1. La dignidad personal
Es frecuente que, en la actualidad, se utilice, en el lenguaje corriente, la expresión "calidad de vida" para referirse a la dignidad del hombre. Con ello, parece que la dignidad de la vida humana dependa de los modos de vivir. Aunque sea un deber para todos intentar la mejora de la calidad de la vida humana, o el progreso humano y espiritual del hombre, sin embargo, la dignidad básica del hombre no está en su modo de vivir, sino en su propia persona, que tiene siempre la misma dignidad. Desde su inicio hasta su fin. De ahí que los derechos humanos, el primero de ellos es el de la vida, son independientes del modo de vivir, tanto en el aspecto biológico, cultural –se es igualmente persona con o sin salud, con cultura o sin ella– y ético –hay buenas y malas personas, pero todas son personas–, y en cualquier otro. La vida humana tiene que estar de acuerdo con la dignidad del hombre, pero el modo de ser esta vida no constituye su dignidad.
Se puede dar una profunda explicación metafísica de este hecho. Siguiendo la definición clásica del pensador romano Boecio y a las reflexiones de San Agustín, Santo Tomás descubrió que el constitutivo personificador, lo que hace que el hombre, o mejor, un individuo de esta naturaleza, sea una persona, es su "ser" propio. Según su metafísica del ser, todas las perfecciones de las cosas son expresadas por su esencia, y se resuelvan en último término en el acto del ser. La persona, a diferencia de todo lo demás, sin la mediación de algo esencial, directamente se refiere al ser.
El ser propio de cada persona es el que le da a su dignidad el carácter de permanencia, actualidad y de idéntico grado. En cambio, si el constitutivo formal de la persona fuese alguna propiedad o característica, aunque fuese esencial, el hombre no sería siempre persona. Todos los atributos de la esencia individual humana cambian en sí mismos o en diferentes aspectos, en el transcurso de cada vida humana. Pueden incluso considerarse en algún momento en potencia, o en hábito, pero no siempre en acto. Además, como son poseídos en distintos grados, según los individuos y las diferentes circunstancias individuales, habrían entonces distintas categorías de personas.
Precisamente, por significar directamente el ser propio, se infiere, por una parte, que la realidad personal se encuentra en todos los hombres. Ser persona es lo más común. Está en cada hombre, lo que no ocurre con cualquiera de los atributos humanos, que se explican por la naturaleza. Todos los hombres y en cualquier situación de su vida, independientemente de toda cualidad, relación, o determinación accidental y de toda circunstancia biológica, psicológica, cultural, social, etc., son siempre personas en acto.
Por otra, que todo hombre es persona en el mismo grado. En cuanto personas todos los hombres son iguales entre sí, aún con las mayores diferencias en su naturaleza individual, y, por ello, tienen idénticos derechos inviolables. Nunca son ni pueden convertirse en "cosas". Como hombres somos distintos en perfecciones, como personas, absolutamente iguales en perfección y dignidad.
En la noción de persona, en la que se expresa directamente el ser, se alude igualmente de modo inmediato al ser participado en un grado máximo, en el del espíritu. Persona nombra rectamente al máximo nivel de perfección, dignidad, nobleza y perfectividad, muy superior a la de su naturaleza. Tanto por esta última como por su persona, el hombre posee perfecciones, pero su mayor perfección y la más básica es la que le confiere su ser personal. En nuestra época, es conveniente recordar que la dignidad de la persona no se valora por su capacidad de hacer y producir, sino por su mismo ser.
La persona indica, por consiguiente, lo más digno y lo más perfecto del mundo. "La persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza" [1], o como dice también Santo Tomás: "Es lo más digno de toda la naturaleza" [2]. De este modo, expresa también lo que posee "más" ser, y, por lo mismo, lo más unitario, lo más verdadero, lo más bueno y lo más bello.
Su mayor posesión de estas realidades trascendentales explica que sea "un ente capaz de ser un fin en sí mismo", y, consecuentemente, "un ser capaz de amar y ser amado con amor de donación" [3]. Siguiendo a Aristóteles, Santo Tomás sostenía que amar es querer el bien para alguien [4]. También que hay dos especies de amor humano: el amor de posesión y el amor de benevolencia o de donación. El amor de posesión, que se tiene a los seres irracionales, y que por aberración puede tenerse a las personas, no es desinteresado, porque en el fondo es amor de sí. Aunque hay un objeto amado, el amor no se detiene en él, sino que vuelve al sujeto del que parte. En cambio, el amor de donación, que merecen las personas, no es interesado, porque sólo se busca el bien de lo amado, que aparece como un fin del mismo sujeto.
Con la tesis de que la persona es el máximo bien y, por tanto, un fin en sí misma, Santo Tomás inicia una de sus obras, el Comentario a la Metafísica de Aristóteles, afirmando que: "Todas las ciencias y las artes se ordenan a una sola cosa, a la perfección del hombre, que es su felicidad" [5].
La persona designa siempre lo singular o lo individual, al hombre concreto existente, que es el único que puede ser feliz. Las cosas no personales, son estimables por la esencia que poseen. En ellas, todo se ordena, incluida su singularidad, a las propiedades y operaciones específicas de sus naturalezas. De ahí que los individuos solamente interesan en cuanto son portadores de ellas. Todos los de una misma especie son, por ello, intercambiables. No ocurre así con las personas, porque interesa en su misma individualidad, en su personalidad. A diferencia de todos los demás entes singulares, la persona humana es un individuo único, irrepetible e insustituible. Merece, por ello, ser nombrado no con un nombre que diga relación algo genérico o específico, sino con un nombre propio, que se refiera a él mismo [6].
A cada una de las personas, en su concreción y singularidad, tal como significa el término persona [7], se subordinan únicamente todas las ciencias, teóricas y prácticas, las técnicas, las bellas artes, toda la cultura y todas sus realizaciones. Siempre y todas están al servicio de la persona humana. A la felicidad de las personas, a su plenitud de bien o la perfección –especulativa, moral, estética, biológica, o de otra dimensión–, es aquello a lo que deben estar dirigidos todos los conocimientos científicos, sean del orden que sean, e igualmente la misma tecnología, y todo lo que hace el hombre [8].
Todo lo natural y cultural es siempre relativo a la persona. No hay nada, en este mundo, que sea un absoluto, todo esta siempre referido a la felicidad de las personas, el único absoluto en el orden creado. Todo se ordena o está al servicio de las personas humanas, porque tienen la primacía en todo orden natural o humano. Todo es un medio para la persona, todo está a su servicio. Cada persona, en su singularidad, es lo sumo y lo supremo.
Los derecho humanos primordiales, como el de la vida, derivan directamente de la dignidad de la persona. Todo ser humano posee derechos por el mero hecho de ser persona. La universalidad e indivisibilidad de los derechos humanos, así como su carácter indisponible e inalienable se fundamentan en la "dignidad intrínseca" del hombre, tal como se indica en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que es la del ser personal.
2. El derecho a la verdad
El respeto a la dignidad de la persona humana exige también el de su derecho a la verdad. El hombre tiene derecho a la verdad, basado en el correspondiente deber de afirmar absolutamente la verdad [9]. El derecho a la verdad se específica en el derecho a los bienes de la cultura, que incluye el de la educación, el derecho a la información y el derecho a la expresión. El derecho a la información, que tanto interés despierta en al actualidad, se puede definir como: "el derecho que tienen los ciudadanos a conocer los hechos públicos que atañen al bien común, sea para favorecerlo, sea para dañarlo" [10]. Sobre este último, pero también sobre la manifestación de las verdades culturales, se da un tipo de vulneración, que se denomina "manipulación".
La expresión "manipulación" significa la acción de realizar operaciones con las manos en o con un objeto para conseguir un resultado o un producto. Se refiere así al uso de las cosas. Este es el aspecto que se toma cuando se emplea el término en sentido metafórico, para expresar la conducción de los hombres como si fuesen cosas, tratándoles como si no tuviesen el derecho a la verdad ni el derecho de la libertad para conseguir el bien, que les corresponde por el hecho de ser personas.
En una reciente obra sobre la manipulación, explica su autor, el profesor Alfonso López Quintás: "La manipulación significa un modo de manejo fácil, cómodo y arbitrario de personas y grupos. Este manejo no es, obviamente, de orden físico sino espiritual: afecta a la inteligencia, la voluntad y el sentimiento de las gentes. El demagogo manipulador intenta modelar la mente de las personas, impulsar su voluntad, configurar su sensibilidad y su sentimiento, orientar su capacidad creadora... Esta múltiple forma de vasallaje constituye el medio más radical y eficaz para dominar a personas y pueblos por vía de asedio interior, no desde fuera, mediante la violencia, sino desde dentro" [11].
El asedio interior de la manipulación es mucho más efectivo que el exterior. "Cuando una persona ve agredida desde fuera sus convicciones íntimas, sus sentimientos más entrañables, sus ideales más elevados, suele tomar distancia respecto al agresor, atrincherarse en sí misma y disponerse a la resistencia. La conciencia de hallarse en peligro suscita una mayor unión entre quienes comparten ideas, sentimientos e ideales. Este acrecentamiento de la unidad realizado por razones nobles refuerza los vínculos y aviva el espíritu comunitario" [12].
Podría decirse que el primer intento de manipulación del hombre se narra en el Génesis. Se da en el ámbito de lo que hoy diríamos de la información. El espíritu maligno comienza con una pregunta, con una entrevista o interviú: "¿Con que os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?" [13].
Después de la respuesta afirmativa y la ampliación de detalles del hecho, o noticia, tal como se diría en la actualidad -"Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: 'No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir" [14]-, corrige la respuesta: "No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" [15].
Como comenta Karol Wojtyla, en Signo de contradicción: "El hombre queda asombrado ante estas palabras. El espíritu maligno se deja reconocer e individualizar no a través de una definición cualquiera de su ser, sino exclusivamente por el contenido de sus palabras" [16].
En primer lugar, por la negación. En Fausto, de Goethe, Mefistófeles a la pregunta del sabio doctor: "Quién eres", responde: "Soy un espíritu que continuamente estoy negando la evidencia de las cosas" [17]. Actitud que se da en muchas manipulaciones actuales.
En segundo lugar, por la mentira. El "padre de la mentira" [18], como indica Wojtyla: "Empieza con la primera mentira: mentira que podría definirse como un simple error de información; incluso podría reconocerse en aquella una cierta apariencia de búsqueda de la información correcta" [19].
Procura persuadir al hombre que no es lo que ya es, y que así realmente deje de serlo, en aquel caso "dioses", cuando ya lo eran por la gracia –que comunica al hombre la misma naturaleza divina, en una cierta medida o proporción, originando una verdadera filiación, aunque no natural sino adoptiva, pero intrínseca– y que por seguir esta manipulación perdieron. En muchas de las manipulaciones actuales, para que el hombre pueda alcanzar la verdad y bien, al que se siente llamado, se le hace creer que no posee ninguna, y de este modo la pierda definitivamente y quede instalado en el error y el mal.
3. El mal en la verdad práctica
La manipulación es mas eficiente en las verdades de orden práctico. Es más fácil influir con graves errores prácticos que con teóricos. Como consecuencia del éxito de la primera manipulación, indica Santo Tomás que: "La naturaleza humana quedó más corrompida por el pecado en cuanto al apetito del bien que en cuanto al conocimiento de la verdad" [20]. La razón que aporta es la siguiente: "La infección del pecado original (...) mira primariamente a las potencias del alma. Luego, debe fijarse, ante todo, en aquella que nos da la primera inclinación al pecado. Como ésta es la voluntad, síguese que el pecado original se fija, ante todo, en la voluntad" [21].
Además, los hombres en general, por su inteligencia natural o espontánea, por el llamado "sentido común", no se dejan engañar fácilmente por el error en la forma filosófica y racional, pero, en cambio, por su generosidad natural, que les impide ser más analíticos, se dejan dominar en el orden práctico, en las cuestiones éticas.
Como explica el Aquinate, al sucumbir a la tentación, el hombre cayó en el pecado de soberbia, o "un apetito desordenado de bienes espirituales" [22]. Concretamente su pecado de soberbia consistió en desear ser semejante a Dios. No deseó la semejanza como "igualdad absoluta", porque comprendía que ello es imposible, sino como de "imitación" de algún bien espiritual, pero excediendo a lo propio de su naturaleza, y, por tanto, desordenadamente.
Hay que tener en cuenta: "El bien espiritual, conforme al cual la criatura puede imitar al Creador, es triple: Primero, imitación en el ser y naturaleza, y esta semejanza con Dios la poseemos desde el momento de la creación, pues fuimos hechos 'a su imagen y semejanza' (Gn 1, 26-27), lo mismo que los ángeles. El segundo modo de imitación se encuentra en el pensamiento. Este modo le fue concedido al ángel desde su creación, por ser 'sello de la divina imagen, lleno de sabiduría' (Ez 28, 12), el hombre la recibió solamente en potencia, como capacidad de adquisición". Todo su saber intelectual lo tiene que adquirir a partir de sus facultades sensibles, sobre las que actúa el mismo entendimiento, que es así intelectual en potencia. "El tercer modo se halla en la actividad, y éste no lo tienen ni el ángel ni el hombre desde el momento de la creación, pues a ambos les falta un intermedio de laboriosidad para conseguir la bienaventuranza", o la felicidad plena.
Puede inferirse de ello que: "El ángel y el hombre desearon ser semejantes a Dios; pero ninguno de ellos pecó por buscar esa semejanza en cuanto a la naturaleza. El hombre la buscó en el orden del conocimiento, de acuerdo con la sugerencia de la serpiente; quiso determinar con las fuerzas naturales qué era bueno y qué era malo y qué cosas buenas o malas habían de acontecer". La soberbia, o deseo desordenado de excelencia, en el hombre tuvo por objeto la facultad intelectual humana de orden práctico, por querer que fuese totalmente creativa. Quiso que poseyera el poder de determinar de modo autónomo los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. La razón práctica establecería así su verdad o su ley, y desde ella hombre guiaría sus actos concretos.
En realidad, el hombre quiso incrementar la creatividad, o sustituir función de juzgar y dictaminar de la conciencia por la de únicamente crear. Juan Pablo II, en la encíclica Veritatis splendor, la define como: "El acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora" [23]. Su función primaria es la del conocimiento de sí de los propios actos en su bondad o maldad. Juzga al acto que se va a realizar aquí y ahora. En este sentido la conciencia supone una actividad propia de la persona, un acto del entendimiento que aplica la ley natural general a una conducta concreta. Esta conciencia -que puede llamarse antecedente-, por ser anterior a la realización del acto, en cuanto juzga: "exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona". Sin embargo, tales operaciones no son absolutas, porque: "La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna" [24].
El hombre está obligado a seguir el dictamen de su conciencia, pero no entendida sin esta referencia a la verdad. Sin embargo: "Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia". La verdad entonces ya no es trascendente, sino que surge de la voluntad humana
Al igual que, en la actualidad, se ignora esta función de juzgar y dictaminar de la conciencia, se sustituye por la de únicamente crear. La conciencia tendría así: "El privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia". Cada conciencia en un momento determinado establecería su verdad, y, desde ella, guiaría sus actos concretos. El hombre daría así: "a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal".
Al realizar esta sustitución, sin embargo: "Ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de 'acuerdo con uno mismo', de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral".
Ciertamente existe subjetividad en el juicio moral, porque es necesario que cada persona determine la línea divisoria entre el bien y el mal en una situación concreta, pero haciéndolo con la virtud de la prudencia, que ha procurado adquirir, y con un criterio recto o de acuerdo con la verdad general o principio moral, que ella no crea, sino que descubre como algo objetivo que se le impone. No hay una subjetividad total, sino que la objetividad de la verdad regula la subjetividad de la conciencia.
En esta visión subjetivista de la moralidad, que se encuentra implícita en la primera mentira, y a la que se orientan muchas doctrinas actuales, y algunas explicitan: "Coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo llevado a las extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana" [25]. Se encubre no solo la conciencia personal, en cuanto que deja de ser guía para seguir el camino de la verdad, sino también la verdad del hombre.
Secundariamente, la conciencia recae también sobre el acto ya realizado, aprobándolo si fue bueno o reprobándolo en caso contrario. Esta conciencia, que puede denominarse consiguiente, ya que es posterior al acto, no sólo es juez sino también testigo. "La conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma 'testigo' para el hombre; testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia" [26].
Esta segunda función, que no influye ya en la moralidad del acto como la conciencia antecedente, es importante, porque si declara culpable, la persona pierde la paz y se llena de remordimientos. En la manipulación actual del concepto de conciencia tampoco se tiene en cuenta, y se intenta negar la culpabilidad y la intranquilidad que le acompaña, y, en definitiva, el sufrimiento. No se exige ni el arrepentimiento ni la reparación de la mala acción, cuando sea posible.
La difusión de esta concepción de la ley natural y de la conciencia no sólo afecta a la moral, sino también impide la compresión del mensaje cristiano. Como advertía Lewis: "El cristianismo le dice a la gente que se arrepienta y les promete perdón. Por lo tanto no tiene, que yo sepa, nada que decir a aquellos que no saben que han hecho algo por lo que deban arrepentirse y que no piensan que necesitan perdón" [27]. La manipulación siempre es deshumanizadora y des-cristianizadora e impide, por ello, la cristianización.
4. El mal en la actividad práctica
El hombre, en esta primera tentación, indica también Santo Tomás: "Secundariamente, pecó también deseando ser como Dios en su actividad, tratando de conseguir la bienaventuranza por sus propias energías". Rechazó la ayuda sobrenatural de Dios para conseguir la plenitud de bien, o felicidad, que desea por naturaleza y quiso conseguirla por sí mismo.
Este mismo pecado de soberbia del hombre se parece en este aspecto al de las puras criaturas espirituales. "El diablo pecó buscando una semejanza con Dios directamente en cuanto a su poder" [28].
Tampoco quiso la semejanza como "igualdad absoluta", sino como de "imitación" de algún bien espiritual, pero que excedía a lo propio de su naturaleza, y, por tanto, desordenadamente. No persiguió la primera, porque: "Sabía por conocimiento natural que esto es imposible (...) Y aún cuando esto fuera posible, hubiera sido contrario a su deseo natural de conservar su ser, que no conservarían si se convirtiese en otra naturaleza, y de aquí que ningún ser perteneciente a un grado inferior de la naturaleza puede apetecer el grado de otra naturaleza superior, como no desea el asno ser caballo, porque, si pasase al grado de la naturaleza superior, ya no sería él mismo". Si a nosotros nos parece posible se debe a que: "Nos engaña la imaginación, porque, debido a que el hombre apetece elevarse a un grado superior en cuanto a sus condiciones accidentales, que pueden crecer sin que se destruya el sujeto imaginamos que puede apetecer un grado superior de naturaleza al cual no podría llegar a menos de dejar de ser lo que es".
Apeteció ser como Dios por semejanza de imitación, en cuanto a la actividad. Quiso imitar a Dios, en cuanto a su poder. Lo que es posible de dos modos. El primero si se desea: "En cuanto a aquello en que es capaz una criatura de asemejarse a Dios, y el que de este modo apetece ser semejante a Dios no peca, con tal que aspire a la semejanza con Dios según el orden debido, esto es, a recibirla de Dios". Para alcanzar el fin sobrenatural a que Dios les ha destinado y que es trascendente a toda capacidad de su naturaleza, que es la felicidad sobrenatural, se requiere el don de la gracia de Dios. Nada puede conducir a fin sobrenatural de amistad con Dios que no sea sobrenatural, ya que los medios para un fin deben guardar proporción o consonancia con él. Los medios y el fin tienen que pertenecer al mismo orden.
Sin embargo, añade Santo Tomás, la persona creada: "Peca si aspira a ella por fuero de justicia, como si fuese debido a su esfuerzo y no a la acción divina". Este pudo ser el modo desordenado de imitar la actividad divina de las criaturas espirituales. Pudo desear el fin sobrenatural, pero conseguido por su propio esfuerzo. Si se dio esta posibilidad: "Deseó como último fin la semejanza con Dios que tiene por causa de la gracia, quiso alcanzarla por la virtud de su naturaleza y no con el auxilio divino, según la disposición de Dios y esto concuerda con la opinión de San Anselmo, cuando dice que apeteció aquello mismo a que habría llegado si hubiese perseverado".
Es posible un segundo modo de imitar la actividad divina. "Otra cosa es si alguno apeteciese ser semejante a Dios en lo que no es apto para semejarse a El, como, por ejemplo, el que apeteciese crear el cielo y la tierra, cosa que sólo pertenece a Dios, pues en este apetito hay pecado". Este otro modo distinto de apetecer ser como Dios de la criatura no supuso el deseo de: "Ser semejante a Dios en cuanto a no estar sometido absolutamente a nadie, porque de este modo hubiera querido su propio no ser, ya que ninguna criatura puede existir sino en cuanto participa del ser que Dios le comunica, sino que su deseo de ser semejante a Dios consistió en apetecer como fin último de la bienaventuranza las cosas que podía conseguir por la virtud de su naturaleza, desviando por ello su apetito de la bienaventuranza sobrenatural, que proviene de la gracia de Dios". Implica por tanto un rechazó del fin sobrenatural, concedido por la gracia de Dios, e incluso una modificación de la misma inclinación sobrenatural a la visión de Dios en su intimidad. Quiso únicamente su fin último natural, la felicidad natural o conocimiento contemplativo de Dios como creador y providente, porque podía alcanzarlo plenamente sin la concesión de medios sobrenaturales, sino sólo con su entendimiento y amor naturales.
Sin embargo, advierte el Aquinate que: "Estas dos explicaciones vienen a coincidir, porque, en realidad, lo que una y otra dicen es que apeteció obtener la bienaventuranza final por su virtud, lo que es propio de Dios". Tanto si la soberbia angélica consistió en buscar su bienaventuranza en el orden de lo sobrenatural o en el de su naturaleza, quiso conseguir la felicidad por su esfuerzo.
Asimismo, como consecuencia de la soberbia, de querer ser semejantes a Dios en tener por sí la felicidad eterna, quiso también poseer el poder de Dios sobre las cosas. La razón es la siguiente: "Como lo que es de por sí es principio y causa de lo que es por otro, de aquella apetencia se siguió que quisiera tener dominio sobre las demás cosas, llevando su perversidad a querer también asemejarse en esto a Dios" [29].
Este primer pecado de los ángeles caídos fue principalmente de soberbia [30], pero secundariamente pudo ser de envidia, vicio, también de tipo espiritual, que consiste en: "entristecerse de los bienes de los otros en cuanto exceden de los propios". El motivo es el siguiente: "La misma razón que el apetito tiene para inclinarse a una cosa, la tiene para rechazar la contraria, y por esto ocurre que el envidioso se duele del bien de otro, por cuanto estima que el bien ajeno, es un obstáculo para el propio. Pero el bien de otro no pudo ser estimado como impedimento del bien a que se aficionó el ángel malo, sino en cuanto apeteció una excelencia singular que quedaba eclipsada por la excelencia de otro. De aquí que, tras el pecado de soberbia, apareciese en el ángel prevaricador el mal de la envidia, porque se dolió del bien del hombre y también de la excelencia divina, por cuanto Dios se sirve del hombre para su gloria en contra de la voluntad del demonio" [31].
5. La verdad divina
A pesar de la divergencia en el tipo de soberbia del hombre y del ángel, de orden teórico en uno y de orden práctico en el otro, hay una coincidencia en la gravedad de su soberbia: "Ambos quisieron ser iguales a Dios, en cuanto que despreciando la ley divina, trataron de constituirse en norma de sí mismos" [32].
Se advierte con ello, una tercera característica del tentador y su tentación, señalada también por Karol Wojtyla: la rebelión. En su diálogo manipulador: "No es sólo autor de la conclusión equivocada. Quiere imponer su propia postura, su propia actitud ante Dios. En realidad, no le importa la 'divinidad del hombre'. Lo que le mueve solamente es comunicar, transmitir al hombre su rebelión, es decir, aquella actitud con la cual él –Satanás– se definió a sí mismo y con la que se situó, por consiguiente, fuera de la verdad, lo que significa fuera de la ley de dependencia del Creador. Este es el contenido de su Non serviam (Jr 2, 20)" [33].
La rebeldía del hombre frente a la verdad y a su autor no fue total: "La tentación de Satanás en este punto supera de manera notable lo que efectivamente fue aceptado por el primer hombre, mujer y varón. Sin embargo, incluso lo que fue aceptado bastaba para trazar la dirección del desarrollo posterior de la tentación del hombre (...) Podemos decir que nos encontramos en el principio, o mejor, en los orígenes de la tentación del hombre, en los orígenes de un larguísimo proceso que se va desarrollando a lo largo de toda la historia" [34].
En la encíclica Veritatis splendor, se nota que: "Al prohibir al hombre que coma 'del árbol de la ciencia del bien y del mal', Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este 'conocimiento', sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna".
El hombre necesita "la verdad de la creación", la "expresión de la sabiduría divina" [35], en que consiste la ley natural. Es cierto que: "el hombre, en su tender hacia Dios –'sólo El es bueno'–, debe hacer libremente el bien y evitar el mal, pero para esto el hombre debe poder distinguir el bien y el mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre, del esplendor del rostro de Dios" [36].
En la actualidad: "Olvidando (...) que la razón humana depende de la Sabiduría divina –y en el estado actual de naturaleza caída, también de la necesidad–, así como la realidad activa e innegable de la divina Revelación para el conocimiento de verdades morales e incluso de orden natural, algunos han llegado a teorizar una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo. Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente 'humana', es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana" [37].
Es una actitud que recuerda a "quienes pretenden afirmar al hombre a costa de Dios". Refiriéndose a ella se dice en Signo de contradicción: "He aquí el nivel más profundo de ese proceso secular de la tentación del hombre, de la historia de la negación" [38].
En nuestra época, se hace, por tanto, más necesario volver a redescubrir la verdad de la ley natural, que incluso demostrar la existencia y naturaleza de Dios. Para demostrar la existencia de la ley natural, Lewis hacia notar que, en nuestra vida cotidiana invocamos a una conducta tipificada o ejemplar, que suponemos conocida por todos. Así, por ejemplo, una discusión se pueden oír palabras como estas: "'¿Qué te parecería si alguien te hiciera a ti algo así? 'Ese es mi asiento; yo llegué primero' 'Déjalo en paz, no te está haciendo ningún daño' '¿Por qué vas a colarte antes que yo?' 'Dame un trozo de tu naranja; yo te di un trozo de la mía' 'Vamos, lo prometiste'" [39].
Con estas expresiones, no se quiere decir únicamente que desagrada un comportamiento concreto del otro, sino que se está apelando a un modelo de conducta, que se espera que el interlocutor conozca. Este último, por su parte, no negará este modelo, sino que probablemente procurará argumentar que hay, en este caso, una justificación que le exime de seguirlo. Ambos actúan, en definitiva, como si tuvieran presente una "regla de juego limpio" o alguna ley, en la que están de acuerdo los dos.
En realidad la tienen muy presente, porque: "Si no la tuvieran podrían, por supuesto, luchar como animales, pero no podrían discutir en el sentido humano de la palabra". En la discusión se intenta probar que el otro está equivocado, y no tendría ningún sentido intentarlo, si no se tuviera la convicción entre los que discuten que existe implícitamente: "Un determinado acuerdo en cuanto a lo que está bien y lo que está mal, del mismo modo que no tendría sentido decir que un jugador de fútbol ha cometido una falta a menos que hubiera un determinado acuerdo sobre las reglas de fútbol" [40]. El hecho ordinario de la discusión prueba la existencia de un acuerdo común sobre lo que está bien y lo que está mal, y, por tanto, sobre una ley moral.
Esta ley moral es la ley natural. Ley que se denomina natural, porque se conoce por el hecho de poseer naturaleza humana. No es necesario aprenderla, aunque hayamos sido educados según ella. Tampoco es una convención social. En la actualidad, para negar la ley natural, como advierte Lewis, se afirma que: "Si hemos aprendido una cosa de nuestros padres o maestros, tal cosa debe ser sencillamente una convención humana. Pero naturalmente no es así. Todos hemos aprendido las tablas de multiplicar en el colegio (...) pero no se sigue de esto que las tablas de multiplicar sean sólo una convención humana, algo que los seres humanos han inventado para sí mismos y podrían haber hecho diferentes si lo hubieran querido" [41].
Un segundo hecho que muestra la existencia de esta ley es su mismo incumplimiento. En el estado actual, por las solas fuerzas de su naturaleza, el hombre no puede hacer todo el bien al que se siente imperado y del que nadie es dispensado. De manera que: "Ninguno de nosotros guarda realmente la ley de la naturaleza (...) no consigo cumplir muy bien con la ley de la naturaleza, y en el momento en que alguien me dice que no la estoy cumpliendo empieza a fraguarse en mi mente una lista de excusas (...) son una prueba más de cuan profundamente, nos guste o no, creemos en la ley de la naturaleza. Si no creemos en un comportamiento decente, ¿por qué íbamos a estar tan ansiosos de excusarnos por no habernos comportado decentemente? La verdad es que creemos tanto en la decencia –tanto sentimos la ley de la naturaleza presionando sobre nosotros– que no podemos soportar enfrentarnos con el hecho de transgredirla, y en consecuencia intentamos evadir la responsabilidad" [42].
Es cierto que también se aprenden comportamientos convencionales, como el circular por la derecha, pero las leyes naturales no son de este tipo. En primer lugar, porque son universales. "Piénsese en un país en el que la gente fuese admirada por huir en la batalla, o en el que un hombre se sintiera orgulloso de traicionar a toda la gente que ha sido más bondadosa con él. Lo mismo daría imaginar un país en el que dos y dos sumaran cinco. Los hombres han disentido en cuanto a sobre quiénes ha de recaer nuestra generosidad –la propia familia, o los compatriotas, o todo el mundo–. Pero siempre han estado de acuerdo en que no debería ser uno el primero. El egoísmo nunca ha sido admirado" [43].
Otro ejemplo de la universalidad de la ley natural es este "asombroso" hecho: "Cada vez que se encuentra a un hombre que dice que no cree en lo que está bien o lo que está mal, se verá que este hombre se desdice casi inmediatamente. Puede que no cumpla la promesa que os ha hecho, pero si intentáis romper una promesa que le habéis hecho a él, empezará a quejarse diciendo 'no es justo' antes de que os hayáis dado cuenta".
Concluye que, por consiguiente: "Nos vemos forzados a creer en un auténtico bien y mal. La gente puede a veces equivocarse acerca de ellos, del mismo modo que la gente se equivoca haciendo cuentas, pero no son cuestión de simple gusto u opinión, del mismo modo que no lo son las tablas de multiplicar" [44].
En segundo lugar, la ley natural trasciende los individuos y las culturas, y es, por ello, inmutable. Por una parte, porque: "Aunque hay diferencias entre las ideas morales de una época o país y las de otro, las diferencias no son realmente grandes –no tan grandes como la mayoría de la gente se imagina– y puede reconocerse la misma ley presente en todas" [45].
Por otra, porque: "Si ningún conjunto de ideas morales fuera más verdadero o mejor que otro, no tendría sentido preferir la moral civilizada a la moral salvaje, o la moral cristiana a la moral nazi. De hecho, por supuesto, todos creemos que algunas morales son mejores que otras". Pensamos, con ello, que una se ajusta más a una norma que la otra. "Pero la norma que mide dos cosas es diferente de esas dos". Por consiguiente, se está reconociendo: "Una Moral auténtica, admitiendo que existe algo como el auténtico bien, independientemente de lo que piense la gente, y que las ideas de algunas personas se acercan más a ese auténtico bien que otras" [46].
La ley natural tampoco puede entenderse como consecuencia del instinto gregario del ser humano. "Todos sabemos –escribía Lewis– lo que se siente al ser impulsados por el instinto: por el amor maternal, o el instinto sexual, o el instinto por la comida. Significa que uno siente una intensa necesidad o deseo de actuar de una cierta manera (...) Pero sentir un deseo de ayudar es muy diferente de sentir que uno debería ayudar lo quiera o no" [47].
Para probarlo pone el siguiente ejemplo: "Suponed que oís un grito de socorro de un hombre que se encuentra en peligro. Probablemente sentiréis dos deseos. El de prestar ayuda (debido a vuestro instinto gregario) y el de manteneros a salvo del peligro (debido al instinto de conservación). Pero sentiréis en vuestro interior, además de estos dos impulsos, una tercera cosa que os dice que deberíais seguir el impulso de prestar ayuda y reprimir el impulso de huir. Bien: esta cosa que juzga entre dos instintos, que decide cuál de ellos debe ser alentado, no puede ser ninguno de esos instintos. Sería lo mismo que decir que la partitura de música que os indica, en un momento dado, tocar una nota de piano y no otra, es ella misma una de las notas del teclado. La ley moral nos indica qué canción tenemos que tocar; nuestros instintos son simplemente las teclas" [48].
Advierte seguidamente Lewis que: "Es un error pensar que algunos de nuestros impulsos –digamos el amor maternal o el patriotismo– son buenos, y otros, como el sexo o el instinto de lucha, son malos (...) No hay tal cosa como impulsos malos o impulsos buenos. Pensad otra vez en un piano. No tiene dos clases de notas, las 'correctas' y las 'equivocadas'. Cada una de las notas es correcta en un momento dado y equivocada en otro. La ley moral no es un instinto ni un conjunto de instintos: es algo que compone una especie de melodía (la melodía que llamamos bondad o conducta adecuada) dirigiendo los instintos" [49].
Además: "Si la ley moral fuera uno de nuestros instintos, deberíamos ser capaces de señalar algún impulso particular en nuestro interior que fuera siempre lo que llamamos 'bueno'; que siempre estuviera de acuerdo con las reglas del buen comportamiento. Pero no podemos hacerlo. No hay ninguno de nuestros impulsos que la ley moral no pueda en algún momento decirnos que reprimamos y ninguno que no pueda de algún modo decirnos que alentemos" [50].
En tercer lugar, la ley natural, a diferencia de las otras leyes, supone la libertad humana, que le permite seguirla o separarse de ella. "Todo hombre se encuentra en todo momento sujeto a varios conjuntos de leyes, pero sólo hay una que es libre de desobedecer. Como cuerpo está sujeto a la ley de la gravedad y no puede desobedecerla; si se lo deja sin apoyo en el aire no tiene más elección sobre su caída de la que tiene una piedra. Como organismo, está sujeto a varias leyes biológicas que no puede desobedecer, como tampoco puede desobedecerlas un animal. Es decir, que no puede desobedecer aquellas leyes que comparte con otras cosas, pero la ley que es peculiar a su naturaleza humana, la ley que no comparte con animales o vegetales o cosas inorgánicas es la que puede desobedecer si así lo quiere" [51]. Se le denomina, por tanto, con toda propiedad "ley natural".
En cuarto lugar, la ley natural no es una mera descripción de la conducta humana expresada de manera reglada, porque, en general, no se cumple nunca toda ni con perfección. "Los hombres deberían ser generosos, deberían ser justos. No digo que los hombres son generosos, ni que les gusta ser generosos, sino que deberían serlo. La ley moral, o ley de la naturaleza humana, no es simplemente un hecho acerca del comportamiento humano del mismo modo que la ley de la gravedad es, o puede ser, simplemente un hecho acerca de cómo se comportan los objetos pesados. Por otro lado, no es una mera fantasía, ya que no podemos librarnos de la idea (...) En consecuencia, esta norma de lo que está bien y lo que está mal, o ley de la naturaleza humana, o como quiere llamársela, debe, de uno u otro modo, ser algo auténtico... algo que está realmente ahí, y que no ha sido inventado por nosotros" [52].
Por consiguiente: "Esa ley no significa, ciertamente, 'lo que los seres humanos, de hecho, hacen' (...) muchos de ellos no obedecen esa ley en absoluto, y ninguno de ellos la obedece completamente. La ley de la gravedad os dice lo que hacen las piedras si las dejáis caer, pero la ley de la naturaleza humana os dice lo que los seres humanos deberían hacer y no hacen" [53].
Debe admitirse, argumentaba Lewis, que la ley moral es real y que: "Está más allá y por encima de los hechos ordinarios del comportamiento humano y que sin embargo es definitivamente real: una ley real, que ninguno de nosotros ha formulado, pero que encontramos que nos presiona" [54]. Además: "Me urge a hacer el bien y me hace sentirme responsable e incómodo cuando hago el mal" [55].
6. El derecho a la libertad
La libertad al igual que la verdad es un derecho del hombre, pero, sin embargo, la libertad requiere el conocimiento de la verdad. De manera que el respeto al derecho de la libertad comporta el proponer siempre la verdad, que se ha descubierto. No se puede renunciar a presentar la verdad, que da a conocer la razón humana, ejercida adecuadamente, en nombre de la libertad. Por el contrario, sin la verdad, la misma libertad desaparece, víctima de condicionamientos externos e internos.
En la Veritatis splendor, se advierte que la acción de la verdad sobre el hombre, además de proporcionar luz a la inteligencia, es la que modela o configura la libertad. Comienza precisamente con esta indicación: el "esplendor de la verdad" brilla en todo la realidad creada, pero de modo especial en el ser humano, ya que: "la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre".
Para que la verdad sea un bien para el hombre requiere obediencia, que hace posible la plena libertad. "Esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es 'mentiroso y padre de la mentira' (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf 1Ts 1, 9), cambiando 'la verdad de Dios por la mentira' (Rm 1, 25)".
Sin embargo: "Las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios Creador. Por esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud de su conocimiento". No se da un olvido total de la verdad, sino que el recuerdo de su pérdida estimula el afán de recuperarla. Lo prueba el afán investigador en todos los campos, pero "lo prueba aún más su búsqueda sobre el sentido de la vida" [56].
El mismo avance de la ciencia y la técnica, "testimonio espléndido de las capacidades de la inteligencia y la tenacidad de los hombres", no "exime", sino, que, por el contrario "estimula" a plantearse: "Las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿Cómo puedo discernir el bien del mal?" [57].
Preguntas que están relacionadas con "Los enigmas recónditos de la condición humana, que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?" [58].
Para darles respuesta hay que mirar: "al esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del espíritu humano" [59]. La actual negación de esta conexión intrínseca entre la libertad y la verdad, por algunas corrientes de pensamiento, conduce, en el orden moral, a: "Un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales" [60].
Si el hombre no respeta la verdad divina: "Su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (Cf Jn 18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma" [61]. Como la libertad es un poder radicado en la razón y más inmediatamente en la voluntad, al quedar ambas facultades afectadas por error, y mal, no posibilitan la libertad. Impiden la verdadera libertad y únicamente mueven a una libertad imaginaria, que no existe.
Como ya enseñaba Aristóteles y Santo Tomás, la libertad o libre albedrío es el poder, de hacer o de no hacer, de hacer esto o aquello. Por ella, cada hombre ejerce el dominio de sus obras, dispone de sí mismo, se auto-posee por su voluntad o se auto-determina. En este sentido: "libre es lo que es causa de sí" [62].
Sin embargo, la libertad así definida, es una libertad de indiferencia, una libertad que podría denominarse psicológica y que supondría la pura licencia para hacer cualquier cosa, sea buena o mala. Si se la concibiese únicamente como esta capacidad para hacer lo que sea, con su respeto habría que permitir todos los delitos. La libertad es un bien que hace referencia al bien de la misma persona, siempre es una libertad "moral", aunque puede equivocarse en la elección del bien. La libertad implica la posibilidad de realizar lo mejor que se es capaz. El que hace el mal, que es elegido como un bien, no ejercita propiamente su libertad. Con el mal, la libertad deja de ser un medio de perfección en la bondad. Con su libertad, el hombre, por tanto, tiene la posibilidad de hacer lo adecuado o no hacerlo.
La libertad humana, que es siempre psicológica y moral, es querer el bien elegido. En la libertad intervienen así tres elementos: la voluntad, como principio intrínseco; el fin: el bien propio; y un acto: la elección. A este acto de la elección se opone toda coacción externa o interna, como las pasiones y los hábitos, La elección, o este modo de posibilidad, lo es respecto a los medios para conseguir un fin. Sin embargo, en relación a los fines verdad y bondad, no se posee este libre albedrío, porque se quieren de un modo natural y necesario.
Este básico querer natural y necesario del bien, que proporciona la felicidad, en el que no hay elección, es un constitutivo básico de toda libertad. Santo Tomás lo prueba indicando que: "La necesidad natural no es contraria a la voluntad. Por el contrario, es necesario que, así como el entendimiento asiente por necesidad a los primeros principios, así también es necesario que la voluntad se adhiera al fin último, que es la bienaventuranza. Pues el fin es en el orden práctico, lo que los principios en el orden especulativo" [63].
La tendencia natural y necesaria al bien da razón del "deseo natural de felicidad" de todo hombre, de la aspiración a la perfección o de máxima plenitud. El ser humano no puede, por ello, dejar de querer ser feliz, de querer el bien. La tendencia más básica, natural y necesaria, es la de la felicidad. Todo hombre quiere siempre ser feliz.
En cambio, el segundo constitutivo esencial de la libertad humana, la elección, lo es de un querer racional y no necesario. Tiene su raíz en la razón, porque hay que elegir los medios que llevan al bien. "La elección no siendo del fin, sino de los medios, no puede hacerse sobre el bien perfecto o la felicidad, sino sobre los bienes particulares. Por consiguiente, el hombre elige libremente y no por necesidad" [64].
La voluntad del fin último por sí mismo, de modo natural y necesario, difiere de la voluntad de los medios, segunda parte de la libertad humana, en la racionalidad y en la elección. La primera es un querer el bien, no hay elección. "El fin último de ningún modo puede ser objeto de elección" [65]. La segunda, que completa a la primera, es querer el bien elegido. Por consiguiente: "La elección difiere de la voluntad en que ésta tiene por objeto, hablando propiamente el fin, mientras que la elección versa sobre los medios" [66].
Debe precisarse que con respecto al fin último o bien supremo, –cuya posesión se identifica con la felicidad–, también hay elección, aunque en otro sentido. Debe quererse de modo racional y electivo la concreción o particularización del fin supremo, al que se tiende ya natural y necesariamente en su modo abstracto o general. De ahí que: "El fin último puede considerarse de dos modos; uno, refiriéndose a lo esencial del fin último, y otro, a aquello en lo que se encuentra este fin. En cuanto a la noción abstracta de fin último, todos concuerdan en desearlo, porque todos desean alcanzar su propia perfección y esto es lo esencial del fin último. Pero respecto a la realidad en que se encuentra el fin último no coinciden todos los hombres, pues unos desean riquezas como bien perfecto, otros desean los placeres y otros cualquier otras cosas" [67].
El fin en general, o la tendencia a la felicidad abstracta, no es elegible por la libertad, pero sí que lo es la determinación de esta finalidad última. Tanto en la elección de su fin último concreto, que, sin estar fijado, ya se desea por una tendencia natural y necesaria de una manera universal, como en la elección de los medios que llevan al bien supremo determinado hay la posibilidad de hacer una mala elección, de elegir el mal. La verdad moral es la que impone el deber de hacer el bien en ambas elecciones y evitar el mal.
Cuando el hombre hace el mal, no obra, en sentido propio, con libertad. Si elige entre los diversos medios apropiados que conducen a su fin concreto, que ha sido también elegido, actúa con auténtica libertad. En cambio, si no elige su verdadero fin último o toma los medios inadecuados, pierde en realidad la misma libertad. Declara Santo Tomás: "Querer el mal no es libertad, ni parte de la libertad, sino un cierto signo de ella" [68]. En la medida en que el hombre va eligiendo el bien, se va haciendo también más libre. La elección del mal es un desorden de la libertad y conduce a su pérdida. El mal quita la libertad y perjudica siempre a su autor. Optar por el mal es ir contra sí mismo y contra Dios.
La libertad humana no supone la indiferencia ante el bien y el mal. Es siempre un querer el bien y una aversión al mal. Incluso cuando elige el mal, busca el bien. En la mala elección, el mal es visto como un bien, aunque sólo sea aparente o parcial. Sin embargo, en este caso obra contra la libertad. Por ello, Santo Tomás da la siguiente definición de libertad humana: "El libre albedrío es una facultad de la razón y de la voluntad por la que se elige el bien y el mal" [69].
En lo que no guarda relación con el propio fin, como "querer o no querer estar sentados" [70], que es indiferente respecto al fin último, la libertad no es una "libertad moral". Sin embargo, tampoco hay una libertad de indiferencia, porque aunque la elección no se da entre, el bien y el mal, se refiere al bien, porque se da entre bienes, que lo son verdaderamente, pero independientes del último fin. Siempre la voluntad: "está determinada al bien, no lo está, sin embargo, a este bien en concreto" [71].
7. La salvación de la libertad
Dios permite la mala elección, porque sin la posibilidad de hacer el bien o el mal, no habría libertad humana. La libertad propia del hombre implica estas dos posibilidades. Sin embargo: "En el mundo, en el cual el hombre ha sido creado como ser racional y libre, el pecado no sólo era una posibilidad, se ha confirmado también un hecho real, 'desde el comienzo'. El pecado es oposición real a Dios, es aquello que Dios de modo decidido y absoluto no quiere. No obstante, lo ha permitido creando los seres libres, creando al hombre. Ha permitido el pecado que es consecuencia del mal uso de la libertad creada".
Puede de algún modo comprenderse esta decisión sobre el misterio de la libertad relacionándolo con el del amor de amistad o amor de donación, propio de las personas. "En la perspectiva de la finalidad de toda la creación, era más importante que en el mundo creado hubiera libertad, aun con el riesgo de su mal empleo, que privar de ella al mundo para excluir de raíz la posibilidad del pecado (...) Realmente, la libertad se ordena al amor: sin libertad no puede haber amor" [72]. La libertad la precisa el hombre para amar, porque el amor personal excluye la necesidad.
Se comprende, por ello, que la interrogación que se hace el hombre sobre lo que tiene que hacer sea, como se indica en la encíclica Veritatis splendor: "Una pregunta de pleno significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al Bien absoluto, que nos atrae y nos llama hacia sí" [73].
Sin embargo, en nuestros días: "En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores" [74]. La verdad auténtica sería fruto de la misma libertad, sería subjetiva. En cambio, la verdad moral objetiva se niega, porque se ve como opresora, como contraria a la propia libertad. Desde estas posiciones, el hombre contemporáneo: "Siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad".
Se olvida que la verdad es un bien para el hombre, y que es imprescindible para la maduración de su libertad. Hay una: "Relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino al contrario se reclaman mutuamente" [75]. De la verdad moral, puede decirse que: "No atenúa ni elimina la libertad del hombre; al contrario, la garantiza y la promueve" [76].
La verdad moral está al servicio del hombre, de su libertad y, en definitiva, de su amor. "Quien está movido por el amor (...) y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior –una verdadera y propia 'necesidad', y no ya una constricción– de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su 'plenitud'" [77].
Siguiendo una especie de línea ondulada, de la cima se pasa a la sima, pues: "Paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el nombre de 'ciencias humanas', han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como por ejemplo en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner en duda o incluso negar la realidad misma de la libertad humana" [78].
Sin la verdad, la libertad desaparece. "La libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: 'conoceréis la verdad y la verdad os hará libres' (Jn 8, 32)" [79].
El recordar y profundizar en la relación de dependencia de la libertad con respecto a la verdad es imprescindible para resolver el problema crucial de la libertad humana [80]. En estos momentos, la reflexión ética, como indicó Juan Pablo II en 1986, tiene que: "Mostrar cómo solamente la libertad que se somete a la verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona es estar en la verdad y hacer la verdad" [81].
El motivo es porque, como hoy en día, es todavía más patente: "Esta esencial la unión de verdad-bien-libertad se ha perdido en gran parte de la cultura contemporánea". Se ha olvidado la verdad, y ésta ya no puede ser la norma de la actuación del hombre. "La pregunta de Pilatos: 'Qué es la verdad?' surge también hoy de la desconsolada perplejidad de un hombre que con frecuencia no sabe quién es, de dónde viene y a dónde va. Y así vemos no pocas veces cómo la persona humana se precipita en situaciones de autodestrucción progresiva. Si escuchamos ciertas voces, parece que nunca debería reconocerse el indestructible absoluto de algún valor moral".
Además de lo que algunos llaman la "muerte de la verdad", muy propia de la "cultura de muerte", que manifiesta una visión reducida de la libertad y de su sujeto: "Algo más grave ha sucedido aún: el hombre no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La fuerza salvífica de lo verdadero se rechaza confiando a la sola libertad desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo que está bien y lo que está mal" [82].
Para la construcción de lo que ha llamado, en otras ocasiones, una "nueva cultura de la vida", subrayó algunas condiciones. En primer lugar, el reconocer que: "El bien-mal moral posee una específica originalidad de comparación con los otros bienes-males humanos. Reducir la cualidad moral de nuestras acciones al intento de mejorar la realidad en sus contenidos no éticos equivale, a la postre a destruir el mismo concepto de moralidad". La moralidad tiene una región propia de la realidad, irreductible a cualquier otra, e independiente de sus consecuencias no éticas.
Como consecuencia, hay que admitir que, en su ámbito: "Existan actos que sean siempre ilícitos en sí y por sí mismos" [83]. La moralidad es intrínseca al acto humano. Los actos buenos o malos lo son intrínsecamente por su misma naturaleza, independientemente de toda voluntad [84]. Por ello, los motivos del sujeto no son fuente primera y esencial de moralidad. La finalidad del agente es secundaria y accidental. No obstante, puede ser más importante y principal, en cuanto más querida y deseada. Así, según sea buena o mala, puede convertir una obra buena en mejor o en mala, corrompiéndola o viciándola, según la gravedad o levedad de la intención, de modo total –si el motivo es el único–, o parcial –si no es exclusivo–. Incluso hace buena o mala una acción indiferente. Sin embargo, la finalidad no convierte en buena una acción de suyo mala.
En segundo lugar, hay que admitir también que: "El hombre lleva escrita en su corazón una ley que no se ha dado a sí mismo, sino que expresa inmutables exigencias de su ser personal creado por Dios, dirigido a Dios y en sí mismo dotado de una dignidad infinitamente superior a la que tienen las cosas". Tal ley está constituida por "normas morales con un contenido preciso, inmutable e incondicionado", que expresan la verdad del hombre. De manera que: "Negar que existan normas de tal valor sólo puede hacerlo quien niega que exista una verdad de la persona, una naturaleza inmutable del hombre, radicalmente fundada sobre aquella Sabiduría que da la medida a toda realidad".
Estas dos afirmaciones fundamentales revelan, por consiguiente, por consiguiente, una tercera condición, la necesidad de que: "la reflexión ética se fundamente cada vez con más profundidad en una verdadera antropología y que ésta se apoye en aquella metafísica de la creación, que está en el centro de todo pensar cristiano".
En definitiva, el problema de la verdad y de la libertad hay que resolverlo en una triple dimensión, ética, antropológica y metafísica, que debe mantenerse siempre unida. "La crisis de la ética es la prueba más evidente de la crisis de la antropología, crisis originada a su vez por el rechazo de un pensamiento verdaderamente metafísico. Separar estos tres momentos –el ético, el antropológico y el metafísico– es un gravísimo error. Y la historia de la cultura contemporánea lo ha demostrado trágicamente" [85].
La ética, la antropología y la metafísica descubren, que la libertad humana es verdadera libertad, pero limitada, por participar, en un cierto grado, de la libertad perfecta, en la que no hay ya potencialidad ni posibilidad de querer el mal, aunque se mantiene la necesidad –tanto del bien último en sentido abstracto como también en el concreto– y la elección –en todo lo que no es el último fin–. La limitación humana de la libertad, sin embargo, no es un mal, sino un bien, porque es la condición para poder participar de la misma.
Como se indica, por ello, en la Veritatis splendor: "La reflexión racional y la experiencia cotidiana demuestran la debilidad que marca la libertad del hombre. Es libertad real, pero contingente. No tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad". Durante toda su vida el hombre puede progresar en perfección al elegir su auténtico fin último particularizado, acercándose a un querer necesario, en el que desaparezca la posibilidad de elegir mal. En relación al fin último y a los medios que conducen a él, la libertad es esencialmente querer el bien y la perfecta libertad es hacerlo sin el peligro de apartarse de este bien, aunque conservando los actos de elección, pero que ya no se darán entre el bien y el mal, sino siempre entre bienes.
También la ética, la antropología y la metafísica encuentran en el hombre el tremendo misterio del mal. Como se observa seguidamente en la encíclica: "La razón y la experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana, sino también su drama. El hombre descubre que su libertad está inclinada misteriosamente a traicionar esta apertura a lo verdadero y al bien, y que demasiado frecuentemente prefiere, de hecho, escoger bienes contingentes, limitados y efímeros. Más aún dentro de los errores y opciones negativas, el hombre descubre el origen de una rebelión radical que lo lleva a rechazar la verdad y el bien para erigirse en principio absoluto de sí mismo: 'Seréis como dioses' (Gn 3, 5). La libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo es su libertador: 'para ser libres nos libertó' El (Ga 5,1)" [86].
Eudaldo Forment en dialnet.unirioja.es
Notas:
1. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3, in c.
2. IDEM, De Potentia, I, q. 9, a. 3, in c.
3. JAIME BOFILL, Obra filosófica, Barcelona, Ariel, 1967, pp. 18-19.
4. Cf. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I-II, q. 26, a. 4, in c.
5. SANTO TOMAS, In Metaphys, proem.
6. Las personas tienen nombre propio y si éste se da también a objetos, como lugares geográficos, casas, barcos, etc., o a otros seres vivos, como los animales domésticos, es porque tienen una relación directa con personas. Se les ha nombrado con un nombre propio no por sí mismos sino por estar en el contorno persona.
7. Esta especial singularidad se advierte en el mismo nombre "persona", ya que tiene un estatuto lógico-gramatical único. La persona, a diferencia de los demás nombres, tanto comunes como propios, no significa primeramente la naturaleza humana, el concepto de hombre, predicable de cada uno de los hombres, porque lo son realmente, ya que realizan esta naturaleza universal en su individualidad. El término persona nombra directamente lo individual, lo propio y singular de cada hombre, y al ser propio o proporcionado a esta individualidad, y que es el último fundamento de la individuación.
8. Si las más geniales creaciones culturales, científico-técnicas, artísticas, o de cualquier otro tipo, no tendiesen al bien de las personas en su singularidad, que son solamente las que pueden ser felices, carecerían de todo sentido y, por tanto, de interés alguno.
9. Debe precisarse, sin embargo, que este derecho se refiere a verdades científicas, que son bienes culturales, y también a verdades sobre hechos singulares y concretos, que sean bienes comunes, y, por tanto, que pertenezcan al bien común. No, en cambio, a las verdades que expresan hechos de la intimidad, que son bienes privados. Éstos no hay obligación de expresarlos, sino que se tiene el derecho a su respeto. Véase: JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, Pamplona, EUNSA, 1979, pp. 206-213.
10. JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, op. cit., p. 212.
11. ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS, La revolución oculta. Manipulación del lenguaje y subversión de valores, Madrid, PPC, 1998, p. 25.
16. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, Madrid, BAC, 1979, p. 39.
19. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, op. cit., p. 39.
20. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I-II, q. 109, a. 3, ad 3.
21. Ibíd., I-II, q. 83, a. 3, in c.
22. Ibíd., II-II, q. 163, a. 1, in c. La soberbia es "el apetito desordenado de la propia excelencia".
23. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 2, 32.
27. CLIVE STAPLES LEWIS, Mero cristianismo, Madrid, Rialp, 1998, 2ª ed., p. 48.
28. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, II-II, 163, a. 2, in c.
29. Ibíd., I, q. 63, a. 3, in c.
30. Como explica el Aquinate: "Solamente puede haber en los ángeles malos aquellos pecados a que puede inclinarse la naturaleza espiritual. Pero la naturaleza espiritual no se inclina a los bienes propios del cuerpo, sino a los que pueden hallarse en las cosas espirituales, ya que nada se inclina si no es a lo que de algún modo puede convenir a su naturaleza. Ahora bien, en los bienes espirituales, cuando alguien se aficiona a ellos, no puede haber pecado, a menos que en tal afecto no se observe la regla del superior. Pero no someterse a la regla del superior en lo debido es precisamente lo que constituye el pecado de soberbia. Luego, el primer pecado del ángel no pudo ser más que el de soberbia" (Ibíd., I, q. 63, a. 2, in c.).
31. Ibíd., I, q. 63, a. 2, in c.
32. Ibíd. II-II, 163, a. 2, in c.
33. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, op. cit., p. 41.
34. Ibíd., p. 42. "Satanás no logra vencer del todo, esto es, se muestra incapaz de sembrar en el hombre una rebelión total, esa rebelión total que el demonio lleva en sí mismo. Logra, en cambio, provocar en el hombre una flexión hacia el mundo, que les desvía progresivamente en dirección contraria al destino a que estaba llamado. Desde ese momento el mundo quedará convertido en campo de la tentación del hombre: campo para volver las espaldas a Dios, de diversas formas y en diverso grado; campo de rebelión en vez de colaboración con el Creador; campo donde se alimenta la soberbia humana, en vez de alimentar la búsqueda de la gloria de Dios. El mundo como palestra de la lucha entre el hombre y Dios, de la contraposición de lo creado con el Creador; éste es el gran drama de la historia, del mito y de la civilización" (Ibíd., pp. 42-43).
35. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, I, 16.
38. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, op. cit., p. 43.
39. CLIVE STAPLES LEWIS, Mero cristianismo, op. cit., p. 21.
56. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, Introd., 1.
58. CONC. ECUM. VAT. I, Nostra aetate, 1.
59. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, Introd., 1.
62. ARISTÓTELES, Metafísica, I, c. 2, n. 9, 982b26.
63. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I, q. 82, a. 1, in c.
64. Ibíd. I-II, q. 13, a. 6, in c.
65. Ibíd., I-II, q. 134, a. 3, in c.
66. Ibíd., III, q. 18, a. 4, in c. Santo Tomás, sobre esta diferencia, establece la distinción entre dos actos de la voluntad. "La voluntad (...) versa acerca del fin y de los medios relacionados con él, y a uno y a otro tiende con movimientos diferentes. Al fin tiende absolutamente por la bondad que encierra en sí mismo, mientras que a los medios relacionados con este fin tiende de una manera condicionada, en cuanto son buenos para alcanzar dicho fin. Y, por ello, al acto de la voluntad que tiende a un objeto querido por sí mismo (...) es simple voluntad (...) voluntad como naturaleza; que es de naturaleza distinta que el acto de la voluntad que tiende a un objeto querido por orden a otro (...) esto es voluntad consultiva (...) voluntad como razón" (Summa Theologiae, III, q. 18, a. 3, in c.)
67. Ibíd. I-II, q. 1, a. 7, in c.
68. ÍDEM, De veritate, q. 22, a. 6, in c.
69. ÍDEM, Summa Theologiae, I, q. 19, a. 10, ob. 2.
70. Ibíd., I, q. 19, a. 10, ad. 2.
71. Ibíd., III, q. 18, a. 4, ad 3. Para una ampliación y profundización en las cuestiones de la libertad humana y la libertad divina véanse los excelentes estudios del profesor Pegueroles: JUAN PEGUEROLES: "La libertad para el bien, en San Agustín", en Espíritu, XXIII (1974), pp. 101-106; IDEM, "Libertad y necesidad, libertad y amor", en Espíritu XXXII (1983), pp. 109-114; IDEM, "Libertad como posibilidad, libertad como necesidad", en Espíritu XXXVI (1987), pp. 109-124; IDEM, Postcriptum. La libertad como necesidad del bien, en san Agustín", en Espíritu XXXVII (1988), pp. 153-156; "El deseo y el amor en San Agustín", en "Espíritu" XXXVIII (19899, pp. 5-16; IDEM, "Libertas fin del liberum arbitrium en San Agustín", en "Augustinus" (Madrid), 39 (19949, pp. 365-371; IDEM, "Ambigüedad del liberum arbitrium en San Agustín", en VV. AA., Actas de las jornadas de la Sociedad internacional Tomás de Aquino, Barcelona, Balmes, 1994, pp. 749-752.
72. JUAN PABLO II, Audiencia general, 21-V-1986. Se afirma seguidamente: " Y en la lucha entre el bien y el mal, entre el pecado y la redención, la última palabra la tendrá el amor" (Ibíd.).
73. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 1, 7.
81. JUAN PABLO II, Discurso "Me alegra", al Congreso Internacional de Teología Moral, Roma, 7-12 de abril de 1986, Instituto Pontificio Juan Pablo II para la Familia y Centro Académico Romano de la Santa Cruz, 1.
84. Para un enfoque voluntarista, lo que Dios manda no es porque sea bueno en sí mismo, sino que lo es por estar mandado. La conciencia no tiene que conocer el objeto de los actos humanos ni tampoco su fin para juzgar su bondad. Basta conocer las leyes positivas impuestas por Dios, desde su libertad, que es de indiferencia, y su poder absoluto. La Moral no se funda en la bondad de la realidad, ni, en última instancia, en la Bondad divina, sino en la voluntad arbitraria de Dios. Las consecuencias de esta nueva orientación moral pueden encontrarse en la posición protestante de ruptura entre lo natural y lo sobrenatural, exacerbando así la trascendencia de Dios, lo que a la larga llevará al ateísmo, a su negación. La crítica nietzscheano a Dios y a la moral, puede explicarse por el rechazo de unos mandatos arbitrarios, que determinan el bien y el mal independientemente de la perfección humana. También, en la moral voluntarista protestante, que se convierte en moral social. Si el hombre ha sido salvado por Dios, y de una manera puramente externa, no hay lugar propiamente para una moral del individuo. Sólo queda una moral social, para poder organizar el mundo temporal, que queda en manos de la autoridad humana. Lo bueno de este modo es lo que no está prohibido por las leyes. La actual "ética civil" o de consenso representaría esta misma actitud, cuando la autoridad es poseída por la mayoría de los ciudadanos. (Véase: RAMÓN GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, Pamplona, EUNSA, 1992, pp. 67 y ss.)
85. JUAN PABLO II, Discurso “Me alegra”, op. cit., 4.
86. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 3, 86. Tratando la cuestión de la relación de la gracia de Dios con el poder moral del hombre, escribe San Bernardo: "¿Qué hace el libre albedrío? Respondo brevemente: Salvarse. Quita el libre albedrío: no habrá sujeto que salvar; quita la gracia: no habrá medio de salvarse. La salvación es una obra que no puede subsistir sin estas dos cosas. Es menes- ter una causa que la produzca y un sujeto para quien o en quien se produzca. Dios es el autor de la salvación; el libre albedrío es el solo sujeto de ella. Sólo Dios la puede dar y sólo el libre la puede recibir. Por tanto, es preciso concluir que lo dado de Dios solo y recibido por el libre albedrío solo, no puede subsistir sin el consentimiento de quien lo recibe ni sin la liberalidad de quien lo da. En este sentido es verdad decir que el libre albedrío coopera con la gracia, que obra nuestra salvación cuando presta su consentimiento, puesto que consentir a la gracia y hacer su salvación es una misma cosa" (SAN BERNARDO, De la gracia y del libre albedrío, I, 2).
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