El dolor y el sufrimiento son el verdadero enemigo a eliminar y no la vida de quienes los padecen. En numerosas ocasiones se nos muestra como una solución compasiva y como una petición libre de quien no quiere sufrir más
En nuestra sociedad hay una gran sensibilidad ante las situaciones que nos pueden producir dolor o cualquier forma de sufrimiento. Y esto es algo natural, porque el hombre ha sido creado para la felicidad. Está de algún modo en nuestros “genes” ese deseo de un gozo pleno y para siempre, algo que nos abre a situarnos más allá de las dimensiones de nuestra existencia terrena y nos pone en la perspectiva de la eternidad, de participar del gozo y la alegría del único Eterno, Dios, quien es la fuente de ese deseo y quien nos invita a participar de su vida. Esta llamada a la vida plena en Dios, pone de manifiesto el gran valor de la vida humana en esta tierra, porque es condición básica de esa vocación a la plenitud en la eternidad; por tanto, esta vocación nos invita, igualmente, a cuidar toda vida humana, al tiempo que nos descubre cómo la vida biológica es realidad penúltima y no última (cfr. san Juan Pablo II, encíclica El Evangelio de la vida, 2).
La llamada a esa plenitud de vida es como la fuente de ese deseo. Sin embargo, la experiencia nos pone cada día ante el dolor y el sufrimiento. Es, pues, una plenitud que esperamos alcanzar; pero en nuestra situación terrena, hasta alcanzar esa Gloria, el dolor y el sufrimiento formarán parte de nuestra vida. Ciertamente, “debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que es una fuente continua de sufrimiento” (Benedicto XVI, encíclica Spe Salvi, 3).
Todo esto nos lleva a descubrir la gran importancia de custodiar toda vida humana con independencia de edad, condiciones de salud, socioeconómicas…, sin “descartar” a nadie. Es más, nos impone tener un especial cuidado con aquellas personas más frágiles y vulnerables.
Ciertamente, en no pocas ocasiones, desde la ciencia biomédica no se puede proponer la curación, pero siempre podemos cuidar. La cultura de la eficiencia en la que estamos sumergidos busca ante todo ser resolutiva, dar soluciones rápidas y sencillas. Y cuando no se consiguen se da una cierta frustración, porque el objetivo único es curar. La cultura de los cuidados, en este sentido, es un desafío, porque no se propone curar lo que no tiene cura, y además, requiere la paciencia de acompañar sin grandes resultados, compartiendo en parte el sufrimiento. Es muy importante “entrar” en esta lógica de los cuidados, porque así ninguna vida deja de ser valiosa, cada individuo es importante y merecedor de nuestro cariño y cuidado. Lo contrario termina por generar una mentalidad que nos lleva a desentendernos de los más débiles; nos introduce en la lógica, con palabras del Papa Francisco, del descarte, y lleva a marginar la vida de las personas en situación de especial fragilidad, además de construir una sociedad más individualista, en la que paradójicamente la vida de los individuos acaba juzgándose como no valiosa.
Urge en nuestro tiempo suscitar una mentalidad que nos permita reconocer el derecho a ser cuidados hasta el final natural de la vida, frente a la creciente mentalidad pragmática de eliminar al que sufre y no luchar por eliminar el sufrimiento. Reconocer la dignidad del otro hace que se me hagan evidentes sus derechos. El derecho es al cuidado, al acompañamiento, particularmente cuando la persona padece una enfermedad incurable y que ocasionará su muerte en un tiempo relativamente breve. Hoy la ciencia médica, con las Unidades del Dolor y los Cuidados Paliativos, cuenta con los recursos para calmar el dolor hasta límites tolerables o eliminarlo totalmente. Esto se puede realizar incluso en el propio domicilio, permitiendo que la muerte sobrevenga sin estar en la soledad de un hospital. Es, por tanto, posible morir de un modo más acorde con la dignidad de la persona humana, acompañado por el cariño de los familiares y amigos, con la necesaria atención a las necesidades espirituales y, cuando sea el caso, con la atención religiosa. En este sentido, el derecho a promover y custodiar es el de recibir estos Cuidados Paliativos. En España, se estima, que mueren más de 50.000 personas sin esta atención y, por lo tanto, con dolores y sufrimiento evitables, que podrían aliviarse sin especiales dificultades.
El verdadero “enemigo a eliminar’” es el sufrimiento y el dolor, no la vida de quienes lo padecen. No pocas veces se nos presenta la eutanasia (provocar la muerte directamente) como una solución llena de compasión y como una petición libre de quien no quiere sufrir más. Sin embargo, la decisión será más libre cuanto menos esté condicionada por una situación de sufrimiento. Primero será necesario eliminar ese sufrimiento, para ayudar al ejercicio de la libertad de las personas afectadas con dolores intolerables o cuando la situación vital suponga una gran ansiedad, angustia, temor… La experiencia de muchos profesionales de la salud constata cómo, una vez se han controlado esos síntomas, las personas cambian su decisión de recibir la eutanasia.
José Luis Méndez Director del departamento de la Salud de la Conferencia Episcopal Española