: Soy todo tuyo» [70]. En ese ambiente mariano es comprensible que sus referencias al Santo Rosario hayan sido muy abundantes en su largo pontificado.
Poco después de su elección como Romano Pontífice decía en la plaza de S. Pedro a los fieles allí congregados: «El Rosario es mi oración predilecta (...). Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II» [71]. En este mismo año en una homilía el Papa afirmaba que el Rosario es «esa escala para subir al cielo, compuesta de oración mental y vocal que son las dos alas que el Rosario de María ofrece a las almas cristianas. Una forma de oración que también el Papa practica con asiduidad» [72].
Quizá el texto más importante en ese primer año de pontificado respecto a esta devoción lo haya pronunciado en el santuario de Pompeya que «es el santuario del Rosario, es decir, el santuario de la oración mariana, de esta oración que María reza con nosotros, al igual que rezaba con los apóstoles en el Cenáculo (...). Es nuestra oración predilecta, que le dirigimos a Ella, a María. Ciertamente; pero no olvidemos que, al mismo tiempo, el Rosario es nuestra oración con María (...). Venimos aquí, por tanto, para rezar con María; para meditar, junto con Ella, los misterios que Ella, como Madre, meditaba en su corazón (...). Porque ésos son los misterios de la vida eterna (). En ese Dios (...) están inmersos esos misterios (...).Y tan estrechamente ligados a la historia de nuestra salvación» [73]. En las palabras del Ángelus de ese mismo día, recordando al venerable Bartolomé Longo artífice de ese santuario, dijo que «en este santuario resuena perennemente el Rosario, la oración mariana sencilla, humilde —pero no por esto menos rica de contenidos bíblicos y teológicos— y tan querida en su larga historia por los fieles de toda clase y condición, unidos en la profesión de fe en Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación» [74].
En el año 1980 son también frecuentes las alusiones del papa al rezo del Santo Rosario, así por ejemplo, recuerda que «es una tradición multisecular para los religiosos la de rezar diariamente el Rosario, y, por eso, no es inútil recordar (...) la eficacia de esta oración que propone a nuestra meditación los misterios de la vida del Señor» [75]. En otros momentos recuerda la conveniencia de su rezo en familia [76] y, a poder ser, cotidiano [77]. Es lógico que también haga una referencia a esta devoción mariana en la homilía de la Misa de beatificación de Bartolomé Longo, verdadero apóstol del Rosario y fundador de las Hijas del Santísimo Rosario de Pompeya [78].
En los años posteriores del pontificado de Juan Pablo II las citas sobre el Santo Rosario se multiplican, centrándose, como es natural, en las mismas consideraciones:
— su rezo frecuente y en familia [79];
— es el compendio de todo el evangelio [80];
— es la contemplación de los misterios de la vida de Jesús que son a la vez de su Madre [81];
— es la oración predilecta de María [82];
— es la oración utilizada por los papas para implorar por la paz [83].
a) Una consideración teológica de la Exhortación apostólica «Rosarium Virginis Mariae»
Juan Pablo II el día 16 de octubre de 2002, coincidiendo con el vigésimo quinto aniversario de su pontificado, ha promulgado este documento con la finalidad de facilitar a los fieles la contemplación del rostro de Cristo, ya que al haber invitado en la carta apostólica Novo millenio ineunte «a los creyentes a contemplar sin cesar el rostro de Cristo, expresé mi vivo deseo de que María, su Madre, sea para todos maestra de esa contemplación» [84].
Una lectura atenta de esta Exhortación muestra que al redactar este documento Juan Pablo II tiene muy presente el magisterio pontificio anterior y en perfecta continuidad desea profundizar en las grandes riquezas que, al menos implícitamente, posee esta venerada y antigua práctica de piedad.
El Rosario, cuyo origen queda en una nebulosa, parece ser que ya existía antes de Sto. Domingo de Guzmán, aunque fue este santo quien propagó su devoción para combatir la herejía albigense en el Mediodía francés. La forma de recitación era diversa de la actual y estaba muy poco estructurada. Con el paso del tiempo, ya en el siglo XVI, en 1521, fue el dominico Alberto da Castello quien concretó los 15 pasajes del Evangelio que servían para la contemplación del Pater noster y de la decena del Ave María.
Fue en el pontificado de S. Pío V —también dominico— en el año 1569 (dos años antes de la batalla de Lepanto), con la bula Consueverunt romani Pontifices, cuando se fijó definitivamente su modo de recitación. Modo que ha permanecido sustancialmente inalterado hasta la actualidad.
El Papa con la inclusión de los «misterios de la luz» intenta cubrir un amplio vacío que había en la forma de recitación anterior; ya que entre el último misterio gozoso y el primero doloroso existía una enorme ausencia, que se extendía prácticamente a toda la vida pública de Cristo. Este vacío había sido puesto en evidencia reiteradamente por bastantes mariólogos especialmente de Italia y Francia. Con esta nueva forma hay una mayor continuidad y se contemplan algunos puntos centrales de la vida de Cristo, aunque es obvio que en el Rosario, por ser una síntesis, siempre quedarán aspectos importantes de su vida sin considerar.
Si, como acabamos de decir, Juan Pablo II tiene presente la documentación pontificia precedente, se puede afirmar que la exhortación Rosarium Virginis Mariae es deudora especialmente de la doctrina desarrollada por Pablo VI en su exhortación Marialis cultus. Como puede comprobarse fácilmente gran parte del documento actual desarrolla y profundiza las tesis ya delineadas en esa exhortación.
En efecto, Juan Pablo II enfatiza en esta Exhortación la dimensión evangélica del Rosario, tanto por la contemplación de los misterios de la vida del Señor tomados de los Evangelios [85] —en especial ahora que se han incluido los misterios de la luz [86]—, cuanto por la recitación litánica del Padrenuestro y del Ave María.
Los capítulos I y II de este documento son una explicación extensa, profunda y orante de su dimensión cristocéntrica-mariana, porque en ellos se ahonda en el aspecto contemplativo de los misterios al «recordar a Cristo con María», al «comprender a Cristo desde María», al «configurarse a Cristo con María», al «rogar a Cristo con María» y al «anunciar a Cristo con María» [87]. Es un espléndido desarrollo de la singular relación entre Jesús y su Madre en su dimensión salvadora [88]. Sintéticamente podría decirse que esta práctica devocional mariana muestra que su fundamento es la alabanza y adoración a Jesús, en quien debe finalizar toda oración. Es hondamente sugerente el valor cristológico que da a la cláusula con que finaliza la parte laudatoria del Ave María —es decir a la invocación del nombre Jesús— considerado como la cúspide a la que se orienta toda esta parte evangélica del Ave María, y, a la vez, es como la bisagra fundante de la parte segunda de esta oración [89].
En el capítulo II se enlaza de un modo lógico y natural esta dimensión cristológica con la dimensión antropológica del Rosario. Relación ampliamente tratada en el magisterio de Juan Pablo II, quien desde el principio de su pontificado ha glosado repetidamente el luminoso principio teológico del n. 22 de la Gaudium et spes: «el misterio de hombre se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». Esta es una de las riquezas de este documento respecto a los de los anteriores pontífices.
Este principio teológico se palpa con claridad en el Rosario, porque recorriendo la vida de Cristo el creyente se coloca ante el paradigma verdadero de todo hombre y de su entorno vital. Por otra parte la reiteración litánica del Ave María es contemplada por el Papa como «una expresión de amor que no se cansa de dirigir a la persona amada» [90] y como Cristo ha asumido una naturaleza humana sintoniza con ese modo de proceder.
En el capítulo III el Romano Pontífice muestra además la dimensión trinitaria, porque, en el rezo meditativo del Rosario, Cristo con María nos conducen a la intimidad del Padre por el Espíritu; es decir, a saborear la vida intra-trinitaria, que es la cima de toda la contemplación cristiana. Por eso recomienda que el Gloria, con que termina cada decena, se recite con una entonación sobresaliente. Aconseja, por ejemplo, que esa doxología sea cantada, en la recitación pública del Rosario, para enfatizar su importancia [91].
También hace notar su dimensión eclesial, no sólo por su origen, sino también por su estructura y finalidad. Llama la atención que ponga el acento de esta dimensión eclesial en la recitación del Padrenuestro, pues al considerar en esta oración a Dios como el Padre común de todos los hombres se originan intensos lazos de solidaridad y fraternidad entre todos ellos. Por otra parte, al recordar en el Ave María la escena de la Anunciación en el que María acepta la maternidad divina, con ese mismo fiat se convierte en «verdadera madre de los miembros de Cristo, porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella Cabeza» [92].
b) Valores espirituales acentuados en la Exhortación Apostólica
En primer lugar en este documento se recalca continuamente el carácter contemplativo del Rosario. Más aún, el Papa afirma que es «una oración marcadamente contemplativa» [93], porque la contemplación pertenece a su propia esencia, tal como escribió Pablo VI: «sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas» [94]. Esta oración «favorece a los fieles ese compromiso de la contemplación del rostro de Cristo» [95], en especial porque María es el modelo insuperable de la contemplación cristiana [96]. La meditación atenta y dócil de los misterios del Rosario unida a ese silencio orante se transforma en una conversación cada vez más fructífera con Jesús siempre vivo, a través de María, que nos atrae hacia Él y desde Él se accede, por el Espíritu Santo, hasta el Padre.
El Rosario es, además, una oración sencilla [97], por su origen, por su evolución histórica y especialmente por su estructura. Esta devoción, tan querida para la tradición popular, conduce al centro del misterio de la salvación, pues «al repetir la invocación del Ave María podemos profundizar en los acontecimientos esenciales de la misión del Hijo de Dios en la tierra, que nos ha transmitido el Evangelio y la Tradición» [98]. Es una oración «fácil y al mismo tiempo tan rica» [99] y puede ser rezada por todo tipo de cristianos: «pienso en vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros jóvenes: tomad con confianza entre las manos el rosario» [100].
Por otra parte el Rosario tiene una patente dimensión catequética. La enunciación de los misterios, en especial con la adición de los «misterios de luz», constituye un resumen fácilmente asimilable y, por tanto, de gran valor pedagógico, que muestra la vida salvadora de Cristo de una forma ordenada y progresiva. En esta devoción se compagina la absoluta sencillez y claridad de sus fórmulas con una presentación asequible de los puntos básicos del kérigma cristiano.
El Rosario posee una clara proyección místico-orante, ya que enseña «el secreto para abrirse más fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido de Cristo» [101]. Ese secreto «es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha» [102]. Asumiendo este camino, el Rosario poco a poco nos sitúa por encima de la mera oración vocal y de la meditación discursiva o razonada. Se ha comparado este camino ascensional con el movimiento helicoidal que describen algunos pájaros para remontarse a las alturas.
«En el recorrido espiritual del Rosario (...) este exigente ideal de configuración con Cristo se consigue a través de una asiduidad que pudiéramos decir amistosa» [103], que nos introduce de forma natural en su vida y nos hace compartir sus sentimientos [104]. Entonces el cristiano en la quietud de su mente y en el silencio de su corazón es transportado místicamente, a través de María, a la presencia del Dios Uno y Trino.
Es patente que esta oración tiene una aplicación directa en la vida del creyente. El Papa sostiene que «el Rosario no aleja de la realidad, sino que ayuda a vivir en ella unidos interiormente a Cristo dando testimonio del amor de Dios» [105]. Además, la recitación ordenada de los misterios —en especial con la incorporación de los misterios de luz— va mostrando las escenas de la vida Cristo de forma cronológica, comenzando por su generación y finalizando con su glorificación. En esta panorámica diacrónica toda persona que reza se ve reflejada en Cristo como su paradigma.
El Rosario es una devoción que nos conduce a la vida litúrgica. En una entrevista que, con motivo de esta Exhortación, hicieron al Prof. De Fiores —prestigioso mariólogo montfortiano profesor de la Facultad Marianum— afirma que esta devoción «es la única oración que lleva a la vida personal el misterio celebrado litúrgicamente» [106]. A pesar de que cabría matizar esa expresión —pensamos que no es la «única»—, es evidente la relación estrecha entre el Rosario y la Liturgia, porque «si la Liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable. En efecto, penetrando, de misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado profundamente y forje la propia existencia» [107].
c) Perspectiva ecuménica de la Exhortación
El documento papal ha abierto también nuevos cauces en el diálogo ecuménico. He aquí una reflexión realizada por un teólogo evangélico-reformado, el profesor Stephan Tobler de la Universidad de Tubinga (Alemania), en una entrevista realizada en la Radio Vaticana con motivo de esta Exhortación: «El relanzamiento del Rosario como oración cristológica puede contribuir a la unidad de los cristianos. No sólo puede purificar las distorsiones de los católicos en su devoción a María, sino que también puede derribar en las Iglesias de la Reforma los obstáculos del pasado».
Y a continuación añade: «Creo que las Iglesias evangélicas pueden re-descubrir a María como la imagen de la persona completamente abierta a Dios con su fiat, con su Haced lo que Él os diga, con su estar bajo la Cruz, con su estar presente silenciosamente entre los discípulos», son palabras del mismo teólogo que abren un portillo a una comprensión más correcta de la Virgen y que supone una apertura patente en el papel de María en el misterio de Cristo.
Al final de esa entrevista el Prof. Tobler dice que esta Exhortación puede ser un buen instrumento en el diálogo católico-protestante: «Estoy convencido, dice, que si los católicos rezan el Rosario como se propone en esta carta apostólica y si los evangélicos reconocen y redescubren sin prejuicios este nuevo modo de concebir el Rosario, entonces será una ocasión favorable, pero hay que trabajarlo».
Queremos finalizar con unas palabras que resumen los deseos de Juan Pablo II al proponer a todos los católicos la práctica habitual del esta plegaria tradicional. En primer lugar desea que el Rosario, rezado con fe y devoción diariamente nos ayude a experimentar en nuestra existencia la centralidad del misterio de Jesús, Redentor del hombre, y también la ternura y el amor materno de María [108].
En segundo lugar el papa pide que utilicemos el Rosario para suplicar a Dios la paz: «El Rosario es una oración orientada por su propia naturaleza a la paz. En este Año del Rosario, los cristianos están llamados a dirigir su mirada a Cristo, Príncipe de la paz, para que en los corazones y entre los pueblos prevalezcan pensamientos y gestos de justicia y de paz» [109]. La segunda súplica que pone bajo su protección es el cuidado de las familias pues «el Santo Rosario, por antigua tradición, es una oración que se presta particularmente para reunir a la familia» [110], ya que «la familia que reza unida, permanece unida» [111] y por eso exhorta a los esposos «a no descuidar nunca esta meditación de los misterios de Cristo, hecha con la mirada de la Virgen» [112].
Juan Luis Bastero de Eleizalde en revistas.unav.edu/
Notas:
1. JUAN PABLO II, Cart. Apost., Rosarium Virginis Mariae, n. 2.
2. LEÓN XIII, Enc. Supremi Apostolatus officio, n. 1, en H. MARÍN, Documentos Marianos (D.M.), Madrid 1954, n. 327.
3. Ibídem, n. 2, D.M., n. 331.
4. Ibídem, n. 5, D.M., n. 335.
5. Previamente León XIII publicó las encíclicas Superiore anno el 30 de agosto de 1884, donde insiste en la perseverancia en el rezo del Santo Rosario y la Quam pluries el 15 de agosto de 1889 en ésta se nos invita a acudir —junto a la práctica del Rosario— a la intercesión de San José que, por ser esposo de María y padre nutricio de Jesús, es considerado «especial patrono de la Iglesia».
6. LEÓN XIII, Enc. Octobri mense, n. 5, D.M., n. 376.
7. Ibídem, n. 6, D.M., n. 377.
8. Cf. ibídem, n. 11, D.M., n. 382.
9. Ibídem, n. 12, D.M., n. 383.
10. Cf. LEÓN XIII, Enc. Magnae Dei Matris, n. 8, D.M., n. 396.
11. Ibídem, n. 8, D.M., n. 396.
12. LEÓN XIII, Enc. Laetitiae sanctae, n. 2, D.M., n. 401.
13. Ibídem, n. 4, D.M., n. 403.
14. Ibídem, n. 8, D.M., n. 407.
15. Cf. ibídem, n. 7, D.M., n. 406.
16. LEÓN XIII, Enc. Iucunda semper, n. 2, D.M., n. 410.
17. Ibídem, n. 6, D.M., n. 414.
18. Ibídem, n. 8, D.M., n. 416.
19. LEÓN XIII, Enc. Adiutricem populi, n. 12, D.M., 435.
21. Los textos magisteriales de los papas S. Pío X y Benedicto XV sobre el Santo Rosario son marginales y de tono menor y no aportan nada significativo a la doctrina y praxis de esta devoción.
22. S. BERNARDO, Sermo in Nativitate Beatae Maríae Virginis, cf. S. BERNARDO, Obras completas, tomo IV. Madrid 1986, p. 425.
23. Cf. PÍO XI, Enc. Ingravescentibus malis, n. 3, D.M., n. 657, AAS 29 (1937) 377.
24. Ibídem, n. 4, D.M., n. 658.
25. Ibídem, n. 5, D.M., n. 659.
26. Pío XII además de la encíclica que comentamos promulgó ocho cartas y un numeroso número de discursos sobre la devoción del Santo Rosario.
27. PÍO XII, Enc Ingruentium malorum, n. 3, D.M., n. 827; S. IRENEO, Adversus haereses, III, 22, PG 7, 959.
28. Cf. ibídem, n. 3, D.M., n. 827.
30. E.D. STAID, Rosario, en S. FIORES-S. MEO, Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988, p. 1735.
31. JUAN XXIII, Enc. Grata recordatio, n. 1, AAS 51 (1959) 674.
32. Ibídem, n. 1, AAS 51 (1959) 675.
33. JUAN XXIII, Exh. Ap. Il religioso convegno, n. 4, AAS 53 (1961) 642.
34. Ibídem, n. 8, AAS 53 (1961) 642.
35. Ibídem, n. 13, AAS 53 (1961) 643.
36. Ibídem, n. 16, AAS 53 (1961) 643-644.
37. 37. Ibídem, n. 19, AAS 53 (1961) 644.
38. 38. Ibídem, n. 21, AAS 53 (1961) 645.
39. 39. Ibídem, n. 25, AAS 53 (1961) 646.
40. 40. Ibídem, n. 32, AAS 53 (1961) 647.
41. Este apéndice fue reeditado por «L’Osservatore Romano» el 10 de febrero de 1962. En español está publicado con el título El Rosario, Villava 1963.
42. CONCILIO VATICANO II, Cons. Lumen gentium, nn. 66-67.
44. Cf. PABLO VI, Discurso a los participantes al II Congreso Internacional Dominicano del Rosario, en Insegnamenti di Paolo VI, (1963), pp.463-464.
45. PABLO VI, Enc. Christi Matri, n. 4, en «Ecclesia» 1966, p. 2238.
46. Cf. CONCILIO VATICANO II, Cons. Lumen gentium, n. 67.
47. PABLO VI, Enc. Christi Matri, n. 4, en «Ecclesia» 1969, p. 2238.
48. En esta Bula S. Pío V establecía la forma de rezar el Rosario que ha estado en uso hasta el presente.
49. En la Audiencia General del miércoles 8 de octubre Pablo VI explica que el motivo de esta Exhortación se debe a su preocupación por los acontecimientos que suceden en el Vietnam, en África, en el Oriente Medio y en Irlanda. «Ha sido este conjunto de razones el que nos ha inducido a dirigir a la Iglesia nuestra exhortación, (...) Aquí deberemos hablar del Rosario y decir por qué una piadosa práctica de devoción se ha convertido por sí misma en motivo, más que objeto, de una fiesta particular; pero lo que nos urge recordar a vuestra atención y a vuestra piedad es la conveniencia de que todos nosotros tomemos en la mano la corona del Rosario y con la sencillez y el fervor de los humildes (...) lo debemos recitar; sí por la paz de la Iglesia y por la paz del mundo» en «Ecclesia» 1969, p. 1404.
50. PABLO VI, Exh. Recurrens mensis october, n. 2, en «Ecclesia» 1969, p. 1405.
51. PABLO VI, Audiencia General 8.X.1969, en Ecclesia 1969, p. 1404.
52. J. RATZINGER-H.U. VON BALTHASAR, María, Iglesia naciente, Madrid 41999, p. 17.
53. J.L. BASTERO, Virgen Singular, Madrid 2001, p. 14.
54. Cf. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 41, AAS 66 (1974) 152.
55. Cf. ibídem, nn. 42-43, AAS 66 (1974) 152-154.
56. Cf. ibídem, n. 44, AAS 66 (1974) 154.
57. PÍO XII, Epist. Philippinas insulas ad Archiepiscopum Manilensis, AAS 38 (1946) 419.
58. Cf. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 45, AAS 66 (1974) 154-155.
60. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 46, AAS 66 (1974) 155.
61. Ibídem, n, 47, AAS 66 (1974) 156.
62. Ibídem, n. 48, AAS 66 (1974) 156.
63. Cf. CONCILIO VATICANO II, Cons. Sacrosanctum Concilium, n. 13.
64. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 48, AAS 66 (1974) 157.
65. Ibídem, n. 48, AAS 66 (1974) 157.
66. Ibídem, n. 49, AAS 66 (1974) 158-159.
67. Ibídem, n. 50, AAS 66 (1974) 159.
68. Ibídem, n. 54, AAS 66 (1974) 161.
69. Ibídem, n. 55, AAS 66 (1974) 162.
70. JUAN PABLO II, Despedida en el aeropuerto de Fiumicino el 25.I.1979, en Documentos Palabra (DP-23) 1979, p. 24. Cf. A la Virgen y a los peregrinos en el Santuario de Fátima, 12.V.1982, n. 7, (DP-138) 1981, p. 170.; Homilía en el Santuario de Kalwaria Zebrzydowska, 19.VIII.2002, n. 5, en «L’Osservatore Romano» 23.VIII.2002, p. 10.
71. Id., Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 2, (DP-155) 2002, p. 175.
72. 72. Id., Homilía del 29.IV.1979, n. 3, (DP-147) 1979, p. 163.
73. Id., Homilía en el Santuario de Pompeya, 21.X.1979, nn. 4-5, (DP-353) 1979, p. 400.
74. Id., Ángelus en Pompeya, 21.X.1979, n. 1, (DP-354) 1979, p. 400.
75. Id., A la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, 7.III.1980, n. 3 (DP-68) 1980, p. 79.
76. Cf. Id., Homilía en Kisangani, 5.V.1980, n. 9, (DP-129) 1980, p. 163; Homilía en la Basílica de Aparecida, 4.VII.1980, n. 9, (DP-192) 1980, p. 260.
77. Cf. Id., A los peregrinos de Reggio Emilia y Guastalla, 4.X.1980, n. 4, (DP-255), p. 339; En el Ángelus en Otranto, 5.X.1980, n. 1, (DP-257) 1980, p. 341.
78. Cf. Id., Homilía en la beatificación de Juan Luis Orione, Mª Ana Sala y Bartolo Longo, 26.X.1980, n. 4, (DP-279) 1980, p. 368; En el Ángelus, 25.X.1987, (DP-164) 1987, p. 248.
79. Cf. Id., Audiencia general, 7.X.1981, n. 6, (DP-184) 1981, p. 223; En el Regina Coeli, 1.V.1982, n. 3, (DP-132) 1982, p. 164; A la Virgen y a los peregrinos en el Santuario de Fátima, 12.V.1982, nn. 4 y 5, (DP-138) 1981, p. 169; Al Rosario viviente, 25.IV.1987, n. 4, (DP-74) 1987, p. 125; Durante la celebración mariana en Conakry, 25.II.1992, n. 3, (DP-30) 1992, p. 55; Audiencia general, 5.XI.1997, n. 2, (DP-161) p. 210.
80. Cf. Id., Encuentro con los peregrinos, 30.IX.1981, (DP-176) 1981, p. 215; Audiencia general, 5.XI.1997, n. 2, (DP-161) p. 210; Audiencia general, 16.X.2002, n. 4.
81. Cf. Id., Audiencia general, 28.X.1981, n. 1, (DP-206) 1981, pp. 243-244; En Lourdes, 14.VIII.1983, (DP-220) 1983, p. 248; En el Ángelus, 23.X.1983, (DP-287) 1983, p. 321; En el Ángelus, 30.X.1983, (DP-299) 1983, p. 335; En el Ángelus, 6.XI.1983, (DP-307) 1983, p. 342; Al Rosario viviente, 25.IV.1987, n. 2, (DP-74) 1987, p. 125; En el Ángelus, 25.X.1987, (DP-164) 1987, p. 248; Durante la celebración mariana en Conakry, 25.II.1992, n. 3, (DP-30) 1992, p. 55; En el Ángelus, 14.X.2001, n. 1, (DP-154) 2001, p. 163.
82. Cf. Id., Al Rosario viviente, 25.IV.1987, n. 4, (DP-74) 1987, p. 125.
83. Cf. Id., En el Ángelus, 14.X.2001, n. 1, (DP-154) 2001, p. 163.
84. Id., Audiencia general, 16.X.2002, n. 2.
85. Hay solamente dos misterios —el 4º y 5º gloriosos— que no están de forma explícita en la Sagrada Escritura, sin embargo se puede afirmar que toman de ella su inspiración y están contenidos implícitamente en ella, cuando se lee la Escritura según la mente de la Iglesia.
86. «Cinco momentos significativos —misterios luminosos— de esta fase de la vida de Cristo: 1) su bautismo en el Jordán; 2) su auto-revelación en las bodas de Caná; 3) su anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4) su Transfiguración; 5) la institución de la Eucaristía» JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 21, (DP-155) 2002, p. 179.
87. Ibídem, nn. 13-17, (DP-155) 2002, pp. 177-178.
88. «Para potenciar el significado cristológico del Rosario la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, integra los tradicionales tres ciclos de misterios —el de alegría, el del dolor, el de gloria— con un nuevo ciclo: los misterios de la luz que afectan a la vida pública de Cristo», JUAN PABLO II, En el Ángelus, 27.X.2002, n. 2.
89. Cf. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 33, (DP-155) 2002, p. 182.
90. Ibídem, n. 26, (DP-155) 2002, p. 181.
91. Ibídem, n. 34, (DP-155) 2002, p. 182.
92. SAN AGUSTÍN, De s. virginitate, 6 PL 40, 399. CONCILIO VATICANO II, Cons. Lumen gentium, n. 53.
93. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 12, (DP-155) 2002, p. 177.
94. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 47, AAS 66 (1974), 156.
95. JUAN PABLO II, En el Angelus, 27.X.2002, n. 1.
96. Cf. Id., Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 10, (DP-155) 2002, p. 177.
97. Cf. Id., Audiencia general, 16.X.2002, n. 4.
99. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 43, (DP-155) 2002, p. 184.
100. Ibídem, n. 43, (DP-155) 2002, p. 184.
101. Ibídem, n. 24, (DP-155) 2002, p. 180.
102. Ibídem, n. 24, (DP-155) 2002, p. 180.
103. Ibídem, n. 15, (DP-155) 2002, p. 178.
105. JUAN PABLO II, En el Ángelus, 27.X.2002, n. 3.
106. S. DE FIORES, Entrevista hecha por Zenit el día 21 de octubre de 2002.
107. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 13, (DP-155) 2002, p. 177.
108. Cf. JUAN PABLO II, Audiencia general, 16.X.2002, in fine.
109. JUAN PABLO II, En el Angelus, 27.X.2002, n. 3.
110. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 41, (DP-155) 2002, p. 183.
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