El Santo Padre centró su catequesis en cómo las familias pueden aprender a perdonar y a pedir perdón; su estrategia es no acabar el día sin pedir disculpas, y utilizar gestos sencillos para reconciliarse
Queridos hermanos y hermanas:
La Asamblea del Sínodo de los Obispos ha terminado hace poco y me ha entregado un texto, que aún debo meditar. Pero, entretanto, la vida continúa, sobre todo la vida de las familias.
Hoy quisiera centrarme en la familia como ámbito para aprender a vivir el don y el perdón recíproco, sin el cual ningún amor puede ser duradero. Lo rezamos siempre en el Padre Nuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». No se puede vivir sin perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en familia.
Todos los días nos hacemos daño de una u otra manera. Pero lo que se nos pide es curar inmediatamente las heridas que nos causamos y restaurar los vínculos que se han dañado. Si esperamos demasiado, todo es más difícil. Y hay un remedio muy simple: no dejar que termine el día sin pedir disculpas, sin hacer las paces, de los padres entre sí y con los hijos, también entre los hermanos. No hace falta un gran discurso. Basta una palmada y ya está. Así el matrimonio y la familia se hacen una casa más sólida, resistente a nuestras pequeñas y grandes fechorías.
El Sínodo ha visto en la capacidad de perdonar y perdonarse no sólo una manera de evitar las divisiones en familia, sino también una aportación a la sociedad, para que sea menos malvada y cruel. Ciertamente, las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad y por la Iglesia. Por eso deseo que en el Jubileo Extraordinario de la Misericordia las familias descubran de nuevo el tesoro del perdón recíproco.
La Asamblea del Sínodo de Obispos, que terminó hace poco, ha reflexionado a fondo sobre la vocación y la misión de la familia en la vida de la Iglesia y de la sociedad contemporánea. Ha sido un acontecimiento de gracia. Al final, los Padres sinodales me han entregado el texto de sus conclusiones. He querido que ese texto fuese publicado para que todos fuesen partícipes del trabajo que hemos realizado juntos durante dos años. No es este el momento de examinar dichas conclusiones, sobre las que yo mismo debo meditar. Pero, mientras, la vida no se detiene, en concreto ¡la vida de las familias no se para! Vosotras, queridas familias, siempre estáis en camino. Y continuamente escribís ya en las páginas de la vida concreta la belleza del Evangelio de la familia. En un mundo que a veces se vuelve seco de vida y amor, vosotros cada día habláis del gran don que son el matrimonio y la familia.
Hoy quisiera subrayar este aspecto: que la familia es una gran palestra de entrenamiento para el don y el perdón recíprocos, sin el que ningún amor puede durar; sin darse y sin perdonarse, el amor no permanece, no dura. En la oración que Él mismo nos enseñó −el Padrenuestro− Jesús nos hace pedir al Padre: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Y al final comenta: Porque si perdonáis a los demás sus culpas, vuestro Padre celestial os perdonará también a vosotros; pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas (Mt 6,12.14-15). No se puede vivir sin perdonarse o, al menos, no se puede vivir bien, especialmente en familia.
Cada día nos hacemos daño uno al otro. Debemos tener en cuenta esos errores, debidos a nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo, porque lo que se nos pide es curar en seguida las heridas que nos hacemos, recoser inmediatamente los hilos que rompemos en la familia. Si esperamos mucho, todo se vuelve más difícil. Y hay un secreto sencillo para curar las heridas y para perdonar las ofensas. Es éste: no dejar que acabe la jornada sin pedirse perdón, sin hacer las paces entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas… ¡entre nuera y suegra! Si aprendemos a pedirnos perdón en seguida y a perdonarnos mutuamente, se curan las heridas, el matrimonio se fortalece y la familia se vuelve una casa cada vez más sólida, que resiste las sacudidas de nuestras pequeñas y grandes maldades. Y para eso no es necesario hacer un gran discurso; es suficiente una caricia; una caricia, y se olvida todo y se recomienza. Pero ¡no acabar el día en guerra! ¿Entendido?
Si aprendemos a vivir así en familia, lo haremos también fuera, donde quiera que nos encontremos. Es fácil ser escépticos en esto. Muchos −incluso cristianos− piensan que es una exageración. Se dice: sí, son bonitas palabras, pero es imposible ponerlas en práctica. Pero, gracias a Dios, no es así. De hecho, es precisamente recibiendo el perdón de Dios cuando, a nuestra vez, somos capaces de perdonar a los demás. Por eso, Jesús nos hace repetir esas palabras cada vez que rezamos la oración del Padrenuestro, o sea, cada día. Y es indispensable que, en una sociedad a veces despiadada, haya lugares, como la familia, donde aprender a perdonarse unos a otros.
El Sínodo ha reavivado nuestra esperanza también en esto: forma parte de la vocación y de la misión de la familia la capacidad de perdonar y de perdonarse. La práctica del perdón no solo salva a las familias de la división, sino que las hace capaces de ayudar a la sociedad a ser menos mala y menos cruel. Sí, cada gesto de perdón repara la casa de las grietas y refuerza sus paredes. La Iglesia, queridas familias, está siempre a vuestro lado para ayudaros a construir vuestra casa sobre la roca de la que habló Jesús. Y no olvidemos estas palabras que preceden inmediatamente a la parábola de la casa: No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad del Padre. Y añade: Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu nombre y en tu nombre expulsado demonios? Pero yo les diré: No os conozco (Mt 7,21-23). Son palabras fuertes, no hay duda, que tienen como fin removernos y llamarnos a la conversión.
Os aseguro, queridas familias, que si sois capaces de caminar cada vez más decididamente por la senda de las Bienaventuranzas, aprendiendo y enseñando a perdonaros recíprocamente, en toda la gran familia de la Iglesia crecerá la capacidad de dar testimonio de la fuerza renovadora del perdón de Dios. De lo contrario, haremos unas prédicas hermosísimas, y puede que incluso expulsemos algún diablo, pero al final el Señor no nos reconocerá como discípulos suyos, porque no hemos tenido la capacidad de perdonar y de hacernos perdonar por los demás.
De verdad que las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy, y también por la Iglesia. Por eso, deseo que en el Jubileo de la Misericordia las familias vuelvan a descubrir el tesoro del perdón recíproco. Recemos para que las familias sean cada vez más capaces de vivir y de construir caminos concretos de reconciliación, donde nadie se sienta abandonado al peso de sus deudas.
Con esta intención, digamos juntos: Padre nuestro, perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Repitámoslo juntos: Padre nuestro, perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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