Hay pureza de corazón cuando el hombre pone las fuerzas de su inteligencia y su voluntad de acuerdo con el querer de Dios
La sexta bienaventuranza proclama: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5, 8). Hay pureza de corazón cuando el hombre pone las fuerzas de su inteligencia y su voluntad de acuerdo con el querer de Dios. San Juan distingue tres clases de concupiscencia: la de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida (1 Carta de San Juan 2, 16).
El noveno mandamiento de la ley de Dios prohíbe la concupiscencia de la carne. “En sentido etimológico la «concupiscencia» puede designar toda forma vehemente de deseo humano: La teología cristiana le ha dado el sentido particular de movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El Apóstol San Pablo la identifica con la lucha que la «carne» sostiene contra el «espíritu»” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2515). La concupiscencia es consecuencia del pecado original e inclina al hombre a cometer pecados, aunque ella misma no sea pecado.
La limpieza del corazón indica la rectitud del talante moral de una persona, “de dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones” (Mateo 15, 99). La lucha contra la concupiscencia lleva a la purificación del corazón. “A los «limpios de corazón» se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él” (Catecismo..., n. 2519).
Aunque por la gracia del Bautismo los cristianos han sido liberados del pecado original, permanece en ellos todavía la concupiscencia, y han de esforzarse por vivir la castidad, con un corazón recto, disciplinando los sentidos y la imaginación, rechazando toda voluntaria complacencia en pensamientos, recuerdos o deseos impuros: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5, 28).
Una mal entendida naturalidad o espontaneidad puede llevar al desprecio del pudor y la modestia. “La pureza exige el pudor. Este es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que exista entre ellas. El pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones del don y del compromiso definitivo del hombre y la mujer entre sí” (Catecismo..., nn. 2521-2522).
Un clima generalizado de sensualidad es atentatorio contra la dignidad de las personas. “Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia al hombre. Nace con el despertar de la conciencia personal. Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana. La pureza cristiana exige una purificación del clima social. Obliga a los medios de comunicación social a una información cuidadosa del respeto y de la discreción. La pureza de corazón liberta del erotismo difuso y aparta de los espectáculos que favorecen el exhibicionismo y los sueños indecorosos” (Catecismo..., nn. 2524-2525).
Cada persona humana debe ser respetada y valorada por sí misma. Una persona no debe ser nunca un mero instrumento al servicio de otra. No hay que cosificar a las personas, al convertirlas en mero instrumento de utilidad o de placer.
Una concepción permisiva de la moral no valora suficientemente la libertad humana, ya que ésta necesita ser orientada por la ley moral al servicio de las personas.