El panorama internacional ofrece casos que muestran cómo en estos temas no está “permitido” pensar de modo diverso a la mayoría
Roma, 6 de abril de 2018. Quitan de la fachada de un edificio un cartel en defensa de la vida, que describía las características anatómicas de un feto de 11 semanas, tiempo de gestación en que, según la ley italiana, está permitido abortar.
Pavía, 7 de marzo de 2018. La prensa, diversos grupos, y los social media, califican de homófobo a mons. Corrado Sanguineti, obispo de Pavía, por haber recordado la visión cristiana sobre la sexualidad, y sugerido la vía de la castidad a las personas homosexuales.
Son sólo dos ejemplos de “censura”, acaecidos en Italia, sobre cuestiones morales complejas y debatidas, como el aborto, la sexualidad, el matrimonio.
El panorama internacional ofrece otros casos que muestran cómo en estos temas no está “permitido” pensar de modo diverso a la mayoría.
YouTube, por ejemplo, bloquea vídeos pro-vida, afirmando que pueden ser ofensivos, y Facebook censura las concepciones cristianas sobre la familia o el matrimonio, etiquetándolas de extremistas.
En los Estados Unidos se puso en tela de juicio incluso una publicidad de patatas fritas que “humanizaba” los fetos (y en consecuencia condenaba indirectamente el aborto): mostraba un niño que, en el vientre de la madre, deseaba probar ese producto.
Y en Francia se quieren introducir penas para quienes intenten hacer cambiar de idea a una mujer que quiera abortar.
Episodios similares hacen que nos planteemos una pregunta, que precede a la discusión ética sobre estos temas: las “nuevas formas de censura” ¿no son contrarias al respeto de la libertad de expresión, un derecho tan ensalzado en Occidente?
Nos encontramos con una paradoja: quizá, en nombre de la libertad de expresión, se justifican incluso injurias e insultos. Y a la vez, se prohíben anuncios donde, sin ofender a nadie, se afirma una verdad científica: que a las 11 semanas, el niño en el seno materno tiene ya un corazón que late...
“Yo soy Charlie” fue el lema de miles de personas en todo el mundo, tras el ataque terrorista contra el semanario satírico francés Charlie Hebdo en enero de 2015. Podemos recordar cómo la opinión pública no se manifestó únicamente contra la violencia de los terroristas, sino que también lo hizo a favor de la libertad de expresión, defendiendo sin ambages el proceder del semanal satírico, a pesar de que pone en solfa y denigra a personas o grupos, y especialmente a comunidades religiosas, con caricaturas irreverentes que, muchas veces, exceden el derecho a expresar ideas.
Algunos estaban perplejos ante la ordinariez del semanario, y pensaban que demostraba una excesiva irreverencia, pero más allá del buen gusto y de las suspicacias personales, sostenían que se debía defender al periódico para salvaguardar la libertad de expresión. Se trataba, sí, de una libertad “llevada al extremo”, que a menudo rozaba la falta de respeto, pero impedirles que se “expresasen” significaba renegar de valores fundamentales de la democracia.
En el contexto comunicativo creado en Occidente se tiene la impresión de que importa poco cuáles sean las ideas que se defienden. En una sociedad que se define libre y tolerante, lo decisivo es que cada uno pueda decir lo que le venga en gana. Esto implica que todos debemos renunciar a una parte de nuestra “susceptibilidad”.
Vemos así que se acepta cada vez más la blasfemia, y se la considera como una de tantas modalidades de expresión (las críticas dirigidas contra quien ridiculiza lo sagrado son muy escasas); cualquier grupo o individuo puede hacer campañas en defensa de algo o alguien: véase la propaganda política o las acciones dirigidas a salvaguardar ciertas categorías de personas (mujeres, discapacitados, trabajadores), los animales, o la naturaleza...
Pensemos en los carteles fijados en muchas ciudades italianas en torno a Pascua, pidiendo detener la matanza de corderos y animales en general. ¿Qué ocurriría si un carnicero empezase a quitar estos pasquines, porque van contra su profesión y sus finanzas? La tutela de la libertad de expresión le obliga a aceptar que unas personas intenten convencer a otras de no comer carne, del mismo modo que él puede seguir distribuyendo hojas volanderas con los descuentos y promociones que se pueden obtener comprando carne en su establecimiento.
Parecería que vivimos en un contexto cultural en el que todos tienen garantizada la libertad de expresión...Pero no es así.
En este clima sorprende que haya temas sobre los que se impone un pensamiento único...
Si sobre el matrimonio y el aborto no existe un único punto de vista, ¿por qué no dar posibilidad de expresarse a todas las opiniones?
Si en nombre de la libertad de expresión se acepta que Charlie Hebdo ridiculice a las víctimas de terremotos y catástrofes naturales, y ofenda sin escrúpulos a imanes y sacerdotes, ¿por qué no se puede hablar del matrimonio como vínculo entre un hombre y una mujer, sin acabar en la picota mediática, o marginados, o etiquetados como homófobos? ¿Por qué no se puede decir que el aborto, de hecho, elimina a seres humanos que han comenzado a vivir, sin que esto implique faltar al respeto a las mujeres que sufren por haber abortado?
El XI Seminario profesional sobre oficinas de comunicación de la Iglesia, celebrado en Roma del 17 al 19 de abril de 2018 en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, abordó en concreto el tema de la libertad de expresión. En la conferencia introductoria, el profesor Jordi Pujol afirmó: “Vivimos una situación paradójica. Por un lado hay una escalada de intolerancia que lleva a censurar ideas o speaker “peligrosos” en nombre de una nueva ortodoxia. Y por otro, se toleran las ofensas más incivilizadas contra personas y símbolos religiosos”.
Sobre el tema de este artículo, es decir, sobre la dificultad de expresar las ideas personales sobre aborto y matrimonio, manifestó también una cierta perplejidad: “Es innegable que una persona no puede ser discriminada por el hecho de ser gay o bisexual. El punto central del debate, sin embargo, no es la opresión de un grupo, sino la libertad de pensamiento sobre la visión del hombre, de la mujer, del mundo. ¿Hay libertad para disentir sobre estos temas en público? ¿O no? El hecho de que uno corra el riesgo de truncar su carrera profesional o, incluso de ir a la cárcel, no son índices de un sano pluralismo”.
En un contexto cultural donde se intentan eliminar los “absolutos morales”, se impone un nuevo absoluto moral: “Cada uno puede hacer lo que quiera… excepto lo que no está permitido por la mayoría, y nadie puede juzgar las decisiones de otros... siempre que no sean contrarias a las de la mayoría".
Respecto del aborto, se admite ser “pro-vida”, pero se debe estar de acuerdo en que cada mujer pueda elegir libremente qué hacer de sí misma y de la criatura que lleva en su seno. Se puede “preferir” para uno el “matrimonio tradicional”, pero hay que aceptar que, con el término “matrimonio”, se definan también otros tipos de unión.
Parece que la libertad está garantizada sólo mientras uno habla por sí mismo, pero cuando alguien se permite expresar un juicio moral sobre una acción, un estilo de vida, con una posición ética no considerada correcta por la mayoría, salta el mecanismo de rechazo y el retorno de la censura...
Pero esto no tiene nada que ver con una democracia.
Citando de nuevo a Jordi Pujol, “sucede al final que el ejercicio de la libertad de expresión resulta limitado no sólo por los sistemas dictatoriales, sino también por ciertas “élites” de pensamiento único”.
La consigna es “prudencia”, que no significa silencio cómplice, sino inteligencia comunicativa. Comunicativamente hablando, el modo de afirmar algo es tan importante como lo que se dice. A menudo, sin embargo, no basta la agudeza en la elección de los términos; tampoco conocer el contexto.
Por esto, repito la sugerencia del profesor Pujol en la parte final de su conferencia: “Ante la situación actual, probablemente habrá que diseñar una estrategia de comunicación que incorpore un “equipaje legal” (se ve la importancia del desafío planteado por el secularismo y la ideología de género), y que no descuide la familiaridad con la tecnología. Para abordar estos debates, los directores de comunicación deben tener conciencia de la propia identidad, disponer de argumentos convincentes, y conocer bien las reglas del diálogo público".
Cecilia Galatolo, en familyandmedia.eu.
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