Para acertar en la vida hay que distinguir bien lo que ata de lo que libera; porque las cadenas surgen al hombre como a la tierra los abrojos, que crecen y rebrotan a poco que uno se descuide
Recuerdo una anécdota que contaba el profesor Bloom. Un día se le acercó un estudiante y le dijo que después de leer “El banquete”, de Platón, había concluido que hoy sería imposible aquel ambiente cultural ateniense, en el que aquellos hombres reflexivos y educados se reunían para mantener apasionantes conversaciones sobre el significado de los anhelos de su espíritu.
Pero lo que ese alumno no sabía −continuaba Bloom− es que ese ambiente cultural tenía lugar en Atenas en medio de una terrible guerra.
Fue el amor de aquellos hombres por la sabiduría lo que aportó a la civilización occidental unas conquistas intelectuales de un valor inestimable. Buscaban apasionadamente la verdad, por difíciles que fueran las circunstancias en que vivían.
Y no puede decirse que en nuestra época sea menos necesario pensar. Al contrario: nuestros problemas son tan complejos y sus orígenes tan profundos, que para comprenderlos necesitamos reflexionar y buscar soluciones quizá más que nunca.
No es sensato escudarse en la “vida real” para dejar de pensar en la verdadera realidad. La vida humana es una cuestión abierta, un proyecto en constante desarrollo. La pregunta es: ¿Cómo llevar a buen término ese proyecto? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino que lleva hacia la felicidad?
Los creyentes estamos convencidos de que en Dios se encuentra la respuesta a esas preguntas fundamentales. Vivir y transmitir la fe es, por tanto, vivir y mostrar ese camino hacia la felicidad, aprender y enseñar el arte de vivir. Y la pobreza más profunda −como ha escrito Joseph Ratzinger−, es la incapacidad de alegría, el tedio de la vida considerada absurda y contradictoria, que lleva a la incapacidad de amar, la envidia, el egoísmo, el odio, la avaricia…, a todos los vicios que arruinan la vida de las personas y del mundo. Ante todo eso, hace falta redescubrir a Dios y al Evangelio, porque si no se acierta en el arte de vivir, lo demás tampoco funciona bien.
El hombre tiende a establecer una cierta barrera entre las ideas y lo que llama la “vida real”. Y quizá, por ejemplo, cuando piensa en la fe, su imaginación representa en su mente un viejo y destartalado templo donde un sacerdote antipático se dirige a unas personas grises y serias, que además cantan mal, y que a su juicio pierden lamentablemente el tiempo, lejos del mundo real en el que ellos sí están. Y probablemente concluya que la religión no tiene sentido. O que la Iglesia funciona mal, cuando quizá lo que funciona mal, sobre todo, es su conocimiento y su imagen de la fe y de la Iglesia.
Algunos se han hecho esa idea −u otra peor− sin culpa de su parte, o al menos con poca culpa. Otros, en cambio, fomentan esa imagen para tranquilizar su conciencia, que quizá les reprocha algunas cosas a las que no se atreven a llamar por su nombre.
O se vive como se piensa, o se acaba pensando como se vive. Es un proceso sencillo, en el que cada hecho práctico de dudosa moralidad se apuntala rápidamente con la correspondiente teoría. Y quizá entonces esa comisión ilegal deja de parecerme tan mala… porque yo estoy cobrándola. O no veo tan grave eso de engañar a mi novio o a mi novia, o a mi mujer o mi marido, o emborracharme, porque… yo lo hago de vez en cuando. “Al comienzo fueron vicios, hoy quieren llamarse costumbres”, decía Séneca. Hay personas que, cuando no han sido fieles a su mujer, reconocen su debilidad; y otras, que lo que hacen es exigir a la Iglesia que dé marcha atrás en una regla que ellos ya no pueden seguir. Les gustaría reformar la Iglesia para no tener que reformarse a sí mismos, a pesar de que parece hacerles bastante falta.
A nadie le gusta que le engañen −decía Platón−, y eso es una prueba más de que existen la verdad y la falsedad.
Luchar por encontrar la verdad es un instinto connatural a todo ser humano. La grandeza del hombre radica en que podemos decidirnos por la verdad y por el bien, y así construir nuestra vida a la luz de la sabiduría y la libertad.
El cristianismo irrumpió en la historia hace veinte siglos. La fe cristiana establecía una sólida conexión entre la verdad y el bien, que se reclamaban y apoyaban mutuamente. Además, defendía al débil frente al poderoso, pues proclamaba que todos los hombres tienen el mismo derecho a la verdad, que tienen igual libertad y dignidad. Mostraba al corazón humano sus esperanzas y posibilidades de bondad. Impulsaba a cada hombre a esclarecer la verdad, que no es propiedad de nadie, sino que es superior a todos e ilumina la vida de todos. Animaba a no tener miedo a la razón, ni a la verdad, provenga de donde provenga. Es cierto que el misterio que rodea a la fe desborda la capacidad del hombre. Pero eso no significa que no podamos reconocerlo, ni que todos los acercamientos a ese misterio sean igualmente válidos, ni que no haya en la historia signos claros de su presencia, ni que las acciones del hombre sean todas igualmente buenas o malas.
— Pero la vida sin fe suele ser más cómoda…
No creo que la vida sin fe sea más cómoda. Al contrario, la falta de fe hace la vida más oscura, con menos esperanza.
Cuando una persona vive bien su fe, encuentra en ella una felicidad que no se consigue de ninguna otra forma. Pero ha de ser una fe bien vivida, entendida no como un conjunto de obligaciones y restricciones, sino como una luz que ilumina hacia dónde podemos ir.
La conquista de la libertad es un camino de conocimiento y de exigencia personal. El conocimiento de la realidad es importante porque favorece la libertad. Si un navegante conoce la proximidad de un temporal, puede cambiar el rumbo, y sortearlo, o bien refugiarse en el puerto. Pero si ignora el temporal, se pondrá en peligro, y aunque se sienta muy libre, y muy cómodo, estará en camino de perder su libertad. Por eso, escoger el error, aunque la elección sea libre, no puede llamarse propiamente libertad.
Para ser libre hay que ponerse en guardia contra el influjo de la masificación y las corrientes de pensamiento de moda. No hay que olvidar que gran parte de nuestro acceso a la realidad es a través de los medios de comunicación, que poseen una gran capacidad de persuasión, y si una persona se descuida puede creerse muy libre al seguir su imperiosa espontaneidad, sin darse cuenta de que está siendo dirigida por una ingeniosa propaganda. Por eso dice José Antonio Marina que “la libertad es siempre cautelosa y algo desconfiada, y en cambio el hombre excesivamente espontáneo es carne de agencia de publicidad”.
Además, una cosa es saber lo que hay que hacer y otra conseguir hacerlo. Hay que saber lo que hay que hacer, pero además es preciso tener un suficiente nivel de autoexigencia para lograr hacerlo.
Kant contaba la parábola de la paloma que creía que sin la resistencia del aire se ahorraría esfuerzos y volaría con más libertad. La pobre paloma no se daba cuenta de que esa resistencia era, precisamente, lo que le mantenía en vuelo. Por eso, para acertar en la vida hay que distinguir bien lo que ata de lo que libera. Porque las cadenas surgen al hombre como a la tierra los abrojos, que crecen y rebrotan a poco que uno se descuide. La libertad es cara y dolorosa, y por eso a veces elegimos una cómoda esclavitud frente a una costosa libertad.
Querer liberarse de la exigencia personal es un engaño utópico. La verdadera libertad empieza por ser capaz de obedecer a los propios mandatos.
Alfonso Aguiló
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