David Hidalgo Rodríguez

1.       Las tres oleadas democratizadoras [2]

El establecimiento de sistemas de ordenamiento político democrático en los tiempos modernos ha cumplido un ciclo gradual en el que pueden distinguirse tres grandes fases. Las revoluciones liberales inglesas del siglo XVII, la Revolución Francesa y la Guerra de Independencia Norteamericana entre finales del XVIII y principios del XIX, son los focos originarios de la primera de ellas. Su influencia se trasladará paulatinamente a países como España, Argentina, Suiza o Uruguay, que experimentarán la aplicación de tales modelos hasta el primer tercio de siglo XX. Siendo las razones esgrimidas para explicar este impulso inicial, el consenso mínimo alcanzado en torno a la organización del Estado, la extensión de la educación y, sobre todo, el desarrollo económico basado en el impulso industrializador, la urbanización y evolución de los transportes, que contribuyen a generar la aparición del segmento social llamado a ser el gran protagonista de la moderna democracia liberal, las clases medias, cuya importancia irá aumentando en el espacio político frente a los absolutismos monárquicos o los sectores aristocráticos u oligárquicos junto con la fuerza motriz de tal crecimiento, la clase obrera.

Los avances de la democracia se verán amenazados por su propia incapacidad para evolucionar ante los cambios bruscos que propone el capitalismo al que parece irremediablemente vinculada, a la persistencia de estructuras de poder tradicionales muy arraigadas en algunas naciones que intentan su advenimiento y, además, en el plano exterior, a la irrupción de dos grandes alternativas, el fascismo y el comunismo, que se proyectarán de forma agresiva hacia el resto del concierto internacional (sin que haya en esto, por cierto, mucha diferencia respecto a la actitud expansionista de las referenciales potencias democráticas, Estados Unidos, Reino Unido y Francia) [3].

La segunda fase democratizadora, la segunda ola, fue consecuencia directa de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. De ella derivaron tres categorías de países que accedieron a la democracia: los vencidos (Alemania occidental –RFA–, Japón, Italia o Austria); los que fueron colateralmente arrastrados por su ejemplo (Argentina, Venezuela, Turquía, Grecia, Brasil, Perú, Ecuador, Colombia, etc.), y todas aquellas naciones liberadas a causa del proceso de descolonización posterior (destacando por encima del resto las ubicadas dentro del continente africano). Sin embargo, aquella victoria no fue del todo completa y menos aún definitiva. El comunismo persistió durante toda la Guerra Fría como alternativa frente los regímenes democráticos. Además, la avalancha que había sucedido a los años inmediatos de postguerra fue diluyéndose poco a poco (provocada en buena medida por ese enfrentamiento contra el comunismo), hasta hacer que en África, pongamos por muestra, entre treinta y treinta y cinco democracias recién creadas después de la descolonización pasasen a ser sistemas autoritarios de 1956 a 1975. Del mismo modo que en América Latina, donde sucesivos golpes militares dieron al traste con sistemas legalmente constituidos haciendo que, nueve de los diez países latinoamericanos de origen español que eran democráticos en 1960, cayesen bajo la égida del autoritarismo trece años después (a excepción de dos, Colombia y Venezuela, y de Brasil, aunque de ascendencia portuguesa también autoritario desde 1964). Pakistán, Filipinas, Taiwán, nuevamente Grecia, etc., fueron algunos otros ejemplos de que la democracia continuaba siendo todavía un proyecto inviable en ciertas regiones del mundo.

El 25 de abril de 1974 la «Revolución de los Claveles» portuguesa inaugura oficialmente el tercer gran ciclo democratizador. Alrededor de una treintena de países adoptaban de este modo regímenes democráticos. Véanse algunos de ellos clasificados por áreas geográficas:

–        Europa meridional: aparte del mencionado Portugal, España, Turquía y Grecia.

–        Europa central y del este (bajo anterior dominio soviético a distintos niveles): Letonia, Lituania y Estonia en el Báltico, República Democrática Alemana, Polonia, Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, Bulgaria, Rusia, Bielorrusia, Ucrania, etc.

–        Europa balcánica: países de la extinta confederación yugoslava como Serbia, Eslovenia, Croacia, Bosnia–Herzegovina, etc.

–        América Latina (desde Centroamérica hasta América del Sur): Guatemala, el Salvador, Nicaragua, Panamá, Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Ecuador, Bolivia, Perú, etc.

–        Asia: India, Filipinas, Pakistán o Corea del Sur.

–        África: Argelia en el norte y Sudáfrica y Nigeria en el Sur.

–        Próximo Oriente: Jordania o Egipto.

En el seno de la tercera ola suelen identificarse además dos sub-fases. Las transiciones democráticas anteriores a 1989, como la española, argentina, etc., en la que los países democratizados pertenecen mayoritariamente al radio de acción occidental (o mejor dicho, norteamericano) y, a partir de esas fechas, los procesos de cambio político que suceden al derrumbamiento de las antiguas URSS y Yugoslavia (sin olvidar excepciones como Chile, Panamá o Nicaragua, que transitan hacia la democracia durante este posterior sub-ciclo aún perteneciendo a la órbita del bloque pro-occidental).

A diferencia de las dos anteriores oleadas democráticas, la tercera se produjo sin la utilización previa de la violencia como fórmula de acceso a la misma. Las transiciones de fin de siglo fueron procesos de cambio político negociados entre los integrantes/representantes/defensores del régimen no democrático anterior y la oposición contraria al status quo autoritario. Recorrió territorios con múltiples diferencias culturales, sociales, económicas y, por supuesto, políticas. Los nuevos sistemas recién constituidos también han evolucionado hasta hoy de forma distinta pero, ninguno de ellos o, muy pocos, fenecieron por muy crítica que haya sido su estabilidad hasta el día de hoy. Desde entonces se interpretó la llegada de la democracia en clave de victoria definitiva sobre otras alternativas de regulación y convivencia política, celebrando con ello de paso, el simbólico y tan controvertido «fin de la historia». ¿Dónde residía o en qué consistió esta victoria definitiva de la democracia?

2.       Teorías existentes sobre la democratización y elaboración de un modelo interpretativo propio desde la historia.

A grandes rasgos pueden señalarse dos grandes perspectivas teóricas que hayan abordado el análisis de los procesos de cambio político hacia la democracia. Por un lado el enfoque funcional o estructural, que advierte la imprescindible presencia de motores culturales, sociales o económicos como factores generadores de la democratización. Por otro, el enfoque genético o estratégico, de marcado carácter politológico y, según el cual, son las élites políticas (a través de su dinámica negociadora y, concretamente, de la batalla entre las estrategias que las diferentes fuerzas emplean entre sí para vencer la «pacífica» batalla del cambio: quién resultará más beneficiado en un hipotético futuro, lejano o cercano, con el cambio de reglas de juego), y no los condicionamientos estructurales quienes protagonizan verdaderamente ese tránsito [4].

Ambos marcos teóricos son a pesar de sus defectos compatibles y, desde nuestro punto de vista, contienen elementos válidos para confluir en la realización de un análisis rigurosamente científico de cada caso. La posibilidad de combinar ambas estrategias de análisis para afrontar el examen riguroso de la democratización es una necesidad contemplada incluso desde el propio seno de las ciencias políticas actuales (Del Campo, 1992: 87). A continuación realizaremos un breve repaso crítico de los dos citados grandes enfoques para, a partir del mismo, explicar qué elementos y cuáles no resultan a nuestro juicio beneficiosos o perjudiciales para acometer el estudio de la referida área temática.

Los aportes de la politología al campo de estudios que tratamos son especialmente notables y significativos. Sin embargo, pensamos, sus esfuerzos no se han orientado hacia una comprensión o explicación global del fenómeno sino tan solo a señalar una serie de respuestas cuya validez únicamente cobra sentido dentro de su propio ámbito disciplinar. Han subrayado, en efecto, cuál es la puerta a través de la cual puede comenzarse el análisis de la democratización a finales del siglo XX, esto es, las élites políticas, pero, en nuestra opinión, no han utilizado la misma de forma adecuada [5].

Las élites protagonistas de las transiciones democráticas, bajo nuestro punto de vista, poseen una naturaleza muy diferente a la de los gobernantes pretéritos que, en gran medida, están relacionados con el régimen autoritario del que desean librarse. Ahora estamos ante técnicos, administradores del poder que, bajo un régimen de limitaciones condicionantes variadas según el caso, representan una gama (más o menos amplia) de intereses ubicados en el seno del sistema político. Comenzar a entender la democratización en todos esos países implica, por extensión, identificar, reconstruir tales segmentos de intereses y comprobar su evolución interactiva a lo largo del proceso de cambio dentro del marco restrictivo en el que operan. Comprender la democratización conlleva, en definitiva, utilizar un prisma científico que nos permita situarnos en la piel de sus protagonistas para aprehender el proceso democratizador. Empero, ¿cómo hacerlo si tan sólo tenemos ante nuestra vista la punta del iceberg, esto es, actores con nombres y apellidos que, en un tiempo reducido y abonados además al secreto para proteger aquellos intereses hasta el final, pactan la llegada de la democracia? [6].

Nuestra propuesta para la revisión de los procesos de democratización de finales de siglo XX es proyectar su examen a partir de la perspectiva que introduce una nueva tendencia historiográfica, la «historia del tiempo presente» (Aróstegui, 2004); elaborando en virtud de ella el modelo de análisis que aplicaríamos a uno o varios casos específicos (haciendo uso de la metodología comparada si la elección fuese plural). Esto es, desde la óptica que ésta sugiere o, mejor dicho, pensamos sugiere, plantearíamos un marco interpretativo que aprovecha las aportaciones introducidas por las dos grandes corrientes especializadas y antes mencionadas pero que las emplearía en función de la opción historiográfica referida.

¿Por qué hemos decidido establecer una especie de tercera vía sobre el análisis de la democratización durante el último tercio de siglo XX, a raíz de los aportes que introduce la «historia del presente»? Las razones que nos han empujado a hacerlo son múltiples y, aunque nos limitaremos a comentar algunas de las que nos parecen más relevantes en sucesivas líneas, queremos destacar la razón que consideramos más determinante: las respuestas que persigue la historia del presente (dirigidas a la comprensión de la época que vivimos actualmente y su explicación a través del discurso histórico), en nuestra opinión, pueden albergar gran parte de satisfacción a través del análisis de la democratización de finales de siglo XX e, igualmente, la comprensión de estos procesos desde el punto de vista de sus protagonistas (esfuerzo en el que creemos debe basarse esta investigación) es un objetivo al que es posible aspirar a partir de la «historia del tiempo presente».

Desde la perspectiva señalada, las transiciones de fin de siglo (dentro de las cuales el derrumbamiento del sistema comunista adquiere un rol protagónico), representan uno de los capítulos determinantes para entender la realidad contemporánea de un grueso generacional importante. Sus consecuencias directas o las reflexiones planteadas a lo largo de estos procesos, son parte integrante de nuestro mundo actual. Resultan necesarias para afrontar su comprensión. Por otro lado, la historia del presente ha introducido un conjunto de ventajas metodológicas importantes, debido al enorme caudal de información con el que contamos para las épocas más recientes y la posibilidad de tratarlo sistemáticamente con mayor rigor (Cuesta, 1993).

Dada la propia evolución que la historiografía ha seguido hasta la actualidad, nuestra disciplina es hoy, paradójicamente, una herramienta de análisis de la realidad totalmente pragmática y funcional. El retroceso de los grandes paradigmas historiográficos que durante los siglos XIX y XX dominaron el panorama profesional de nuestra disciplina institucionalizada, ha provocado que el objeto o problema de estudio pueda prevalecer siempre como la cuestión prioritaria en lugar del modelo de análisis que se desea aplicar sobre él. Aspecto que, unido a su vinculación menos estrecha con los poderes establecidos, por su teóricamente menor utilidad práctica en última instancia, puede facilitar una visión menos condescendiente o menos permeable a la influencia del universo político reinante.

A nuestra positiva opinión acerca de la oportunidad de interpretar las incógnitas que formula el presente a través de la historia, desde un punto de vista científico y lo más objetivo posible, es necesario añadir la existencia de una gama muy amplia de recursos expuestos a nuestro alcance para corroborarlo de esta forma. El testimonio oral, la literatura, el cine, la prensa..., sin pasar por alto el tradicional uso de los archivos con información concerniente al tema de estudio elegido o la más novedosa utilización de Internet. Todos ellos, empleados dentro de un marco teórico formulado en base al examen o prospección previa del tema y susceptible siempre de modificación por las particularidades que cada proceso histórico contiene podrán, no sólo proyectarnos hacia las conclusiones que el análisis específico requiere en cuestión, sino que también nos introducirán en sugerentes debates con una trascendencia fundamental para la actualidad.

En adelante propondremos, a modo de ejemplo, un hipotético marco teórico a partir del cual comenzar el desafío que supone el análisis de la democratización a finales de siglo XX. El mismo contiene los elementos que, bajo nuestro punto de vista, debería contemplar cualquier estudio referido al tema en base a la óptica expuesta, pero que no guarda otra esperanza más que la de despertar el interés por una etapa histórica que todavía sigue representando toda una auténtica incógnita.

2.1. Origen del proceso: el régimen no democrático.

Los procesos de cambio político hacia la democracia durante el último tercio del siglo pasado se desarrollan, a primera vista, bajo un esquema de fuerzas similar en casi todos los casos: ni la oposición al régimen no democrático posee la capacidad o voluntad de derribarlo por la vía directa, ni el propio régimen vigente tiene solución de continuidad incluso haciendo uso del monopolio de la violencia. Se produce una especie de empate técnico que empujará a unos y a otros hacia la negociación, como único camino posible para la resolución del conflicto político. Lo cual conlleva que no se produzca un cambio radical, un corte abrupto entre un sistema y otro. ¿Dónde situar entonces el origen del proceso democratizador?

Nuestra opinión es que a pesar de que pueda observarse una relación de fuerzas similar e incluso insistirse en la naturaleza consensual de las transiciones democráticas de tercera oleada, el origen de la transición política es el punto que comienza a establecer las diferencias de cada caso, puesto que ese origen está localizado en los distintos sistemas no democráticos dentro de los cuales comienza a gestarse la democratización de forma gradual, a partir de la progresiva desintegración del sistema no democrático precedente.

Conocer al sistema no democrático y los componentes de su crisis va a situarnos sobre la pista, no sólo de las posibles razones que provocan el comienzo del cambio, sino a explicarnos muchos de los factores, condiciones y problemas de cada ejemplo práctico. Pero quizás, lo que es más importante, nos pondrá en contacto en primer lugar, con los segmentos integrantes del régimen no democrático, que son quienes tienen la verdadera llave para el cambio de ciclo y, en segundo término, con las raíces del movimiento opositor y las repercusiones sociales por la pervivencia del sistema anterior. En conclusión, la piedra de toque inicial para el análisis de la democratización a finales de siglo XX remite, desde nuestro punto de vista, al estudio de algunos frentes significativos dentro del régimen no democrático precedente. Estos podrían ser algunos de ellos [7]:

–        Causas del establecimiento del sistema no democrático: apoyos nacionales e internacionales, circunstancias que favorecen su irrupción y continuidad.

–        Naturaleza o características generales (para ello es especialmente valiosa la obra de Juan J. Linz que establece una tipología de los regímenes no democráticos: autoritarios, totalitarios, burocrático-autoritarios, sultanísticos, etc., con sus principales rasgos distintivos).

–        Duración y relación en el tiempo respecto a otros sistemas de tipo no democrático (tradición democrática o no democrática del país elegido y el entorno).

–        Características e impacto de la represión (relación de las Fuerzas Armadas –FFAA– con la represión, índice de víctimas, evolución de la represión, etc.).

Las transiciones del Cono Sur latinoamericano, por ejemplo, partieron de regímenes no democráticos muy distintos a los de la Europa meridional, central u oriental porque, para comenzar, las circunstancias que provocaron su irrupción tampoco fueron las mismas. Si en España, Portugal, la ex URSS o ex Yugoslavia y los antiguos PECOs, hemos de retroceder hasta verdaderos acontecimientos bélicos a escala nacional o internacional, a partir de los cuales queda enclavada la legitimidad tradicional de sus sistemas no democráticos, los regímenes burocrático-autoritarios latinoamericanos acudirán al auxilio de la civilización cristiana occidental, amenazada por la subversión revolucionaria de los años sesenta-setenta. De este modo, los regímenes burocráticos autoritarios latinoamericanos contarán desde su inicio con una legitimidad sensiblemente inferior a la de los sistemas totalitarios soviéticos o autoritario luso y español (aunque la presencia cíclica de los militares en el poder no suponga tampoco una novedad en la historia política latinoamericana) (Rouquié, 1984). Máxime en países como el Uruguay, pongamos por muestra, donde la verdadera tradición era la democracia y no el intervencionismo militar en la vida política [8].

Tras su irrupción, los regímenes burocrático-autoritarios latinoamericanos aplicaron una doble estrategia política (Garretón, 1994). La primera, la dimensión reactiva expresada en las Doctrinas de Seguridad Nacional, relacionó de forma directa y en un breve período de tiempo, a las FFAA con el exterminio de una parte ingente de población llamada a participar en la arena política en décadas sucesivas (llegando incluso algunos autores a afirmar la idea de la eliminación de toda una auténtica contra-élite nacional). Sin embargo, esa dimensión no se expresó del mismo modo en Argentina, donde previamente se había producido un cuestionamiento total de las élites que gobernaban los dos niveles de su sistema político (lo cual provocó una persecución feroz e indiscriminada por parte de las FFAA) (Cavarozzi, 1994), que en Uruguay, donde, de hecho, uno de los herederos de aquellas funestas décadas (el Frente Amplio), servirá como llave para desbloquear la situación hacia la re-democratización del país. Así, la actitud de los gobiernos post-estalinistas de Jruschev y Breznev, de Tito e incluso Franco desde mediados de siglo en cuanto a la represión de la oposición política, podrá «reactualizarse» sin causar los mismos daños a la democratización futura que la represión ejercida en el Cono Sur donde, todavía a día de hoy, impide cerrar el consenso de la sociedad sobre el pasado (una de las piezas clave para entender la democratización) [9].

En cuanto a la segunda estrategia, esto es, la dimensión constructiva, destacan los casos chileno (Garretón, 1998) y brasileño (D´Alva, 1998), donde los regímenes autoritarios implementan una completa reestructuración económica del país a partir de los modelos neoliberales (recuérdese el caso de los «Chicago Boys» chilenos), asimilados también tanto por uruguayos como por argentinos. Ello les permitirá granjearse un apoyo más estable sobre determinados grupos en torno al hecho de la eficacia económica (que curiosamente es otra de las claves para entender la duración del sistema comunista en la antigua Yugoslavia y la URSS) (Fusi, 1991), pero también depender de un mercado internacional en fase de reestructuración dentro del cual ocupan una posición nada favorable.

Un dato interesante en el tratamiento de las transiciones democráticas relacionado con la constitución del régimen no democrático pretérito, es el que se refiere a las particularidades derivadas de su propia evolución institucional. Mientras en el caso chileno destaca la presencia de una personalidad que aglutina todo el poder del sistema autoritario (nos referimos a Pinochet claro), en otros casos latinoamericanos nos vamos a encontrar con gobiernos militares que comparten el poder de forma colegiada contando con la colaboración de civiles que jugarán un papel clave en la transición. En Uruguay y Argentina, la participación en el poder de segmentos militares con diferentes perspectivas políticas, practicará una división apreciable en el interior de las propias FFAA, sirviendo como elemento desestabilizador de estos sistemas. Pero lo que resulta quizás más interesante dentro de esa composición interna es el «plan de salida» que algunos gobiernos autoritarios latinoamericanos van fraguando y que les permiten afrontar la transición controlando los cauces por los cuales se desenvuelve (véanse los cronogramas políticos de los regímenes chileno o uruguayo en los que la ciudadanía rechazará su perpetuación –el establecimiento de una especie de «democraduras»– a través de sendos plebiscitos populares en 1980 y 1989) (Brunner, 1990 y Solari, 1991). Planes que van desde la participación encubierta de elementos autoritarios en las fuerzas políticas que recogerán el testigo democrático (como en el caso brasileño), hasta la eliminación de adversarios políticos en las primeras elecciones democráticas (como en el caso uruguayo). Todo lo cual resalta con los ejemplos de la ex-yugoslavia o España, donde la súbita desaparición de las figuras que condensaban el poder (y por tanto las claves para su reinstitucionalización futura) durante la década de los setenta, genera un vacío que forzará el reacomodo en los cimientos de estos regímenes.

El segundo apartado relevante en el estudio de los regímenes no democráticos es el relativo a la coyuntura crítica que obligará a sus integrantes a buscar el reciclaje en un nuevo ordenamiento político. Desde aquellos que directa o indirectamente aceleran su propia desintegración, como los casos argentino y griego tras sendas huidas hacia adelante con la Guerra de las Malvinas y la Guerra turco-chipriota respectivamente, portugués (tras un golpe militar en el seno mismo del gobierno autoritario) [10], o el ejemplo soviético por su formulación combinada de la perestroika (reestructuración) y la glasnost (transparencia) (Hobsbawm, 1995: 459-495; Palacios, 2003: 137-173; Berstein, 1996: 214-224), hasta otros que contienen el proceso de cambio aún a costa de su propia asfixia (véanse los ejemplos español, chileno, boliviano, brasileño, etc.).

Podemos rastrear los diferentes aspectos de esas crisis en función de tres o cuatro grandes direcciones que nos permitirán después adoptar caminos diversos. La más destacable, seguramente, sea la situación económica de todos los gobiernos no democráticos a partir de la década de los setenta. Ha de valorarse que, aproximadamente desde la crisis del petróleo en 1973, comienza un periodo de reajuste en el sistema económico internacional que resultará bastante dañino a todos estos gobiernos caracterizados por la falta de permeabilidad en cuanto a los vaivenes cíclicos de la economía. Es el final del gran ciclo que comenzase tras la Segunda Guerra Mundial y que llevó a un crecimiento constante de la economía mundial, para pasar a la que es denominada como fase postindustrial del capitalismo (Hobsbawm, 1995: 403-432). Cambio que, irónicamente, golpeará con más fuerza si cabe a los sistemas autárquicos que, en teoría, se hallan aislados del sistema capitalista (como el soviético).

Ese aspecto, el de la crisis económica, va a coaligarse con otra de las direcciones que podemos tomar, la sensible variación que se da en el campo de las relaciones internacionales (Pérez Llana, 1987). Si tomamos los ejemplos de la Europa meridional y central, observaremos la importancia que adquiere la integración al mercado común europeo, para el cual el eje rector franco-alemán no concede pasaporte de ingreso sin la carta democrática. Por otro lado, los países no democráticos más relacionados con la órbita norteamericana, léanse los casos latinoamericanos, verán cómo la llegada al poder de la administración Carter supondrá un freno evidente a sus aspiraciones de continuar vigentes, al cortar el apoyo geopolítico y militar a las dictaduras del Cono Sur (teledirigido posteriormente por Reagan hacia el hinterland centroamericano) (Paramio, 1984 y Peitras, 1989).

En cuanto a los factores de crisis intra-sistémica, podríamos volcarnos en la investigación de los diferentes proyectos políticos dentro de los segmentos intra-régimen, del grado de cohesión en las instituciones que cimientan al sistema no democrático (obviamente con especial fijación a las FFAA), de los sucesos coyunturales que lo van golpeando (véase la importancia que tiene el asesinato del número dos del régimen en España, el almirante Carrero Blanco), etc., etc.

2.2. El tránsito

Percibida la sorda debilidad del régimen no democrático, abierto ese periodo de incertidumbre institucional, el análisis, en nuestra opinión, ha de trasladarse a varias cuestiones de interés: composición de los campos de fuerza (conocimiento de los «duros» y los «blandos», de la oposición democrática, no democrática, moderada, radical, etc., en términos de O´Donell, 1994), papel de la sociedad (poniendo especial acento en la labor ejercida por los medios de comunicación, los intelectuales, etc.), y construcción de los sucesivos acuerdos que servirán para formular la matriz del cambio democratizador (el consenso poliárquico sobre las reglas de juego).

En cuanto al primer vector, sería imprescindible hacer una breve clasificación, siempre flexible, que nos sirva como referencia a lo largo del proceso de negociación. Sobre todo para apercibirnos de cuáles son las diferencias existentes entre el discurso inicial de las élites y de qué forma va siendo modificado por las concesiones o aportes que genera la negociación con otros actores. Debe hacerse el esfuerzo de huir de clichés que sólo conceden su importancia al peso que tienen las élites políticas y ampliar el campo de rastreo ya que, en no pocas ocasiones, vamos a encontrar ejemplos en los que la participación de sujetos a primera vista «no políticos», resulta vital para la compresión del fenómeno transicional. Así ocurre en los casos brasileño, polaco y español, en los que la Iglesia Católica adquiere un rol capital dentro del proceso de cambio. En el polaco, el sentimiento anti-ruso tradicionalmente arraigado entre la población, enlazará con la colaboración de una Santa Sede dirigida, precisamente por un polaco, Juan Pablo II, quien no será extraño a los apoyos recibidos por Solidaridad de Lech Walesa (De Cueto Nogueras, 2001: 73-137). En España, la Iglesia Católica comenzará tras el II Concilio Vaticano una labor de desestabilización permanente al régimen franquista a través del que es uno de sus principales responsables en España, el cardenal Tarancón, quien trasladará su apoyo durante el cambio al rey Juan Carlos I, verdadera correa de transmisión entre el sistema no democrático y el democrático. En definitiva, las instituciones que tradicionalmente han conservado el poder en determinadas regiones dependiendo de su evolución histórica particular, son agentes elementales durante el proceso de cambio porque condensan la adhesión de un conjunto de segmentos sociales muy amplio. Pero no sólo hemos de tornar nuestra vista hacia instituciones tradicionales como la Iglesia, la Monarquía, las aristocracias, etc., etc. El sistema económico internacional, por ejemplo, también ha generado las suyas propias (véase el caso de la transición boliviana en función de la problemática que plantea la relación de su régimen no democrático con el mercado de la coca o los recursos mineros) (Whitehead, 1994) [11].

Concluyendo, personas, partidos políticos, instituciones, todos deben ser analizados lo más pormenorizadamente posible. Especialmente en el caso de los grandes liderazgos como los de Lech Walesa, Felipe González, Václav Havel etc., etc. Y con más motivo, si cabe, en cuanto a los políticos que sirven desde dentro del sistema no democrático como nexo impulsor de la democratización (léase Adolfo Suárez, Constantin Karamanlis...) [12].

La sociedad, obviamente, es otro punto de referencia que debemos escrutar en profundidad. Cuando el sistema no democrático facilita mediante la apertura o deshielo social la aparición de actos de protesta (también llamado proceso de liberalización), la pelota pasa a estar en el tejado de la población. Los episodios de la politécnica en Atenas, el «Obeliscazo» uruguayo, la «revolución de terciopelo checa»..., existe una gama muy amplia de actos insurreccionales en los que, por ejemplo, los movimientos sindicales cobran gran relevancia (Esteban, 1994). También la labor ejercida desde la prensa escrita que se convierte en cauce para expresar el desacuerdo a la vez que articular adhesiones a las futuribles fuerzas que pugnarán por la abierta o reabierta arena política. Movimientos organizados, como las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina, o verdaderas explosiones sociales (como la que pudimos constatar en la Rumanía de Ceacescu contra su figura dictatorial) [13].

El pacto, el acuerdo, es el nudo gordiano de los procesos de democratización de fin de siglo. En cada proceso de democratización existe una secuencia de acuerdos que puede rastrearse y va construyendo progresivamente el consenso final sobre las reglas de juego político. Una de las grandes ventajas de seguir un método exhaustivo de análisis para el estudio de la democratización se revela en este ítem, porque en las transiciones democráticas resultan tan importantes o más que los grandes pactos paradigmáticos, los acuerdos secretos tejidos en las residencias personales de los políticos, despachos o simples cafés. Tras los Acuerdos de la Moncloa, en España, o el Pacto del Club Naval en Uruguay, existe toda una verdadera trama de negociaciones entre bastidores de la que no tenemos más información que la que deseen ofrecernos algunos protagonistas en sus conferencias o memorias (fuentes estas harto sospechosas, pues no deja de ser la versión subjetiva de un sólo integrante a bastantes años vista del fin del proceso democratizador).

Grosso modo, podría afirmarse que existe un primer gran pacto inicial, un pacto sobre el pasado que intenta enterrar la memoria oscura del régimen no democrático. El recuerdo de su labor represiva reviste en cada caso una complejidad enorme. En el español (y también ruso como puede verse en Hobsbawm, 1995: 485) la vastedad temporal del régimen autoritario implicó que se produjese una renovación generacional que actuó como elemento galvanizador entre la población y el recuerdo de la Guerra Civil o las purgas estalinistas respectivamente. La herida que planteaba el pasado fue relativamente más fácil de suturar que en Chile, Argentina o Uruguay, donde la proximidad generacional de los hechos hacía del olvido algo completamente imposible.

El segundo gran acuerdo no escrito es el que la propia transición impone sobre las reglas de juego provisionales. Un pacto mutuo de no agresión entre las fuerzas integrantes del régimen no democrático y la sociedad que se despliega bajo él, en el que las élites que aspiran a reconducir el orden político poseen un rol trascendental. Además de transmitir seguridad a ciertos actores vitales, como el Ejército, las élites políticas deben asegurar la no alteración de los términos de desarrollo capitalista, ya que en ambos agentes residiría el peso de una hipotética regresión en la democratización (Przeworski, 1991: 86) [14]. A todo lo cual cabría añadir el no desequilibrio de las condiciones que rigen el marco geopolítico internacional. La Revolución que los jóvenes oficiales portugueses desataron en 1974, debido a los tintes socialistas que al menos logró transmitir de cara al exterior, provocó que se reactivasen mecánicamente los resortes diplomáticos del contexto de la Guerra Fría. Circunstancia, encima, que modificó de forma sensible el proceso de cambio político español.

En último lugar viene el gran acuerdo sobre el futuro. La negociación que crea o recrea las normas del orden político poliárquico al que todos prometen respeto absoluto en el futuro, y de cuyas instituciones están dispuestos a admitir cualquier resultado, victoria o derrota, en caso de tener que dirimir sus conflictos o disputas. En este punto es necesario disponer de las materias calientes que centran el peso de la negociación sobre las nuevas reglas (residiendo en diferentes áreas según el caso: sistema electoral, forma del Estado, relaciones Iglesia-Estado...), y poner especial atención en cuál es el texto constitucional definitivo (a quién beneficia o perjudica, en qué aspectos, etc.). El estudio de la vertiente social para la comprensión de los procesos de democratización cobra mucha relevancia en la presente vertiente de su análisis, debido a que muchos de los clivajes o líneas de tensión sociales representan el telón de fondo de tales negociaciones, trasladándose incluso al período de consolidación democrática posterior [15].

2.3. Elecciones fundacionales y posterior proceso de consolidación y normalizacióndemocrática

Las elecciones fundacionales cerrarían el ciclo formal de la democratización tal y como entienden las teorías transitológicas actuales, pero lo cierto es que más allá de esta formalidad legal se extiende un periodo de tiempo en el que es puesta a prueba la fortaleza del nuevo sistema poliárquico. Diez años después de que los diputados españoles fuesen secuestrados en el Congreso ante la mirada estupefacta de todo un país anclado frente al televisor, la imagen de Boris Yeltsin defendía a la nueva Rusia libre del comunismo sobre los tanques del Ejército soviético.

El estudio de los resultados de los primeros comicios electorales es fundamental para percibir varias cuestiones interesantes: el conservadurismo social en función de la elección de claras figuras opositoras o de opciones continuistas relacionadas con el régimen no democrático anterior; la integración que ha habido entre las fuerzas políticas y la sociedad durante el proceso democratizador en función de los índices de abstención, etc., etc. Las elecciones son un buen termómetro social para pulsar la opinión y ánimo general sobre la democratización.

A continuación debemos fijarnos en dos líneas de acción: los posibles intentos de atentar contra el nuevo orden político y la resolución de algunos conflictos todavía no zanjados definitivamente entre el sistema saliente y el entrante.

Otra cuestión interesante es observar el recorrido que adquieren hasta el presente las personalidades y fuerzas participantes en la transición (los «padres fundadores»). Y lo es todavía más contrastar su discurso o el análisis actual que hacen sobre el proceso de cambio político con los datos que de ellos nos ha reportado nuestra investigación. En definitiva, el periodo de consolidación y normalización democrática posterior es una superficie excelente para comprobar el grado de compromiso o habilidad política que se ha empleado durante la negociación del cambio político (porque en cierto modo es el momento en el que se ponen muchas de las cartas anteriormente ocultas sobre el tapete).

Una de las grandes ventajas que permite el estudio de la democratización a finales de siglo XX desde la perspectiva histórica que hemos venido proponiendo, es que poco a poco vamos a ir señalando en cada ejemplo práctico muchos de los problemas fundamentales que más tarde van a actuar como obstáculos para la consolidación de la democracia en según qué regiones. De este modo, no sólo detectaremos los problemas de democratización en los distintos espacios que analicemos sino que, además, entraremos en contacto con la realidad actual de los mismos [16].

Algunos breves comentarios finales

Los procesos de democratización de la tercera ola son episodios fundamentales de la historia actual. De ellos afloran multitud de factores y problemas significativos, gracias a los cuales puede conocerse la evolución de las distintas sociedades, su estado, etc., manifestándose como un sugerente ejercicio para la comprensión del presente y del pasado (quizás porque ambos se dan cita a la vez durante un período relativamente corto de tiempo). Contienen el elemento más atractivo para la historia: el cambio. Y es bastante lo que se expone cuando de lo que se trata es de un cambio en las reglas de juego político.

Entre la tercera fase democratizadora, la tercera oleada, y las dos primeras fases, existe una diferencia notable: la democracia no es precedida por el derramamiento de sangre. Este es un indicador de madurez por parte del mundo actual, hastiado de un siglo XX repleto de situaciones conflictivas, pero también de debilidad, por cuanto la democracia tiene más de concesión de poder que de conquista social. Para hacerse una buena idea de ello, basta con comprobar qué significado ha tenido el establecimiento de sus respectivos regímenes democráticos desde entonces, en áreas como Centroamérica (Torres-Rivas, 89; Benítez Manaus, 89 o Padilla, 89) Próximo Oriente (Khalidi, 2004) o los territorios nacionales de la antigua Unión Soviética (Kapuscinski, 1994).

En la Europa central y oriental, el derrumbamiento del sistema comunista obligó a una «triple transición» sin parangón en el resto de casos. Además de la específicamente poliárquica, el área hubo de afrontar un reajuste económico a la órbita capitalista justo cuando la propia economía capitalista estaba, a su vez, en plena crisis de transformación. Y en segundo término, dicho espacio fue testigo también de problemas de integración territorial y nacional que oscilaron desde la pacífica separación de Checoslovaquia y Eslovaquia (De Cueto Nogueras, 2001: 137-205) hasta el estallido de la Guerra de los Balcanes a mediados de los noventa (Palacios, 2003: 265-305) [17].

En América Latina se puso fin a dictaduras militares especialmente sangrientas que gozaron de impunidad para hacer de sus países auténticos laboratorios vivientes, tanto de sus métodos de represión como de sus proyectos políticos. Los gobiernos de seguridad nacional aseguraron la transición desde «el desarrollo sin democracia hasta la democracia sin desarrollo» (Pajín, 2004), llevando así a cabo la adaptación de América Latina al nuevo milenio.

En España, modelo de transición democrática según los enfoques estratégicos, si hiciésemos caso de las continuas reivindicaciones de académicos, escritores, politólogos, etc., etc., estaríamos ya por la tercera o cuarta transición (léanse sin ir más lejos los comentarios del día martes 30 de noviembre de 2004 al respecto que, desde dos medios de comunicación de diferente orientación política, realizan dos reputadas opiniones españolas también de diferente orientación política, como Santiago Carrillo o Paco Umbral). ¿Será entonces que la primera transición no fue tan buena como se hace creer?

Tras la victoria que simbolizó la democratización de finales de siglo XX, se esconde un no tan positivo panorama para los jóvenes sistemas «poliárquicos» recién constituidos o recuperados. ¿Por qué tantos problemas? Recomendamos desde aquí la lectura de un artículo de Václav Havel, protagonista de la transición checa, sobre las lecciones que la democracia debería haber tomado del derrumbamiento comunista. ¿Hemos comprendido bien, entonces, qué significó o qué fue la democratización durante el último tercio de siglo pasado? La ciencia, suele considerarse, es la historia de las buenas preguntas. Hoy, muchas de nuestras preguntas sobre el presente están contenidas en enclaves históricos como el de los procesos de democratización que acaecieron durante el último tercio de siglo XX.

David Hidalgo Rodríguez [1] en https://dialnet.unirioja.es/

1.     Becario de investigación adscrito a la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Salamanca.

2.     La breve reconstrucción de las tres fases o tres oleadas de democratización que ofrecemos a continuación, ha sido elaborada a partir de las obras de S. P. HUNTINGTON (1994) y S. BERSTEIN (1996). En ambos autores pueden encontrarse reflejadas de forma más extensa las características generales que definen a cada una de ellas.

3.     A las dos primeras fases u oleadas de democratización sucederán sus correspondientes contra-fases o contra-oleadas, esto es, periodos caracterizados por el retroceso u abandono de la democracia en aquellas áreas donde antes se había instaurado.

4.     Es decir que, entienden la democratización como un producto, primero, de los encuentros, desencuentros, acuerdos, etc., que se desarrollan entre las élites políticas dando lugar a la progresiva construcción del consenso final (de ahí que se denomine también genético) dentro del marco de la negociación sobre el cambio y, segundo, del grado de aceptación o respeto que hacia ella guarden o hagan guardar aquéllas en adelante. El enfoque «genético» o «estratégico» elaborado durante los albores de la tercera ola, irrumpió desde las ciencias políticas a partir de figuras como D. A. RUSTOW (1970) o G. DI PALMA (1990), hasta ser hoy el punto de vista predominante dentro del referido campo temático. Dicha vía teórica que, como se ha dicho nació intrínsecamente vinculada a los procesos de democratización de finales del siglo XX, sucedió también a otras dos anteriores generaciones teóricas que habían tratado el referido objeto de estudio desde un punto de vista estructural. La primera, condensada en las tesis «culturalistas» de A. Verba y Pye o «desarrollistas» de Lipset, Johnson o Solari; mientras que la segunda está representada por la escuela dependentista de autores como S. Amin, F.H. Cardoso o G. Frank. Todas ellas pueden encontrarse lo suficientemente desglosadas en S. MARTÍ I PUIG (2001).

5.     Y no lo han hecho entre otros motivos, creemos, porque la formulación de cada modelo, corriente, perspectiva, etc., teórica, responde también a unos intereses concretos según el caso, no sólo en lo que respecta al ámbito científico sino también ideológico o precisamente político. Así, esta tercera corriente teórica polítológica parte de presupuestos eminentemente liberales al conceptualizar la democracia en función del cumplimiento de una serie de requisitos o procedimientos institucionales mínimos (como elecciones libres y competitivas, libertad de expresión…) tras los cuales quedaría instaurado de hecho y derecho un sistema poliárquico que crece en cada caso por sendas diferentes teniendo siempre como referencia la democracia (concepto utópico o ideal al que se asimila con los postulados más morales, éticos o sociales de la Grecia clásica y, en todo caso irrealizable en su totalidad desde un punto de vista pragmático). Una visión que pretende ofrecerse como neutra, al margen de los posicionamientos políticos social-democráticos que son aquéllos a los que precisamente achacan una visión más social de la democracia; objetiva, puesto que dan el protagonismo a los sujetos, a los individuos en la figura de los principales responsables políticos, en vez de a las abstractas «estructuras»; y eminentemente política puesto que conceptualizan el fenómeno como esencialmente político al margen de cualquier otro tipo de condicionamientos.

6.     En efecto estos análisis no examinan, por ejemplo, los motivos que originan o dan pie a un hipotético escenario de negociación. No mencionan los recursos, las cartas con las que cuentan los actores así como el estado de los mismos en ese momento. Tampoco los límites dentro de los cuales operan, la jerarquía temática de su agenda negociadora o el saldo (positivo / negativo) de los regímenes no democráticos anteriores. Y lo que es más grave, obvian las diferencias históricas que caracterizan a cada contexto y hacen que cada proceso esté sujeto a un desarrollo distinto. Desatendiendo finalmente las características de cada sistema poliárquico, como ellos mismos reconocen, siempre sujeto a factores, actores, problemas, etc., etc., formantes de regímenes políticos, todavía dentro de las pautas institucionales mínimas a partir de las cuales se considera instaurado un sistema democrático, con una composición, protagonistas, funcionamiento, etc., interno diverso.

7.     Los dos primeros guiones, de hecho, están presentes en los análisis de la perspectiva estratégica (M. ALCÁNTARA, 1992).

8.     No cabe duda de que las características de los conflictos que dan pie al nacimiento del régimen no democrático del que partirá el proceso democratizador posterior representan el primer mojón para comenzar el análisis de este último. Pero incluso existen excepciones significativas como las de los casos centroamericanos en los que el estudio de dicha conflictividad resulta todavía más necesaria por cuanto esta desemboca directamente en el proceso de democratización (véase si no el caso nicaragüense en M. ORTEGA, 1998).

El examen de las circunstancias que dan acceso al régimen no democrático precedente facilitan la pista inicial en cuanto al sistema del que parte la democratización (en parte porque encierran los componentes que conforman su legitimidad política) y, en no pocos casos, se trasladarán al seno mismo del escenario de negociación final, cuando la debilidad del sistema impuesto despierte algo más que los viejos fantasmas del pasado. Muchos de los factores históricos que en tiempos pretéritos han provocado la irrupción de una alternativa no democrática compondrán del mismo modo las raíces de su derrumbe (léase el caso boliviano en R. A. MAYORGA, 1998).

Además, este origen trazará diferencias fundamentales sobre la democratización al revelarnos la determinante inexistencia histórica de una cierta tradición liberal, por ejemplo, en los territorios que componían la antigua URSS, frente a otros casos europeos o latinoamericanos en los que dicha tradición podría contribuir de modo distinto al cambio político.

9.     La relación directa y cercana que vincula a los militares latinoamericanos con la represión, contrasta con los casos de la Europa meridional o las repúblicas ex-soviéticas y la antigua federación yugoslava, donde el terror implantado primero por la contundencia de su irrupción e inmediatamente después durante los orígenes de sus regímenes y, más tarde, por la presencia de la policía política o los potentes servicios de inteligencia nacionales, desvinculaba a los gestores directos del poder con la represión a la vez que permitió la desactivación de cualquier oposición por el miedo a las reacciones que se pudiesen tomar desde el poder. En la antigua Unión Soviética, de hecho, las FFAA estaban desvinculadas de ambas instancias, es decir, tanto de la gestión sistemática de la represión como del poder (en manos de los miembros del apparattik o líderes de la gran estructura burocrática del Estado) (C. GONZÁLEZ y C. TAIBO, 1996), representando de ese modo un papel de menor trascendencia en cuanto a la democratización que otras FFAA, léase el caso de las latinoamericanas.

10.     Contragolpe militar (mismo origen que en el Paraguay de Stroessner) (E. ACEVEDO, 1991) que, por cierto, tiene sus orígenes en el proceso de descolonización de las últimas posesiones portuguesas en el continente africano (C. OLIVEIRA, 1998).

11.     En nuestra opinión el estudio de los actores que protagonizan la democratización, además de centrarse en la constitución, estrategias, etc., de las élites nacionales protagonistas, deben dirigirse al mismo en tiempo en dos direcciones muy olvidadas y sin embargo al tiempo muy necesarias. Por una banda, las ya citadas instituciones o grupos de poder tradicionales que la evolución histórica de cada región haga de por sí interlocutores naturales del proceso. Por otro, los líderes del área geopolítica a la que pertenece o dentro de la cual está encuadrado el país en cuestión. No olvidemos que estos procesos acontecen durante la Guerra Fría y, la pertenencia a uno u otro bloque determinará de forma trascendental el desarrollo de la democratización. Punto éste en el que el trabajo de los historiadores sigue resultando fundamental (y para el cual recomendamos empezar con dos obras clave de la historiografía sobre el mundo actual: G. PROCACCI, 2001 y P. CALVOCORESSI, 1999). En todo caso el ámbito de las relaciones internacionales representa una estación de parada obligatoria para el estudio de la democratización a finales de siglo XX (C. PÉREZ LLANA, 1987).

12.     El estudio del liderazgo es un ítem igualmente fundamental en el estudio de la democratización a finales de siglo XX puesto que es uno de los motores elementales del mismo (en los estudios politológicos, de hecho, supone un vector de análisis prioritario). La presencia o ausencia de liderazgos fuertes y de calidad es, por ejemplo, otro de los puntos que más diferencias establecen entre los casos de la tercera ola.

13.     Las fórmulas de resistencia social componen por sí solas un área de trabajo independiente. El ingenio se pone en marcha para canalizar el descontento de la población a través de manifestaciones que sin incurrir en la ilegalidad portan contenidos de reivindicación política contrarios al orden establecido. La música popular, el cine o la literatura están repletos de estas expresiones, pero cuando la astucia se convierte en la única arma blandible, hasta los limpiaparabrisas de un automóvil pueden servir como herramienta de condena.

14.     Resulta muy interesante comprobar como en Chile, el acuerdo más determinante alrededor del cual pudo fraguarse el cambio democrático fue de naturaleza eminentemente económica. S. BERENSZEIN (1994) afirma que el acuerdo sobre las reglas de juego político solo fue posible gracias al consenso en cuanto a la continuación del modelo de acumulación implantado durante el pinochetismo. De este modo, la burguesía capitalista se integró al camino de la negociación política y también económica (al reconocer la necesidad de un cierto grado de cooperación por el bien del funcionamiento general de la maquinaria capitalista).

15.     Aunque sin lugar a dudas, el aspecto que quizás resulte más interesante dentro de este punto, será el de analizar a los actores que son reconocidos como interlocutores válidos en la mesa de negociación. Descubrir quién negocia y por qué (esto es, quién está habilitado para establecer las nuevas reglas y porqué), nos situará sobre la pista de cuál es la naturaleza real del nuevo sistema político y qué sectores o grupos van a adquirir un papel de protagonismo o dominio en el futuro marco democrático.

16.     Aunque la naturaleza histórica, económica, etc., de los factores de consolidación, es un aspecto nuevamente reconocido incluso desde el ámbito politológico (M. A. GARRETÓN, 1998). Sus estudios, sobre todo los referidos a los países en vías de desarrollo, siguen insistiendo en resaltar la necesidad de cambios exclusivamente dirigidos a modificar la estructura interna del sistema político. La continuación lógica de sus análisis en clave política tras el cambio, vuelve a incurrir en el error de creer que la permuta del presidencialismo al parlamentarismo, a otro tipo de sistema electoral, etc., etc., son las soluciones que darán a estos países la llave para la construcción de una democracia fuerte, estable y duradera. Perspectiva que vuelve a revelarse irreal e ineficaz, cuando el presente actual demanda soluciones como las que verbigracia estos días se han formulado desde Bolivia, Ecuador o Venezuela.

17.     Los problemas de raíz étnica en los enclaves pertenecientes al gran imperio soviético, continúan siendo a día de hoy, el mayor obstáculo para la pacificación y democratización del área (F. LETAMENDÍA, 1989). Problemas con raíces históricas profundas que no tendrán solución si continuamos insistiendo en la visión etno-céntrica del homo occidentalis que perpetúan los estudios politológicos generados la más de las veces desde el entorno norteamericano. Esos estudios, poseen una intencionalidad fundamentalmente práctica basada en la instrumentalización de dichos conflictos en beneficio de las potencias que lideran el mundo actual (y que no persiguen más que la fórmula de inmovilizar a bajo costo poblaciones enteras bajo eufemísticas etiquetas como las de los “desafíos a la goberISSN: 1698-7799.

Cristina Hermida del Llano

4.        Una obra que vincula la Política a la Religión a través de la Justicia

Es realmente vasta la producción religiosa y de carácter jurídico-política de Tomás Moro [55]. Aquí nos detendremos a examinar algunas obras del pensador que revelan cómo la política se fusiona con la religión a través de la justicia, entendida ésta como justicia natural desvinculada de la ley positiva o social.

Una de esas obras es Contra Lutero o Reivindicación de Enrique VIII, que fue redactada bajo el pseudónimo de Guillermo Roseus, y en la que Moro muestra su rechazo a Lutero y su apoyo a Enrique VIII. Creo que esta obra debería ponerse en relación con otra: Carta a un monje. Aunque se desconoce la fecha exacta en la que Moro redactó esta obra, posiblemente lo hiciera en verano de 1519 cuando llevaba ya algo de tiempo trabajando al servicio de Enrique VIII. En ella defiende el trabajo grandioso de Erasmo y por ello se convierte en un texto de referencia para entender su defensa del erasmismo, esto es, su retrato como humanista (defendiendo las humanidades), al menos hacia 1519. La obra salió a la luz en 1520 con dos ediciones en distintas imprentas [56]. Moro no disimula su respeto y aprecio por el trabajo de Erasmo en esta obra, en lo que a la investigación filológico-bíblica se refiere.

Tengamos en cuenta que entre 1506 y 1507, Moro, junto con Erasmo, habían traducido al latín Los diálogos de Luciano. De hecho, ambos resaltan y admiran su argumentación anti-tiránica. Concretamente, Moro se ocupó de traducir El Cínico, centrado en el desprecio de las riquezas y la oposición radical a cualquier forma de codicia; El Menippo, y la Necromancia, sátira sobre el concepto de poder; y El Tiranicida, el cual se ocupaba del importante tema de la legitimidad del tiranicidio. Como el propio Moro reconocería, Luciano era  el mentor que le ayudaba a combatir y soportar la necedad humana, su propia necedad y la de los otros [57]. Como apunta Poch:

«En una Responsio, que Moro añade, describe con las más negras tintas al tirano, equiparándolo a las bestias que ignoran todo vínculo natural, que, apartadas de toda sociabilidad (sociabilitas), no aceptan colaboración, ni siquiera con el que está ligado por vínculos de sangre. El tirano lo es, pues, por ilegitimidad de origen, ex defectu tituli, pero en mayor medida lo es todavía más por ilegitimidad de ejercicio, ex exercitio. Es por lo que también el tirano muere siempre intestado, tanto pública como privadamente» [58].

La obra Historia del rey Ricardo III (1513) se inserta en este mismo planteamiento moriano. Tanto es así que Shakespeare se sirvió de esta trama para construir su obra dramática que lleva este mismo nombre, llegando a decir   de Ricardo IIII que éste «pondrá en aprendizaje al facineroso Maquiavelo» [59]. Pensemos que Ricardo, Duque de Gloucester, asesina al hermano mayor, Jorge, Duque de Clarence, y, más infamemente todavía, a los hijos menores de Eduardo IV.  En el fondo esta crítica fuerte al tirano que representa Ricardo  III nos permite pensar que de modo indirecto Moro ponía sus ojos en Enrique VII Tudor y Enrique VIII. La tesis de esta obra resulta bien clara: la tiranía destruye cualquier forma de vida civil, aunque nos pretenda engañar queriéndonos hacer creer que es tutora del bienestar social y armoniza al conjunto de la sociedad.

Aunque no sea una obra estrictamente política, hay que destacar también la traducción que en 1506 hizo Moro de la Vida del Conde Juan Pico de la Mirandola (1463-1494) [60], figura importante del renacimiento italiano, ilustre re-descubridor y gran admirador de Platón, ardiente defensor del pensamiento hermético y de la cábala, que trató de conciliar humanismo y cristianismo [61]. Moro lo tuvo como ejemplo por reunirse en él numerosas virtudes, ser el teorizador más conocido de la doctrina de la dignidad del hombre, coincidir en su gusto por las ciencias naturales, su profundo sentimiento religioso, y su actitud altruista y generosa hacia los más necesitados [62].

De alguna manera Moro debió sentirse fascinado por las tesis que defendió Pico de la Mirandola en torno al milagro de ser hombre y que podríamos resumir así:

«Todas las criaturas están ontológicamente determinadas, por la esencia específica que les ha sido dada, a ser aquello que son y no otra cosa. En cambio el hombre es la única criatura que ha sido colocada en la frontera entre dos mundos y que posee una naturaleza no predeterminada, sino constituida de un modo tal que sea él mismo quien se plasme y se esculpa de acuerdo con la forma previamente elegida. Así el hombre puede elevarse hasta la vida de la pura inteligencia y ser como los ángeles, e incluso subir todavía más. La grandeza y el milagro del hombre residen, pues, en ser, artífice de sí mismo, autoconstructor» [63].

En realidad, esta aproximación nos hace entender al hombre como un  ser camaleónico, en donde se encuentra la huella de Pitágoras, que permanece abierto a todas las vidas: planta, animal racional, animal irracional o ángel. Veamos el famoso pasaje de Pico de la Mirandola en el que se acerca con claridad a estas cuestiones:

«No te he dado, oh Adán, un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa específica, para que de acuerdo con tu deseo y tu opinión obtengas y conserves el lugar, el aspecto y las prerrogativas que prefieras. La limitada naturaleza de los astros se halla contenida dentro de las leyes prescritas por mí. Tú determinarás tu naturaleza sin verte constreñido por ninguna barrera, según tu arbitrio, a cuya potestad te he entregado. Te coloqué en el medio del mundo para que, desde allí, pudieses elegir mejor todo  lo que hay en él. No te he hecho ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo, como libre y soberano artífice, te plasmes y te esculpas de la forma que elijas. Podrás degenerar en aquellas cosas inferiores, que son irracionales; podrás, de acuerdo con tu voluntad, regenerarte en la cosas superiores, que son divinas» [64].

A Tomás Moro se le conoce, fundamentalmente, por su obra de 1516 Utopía (Sobre la mejor condición del Estado y sobre la nueva isla de Utopía) [65]. Utopía (De optimo republicae statu deque nova insula Utopia libellus). La redacción de este libro se produjo durante la primera embajada de Tomás Moro a Flandes. Curiosamente, el autor redactó antes la segunda parte, menos crítica, (1515) que la primera (1516) –«de ahí esa cierta desigualdad en el estilo» [66]–, aun cuando en ambas Moro esbozase las bases de una nueva sociedad, fundamentada en una suerte de comunismo cristiano [67].

La elección del título de la obra fue ciertamente un éxito de dimensión histórica, «porque acuña definitivamente este género político narrativo» [68]. Con el término ‘Utopía’ pretendería el autor expresar que «no está en ninguna parte y, se podría decir, que es Ucronía, que no acontece en ningún sitio» [69]. Platón ya se había aproximado a esta acepción de Moro, al escribir que la ciudad perfecta a la que se refiere en La República no existe «en ninguna parte sobre la tierra». Aun cuando la obra tiene un carácter lúdico, creo que no sería justo reducirla a una mera bagatela literaria [70]. Estaría por ello de acuerdo en que «se hizo necesaria la creación semántica de Moro para llenar una laguna lingüística» [71], al situarse en ese ámbito entre lo real y lo irreal o ideal, de lo cual sería una expresión acertada el término ‘utopía’.

A pesar de ser una obra utópica y ucrónica, como hemos señalado sin lugar ni tiempo real, Moro se sintió muy influido en su redacción por la era de los descubrimientos ibéricos. Moro conocía bien la obra de Américo Vespucio y buena prueba de ello es que su personaje protagonista, Rafael Hitlodeo, fuese un navegante luso que se suponía había participado en las navegaciones vespucianas y había visto la isla de Utopía. Es a Rafael Hitlodeo, personaje imaginario, a quien Moro confía la tarea de exponer las costumbres y las instituciones del pueblo de Utopía. Como precisara Huisman:

«Este viajero, lleno de ciencia y de experiencia, es así el principal interlocutor de la conversación que ocupa el libro primero de la obra. Mas este artificio literario no debe confundir al lector: Rafael no es más que el portavoz de Tomás Moro, y su insistencia en describir los beneficios de la paz y los horrores de la guerra en las dos partes de la Utopía revela una sátira amarga de la política belicosa de Enrique VII y de Enrique VIII (...)

A lo largo de sus páginas, el lector encontrará alusiones apenas disimuladas a las guerras de Enrique VIII, emprendidas, sea por pasión de gloria militar, sea con la esperanza de una anexión o de beneficios comerciales para la nueva burguesía mercantil de Inglaterra. Sucesión de guerras continuas en Europa, sucesión de injusticias sociales engendradas por el poderío del dinero y la propiedad, tales son los temas mayores de la Utopía, tomados como contrapunto en la parte negativa (libro primero) y en la parte positiva de la obra (libro segundo)» [72].

Estamos, pues, ante una obra profunda y compleja, a pesar de su aparente simplicidad. Se contrapone al aspecto lúdico del texto, una profunda y acervada crítica socio-política a la Inglaterra y la Europa de su tiempo (el siglo XVI), cada una con sus complejas tradiciones y dramas sociales internos [73]. No es así casual que la isla Utopía se encuentre cerca del continente europeo, dividido por guerras:

«Allí, en efecto, Rafael Hitlodeo, con la conformidad y a la anuencia de mismo Moro como interlocutor, examina y describe, con negras tintas, la situación económica y social de Inglaterra: el hambre y estado de servidumbre de los campesinos; la invasión del ganado ovino (como en la Mesta castellana), que desplaza y agota los terrenos de labor; los agricultores y retornados de la guerra, obligados por las circunstancias a dedicarse al robo y al pillaje; la crueldad de la represión judicial del simple robo, castigado siempre con la horca; los altos precios de oligopolio; la holgazanería, el egoísmo y la petulante prepotencia de las clases privilegiadas...» [74].

Como ha precisado Huisman:

«En la primera parte de la obra, el autor pinta un cuadro enérgico de Inglaterra, con sus campesinos empujados hacia las ciudades, sus bandas de salteadores, su justicia ciega y cruel, su realeza ávida de riquezas y dispuesta siempre a la guerra. En Tomás Moro se dan cita varios hombres: un discípulo de Platón temeroso de ver al gobierno de los hombres alejarse más y más de la razón, un cristiano que aspira a un cristianismo unitario, un humanista abierto, como los de su tiempo, a las ideas nuevas sobre la felicidad terrestre, pero también un hombre de orden, respetuoso de las jerarquías, al que repugna el espectáculo de una monarquía que se envilece por el afán de dinero, preparando así contra ella inevitables desórdenes. Por otra parte, Tomás Moro tiene ese retraimiento de la vida propio del filósofo, que le persuade de que el reino de la propiedad individual y del dinero es incompatible con la felicidad» [75].

Tomás Moro revela en esta obra lo influido que se sentía por el optimismo humanista, ya que en Utopía se revela la confianza que se alberga en  la razón y en la bondad humana. No se puede decir que estemos en la etapa del racionalismo moderno, pero sí hay atisbos que profetizan las etapas posteriores. Se puede hablar, eso sí, de optimismo vital humanista, moralizante y anti-maquiavélico. Moro se siente convencido de que:

«bastaría con seguir la sana razón y las más elementales leyes de la naturaleza, que están en perfecta armonía con aquélla, para evitar los males que afligen a la sociedad. Utopía no presentaba un programa social de obligada realización, sino unos principios destinados a ejercer una función normativa, los cuales, mediante un hábil juego de alusiones, señalaban los males de la época e indicaban los criterios que servían para curarlos» [76].

La obra despertó un enorme interés por la forma dramática en que había sido redactada. Verdaderamente, estamos ante una obra narrada en forma de diálogo. Se deja entrever aquí la clara influencia no sólo de Platón y de Luciano sino también de sus inicios en la dramaturgia desde una temprana edad. Como ha precisado Poch:

«La Utopía es, pues, un diálogo, en el que el discurso (logos) se va desplegando, dialogalmente, en un tempo dramático y no sólo es dialogal, y quizás dialógica, sino dialéctica; porque el discurso se va construyendo, continuada e ilativamente en posiciones y contraposiciones, propias del pensar dialéctico» [77].

Esto precisamente provocaría que se haya hecho difícil averiguar cuándo es la propia opinión de Moro la que se expresa y cuándo la de aquellos que con él dialogan, en especial, Hitlodeo. De algún modo, se puede afirmar que se olfatea en el humanista inglés la metodología que haría célebre al gran filósofo de la dialéctica, Hegel, aunque también se rastrea en él la huella agustiniana. Este indisimulado interés por San Agustín será, sin duda alguna, otro punto   de unión con Luis Vives.

Aunque las fuentes a las que se remonta Tomás Moro son, fuertemente platónico-agustinianas, también se reconocen matices del estoicismo, tomismo y erasmismo [78], de tal manera que se puede afirmar que las fuentes principales se remontan a la Antigüedad griega y latina. Son, en efecto, fuente de inspiración principal para Moro tanto Platón, a través de su obra La República, como Tácito, con La Germania [79].

Tomás Moro nos describe en Utopía un Estado ideal, en el que por influencia platónica introdujo las ideas de la comunidad de bienes [80], de la igualdad entre hombres y mujeres y del rango supremo de la sabiduría en el gobierno. Ahora bien, también se observan diferencias con Platón si tenemos en cuenta que Moro extendió la comunidad de bienes a toda la sociedad, partiendo de una concepción de la estructura social radicalmente distinta; mientras la República platónica está formada por clases y está altamente jerarquizada, la utopía de Tomás  Moro elimina las clases o las castas sociales puesto que,   a su juicio, una vez desaparecidas las distinciones de riqueza, desaparecerían también las diferencias de status social [81]. Dicho esto, a mi modo de ver, el hecho de que Moro aboliera la propiedad privada no debiera hacer pensar que constituye un precedente del materialismo histórico como, por otra parte, han llegado a apuntar algunos autores [82].

Tomás Moro fue además un defensor de la tolerancia, oponiéndose a toda persecución por motivo de creencias, aunque hiciese una inamovible excepción con quienes negaban la existencia de Dios y la inmortalidad del alma; éstos no tenían, a su juicio, lugar en el «Estado óptimo». En el fondo, lo que late en su pensamiento es la idea de que se puede honrar a Dios de muy diversos modos y es posible la convivencia en paz desde una comprensión y aceptación recíproca de esa diversidad religiosa [83].

Deberíamos tener en cuenta que cuando escribió esta obra la caza de brujas y las hogueras corrían parejas con los castigos sangrientos infligidos a los vagabundos. Si lo pensamos, lo que hace Moro es una inversión de las reglas, quedando terminantemente prohibido torturar a nadie en nombre de la religión. Más bien al contrario, la intolerancia y el fanatismo son castigados con el exilio y la esclavitud.

Pensemos que el pueblo tiene libertad para profesar la religión que desee, hasta el punto de que conviven en Utopía diversos cultos: cultos solares y lunares, culto a los héroes legendarios, culto a un ser supremo creador y providencia a la vez, culto cristiano (este último introducido en la isla y por el cual los habitantes de Utopía sienten de modo natural una atracción creciente). Los que viven en Utopía están tan habituados a la diversidad religiosa y a la tolerancia que ello implica, que se reúnen en vastos templos en donde los sacerdotes practican el ecumenismo y no emiten más que palabras susceptibles de convertir a todos, siendo la meta principal el poder llevar una vida moral [84]. Parece así claro que, como ha apuntado Poch, «los aspectos religiosos de Utopía, tal como Moro nos lo narra, no responden a sus íntimas y muy sólidas convicciones religiosas. La religión de Utopía es, simplemente, una religión natural, y no la revelada de Moro» [85].

Me gustaría llamar la atención sobre un dato. A pesar de la imagen humanista y tolerante que el autor nos revela en su obra Utopía, y que viene siendo la más conocida del filósofo, algunos han preferido presentar una imagen completamente diferente del autor, advirtiendo que «Moro se convirtió en un notable defensor de la persecución de la herejía cuando ésta se extendió en Inglaterra» [86].

Pero ¿qué deberíamos entender por Estado óptimo? Como explica Ferrater Mora:

«El ‘Estado óptimo’ no se halla en parte alguna, pero constituye el ideal de todos los Estados. Fundamental en él es la estrecha unión de la religión y la moral, del bien y la virtud. El ‘Estado óptimo’ está fundado en la virtud. Moro introdujo en su utopía numerosos detalles de organización del Estado, como las formas de distribución del trabajo. Gracias a éstas, se elimina toda servidumbre económica y se da la oportunidad para el ocio moral e intelectual. El placer moderado, en el sentido epicúreo, desempeña un papel importante en la utopía de Moro. Los ciudadanos son felices porque pueden gozar de los placeres simples y no tienen ninguna ansia por obtener cosas superfluas» [87].

Hasta el día de hoy los intérpretes no saben lo que está escrito en serio   y lo que es broma, donde está el punto final de la burla de las condiciones y opiniones y cuando empieza la burla de sí mismo. Lo que parece indudable es que Utopía se sitúa en las antípodas de la «razón de Estado».

Es en la obra Epigramas [88] en la que se revela con gran claridad el pensamiento moriano anti-absolutista. Tengamos en cuenta que para él constituye una forma de expresar pensamientos y sentimientos de forma similar a como lo hace en su correspondencia. La colección de Epigramas, publicada por primera vez en Basilea (1518), junto con la última edición de su obra Utopía y unos poemas de Erasmo de Rotterdam, fue corregida en la tercera edición de 1520. Como se ha precisado: «Sin ser la más conocida, esta obra encierra un bagaje ideológico, cultural y de perspectiva vital enormemente interesante, y necesario para conocer al Moro completo» [89].

Aunque la temática es variada, se conforma por una tipología que deriva de la vida real y lo que la rodea: la muerte, las formas de gobierno y la soberanía política, la guerra, la fugacidad de los perecedero y el orgullo, el uso de la riqueza, la cultura y el arte, los cambios de la fortuna, la mujer, la belleza, el amor, etc [90]. Entre todos los temas tratados, me gustaría destacar aquellos que reflejan ideas de su pensamiento jurídico-político, como la de su oposición al origen divino de la autoridad, al sostener que la soberanía reside en el pueblo, anticipándose en ello, entre otros, a John Locke [91]. De hecho, en el epigrama 121 afirma lo siguiente: «Cualquier hombre que gobierna a muchos debe su autoridad a aquellos a quienes gobierna. No debe tener el gobierno un instante más de lo que deseen sus súbditos. ¿Por qué los soberanos sin poder son tan orgullosos? ¿Por qué gobiernan en precario?»[92].

La raíz de la tiranía reside para Moro en la avaricia. Como explica Poch:

«Pero la avidez de riquezas y la de dominio o poder se excitan y se alimentan mutuamente; la avaricia produce la ambición de extender el poder, y la extensión del poder despierta nueva avaricia: he ahí el círculo infernal que el moralizante Moro quiere cortar y erradicar. y así como en la avaricia y en la desatada ambición de dominio se identifica al tirano, en la recta administración, que es limitado ejercicio de poder, se expresa la fuerza ideal del buen monarca» [93].

Metafóricamente, para Moro, el rey habría de comportarse con sus súbditos como lo hace el padre con sus hijos, conforme indica en Epigramas. Además unos y otros forman un cuerpo orgánico unido: «El reino es como un solo hombre, está orgánicamente unido por el amor: el rey es su cabeza, el pueblo compone los otros miembros». Moro conoce muy bien las diferencias entre el príncipe bueno y el príncipe malo o tirano: la primera es que el buen príncipe atiende las necesidades del pueblo como si de hijos se tratara y «ahuyenta a los lobos», que no son más que los que intentan ejercer o ejercen como tiranos. El propio Moro afirma: « ¿Qué es un buen soberano? Es un perro guardián del rebaño, que con su ladrillo hace huir a los lobos ¿Qué es uno malo? El propio lobo» [94].

Fundamental para el pensador es no someter a los súbditos a la voluntad del tirano, subyugando la libertad individual de aquéllos. Más bien al contrario el buen príncipe ha de aumentar el grado de libertad de los súbditos a través del ejercicio de poder. Literalmente Moro precisará: «Aquellos que el tirano señorea como siervos, el rey los estima como hijos».

En cuanto a la forma ideal de gobierno, Moro parece decantarse por la república frente a la monarquía. Ahora bien, si tenemos presente la situación socio-histórica de su época, podemos decir que termina optando por la «monarquía limitada», esto es, por el príncipe frenado por la ley y el Parlamento. Veamos  lo que señaló en el Epigrama 198 (titulado «Cuál es la mejor forma de gobierno») en donde Moro se pregunta sobre la cuestión de si es preferible una monarquía o una forma de gobierno parlamentaria:

«Preguntas quién gobierna mejor: un rey o un senado. Ninguno si –como frecuentemente es el caso– ambos son malos. Pero si uno y otro son buenos, pienso que el senado, por número de sus miembros, es el mejor y que el mayor bien está en numerosos hombres buenos. Quizá es difícil encontrar un grupo de hombres buenos, pero con más frecuencia es fácil que uno solo sea malo. Un senado ocuparía una posición entre el bien y el mal, pero casi nunca tendrás un rey que no sea ni bueno ni malo. Un senado malvado está influido por el consejo de hombres mejores que él, pero un rey es él mismo  el gobernante de sus consejeros. Un senador es elegido por el pueblo que va a gobernar; un rey consigue este fin por nacimiento. En este caso rige el ciego azar,  en el otro un acuerdo razonable. Uno entiende que fue hecho por el pueblo, el otro entiende que el pueblo fue hecho para él, de modo que tiene súbditos que gobernar. Un rey en su primer año es por supuesto muy suave, pero el cónsul cada año será como un nuevo rey. Después de mucho tiempo un rey codicioso corroerá a su pueblo mientras que si un cónsul es malo hay esperanza de mejora. No me persuade la conocida fábula que recomienda que uno soporte a la mosca bien alimentada no vaya a ser que la hambrienta ocupe su lugar. Se equivoca quien cree que un rey codicioso se satisface; tal sanguijuela nunca deja la carne hasta que está consumida. ‘Un serio desacuerdo –dices– impide las decisiones de los senadores mientras que nadie contradice a un rey, siendo peor este mal. Porque cuando hay diferencia de opinión en asuntos importantes...’. ¿Pero qué te hizo empezar estas indagaciones? ¿Hay en alguna parte un pueblo sobre el que tú, por tu propia decisión, puedas imponer un rey o un senado? Si esto está en tu poder, el rey eres tú; deja de pensar ya a quién le darías poder; la pregunta previa es si eso facilitaría las cosas» [95].

5.        A modo de conclusiones

Tomás Moro se presenta ante nosotros enfrentado radicalmente a Maquiavelo o, más aún, al maquiavelismo como corriente política también existente antes y después del propio Maquiavelo. De hecho, es impensable que Moro hubiera podido conocer la obra El Príncipe, por razones aunque sólo fueran cronológicas. Como precisa a este respecto Poch, comparando a los dos grandes pensadores: «Frente al amoralismo, el primado de la moral, frente a la fuerza, los deberes éticos y las normas jurídicas, frente a la voluntad irracional de dominio, la razón suasoria, frente al Estado, como obra de puro ‘arte político’, la Comunidad humanista» [96]. Moro sostiene una defensa a ultranza de la Humanitas Cristiana. Esta convicción la compartía con Erasmo: «‘el príncipe cristiano’, de poderes limitados y sometido a derecho. Primado de la Ética sobre la Fuerza, del Ethos sobre el Kratos» [97].

De lo que no parece quedar duda es que Moro fue un precursor del principio de la tolerancia religiosa y un convencido de las exigencias de la justicia natural por encima incluso del respeto al imperio de la ley positiva. Así lo manifestó, por ejemplo, en una carta escrita a su querida hija Margaret:

«Pero, Margaret, primero y por lo que se refiere a las leyes del país, aunque todo hombre nacido y viviendo en él está obligado a obedecerlas en cada caso bajo pena de castigo temporal, y en muchos casos bajo pena  de disgustar a Dios también, aun  así  ningún  hombre  está  obligado  a  jurar que toda ley está bien hecha, ni tampoco está obligado, bajo pena de disgustar a Dios, a poner en práctica tal punto de la ley si fuera de verdad injusto» [98].

Tomás Moro dejaba claro que frente a una ley injusta era legítimo desobedecer, apelando a la conciencia individual [99]. Así lo explica en otra carta dirigida a su hija Margaret:

«pensaba que no podría hacerlo así, porque en mi conciencia éste era uno de los casos en los que estaba obligado a no obedecer a mi príncipe, dado que cualquier cosa que otros pensaran en el asunto (cuyas conciencias y conocimientos no quería condenar ni juzgar), con todo, en mi conciencia la verdad parecía estar del otro lado» [100].

Tomás Moro fue así un precursor de la objeción de conciencia, al señalar que por encima de la ley positiva están los dictados que emanan del alma. A través del repaso de su biografía y de sus obras principales conseguimos vislumbrar cómo el binomio política-religión no se explica sin la referencia a la justicia natural en su pensamiento jurídico-político.

Cristina Hermida del Llano, en revistas.unav.edu

Notas:

55    Entre otras obras, cabría citar: Las cuatro últimas postrimerías; La súplica de las almas; La confusión de Tyndale; La Carta a Juan Frith; La debelación de Salem y Bizancio; La apología de Sir Thomas Moro, Caballero; Diálogo del consuelo frente a la tribulación; Respuesta sobre la Cena del Señor; y, por último, el Tratado sobre la Pasión de Cristo y el Tratado para recibir el Sagrado Cuerpo, tratados que escribe durante los días en que fue prisionero en la Torre de Londres.

56    La carta fue publicada en Epistolae aliquot eruditorum en mayo de 1520 en Antwerp; en el mes de agosto salió otra edición en Basilea que no se publicó hasta 1760, en donde se recoge dentro de la biografía de Erasmo escrita por John Jortin, Londres, 1758-1760. La edición crítica del texto se encuentra en In Defense of Humanism: Letter to Martin Dorp, Letter to the University of Oxford, Letter to Edward Lee, Letter to a Monk. Ed. Daniel Kinney, New Haven&Londre: Yale University Press, 1986. Volumen nº 15 de las obras completas de Moro. La obra Carta al monje había visto la luz en la colección de Elisabeth F. Rogers: The correspondence of Sir Thomas More, op. cit., carta nº 83, pp. 165-206. En otro tomo de cartas, Thomas More: Selected Letters. New Haven: yale University Press, 1961, también editado por Rogers, sólo se imprimió la segunda parte de la carta. Hay una versión francesa de Henri Gibaud y Germain Marc’Hadour: «Réponse de Thomas More à un moine anti érasmien», Moreana, 27-28 (1970), pp. 31-82.

57    Castillo Martínez, P., Tomás Moro. Retorno a Utopía, op. cit., p. 25.

58    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., p. LIII.

59    Enrique VI, tercera parte, acto III, escena II.

60    Gabrieli, V., «Giovanni Pico and Thomas More», Moreana, XV (1967), pp. 43-57; La Cultura, IV (1968), pp. 313-332.

61   Pico  de  la  Mirandola  formuló  las  famosas  900  Tesis   inspiradas  en  la  filosofía,  la  cábala  y    la teología, en las que debían unificarse aristotélicos, platónicos, filosofía, religión, magia y cábala.  Tal  y  como  precisan  reale,  G.  y  antiseri,  D.,  en  Historia del pensamiento filosófico y cientítico, vol. II. Del Humanismo a Kant, Herder, Barcelona, 1ª ed., 5ª reimpr. 2016: «Algunas   de estas tesis fueron juzgadas como heréticas y, por lo tanto, condenadas. Como consecuencia, Pico de la Mirandola padeció una serie de desventuras y llegó a ser encarcelado en Saboya, mientras huía hacia Francia. Más  tarde  fue  liberado  por  Lorenzo  el  Magnífico  y  perdonado por Alejandro VI en 1493. El Discurso sobre la dignidad del hombre, que se hizo muy famoso y  que constituye uno de los textos más conocidos del humanismo, debía servir como premisa general de las Tesis», p. 81.

62    Se cuenta que murió sin poder haber visto cumplida su última voluntad, que era profesar en la orden dominica y repartir todos sus bienes entre los pobres.

63    Reale G. y Antiseri, D., en Historia del pensamiento..., op. cit., p. 81.

64    Vid. ibíd., p. 82.

65    Esta obra tan importante de Santo Tomás Moro lleva por título, en su original latino: De optimo reipublicae statu deque nova insula utopia libelle uere aureus, 1516 [ed. con Epigrammata de Tomás Moro y de Erasmo].

66    Carta de Erasmo a Ulrich von Hutten, escrita en Antwerp, 23 de julio de 1519, publicada y citada por la versión de Cabrillana, de la obra de T. Moro: Epigramas, op. cit., p. 44. Erasmo no podía sospechar cuando escribía esta carta que U. von Hutten se convertiría con el tiempo en un enemigo directo de Tomás Moro, al defender unos ideales y métodos completamente opuestos a los suyos.

67    Adomeit, K., «Die Utopie des Thomas Morus», Rechts-und Staatsphilosophie II, Rechtsdenker der Neuzeit, C.F. Müller Verlag, 2 Auflage, Heidelberg, 2002, pp. 15-26.

68    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía, Tomás Moro, op. cit., p. LVI.

69    Vid. ibíd., p. LVII.

70    Con acierto, se ha señalado que la obra Utopía de Tomás Moro responde a la necesidad de decir no. La necesidad -radical vital- de no sancionar lo dado, sentando las bases de la ficción utopista incluso hasta el presente. Vid. Tomás Moro. Utopía, con textos de Leguin, U. K. e «Introducción» de MiéVille, Ch., Ariel, Barcelona, 2016.

71    Reale, G. y Antiseri, D., en Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

72    Huisman, D., Diccionario de las mil obras clave del pensamiento. Traducción de Carmen García Trevijano, Tecnos, Madrid, 2ª ed., 2007, p. 644.

73    Vid. Reale, G. y Antiseri, D., en Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

74    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., pp. LVII-LVIII.

75    Huisman, D., Diccionario de las mil..., op. cit., pp. 643-644.

76    Reale, G. y Antiseri, D., Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

77    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., pp. LX.

78    Reale, G. y Antiseri, D., Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

79    Huisman, D., Diccionario de las mil..., op. cit., p. 643.

80    Platón en su obra República había resaltado que la propiedad divide a los hombres mediante la barrera de lo ‘mío’ y lo ‘tuyo’, mientras que la comunidad de bienes devuelve la unidad. Donde   no existe la propiedad, nada es ‘mío’ ni ‘tuyo’, sino que todo es ‘nuestro’. Reale, G. y Antiseri, D., Historia del pensamiento..., op. cit., p. 125.

81    Vid. ibíd., p. 125.

82    Así, por ejemplo, Kautsky lo sostiene en su obra Thomas Morus und seine Utopie, Stuttgart, 1888.

83    Reale G. y Antiseri, D., Historia del pensamiento..., op. cit., p. 126.

84    Huisman, D., Diccionario de las mil..., op. cit., pp. 643-644.

85    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., p. LXV.

86    Vid. Estudio preliminar a la obra de locke, J., Escritos sobre la tolerancia, Edición de Luis Prieto Sanchís y Jerónimo Betegón Carrillo, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999, p. XVIII. Según reza la cita 18 de este estudio preliminar: «El argumento anti-tolerante de Moro se desarrolla en el «Diáloge concerning Tyndale», recogido en Grande Antología Filosófica, dirigida por M.F. Sciacca, Marzorati, Milano, vol. VII, pp. 931 y ss.

87    Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía, op. cit., p. 2277.

88    Cabrillana, C., «Introducción, edición, versión española y notas», a Tomás Moro. Epigramas, op. cit.

89    Vid. ibíd., p. 21.

90   Vid. ibíd., p. 25.

91   Vid. ibíd., p. 26.

92   Vid. ibíd., p. 93.

93    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., p. LII.

94    Epigrama 115. Vid. Cabrillana, C., Tomás Moro: Epigramas, op. cit., p. 91.

95    Epigrama 198. Vid. Cabrillana, C., Tomás Moro: Epigramas, op. cit., pp. 126-127.

96    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía, Tomás Moro, op. cit., p. LXII.

97    Ibid., p. LXII.

98    Sardaro, A., La correspondencia de Tomás Moro..., op. cit., pp. 146-147. Carta nº 206 extraída de The Correspondence of Sir Thomas More, Rogers, E.F., op. cit., p. 524.

99    Nigg, W., Thomas Morus..., op. cit.

100    Vid. Sardaro, A., La correspondencia de Tomás Moro..., op. cit., p. 146. Carta nº 200 extraída de The Correspondence of Sir Thomas More, Rogers, E.F., op. cit., p.505.


Cristina Hermida del Llano

1. Aproximación biográfica a Tomás Moro, santo (1478-1535), «un hombre de todas las horas» [1]

La figura de este famoso humanista inglés refleja y concentra toda una época como pocas biografías lo han conseguido [2]. Su vida transcurre durante la  edad de transición [3], que se caracteriza por la importancia que se otorgó al descubrimiento de la cultura clásica grecorromana [4] junto con el renovado interés demostrado por las artes liberales [5].

Tomás Moro (Thomas More) nació el 7 de febrero de 1478 en Londres, un año después de que se publicara el primer libro impreso en Inglaterra.  Era hijo del notable abogado John More, que llegó a ser Caballero y Juez del Tribunal del Rey; también su abuelo paterno fue distinguido con el mismo nombramiento y se convirtió en Sheriff de Londres en 1503 [6]. Formó así parte de una familia numerosa, burguesa y «honorable» [7].

Su primera escuela fue la que gozaba de mejor reputación entonces en Londres, St. Anthony, donde la disciplina era dura y el latín era la principal asignatura. En realidad, el conocimiento oral y escrito de la lengua latina era algo entonces necesario, si tenemos en cuenta la universalidad de esta lengua como forma de expresión culta, erudita, científica y diplomática, prácticamente hasta el siglo XVIII. Ahora bien, además del latín (gramática) Moro aprendió retórica y lógica, completando así el trivium de los estudios medievales [8]. Consiguió un asombroso dominio del latín hablado y escrito, en prosa y en verso y, por otra parte, sus conocimientos en lógica y en retórica le hicieron cosechar no pocos éxitos en el Parlamento.

Fue su padre, John More, quien después de su iniciación escolar le puso en el pupilaje del Cardenal y Arzobispo de Canterbury, John Morton, Canciller del Reino con Enrique VII Tudor y al que el pensador llegaría a admirar profundamente tanto por sus cualidades humanas como intelectuales [9]. Era usual en la Inglaterra de entonces entregar los hijos, en calidad de pupilos, a personas que asumían la tarea de su educación. Como explica Poch: «Esta  educación  de pupilaje no se reducía a los estudios teóricos, sino que se extendía a la formación del carácter y a la adquisición de usos y maneras sociales, así como a la instrucción moral y religiosa. El tutor,  tanto  más dignificante cuanto  más elevado,  substituía al padre en muchos aspectos» [10]. Ello provocaría que Moro se viera obligado a cambiar su residencia, trasladándose a vivir al Palacio de  Lambeth  cuando  contaba con tan solo doce años de edad en 1490. Como el propio Moro declararía: «Allí estaba contento, pues mientras servía a la mesa del palacio podía conocer a nobles y caballeros e interpretar pequeñas obritas de teatro. ¡Cuánto me gustaba el teatro!» [11]. Efectivamente, es durante esta etapa en la que Moro realiza ciertos papeles de actor, jugando a crear situaciones de improvisación teatral [12]. Siempre recordará estos inicios en la dramaturgia y posiblemente ello explica que su estilo literario se viera afectado, adoptando, a menudo, la forma de diálogo; independientemente de que se puedan rastrear en él también las huellas de Platón y de Luciano, tal y como refleja su obra principal Utopía [13].

Moro se fue a estudiar a Canterbury Hall de Oxford en 1492, por decisión del mismo Morton, lugar en el que, disponiendo de un bajo nivel económico, aparte de estudiar retórica, gramática y lógica, lograría profundizar en sus conocimientos de griego, aproximadamente desde 1492 a 1494, que entonces eran dirigidos por William Grocyn y con quien entabló, por cierto, una gran amistad, llegándole a describir como la única guía de su vida [14]. De hecho, su círculo de amistades lo formaban grandes humanistas ingleses como John Colet [15], William Linacre, que era el preceptor de sus estudios, Thomas Latimer, Tunstall y William Lily,  según Moro, el más querido compañero de sus ocupaciones [16]. Irónicamente, Moro llegaría a confesar que la escasez de recursos económicos de aquellos años en Oxford había merecido la pena [17].

Aunque nunca sintió una inclinación especial hacia los estudios jurídicos, influido por su padre y motivado por el único deseo de agradarle, volvería a Londres para cursar con brillantez los estudios de leyes en 1494 [18], ingresando primero en la escuela de New Inn y luego en la de Lincoln [19], aunque hay que reconocer que no abandonó nunca su interés por los trabajos clásicos y humanistas. Posteriormente, entró en la Cartuja (Charterhouse) de Londres, donde va a residir alrededor de cuatro o cinco años, entre 1499 y 1503, poniendo a prueba su vocación sacerdotal y monástica y descubriendo que no era ese el camino por el que debía dirigir su vida [20]. A propósito de esta versatilidad, Poch ha comentado: «Asombra ver cómo hace posibles y compatibles tantos trabajos y ocupaciones: práctica legal, estudios lingüísticos, lectura de los clásicos, preparación filosófica y patrística; todo ello acompañado de una vida de oración y disciplina monacal muy rigurosas» [21].

En torno a 1501 termina sus estudios jurídicos y se convierte en Utter-Barrister, esto es, jurisperito, experto en leyes capaz de ejercer la abogacía en todos los niveles. Tengamos en cuenta que su genialidad queda también reflejada al conocer el dato de que con tan solo veintitrés años pronunciaba discursos acerca del Estado teocrático de San Agustín.

La filosofía caló en él por dos motivos principales: por una parte, porque era una corriente de la era en la vive (época del Renacimiento y del humanismo), pero también por la amistad que mantuvo con Erasmo, cuyo comienzo data del año 1499 y que permanecería sólida durante toda su vida. Buena prueba de la estrecha amistad entre estos dos grandes humanistas es la correspondencia privada [22] conservada, que verdaderamente puede considerarse un capítulo de la historia intelectual europea [23].

Erasmo llegó a referirse a su círculo de amigos y a Tomás Moro, concretamente, en estos términos:

«He encontrado aquí un humanismo y una erudición tan grandes, tan exentos de toda vulgaridad y tan logrados, lo mismo en su vertiente latina que en la griega, que se me han quitado las ganas de volver a Italia. Cuando oigo a Colet, me parece escuchar a Platón. ¿Quién no admira la perfecta cadena de conocimientos de Grocyn? ¿Qué podrá haber de más agudo, profundo y delicado que el razonamiento de Linacre? ¿Ha creado jamás la naturaleza algo más gentil, dulce y feliz que el genio de Tomás Moro?» [24].

Gracias a la orientación intelectual y humanista de Tomás Moro, éste pudo mantener contacto no sólo con Erasmo, Colet, Grocyn, Linacre, sino también con otros grandes humanistas de su época: Vives, Lefèbvre d’Étaples, Bonvisi y Ammonio, este último secretario latino de Enrique VIII.

En el año 1504 fue elegido Moro miembro del Parlamento, convocado entonces por Enrique VII. Es en esta fecha en la que se opuso con contundencia a la aprobación de los desproporcionados tributos que el rey solicitaba para poder hacer frente a los gastos originados por haberse armado caballero su hijo mayor (Arturo), y por el matrimonio de su hija Margarita, casada con Jacobo IV de Escocia. Si este hecho es digno de ser destacado, ello se debe a que «es indicio y señal de una línea de conducta política que Moro no abandonará, ni teórica ni prácticamente, enfrentándose con la tiranía y el poder absoluto, y tomando la defensa de la monarquía moderada bajo el control del Parlamento» [25].

A finales de 1504 contrajo matrimonio con Jane Colt, la mayor de las tres hijas de su amigo John Colt. Es entonces cuando Moro pone en evidencia su gran vocación pedagógica y su honda preocupación por la educación femenina, al emprender una tarea educadora global con su esposa de carácter no sólo aunque principalmente religioso, sino también humanístico y hasta musical [26]. Fallecida su mujer en 1511 con solo veintitrés años, muy poco tiempo después –tan solo un mes más tarde- decidiría casarse con la viuda Alice Middleton, seis años mayor que Tomas Moro y a quien describiría con tono crítico como una persona ruda, ignorante y poco atractiva [27]. Ella tenía ya una hija de su anterior matrimonio que ahora precisaba de un padre al igual que los pequeños de Tomás Moro necesitaban también de una madre. Ello fue lo que le condujo a considerarlo una unión conveniente y perfecta para todos [28], puesto que ella se encargaría del gobierno de la casa y de atender a todos los jóvenes hijos, por supuesto, incluida su hija, así como a pupilos, sirvientes, secretarios, huéspedes, etc. La unión con Alice Middleton le permitió además despedirse para siempre del sacerdocio, ya que un hombre dos veces casado no podía por ley canónica recibir el sacramento sacerdotal, con lo que su dilema se disipaba definitivamente. Curiosamente en el epigrama 138 afirma, a propósito de los hombres que se casan dos veces, lo siguiente: «El que toma segunda esposa después de morir la primera es un náufrago que por segunda vez navega en un mar tormentoso» [29].

No se puede afirmar que Tomás  Moro fuera un firme representante de   la «emancipación» femenina en el sentido que hoy se da al término, esto es, como igualdad funcional entre hombre y mujer en sociedad; sin embargo, es innegable que fue un avanzado para la época en la que vivió al creer en el derecho a la educación tanto del varón como de la mujer. Como precisa Berglar: «Erudición y cultura –como todo lo demás en la vida- significaban para él formas específicas de expresar la piedad, medios de perfeccionamiento de la personalidad, por amor a Dios y a los hombres. Pero excluir de ello a la mujer, solo por ser mujer, le parecía necio, injusto y pecaminoso» [30]. Para entenderlo mejor, veamos lo que escribe Moro al que fuera educador de sus hijos, William Gonell:

«No necesito deciros que tanto el hombre como la mujer pueden tener éxito en las ciencias. Pues hablan el lenguaje común de los hombres. A ambos dio la naturaleza el entendimiento, que les diferencia de los animales. Con el mismo derecho pueden, pues, estudiar el hombre y la mujer, puesto que su entendimiento les da la posibilidad...  Algunas  personas  dicen que la inteligencia de las mujeres es limitada o que sólo pueden crear cosas insignificantes y que no ejercen nunca de manera correcta las ciencias. Con tales palabras es natural que se intimide a las mujeres; si todo  eso fuese verdad, sería aún más necesario que las mujeres gozaran de una  buena formación, literaria y en todas las ciencias, para poder, aplicándola,  reparar tal detrimento de la naturaleza y a  las personas cultas y los santos   de tiempos lejanos fueron de la misma opinión que  yo.  Para  confirmarla sólo quiero citar a San Jerónimo y a San Agustín; amonestaban a las matronas honradas y las vírgenes de buena reputación que no desatendieran su formación... Mi discreto Gonell, hacedme el favor de que mis hijitas pequeñas estudien las obras de aquellos hombres santos. Sólo así entenderán qué meta han de tener sus esfuerzos. Desearán enriquecerse sólo con la protección de Dios y con una buena conciencia; paz y calma interior serán su consuelo; elogios y adulación no les moverán y las burlas tontas de los incultos no les herirán» [31].

En 1509, tras la muerte de Enrique VII Tudor y, tras fallecer Arturo, Enrique VIII, su hijo segundo, sube al trono. Nada más ascender al poder, el nuevo rey no dudaría en rodearse rápidamente de personas eruditas, como Erasmo y Luis Vives, asesorado por Ammonio, su secretario y perito en latín. Enrique VIII se presentaba así ante los demás como un joven rey, generoso y muy cultivado, del que cabía esperar la apertura de una nueva etapa mucho más prometedora que la anterior.

Moro trabajó primero como abogado y luego como juez. Hacia 1510, se le designa Under-Sheriff por la ciudad de Londres, cuyo cargo le permite ejercer tareas administrativas y judiciales. En 1510 fue nombrado miembro de la Comisión de Paz de Hampshire, es decir, Juez de Paz. Por aquella fecha se habría convertido ya en un jurista de prestigio.

El talento humano y profesional de Moro no pasó inadvertido para el arzobispo Thomas Wolsey (1471-1530), que llegó a ser Lord Canciller de Enrique VIII en 1515 [32]. Como ha precisado Cabrillana:

«Una de las primeras misiones que le confío a Moro fue la defensa de los intereses ingleses ante unos litigios con comerciantes en Flandes en el verano de 1515: Brujas, Bruselas y Amberes fueron las ciudades más visitadas por Moro y fue muy probablemente entonces cuando tomaron forma más concreta sus ideas para la Utopía» [33].

Al comenzar tareas diplomáticas, participó en diversas embajadas de su país hasta 1527 [34]. Concretamente, gracias a su estancia en Brujas y en Lovaina conoció a Luis Vives y tomó contacto personal con Peter Gilles (Petrus Egidius) en la ciudad de Amberes aunque sin duda dos de los mejores amigos holandeses de Moro fueron Jerónimo Busleyden y Erasmo de Rotterdam [35].

La carrera política de Tomás Moro seguirá en permanente ascenso hasta el punto de que nadie podía entonces imaginar que pudiera producirse un desgarrador y repentino desenlace. Con Wolsey como Lord Canciller, en 1517 Moro entra a formar parte del Consejo del Rey y es nombrado Caballero, convirtiéndose pronto en su consejero preferido en los más importantes asuntos. Por aquel entonces, Wolsey mandaría quemar los libros de Lutero en la Iglesia de St. Paul. Según explica Cabrillana:

«Ante el peligro de que se extendiese la herejía protestante, el rey Enrique, que se consideraba teólogo, decidió componer un libro en defensa de la Santa Sede, que tituló Defensa de los siete Sacramentos; pidió consejo y ayuda a algunos de los intelectuales más eminentes, incluidos el obispo John Fisher y Moro, que parece que actuó como editor, puesto que en su juicio declaró que sólo había ordenado y recolocado las principales cuestiones que allí se contenían. El libro se envió a Roma y el Papa León X recompensó al rey con  el título de Defensor de la fe» [36].

De hecho, Moro, por encargo del propio rey, escribió algunas obras contra la herejía protestante, convirtiéndose en «el principal defensor laico de la Iglesia católica en Inglaterra» [37].

En 1523, Enrique VIII y el cardenal Thomas Wolsey, Lord Canciller en aquel momento, acuerdan nombrar a Moro speaker, es decir, presidente de la Cámara de los Comunes, puesto que aprovecharía para luchar por disminuir las duras e injustas imposiciones fiscales, realizando una valiente petición con el fin de que en la Cámara se pudiese hablar con total libertad. Este mismo año logra también el cargo de Canciller de Lancaster, con lo que tenía competencias fiscales, administrativas y judiciales; de tal manera que el norte de Inglaterra se encontraba bajo su jurisdicción.

Después de las negociaciones de Cambrai, en las que Moro interviene,  el 19 de octubre de 1529 Wolsey fue destituido de su cargo de canciller, nombrando el rey en su lugar a Tomás Moro. A partir de este momento, su principal preocupación, en calidad de Lord Canciller de Inglaterra, sería hacer reinar la justicia, esto es, inculcar el respeto a la ley y al Derecho.

Cabe suponer que Moro estaba ya entonces preocupado por la decisión del rey de divorciarse de su profundamente admirada Catalina de Aragón. Sin embargo, quizás pensara ingenuamente que podía llegar a influir desde   su puesto sobre Enrique VIII para impedir su deseo de divorciarse [38] y además combatir su tendencia beligerante y absolutista.

Por desgracia, el divorcio de Catalina se convertiría en un asunto imparable que trajo como consecuencia el posterior matrimonio de Enrique VIII con Ana Bolena a finales de enero de 1533, al que no asistiría Moro por no aprobarlo y lo que es todavía más duro de aceptar para el rey, no asistiría tampoco a su coronación el 1 de junio de ese mismo año.

1531 constituye así la fecha en la que se produce la ruptura formal de Enrique VIII con la Iglesia de Roma mediante el «Acta de Supremacía». En   una primera etapa se designa al rey única cabeza de la Iglesia en Inglaterra, «dentro de los límites de la ley divina»; pero en 1533 se le nombra «Cabeza de la Iglesia de Inglaterra», eliminándose la anterior restricción de la ley divina (as far as the law of Christ allows). El 11 de julio de 1533 Enrique VIII sería excomulgado de Roma.

Un «Acta de sucesión» declara, por su parte, ilegítimos y bastardos a los hijos de Catalina (María Tudor), y únicos hijos legítimos a los de Ana Bolena, esposa ahora de Enrique VIII. Interesa aclarar que dicha «Acta no se reducía a establecer un orden sucesorio, sino que intentaba ser un verdadero tratado jurídico-canónico, por el que se justificaba el cisma y el rompimiento con Roma» [39].

Finalmente, Moro dimitirá de su puesto como Canciller de Inglaterra, por motivos de conciencia en 1531 [40]. Tras muchas reticencias, el rey accedería por fin a su petición, pasando así a ser sustituido por Audley, por aquel entonces speaker en la Cámara de los Comunes. El ánimo de venganza y la persecución no se harían esperar. El 12 de abril de 1534 recibe una citación para comparecer, al día siguiente, en Lambeth ante los comisarios reales, para prestar juramento de adhesión al «Acta de Sucesión». Como consecuencia de su negativa a prestar juramento, por razones de conciencia, al entender Moro que ello no era sino la exposición de motivos de una ruptura con Roma, se le encarcela en la Torre de Londres el 17 de abril de 1534, fecha en la que escribe a su hija Margaret, en calidad de prisionero, lo siguiente:

«Pero por lo que a mí se refería, en buena fe, mi conciencia de tal manera me movía en el asunto que, aunque no me negaría a jurar la Sucesión, no podía aceptar el juramento que ahí se me ofrecía sin poner mi alma en peligro de condenación eterna y que si dudaban que mi rechazo del juramento se debía tan solo a cierta intranquilidad de mi conciencia o a algún otro capricho estaba dispuesto a darles satisfacción en eso bajo juramento. Pero si no se fiaban de mí, entonces, ¿qué sentido tenía darme cualquier tipo de juramento? y si pensaban que iba a jurar la verdad, confiaba entonces que por su buena voluntad no me harían tomar el juramento que me ofrecían, al percibir que hacerlo iba contra mi conciencia» [41].

Podemos decir con seguridad que es entonces cuando comienza para Tomás Moro la etapa más dura de su vida pero al mismo tiempo de «creciente apoyo y profundización en su fe; obras como Diálogo del Consuelo en la tribulación, el Tratado sobre la Pasión, la Agonía de Cristo o su propia correspondencia así lo evidencian» [42].

Tras sufrir diversos interrogatorios, el 1 de julio de 1535 tiene lugar el proceso contra Moro en Westminster-Hall y, mediante una declaración falsa prestada bajo juramento, fue condenado a muerte por alta traición, para ser ahorcado y descuartizado el 6 de Julio de 1535. El mensajero de la noticia a Moro fue sir Thomas Pope, uno de sus amigos, «quien le advirtió sobre el deseo del Rey de que no hablase demasiado en el momento de su ejecución, así como del permiso real para que la familia asistiera al entierro» [43].

En realidad, Moro asumió la muerte en sentido cristiano. No está de más recordar lo que para él significaba:

«Todos estamos encarcelados en la cárcel del mundo, condenados y sujetos a morir; en esta cárcel nadie escapa a la muerte. Este espacio dentro de la prisión está dividido en muchas partes y unos y otros se instalan en distintas secciones. Como si se tratara de un reino, compiten por la cárcel. El avaricioso acumula riquezas en la oscura cárcel, por la cárcel deambula uno suelto, el otro permanece vencido en su celda. Éste sirve, aquél gobierna, el de más allá canta y el otro gime. Así, cuando la cárcel se ama como si no fuera una cárcel, de una manera o de otra la muerte nos saca de ella» [44].

Como era de esperar, su muerte afectó profundamente a todos los humanistas de la época y de un modo especial a Erasmo, a pesar de que éste sólo manifestó su pesar en correspondencia privada, muriendo un año más tarde. Moro fue beatificado por León XIII (1866) y canonizado por Pío XII (1935) [45].

2.        un Modelo de Pensamiento anti-tiránico y anti-absolutista

El pensamiento anti-tiránico y anti-absolutista se mantiene en Moro con gran continuidad y coherencia, desde sus estudios jurídicos. Se sintió en este aspecto muy influido por Henri de Bracton y John Fortescue.

Del primero habría que destacar la obra De legibus et consuetudinibus Angliae (De las leyes y costumbres de Inglaterra), libro del que Moro aprendería el principio de que «todo hombre es inocente mientras no se pruebe lo contrario con evidencia legal» junto al de que «todo hombre merece un juicio imparcial». En definitiva, esta obra le marcó a Moro por haber contribuido a separar las leyes inglesas de los intereses políticos. Con palabras suyas: «Nunca llegué a sospechar que aquella lectura de juventud formaría de tal modo mi carácter que, de existir un pleito entre mi padre y el diablo, si la causa de este último fuese la justa, sería al diablo a quien yo diera la razón» [46].

De Fortescue resaltará dos obras: De laudibus legum Angliae y De natura legis naturae. Este último libro le ayuda a Moro a aprender la diferencia entre dominium reales et politicum, entre monarquía absoluta y respublica, esto es, que la monarquía limitada, por esencia, es anti-tiránica y anti-absolutista. Como explica Poch:

«También, con Fortescue, mantendrá que el Rey, el Príncipe, está sometido a Dios, pero también a las leyes. Era precisamente lo opuesto al absolutismo, al princeps de legibus solutus, que iba sin embargo a triunfar e imponerse, por ser su hora histórica. En este sentido, Moro rema contra corriente. Era su destino. No verá resultados positivos. Al contrario, sus convicciones antes de nada religiosas, pero también morales, jurídicas y políticas, provocarán su muerte. Sin embargo, con Locke, y una vez el proceso constitucional inglés en marcha, estas convicciones desembocarán en resultados positivos históricos; si bien sea para Moro el ‘reinar después de morir’» [47].

Parece ser que al menos en dos ocasiones intervino Moro en el Parlamento inglés, tratando de defender con su propio ejemplo la libertad de expresión. Con ello marcaría uno de los más importantes pasos del proceso constitucional inglés [48].

También digno de destacar es su talante pacifista y su negativa al recurso de las armas, de los que dio buena cuenta al realizar diversas misiones diplomáticas. Para Moro la misión diplomática se traduce en:

«la realización de la mejor defensa posible de los intereses representados, pero en y a través de la negociación política, y apartando la intervención de las armas. Negociar, sí, pero dentro del marco de la paz, y en procura de la paz; de esa paz que él, buen agustiniano, debía definir como tranquilitas ordinis» [49].

3.        Un defensor del derecho a la educación Para el Varón y la mujer

Una alta consideración merece también su vocación como pedagogo y su demostrado interés por la educación femenina, al sentirse plenamente convencido de que la mujer tenía el mismo derecho que el varón a la hora de recibir una educación. En esta cuestión se puede decir que Moro se sitúa muy cerca de otros grandes pedagogos: Luis Vives y Erasmo [50].

Veamos cómo el humanista inglés equipara el mal con el orgullo cuando escribe al preceptor de sus hijos, William Gonell, haciéndole ver los medios y fines de la educación:

«Querido Gonell: el orgullo es un mal que solo difícilmente se puede extirpar; por eso y desde temprana edad se ha de poner esfuerzo para no permitir que aflore demasiado. Este mal es tan obstinado por varias razones: Apenas llegamos al mundo cuando ya nos es implantado en nuestros sensibles corazones de niño, después es casi cultivado por los maestros y fomentado por los padres. ya nadie quiere enseñar el bien sin exigir de inmediato una alabanza como recompensa y si uno se acostumbra a ser alabado por las masas, es decir, por gente insignificante, al final se avergüenza de ser contado entre los honrados. A todo trance quiero apartar a mis hijos de tal desgracia. Vosotros, mi querido Gonell, mi mujer y todos mis amigos, tenéis que explicarles lo reprochable e indigna que es tal gloria efímera. Tenéis que explicarles que nada es más adecuado que aquella humilde modestia que Cristo nos recomienda repetidas veces. Actuad con prudente caridad: instruidlos en la virtud, sin censurar el vicio; pues con amor alcanzaréis más que con rigidez. Quien desee proceder cautelosamente, lea los escritos de los Padres de la Iglesia; nunca se enfurecieron. Su santidad, que nos mueve a la obediencia, nos exhorta a imitarlos» [51].

En otra carta escrita en latín, enviada por Moro también a William Gonell, el 22 de marzo de 1518, establece su teoría sobre la educación, dejando patente que la posesión de la sabiduría representa un bien imperecedero en  la mujer. Moro hace referencia en ella al valor que tiene la conexión entre el saber y la virtud: «Aunque prefiero la educación unida a la virtud antes que todos los tesoros de los reyes, aún así la fama de saber –si le quitáis la probidad del carácter–no trae consigo nada más que notoria infamia» [52]. Veamos también lo que señala Moro sobre la educación femenina:

«Por otra parte, si una mujer (y esto es algo que deseo para todas mis hijas y que espero a través vuestro que sois su profesor) añadiera a un grado eminente de virtud espiritual al menos cierta habilidad moderada en educación, estoy seguro de que ganaría un bien más verdadero que si poseyera la riqueza de Creso y la belleza de Elena. No porque esa educación vaya a convertirse en su gloria –aunque la educación acompaña a la virtud como la sombra del cuerpo– sino más bien porque el premio de la sabiduría es demasiado sólido para perderse con las riquezas o para perecer con la belleza. Es algo que depende del conocimiento interior de lo que es justo y no de lo que dice la gente, pues no hay nada más estúpido y perjudicial que esto» [53].

De alguna manera se desvinculaba Moro del moralismo legal al no considerar que la justicia nacía del reconocimiento o aceptación social.

Coincidiría con Sardaro en la afirmación de que Moro fue pionero en Inglaterra de la igual educación que debían recibir hombres y mujeres puesto que como el propio Moro sostiene «ambos tienen el nombre de humano y la razón distingue su naturaleza de la de las bestias. Ambos, insisto, están por igual dispuestos para el aprendizaje de la educación por la que la razón es cultivada, y como con tierra arada, en ambos germina la mies cuando se han sembrado las semillas de los buenos preceptos» [54].

Cristina Hermida del Llano, en revistas.unav.edu

Notas:

1   Como lo denominó el propio Erasmo. Bolt, R., A man for all seasons, Heinemann Educational Books, Londres, 1968.

2   Silva, Á., «Introducción. La república de las letras y la sombra de piedad», en Carta a un Monje, Universidad de Salamanca, Salamanca, 2009, p. 13.

3   Gilmore, M.P., The world of Humanism, Harper & Brothers Publishers, Nueva York, 1952. Marius, R., Thomas More. A biography, Knopf, Nueva York, 1984

4   Scarpat, G., Introduzione allo studio della cultura classica, I, Marzorati, Milán, 1972.

Como bien explica Ferrater Mora: «Moro defendió el humanismo y el regreso a las fuentes griegas y a Aristóteles contra los que Vives llamó ‘pseudo-dialécticos’. Luego se inclinó por las doctrinas de Santo Tomás y otros grandes escolásticos, estimando que, a diferencia de los escolásticos ‘decadentes’, representaban las verdaderas doctrinas antiguas». Vid. Ferrater Mora, J., «Moro, Santo Tomás (Thomas More)», Diccionario de Filosofía, Tomo 3, Círculo de Lectores, Barcelona, 1991, p. 2277.

6   Cabrillana, C., «Introducción» a la obra Tomás Moro. Epigramas, Rialp, Madrid, 2012, p. 11.

De hecho, en el Epitafio que todavía se conserva y que escribió él mismo precisa a propósito de su familia «no era ilustre pero sí honorable». Por desgracia, tras los bombardeos de 1941 el Epitafio quedó prácticamente destrozado.

8   Murphy, J.J., Rethoric in the Middle Ages. A History of Rhetorical Theory form Saint Augustine to the Renaissance, University of California Press, Berkeley, Los Ángeles y Londres, 1974.

9   Basta leer ciertos pasajes de Utopía para advertir la sincera admiración y respeto hacia su tutor: «Su conversación era pulcra y exacta, sus conocimientos profundos, su capacidad no tenía comparación y su memoria admirablemente retentiva: sus aptitudes naturales habían sido mejoradas por sus estudios y por la práctica». Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, Altaya, Barcelona, 1993, p. XI.

10    Vid. Ibid., p. XI.

11    Castillo Martínez, P., Tomás Moro. Retorno a Utopía, San Pablo, Madrid, 2006, p. 15.

12    Como el propio Tomás Moro confiesa: «En la casa de Morton, en los días de Navidad, yo interrumpía muchas veces las representaciones de actores improvisando un personaje nuevo, cosa que divertía al arzobispo y a sus amigos, para alguno de los cuales comenzaba entonces, según decían, el espectáculo. Morton era hombre profundamente preocupado por la Iglesia, pero también por las ciencias y las artes, y siempre me distinguió con amables alabanzas». Vid. Ibid., p. 15.

13    Esta obra, publicada en Latín en 1516, contiene la vuelta a la forma antigua de dialogo, regresando así al planteamiento platónico de cuál es la mejor forma de organización estatal.

14  Vid. Carta de Tomás  Moro a John Colet escrita en Londres el 23 de octubre de 1504, recogida en Sardaro, A., La correspondencia de Tomás Moro. Análisis y comentario crítico-histórico, Presentación de Francesco Cossiga y traducción de Anna Sardaro, Eunsa, Pamplona, 2007, pp. 177-181, concretamente, p. 181.

15    Rice, E.F., «John Colet and the Denial of Naturalism», Harvard Theological Review, XLV (1952), pp. 141-163.

16    William Lily fue un gran estudioso de las lenguas clásicas y primer director del St. Paul School. Vid. Carta de Tomás Moro a John Colet escrita en Londres el 23 de octubre de 1504, recogida en Sardaro, A., La correspondencia de Tomás Moro. Análisis y comentario crítico-histórico, Ibid., p. 181. Asimismo vid. Moro, T., Un hombre para todas las horas. La correspondencia de Tomás Moro (1499-1534), selección, traducción española, introducción y notas de Á. de Silva, Rialp, Madrid, 1998, carta nº 3, pp. 40-43; Moro, T., Un hombre solo: cartas desde la Torre 1534-1535, traducción española, introducción y notas de Á. de Silva, Rialp, Madrid, 1999.

17    Castillo Martínez, P., Tomás Moro. Retorno a Utopía, op. cit., p. 16.

18    Si hay dos pensadores que le van a marcar a la hora de conformar su concepción jurídico-política ellos son: Bracton, y Fortescue, en los que más adelante me detendré.

19    Castillo Martínez, P., Tomás Moro. Retorno a Utopía, op. cit., p. 19.

20    Cabrillana, C., «Introducción» a la obra Tomás Moro. Epigramas, op. cit., p. 13.

21    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía, Tomás Moro, op. cit., p. XIV.

22    Thomas More, Obras, ed. H. Schulte-Herbrüggen, vol. 5: «Cartas de la amistad con Erasmus», Munich 1985. (Thomas Morus Werke, hrg. v. H. Schulte-Herbrüggen, Bd.5: Briefe der Freundschaft mit Erasmus, München 1985).

23    El título de la obra principal de Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura, constituye un guiño a su amigo Tomás Moro. Vid. Elogio de la locura, traducción española de Pedro Voltes Bou, Espasa-Calpe, Madrid, 2000.

24  Opus epistolarum Des. Erasmi Roterodami, recognitum per P.  S. et H. M. Allen, Oxford, 1906 y ss., I, p. 118.

25    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía, Tomás Moro, op. cit., p. XVII.

26    Tuvieron cuatro hijos (Margaret, Elizabeth, Cecily y John): Margarita (1505), Isabel (1506), Cecilia (1507) y Juan (1509). Sin duda alguna, Moro tenía predilección por su hija mayor, Margaret, puesto que había asimilado mejor que nadie sus enseñanzas y además existía una gran sintonía entre ellos, al ser la más culta de todos sus hijos. A continuación, se reproduce la carta que Moro escribió a todos sus amigos desde la Torre  de Londres en 1534: «Dado que estando     en prisión no puedo decir qué necesidad pueda tener, o en qué indigencia pueda hallarme, os suplico a todos de corazón que si mi queridísimas hija Margaret Roper, la única que entre todos mis amigos tiene permiso para visitarme por gracioso favor del Rey,  desea cosa de cualquiera     de vosotros, algo que yo necesite, que la miréis y atendáis no menos de como haríais si yo me dirigiera a vosotros y presente de persona os hiciera tal ruego. y os suplico a todos que recéis por mí, yo rezaré por vosotros». Sardaro, A., La correspondencia de Tomás Moro..., op. cit., pp. 143-144. Carta nº 204 extraída de The Correspondence of Sir Thomas More, rogers, E.F., Princeton University Press, Princeton, 1947, p. 511.

27    Castillo Martínez, P., Tomás Moro. Retorno a Utopía, op. cit., p. 30.

28    Vid. ibíd., p. 31.

29    Cabrillana, C., Tomás Moro. Epigramas, op. cit., p. 100. El pasaje corresponde al nº 138, titulado «Sobre los hombres que se casan dos veces. Del griego».

30    Berglar, P., Die stunde des Thomas Morus. Einer gegen die Macht, Walter-Verlag AG Olten, 1978. Citado por la versión castellana La hora de Tomás Moro. Solo frente al poder, Palabra, Madrid, 6ª ed. 2012 (1ª ed., 1993), p. 147.

31    Vid. ibíd., pp. 147-148.

32    Vázquez de Prada, A., Sir Tomás Moro Lord Canciller de Inglaterra, Rialp, Madrid, 2004.

33    Cabrillana, C., «Introducción» a Tomás Moro. Epigramas, op. cit., p. 15.

34    Antonio Poch en el «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., precisa: «La primera misión diplomática se realizó en mayo de 1515, en Flandes, para negociar con los Países Bajos, con las ciudades hanseáticas y, por ende, con Carlos de España (Carlos de Gante), el soberano territorial de los Países Bajos por la herencia borgoñona. La negociación fue fundamentalmente comercial, y muy importante, porque se trataba, nada menos, que de la venta de lana inglesa en Flandes, y de la importación, por Inglaterra, de los textiles fabricados allí tradicionalmente», p. XXI.

35    Cabrillana, C., «Introducción» a Tomás Moro. Epigramas, op. cit., p. 15.

36    Vid. ibíd., p. 16.

37    Ibídem.

38    Enrique VIII pensaba que Dios le había castigado sin hijos por haberse casado con la mujer de  su  hermano. Como precisa Cabrillana en  su «Introducción» a Tomás Moro. Epigramas, op. cit.: «invoca el Levítico para justificar que su matrimonio era incestuoso, y que debía ser declarado inválido. Por ello, el rey pide una dispensa al Papa para que le permitiera casarse con Ana, petición que no tuvo éxito y que marcó el comienzo del declive de Wolsey. Las gestiones para conseguir el divorcio continúan y se presiona al Papa Clemente VII, que se encuentra entre dos fuegos: el rey Enrique y el emperador Carlos, sobrino de la reina Catalina. El Papa se vio obligado a consentir la constitución de una comisión que examinara el caso en Inglaterra, presidida por los cardenales Wolsey y Campeggio, este último en representación del Papa. Se convoca a la reina Catalina, que niega haber consumado el matrimonio con Eduardo, el hermano de Enrique. El cardenal Campeggio abandona Inglaterra sin que se haya tomado ninguna determinación, y es entonces cuando Wolsey consulta a las universidades más importantes de Europa para forzar una respuesta a favor de los deseos del rey. (...) Roma no se inclina por la solución del divorcio y el cardenal Wolsey es depuesto; muere antes de llegar a la Torre de Londres», p. 17.

39    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., p. XXXII.

40    Nigg, W., Thomas Morus. Der Heilige des Gewissens, Herder, Friburgo, Basilea y Viena, 1979.

41    Sardaro, A., La correspondencia..., op. cit., pp. 145. Carta nº 200 extraída de The Correspondence of Sir Thomas More, Rogers, E.F., op. cit., pp. 502-503.

42  Cabrillana, C., «Introducción» a Tomás Moro. Epigramas, op. cit., p. 20. Moro, T., Diálogo de la fortaleza contra la tribulación, traducción española, introducción y notas de Álvaro de Silva, Rialp, Madrid, 1988; La agonía de Cristo, traducción española de Álvaro de Silva, Rialp, Madrid, 1989. The Works of sir Thomas More: Knight, sometyme Lord Chauncellour of England, wrytten by him in the Englysh Tonge, Scholar Press, Londres, 1978, 2 vols. «A Calendar of the Correspondence of Sir Thomas More», en rogers, E.F. (ed.), English Historical Review, XXXVII (1922). The Correspondence of Sir Thomas More, rogers, E.F., op. cit. Venti lettere, traducción italiana de Alberto Castelli, Studium, Roma, 1966. St. Thomas More: Selected Letters, rogers, E.F., Yale University Press, New Haven y Londres, 1967. Lettere dal carcere, traducción italiana de Alberto Castelli, Tipografia Poliglotta Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1971. Conscience decides: letters and prayers from prisión written by Sir Thomas More between April 1534 and July 1535, Geoffrey Chapman, Londres, 1971.

43  «Dicho esto, Pope se despidió de Moro sin poder evitar las lágrimas, por lo que Tomás  le confortó de esta guisa: ‘Tranquilizaos, buen señor Pope, y no os desconsoléis. Porque yo confío en que, una vez en el cielo, nos veremos unos a otros en plena alegría, y debemos estar seguros de que allí viviremos juntos amándonos en eterna felicidad’». Vid. castillo Martínez, P., «Prólogo» a Tomás Moro. Retorno a Utopía, op. cit.

44    Epigrama nº 119, «Sobre la vanidad de esta vida». Vid. Cabrillana C., Tomás Moro. Epigramas, op. cit., p. 92.

45    En relación con ello, vid Cossiga, F., Petición al Santo Padre Juan Pablo II para la proclamación de santo Tomás Moro, mártir, como patrón de los gobernantes y políticos, 25 de septiembre de 2000. Asimismo, Cossiga, F., Sir Thomas More santo e martire, patrono dei gobernanti e edi politici, Colombo, Roma, 2001. Juan Pablo II, Motu proprio Proclamación de Santo Tomás Moro patrón de los gobernantes y políticos, 31 de octubre de 2000.

46    Castillo Martínez, P., Tomás Moro. Retorno a Utopía, op. cit., p. 20.

47    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., p. XLI.

48    RoPer, W., The life of Sir Thomas More, Knighte, Early English Text Society, Oxford University Press, Londres, 1935; La vida de Sir Tomas Moro, traducción española de Álvaro de Silva, Eunsa, Pamplona, 2001.

49    Poch, A., «Estudio Preliminar» a Utopía. Tomás Moro, op. cit., pp. XLII-XLIII.

50    Sowards, J.K., «On Education: More’s Debt to Erasmus», Moreana 100, XXVI (1989), pp. 103-123.

51    Berglar, P., La hora de Tomás Moro..., op. cit., p. 148.

52    Sardaro, A., La correspondencia de Tomás Moro..., op. cit., p. 127. Carta nº 63 extraída de The Correspondence of Sir Thomas More, Rogers, E.F., op. cit., p. 121.

53    Vid. ibid. pp. 127-128. Carta nº 63 extraída de The Correspondence of Sir Thomas More, Rogers, E.F., op. cit., p. 121.

54    Vid. Ibid., pp. 128-129.

Janin Feller

Al P. Congar realmente no le gusta hablar de sí mismo. Su vida como teólogo al servicio de la Iglesia, desarrollando incesante trabajo a pesar de sus serios problemas de salud no ha cambiado. Es la típica vida de un Fraile Predicador consagrado a la clarificación del significado de la fe Cristiana.

Su área de estudio ha sido principalmente la Iglesia –que se llama “eclesiología”- a través de una rigurosa investigación científica que le ha permitido avanzar en la causa de la unidad entre  los cristianos separados.  Conocerse  y reconocerse mutuamente, particularmente en lo que respecta a las iglesias que surgieron de la Reforma, es el fundamento del trabajo ecuménico –la gran inspiración que ha cautivado al P. Congar desde sus años más jóvenes–, y que ha dado gran fruto en el Concilio Vaticano II. Este trabajo incluye investigación histórica y erudición, pero es también la pasión de un hombre que es ejemplar en su amor y fidelidad a la Iglesia, a pesar de los contratiempos que los pioneros encuentran bastante frecuencia en sus iniciativas.

En la biografía que escribió Jean-Pierre Jossua en 1967, Teología al servicio del Pueblo de Dios, la bibliografía de libros, monográficos y artículos de Congar ocupaban más de ¡50 páginas! Desde entonces la lista no ha hecho más que crecer, y Congar ha publicado en Éditions du Cerf el tercer volumen de su gran obra, Creo en el Espíritu Santo.

El movimiento  llamado  carismático, un interés personal, le parece que es uno de los aspectos (no el único) del derramamiento del Espíritu Santo en  la  Iglesia de nuestro tiempo, aunque su estilo de oración no es el suyo. “¡No puedo cantar Aleluya durante una hora y media!”, dijo  sonriendo.  “Provengo de Ardennes (al  este de Francia). Y sin embargo, para mí, la oración es inseparable de hacer teología. Es la otra cara de la teología”.

Orar para saber cómo orar

La infancia de Yves Congar, nacido en Sedan, en Ardennes, estuvo profundamente influenciada por la  Guerra de 1914-18. (Tenía diez años en 1914). Le mostró el espectáculo de la miseria humana y la muerte, y le inculcó un intenso sentimiento patriótico. De niño quería ser médico; más tarde se decidió por el presbiterado, con el deseo de cambiar el mundo, para que Francia se convirtiera y volviera a Dios. Recuerda con humor el fervor que le embargaba a él y a su hermana justo antes de su primera comunión, hasta  el punto de hacerles destruir los Budas que sus hermanos mayores habían esculpido en arena en su jardín. “¡Éramos como San Polyectus [un personaje heroico en una obra clásica de Corneille], destruyendo los ídolos!...”.

Como seminarista en París, antes de entrar en la vida religiosa, Congar experimentó los rigurosos ejercicios espirituales típicos de los seminaristas de tiempos pasados. Oraba “para recibir la gracia de orar”. Después de entrar en el noviciado dominicano, siempre conservó un cierto gusto por la vida monástica, que había descubierto en 1919 durante una estancia con los monjes Benedictinos de Saint- Wandrille, que estaban exiliados en Bélgica y en una frágil situación:

“Allí descubrí realmente la oración como la vivían los monjes, que habían adaptado lo mejor que habían podido una especie de invernadero para su oración; y cada año yo celebraba el 6 de agosto el aniversario del día que llegué a su  abadía, en las primeras vísperas de la fiesta de la Transfiguración, una fiesta  ligada para mí a un momento decisivo de mi vida [i.e., la decisión de ser religioso]”.

Estudio  y Liturgia

La liturgia dominicana, según se practicaba en el noviciado de Congar y después en Saulchoir (su estudiantado) era bastante monástica, algo parecida a la de los Benedictinos.

“Estoy absolutamente convencido”, dijo Congar, “que un cierto espíritu monástico forma parte de la vocación dominicana. Esto parece evidente en la vida de Santo Domingo: fue durante mucho tiempo un Canónigo Regular en España. Fue igualmente cierto para Santo Tomás de Aquino, que desde los seis años a los catorce fue oblato en Monte Cassino. Lo mismo para el P. Lacordaire [el fraile del siglo XIX que refundó la Orden en Francia], que sentía una atracción extremadamente fuerte por el monacato. Pienso que si perdemos esto, perdemos una parte de nuestra identidad dominicana”.

“Cuando yo era un joven dominico en Saulchoir, teníamos el oficio a media noche una buena parte del año y después, comenzando por Laudes, teníamos todos las demás horas del oficio: Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. La vida intelectual y el estudio teológico estaban ligados a la oración litúrgica. He vivido así y nunca he abandonado esta perspectiva o su práctica. El trabajo teológico al que he consagrado toda mi vida, excepto las interrupciones causadas por la guerra y mi encarcelamiento (¡he llevado puesto el uniforme siete años!), es inseparable de mi vida litúrgica. Es absolutamente necesario para mí ‘celebrar’ los misterios que abordo intelectualmente. Para mí, van de la mano”.

Los Salmos: Una escuela para aprender a orar

La Liturgia de las Horas es esencialmente los salmos. Han jugado y siguen jugando un gran papel en mi vida. Han sido mi refrigerio y mi apoyo. Es maravilloso pensar que la Iglesia, desde el principio, ha usado los salmos como la oración de sus sacerdotes, religiosos y fieles –los mismos salmos que eran oraciones judías– escritas entre el período de David y los tiempos post-exílicos. Esto significa un lapso de seis o siete siglos durante los cuales fueron compuestos. Desde hace algún tiempo siento un poco de alergia hacia los salmos imprecatorios, aunque pueden ser interpretados espiritualmente. Pero una vez que entras en los salmos, no tienes que desanimarte por las dificultades.

Son, al mismo tiempo, expresión de oración y escuela de oración, el canto del pueblo de Dios que repite y repite: “Tú serás mi Dios en todas las circunstancias de mi vida”.

Algunas veces estas circunstancias son gozosas –la alegría de vivir, el gozo de una gran cosecha–, y especialmente la alegría de los salmos graduales para subir a Jerusalén, que son tan bellos: ir a Jerusalén a celebrar al Señor. “Subir” aquí no significa cambiar de lugar, sino cambiar nuestros corazones por la alegría de servir a Dios: “Qué deseables son tus moradas, Señor de los Ejércitos… Vale más un día en tus atrios que mil fuera de ellos” (Salmo 84).

En  tiempos de sufrimiento

A veces estas circunstancias son momentos de sufrimiento: “Espero en ti, Señor mío; me responderás”. Estos salmos son gritos de esperanza, peticiones de ayuda, como  los sorprendentes salmos de David huyendo de Saúl, salmos de angustia que son, a la vez, un grito de confianza: “Dios está cerca de los corazones destrozados”.

Está también el famoso Salmo 21/22, cuyos primeros versos recitó Jesús en la Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” –un salmo mesiánico que sospecho Jesús recitó completo en la Cruz–, al menos interiormente.

Cada versículo del Salmo 119 hace alusión a la  voluntad de Dios, a los deseos  de Dios, a la ley de Dios –algo que no debe interpretarse legalistamente–, sino teológicamente. Es como un caleidoscopio cuya imagen está constantemente cambiando, aunque los elementos son siempre los mismos. Este salmo expresa la vida de unión con Dios. Y cada vez, la conclusión es la misma: “Tú eres mi Dios; tú serás siempre mi Dios, más allá de los cambios en mi vida”.

Orar es reconocer a Dios

“¡Dejar a Dios ser Dios!”. Me gusta esta expresión porque expresa el contenido  de la oración. Orar es hacer realidad en nuestras vidas el hecho de que Dios es Dios. Esta frase en inglés, “Let God be God” fue escrita un día en una de las enormes pancartas de   las paredes en la sesión del Concilio  Ecuménico. Ciertamente Dios es Dios por sí mismo,  y no nos necesita. Pero podemos lograr que se reconozca a Dios como Dios fuera de sí mismo –Dios en nosotros, en otros–, en la sociedad. Esta es siempre una enorme pregunta:

¿Cómo puede haber seres separados de la Fuente de todo Ser? La oración es nuestra manera de reconocerlo.

En la oración, reconocemos la soberanía de Dios y nuestra dependencia de Él.

¿Quiénes somos, después de todo? ¿Cuál es el significado de la vida humana en el vasto cosmos? ¿Por qué, habiendo billones de estrellas y billones de galaxias, este aliento está dando vida a seres humanos? Aliento y conciencia. Somos criaturas dependientes de Dios, pero hechos a imagen de Dios. La oración es ante todo un don que Dios nos da, porque Dios nos conoce antes incluso de que nosotros le conozcamos a Él. Dios nos precede en todo.

Pero siempre tenemos la tentación de no dejar a Dios ser Dios, y ponernos nosotros en su lugar. Podemos rechazar someternos a Dios, pero también podemos hacer que Dios sea Dios en nuestras vidas.

En la Traducción Ecuménica [francesa] de la Biblia, el verso del Padre Nuestro “Santificado sea tu Nombre” está traducido como “Seas reconocido como Dios”. Incluso aunque no es una traducción literal, expresa el significado exacto de la petición. Nuestra oración cristiana es que el Padre sea Padre, invocándole con la ternura y familiaridad que Jesús usó cuando llamaba a Dios “¡Abba!”, “¡Padre!”

No sabemos cómo oraba Jesús, pero hay dos o tres veces donde exclama: “Te doy gracias, Padre” (y el texto [Lc 10, 21] dice que tenía “el gozo del Espíritu Santo”) –“Te doy gracias porque me has escuchado” y “te doy gracias porque has revelado estas cosas no a los sabios, sino a los pequeños” –. La oración humana de Jesús es ciertamente una oración al Padre. Tenemos otra prueba de esto en el momento de su agonía: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.

Apegarse a la Voluntad de Dios

Para mí, la oración litúrgica es el centro fundamental (el eje) de mi vida. Con respecto a la oración personal, puede tener diferentes formas, por ejemplo, una simple “invocación” como palabras o llamadas dirigidas a Dios mientras hacemos cualquier cosa, o vamos o venimos. En unos pocos segundos, podemos expresar esta “relación vertical” para que forme parte de nuestros compromisos horizontales –como el vuelo de una alondra que se dispara verticalmente hacia Dios.

Está también la meditación sobre un texto de la Sagrada Escritura y la oración silenciosa donde todo nuestro ser se encuentra ante Dios. La oración en silencio puede tener muchos estilos de expresión diferentes, dependiendo de la vocación de cada uno, su espíritu y sus experiencias.  Algunas personas oran meditando  mucho, una oración llena de ideas. Otras tienen una oración puramente afectiva. Personalmente, tiendo hacia este tipo afectivo de oración, incluso aunque, para mí, la oración consiste esencialmente en unirme a la voluntad de Dios.

Con frecuencia se ha definido la oración como la elevación del alma hacia Dios.

San Agustín explica que esto no significa cambiar de lugar, sino cambiar tu voluntad. Nos acercamos a Dios cuando cambiamos nuestra voluntad o nuestro deseo, cuando unimos nuestra voluntad a la voluntad de Dios.

A veces zigzagueamos

Por supuesto, siempre hay distracciones en la oración, podemos zigzaguear en cualquier dirección. Pienso que el único modo de vencer esas distracciones es convertirlas en un acto de oración. Si alguien viene a la mente, o algo que me ocurrió, o algo  que tengo que hacer, ¿por qué no convertir estas cosas en oración? Oración por esa persona, o sobre lo que tengo que hacer o sobre lo que me ocurrió… ¿Por qué no?

Me gusta mucho una descripción que el P. de Foucauld da en una carta a uno de sus primos: “Orar es pensar en Dios mientras le amamos” [Prier, c’est penser à Dieu en l’aimant.] Es tan simple, y dice todo. Lo básico de la oración es que es amar a Dios. Su contenido siempre será pensar en Dios mientras le amamos; unir nuestra voluntad a la de Dios mientras le amamos.

Desear con el mismo deseo de Dios

La oración de petición debe verse de este mismo modo. Es absolutamente  legítimo pedir cosas. Vemos esto en la Biblia, en el Evangelio y en toda la experiencia de  la Iglesia. Como norma general, los acontecimientos siguen su propio curso in tener la impresión de haber sido escuchado. Y, sin embargo, Dios puede intervenir. Esto ocurre en la Biblia. También ocurre en las vidas de los cristianos. Desde fuera, puede ser un milagro  y, por supuesto, puede haber grandes o pequeños Milagros. En el movimiento llamado carismático, la gente pide de modo impresionante curaciones físicas.  Pero la mayoría de  las veces, los acontecimientos siguen su curso dado.

Creo que hay dos modos de pensar sobre la oración de petición. Primero, está la descripción dada por el Padre Sève en su librito Thirty Minutes for God, un libro que ha ayudado a mucha gente porque es realista, y no da recetas, sino sugerencias bastante prácticas. Explica que la oración de petición es pedir que estemos dispuestos a hacer lo  que se necesite, en cualquier circunstancia que se nos presente.

Pero hay otra dimensión –y veréis cómo estos dos modos de pensar se incluyen mutuamente–. Aquí la línea del capítulo 8 de la Carta de San Pablo a los Romanos es importante, donde dice que no sabemos pedir como  conviene,  pero  el Espíritu Santo, que ora en nosotros, conoce lo que está de acuerdo con la voluntad de Dios. Finalmente, la oración de petición es desear algo con el mismo deseo que Dios tiene. Esto significa una absoluta confianza en Dios,  diciendo “dejar a Dios ser  Dios” con absoluta confianza -algo que a veces es casi heroico-. A veces se nos puede pedir hacer cosas que están por encima de nuestras capacidades humanas…

El grito del Espíritu Santo

El papel del Espíritu Santo es esencial para la oración. El Espíritu nos hace  clamar al Padre. Y sintiendo su impotencia, el deseo del corazón se convierte en que Dios mismo debe producir nuestra paz, alegría, actividad y oración. Hay un texto  maravilloso del siglo XII perteneciente a William de Saint Thierry, el amigo con quien tenía correspondencia San Bernardo, que desarrolla la  idea  de que el amor  con que Dios ama, se convierte en nuestro propio amor.

Esto necesita una explicación, ya que o bien el Espíritu ora en nosotros, de tal manera que no es nuestra oración, o el Espíritu ora a través de nosotros… Tenemos que  ver que el Espíritu, que mora en nosotros e inspira nuestra oración, es el auténtico modelo de lo que es orar. Por su presencia en nosotros,  el Espíritu  modela nuestra oración según su propia imagen y así nos transforma de tal modo que deseamos a Dios por medio del deseo de Dios mismo.

Oración por la Unidad

Si para el Padre Congar la oración es “la otra cara de hacer teología”, esta expresión evidentemente se aplica al largo y paciente trabajo de reconciliación entre los cristianos separados –el movimiento ecuménico que ha sido el gran compromiso de su vida–.

La oración por la unidad, explica, es la oración de Jesús por excelencia, que se encuentra en la “oración sacerdotal” del capítulo 17 del evangelio de Juan. Desde el momento de mi ordenación, en Julio del 30, siempre que puedo (que lo permiten las rúbricas), celebro la Misa Votiva por la Unidad de los Cristianos, que es muy bella y que precisamente incluye el Evangelio de la oración de Jesús tomada de Juan 17, que ha jugado un papel tan importante en mi vida. La misión del sacerdote es sacramental, e incluso aunque como sacerdote digo “Esto es mi Cuerpo”, no es mi cuerpo, sino  el  Cuerpo de Jesús. También en la oración, “Padre, que todos sean uno como nosotros  somos uno”, hago real la oración de Jesús hoy [reactualice], esa única oración que solamente pronunció una vez aquí en la tierra… He estado entrando en la oración de Jesús, y él también la ha estado pronunciando en mi oración.

En aquellos tiempos, en reuniones ecuménicas solo rezábamos juntos el “Padrenuestro”. Desde entonces, hemos orado mucho juntos. Por supuesto, todavía no somos “uno”, y estamos aún muy lejos de serlo. ¡Pero ha habido pasos importantes hacia la reconciliación!

Esta oración por la unidad es una actualización de la oración de Jesús, una realización anticipada, como  en el texto del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ha ungido…” –esta oración que Jesús lee en la sinagoga de Nazaret–, añadiendo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 18-21).

Oraciones que nunca se gastan

Orar también significa dirigirse a Dios por medio de esas inagotables oraciones como el Padrenuestro, el Gloria y el Magnificat. Nunca me canso del Magnificat: es una oración que expresa esperanza, confianza, y especialmente acción de gracias. Lo canto cada día en Vísperas, por supuesto; pero también tengo el hábito, al menos en los días de solemnidad, de decirlo como la oración de María y de la Iglesia. Me parece que resuena maravillosamente conmigo.

También creo profundamente en la oración de intercesión, que es una especie de lucha con Dios en la oración, no muy distinta de la de Abraham intercediendo por   Sodoma. Las intercesiones son llamadas a Dios por la salvación de otros, del mundo, esperando alcanzar la misericordia de Dios, pidiéndole, podríamos decir, que tome la perspectiva de “su misericordia más que su justicia”. Esta oración se hace a través de Cristo, ya que, como  he tenido ocasión de decir al movimiento  carismático: “No hay Soplo sin la Palabra, y no hay Palabra sin Soplo”. Palabra y Aliento –es una buena imagen. La palabra que se forma necesita también salir–. Sin el aliento, la palabra permanecería en la garganta, y es el Espíritu Santo la que la hace salir fuera.

El cerezo ha vuelto a florecer

El Espíritu Santo, la unión con la voluntad de Dios –es lo que permite al P. Congar dedicarse a su incesante trabajo a pesar de sus problemas de salud?

Las  cosas son como  son; eso  es todo. Otras personas tienen peores problemas que yo. Recuerdo que en el jardín de nuestro convento, un rayo partió casi todas las ramas de un cerezo. Pero había una rama, toda encorvada, que permaneció unida al troco solo por unos pocos hilos y su corteza. Pues bien, ¡esta rama floreció y dio fruto! Tenemos que mirar lo que permanece para nosotros. Tenemos que  mirar a  lo  que tenemos. Tenemos que trabajar con lo que nos queda. Quizá llegue el momento en que no nos quede nada.

Generalmente, sin embargo, hay razones suficientes para ser felices, para continuar viviendo y permanecer activos.

¿Cómo sería mi oración sin la oración de los demás?

¿Qué significa para un religioso orar cada día, después de tantos años, codo con codo con los hermanos de su comunidad? ¿Le ayudan sus hermanos a orar?

Por supuesto que lo hacen, respondió Congar. Pero no solo ellos, sino todos mis hermanos y hermanas cristianos, y los cristianos no católicos también –protestantes, ortodoxos- me ayudan mucho. Me impulsan, me hacen bien. También esto vale para los grupos de mujeres que atiendo como capellán, almas devotas entre las cuales hay gente con una verdaderamente intensa vida de fe y amor de Dios; de oración y amor.

Casi todas las noches, invoco a una docena de hermanos Dominicos que creo están cerca de Dios –todos nuestros grandes hermanos mayores, en particular el P. Besnard [un teólogo espiritual de categoría], del que tengo una foto en mi breviario. Con frecuencia me he preguntado cómo sería mi oración, o incluso cómo sería mi fe sin la de los demás. Estamos modelados por otras personas. Mi oración incluye toda la comunión de los santos: están S. Agustín, San Basilio, San Pablo, Abraham, David… Forman parte de mi oración, y me ayudan a orar.

Janin Feller en static1.squarespace.com

Julián Herranz

I.       El mensaje del Vaticano II como criterio hermenéutico de sus soluciones disciplinares

En estos años se cumple medio siglo del gran evento que ha marcado un hito de particular relevancia en la historia de la Iglesia y que también hoy ha de iluminar su acción evangelizadora: el Concilio Vaticano II. Muchos han sido los frutos espirituales que ha producido esta asamblea conciliar, aunque no hayan faltado también hechos dolorosos, bien conocidos por todos, que no son el resultado del Concilio, sino las heridas que recibe el Cuerpo Místico de Cristo a lo largo de la historia, causadas en ocasiones con motivo de interpretaciones erróneas del magisterio eclesiástico. Precisamente por esto resulta de capital importancia la correcta comprensión de las constituciones y decretos del Concilio, como ha insistido Benedicto XVI, acuñando la expresión de la “hermenéutica de la reforma en la continuidad”, en contraposición con la “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” [1].

Pero no basta la justa interpretación, sino que es necesaria también la efectiva recepción, es decir, la asimilación profunda de la doctrina enseñada por el Concilio y su puesta en práctica. Para esto hay que captar el mensaje de fondo del Concilio. Es verdad que hay muchos puntos que la percepción común puede señalar como temas centrales del Vaticano II –la doctrina sobre la colegialidad del episcopado, el impulso ecuménico, el diálogo inter-religioso o el diálogo con el mundo moderno, la reforma litúrgica–, pero, a mi juicio, el mensaje principal del último Concilio es el redescubrimiento de la doctrina de la llamada universal a la santidad y al apostolado, presente en varios documentos y en especial en la constitución dogmática Lumen gentium y en el decreto Apostolicam actuositatem. Esto supone una concepción renovada de la Iglesia, con importantes consecuencias no solo, por supuesto, en el ámbito de la vida eclesial y pastoral, sino también en el terreno canónico, como lo demuestra la valorización de la categoría conceptual de fiel, puesta al centro de la reflexión jurídica.

En efecto, el fiel, el christifidelis (es decir, el cristiano, que ha recibido ya en el Bautismo la llamada divina a la santidad de vida y a la difusión del Evangelio) se ha convertido en el protagonista de la vida del Pueblo de Dios, también en el campo de la organización eclesiástica. Esto se ha notado incluso en el decreto Presbyterorum ordinis, en el que, a pesar de estar dedicado a los sacerdotes, cuando se habla de los aspectos organizativos, se piensa sobre todo en los fieles laicos, ya que el sacerdocio ministerial es precisamente un servicio ordenado a ellos. Desde mi posición de Ayudante de estudio en la Comisión encargada de preparar este decreto conciliar, he podido comprobar cómo se daba la preocupación fundamental por definir bien la figura del sacerdote. Existía entonces un encendido debate acerca de si debía considerar primariamente el aspecto de la consagración, dar relieve a la dimensión cultual y de adoración, o si, por el contrario, el elemento definitorio no sería más bien la misión evangelizadora a la que está llamado especialmente el sacerdote. El decreto Presbyterorum ordinis ha sabido poner de relieve que en realidad esos dos aspectos no son contrapuestos sino inseparables y complementarios, ya que el sacerdote se consagra para la misión, y esa misión sólo es posible porque el presbítero es un fiel dotado del carácter sacramental recibido en el sacramento del Orden, que le capacita para cumplir, en nombre y en persona del mismo Cristo, los actos propios sacerdotales [2].

Al estar intrínsecamente unidos estos dos elementos –consagración y misión–, no puede sorprender que cuando este decreto conciliar dispone que se han de revisar las normas sobre la incardinación, la razón que ofrece es para que este instituto “pastoralibus necessitatibus melius respondeat”. No son, pues, razones disciplinares o económicas o meramente administrativas las que deben mover el desarrollo de la organización eclesiástica, sino que   el criterio principal ha de ser las razones pastorales. Con esta luz se ha de leer la consecuencia concreta que el decreto Presbyterorum ordinis propone: “Y donde lo exija la consideración del apostolado, háganse más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares a los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pueden establecerse algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras instituciones por el estilo, a las que puedan agregarse  o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar” [3].

Las prelaturas personales se presentan, por tanto, como una solución pastoral a los desafíos que se presentan a la Iglesia. Conviene aclarar que no se trata sólo de acudir a las necesidades perentorias manifestadas por los fieles. Las necesidades pastorales de la Iglesia son también aquéllas nacidas de su ímpetu apostólico. Resulta lógico, en este sentido, que el otro documento del Concilio que ha mencionado este nuevo tipo de circunscripción eclesiástica, aunque de modo incidental, haya sido precisamente el decreto Ad gentes, a propósito de la necesidad de buscar soluciones a las dificultades que puedan manifestar algunos grupos humanos para adaptarse a las formas particulares que la Iglesia ha adoptado en determinados territorios [4] o para evangelizar a determinadas categorías de personas o pueblos residentes en una determinada zona geográfica [5]. Esta perspectiva pastoral y misionera, presente en el Concilio e impulsada por los pontífices posteriores [6], ha de iluminar cualquier reflexión sobre las prelaturas personales.

II.      La recepción en el código de las Prelaturas Personales preconizadas por el Concilio

Pablo VI, fiel a los postulados del Vaticano II, y consciente de que resultaba necesario dar forma jurídica a muchos de los caminos abiertos por la reunión ecuménica, quiso dar la debida actuación normativa sin ningún tipo de dilaciones, y examinadas las propuestas de diversas comisiones postconciliares constituidas a este efecto emanó el Motu proprio Ecclesiae Sanctae, el 6 de agosto de 1966 [7], es decir, muy poco después de que se concluyese la reunión conciliar. Puedo testimoniar la seriedad y la celeridad con que se llevaron a cabo los trabajos de preparación de esta ley pontificia, que dibujó el marco jurídico en el que se habían de aplicar muchos de los postulados del Concilio.

Entre las cuestiones que trató el citado Motu proprio se encuentra la de las prelaturas personales. Como hemos visto, el Concilio se limitó a mencionar la posibilidad de su existencia. El Ecclesiae Sanctae, en cambio, describió con bastante detalle la nueva figura, si bien uno de sus elementos característicos era precisamente que deberían regirse por propios estatutos, remitiendo de esa manera a una regulación más particularizada para cada prelatura. No me entretengo en analizar los elementos definitorios de las prelaturas personales trazados por el Motu proprio (jurisdicción del Prelado, respetando la jurisdicción de los Ordinarios locales, capacidad de incardinar clero secular, etc.), que coinciden, por lo demás, con los establecidos por el vigente Código (cann. 294 a 297). En esta sede lo que me interesa resaltar es una vez más la razón señalada por el Legislador para que pueda ser conveniente la erección de una prelatura personal: “ad peculiaria opera pastoralia vel missionaria perficienda pro variis regionibus aut coetibus socialibus, qui speciali indigent adiutorio”. Además, como es conocido, el Ecclesiae Sanctae, ya preveía, como hace el actual can. 296, la posibilidad de que laicos se dedicasen a la labor de la prelatura mediante las oportunas convenciones [8].

La normativa del Ecclesiae Sanctae se presentaba como provisional, en espera de la regulación definitiva por parte del nuevo Código. La Pontificia Comisión para la Revisión del Código de Derecho Canónico instituida en 1963 por san Juan XXIII [9], no debiendo limitarse a la mera recopilación de los explícitos mandatos del Concilio, sino a procurar que la futura legislación de la Iglesia fuese impregnada profundamente de la doctrina eclesiológica del Vaticano II, consideró en octubre de 1966 la conveniencia –ya sugerida antes por Pablo VI al Card. Ciriaci, Presidente de la Comisión– de redactar algunos criterios o principios de orden doctrinal y técnico que sirviesen de guía a todo el trabajo de preparación del nuevo Código. El documento elaborado, con el titulo Principia quae Codicis Iuris Canonici recognitionem dirigant [10], fue enviado al Papa quien confirmó su deseo de que estos criterios directivos de la nueva codificación fuesen sometidos al examen de la primera Asamblea General del Sínodo de Obispos, prevista para el mes de octubre de 1967. Así se hizo y los diez principios propuestos en el documento fueron aprobados por la gran mayoría de los Padres sinodales [11].

El octavo de estos principios se dedicaba a la ordenación y régimen del Pueblo de Dios. Confirmaba como criterio general de distribución y jurisdicción el territorial, pero, como consecuencia de la doctrina eclesiológica del Vaticano II, afirmaba que se podía introducir también el criterio personal, “ob exigentias moderni apostolatus”, estableciendo “unitates iurisdictionales ad peculiarem curam pastoralem destinatas” “secundum exigentias vel necessitates curae pastoralis Populi Dei” [12]. De nuevo puede notarse cómo, además de la nueva concepción eclesiológica que ve en la Iglesia particular una porción del Pueblo de Dios, en vez de un territorio regido por un Obispo, la razón por la que se pueden y deben constituir jurisdicciones personales se identifica en las necesidades pastorales, que son las que han de determinar el modo concreto de organizarse de la Iglesia.

Los años que siguieron a aquel primer Sínodo de Obispos fueron de constante trabajo dirigido a traducir –parafraseando una célebre frase de la Constitución Apostólica Sacrae disciplinae leges, con la que san Juan Pablo II promulgó el Código– en lenguaje jurídico la doctrina eclesiológica del Vaticano II. Este periodo ya ha sido muy estudiado por la doctrina, por lo que no me detendré en él. En estas páginas me limitaré a señalar que en ningún momento se puso en duda el postulado conciliar por el que era necesario prever la constitución de jurisdicciones personales para poder acudir a las nuevas necesidades pastorales. Las dificultades surgían a la hora de definir exactamente su perfil jurídico y teológico, lo que no es nada de extrañar debido a su novedad en el ordenamiento canónico.

Con todo hay que decir que en los primeros años no se vio la necesidad de dedicar un espacio especial a la descripción de las prelaturas personales, limitándose a afirmar su equiparación in iure -no su identificación teológico jurídica- a las Iglesias particulares, “nisi ex rei natura aut iuris praescripto aliud appareat” [13]. Al principio se distinguió entre prelaturas personales cum proprio populo y aquellas sine populo, hasta que en la reunión del Coetus studiorum “De Populo Dei”, de 11 de marzo de 1980, se prescindió de esta división porque se consideró que en cualquier caso siempre sería necesario un cierto pueblo [14]. Con la perspectiva actual, después de treinta años de profundización doctrinal y de desarrollo normativo, resulta fácil concluir que en realidad el objeto de la distinción giraba más bien en torno a la diferencia existente entre jurisdicciones personales “exclusivas” (con “pueblo propio” en el sentido de “pueblo exclusivo”), cuyos fieles estarían exentos de la jurisdicción del Ordinario local, como puede ser una eparquía oriental en territorio latino o viceversa, y jurisdicciones personales cuyos fieles, como afirma el art. IV, 3° de la Constitución Apostólica Spirituali militum curae sobre los ordinariatos militares, no cesan de pertenecer a las diócesis del propio domicilio o rito [15]. En la última Plenaria de la Pontificia Comisión para la Revisión del Código, que se reunió los días 20 a 29 de octubre de 1981, además de examinarse las seis cuestiones de mayor importancia que la secretaría de la Comisión había preparado para el estudio de esta asamblea, se debatieron y se votaron otras muchas, si bien no siempre –especialmente por falta de tiempo y de una metodología adecuada– con la necesaria profundidad, calma y precisión técnica. Entre esas cuestiones añadidas se incluyó el asunto de la general equiparación o no de las prelaturas personales a las Iglesias particulares. Ante las dudas surgidas, se optó por recoger sustancialmente en el Código la descripción que de esta figura hacía el Motu proprio Ecclesiae Sanctae [16].

Resultado de esta Plenaria de 1981 fue el Schema novissimum del nuevo Código presentado al Santo Padre el 22 de abril de 1982. En él las prelaturas personales –siguiendo la propuesta del Card. Ratzinger, aprobada por la Plenaria– eran descritas en cuatro cánones (inspirados en el Ecclesiae Sanctae) que pasaban a constituir un Título específico dentro de la parte II del Libro II titulada De Ecclesiae structura hierarchica. San Juan Pablo II, después de agradecer el inmenso trabajo realizado por la Comisión, manifestó que sentía la responsabilidad personal de examinar el texto completo del proyecto del Código. Para ser ayudado en esta tarea, instituyó una Comisión de siete expertos y otra de Obispos (tres Cardenales y un Arzobispo), en las que participó también el Pro-Presidente de la Pontificia Comisión para la Revisión del Código, Arzobispo Rosalio J. Castillo Lara. Estas Comisiones trabajaron los meses de mayo a diciembre de 1982 [17]. La primera elaboró una lista de 39 cuestiones para someterlas al juicio del Romano Pontífice, quien quiso examinarlas con la ayuda de la Comisión de Obispos. A pesar de que entre esos temas no figuraba el de las prelaturas personales, esta misma pequeña Comisión o algunos de sus miembros decidieron en el último momento trasladar los cánones 573-576, sobre las prelaturas personales, a la parte I del Libro II, para que no quedasen incluidas en la normativa De Ecclesiis particularibus, pues en aquel momento no resultaba claro aún el significado de las equiparaciones jurídicas [18].

De esta manera el Código promulgado por san Juan Pablo II dedica un Título a se a la figura de las prelaturas personales preconizada por el Vaticano II, recogiendo sustancialmente la normativa establecida en el Motu proprio de Pablo VI destinado a aplicar el Concilio. El resultado final ha llevado a dedicar cuatro cánones al tema, en vez de las meras alusiones inicialmente previstas. Con todo, la regulación codicial se remite a los estatutos dados por la Santa Sede para cada prelatura en el momento de su erección, de manera que estos cánones constituyen únicamente la ley cuadro que enmarca el régimen jurídico concreto que tendrá cada prelatura. Como toda ley cuadro, máxime si, como en este caso, representa una novedad legislativa, necesita ser interpretada para su correcta aplicación.

III.    La interpretación y recepción de la normativa codicial acerca de las Prelaturas Personales

La novedad de las prelaturas personales no ha pasado inadvertida por la doctrina [19]. Es lógico, por otra parte, que los canonistas se pregunten acerca del sentido de las elecciones tomadas durante la elaboración de una ley y del significado que pueda tener el lugar sistemático de una determinada disposición normativa. Naturalmente el último cambio señalado al respecto, mediante el cual el Título dedicado a las prelaturas personales ha cambiado de lugar dentro del Código, ha sido también objeto de especial estudio. Algunos autores han pensado que debía ser interpretado como la voluntad del Legislador de considerar las prelaturas personales como una figura de naturaleza asociativa, no perteneciente a la estructura jerárquica de la Iglesia. Nada más lejos de la realidad. El propósito era distinguirlas de las Iglesias particulares encarnadas por las diócesis, pero no de negar su carácter jerárquico, reconocido también durante la mencionada Plenaria de 1981, ni mucho menos de considerarlas entes de carácter asociativo, pues eso hubiese supuesto, no ya desatender    lo establecido por el Ecclesiae Sanctae y por la decisión de la Plenaria de la citada Pontificia Comisión, sino traicionar el postulado conciliar [20].

Existe además un testimonio documental que corrobora con certeza lo que acabo de afirmar. Cuando se produjo el cambio de lugar del que estamos tratando, acababa de ser erigida la primera prelatura personal, la prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei. Quedaba todavía la tarea de ejecutar solemnemente la bula de erección, de acuerdo con la praxis de erección de las circunscripciones eclesiásticas [21]. En estas circunstancias, para disipar cualquier género de duda que pudiera surgir acerca del alcance del acto de erección que se acababa de producir y que todavía había de ser ejecutado, el Prefecto de la congregación de la Curia romana competente para el régimen de las prelaturas personales, Card. Sebastiano Baggio, en carta de 17 de enero de 1983 dirigida al recién nombrado Prelado del Opus Dei, mons. Álvaro del Portillo, daba fe de cuál era la mente del Santo Padre al respecto, manifestada en la Audiencia que le había concedido el anterior 8 de enero, articulada en tres ideas que resultan iluminadoras, no sólo de la realidad de la prelatura del Opus Dei, sino en general de los cánones sobre las prelaturas personales:

“1. la colocación en la pars I del liber II no altera el contenido de los cánones que se refieren a las Prelaturas personales, las cuales, por lo tanto, aun no siendo Iglesias particulares, continúan siendo estructuras jurisdiccionales, de carácter secular y jerárquico, erigidas por la Santa Sede para la realización de peculiares actividades pastorales, como fue establecido por el Concilio Vaticano II”;

“2. con la diferente elección de orden sistemático, no queda alterada la dependencia de las Prelaturas personales de esta sagrada Congregación, a los efectos de la Const. Ap. “Regimini Ecclesiae Universae”, 49 § 1.

“3. finalmente, permanecen siendo plenamente válidos, a todos los efectos, los documentos de la Santa Sede que han constituido el Opus Dei en Prelatura personal” [22].

En este documento queda constancia, por tanto, de manera auténtica, que no ha existido, lógicamente, por parte del Legislador ninguna voluntad de alterar la figura de las prelaturas personales, que debe permanecer como una estructura de la organización eclesiástica “para la realización de peculiares actividades pastorales, como fue establecido por el Concilio Vaticano II”, es decir, se reafirma la voluntad de ejecutar fielmente la mente del Concilio, adaptando la organización eclesiástica a las necesidades pastorales. Además –y éste es otro dato que conviene resaltar– permanecen plenamente válidos los documentos relativos a la erección de la prelatura del Opus Dei, como consecuencia de la afirmación anterior acerca de la naturaleza jerárquica y pastoral de las prelaturas personales, lo que equivale a afirmar que la prelatura del Opus Dei posee el valor hermenéutico propio de las aplicaciones concretas, por parte del mismo Legislador, de una normativa cuadro. Personalmente recuerdo la satisfacción del Prefecto de la Congregación de Obispos cuando, el 4 de marzo de 1983, recibió de la Secretaría de Estado el pergamino con el texto de la Constitución Apostólica Ut sit [23] con el fin de que se inaugurase oficialmente la prelatura, ya que era la confirmación de que el derecho particular de la nueva prelatura contenido en sus Estatutos era conforme con la legislación universal del Código recién promulgado.

Este hecho ayuda a afrontar correctamente otro tema que ha sido observado por la doctrina. Me refiero a la cuestión relativa a la posición de los fieles laicos en una prelatura personal. Cuando ya el texto definitivo del nuevo Código (revisado por el Santo Padre con la ayuda de las dos Comisiones antes mencionadas) estaba en sus segundas pruebas de imprenta se introdujo aún algún cambio “minoris momenti”, sin convocar a los otros miembros de la pequeña Comisión de Obispos de la que antes se habló porque el tiempo urgía. Uno de estos cambios se efectuó en el can. 296, el cual, al referirse al modo “incorporationis” de los laicos a la prelatura por medio de convenciones, pasó a expresar esta disposición hablando del modo “organicae cooperationis”.

Este cambio de última hora ha querido interpretarse en ocasiones como la voluntad del Legislador de configurar las prelaturas personales como entes exclusivamente clericales, en el que los laicos sólo podrían cooperar externamente, salvo en caso de dispensa o privilegio. Esta interpretación –calificada acertadamente como una “visión burocrática y sustancialmente descolorida” [24]– no es sostenible: porque un cambio tal no sería ciertamente “minoris momenti”, y porque sería contradictorio con lo expresamente establecido sobre la incorporación de laicos en una prelatura personal en el caso de la prelatura del Opus Dei, como aparece en el art. III de la Constitución apostólica Ut  sit (promulgada precisamente por el mismo Legislador del nuevo Código) y en los Estatutos de esa prelatura (nn. 1, § 1 y 6 y ss.), que como ha quedado dicho habían de quedar en vigor [25].

En realidad, con la expresión “cooperación orgánica” se quería dar mayor flexibilidad a la formulación del canon. Se trata de un concepto más amplio que el de incorporación, pero que, lógicamente, no lo excluye (ni lo podía excluir, por la razones ya expuestas). La posibilidad de que haya fieles que decidan cooperar con una jurisdicción eclesiástica, quedando bajo la jurisdicción de su Ordinario, está expresamente prevista también para el caso de los ordinariatos militares [26]. En el caso de la primera prelatura erigida, no se trata sólo de esto, sino que el laicado de esta circunscripción, delimitado por un criterio personal, está formado precisamente por aquellos fieles laicos que han decidido libremente cooperar con esta prelatura, incorporándose a ella [27]. El fenómeno de la erección de una circunscripción eclesiástica en previsión de un pueblo o comunidad de fieles que se constituirá voluntariamente puede sorprender a alguno, pero, al margen de las explicaciones que se han ido dando sobre este punto [28], hay que señalar que constituye ya una praxis introducida por la Santa Sede. Así, por ejemplo, la Administración apostólica personal de Campos, en Brasil, erigida por san Juan Pablo II, se compone de aquellos fieles que se inscriben voluntariamente en el correspondiente libro de registros [29] y, con carácter general, la Constitución apostólica de Benedicto XVI, Anglicanorum coetibus, de 4 de noviembre de 2009 [30], ha previsto la erección de ordinariatos personales compuestos por los fieles que ponen un acto de voluntad para incorporarse al ordinariato [31]. En todos estos casos, las relaciones de los fieles laicos con el Ordinario y con los sacerdotes del presbiterio, aunque se hayan instaurado con motivo de un acto de voluntad, no son de naturaleza asociativa –como lo sería un acuerdo de voluntades entre fieles para realizar una obra común–, sino que el acto de voluntad permite incorporarse al ámbito de una jurisdicción previamente creada por la autoridad de la Iglesia, de manera que la relación que se da es de tipo pastoral entre el clero y los fieles laicos, es decir, está presente la relación estructural de la Iglesia compuesta por el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común. Por este motivo, los fieles laicos que se incorporan de este modo a las prelaturas, administraciones u ordinariatos personales forman el pueblo, en sentido técnico, de la correspondiente circunscripción eclesiástica [32].

Ciertamente la presencia de circunscripciones personales que -como las prelaturas personales y los ordinariatos militares- están compuestas de un pueblo cuyos fieles laicos no cesan de pertenecer contemporáneamente a las Iglesias locales, solo puede entenderse desde una perspectiva eclesiológica que conciba la Iglesia como comunión [33]. En este sentido, cabe señalar cómo después de un decenio desde que surgieron las primeras perplejidades en el seno de la Plenaria de la Comisión para la Revisión del Código de 1981, la Congregación para la Doctrina de la Fe, guiada por el Card. Ratzinger, dio un paso importante en la comprensión de esta cuestión en su Carta a todos los Obispos, de 28 de mayo de 1992, titulada precisamente Communionis notio: “Para una visión más completa de este aspecto de la comunión eclesial –unidad en la diversidad–, es necesario considerar que existen instituciones y comunidades establecidas por la Autoridad Apostólica para peculiares tareas pastorales. Estas, en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros son también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan. Tal pertenencia a las Iglesias particulares, con la flexibilidad que le es propia, tiene diversas expresiones jurídicas. Esto no sólo no lesiona la unidad de la Iglesia particular fundada en el Obispo, sino que por el contrario contribuye a dar a esta unidad la interior diversificación propia de la comunión” [34]. Considerando este último documento se puede observar cómo la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, percibe las necesidades pastorales y desarrolla y adapta su estructura esencial para proveer a las exigencias de las almas. Más tarde, la reflexión teológica y canónica ilumina la comprensión de estos fenómenos. La figura de las prelaturas personales nació en el Vaticano II como respuesta a esta exigencia de adaptar la organización pastoral a las nuevas necesidades. Ciertamente para comprender la novedad que comporta la previsión de prelaturas personales se requiere partir de los presupuestos eclesiológicos conciliares y del principio que el desarrollo de la organización eclesiástica debe obedecer a las necesidades pastorales, ya que al derecho fundamental del fiel a recibir los medios salvíficos de los Pastores (can. 213) corresponde el deber jurídico de la Jerarquía de organizarse para que tal derecho sea satisfecho efectivamente.

Hoy se presentan a la Iglesia grandes retos. Por una parte, los fenómenos de la globalización y de la movilidad humana hace que haya tantos grupos humanos necesitados de una especial atención pastoral. Por otra parte, es el mismo Papa quien –siguiendo sin duda la voz del Espíritu Santo– está empujando a la Iglesia a “salir”, a llevar el Evangelio hasta las “periferias”  de la existencia humana. Las estructuras pastorales –en el respeto, como es lógico, de la constitución fundamental de la Iglesia– se han de adaptar a las necesidades apostólicas. Las prelaturas personales ideadas por el Vaticano II constituyen uno de los instrumentos regulados por el Derecho universal que permiten una acción evangelizadora y de gobierno más eficaz: su correcta comprensión permitirá que se pueda utilizar su potencialidad pastoral para  el bien del Pueblo de Dios y de la misma sociedad civil.

Julián Herranz en repositorio.sandamaso.es

Notas:

1      Cf. Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005: AAS 98 (2006) 40-53.

2      Para este tema puede verse Á. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio (Madrid 1990), especialmente pp. 57-68. La obra tiene especial interés por haber sido escrita por quien fuera Secretario de la Comisión sobre la Disciplina del Clero y del pueblo cristiano. Cf. J. Herranz, I fedeli laici nella missione della Chiesa, en: Studi sulla nuova legislazione della Chiesa (Milano 1990) 206-255.

3      Sobre cómo se gestó el texto del Presbyterorum ordinis, puede verse J. Martínez-Torrón, La configuración jurídica de las Prelaturas personales en el Concilio Vaticano II (Pamplona 1986) especialmente pp. 101-269.

4      Cf. decreto Ad gentes, n. 20, nt. 4.

5      Cf. ibíd., n. 27, nt. 28.

6      Baste pensar a la expresión “nueva evangelización”, acuñada por san Juan Pablo II, tema sobre el cual quiso que se celebrase un Sínodo de Obispos, que tuvo lugar durante el pontificado de Benedicto XVI, quien, entre otras cosas, constituyó un nuevo Pontificio Consejo dedicado a este asunto. El Papa Francisco, desde el principio de su pontificado ha insistido en la necesidad de que la Iglesia no sea autorreferencial, sino que, fiel a la misión recibida de Cristo, sea una “Iglesia en salida” (cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, especialmente nn. 20-24).

7      AAS 58 (1966) 757-787.

8      Un año después Pablo VI emanó la Constitución Apostólica con la que se establecía la nueva configuración de la Curia Romana, la Regimini Ecclesiae universae, de 15 de agosto de 1967 (AAS 59 [1967] 885-928), cuyo art. 49 § 1 establecía que entre las competencias de la Congregación para los Obispos se encontraba la de “Vicariatus Castrenses erigere necnon, auditis Conferentiis Episcoporum territorii, Praelaturas ad peculiaria opera pastoralia perficienda pro variis regionibus aut coetibus socialibus speciali adiutorio indigentibus”. Y lo mismo fue establecido por san Juan Pablo II en la Constitución Apostólica Pastor bonus, del 20 de noviembre de 1982, n. 80.

9      Con fecha del sábado 30.III.1963, L’Osservatore Romano anunciaba en primera página la constitución por Juan XXIII de esta Comisión, formada por 30 Cardenales, de la que era nombrado Presidente el Card. Pietro Cariaci. No consta –no ha sido nunca publicado, ni existe en el archivo de la Pontificia Comisión– que la constitución de esta Comisión se hiciese por medio de un acto pontificio con especiales solemnidades jurídicas (Motu proprio, etc.). El único documento existente en el archivo es una carta del Secretario de Estado, Card. Amleto Giovanni Cicognani, al Card. Pietro Ciriaci (Prot. N. 101241, de fecha 28 de marzo de 1963) con el que se comunica la decisión del Santo Padre de constituir tal Comisión y se indican los nombres de sus participantes. Sobre este particular, y en general sobre lo que en este artículo se dice acerca de la génesis de la redacción del vigente Código, remito a mi trabajo: A. Marzoa – J. Miras – R. Rodrguez-Ocaña (eds.), Prolegómenos II. Génesis y elaboración del nuevo Código de Derecho Canónico, en: Comentario Exegético al Código de Derecho Canónico (Pamplona 1996) vol. I, pp. 157-205.

10      Cf. Communicationes 1 (1969) 77-85.

11      Cf. ibíd., p. 100.

12      Ibíd., p. 84.

13      Pontifícia commissio codici iuris canonici recognoscendo, Schema Canonum Libri II de Populo Dei, Città del Vaticano, 1977, can. 217 § 2.

14      Cf. Communicationes 12 (1980) 279.

15      Cf. Constitución Apostólica Spirituali militum curae, de 21 de abril de 1986: AAS 78 (1986) 481-486.

16      Cf. Pontifícium consilium de legum textibus interpretandis, Acta et Documenta Pontificiae Commissionis Codici Iuris Canonici Recognoscendo. Congregatio Plenaria diebus 20-29 octobris 1981 habita, Typis Polyglottis Vaticanis 1991, pp. 376-382 y 399-417.

17      Cfr V. Fagiolo, Il Codice del postconcilio (Roma 1984) 45-46.

18      Sobre el alcance de las equiparaciones jurídicas, cf. c. J. Errázuriz M., “Ancora sull’equiparazione in diritto canonico: il caso delle prelature personali”: Ius Ecclesiae 5 (1993) 633-642.

19      Una base de datos bibliográficos y documentales se puede encontrar en www.prelaturaspersonales.org.

20      Sobre la imposibilidad de considerar las prelaturas personales como entes asociativos, cf., por ejemplo, A. stankiewicz, Le prelature personali e i fenomeni associativi, en: S. Gherro (ed.), Le prelature personali nella normativa e nella vita della Chiesa. Venezia – Scuola Grande di San Rocco – 25 e 26 giugno 2001 (Padova 2002) 137-163. Precisamente porque las prelaturas personales son indudablemente entes de naturaleza jerárquica, algunos han criticado ese cambio de lugar de última hora (cf., por ejemplo, G. dalla torre, Le strutture personali e le finalità pastorali, en: J. canosa [dir.], I principi per la revisione del Codice di diritto canonico. La ricezione giuridica del Concilio Vaticano II [Milano 1998] 571).

21      Sobre el tema me remito a J. Herranz, Los trabajos preparatorios de la Const. Ap. Ut sit, en: E. Baura (ed.), Estudios sobre la Prelatura del Opus Dei (Pamplona 2009) 31-41.

22      El texto original de la Carta de 17 de enero de 1983 (prot. n. 639/82), publicado en “Studia et Documenta”, 5 (2011), pp. 379-380, dice así:

“Rev.mo Monsignor Prelato,

nell’Udienza dell’8 gennaio corrente il Santo Padre mi ha illustrato la sua augusta Mente in merito alla collocazione dei canoni sulle Prelature personali nel testo definitivo del nuovo Codice di Diritto Canonico, che verrà da Lui promulgato il 25 p.v.

Sono lieto di comunicarLe che Sua Santità mi ha pienamente confermato quanto aveva esposto nell’Udienza accordata a Lei, ossia:

la collocazione nella pars I del liber II non altera il contenuto dei canoni che riguardano le Prelature personali, le quali pertanto, pur non essendo Chiese particolari, rimangono sempre strutture giurisdizionali, a carattere secolare e gerarchico, erette dalla Santa Sede per la realizzazione di peculiari attività pastorali, come sancito dal Concilio Vaticano II; con la diversa scelta di ordine sistematico del nuovo Codice non viene compromessa la dipendenza delle Prelature personali da questa sacra Congregazione, ai sensi della Cost. Ap. ‘Regimini Ecclesiae Universae’, 49 § 1. rimangono, infine, pienamente validi, a tutti gli effetti, i documenti della Santa Sede che hanno costituito l’Opus Dei in Prelatura personale. Nella certezza che le assicurazioni fornitemi dal Santo Padre Le torneranno gradite, mi valgo ben volentieri dell’incontro epistolare per confermarmi  di Lei dev.mo nel Signore

+ S. Card. Baggio”.

23      Publicada en AAS 75 (1983) 423-425

24      A. M. Punzi Nicolò, Libertà e autonomia negli enti della Chiesa (Torino1999) 205.

25      Sobre la adecuación de la figura “prelatura personal” a la realidad del Opus Dei, cf. C. J. Errázuriz M., ¿Por qué el Opus Dei es una prelatura personal?, en: E. Baura (dir.), Estudios sobre la Prelatura del Opus Dei: a los veinticinco años de la Constitución apostólica Ut sit (Pamplona 2009) 135-147. Una visión reciente sobre el debate doctrinal acerca de las prelaturas en, A. Viana, “Ordinariatos y prelaturas personales. Aspectos de un diálogo doctrinal”: Ius Canonicum 52 (2012) 481-520.

26      El art. X de la Spirituali militum curae establece: “… ad Ordinariatum militarem pertinent et sub eius iurisdictione inveniuntur: […] 4° omnes utriusque sexus fideles sive alicui Instituto religioso adscripti sive non, qui munere stabili funguntur, sibi collato ab Ordinario militari aut de ipsius consensu”.

27      Cf. J. I. Arrieta, “Considerazioni sulla giurisdizione ecclesiastica determinata per via di convenzione ex can. 296 CIC”: Ius Canonicum – Escritos en honor de Javier Hervada, Volumen especial (1999) 169-184.

28      Es interesante la explicación que ofrece de este fenómeno G. Comotti, Somiglianze e diversità tra le prelature personali ed altre circoscrizioni ecclesiastiche, en: Gherro (ed.), Le prelature personali…, 79–114

29      Congregación Para los obispos, decreto de 18 de enero de 2002, art. IX (AAS 94 [2002] 305-308). Para un comentario sobre esta norma, cf., por ejemplo, G. incitti, “Note sul decreto di erezione dell’Amministrazione apostolica personale S. Giovanni Maria Vianney”: Ius Ecclesiae 14 (2002) 851-860.

30      AAS 101 (2009) 985-990.

31      En virtud del art. 9 de la citada Constitución y del art. 5 de las Complementary Norms emanadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 4 de noviembre de 2009 (AAS 101 [2009] 985-996) los fieles laicos provenientes de la confesión anglicana que, después de hacer la profesión de fe y de recibir los sacramentos de la iniciación, deseen pertenecer al ordinariato deben manifestar su voluntad por escrito, inscribiéndose en un registro. De ordinario, quien ha sido bautizado en la Iglesia Católica no puede ser miembro del ordinariato a menos que sea pariente de un fiel del ordinariato. De todos modos, el Papa Francisco ha aprobado una modificación a las Complementary Norms por la que se extiende la posibilidad de que un fiel católico que se acerca a la práctica de la fe queriendo recibir la Confirmación o la primera Comunión en el ordinariato puede ser admitido en él (cf. http://www.ordinariate.org.uk/news). Para comentarios en español a la Anglicanorum coetibus cf. E. Baura, Los ordinariatos personales para antiguos anglicanos. Aspectos canónicos de la respuesta a los grupos anglicanos que quieren incorporarse a la Iglesia Católica, en: c. Peña (ed.), Retos del Derecho Canónico en la sociedad actual. Actas de las XXXI Jornadas de Actualidad Canónica (Madrid 2012) 239-267 y J. I. Rubio López, “Tradición anglicana en la Iglesia de Roma. Ordinariatos personales para antiguos fieles anglicanos”: Revista General de Derecho Canónico y Eclesiástico del Estado 26 (2011) 1-28.

32      Cf. R. Weber, “Das Volk als Strukturelement der kirchlichen Zirkumskription”: Archiv für katholisches Kirchenrecht 181 (2012) 129-151.

33      El ejercicio de la jurisdicción personal deberá hacerse, lógicamente, en espíritu de comunión con los demás Ordinarios, respetando lo establecido al respecto por el Derecho universal y por los Estatutos de cada prelatura. En el caso de la Prelatura del Opus Dei esto queda facilitado por su específica misión pastoral, que hace que de hecho no se planteen conflictos de jurisdicción (cf. J. Echevarría Rodríguez, “L’esercizio della potestà di governo nelle prelature personali”: Folia Canonica 8 [2005] 237-251).

34      En AAS 85 (1993) 838-850, n. 16.

Anthony Bloom

Esta parábola es sumamente rica de significado. Constituye la médula de la espiritualidad cristiana y de nuestra vida en Cristo; considera al hombre en el momento mismo en que se aleja de Dios, olvidándole para seguir su propio camino hacia la tierra del desamparo, donde espera encontrar la plenitud y vida en abundancia.

La parábola describe, pues, el progreso -lento al principio, pero triunfante al final- que le hace regresar, con el corazón quebrantado y libremente abandonado, a la casa de su padre.

Un primer punto es que esta parábola no es simplemente la historia de un pecado particular. Es el pecado en su naturaleza más esencial lo que se nos revela, juntamente con su poder destructivo.

Malicia

Un hombre tenía dos hijos; el más joven reclama a su padre al punto su parte en la herencia. Estamos tan acostumbrados a los límites en que el Evangelio describe la escena, que la leemos impasiblemente; para nosotros es justamente el comienzo de la historia. Y, sin embargo, si nos detenemos un momento a ver lo que las palabras realmente implican, quedaremos sobrecogidos de horror. Esta sencilla frase: «Padre, dame...», significa: «Padre, dame, ya ahora, lo que de cualquier modo ha de ser mío cuando mueras. Deseo vivir mi vida; tú sigue tu camino; no puedo esperar a que tú mueras; seré demasiado viejo entonces para disfrutar de lo que la riqueza y la libertad pueden brindarme; por tanto, ¡muérete!; para mí ya no existes; soy mayor, no necesito un padre; lo que necesito es libertad y todo el fruto de tu vida y tu trabajo; muérete y déjame ir.» ¿No es esto la verdadera esencia del pecado? ¿No le hablamos también nosotros a Dios tan claramente como el hijo menor del Evangelio, pero con la misma ingenua crueldad, reclamando de Dios todo lo que puede darnos: salud, fuerza corporal, inspiración, brillantez intelectual, todo lo que podemos ser y todo lo que podemos tener, para irnos lejos de él y disiparlo, dejándole completamente olvidado y desamparado? ¿No cometemos también nosotros repetidamente este asesinato espiritual contra Dios y contra nuestros semejantes: hijos y padres, esposos y esposas, amigos y parientes, compañeros de clase y de trabajo? ¿No nos conducimos como si Dios y el hombre estuvieran ahí únicamente para sudar y regalarnos el fruto de sus vidas, hasta sus mismas vidas, mientras que en sí mismo no tienen ningún significado para nosotros? La gente, Dios mismo, no son ya personas, sino circunstancias y cosas. Y, cuando hemos tomado todo lo que pueden darnos, les volvemos la espalda y nos encontramos infinitamente lejos de aquellos que no tienen ya rostro para nosotros, ni ojos con que poder encontrarnos. Después de borrar de la existencia al dador, nos convertimos en posesores de derecho propio y nos excluimos del misterio del amor, porque ya no podemos recibir y somos incapaces de dar. Tal es la esencia misma del pecado: descartar el amor, reclamando del que ama y da que salga de nuestra vida, que acepte el aniquilamiento y la muerte; este asesinato metafísico de amor es el acto del pecado, el pecado de Satán, de Adán y de Caín.

Una vez en posesión de todas las riquezas que la «muerte» de su padre le había procurado, sin volver siquiera la vista atrás como lo hacen los jóvenes atolondrados, el joven deja la insípida seguridad del hogar y, apresurando el paso, corre hacia la tierra donde nada le impedirá ser libre; libre de coacciones, de todos los lazos morales, puede entregarse ahora sin reservas a todos los impulsos de su corazón descarriado. El pasado ya no está; sólo existe el presente, fascinante de promesas, resplandeciente como un nuevo amanecer, y el futuro se extiende ante él ilimitado. Está rodeado de amigos, es el centro de todo, la vida es seductora y no sospecha aún que no mantendrá sus promesas. Imagina que es a él a quien se adhieren sus nuevos amigos; la verdad es que es tratado como él ha tratado a su padre; existe para sus amigos solamente en la medida en que es rico, solamente en cuanto participan del hechizo de su vida despilfarradora. Comen, beben, se alegran; él se siente pletórico de alegría; pero, ¡cuán diferente es esta alegría de la serena y profunda felicidad del reino de Dios revelada en las bodas de Caná de Galilea!

Pero llega entonces el momento en que las riquezas le traicionan, en que todo se ha acabado y a sus amigos no les queda otra cosa que él mismo. De acuerdo con la ley inexorable del mundo secular y espiritual (Mt 7, 2: «con la medida con que midáis seréis medidos»), le abandonan, porque nunca habían tenido necesidad de su persona, reflejando su destino el de su padre: ya no existe para ellos, está solo y abandonado. Tiene hambre, sed, frío, se siente desolado y rechazado. Le dejan solo como él dejó solo a su padre, pero frente a una miseria infinitamente mayor: su nada interior; mientras que su padre, aunque abandonado, era rico con una caridad invencible, aquella caridad que le llevó a entregar la vida por su hijo y aceptar el repudio para que su hijo pudiera seguir su camino libremente. Encuentra trabajo, pero eso es para él una miseria y una degradación mayores; nadie le da de comer y no sabe cómo encontrarlo. ¡Qué humillación cuidar de los cerdos, símbolo de impureza para los judíos, tan impuros como los demonios que Cristo expulsa! Su trabajo es una parábola de su condición; su impureza interior iguala a la impureza ritual de su piara de cerdos. Ha tocado fondo, y desde lo más hondo lamenta ahora su miseria.

También nosotros lloramos nuestra propia miseria con mucha más frecuencia que damos gracias por las alegrías de nuestra vida; no porque nuestras pruebas sean tan pesadas, sino porque nos enfrentamos con ellas con tanta cobardía y tan impacientemente.

Abandonado de todos sus amigos, rechazado en todas partes, se queda frente a frente consigo mismo, y por primera vez mira su interior. Libre de toda seducción y atracción, de todos los lazos y trampas que él tenía por liberación y plenitud, recuerda su infancia, el tiempo en que tenía un padre, en que no era huérfano, en que no se había convertido aún en un vagabundo sin corazón y sin hogar. Se da cuenta también de que el asesinato moral que perpetró no mató a su padre sino a él; que su padre dio su vida con un amor tan total, que puede permitirle esperar; y se levanta, dejando atrás su precaria existencia, y se pone en camino hacia la casa de su padre, resuelto a arrojarse a los pies de la clemencia de su padre. No es sólo el recuerdo de su casa, del fuego del hogar y de una mesa repleta de alimentos lo que le mueve a partir, la primera palabra de su confesión es no «perdón», sino «padre». Recuerda que el amor de su padre le hizo libre, y que todas las cosas buenas de la vida provenían de él. (Cristo dice: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura»). No regresa a un extraño que no le reconocerá, al cual habrá de decirle: «¿No te acuerdas de mí? Hubo un tiempo en que tenías un hijo que te traicionó y te abandonó; soy yo.» No, es el nombre de padre el que brota de lo profundo, el que acelera su paso, el que le permite esperar.

Arrepentimiento remordimiento

Y en esto descubre la verdadera naturaleza del arrepentimiento, porque el verdadero arrepentimiento combina a la vez la visión del propio mal personal y la certeza de que también para nosotros hay perdón, porque el verdadero amor no puede vacilar ni extinguirse. Cuando solamente existe una visión sin esperanza de nuestras propias culpas produce remordimientos y lleva a la desesperación. Judas comprendió lo que había dicho; vio que su traición era irremediable: Cristo fue condenado y murió. Pero no recordó lo que el Señor había revelado de sí mismo y de su Padre celestial; no comprendió que Dios no quería traicionarle como él había traicionado a su Dios. Pierde toda esperanza, va y se ahorca. Estaba preocupado por su pecado, por sí mismo, no pensaba en Dios, el Padre de Jesús y también su Padre.

El hijo pródigo va a casa porque el recuerdo de su padre le infunde valor para volver, y su confesión brota varonil y perfecta: «Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.» Queda condenado ante su propia conciencia, no puede obtener el perdón para sí mismo, pero en el perdón hay un misterio de humildad que hemos de aprender repetidamente; hemos de aprender a aceptar el perdón mediante un acto de fe en el amor del otro, en la victoria del amor y de la vida, humildemente para recibir el don gratuito del perdón cuando se nos brinda. Y porque el hijo pródigo tenía así abierto el corazón a su padre, está preparado para el perdón. Según se va acercando a casa, el padre lo ve, se apresura a ir a su encuentro, le echa los brazos al cuello y le besa. ¡Cuántas veces había permanecido en el umbral, mirando el camino por el que su hijo se había alejado de él!

Había esperado y aguardado. Y ahora había llegado el día en que su esperanza se veía cumplida. Ve al hijo que había partido ricamente vestido, adornado de joyas, sin volver ni siquiera la mirada a la casa de su infancia porque sus pensamientos y sentimientos estaban dominados solamente por lo desconocido que le fascinaba. Y ahora el padre le ve volver como un mendigo, harapiento, profundamente abatido, cargado con un pasado del que está avergonzado y sin futuro...; ¿cómo le saldrá su padre al encuentro? «Padre, pequé...»

Pero el padre no le permite renegar de su filiación, como si fuera a decirle: «Al venir a casa me has devuelto la vida; cuando intentaste matarme, fue a ti mismo a quien mataste, y ahora que de nuevo estoy vivo por ti, has vuelto a vivir tú mismo.» Y. volviéndose a sus criados, el padre dice: «Inmediatamente, traed el primer vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en su mano y sandalias en sus pies.»

Muchas traducciones leen «el mejor vestido», pero el texto griego habla del «primer vestido». Por supuesto, «el primer vestido» podía ser el más precioso de la casa, pero, ¿no es más probable que el padre dijera a los sirvientes: «Id a buscar la ropa que mi hijo llevaba el día en que se fue, el traje que dejó cuando se puso la ropa de la traición»? Llevándole la ropa más preciosa de la casa, el muchacho habría de sentirse molesto y de etiqueta; tendría la impresión de no encontrarse en casa, sino de ser un huésped distinguido recibido con toda deferencia y hospitalidad posibles. No nos ponemos la mejor ropa de casa cuando estamos cómodos en el hogar. Parece más probable, según el contexto, pensar que el padre manda por la ropa que el hijo rechazó, pero que el padre recogió, dobló y guardó cuidadosamente, como Jacob conservó la túnica de José, que sus hermanos llevaron a su padre, la túnica polícroma, rociada con la sangre del hijo que debía de haber perecido. Así ahora el joven se quita los harapos y vuelve a ponerse la ropa familiar, un poco gastada, a la debida medida, adaptada a su cuerpo. Se siente a gusto en ella y mira a su alrededor; los años lejos de su padre, pasados en la fornicación, la perfidia y la infidelidad, le parecen una pesadilla; algo que nunca ocurrió. Está aquí y aquí ha estado siempre, llevando la ropa que siempre usaba. Su padre está aquí; un poco más viejo, con arrugas más profundas. Aquí están los servidores, respetuosos, observando con ojos de felicidad: «Ha vuelto con nosotros, y nosotros pensábamos que se había ido para siempre; ha vuelto a la vida, y nosotros temíamos que al inferir un golpe mortal a su padre había dado muerte a su alma eterna y había destruido su propia vida.»

Es una vuelta que borraba el abismo que le mantenía lejos de la casa paterna. El padre va más allá; le da su anillo, que no era precisamente un anillo ordinario. Es sabido que en tiempos remotos, cuando la gente no sabía escribir, era el anillo con el sello el que garantizaba cualquier documento. Dar a alguien el propio sello significaba que uno ponía en sus manos la propia vida, las posesiones, la familia, el honor, todo. Recordemos a Daniel en Babilonia y a José en Egipto; por la entrega de un anillo les confió el rey la autoridad para gobernar en su nombre. Recordemos el intercambio de anillos entre dos desposados, intercambio que significa: «Tengo fe en ti, me pongo enteramente en tus manos. Cuanto tengo, cuanto soy, te pertenece sin reserva.» ¿Recordáis el pasaje de Kierkegaard: «Cuando decimos: "Mi patria, mi amada", significa no que yo las poseo, sino que yo pertenezco a ellas sin reserva»?

Esta parábola nos proporciona otro ejemplo de entrega propia. El hijo que había pedido la mitad de los bienes de su padre, que deseaba tomar posesión de lo que habría de tener después de la muerte del padre..., ahora el padre pone su confianza en él. ¿Por qué? Simplemente porque ha vuelto a casa. No le pide cuentas de lo que ha hecho cuando estaba fuera. No dice: «Cuando me lo cuentes todo, veré si puedo confiar en ti.» No dice, como hacemos nosotros continuamente, de una manera explícita o implícita, cuando alguien con quien hemos reñido vuelve a nosotros: «Bien, te aceptaré a prueba; haremos un esfuerzo para reanudar nuestra amistad, y si veo que eres infiel resurgirá todo tu pasado de nuevo y te rechazaré a causa del pasado que da testimonio en contra tuya, demostrando que siempre serás infiel.» El padre no pide nada. No dice: «Veremos.» Por deducción, dice: «Has vuelto. El terrible período de tu ausencia lo borraremos juntos. Mira, la ropa que llevas muestra que nada ha ocurrido. Eres el mismo hoy que el que eras antes de irte. Este anillo que te doy prueba que no tengo duda alguna respecto a ti. Todas las cosas te pertenecen porque eres mi hijo.» Y le calza las sandalias para que puedan estar calzados sus pies «en preparación del evangelio de la paz», como escribe san Pablo en la carta a los Efesios. Y matan el ternero cebado para la fiesta, que es la fiesta de la resurrección, la fiesta de la vida eterna, el banquete del Cordero, del reino. El hijo que había muerto está vivo; el que andaba perdido en tierra extraña, en un país yermo, sin forma y vacío, como leemos al principio del libro del Génesis, ha vuelto a casa. Ahora el hijo está en el reino, porque este reino es el reino del amor, del padre que le ama, del padre que rescata, reintegra y devuelve la vida.

Aparece ahora el otro hijo en escena; el hijo que había sido siempre un buen operario en casa de su padre y que lleva una vida irreprochable, pero que jamás ha caído en la cuenta de que el factor capital en las relaciones entre padre e hijo no es el trabajo sino el corazón, no el deber sino el amor. Ha sido fiel en todas las cosas, pero jamás ha tenido un padre ni ha sido un hijo sino externamente. Ni tampoco ha tenido un hermano. Oigamos lo que le dice a su padre. Al oír la música y el baile, llama a un servidor y le pregunta lo que aquello significa. El servidor le responde: «Es que ha vuelto tu hermano, y tu padre, como lo ha recobrado sano y salvo ha mandado matar el becerro cebado.» El hijo mayor se enfada y se niega a entrar. Su padre sale a su encuentro a rogarle que entre, pero él responde: «Hace ya tantos años que te vengo sirviendo (y la palabra sirviendo es una palabra fuerte, tanto en griego como en latín, que indica esclavitud, servidumbre, tener que hacer toda suerte de tareas desagradables) «sin haber quebrantado jamás ninguna orden tuya» (piensa sólo en términos de órdenes y transgresiones, jamás supo ver la intención de las palabras, el corazón en el tono de la voz, la participación en el calor de una vida común, en la cual le correspondía a él su parte y a su padre la suya; para él ha sido siempre cuestión de órdenes y deberes que nunca ha violado). «Y nunca», prosigue, «me diste un cabrito para que yo celebrara alegremente una fiesta con mis amigos; pero cuando llega ese hijo tuyo, que ha devorado tus bienes con prostitutas, has mandado matar para él el becerro cebado.» Observemos que dice «tu hijo», no «mi hermano»; no quiere tener nada que ver con este hermano. He conocido una familia como ésa; un padre y una madre, una hija que era la favorita de su padre y un hijo que era su dolor; él decía siempre a su mujer: «mi hija» o «tu hijo».

Tenemos la situación: «tu hijo». De ser «mi hermano» no hubiera sido así -no hubiera violado los preceptos de su padre- ni tampoco hubiera tenido un becerro cebado. ¿Qué responde el padre? «Hijo, tú siempre has estado conmigo.» El padre le considera su hijo. Para él, es su hijo; siempre han estado juntos. Para el hijo, no; están el uno junto al otro, lo cual no es lo mismo. No hay vida común para ellos; no hay separación -tienen la casa en común-, pero tampoco hay unidad o profundidad. «Todas mis cosas son tuyas»: las palabras que Cristo empleó en su oración al Padre antes de la traición. «Pero», prosigue, «habrá que hacer fiesta y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado».

Así pues, el viaje es la vuelta desde lo profundo del pecado a la casa del padre. Esto es lo que tenemos delante de nosotros cuando nos resolvemos a vivir no ya según la pública opinión, sino que dejamos que el juicio de Dios nos sirva de criterio, escuchando en la voz de la conciencia, revelado en las Escrituras, manifestado en la persona de aquel que es la verdad, el camino y la vida. Tan pronto como estamos conformes en que Dios y nuestra conciencia sean los únicos jueces, caen las escamas de nuestros ojos; somos capaces de ver y sabemos lo que es el pecado: un acto que niega, tanto a Dios como a aquellos que nos rodean, su realidad como personas, degradándolos a la condición de objetos, que existen únicamente en la medida en que podemos usarlos y abusar de ellos. Cuando nos hemos dado cuenta de esto, podemos entrar dentro de nosotros mismos, librarnos de las garras de todo lo que nos tiene prisioneros; entrar dentro de nosotros mismos y encontrarnos cara a cara con todas las bendiciones que, para aquel joven, eran su infancia y el tiempo en que vivió en casa de su padre.

¿Recordáis el final del pasaje del Evangelio de san Mateo, donde Cristo dice a sus discípulos que regresen a Galilea? Acababan de vivir los días más terribles y desoladores de su vida. Habían visto a su Señor rodeado de odio, le habían visto traicionado y ellos mismos le habían traicionado con su debilidad. Habían sucumbido al sueño en el jardín de los Olivos y habían huido al aparecer Judas. Dos de ellos habían seguido desde lejos a su Señor y a su Dios desde la casa de Caifás, donde permanecieron sentados con los servidores, no con él como sus discípulos. Uno de ellos, Pedro, que había dicho durante la última cena que aunque los demás le traicionaran él permanecería fiel, le negó tres veces. Habían visto la pasión de Cristo. Y ahora le habían visto vivo y con ellos. Judea significa para ellos el desierto, la devastación, el final de toda vida y esperanza. Cristo los envía a Galilea: «Volved a donde me conocisteis primero, donde nos descubrimos en la intimidad de cada día, donde no había daños, ni sufrimientos ni traición. Volved al tiempo en que todo era inocente con posibilidades infinitas. Volved al pasado, al fondo del pasado. Id y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolas todo lo que os he enseñado.»

Esta vuelta dentro de uno mismo conduce a lo profundo, donde descubrimos la vida, una vida nueva, donde vivíamos en Dios con otros hombres. Desde el fondo de este oasis del pasado, distante o cercano, podemos iniciar nuestro viaje, el viaje de vuelta, con la palabra «Padre» -no «Juez»- en nuestros labios, con una confesión del pecado y de esperanza que nada ha sido capaz de destruir, y con la certeza de que Dios no habrá de aceptar nunca ninguna degradación nuestra, de que será siempre garante de nuestra dignidad humana. Nunca permitirá que nos convirtamos en esclavos, puesto que hemos sido llamados por la palabra creadora y nuestra vocación última es ser hijos e hijas de su adopción. Podemos ir a él confiadamente, sabiendo que nos ha estado esperando todo el tiempo que hemos permanecido olvidados de él.

Él es quien desea salir a nuestro encuentro, cuando vacilantes nos acercamos a casa. El quien nos echa los brazos al cuello y llora nuestra miseria; una miseria que no podemos nosotros medir porque no sabemos de dónde hemos caído ni cuán alta es la vocación que desdeñamos. Podemos ir a él sabiendo que nos vestirá de nuevo con nuestra ropa primera, con la gloria que Adán perdió en el paraíso. Él nos vestirá de Cristo, que es más «prístino» que el frescor primaveral en que nacimos. Él es hombre como le quiso Dios. Él es aquel de quien hemos de revestirnos, es la gloria del Espíritu que ha de protegernos cuando el pecado quiera dejarnos desnudos. Sabemos ahora que Dios, apenas nos hemos vuelto a él, quiere devolvernos la confianza en nosotros, darnos el anillo que concedió a Adán la facultad de destruir la armonía que Dios había creado y querido, el anillo del hijo unigénito que murió en la cruz por la traición del hombre, y cuya muerte fue la victoria sobre la muerte, cuya resurrección y ascensión -nuestra vuelta- están ya escatológicamente realizadas en la plenitud de la unión con el Padre.

Cuando volvamos a esta casa del Padre, cuando nos encontremos frente a frente con el juicio de nuestra conciencia y de Dios, el juicio no se basará en la profundidad de nuestra visión teológica. No se funda en lo que solamente Dios puede darnos en forma de comunión con su vida. El juicio de Dios se funda en una sola cosa: «¿Eres un ser humano o careces de dignidad humana?» En este contexto, quizás recordéis la parábola de los corderos y los cabritos, en Mt 25, 31-46: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento... o sediento... o forastero... o desnudo... o enfermo... o en la cárcel...?» Si no sabemos conducirnos como seres humanos, no tendremos idea de cómo hemos de conducirnos a escala divina. Cuando hemos vuelto a la casa del Padre, cuando nos hemos revestido de Cristo, cuando el esplendor del Espíritu tome posesión de nosotros, cuando deseemos realizar nuestra vocación y convertirnos en verdaderos hijos del Padre, en hijos e hijas suyos, primero y ante todo hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos para ejecutar lo que está en nuestro poder: ser humanos; pues el compañerismo, la compasión, la misericordia están a nuestro alcance, seamos buenos o malos.

Podemos volver al Padre. Podemos volver con confianza, puesto que él es el sello de nuestra dignidad. Él es quien desea salvarnos. Él no nos pide más que una sola cosa: «Dame, hijo mío tu corazón, y todo lo demás te lo concederé», como dice el Eclesiástico. Este es el camino que nos conduce a todos desde donde estamos, ciegos y fuera del reino que anhelamos ver realizado dentro de nosotros y abarcando todas las cosas, paso a paso, hasta encontrarnos a nosotros mismos ante el juicio de Dios. Vemos cuán simple es este juicio, cuán grande debe ser la esperanza en nosotros, y cómo, con esta esperanza, podemos realizar nuestro viaje hacia Dios confiadamente, sabiendo que él es el juez, pero, sobre todo, la propiciación por nuestros pecados, el único para quien el hombre es tan querido, tan precioso, que toda la vida, toda la muerte, toda la agonía y la pérdida de Dios, todo el infierno sufrido por el Hijo unigénito, es la medida del valor que concede a nuestra salvación.

Anthony Bloom en mercaba.org

Trinidad León

Afrontamos un tema que, por muy “imposible” que parezca, no deja de atraernos. El contenido de estas páginas va a girar sobre tres términos que ya están enunciados en el título: “experiencia”, “Dios” y “lo cotidiano”. Nos aproximaremos, en primer lugar a eso que se suele llamar A lo cotidiano”, tratando de mirar a través de la realidad espacio-temporal aquello que nombramos con mucha pretensión, Aexperiencia de Dios”. Esta reflexión tiene un contenido que apunta, obviamente, hacia lo teológico, es decir, hacia un cierto hablar sobre Dios o, si se quiere, ese balbuceo sobre las huellas que la Divinidad va dejando en el día a día de nuestra vida.

Hay mucho escrito sobre cómo se “experimenta” a Dios dentro del prisma de sensaciones y vivencias que acumulamos a lo largo de los minutos y de las horas del día, pero seguimos planteándonos el interrogante acerca de ese tipo de “experiencia” que no abarcamos sino que nos abarca, señal de que ninguna de las mucha respuestas han agotado mínimamente la inquietud que lleva a plantear la cuestión una y otra vez. Y es que esta pregunta no tiene, ni mucho menos, una respuesta simple. Si es que la tiene.

Partimos de la idea de que quien se plantea semejante interrogante es creyente o, al menos quiere serlo, o lo es a su pesar... Y si es creyente, la siguiente cuestión es ¿en qué Dios cree? Porque, se puede creer en Dios o creer en los dioses... De hecho, la Escritura cristiana nos presenta a Jesús de Nazaret ante el reto de optar entre vivir apegado a Dios o a los Adioses” (cf. Mt 4, 1-11). Pero esto sería otro tema y lo vamos a dejar así.

Por otra parte, se dice, y con razón, que experimentar es vivir; o, a la inversa, que vivir verdaderamente es experimentar, llegar a ser una persona “experta”, “adiestrada” en algo, lo que sea... Sabemos que la vida es, por sí misma, un caudal inagotable de experiencias, de existir sintiendo o, mejor dicho, padeciendo (viviendo apasionadamente) aquello de la realidad que logramos aprehender conscientemente, aquello que logramos aferrar hasta hacerlo parte de nuestra vida. Cosas simples, pero imprescindibles para saber que existimos: levantarnos cada día con las fuerzas y el ánimo renovados, mirar al cielo y acercarnos a la inmensidad, aunque sea a través del sombrero de contaminación o de los bloques de cemento; encontrarnos con la sonrisa de los que nos rodean, con la mirada que acaricia, o tal vez con aquella que corta hasta la respiración...; con la palabra que abre intimidades, o con la tosca negación de ella. Cosas sin las cuales nadie puede vivir, por muy dolorosas que puedan llegar a ser.

1.               La experiencia “de Dios” como experiencia de nuestra condición “religada” a Dios

Parto de la convicción de que la “experiencia de Dios” tiene una innegable dimensión antropo-teológica. La experiencia religiosa fundamental es la apertura del ser humano a la raíz, a la arkhéo, a la “Roca” de su propia realidad, este es el presupuesto antropológico de la experiencia religiosa y de la interioridad que ésta conlleva [1].

Decir que la experiencia de Dios posee una dimensión antropológica no significa afirmar que esa experiencia sea algo meramente psicológico. “Nadie tiene experiencia psicológica de Dios” afirma el filósofo X. Zubiri [2]. Porque nadie puede encerrar la inmensidad en la finitud. Todo lo más, advierte el autor citado, se tiene una experiencia moral de lo divino, es decir, se vive a Dios desde la vida y desde los gestos, opciones, actitudes que conforman la vida cotidiana [3].

Nadie, afirma el evangelio de Juan, ha visto nunca a Dios directamente, nadie lo ha “experimentado”, excepto aquel que ha venido de Dios, el Verbo encarnado que nos lo ha explicado (cf. Jn 1, 18). Esta explicación, sin embargo, es la mejor confrontación experiencial: acogiendo la experiencia del Dios de Jesús podemos cotejar qué de nuestra propia vivencia dice algo acerca de lo Divino.

Cada creyente, al realizar el reconocimiento en el que consiste, por ejemplo, la experiencia orante de la fe, inscribe su propia vida dentro de un horizonte relacional que encierra toda una tradición religiosa en la que palabras tales como “YHWH”, “Dios”, “Alah”, “Brahman”, cobran significado más allá de la experiencia transmitida por lo dado en la realidad material, e incluso, íntima y trascendentalmente.

El reconocimiento de esto que podríamos llamar presencia transcendental en la propia interioridad del ser humano, el consentimiento y respuesta a la llamada y a la entrega en el encuentro personal con esa Presencia, es lo que la fenomenología de la religión identifica con la Aexperiencia religiosa fundamental” en cualquiera de las expresiones religiosas: entrega en fe, esperanza y caridad (cristianismo), en fidelidad obediencial (judaísmo), en absoluta sumisión (islamismo), en la búsqueda de la identificación plena “tu eres eso” (brahmanismo), nirvana o extinción del sujeto en el absoluto (budismo), etc...

Es decir, sin esta actitud fundamental que acoge y expresa lo que nos religa a la Trascendencia no se da ningún tipo de experiencia religiosa. Y lo cotidiano, el día a día, vendría a ser algo así como el lugar en el que experimentamos la relación-religación personal respecto a todo eso que nos rodea: el cordón umbilical que nos une a la existencia y a todo lo que existe.

La vida “en Dios”, sin etiquetas

Ahora bien, ¿cómo experimentamos, en lo cotidiano de la vida, esa vinculación personal a Dios?. ¿Cómo vivimos los cristianos, los bautizados en Cristo, la experiencia de Dios? Después de indagar he llegado a una conclusión, tal vez poco original, pero real: no es posible hacer un cliché único, ni etiquetar nuestras experiencias cotidianas de Dios bajo un mismo y único signo, una idea clave o una sensación superior e inefable. Por más que nuestra condición de creyentes cristianos haga de nosotros una “comunidad creyente” (Iglesia), la experiencia que tenemos de Dios es múltiple y compleja.

Tratando, pues, de crear un cuadro referencial amplio podríamos decir que los hombres y mujeres de nuestro tiempo estamos bastante despistados acerca de las cosas de Dios y sobre todo, de las cosas que pueden decirnos algo sobre Dios dentro de los acontecimientos cotidianos; aunque es muy cierto eso de que “La experiencia de Dios sólo puede darse en medio de y en contacto con determinadas experiencias mundanas” [4], con lo más cercano y lo que va creando el entramado de nuestra vida de cada día.

Una auténtica experiencia humana de la vida cotidiana tiene ya los elementos necesarios para ser llamada una auténtica experiencia de Dios. Podríamos decir que la persona que cree y vive esa fe como entrega y comunicación o proyección de sí al modo en que entiende que Dios se le comunica: gratuita, justa y misericordiosamente, comienza a experimentar lo incomunicable de aquello a lo que está llamada y no puede alcanzar por sus propias fuerzas, porque la trasciende absolutamente y de manera misteriosa, no manipulable.

Combinando los elementos que la experiencia humana proporciona en la vida de cada día con la experiencia de fe, es decir, de entrega al proyecto del Reino de Dios, en todo lo que ese proyecto tiene de empeño y compromiso por crear lo que se ha dado en llamar Auna sociedad de contraste”, que fue la misión de Jesucristo y sigue siendo la misión de la Iglesia en el mundo, podemos imaginar algo de lo que implica una verdadera experiencia de la Divinidad en nuestra existencia real y concreta, en medio de las cosas que nos resulta familiares, adheridas a nuestra existencia de cada instante.

Pero este ejercicio o compromiso creyente supone un verdadero proceso de crecimiento y madurez personal, supone aceptar cada día la tensión entre: libertad -normatividad, personalización-institucionalización, provisionalidad-perpetuidad, presente-futuro (pasado), pluralidad-unidad,... Los datos que ofrecen estas categorías bipolares que, podríamos, pero no vamos a desarrollar aquí, servirían para situarnos en el punto adecuado desde el cual comprender el tipo de “experiencia de Dios” que vivimos la mayoría de los creyentes, de manera cotidiana, tratando de tener en cuenta la integridad del Mensaje evangélico y la honestidad de nuestra adhesión a él; contando con la incoherencias de las que muchas veces adolecemos ente ese mensaje y su sentido salvífico. Lo cotidiano está lleno, precisamente y dolorosamente, de incoherencias...

2.               Riqueza, problematicidad y humillación de “lo divinamente cotidiano”

Lo que llamamos cotidiano no es sencillamente lo “simple”, ni mucho menos, lo “banal”. Lo cotidiano encierra mucha complejidad y, por lo mismo, una infinita gama de vivencias, de sentimientos, de perspectivas..., un arco iris de colores que abarca todo lo más íntimo de nuestro horizonte existencial: contiene albas, amaneceres radiantes y noches envueltas en una cierta semioscuridad, atardeceres radiantes y también llenos de espesos nubarrones... ¡Toda la creación parece estar dentro de las horas del día y del alma!

Por otra parte, eso que llamamos experiencia está muy lejos de ser algo uniforme o perfectamente programable. De una manera más o menos empírica sabemos que experimentar significa ir haciéndonos personas expertas (peritas) en algo, a partir del pathos: apasionamiento vital, lleno de amor y de sufrimiento volcado y como emergiendo de todo lo que toda vida trae y lleva consigo.

Pero tampoco es algo simple preguntarnos por esa realidad que llamamos Dios y que bien podríamos llamar Diosa, si nuestro intelecto o nuestra sensibilidad Areligiosa” no estuvieran tan encorsetados en los términos y en lo que ellos, más que revelarnos, nos encubren... Hablar de Ala experiencia de Dios en la vida cotidiana” significa tratar de encerrar en palabras esa Realidad totalmente inalcanzable que nos alcanza enteramente y a cada instante, de todas las maneras posibles. Dice el o la orante de la Escritura antigua:

“Señor, tú me has examinado y me conoces;

sabes cuándo me acuesto y cuándo me levanto, de lejos te das

cuenta de mis pensamientos; tú ves mi caminar y mi descanso, te

son familiares todos mis caminos... Tú me envuelves por detrás y

por delante, y tienes puesta tu mano sobre mí... ¿A dónde podría ir

lejos de tu espíritu, a dónde podría huir lejos de tu presencia?...” [5]

La oración continúa mostrando que ni los cielos ni el abismo, ni un confín u otro de la creación, ni la luz ni las tinieblas, pueden alejarnos de la Presencia que lo llena todo.

Con esta certeza metida en el corazón podemos decir, con palabras de una mujer apasionada por Dios pero, sobre todo, por la vida, que en lo que llamamos experiencia cotidiana de Dios se trata de “... realizar lo posible para alcanzar lo imposible” [6]. Lo posible, en este espacio, es, a mi entender, hablar de la experiencia de la cotidianidad hecha de momentos entrelazados, de pequeños retazos y de profundos vacíos, de vitalidad y de dicha, de languidez y de melancolía, o de todo a la vez... Lo imposible, tal vez, sea pretender atrapar, de alguna manera, aunque sea imaginada, esa Presencia que intuimos cercana y que sabemos también lejana, definitivamente no identificable con ninguna de las otras presencias que llenan nuestra vida.

La experiencia de Dios, conquista humilde de Dios

De la Divinidad experimentamos la urgencia de su mirada, sin poder jamás definir su Rostro ni sus maneras de estar presente en esta vivencia nuestra del tiempo y del espacio. La experiencia “de Dios” se va adquiriendo cada día en la comunión afectiva, no sólo con las cosas reales, sino a través de ellas. Es ahí, en la realidad donde se siente la brisa Divina, ese Misterio que, como tal, nos envuelve, nos abraza, nos mete dentro de sí y nos hace “hogar” en sus propias entrañas.

Pero ésta es una experiencia que nos supera y nos desconcierta siempre... Nos lanza al abismo aterrador de lo que no podemos definir, porque no entra dentro de ninguna de nuestras categorías, aunque sí de nuestras intuiciones.

Sin embargo, una manera de experimentar a Dios, sobre todo al Dios revelado en Jesucristo, y es a través de sentir su propio anonadamiento. No como el Todopoderoso, ni como el absolutamente inalcanzable Dios de los conceptos filosóficos, sino como esa enamorada compañía que nos observa embelesada sin hacer otra cosa que amarnos y ofrecernos su amor, retirándose casi con timidez, a fin de no presionar ni obstaculizar nuestra búsqueda en libertad de aquello que él mismo nos da. Dice S. Weil:

“Dios se agota, a través del infinito espesor del tiempo y del espacio, para alcanzar el alma y seducirla. Si ésta se deja arrancar, aunque no sea más que lo que dura un soplo, un consentimiento puro y completo, entonces Dios se alza con su conquista. Y una vez se ha convertido en algo completamente suyo, la abandona. La deja completamente sola. Y entonces le toca a ella atravesar, esta vez a tientas, el infinito espesor del tiempo y el espacio en busca de aquél a quien ama. De esa manera el alma vuelve a hacer en sentido inverso el viaje que Dios hizo hasta ella” [7].

Dios “se agota” entiendo que es una manera de definir la entrega, el abajamiento o la humillación de Dios en la Encarnación: Dios metido en la historia, nuestra historia de cada instante: perecedera y, sin embargo, llamada al infinito.

En el hombre Jesús de Nazaret, Dios nos ha dado alcance, se ha puesto a nuestro lado, ha caminado y experimentado nuestra vida y, al alejarse históricamente, al situarse en el lugar transcendente que le corresponde desde la eternidad, ha dejado nuestra existencia abierta a esa eternidad en la que él mismo existe desde siempre. Pero esta apertura es también herida, porque al Dios de Jesús no le vemos como algo completamente asequible y mucho menos manejable, sino como una seductora utopía de lo que jamás obtendremos de manera plena en esta vida, dentro de este tiempo ni de esta realidad.

Por eso, de la divina Presencia experimentamos siempre mucho más su ausencia que su cercanía. El grito del “Hijo del hombre” sobre la cruz sigue siendo el mismo grito a lo largo de la historia de muchos hombres y mujeres: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”... Experimentar a Dios en la cotidianidad de nuestra existencia, supone, con frecuencia, sentir la llamada y el abandono de Dios: atravesar el camino de la existencia buscando su rostro, sin verle; experimentar el dolor lacerante de los muchos límites y descubrir que la fe no nos exonera de ninguno de ellos.

Y esto duelo, aún teniendo la certeza de que somos criaturas miradas desde, no sabemos bien qué dimensión de la realidad, con infinita ternura, tanto si la amamos como si no, si confiamos en ella como si no, si aceptamos su absoluta libertad como si nos enfurece su indisponibilidad... Esa experiencia paradójica no siempre es llevadera, con frecuencia suele convertirse en un verdadero problema, tal vez, sin saberlo, en el problema más profundo de nuestra vida.

3.               “Experiencia” de Dios o “hacerle” sitio a Dios en la cotidianidad de nuestra vida

Como venimos observando, lo que podemos intuir como experiencia cotidiana “de Dios” tiene al menos dos polos o vertientes desde las que podemos asomarnos: lo objetivo y lo subjetivo. No hay verdadera experiencia si no hay algo objetivo, algo que yo pueda oír, ver, tocar, sentir... Y, obviamente, es la persona, con toda su subjetividad, la que siente, experimenta. Son dos dimensiones irrenunciables de nuestra manera de conocer y por tanto de dejarnos afectar por la vida y por el Dios de la vida: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39), dice Jesús a aquellos que querían seguirle por la rivera del Jordán. Y se fueron con él. Al final del proceso, llamémoslo de experimentación, de seguimiento diario por los caminos de la vida cotidiana, pasando por pueblos y ciudades, visitando y dejándose visitar, sanando y dejándose sanar, aquellos hombres y mujeres que le siguieron desde el principio, afirmaban: “...lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os decimos” (1Jn 1, 1).

Dios, siempre “inadecuado” a nuestra vida

La nuestra es una experiencia mediada de Dios. Nuestra propia condición humana, compartida por el Hijo encarnado, es la vía de encuentro con la Divinidad que nos sale al encuentro. Experimentar a Dios en la cotidianidad de la vida es experimentar la vida misma, sentir el latido de lo divino resonando, paso a paso, en la interioridad de cada acontecimiento, por sencillo o difícil que se nos presente ante los ojos y en el corazón.

Sin embargo, la distancia o la tensión entre esas dos realidades: la objetiva y la subjetiva, la exterior y la interior, puede convertírsenos en un abismo aterrador, en una distancia infranqueable porque ¿dónde está Dios cuando le necesito?, ¿dónde cuando el mundo, la creación entera reclama su “presencia”, su actuación?

Desde luego, Dios no está en algún lugar recóndito, esperando, como el genio de la lámpara de Aladino que se le convoque para actuar... ¡eso quisiéramos! Dios no es, como decía L. Feuerbach, una mera creación de nuestra mente, una proyección de todo aquello que no podemos ser ni alcanzar por nosotros mismos... “Dios” no es un término abstracto que en ciertos momentos podamos convertir en un soporte más o menos adecuado a nuestra vida. Dios es en la realidad que vivimos y es completamente inadecuado.

Ninguna “experiencia de Dios” no se amolda a nuestros criterios, por elevados y santos que sean o pretendan ser, pero esa experiencia forma parte de la existencia, una existencia tanto más auténtica y veraz, cuanto más se va abriendo a esa Realidad que nunca, aquí, podremos llegar a conocer plenamente, porque, como afirmaba Agustín de Hipona: “Si dices que le conoces, ya no es Dios”. Y, con todo, según otro teólogo del siglo IV, Gregorio Nazianzeno, la experiencia de Dios determina la entera existencia del creyente: “Hemos de pensar en Dios aún más a menudo que respiramos”.

Pensar a Dios y “pensarle” precisamente como “Hogar de Comunión” (Trinidad), debería sernos tan connatural como la respiración misma, pero eso es mucho decir, sobre todo para los hombres y mujeres de una época en la que el Dios manifestado en la vida y en la misión de Jesús de Nazaret, se ha convertido en un tema cada vez más paradójico e irritante, incluso para los mismos cristianos. En este sentido, seguramente nos vendría mejor, más a la medida de nuestra capacidad de entendimiento, un Dios que cumple siempre un rol determinado, aquel que quisiéramos darle: de dominio y de señorío absoluto, de poder arbitrario, e incluso de cierta condescendiente misericordia, incapaz de compartir con nadie su misteriosa e infinita, pero conveniente soledad. En definitiva, un Dios que nos deja en paz, que no incomode nuestra vida cotidiana, que no se acerca pidiendo ser hospedado en nuestro espacio humano... Pero la Divinidad, desde el acontecimiento Jesucristo, ya no puede ser contemplada ni entendida como absoluta lejanía, sino como Presencia que viene y nos considera suyos: familiares y amigos.

En definitiva, si queremos experimentar a Dios en aquello que vivimos cada día, si queremos hacerle espacio en el corazón de nuestra existencia cotidiana, debemos dejarnos afectar de otro modo por la realidad misma, abandonando muchas veces lo que considerábamos “nuestra” privacidad más irrenunciable, que en el fondo puede no ser otra cosa que nuestra comodidad más egocéntrica.

La “experiencia de Dios” en el día a día es una invitación a abandonar el espacio seguro de nuestros criterios y de nuestra sapiencia humana para lanzarnos a vivir un proyecto que apasiona en todos los sentidos: el proyecto de un Dios que se “exilia” de su Gloria (cf. Flp 2, 6-11) para hacerse experiencia encarnada y apasionada en la historia, nuestra propia historia. Con todo lo que ella tiene de gozo y de sufrimiento, de triunfo y de fracaso, de vida y de muerte.

4.               Dios, memoria del deseo Aexiliado” y llamada a la “interioridad”

A la distancia entre el vacío y el anhelo que experimentamos por dentro quienes a lo largo del día, de una manera más o menos intensa, más o menos consciente, buscamos a Dios, podemos llamarle deseo. Un deseo que está hecho de infinito, dentro de nuestra finitud, de grandeza dentro de nuestra pequeñez, de certeza dentro de nuestras dudas, de gozo en medio de todos los sufrimientos... El deseo de Dios supone tensión entre lo que creemos de él y lo que llegamos a experimentar verdaderamente de esa Realidad que nos abraza y nos transciende...

Y la tensión puede convertírsenos en angustia, en ansiedad desbordante, insoportable, hasta el punto de hacernos desear no desear que Dios sea, ni exista, ni se nos haga presente... Entre otras cosas, porque el hecho de que nuestra vida esté abierta a la Presencia divina no nos garantiza que todo lo que vivimos en el día a día sea algo satisfactorio, exitoso; por el contrario, puede ser frustrante y desalentador.

“Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle, hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él... Dios es indefinible. Querer definir a Dios es pretender limitarlo a nuestra mente, es decir, matarlo. En cuanto tratemos de definirlo, no surge la nada” [8].

Dios, ni en el momento de experiencia mística (cercana) más intensa, se deja manipular ni dirigir por nuestros deseos, por “santos” que éstos sean o creamos que pueden ser. De hecho, lo que sentimos, como decía S. Weil, es que Dios se ha adueñado de nuestra vida para después dejarla inmersa en una búsqueda que hacemos a tientas, con muy pocas o ninguna certeza...

Nuestro deseo de experimentar a Dios se queda como “exiliado”, sacado de sí, al descubierto, en la más profunda indigencia. Existen situaciones en la vida personal contradictorias: al momento en el que Dios parece estar al alcance de nuestra la mano le sucede la noche de los sentidos y del espíritu en que la experiencia de Dios se nos convierte en transcendencia y lejanía. Lo que no acabamos de entender es que esta experiencia sea, precisamente la “kénosis” o anonadamiento de lo divino en nuestro “exilio” humano. Experimentar a Dios, de alguna manera, por dolorosa o gozosa que sea, es, ante todo, querer que él sea y tener la certeza de no poder vivir sin él [9].

La experiencia de Dios como experiencia abismal

Cuesta creer que “Dios” sea esa Realidad Infinita dispuesta a dejar su espacio (esté donde esté y sea lo que sea...) y venir a habitar en medio de nosotros; que Dios sea precisamente eso: Presencia implicada en la cotidianidad de nuestra existencia exiliada y la única manera de llegar a ese lugar perdido que llamamos “cielo” “paraíso”..., el lugar-seno acogedor donde experimentar a Dios es sencillamente vivirse en Dios.

Exilio y regreso son los dos polos de este binomio tensional entre el mundo material de lo externo que vivimos y el mundo espiritual e interno que reclama nuestra atención, porque somos seres llamados a existir en él y desde él. El exilio es, en realidad, salir del recinto superficial y amurallado de nuestros intereses materiales y regresar a la profundidad en la que se afirma lo mejor de nuestra existencia cotidiana.

Sin embargo, la interioridad que nos abre a nuestra propia transcendencia, como seres abiertos a la Transcendencia Divina, produce vértigo, y no siempre estamos dispuestos o dispuestas a sufrirlo. El científico, místico y... teólogo Pierre Teilhard de Chardin escribía:

“Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos, circundemos nuestro corazón. Busquemos afanosamente el océano de fuerzas que padecemos y en la que nuestro crecimiento se haya inmerso. Es un ejercicio saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra comunión” [10].

Experimentar a Dios en la vida cotidiana exige circundar, navegar reciamente, con fuerza, cada momento, cada acontecimiento, firmes ante los embistes que recibimos, oleadas y oleadas de todo tipo de sentimientos y de vivencias, padecimientos, en suma, que pueden hacernos zozobrar y que, no obstante, encierran el secreto de la verdadera sabiduría de la existencia, porque nos lanza a la profundidad, a lo más íntimo y verdadero.

Realizar esa inmersión es “saludable”, puede ser el camino de sanación de muchas de las heridas que la vida nos va produciendo, día a día. Puede ser también camino de encuentro y de comunión, en primer lugar, con ese Abismo sin fondo que es Dios y que somos cada ser humano en Dios. Vale la pena seguir la idea de este buscador y acoger su experiencia:

“Así pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo si fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida” [11].

San Agustín hace un llamado a la interioridad en la vida cotidiana que hoy sigue siendo completamente actual: “(Oh hombre!, )hasta cuando vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate... No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad” [12].

Pero, el recogimiento en sí, en el lugar en el que habita la verdad, no es, ni mucho menos, un llamado al aislamiento sino a la autenticidad que se enraíza en el conocimiento de sí. La interioridad no es una huida, una evasión, es un compromiso con la vida tal cual. Es optar por la vida real, con todas sus consecuencias. Una opción que lleva al creyente a descubrir la Presencia que lo habita, lo mantiene en la existencia y lo lleva en ella hacia Ella. Una Presencia que es impulso y fuerza para emprender un itinerario hacia sí, hacia el interior de sí mismo, con vistas al encuentro que tiene lugar, según san Juan de la Cruz “del alma en el más profundo centro”.

De ahí que lo que venimos llamando interioridad se asemeje mucho a la experiencia que tiene lugar en lo más auténtico de nuestro ser y que se descubre sólo a través del reconocimiento personal, en un movimiento constante de concentración y descentración, de bajada a lo más profundo y de subida hacia lo que se descubre como lo más allá y lo más absoluto de sí mismo: Dios en los otros.

El esfuerzo que supone el ahondar en sí está orientado, en este camino de experiencia religiosa, a vaciar el propio interior, a tomar auténtica conciencia de sí frente a la realidad; a hacer experiencia de la realidad misma que nos rodea desde el propio señorío interior; en un estado que permita conocer esta realidad tal cual es; con sosiego, profundidad y, sobre todo, con verdad.

5.               La experiencia de Dios como despojo de la superficialidad en lo cotidiano

Lo venimos afirmando constantemente: lo que llamamos experiencia de Dios, en el día a día, acarrea mucho de dolor y, por lo mismo, exige de la persona mucho valor. Dolor y valor que conlleva la misma vida. No es demasiado común que alguien quiera hacer experiencia de la Divinidad en profundidad y verdad; sentir las cosas, sentirse a sí misma/o, a los otros, la realidad, el mundo y la transcendencia, exponiéndose, quedándose a la intemperie de la vida, desde su propia fragilidad interior. La filósofa y mística Edith Stein afirmaba al respecto:

“El yo personal se encuentra enteramente en él, en la interioridad más profunda del alma. Cuando vive en esa interioridad, dispone de la fuerza total del alma y puede utilizarla libremente. Además, está abierto a las exigencias que se le presentan, puede apreciar mejor su significado y su importancia. Pero pocos hombres viven tan concentrados en sí mismos. En la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie...” [13].

Podemos estar, cotidianamente, ante la tentación de sucumbir en la vorágine de la superficialidad o, lo que es peor, la hipocresía, dejarnos llevar por lo que no compromete de forma definitiva ni vincula íntimamente, ni nos toca realmente la vida. La búsqueda de la gratificación inmediata condiciona la continuidad de toda verdadera experiencia, mucho más de la experiencia de “Dios”. Con frecuencia solo interesa aquello que resulta compatible con lo efectivo y con las apetencias del momento presente; nos atrae todo lo que esté apoyado en un fuerte sentido de independencia personal y de respuesta inmediata a nuestras necesidades, reales o no.

Con el paso del tiempo, con la experiencia que vamos acumulando y que nos va llevando a la madurez, más o menos dificultosamente alcanzada, se va relativizando lo que cada día conlleva de banal y asumiendo lo que tiene un cierto sabor a imperecedero, aunque no sepamos exactamente qué sea esto, porque todo lo que somos capaces de experimentar tiende a convertirse en caduco y transitorio, hasta lo más querido: la vida, nuestra vida y la de los seres que amamos. Pero incluso ahí, precisamente ahí, podemos encontrarnos con “Dios”.

En la experiencia de la vida interior el hombre y la mujer creyentes descubrimos lo extraordinario de la propia finitud: miseria y grandeza irremediablemente unidas. Toda la grandeza y dignidad del ser humano radica aquí: en su aspiración a Dios “Los hombres están, por lo general, ávidos de divinidad” afirma san Agustín [14]. Somos seres complejos y misteriosos; fuente de incalculables riquezas y de carencias abismales. El ser humano es un ser para sí mismo incomprensible y a veces desesperante. Es toda una tarea aprender a esperar algo de nosotros mismos, incluso a través de la monotonía del día a día.

Experimentar a Dios en la vida cotidiana, como vemos, es aferrarse a aquello se nos escapa. Trata de aferrar la huidiza esperanza de algo que no se domina: el futuro, la felicidad, la realización personal... Pero es, sobre todo, dejar paso a la fe, muchas veces aprendida y pocas veces profundizada. Una fe trasmitida que se nos ha quedado, con frecuencia, ridículamente corta. Por eso, y concluimos:

1.            La experiencia cotidiana de Dios no es un simple saber acerca de Dios, pero tampoco llega a ser una contemplación en sentido místico; consiste en una disposición del pensamiento que reflexiona lo cotidiano. La mente del ser humano es un pozo profundo del cual, con el esfuerzo que supone considerarse a sí mismo lugar de encuentro con Dios, puede llegar a sacar de sí mismo el agua viva, es decir: las buenas opciones, los planes y proyectos válidos que llenan de sentido divino la existencia humana. Porque, se pregunta Pablo de Tarso “¿Quién conoce profundamente el modo de ser del hombre, sino el espíritu del hombre que habita dentro de él...?” (cf. 1Co 2, 11). Se trata, en todo caso, de una verdadera catarsis espiritual, indispensable para adquirir la verdadera sabiduría del Espíritu.

La persona que quiera ver a Dios en los acontecimientos de la vida, tal y como Él se suele mostrar: dentro del misterio, de lo no-predecible, de lo no-abarcable con nuestra lógica, tiene que estar concentrada no distraída; tiene que saber vivirse en la intimidad desbordante y en el silencio sonoro; en la clara oscuridad de la fe y en la disponibilidad al compromiso que lleva, con frecuencia, a la cruz.

2.            El encuentro con Dios en la vida cotidiana supone la madurez humana de alguien que se vive, como criatura, orientada hacia dentro y volcada, desde dentro, a los otros, hacia todo lo que Dios mira y ama con predilección absoluta: su creación. Porque ese Dios a nuestro pesar, hace acepción de personas (se fija en lo más miserable), no se hace visible a una mirada superficial ni al alboroto que distrae de la intimidad y de la pasión del mundo.

3.            El silencio, que a muchos atrae y a otros muchos aterra, es un elemento fundamental e indispensable para vivir la experiencia cotidiana de Dios. Es necesario saber pasar del ruido ensordecedor al silencio dialogante, de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la hondura, del individualismo a la relación que hace comunión.

Se trata de un silencio que tiene que ser elocuente con la vida, que es disposición para la escucha de la voz de Dios en la propia existencia, y que no tiene nada que ver con la cerrazón huraña o con la hosca mudez en la que, con demasiada frecuencia, pretendemos esconder nuestra falta de autocomprensión de nuestra propia realidad y, obviamente, de los acontecimientos que vivimos a lo largo de las horas, del tiempo y del espacio.

En el silencio interior, a veces obligado, se fragua y crece la vida en el Espíritu o la vida espiritual. Ese silencio no es lo opuesto a la palabra, es lo opuesto al ruido y a la distracción permanente. Este silencio es también condición indispensable para que se dé el diálogo con el Huésped interior y con aquellos seres humanos que lo hacen visible: los que siempre resultan marginados y silenciados, los que no cuentan porque no interesa que cuenten, los que no son significativos porque les restamos constantemente significatividad y dignidad. Esos Aaquellos” son cada una de las personas que, sabiéndolo o no, son el rostro visible del Dios invisible” (Mt 25, 31-46). Ninguneados por la sociedad y engrandecidos en el Reino de Dios que construimos día a día [15].

Intentado una conclusión de lo siempre abierto

La experiencia de Dios en la vida cotidiana es acercamiento apasionado al mundo de Dios y a las cosas de Dios, en las cosas que nos pasan y por las que pasamos cada día. Esto supone que vivimos, en efecto, dentro de una realidad concreta, hecha de relaciones concretas, positivas, gozosas y constructoras en ocasiones y muchas veces, demasiadas tal vez, negativas y destructoras. Y aquí entra todo: relaciones familiares, vecinos, amigos, trabajo, acontecimientos que nos superan de manera absoluta...

La experiencia así entendida consiste en la forma peculiar en que la vida va poniendo la realidad en nuestras manos, y supone, en este sentido, algo previo, que existe y en lo que nos vivimos. Viene a ser algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles múltiples y diversas perspectivas, según el punto desde el cual nos situemos ante la realidad y sus complejas manifestaciones.

El problema, a mi entender, es que, precisamente lo cotidiano de nuestra vida personal puede llegar a convertir ese campo visual, más que en un balcón abierto hacia el Horizonte Infinito, en una cada vez más estrecha rendija a través de la cual pretendemos ver y conocer todo lo que acontece en la inmensidad del universo y de la historia. Y, algo que vemos o sentimos o experimentamos, cada vez con un margen de apertura más limitada es nuestra relación con la Transcendencia Divina. Por muchas razones:

- por la influencia de lo que podríamos llamar la cultura de la tecnocracia pragmática,

- por las incoherencias entre lo que la religión predica acerca de la Divinidad y lo que la comunidad creyente, nosotros y nosotras dentro de ella, olvida vivir en relación a esa Divinidad,

- por ese afán de globalizar todo e incluir en ese todo incluso la Aexperiencia de Dios”, como si Dios fuera un producto más de la sociedad humana y de los sistemas de convivencia o de intolerancia que creamos a todos los niveles... [16]

Voy a terminar esta reflexión con unas palabras de la pensadora María Zambrano que, sin estar directamente vinculadas al tema que nos ocupa, pueden ayudarnos a entender la universalidad de eso que hemos venido llamando: experiencia de Dios en la vida cotidiana. Porque, quién nos puede impedir sentir que experimentar a Dios en la vida de cada día es como salir de la realidad para entrar más profundamente en ella, de una manera que no podemos ni imaginar ni mucho menos programar? La “experiencia de Dios” es el cada instante en el que vivimos, lleno de una luz que se nos da tan gratuitamente como el nuevo día, que siempre amanece:

“Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la hora del amanecer, trágica y de aurora en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir” [17].

Trinidad León, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   ZUBIRI, X., Naturaleza, historia, Dios Madrid 1987, 180-182. (citado NHD)

2   Nacido en 1898 en San Sebastián

3   Zubiri advierte que en realidad no hay experiencia de Dios..., hay experiencia de las cosas reales y en ellas, se hace un tanteo de Dios. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y por tanto, tampoco lo es de Dios (Cf ZUBIRI, X., NHD, 435).

4   MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 19962, 42.

5   Cfr. Salmo 138.

6   WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 159.

7   Ibid., p. 128.

8   UNAMUNO, M., Del sentimiento trágico de la vida -en los hombres y en los pueblos-, Alianza Editorial, Madrid 1986, 163-164.

9   Teología kenótica

10    TEILHARD DE CHARDIN, P., El medio divino, Alianza Editorial, Barcelona 2000, 48.

11    Ídem.

12    En Sermón 52, 17.

13    STEIN E., Ser finito y ser eterno, FCE, México D.F. 1996, 453.

14    Cf. SAN AGUSTÍN, Epístola 137, 3, 12.

15    Cf CASTILLO, J. M., El Reino de Dios -por la vida y la dignidad de los seres humanos-, DDB, Bilbao 1999. El estudio, no sólo la lectura, de esta obra ayuda mucho a entender qué significa, en cristiano, “experimentar” al Dios de Jesucristo.

16    En este sentido y en muchos otros, interesante y esclarecedor el libro de ESTRADA, J.A., Imágenes de Dios -la filosofía ante el lenguaje religioso-, Trotta, Madrid 2003.

17    ZAMBRANO, M., en el artículo “Amo mi exilio”, aparecido en el ABC, 28 de agosto de 1989, pág. 3.

Gabriel Martí Andrés

La justicia, la fortaleza, la templanza y sus virtudes derivadas.

Pero los hábitos intelectuales, como sugerimos antes, solo son realmente virtudes si se ordenan al buen ejercicio de la voluntad y, con ello, a las virtudes morales [78]. Nos centraremos en la templanza, la fortaleza y la justicia que, junto con la prudencia, constituyen las cuatro virtudes cardinales, a las que todas las demás remiten en última instancia y que «reivindican para sí aquello que pertenece comúnmente a todas las virtudes» [79]. La justicia es la virtud cardinal de la voluntad, que radica en ella como en su sujeto; la fortaleza, la del apetito irascible; la templanza, la del apetito concupiscible; y la prudencia, como hemos visto, la del entendimiento en su conexión con la voluntad.

●          «Lo propio de la justicia entre las demás virtudes es que rija al hombre en las cosas relativas a otro» [80]. Dicho en palabras de Pieper, justicia es «la capacidad de vivir en la verdad “con el prójimo”» [81]; «por eso —dice Aristóteles— muchas veces la justicia parece la más excelente de las virtudes»[82].  De esta forma «se dice justo lo que corresponde a otro según alguna igualdad […]. De ahí que el objeto de la justicia, especialmente y a diferencia de las demás virtudes, se determina por sí mismo, y es llamado lo justo. Esto es el derecho» [83].  De este modo, «justicia es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada cual su derecho» [84]. Este dar a cada cual su derecho ha de entenderse en su correcto sentido: no se trata de dar a cada cual lo que le pertenece en propiedad, lo cual puede ser un mal en determinados casos, sino de darle lo que se le debe «según igualdad de proporción» [85].

La justicia se divide en tres especies, y toda otra forma de justicia se reduce a alguna de ellas:

—         Justicia general. Es la justicia legal (o social), que ordena al hombre inmediatamente al bien común. Es virtud general, pues, cuando se pone en ejercicio, «ordena el acto de todas las virtudes al bien común» [86].

Cualquier virtud, según su propia esencia, ordena su acto a su fin propio. Sin embargo, el que el acto sea ordenado a un fin ulterior, bien siempre bien algunas veces, no pertenece a la propia esencia de dicha virtud, sino que es necesario que haya alguna virtud superior por la cual sea ordenada a aquel fin. Y así es necesario que haya una virtud superior que ordene todas las virtudes al bien común, que es la justicia legal [87].

—         Justicia particular, que se ordena al bien particular de la persona singular. Tiene, a su vez, dos especies:

• Justicia distributiva.- Atiende al orden del todo a las partes, es decir, de la comunidad a cada una de las personas que la integran. La justicia distributiva reparte en justa proporción los bienes comunes entre los miembros de la comunidad.

• Justicia conmutativa.- Atiende al orden de una persona concreta a otra persona concreta, y esto en lo que respecta a cosas (en función de la buena o mala ordenación en este ámbito hablamos de hurto-restitución, fraude…), obras (contraprestación por algún servicio…) o a las personas mismas (injuria-reverencia, atentado a la dignidad, adulterio…). Se sustenta sobre la igualdad de la contraprestación [88].

La justicia es la virtud suprema entre todas las virtudes morales (con alguna excepción como la religión, de la que ya hablaremos). Y ello tanto en lo que respecta a la justicia general o legal como en cuanto a la justicia particular (distributiva y conmutativa). En el primer caso, porque el bien común es superior al particular; en el segundo, porque es «bien de otro» [89]; en ambos casos, porque reside en la parte más noble del alma. Además, en la justicia legal, como dice Aristóteles, se dan de algún modo todas las virtudes morales, pues la ley ordena hacer lo propio del fuerte, como no arrojar las armas, lo propio del templado, como no ser insolente, e igualmente lo propio de las demás virtudes: «la ley manda vivir de acuerdo con todas las virtudes y prohíbe que se viva en conformidad con todos los vicios», en la esfera —claro está, puesto que hablamos de la ley positiva— de «la vida en comunidad» [90].

El vicio opuesto a la justicia es la injusticia, cuyo objeto es cierta desigualdad  en las cosas exteriores, «en cuanto se atribuye a alguien más o menos de lo que le corresponde» [91]. Pues bien, si tres son las especies de justicia, tres son los tipos de injusticia. Cada una de estas especies de injusticia se diversifica, a su vez, en distintos vicios. Sin embargo, Santo Tomás no encontró en la tradición o en los textos aristotélicos nombres y tratamiento especiales para los vicios opuestos a la justicia política (legal y distributiva), soslayando por completo el estudio de las formas concretas de injusticia legal y recurriendo a los textos sagrados para la injusticia distributiva, que considera solo someramente. La injusticia conmutativa, en cambio, sí es estudiada en toda su amplitud y sus distintas formas, con todo detalle y gran profundidad. Intentaremos, no obstante, dar una clasificación completa en coherencia con los planteamientos aristotélico-tomistas:

—         Vicios opuestos a la justicia legal: injusticia en el legislar y desprecio al bien común en el incumplimiento de la ley (en los casos en los que no hay contradicción entre la ley moral y la positiva).

—         Vicios opuestos a la justicia distributiva: la acepción de personas. Consiste en la distribución habitual de los bienes en atención a las personas y no a la causa por la cual los individuos son dignos de tales bienes (acepción de causa) [92].

—         Vicios opuestos a la justicia conmutativa: injuria, fraude y usura.

• Contra las conmutaciones involuntarias: injuria de obra (como el homicidio, el hurto, la rapiña, la mutilación, el maltrato, el adulterio y cualquier violación de obra de los derechos del prójimo) o de palabra (prevaricación, calumnia —en el juicio—, contumelia, detracción —fuera del juicio— y demás lesiones de palabra de los  derechos del prójimo).

• Contra las conmutaciones voluntarias: fraude en las compraventas —que se da al vender una cosa por un precio superior al valor real u ocultando sus defectos— y usura en los préstamos.

Terminaremos nuestro estudio de la justicia con la enumeración de sus partes integrales y potenciales. Las partes integrales, como dijimos al hablar de la prudencia, son los elementos necesarios para que el acto perfecto y completo de la virtud en cuestión. Y así, las partes integrales de la justicia son hacer el bien debido y evitar el mal indebido:

Es propio del mismo principio constituir algo y conservar lo constituido. Pues bien, alguien constituye la igualdad de la justicia haciendo el bien, es decir, dando al otro lo que le es debido, y conserva la igualdad de la justicia ya constituida apartándose de lo malo, es decir, no infiriendo al prójimo ningún daño [93].

Por lo demás, los vicios opuestos a estos elementos son la transgresión, que consiste en obrar contra los preceptos negativos de la justicia (general y particular), y la omisión, que consiste en obrar contra los preceptos positivos de la justicia (general y particular), o dicho de otro modo, en dejar de obrar a favor del bien debido.

Las partes potenciales o virtudes anejas a la justicia particular (por razón de la igualdad y el débito moral, pues el débito legal está adecuadamente atendido por la virtud principal) son la religión, la piedad, la observancia, la penitencia, la gratitud, la vindicación, la veracidad, la liberalidad y la afabilidad. Veámoslas una por una.

La religión consiste en rendir a Dios el honor y culto debidos mediante la devoción, la oración, la adoración, el sacrificio, la ofrenda, el voto... No es una virtud teologal, por cuanto versa sobre los medios y no tiene a Dios mismo por objeto, sino moral, aunque es la suprema entre todas las virtudes morales. Ahora bien, la virtud moral está en el justo medio [94], de tal modo que se atenta contra ella tanto por exceso como por defecto. En el caso concreto de la religión, el exceso nunca se da en lo que respecta a la cantidad, sino en atención a otras circunstancias, como rendir culto a quien no se debe o cuando no se debe. Y así, el paradigma de vicio opuesto a la religión por exceso es la superstición (idolatría, adivinación y prácticas supersticiosas). Y por defecto se le opone la irreligiosidad (tentación de Dios, perjurio, sacrilegio y simonía).

La piedad consiste en rendir a los padres (y, por extensión, a todos los consanguíneos) y a la patria (y, por extensión, a todos los conciudadanos y amigos de la patria) el honor y el culto debidos, a través de la reverencia y la obediencia (sumisión o servicio). «Después de Dios, a quien más debe el hombre es a los padres y a la patria» [95]. Esta misma jerarquía establece el límite de la piedad: «Si nuestros padres nos inducen a pecar y nos apartan del culto divino, debemos abandonarles y odiarles» [96]; el vicio por exceso sería, pues, el culto exagerado a los padres (y a la patria). Pero si no inducen a pecar y en cuanto que «el culto rendido a los padres por piedad puede referirse a Dios» [97], no debemos abandonarles por seguir la religión: este sería un caso de impiedad o vicio por defecto.

La observancia consiste en rendir el culto, el honor y la obediencia debidos a las personas «constituidas en dignidad» [98] (príncipes, jefes del ejército, maestros y, en sentido amplio, a los virtuosos). Tiene dos especies, a saber, la dulía, por la que se honra a los superiores (en sentido amplio, a los que gozan de alguna excelencia), y la obediencia, por la que se les obedece. Frente a la observancia, el exceso de culto y la inobservancia.

Por la penitencia nos dolemos y arrepentimos moderadamente de nuestros malos actos pasados [99]  en cuanto ofensas a Dios y nos esforzamos por enmendarnos  y reparar el pecado. Los vicios contrarios son la impenitencia —por defecto— y la exageración en el dolor y el esfuerzo por faltas nimias.

Por la gratitud recompensamos (retribución afectiva y efectiva) a todo aquel que nos hace algún bien gratuitamente, con lo que la observancia, la piedad y la religión serían formas superiores de gratitud. La gratitud tiene tres momentos: reconocer el beneficio recibido, dar las gracias y recompensarlo según las propias posibilidades y en buen tiempo y lugar. La recompensa en casos en los que no se debe o antes de lo debido, por un lado, y la ingratitud, por otro, engendran los vicios opuestos.

Por la vindicación (venganza) damos al culpable el justo castigo a sus acciones, atendiendo a todas las circunstancias y con la intención de conseguir algún bien (enmienda del culpable, tranquilidad de los demás, conservación de la justicia y honor debido a Dios…). Frente a ella, el cruel o inhumano, por un lado, y el excesivamente remiso, por otro.

Por la veracidad manifestamos siempre la verdad a las demás personas, mostrándonos tal cual somos y pensamos en palabras, gestos y en la misma vida. Se trata de un débito moral, exigencia de honestidad, pues es necesario para la convivencia dar mutuo crédito. Los vicios opuestos son la mentira (oficiosa, jocosa y perniciosa)

—en las palabras—, la simulación (e hipocresía, que es la especie de simulación por la cual se finge tener una personalidad distinta) —en los hechos—, la jactancia —vicio por exceso que surge por exageración de la alabanza propia ante los demás— y la ironía —vicio por defecto que surge cuando se finge ante los demás ser menos de lo que se es— [100].

La generosidad, liberalidad, largueza o dadivosidad es la buena disposición (mediante la moderación del amor, la concupiscencia, el gozo y la tristeza) para administrar con prudencia en beneficio del prójimo —sin descuidar el propio sustento y el de la propia familia— los bienes exteriores, en concreto «el dinero y todo aquello cuyo valor puede ser medido en dinero» [101]. Su acto supremo y mayor mérito es el acto de dar. La liberalidad es parte potencial de la justicia, sin embargo, es muy débil en ella la razón de débito: existe un mero débito moral de decencia hacia el prójimo, pues es más liberal un acto en la medida en que menos débito existe. A ella se opone la prodigalidad —por exceso—, que consiste en no poner cuidado en la conservación de los bienes, dando cuando no se debe, y la avaricia o codicia —por defecto—, que consiste en un amor excesivo a las riquezas, no dando cuando se debe [102]. Vicio por defecto es también «la falta de interés y voluntad en la adquisición de bienes personales, cosas necesarias para la vida» [103].

Por la amabilidad o afabilidad seguimos las reglas del decoro en nuestras relaciones con los demás tanto en las palabras como en los hechos, agradando al prójimo. Al igual que la veracidad, se trata de un deber de honestidad más que de un deber legal. El vicio por exceso es la adulación y el vicio por defecto, el litigio. Santo Tomás utiliza para referirse a esta virtud también el término amicitia (amistad). Sigue en esto a Aristóteles que, al no encontrar un nombre preciso, se decanta por φιλια (amistad) como el más aproximado [104]. Sin embargo, en su sentido más propio y elevado, la amistad es una concreción del amor de benevolencia. Así la ve también  el Estagirita, y así entendida le dedica gran parte de su Ética a Nicómaco; de hecho, es el hábito al que presta una mayor atención, pues, en sus propias palabras, es “lo más necesario para la vida” [105]: Sin amigos nadie querría vivir […]; hasta los ricos y los que tienen cargos y poder parecen tener necesidad sobre todo de amigos; porque ¿de qué sirve esa clase de prosperidad si se la priva de la facultad de hacer bien, que se ejerce preferentemente y del modo más laudable respecto de los amigos? […] En la pobreza y en los demás infortunios se considera a los amigos como el único refugio. Los jóvenes los necesitan para evitar el error; los viejos para su asistencia y como una ayuda que supla las menguas que la debilidad pone a su actividad; los que están en la flor de la vida, para las acciones nobles… [106].

Cuando la benevolencia se hace recíproca y consciente, surge la amistad; con razón dice Aristóteles que, además de algo necesario, es algo hermoso. La amistad, en este sentido, más que virtud, es algo que acompaña o sigue a la virtud [107], por ello «la amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud; porque éstos quieren el bien el uno del otro en cuanto son buenos, y son buenos en sí mismos; y los que quieren el bien de sus amigos por causa de éstos, son los mejores amigos, puesto  que es por su propia índole por lo que tienen esos sentimientos y no por accidente; de modo que su amistad permanece mientras son buenos, y la virtud es una cosa permanente» [108]. Así, dice el Estagirita en otro lugar, «cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia» [109].

La justicia legal también tiene una virtud aneja, denominada epiqueya o equidad. Su función es seguir lo que dicta el espíritu de la ley en aquellos casos particulares en los que seguir su letra conllevaría un atentado contra la razón de justicia y el bien común. Y así, por ejemplo, la ley manda devolver lo ajeno a su propietario, pero sería perjudicial devolver su arma a un desequilibrado en pleno ataque de furia. Esto también puede exigir la disminución de la pena a un reo en determinados casos.

En el ámbito de la justicia se inscribe el don de piedad. Por el don de piedad el Espíritu Santo despierta en nosotros un afecto filial hacia Dios, y a él pertenece como acto principal manifestarle culto y reverencia justamente como Padre. El culto de latría que rendimos a Dios como Padre —por el don de piedad— es más excelente que el que le manifestamos como Creador y Señor —por la virtud de la religión—. Este afecto se extiende a todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, igual que la virtud de la piedad se extiende a todos los consanguíneos.

El bien del hombre consiste en conformarse a la recta razón. De la rectificación de la razón misma se ocupan las virtudes intelectuales, con la prudencia en un lugar de privilegio [110]; de la aplicación de dicha rectitud a las cosas propiamente humanas o dependientes de la voluntad se ocupa la justicia; de los obstáculos que dificultan dicha aplicación de la voluntad se ocupan la fortaleza (lo difícil) y la templanza (lo deleitable) [111]. Toca ahora hablar de estas dos últimas. Y empezamos por la fortaleza.

●          La fortaleza robustece el ánimo para que el apetito irascible y, con él, la voluntad no se vean impedidos en su camino recto hacia el bien arduo y difícil de la razón por una audacia disminuida o, principalmente, por un temor excesivo, atemperando el miedo de verse superado por las dificultades y animando a combatirlas con audacia moderada y la ayuda de la ira cuando han de ser eliminadas. La fortaleza, en sentido estricto, «conlleva firmeza de ánimo para resistir y repeler aquellas cosas ante las cuales es muy difícil tener firmeza, a saber, los peligros graves» [112]   y,  entre ellos, el más grave de todos, el peligro de muerte [113]. Aristóteles restringe este peligro al riesgo de muerte en la guerra; no en vano habla de ανδρεια, cuyo sentido es más bien el de valor, valentía [114]. Ahora bien, «quien permanece firme ante los mayores males —dice Tomás de Aquino—, consecuentemente permanecerá firme ante los menores» [115], de tal modo que la fortaleza —por extensión— afianza el ánimo para soportar ataques y combatir peligros también de menor dificultad, siendo esta más bien, no obstante, la materia de sus partes potenciales.

La fortaleza no suprime el dolor físico, solo evita que la razón se vea absorbida por él; ni tampoco el sufrimiento ante el peligro de muerte, si bien «la delectación de la virtud vence en el fuerte a la tristeza del alma» [116]. Por lo demás, donde mejor se manifiesta esta virtud es en los sucesos repentinos, pues en ellos obra el hábito de modo connatural. Y su acto más excelente es el martirio.

Los vicios opuestos a la fortaleza son:

—         Timidez (timiditas): temor desordenado por exceso —muy especialmente a los peligros de muerte— que se da cuando el apetito rehúye aquello que la razón manda soportar. Como dice Aristóteles, es la cobardía del que «de todo huye y tiene miedo y no resiste nada» [117].

—         Impavidez o intimidez (impaviditas o intimiditas): se opone a la fortaleza por defecto de temor, pues el impávido teme la muerte y otros males temporales menos de lo debido —siendo dichos males, no obstante, obstáculos o impedimentos para el ejercicio de la virtud—, algo que puede tener su origen en la falta de amor, en la soberbia o en el defecto de razón.

—         Temeridad (audacia) [118]: exceso de audacia que acompaña no pocas veces a la impavidez. Y así, por ejemplo, la falta de temor alguno a la muerte puede llevar a poner la vida en riesgo innecesario con un movimiento excesivamente audaz. «Se considera también al temerario —añade Aristóteles— como un jactancioso que aparenta valor» [119].

Las partes integrales de la fortaleza vinculadas a la audacia son la disposición del ánimo para un pronto ataque y la aptitud para no abandonar en la ejecución de las obras y los propósitos emprendidos  con confianza. Y en lo referente al temor,  la fortaleza requiere que el ánimo no se debilite por la tristeza ante la dificultad  de los males inminentes y que no se fatigue y ceda ante las pasiones de lo difícil cuando estas son especialmente duraderas. Pues bien, estas cosas, «si se reducen a la materia propia de la fortaleza, a saber, a los peligros de muerte, serán como partes integrales de ella, sin las cuales no puede darse. Sin embargo, si se refieren a otras materias en las cuales hay menos dificultad, serán virtudes específicamente distintas a la fortaleza, unidas sin embargo a ella como lo secundario a lo principal» [120]. Estas materias, que en ningún caso podrán perder la razón de arduo —por cuanto es el objeto propio del apetito irascible—, dan lugar a las siguientes virtudes: magnanimidad, magnificencia, paciencia y perseverancia.

La magnanimidad, «como su propio nombre indica, implica cierta tendencia del ánimo hacia cosas magnas» [121] —o también grandeza de ánimo—: es magnánimo el que tiene su ánimo orientado hacia actos en sí mismos y absolutamente grandes (la grandeza pertenece a la razón de arduo) [122]. En definitiva, el magnánimo se afana en realizar grandes obras en toda virtud, exponiéndose prontamente a los peligros que pudieran presentarse, de acuerdo siempre, claro está, con el orden de la razón. Los vicios opuestos a la magnanimidad son, por exceso, la presunción (afán de hacer lo que excede nuestra capacidad sin auxilio o con desprecio de la justicia divina por confianza desordenada en la misericordia), la ambición (apetito desordenado del honor, que es deseado para sí —sin referirlo a Dios—, buscado por una excelencia de la que se carece o tomado como fin) y la vanagloria (deseo de una gloria —esplendor del honor— vana o vacía, por buscarla en algo frágil o caduco, por desvincularla del honor de Dios o la salvación del prójimo o por buscar solo la gloria humana —o buscarla como fin—) [123];y por defecto, la pusilanimidad (frente al presumido, el pusilánime se niega a tender a lo que es proporcionado a su capacidad, renunciando a los grandes proyectos que por sus propias fuerzas podría acometer).

La magnificencia, como su mismo nombre indica, tiene como función propia el “hacer algo grande” [124], entendiéndose aquí hacer (facere) —como en el caso del arte— en el sentido de operar en materia exterior. La magnificencia se refiere, pues, a las acciones transeúntes, y en esto justamente estriba su especificidad y su diferencia con respecto a la magnanimidad, que tiende a lo grande en toda materia, pero más propiamente en materia agible (agere) u operaciones internas o inmanentes. Ahora bien, para hacer grandes obras, y siempre —claro está—  en la proporción  dictada por la recta razón, se precisan grandes gastos pecuniarios. A estos, pues, dice relación la magnificencia, y en ello se diferencia de la liberalidad, que se refiere a los gastos comunes, de tal modo que no todo liberal es magnífico en acto, aunque sí al menos en disposición próxima (acto interno o inicial) [125]. El magnífico, en este sentido, ha de moderar el amor al dinero, por cuanto un excesivo apego al mismo imposibilita los grandes gastos requeridos por la virtud.

Los vicios opuestos a la magnificencia son la parvificencia o mezquindad —por defecto—, que tiende a hacer cosas pequeñas buscando ante todo el menor gasto posible por afecto desordenado hacia el dinero [126], y la prodigalidad o despilfarro (consumptio, en latín, y banausia o apirocalia, en griego) —por exceso—, que tiende a excederse en el gasto, atentando contra la proporción debida con la obra —muy especialmente con las grandes obras— y cayendo no pocas veces en el dispendio.

La paciencia es la virtud por la cual «el bien de la razón es conservado contra la tristeza, para que la razón no sucumba ante ella» [127] y evitando que las adversidades —cualquier adversidad— nos aparten del bien:

La posesión conlleva quietud de dominio. Y por esto se dice que el hombre posee su alma por la paciencia, en cuanto arranca de raíz las pasiones de las adversidades, las cuales inquietan  al alma [128].

Hay dos matices que diferencian a la fortaleza de la paciencia, siendo esta no obstante parte potencial de aquella. En primer lugar, la fortaleza tiene como función propia soportar los males más difíciles de resistir, a saber, los peligros de muerte, mientras que a la paciencia compete soportar cualquier mal. En segundo lugar, la fortaleza reside propiamente en el apetito irascible —pues versa sobre los temores—, mientras que la paciencia se ubica en el concupiscible —pues se ocupa de las tristezas— [129].Son formas de la paciencia la longanimidad —que fortalece al ánimo en su tendencia hacia el bien cuando este es lejano— y la constancia —que hace lo propio cuando la buena obra requiere un esfuerzo continuado—. El vicio opuesto a la paciencia es la impaciencia.

La perseverancia fortalece al ánimo para que pueda llevar a término la obra virtuosa, persistiendo firmemente en el bien cuando la obra se haya de prolongar en el tiempo o sea necesaria una repetición continua de actos mediante la moderación del temor a la fatiga, al tedio, al desfallecimiento, a la monotonía... [130]. La dificultad en este caso proviene de la misma duración de la obra virtuosa; y en esto justamente difiere de la constancia, pues esta fortalece para persistir en el bien frente a los impedimentos externos.

Los vicios opuestos a la perseverancia son la molicie o flojedad —por defecto—, y la terquedad o pertinacia —por exceso—. La primera hace apartarse del bien ante dificultades que por su levedad podrían ser soportadas; la presión más débil la ejerce la tristeza causada por la privación de placeres, de tal modo que la molicie en su máxima expresión llega a despreciar el trabajo y todo lo laborioso (delicia) y buscar por encima de otras muchas cosas superiores el alivio del juego o cualquier otro descanso. La segunda hace persistir en algo con obstinación y porfía, aferrándose —por ejemplo— a la propia opinión más de lo conveniente.

A la virtud de la fortaleza corresponde en el cristiano el don homónimo que, cuando Dios quiere, robustece el alma para el ejercicio de la virtud heroica infundiendo en ella la absoluta seguridad de que podrá superar todas las dificultades —por grandes que estas sean— y llevar a término la obra virtuosa. Este es el don más propio de los mártires, y es dirigido por el don del consejo.

●          La templanza o morigeración [131] atempera, modera o reprime, según el caso, los deseos y placeres sensibles [132] —e indirectamente el resto de las pasiones— para que la inclinación del apetito concupiscible (propiamente en lo que respecta a las pasiones principales, más naturales y más atrayentes, que son las pasiones del tacto y del gusto pertenecientes a la conservación de la naturaleza, como el deseo de comer o los placeres venéreos) permanezca dentro de los límites racionales, de tal modo que no aparte, sino que acerque, al bien de la razón [133]. Y es que las pasiones que tienden a los bienes sensibles no repugnan en sí mismas a la razón, pero han de ser subordinadas a ella, de tal modo que esta pueda utilizarlas como instrumentos para la consecución de bienes superiores. Merece la pena traer un texto sumamente clarificador de J. A. Brage Tuñón:

Templanza indica moderación: esta es su razón formal. Pero no una moderación cualquiera, sino aquella propia de la razón. Por tanto, para Santo Tomás, la templanza no es una oposición a la inclinación natural del hombre, ser racional por esencia, sino la virtud que le permite dirigirse al bien con todas las fuerzas de su naturaleza, corporal y espiritual, creando un orden interior en sus potencias y tendencias sensibles. Este orden es el dictado por la razón: el «ordo rationis». La templanza, en definitiva, permite al hombre «ser más» hombre [134].

Los vicios opuestos a la templanza son la insensibilidad —por defecto—, que rechaza por completo los placeres connaturales a la vida humana y, por tanto, las operaciones deleitables sin ordenar la abstención a ningún fin superior; y la intemperancia, desenfreno o licencia [135] —por exceso—, con la cual el hombre se deja arrastrar por los placeres sensibles, con la consecuente turbación de la razón. «A la intemperancia se le atribuye una fealdad máxima, porque nos hunde en el mar de los placeres animales, y porque nos priva de la luz de la razón» [136].

Las partes integrales de la templanza son la vergüenza —de la que ya dijimos algo más arriba—, que es el temor al oprobio por un acto reprobable y vituperable; y la honorabilidad u honestidad (honestas, bien honesto), que es el amor a la belleza moral, al esplendor, al decoro,  en definitiva, a la proporción  y conformidad con  la razón del acto virtuoso, y muy especialmente del acto temperado: «honesto se dice de algo en cuanto que tiene cierta excelencia digna de honor por su belleza espiritual» [137].

La templanza, que se divide —como partes subjetivas— en abstinencia (con respecto a la comida) [138], sobriedad (con respecto a la bebida) [139], castidad-virginidad (moderación de los deleites venéreos principales) [140] y pudor (moderación de los placeres venéreos secundarios) [141], tiene fundamentalmente cuatro partes potenciales o virtudes secundarias, a saber, continencia, mansedumbre, clemencia y modestia. Veámoslas.

La continencia —con sede en la voluntad— es la resistencia (que no moderación, por ser obra de la templanza) a los movimientos violentos de las concupiscencias —muy especialmente a los placeres del tacto— desordenadas, con firmeza en la recta razón, para que no empujen a realizar acciones que deben ser evitadas. En definitiva, «el continente, aunque padezca las concupiscencias intensas, sin embargo elige no seguirlas, obrando conforme a la razón, mientras que el incontinente elige seguirlas, en contradicción con la razón» [142]. Y así, el vicio opuesto es la incontinencia, bien por desenfreno —que no atiende al juicio de la razón—, bien por debilidad —que no persevera en él— [143].

La mansedumbre modera la ira —disminuyendo el apetito de venganza al que esta incita— siempre conforme a la recta razón. Los hábitos contrarios a esta virtud son, por defecto, la paciencia irracional [144] del que no se aíra cuando debe y, por exceso, la iracundia, que es el exceso de ira del que no controla su efervescencia interna —encolerizándose muy ardientemente, con excesiva frecuencia, por motivos nimios o por demasiado tiempo (rencor e implacabilidad)— o sus manifestaciones externas —con arrebatos y signos de cólera excesivos—, y la ira por vicio del que clama venganza contra el orden de la razón, deseando castigo para el que no lo merece, o más de lo que merece, o en orden a un fin distinto a la conservación de la justicia o la corrección de la culpa y al margen de la caridad[145].

Íntimamente relacionada con la mansedumbre está la clemencia, que —con dulzura y suavidad de ánimo— atenúa el mismo acto de venganza, moderando la pena exterior conforme a la recta razón, al hacer prevalecer el amor al reo frente al ejercicio de poder. Se compara a la severidad como la epiqueya a la justicia legal (de la que la severidad forma parte), pues la recta razón exige rigor pero, en determinados casos concretos y en atención a las circunstancias, reclama una disminución de la pena. A la virtud de la clemencia se opone el vicio de la crueldad —también opuesto a la vindicación, como vimos—, que es exceso en el castigo del que castiga sin amor, tomando en consideración la culpa pero con gran severidad de ánimo y «como habiendo perdido el afecto humano, por el cual naturalmente el hombre ama al hombre» [146].

La modestia, por su parte, es la encargada de moderar las pasiones «que encierran alguna dificultad, pero no dificultad notable en cuanto a la conservación del justo medio, de la medida recta y racional» [147], así como sus manifestaciones externas. Tiene cuatro especies: humildad, estudiosidad, modestia en palabras y obras y modestia en el ornato.

La humildad modera la esperanza para que el ánimo no aspire a lo que excede sus propias limitaciones, para que no se empeñe de forma desmedida en alcanzar cosas elevadas —en contra de la recta razón—, para que su apetito de grandeza o excelencia sea acorde a las limitaciones de su ser, en definitiva, para que no se afane en ser más de lo que es o en alcanzar aquellos bienes que están supra se [148]. La humildad se complementa con la magnanimidad, que fortalece el ánimo contra la desesperanza dotándole de grandeza para aspirar a grandes bienes que sí persigue de acuerdo con la recta razón:

La humildad reprime el apetito para que no tienda a cosas grandes en contra de la recta razón. La magnanimidad, por su parte, empuja al ánimo a grandes cosas según la recta razón. Queda claro, pues, que la magnanimidad no se opone a la humildad, sino que convienen en que ambas siguen a la recta razón. [149]

La humildad es la virtud del que «no se considera superior a lo que es», del que reconoce sus defectos y «no tiende desordenadamente a la propia gloria» [150], en definitiva, del que se reconoce —con auténtico juicio interior de la mente— [151] pequeño frente a Dios y se humilla ante Él con reverencia y temor —así como ante el prójimo en lo que tiene de Dios—, bien por poseer mayor bondad o menos defectos, bien por enfrentar nuestros defectos a sus dones. A la humildad compete «alejar el ánimo del apetito desordenado de cosas grandes, contra la presunción» [152]. «No quiere esto decir que el humilde jamás pueda aspirar a nada; no puede aspirar a nada que sea desordenado, incongruente. Llevado de la mano de Dios, puede aspirar al mismo Dios, al mismo tiempo que afirma su propia pequeñez y miseria» [153]. La humildad se opone a la soberbia del que se rebela contra Dios y su grandeza —y contra todo lo que es de algún modo superior—, al aspirar a una excelencia excesiva, desmedida o desproporcionada confiando solo en las propias fuerzas [154]; y también a la falsa humildad del que solo busca la propia gloria mediante la exhibición de signos externos de humildad que no responden a movimientos interiores del alma. [155]

Por otra parte, el hombre, de acuerdo con su naturaleza espiritual, desea conocer. La estudiosidad es la virtud que modera este deseo para que la fuerza intelectiva sea aplicada con el esfuerzo del que a veces aparta la naturaleza corporal, pero con apetito recto y sin vehemencia [156]. Se opone por defecto a la pereza intelectual. Y por exceso a la curiosidad, que implica desorden en el deseo de saber, bien porque se busca el conocimiento por razón de algún mal (como la soberbia o el pecado), bien por distracción de la mente en conocimientos triviales o en las enseñanzas de falsos maestros, bien por el empeño en conocer verdades que superan las capacidades humanas, bien por no ordenar debidamente el conocimiento de la verdad de las criaturas al de la verdad suprema.

Una tercera especie de modestia es la que modera los movimientos externos del cuerpo [157], y esto tanto en los momentos de seriedad como en el juego. La virtud que regula los movimientos externos cuando se obra con seriedad es conocida como saber estar, rectitud de orden, decencia, compostura, rectitud de costumbres… (frente a la insolencia, la ofensa, la falta de delicadeza…). La virtud que regula los momentos de juego, rehuyendo tanto el defecto como el exceso, es la eutrapelia. La eutrapelia rechaza los juegos contrarios a la dignidad del hombre, así como aquellos que se realizan en lugares o tiempos indebidos, y la actitud de aquellos que entienden la diversión como el fin de sus vidas; pero el ocio, la fiesta, el espectáculo, el recreo… son necesarios para el descanso del cuerpo y del alma, con lo que la eutrapelia también rechaza la dureza y rudeza de quien evita cualquier forma de esparcimiento.

Por último, la modestia en el ornato modera el uso de vestidos y adornos contra la ostentación, la vanagloria, el atrevimiento y un cuidado exagerado —por exceso— o deficiente —por defecto—. Esta moderación no excluye el lujo en todo caso, y así, por ejemplo, las personas constituidas en dignidad pueden lucir vestidos y adornos preciosos que manifiesten la grandeza de su cargo, siempre y cuando no se busque la propia gloria. En definitiva, «el cuidado exterior debe estar proporcionado a la condición de la persona según la costumbre común» [158].

A la virtud de la templanza corresponde el don de temor, que se refiere fundamentalmente a Dios:

A la templanza corresponde un don, a saber, el don de temor, que pone freno a las delectaciones de la carne […]. El don de temor se refiere principalmente a Dios, cuya ofensa evita, y por ello ciertamente corresponde a la virtud de la esperanza […]. Sin embargo, secundariamente puede referirse a cualquier cosa de la que se huye para evitar la ofensa a Dios, siendo en aquellas cosas que más atraen donde se torna más necesario. Pues bien, alrededor de estas cosas gira la templanza, y por ello a la templanza también corresponde el don de temor [159].

En definitiva, el temor proporciona al hombre, cuando Dios quiere, un miedo a causarle ofensa, ayudándole a apartarse de todo aquello que, con su fuerte atracción, le aleja del Creador y a someterse así totalmente a su voluntad. Es, por tanto, más que un temor a Dios mismo, un temor a la propia culpabilidad, pues somos nosotros los que nos condenamos. Pieper lo explica con claridad: «El temor de Dios es la respuesta adecuada a este horror de la separación culpable y siempre posible de su última razón de ser. Esta culpabilidad constituye lo que definitivamente hemos de temer» [160].

Las virtudes teologales.

Puesto que hablamos de la naturaleza del alma, no ha lugar un estudio detallado de las virtudes sobrenaturales. Diremos solo algunas palabras de las virtudes teologales para ofrecer una visión de conjunto. Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad, virtudes que, junto con los dones del Espíritu Santo y las virtudes morales sobrenaturales, son infundidas en el alma con la gracia[161].

La fe está en el entendimiento como en su sujeto. No obstante, el acto de fe es acto del entendimiento «en cuanto es movido a asentir por la voluntad» [162], y, en este sentido, también la voluntad está directamente implicada. Por otra parte, «en cuanto por la fe el intelecto es determinado a la verdad, la fe tiene orden a cierto bien [su bien es la verdad]; y ulteriormente, siendo la fe informada por la caridad, tiene también orden al bien en cuanto objeto de la voluntad» [163]. Y es que «por la caridad es ordenado el acto de todas las demás virtudes al último fin» [164].  Sus vicios opuestos son la infidelidad (herejía y apostasía) y la blasfemia.

La esperanza es la virtud por la cual confiamos alcanzar, con el auxilio divino, la bienaventuranza eterna. Tiene su sujeto propio en la voluntad, y sus vicios opuestos son la desesperación y la presunción. Pero las virtudes dependen todas de la caridad, siendo la virtud más excelente. La caridad es «cierta amistad del hombre con Dios fundada en la comunicación de la felicidad eterna» [165]. En este sentido, su sujeto propio es la voluntad. Sus vicios opuestos son el odio a Dios (y el odio al prójimo) que, en cuanto se opone al mismo amor, es el vicio más directamente contrario a la caridad; la acidia [166] y la envidia —que se oponen al gozo de la caridad—; la discordia, la contienda o porfía, el cisma, la guerra, la riña y la sedición —opuestos a la paz—; y la ofensa y el escándalo —que se oponen a la beneficiencia y a la corrección fraterna— [167].

Los dones correspondientes a las virtudes teologales, a saber, los dones de ciencia y entendimiento —para la fe—, de temor —para la esperanza— y de sabiduría —para la caridad—, que también perfeccionan sendas virtudes naturales, como hemos visto, completan la lista de los siete dones consagrados por la tradición a partir de numerosos textos bíblicos [168]:

Según estos dones, la razón del hombre se ve elevada y perfeccionada por el don de entendimiento, para penetrar la verdad; de sabiduría, para juzgar de las cosas divinas; de ciencia, sobre las cosas creadas; y de consejo, para la conducta práctica. Mientras que la voluntad y las inclinaciones sensibles de los apetitos son perfeccionadas por los dones de piedad, en orden a Dios y a los padres; por el don de fortaleza, contra el temor a peligros; y por el don de temor, contra el desorden de la concupiscencia [169].

Corolario: conexión de las virtudes.

Pues bien, al comienzo de este artículo advertimos que el hábito es lo más relevante de la vida moral: más que los actos en sí, lo que nos hace buenos, lo que nos hace crecer, es la virtud. Ahora, después del estudio de cada una de las virtudes de modo particular, y a modo de corolario, hay que hacer constar que dicho progreso solo será posible con el crecimiento conjunto de todas las virtudes. Es el momento de desarrollar un aspecto que en la primera parte de este trabajo solo presentamos y que se torna de capital importancia en este punto, y es el de la conexión de las virtudes.

Las virtudes cardinales (con sus partes potenciales) están intrínsecamente conexas entre sí [170], de tal modo que o se tienen todas o no se tiene ninguna: todas las virtudes cardinales, dice García López, «son necesarias para cada una de ellas, y cada una de ellas lo es para todas las demás», y esto es lo que hace que formen «un verdadero sistema» [171]. En efecto, las virtudes tienen muy diversas materias, pero comparten un mismo elemento formal que es, como ya vimos, la preparación del ánimo. Esta disposición del ánimo, este elemento formal de toda virtud, se adquiere con la prudencia —en el plano natural— y con la caridad (a través de la prudencia infusa) —en el plano sobrenatural—. Y así, «la caridad es la forma, motor y raíz de toda virtud» [172], de tal modo que «quien tenga caridad es necesario que tenga también todas las demás virtudes» [173]: con la caridad son infundidas simultáneamente todas las virtudes sobrenaturales, a saber, las virtudes teologales, la prudencia sobrenatural, la justicia infusa, la fortaleza sobrenatural…, recibidas con la gracia [174].

Pero hablamos del bien humano, del plano natural, de la naturaleza del alma,   y aquí la conexión entre las virtudes se produce en la prudencia adquirida. «Todas las virtudes morales se conectan con la prudencia, y cuando se conectan entre sí, lo hacen a través de la prudencia. Tal es el sistema que liga entre sí a las virtudes morales o activas» [175]. En efecto, a partir del ejercicio de las distintas virtudes morales —pues para la recta razón de prudencia hay que estar bien dispuesto respecto de los fines [176]—bajo la dirección de la prudencia imperfecta o parcial —el primer ejercicio de la prudencia—, se va forjando la prudencia perfecta, completa, total o unitaria, que tiene por materia todas las virtudes morales y dispone para hacer el bien en todas las circunstancias: «la virtud moral perfecta es el hábito que inclina a hacer bien la obra buena» [177].Y así «resulta claro, por tanto, de lo que hemos dicho, que no es posible ser bueno en sentido estricto sin prudencia, ni prudente sin la virtud moral» [178] o, dicho en otros términos, «ninguna virtud [moral] puede darse sin prudencia, y es imposible tener prudencia sin las virtudes morales» [179].

En conclusión, en las virtudes cardinales solo puede hablarse de una prioridad en el orden de los actos, por cuanto el acto de una de ellas presupone el de otra, pero no de una prioridad temporal en el orden de los hábitos, pues en cuanto virtudes, en cuanto virtudes perfectas, «todas comienzan a ser simultáneamente en el alma» [180]. De ahí la importancia de cultivarlas todas ellas para el crecimiento moral o, dicho de otro modo, para el perfeccionamiento de la segunda naturaleza del alma. La virtud —dice Pieper— es «lo máximo a que puede aspirar el hombre, o sea, la realización de las posibilidades humanas en el aspecto natural y sobrenatural» [181]. Y este es el camino de la felicidad, como sentimiento estable derivado de la virtud, un camino que en la misma medida de su conveniencia a la naturaleza primera —un camino que en la misma medida en que nos acerca al Bien—, resulta más hondamente deleitable [182].

Gabriel Martí Andrés, en revistas.uma.es/

Notas:

78    Magnífica la definición de Ana Marta González: «la virtud moral es un modo de acción que resulta de introducir racionalidad en nuestra dimensión apetitiva, o —si consideramos que Aristóteles toma la naturaleza como órexis— en nuestra naturaleza» (González, Ana Marta: “Las fuentes de la moralidad a la luz de la ética aristotélica de la virtud”; en Sapientia, vol. LVI, 2001, p. 366).

79    S. Th., II-II, q. 123, a. 11, co.

80    «Respondeo dicendum quod iustitiae proprium est inter alias virtutes ut ordinet hominem in his quae sunt ad alterum» (S. Th., II-II, q. 57, a. 1, co).

81    Pieper, Josef: o. c., p. 19.

82    Aristóteles: o. c., libro quinto, cap. I, 1129 b.

83    «Rectum vero quod est in opere iustitiae, etiam praeter comparationem ad agentem, constituitur per comparationem ad alium, illud enim in opere nostro dicitur esse iustum quod respondet secundum aliquam aequalitatem alteri (…). Sed in aliis virtutibus non determinatur aliquid rectum nisi secundum quod aliqualiter fit ab agente. Et propter hoc specialiter iustitiae prae aliis virtutibus determinatur secundum se obiectum, quod vocatur iustum. Et hoc quidem est ius» (S. Th., II-II, q. 57, a. 1, co). No hemos de confundir el derecho con la norma, pues todo el orden moral es en definitiva normativo. El derecho establece lo debido en justicia, atendiendo así a las exigencias del otro (debitum legale). Este rasgo —que implica la alteridad de la relación y la igualdad de lo debido—, junto con la objetividad, la exterioridad y la coercibilidad, son las notas esenciales del derecho y el orden jurídico en el conjunto de la normatividad ética. El estudio detenido de la ley (divina, eterna, natural y humana) en cuanto razón y raíz del derecho, en cuanto regla y medida de todos los actos humanos (razón práctica-prudencia) y principio rector, por tanto, de todo el orden moral, escapa a las pretensiones de este trabajo.

84    «Et si quis vellet in debitam formam definitionis reducere, posset sic dicere, quod iustitia est habitus secundum quem aliquis constanti et perpetua voluntate ius suum unicuique tribuit» (S. Th., II-II, q. 58, a. 1, co).

85    S. Th., II-II, q. 58, a. 11, co.

86    S. Th., II-II, q. 58, a. 6, co; cf. De ver., q. 28, a. 1. En el plano de las virtudes teologales, también la caridad puede decirse ‘virtud general’, por cuanto ordena el acto de todas las virtudes al bien divino. Por lo demás, Santo Tomás da a “bien común” en sus distintas obras un sentido muy amplio, incluyendo todos los tipos de comunidad, como la comunidad de fines. Y así podríamos hablar de Dios —bien común por esencia— y de la bienaventuranza natural y sobrenatural —en cuanto que fin en el que convienen todos los hombres—. Pero aquí nos referimos al bien común de la sociedad, cuyo orden es regulado por la justicia y, más en concreto, por la justicia legal, que recibe este nombre precisamente por cuanto la ley es ordenada al bien común.

87    «Ad quartum dicendum quod quaelibet virtus secundum propriam rationem ordinat actum suum ad proprium finem illius virtutis. Quod autem ordinetur ad ulteriorem finem, sive semper sive aliquando, hoc non habet ex propria ratione, sed oportet esse aliam superiorem virtutem a qua in illum finem ordinetur. Et sic oportet esse unam virtutem superiorem quae ordinet omnes virtutes in bonum commune, quae est iustitia legalis» (S. Th., II-II, q. 58, a. 6, ad 4).

88    Al margen quedan los derechos fundamentales, que, en cuanto que pertenecen a la propia naturaleza del hombre, en ningún caso pueden ser usados como moneda de cambio para la contraprestación.

89    S. Th., II-II, q. 58, a. 12, co.

90    Aristóteles: o. c., libro quinto, cap. I, 1129 b, et cap. II, 1130 b

91    S. Th., II-II, q. 59, a. 2, co; cf. In Psalm, ps. 35. Evidentemente, hay que distinguir entre la injusticia como hábito y el acto de injusticia. Una persona justa puede cometer un acto de injusticia sin que esto suponga la adquisición del vicio; y a la inversa. Por ello Santo Tomás distingue entre el pecado de injusticia y el hábito de injusticia, algo que podríamos hacer también en el resto de los vicios. Aquí nos referimos a la injusticia habitual, a la injusticia como vicio.

92    En este sentido, el comunismo radical supone un claro atentado a la justicia distributiva.

93    S. Th., II-II, q. 79, a. 1, co.

94    “…oportet quod rectum virtutis consistat in medio ejus quod superabundat, et ejus quod deficit a mensura rationis recta” (In III Sent., d. 33, q. 1, a. 3, qc. 1, co). Por su gran importancia para la ética, ya se encargó Aristóteles de ponerlo de manifiesto en numerosísimos lugares (v. gr. Aristóteles, o. c., libro segundo, cap. VI, 1106 b, 1107 a, 1108b…). El Estagirita es consciente, no obstante, de la dificultad que entraña encontrar el justo medio (es fácil dar dinero —dice—, pero difícil hacerlo en el momento y en la cuantía adecuados y por la razón y de la manera debidas), por ello propone empezar por apartarse de los extremos (cf. Aristóteles, o. c., libro segundo, cap. IX, 1109 a).

95    S. Th., II-II, q. 101, a. 1, co; cf. In I Tim 4, lect. 2.

96    S. Th., II-II, q. 101, a. 4, ad 1

97    S. Th., II-II, q. 101, a. 4, ad 3

98    S. Th., II-II, q. 102, a. 1, co

99    En esto se diferencia de la vergüenza, que se refiere a los malos actos presentes.

100    La verdad tiene que ser salvaguardada siempre y, en este sentido, cualquier forma de mentira es un acto contrario a la virtud. Sin embargo, se puede pecar también contra ella por exceso si difundimos una verdad sin motivo o que no reporta beneficio alguno (cf. S. Th., II-II, q. 109, a. 1, ad 2; Sententia Ethic., lib. 4, l. 15).

101    S. Th., II-II, q. 117, a. 3, co; Sententia Ethic., lib. 4, l. 1

102    Como dice Canals, la codicia de riquezas es el vicio “que más inmediatamente pone en marcha una conversio ad creaturas y que puede llevar a una pérdida del fin último de la vida humana” (Canals, Francisco: “La pereza activa”; en E-aquinas, año 2, Enero-2004, pp. 3-4).

103    Canals, Francisco: art. cit., p. 4

104    Aristóteles: o. c., libro cuarto, cap. VI, 1126 b.

105    Ib., libro octavo, cap. I, 1155 a.

106    Ib.

107    Cf. ib., libro octavo, cap. I, 1155 a; S. Th., II-II, q. 23, a. 3, ad 1.

108    Aristóteles: o. c., libro octavo, cap. III, 1156 b.

109    Ib., libro octavo, cap. I, 1155 a.

110    Cf. Ib., libro sexto, cap. XIII, 1144 b.

111    Este es el orden real de las virtudes cardinales. Y es que la prudencia posee el bien de la razón; la justicia, lo realiza; la fortaleza y la templanza, lo conservan. Y, dentro de estas últimas, el temor al peligro de muerte es mucho más poderoso que las delectaciones del tacto, con lo que la fortaleza ocupa el tercer lugar en la escala de las virtudes principales.

112    S. Th., II-II, q. 123, a. 2, co.

113    Cf. De virt., q. 1, a. 12, ad 23; S. Th., II-II, q. 123, a. 4.

114    Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. VI, 1115 a.

115    S. Th., II-II, q. 123, a. 4, co.

116    «Ad tertium dicendum quod tristitia animalis vincitur in forti a delectatione virtutis» (S. Th., II-II, q. 123, a. 8, ad 3).

117    Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. II, 1104 a

118    «Sumuntur autem quandoque nomina passionum a superabundanti: sicut ira dicitur non quaecumque, sed superabundans, prout scilicet est vitiosa» (S. Th., II-II, q. 127, a. 1, co).

119    Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. VII, 1115 b

120    S. Th., II-II, q. 128, a. 1, co; cf. In III Sent, d. 33, q. 3, a. 3.

121    «Respondeo dicendum quod magnanimitas ex suo nomine importat quandam extensionem animi ad magna» (S. Th., II-II, q. 129, a. 1, co). La cursiva es mía.

122    Cf. S. Th., II-II, q. 128, a. 1, ad 1

123    Las “hijas” de la vanagloria son la desobediencia (inobedientia, que en su afán de gloria se niega a cumplir los preceptos de los superiores), la jactancia (iactantia, que busca la gloria como fin por medio de palabras), la hipocresía (hypocrisis, que busca la gloria como fin por medio de hechos fingidos), la disputa (contentio, que en su afán de gloria discute a gritos en lugar de buscar acuerdos), la pertinacia (pertinacia, que desprecia el parecer de los mejores para alcanzar la gloria, buscada como fin), la discordia (discordia, que no cede para armonizar su voluntad con la de los demás, con el afán de alcanzar la gloria) y el afán de novedades (novitatum praesumptio, que busca la gloria como fin por medio de hechos reales). La vanagloria, por lo demás, difiere de la soberbia —de la que luego hablaremos— en que esta busca la propia excelencia (desordenada), mientras que aquella busca la manifestación de dicha excelencia (cf. S. Th, II-II, q. 162, a. 8, ad 2; De Mal., q. 8, a. 1).

124    S. Th., II-II, q. 134, a. 2, co.

125    Dicho en otros términos, si bien el pobre no puede realizar un acto externo de magnificencia simpliciter, sí que puede realizar un cierto acto de magnificencia secundum quid, en relación al tipo de obra que realiza (cf. S. Th., II-II, q. 134, a. 3, ad 4). Esto también es aplicable al vicio opuesto de la mezquindad.

126    «Ad tertium dicendum quod sicut magnificus convenit cum liberali in hoc quod prompte et delectabiliter pecunias emittit, ita etiam parvificus convenit cum illiberali sive avaro in hoc quod cum tristitia et tarditate expensas facit. Differt autem in hoc quod illiberalitas attenditur circa communes sumptus, parvificentia autem circa magnos sumptus, quos difficilius est facere. Et ideo minus vitium est parvificentia quam illiberalitas» (S. Th., II-II, q. 135, a. 1, ad 3).

127    «Unde necesse est habere aliquam virtutem per quam bonum rationis conservetur contra tristitiam, ne scilicet ratio tristitiae succumbat. Hoc autem facit patientia» (S. Th., II-II, q. 136, a. 1, co; cf. In Heb. 10, lect. 4).

128    «Ad secundum dicendum quod possessio importat quietum dominium. Et ideo per patientiam dicitur homo suam animam possidere, inquantum radicitus evellit passiones adversitatum, quibus anima inquietatur» (S. Th., II-II, q. 136, a. 2, ad 2).

129    «Nec tamen patientia ponitur pars temperantiae, quamvis utraque sit in concupiscibili. Quia temperantia est solum circa tristitias quae opponuntur delectationibus tactus, puta quae sunt ex abstinentia ciborum vel venereorum, sed patientia praecipue est circa tristitias quae ab aliis inferuntur. Et iterum ad temperantiam pertinet refrenare huiusmodi tristitias, sicut et delectationes contrarias, ad patientiam autem pertinet ut propter huiusmodi tristitias, quantaecumque sint, homo non recedat a bono virtutis» (S. Th., II-II, q. 136, a. 4, ad 2).

130    Hay virtudes cuyos actos deben durar toda la vida, por decir orden al último fin de toda la vida humana. Tal es el caso de la fe, la esperanza y la caridad. En estos casos el acto de perseverancia no es consumado hasta el fin de la vida (cf. S. Th., II-II, q. 137, a. 1, ad 2). Por lo demás, hay bienes en los que resulta más difícil persistir. Y así, por ejemplo, es más difícil persistir en las grandes obras o las excesivamente laboriosas. Qué duda cabe que en estos casos es requerida una mayor perseverancia.

131    Aristóteles usa el término sωfrωn para referirse al hombre temperado (Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. XI, 1119 a).

132    «Vel dicendum quod delectationes spirituales, per se loquendo, sunt secundum rationem. Unde non sunt refrenandae, nisi per accidens, inquantum scilicet una delectatio spiritualis retrahit ab alia potiori et magis debita» (S. Th., II-II, q. 141, a. 4, ad 4).

133    «Unde patet quod temperantia non contrariatur inclinationi naturae humanae, sed convenit cum ea. Contrariatur tamen inclinationi naturae bestialis non subiectae rationi» (S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 1). Aristóteles ya había dicho que los placeres objeto de la templanza son «los placeres de que participan también los demás animales», placeres que por eso «parecen serviles y bestiales», si no son regulados por la razón (Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. X, 1118 a).

134    Brage Tuñón, José Antonio: “La naturaleza de la templanza según Santo Tomás de Aquino”; en Cuadernos de Filosofía, vol. XVIII, n. 5 (2008), Pamplona, p. 477. De gran interés resulta la relación que este autor establece entre la templanza y la salud psíquica pues, como dice, el deseo inmoderado de bienes sensibles lleva a la constante insatisfacción, a la frustración y, en última instancia, a la ansiedad (ib. pp. 443-444).

135    Aristóteles utiliza el término akólastos (Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. II, 1104 a).

136    Brage Tuñón, José Antonio: art. cit., p. 453. Y es que, si bien toda virtud es bella, la templanza goza de una especial belleza: «Ad tertium dicendum quod quamvis pulchritudo conveniat cuilibet virtuti, excellenter tamen attribuitur temperantiae, duplici ratione. Primo quidem, secundum communem rationem temperantiae, ad quam pertinet quaedam moderata et conveniens proportio, in qua consistit ratio pulchritudinis, ut patet per Dionysium, IV cap. de Div. Nom. Alio modo, quia ea a quibus refrenat temperantia sunt infima in homine, convenientia sibi secundum naturam bestialem, ut infra dicetur, et ideo ex eis maxime natus est homo deturpari. Et per consequens pulchritudo maxime attribuitur temperantiae, quae praecipue turpitudinem hominis tollit» (S. Th., II-II, q. 141, a. 2, ad 3).

137    «Nam honestum dicitur secundum quod aliquid habet quandam excellentiam dignam honore propter spiritualem pulchritudinem» (S. Th., II-II, q. 145, a. 3, co).

138    Su vicio opuesto es la gula, que da lugar a la alegría necia (inepta laetitia), a la bufonería (scurrilitas), a la locuacidad (multiloquium), a la estupidez (hebetudo mentis circa intelligentiam)..

139    Su vicio opuesto es la ebriedad o embriaguez.

140    Su vicio opuesto es la lujuria, que da lugar a la ceguera mental (caecitas mentis), a la precipitación (praecipitatio), a la inconsideración (inconsideratio), a la inconstancia (inconstantia), al egoísmo (amor sui), al amor desordenado del presente (affectus praesentis saeculi)…

141    Su vicio opuesto es la impudicia.

142    S. Th., II-II, q. 155, a. 3, co.

143    La vehemencia de las pasiones o la fragilidad de la complexión no justifican la incontinencia. Constituyen “mera ocasión”, pues no impiden que el espíritu resista a las pasiones con firmeza (S. Th., II-II, q. 156, a. 1, co et ad 2).

144    Denominación adoptada por Tomás de Aquino del Pseudo Crisóstomo.

145    Los hijos de la ira desordenada o vicios derivados son la querella, la hinchazón de espíritu, el clamor, la injuria, la indignación, la blasfemia y la contumelia (cf. De mal., q. 12, a. 5; S. Th., II-II, q. 158, a. 7).

146    S. Th., II-II, q. 157, a. 1, ad 3. Mención aparte merece la sevicia o fiereza, que es el vicio del que goza castigando, sin considerar la culpa; no se opone a virtud natural alguna, sino al don de piedad (cf. S. Th., II-II, q. 159, a. 2).

147    Aniz, Cándido: Introducción al ‘Tratado de la templanza’ de la Suma teológica. Madrid: BAC, 1955, tomo X, p. 306.

148    S. Th., II-II, q. 161, a. 2, co.

149    «Ad tertium dicendum quod humilitas reprimit appetitum, ne tendat in magna praeter rationem rectam. Magnanimitas autem animum ad magna impellit secundum rationem rectam. Unde patet quod magnanimitas non opponitur humilitati, sed conveniunt in hoc quod utraque est secundum rationem rectam» (S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 3).

150    «Respondeo dicendum quod, sicut ex supra dictis patet, humilitas essentialiter in appetitu consistit, secundum quod aliquis refrenat impetum animi sui, ne inordinate tendat in magna, sed regulam habet in cognitione, ut scilicet aliquis non se existimet esse supra id quod est (…). Et ideo in praedictis gradibus humilitatis ponitur aliquid quod pertinet ad humilitatis radicem, scilicet duodecimus gradus, qui est, ut homo Deum timeat, et memor sit omnium quae praecepit. Ponitur etiam aliquid pertinens ad appetitum, ne scilicet in propriam excellentiam inordinate tendat» (S. Th., II-II, q. 161, a. 6, co).

151    Cf. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2.

152    S. Th., II-II, q. 162, a. 1, ad 3

153    Aniz, Cándido: o. c., p. 313.

154    La soberbia es «reina y madre de todos los vicios» (S. Th., II-II, q. 162, a. 8, co; cf. In II Sent., d. 42, q. 2, a. 3) —como la definió San Gregorio— e implica jactancia como arrogancia interior, ingratitud, desprecio a los demás… Es vicio universal pues, si bien hay malos actos singulares que tienen su origen en la ignorancia o la flaqueza (cf. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co et a. 7 ad 1), todos los vicios como tales se pueden explicar por el deseo desordenado de la propia excelencia (cf. S. Th., I-II, q. 84, a. 2, co et ar. 4, co). Y así, más que un vicio capital, es el principio de los vicios capitales, que son la vanagloria —más bien que la soberbia, por los motivos apuntados—, la iracundia, la envidia, la gula, la lujuria, la avaricia y la pereza/acidia y que constituyen a su vez la fuente de todos los vicios morales (cf. S. Th., I-II, q. 84, a. 4, co et ad 4-5). La soberbia suele ir acompañada de signos externos, como la arrogancia exterior, el exceso en el modo de hablar, el afán por destacar… (cf. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, co). Por lo demás, su sujeto propio es el apetito irascible, pues la propia excelencia tiene la razón de arduo, pero entendiendo ‘apetito irascible’ en un sentido extenso, que incluye tanto el apetito irascible sensible (que es el apetito irascible en sentido propio) como el apetito irascible racional (voluntad misma en cuanto principio de operaciones libres arduas y difíciles). Y es que la excelencia objeto de la soberbia se da tanto en lo sensible como en lo espiritual (cf. S. Th., II-II, q. 162, a. 3, co; De mal., q. 8, a. 3).

155    Cf. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2

156    Cf. S. Th., II-II, q. 166, a. 2, co et ad 2.

157    Como vimos al hablar de la veracidad, hemos de mostrarnos tal cual somos, en honor a la verdad, y en este sentido, esta tercera especie de modestia ha de responder a las virtudes que moderan las disposiciones internas (cf. S. Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 1 et ad 3), de tal modo que un cuidado excesivo de las formas que no responde a una buena disposición del espíritu es del todo censurable (cf. S. Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 4; In III Sent., d. 33, q. 3, a. 2, qc. 1, ad 3).

158    S. Th., II-II, q. 169, a. 2, ad 3

159    «Ad tertium dicendum quod temperantiae etiam respondet aliquod donum, scilicet timoris, quo aliquis refrenatur a delectationibus carnis (…). Donum autem timoris principaliter quidem respicit Deum, cuius offensam vitat, et secundum hoc correspondet virtuti spei (…). Secundario autem potest respicere quaecumque aliquis refugit ad vitandam Dei offensam. Maxime autem homo indiget timore divino ad fugiendum ea quae maxime alliciunt, circa quae est temperantia. Et ideo temperantiae etiam respondet donum timoris» (S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 3).

160    Pieper, Josef: o. c., p. 22

161    Hablamos, claro está, de la gracia santificante. Mención aparte merecería la gracia gratis data, ordenada, no a la santificación del que la recibe, como la anterior, sino a la conversión y justificación de los otros. La tradición, a partir de un texto de San Pablo, reconoce nueve gracias gratis dadas: fe, palabra de sabiduría, palabra de ciencia, don de lenguas, don de palabra, don de hacer milagros, don de curaciones, profecía y discreción o discernimiento de espíritus. No hemos de confundir la fe como virtud teologal ni la sabiduría y la ciencia como dones del Espíritu Santo con la fe, la sabiduría y la ciencia como gracias gratis dadas, pues estas, además de la certeza en el conocimiento, implican un carisma especial para instruir a otros (cf. S. Th., I-II, q. 111, ad 4).

162    S. Th., II-II, q. 4, a. 2, co, la cursiva es mía; cf. De ver., q. 14, a. 4.

163    «Et ideo inquantum per fidem intellectus determinatur ad verum, fides habet ordinem in bonum quoddam. Sed ulterius, inquantum fides formatur per caritatem, habet etiam ordinem ad bonum secundum quod est voluntatis obiectum» (S. Th., II-II, q. 4, a. 5, ad 1).

164    S. Th., II-II, q. 23, a. 8, co.

165    S. Th., II-II, q. 24, a. 2, co.

166    La acidia, acedia o acedía de la que aquí hablamos difiere de la acidia pasional. Esta equivale a tristeza o angustia; la acidia viciosa equivale a flojedad o pereza, aunque con matices, pues “la esencia de la acedia no estriba en una reacción ante dificultades corporales, exteriores al alma, sino en una cierta ‘disposición interior’” (Echevarría, Mauricio: “La acedia y el bien del hombre en Santo Tomás”; en E-quinas, año 2, Enero-2004, p. 16). “La acedia es el entristecerse del bien Divino del que la caridad se goza. Y este vicio específico que está muy bien delimitado se llama acedia, que no es el cansancio, no es la pereza, no es rehuir el esfuerzo, no es el cansancio de llenar la vida interior. La acedia es no tener dentro de sí el gozo del bien Divino, que sólo puede tenerse como fruto de la caridad. La acedia es consecuencia privativa de la falta de ejercicio del amar, del amor a Dios dentro de uno mismo, del amor al bien” (Canals, Francisco: art. cit., p. 9).

167    Tras la muerte, las virtudes intelectuales y las morales permanecerán en cuanto a su elemento formal. También permanecerá la caridad, aunque perfeccionada, pero no así la fe, que será sustituida por el conocimiento perfecto propio de la bienaventuranza, ni la esperanza, pues ya estaremos en posesión de aquello que esperábamos, la misma fruición divina (cf. In III Sent., d. 33, q. 1, a. 4; De Virt., q. 5, a. 4; S. Th., I-II, q. 67).

168    Muy especialmente Is 11, 2-3.

169    Iraburu, José María: o. c., p. 20

170    No podemos decir lo mismo de las virtudes intelectuales no cardinales. En efecto, en las virtudes intelectuales no existe esta dependencia, ni en la relación entre ellas mismas (cf. S. Th., I-II, q. 65, a. 1, ad 2), ni en la relación con las morales. En este último caso, claro está, con excepción de la prudencia (cf. Sententia Ethic., lib. 6, l. 10; Quodl., XII, q. 15, a. 1; S. Th., I-II, q. 58, a. 5, co), que sí guarda una estrecha relación con las virtudes morales, pues «la virtud moral presta oídos a la razón que se hace cargo de la variedad de circunstancias. Por eso, en la práctica, es el hombre con virtud moral el que está en condiciones de ser dócil al precepto de la recta razón» (González, Ana Marta: art. cit., p. 363). Pero esto no quiere decir que entre las virtudes dianoéticas no exista unidad y, por tanto, cierta conexión, pues, como dice García López, la segunda naturaleza del alma «constituye un sistema ordenado y armónico» (García López, Jesús: o. c., p. 191). Y así, «las virtudes especulativas comienzan con la inteligencia, que es la primera en el orden de la generación o de la adquisición, y que no puede faltar en ningún hombre; continúan con la ciencia (o mejor, las ciencias todas), que se apoya en la inteligencia y prepara el camino a la sabiduría; y concluyen con esta última, que supera a las dos anteriores, que las culmina y las reasume» (Ib., p. 193). Esta unidad también se da entre ellas y las virtudes morales, pues «las virtudes activas o morales dependen de las especulativas […] en el orden de la especificación» (Ib., p. 201).

171    García López, Jesús: o. c., 193. “Así, nadie puede poseer la prudencia como virtud cabal y completa, si no posee también la justicia y la fortaleza y la temperancia; ni hay alguien que pueda ser justo, de manera perfecta, si no posee las virtudes de la prudencia, de la fortaleza y de la temperancia, y así sucesivamente” (Ib., p. 194).

172    De virt., q. 2, a. 3, co.

173    De virt., q. 5, a. 2, co.

174    Podemos hablar, no obstante, de un orden dispositivo entre las virtudes teologales, pues la fe dispone para la esperanza y esta para la caridad. Esto hace posible perder una virtud teologal sin perder sus virtudes dispositivas, si bien sin caridad los otros hábitos teologales no serían virtudes perfectas. Las virtudes morales sobrenaturales, por lo demás, guardan una estrecha relación con las teologales, pues “son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios” (Iraburu, José María: o. c., p. 19).

175    García López, Jesús: o. c., p. 196.

176    Y sobre todo respecto del último fin. Por ello las virtudes naturales solo serán absolutamente perfectas con la caridad y las demás virtudes sobrenaturales, si bien pueden darse en un estado de semiperfección también en los “gentiles”, en el plano exclusivamente natural.

177    «Perfecta autem virtus moralis est habitus inclinans in bonum opus bene agendum» (S. Th., I-II, q. 65, a. 1, co). Este es el sentido de las palabras de Séneca que oportunamente recoge el Angélico: «omne quod bene fit, juste prudenter, fortiter, temperate fieri» (In III Sent., d. 36, q. 1, a. 1, co).

178    Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. XIII, 1144 b; cf. De virt., q. 5, a. 2, co, Quodl. XII, q. 15, co et Sententia Ethic., lib. 6, l. 11, n. 1.

179    Quodl. XII, q. 15, co.

180    S. Th., III, q. 85, ar. 6, co.

181    Pieper, Josef: o. c., p. 15.

182    La tesis de que las operaciones virtuosas, por cuanto se ejercen de modo natural y en conformidad con la primera naturaleza, resultan deleitables, está bien desarrollada por Aristóteles y Santo Tomás. Este texto es uno de los más clarificadores: «Signum autem oportet facere et cetera. Postquam philosophus ostendit quales debeant esse operationes ex quibus causantur virtutes, hic ostendit quid sit signum virtutis iam generatae. Et circa hoc duo facit. Primo proponit quod intendit. Secundo probat propositum, ibi, propter voluptatem quidem enim et cetera. Circa primum considerandum quod, cum virtus similia operetur his operationibus ex quibus generata est, ut supra dictum est, differt executio huiusmodi operationum post virtutem et ante virtutem. Nam ante virtutem facit homo sibi quamdam violentiam ad operandum huiusmodi. Et ideo tales operationes habent aliquam tristitiam admixtam. Sed post habitum virtutis generatum, huiusmodi operationes fiunt delectabiliter. Quia habitus inest per modum cuiusdam naturae. Ex hoc autem est aliquid delectabile, quod convenit alicui secundum naturam» (Sententia Ethic., lib. 2, l. 3, n. 1). Eduardo Sánchez, estudiando la esencia del hábito, establece que una de las condiciones para que una cualidad constituya segunda naturaleza es que sea “fácilmente operable”, desdoblando con acierto este fácilmente en «pronta y deleitablemente» (Sánchez, Eduardo: La esencia del hábito según Tomás de Aquino y Aristóteles. Pamplona: Cuadernos de Anuario filosófico, 2000, p. 59).

Gabriel Martí Andrés

1. Las virtudes morales como clave del perfeccionamiento espiritual y el crecimiento personal

Existen distintos tipos de disposiciones tanto operativas como entitativas en el alma espiritual, con distintos grados de estabilidad. Y así, podríamos hablar de la fortaleza, la opinión, la ciencia, la sospecha, la prudencia, las habilidades técnicas… Pero, entre las disposiciones operativas, es el hábito (virtud-vicio) el que goza de un mayor grado de permanencia [1], como ya explicamos en la primera parte de este trabajo [2]. En tanto que perfeccionan de una manera estable al alma, los hábitos pueden ser considerados en cierto modo parte de su naturaleza [3]; su condición de accidentes, de cualidades, de perfecciones secundarias, nos obliga a situarlas en un segundo nivel, en una secunda natura. Conforman la personalidad del ser humano, aquellos rasgos que van definiendo su carácter individual determinando o su particular ordenación al fin y que vienen a sumarse a la dotación natural del hombre (personeidad), que recibe al ser engendrado y que le sitúa en el grupo de los entes espirituales o racionales. A ello se refieren los griegos con el término ethos, siendo así la Ética la disciplina que estudia la formación —el crecimiento y el empobrecimiento— de la personalidad (moral) del hombre, que estudia la virtud y los hábitos operativos en general.

Pues bien, es realmente aquí donde los actos adquieren su más alta dimesión moral. Desde un punto de vista ético, lo más relevante y decisivo de los actos buenos o malos no son los mismos actos en sí; lo realmente importante es que nos hacen buenos o malos, prudentes o imprudentes, justos o injustos… Como dice Aristóteles, «practicando la justicia nos hacemos justos, practicando la templanza, templados, y practicando la fortaleza, fuertes» [4]. Hacer el bien nos hace virtuosos; la virtud nos hace crecer como personas, aumentando nuestra capacidad de amar y haciéndonos más dignos de ser amados; y así se facilita el crecimiento y la mejora de los demás. Y, en el lado opuesto, hacer el mal nos hace peores personas:

Entre todos estos pensamientos —dice Platón— sobresale uno inquebrantable, a saber, que se debe temer más cometer una injusticia que padecerla, y procurar, más que parecer bueno, serlo de veras, en público y en privado; que si alguien faltare en algo, debe ser castigado, y que, después del bien de ser justo, está el segundo de llegar a serlo sufriendo el castigo correspondiente [5].

Con el ejercicio del mal vemos dañada nuestra naturaleza y frustrada nuestra natural aspiración a la felicidad. En efecto, «la felicidad —dice Aristóteles— es una actividad conforme a la virtud» [6] o, dicho aún más claramente, es «el premio y el fin de la virtud» [7].La auténtica felicidad se corresponde con la perfección (beatitudo), y solo es alcanzada en la medida en que perfeccionamos nuestra naturaleza con la práctica de la virtud. Se trata de un sentimiento estable derivado del ejercicio del bien, derivado del ejercicio de la virtud, que, en cuanto que tal, se inscribe en el ámbito de la naturaleza, de la segunda naturaleza del alma, si bien es cierto, como dice Tomás Melendo, que «especialmente en los estados de honda exaltación humana, en las alegrías más entrañables y profundas, el alborozo y la satisfacción interiores se nos ofrecen como algo radicalmente gratuito, como una delicia que viene a colmar nuestras ambiciones mucho más allá de lo que en estricta justicia considerábamos merecer» [8]. El mal moral constituye un innoble ejercicio de nuestra libertad que nos aleja paulatinamente de la auténtica felicidad.

Los ángeles, disfrutando de perfección de naturaleza desde el primer momento (con la consecuente felicidad-beatitud natural), creados en gracia [9] y, por tanto, ordenados a la felicidad sobrenatural, se hacen merecedores o no de esta bienaventuranza sobrenatural, así como de un determinado grado de gloria (gracia consumada o perfecta) o de pena, con un solo acto de su voluntad: meritorio (acto caritativo de conversión a Dios) o demeritorio (acto soberbio de aversión a Dios) [10]. En cambio, «el hombre según su naturaleza no alcanza la última perfección al instante, como el ángel, y por esto al hombre, para merecer la bienaventuranza, le ha sido dado un camino más largo que al ángel» [11]. Y este camino es el del crecimiento en la virtud.

Como hemos sugerido en varias ocasiones, existen hábitos entitativos y hábitos operativos. En el plano natural, los hábitos (más bien disposiciones) entitativos son los del cuerpo [12] y los operativos, los del alma (entendimiento y voluntad) [13]. En el sobrenatural también encontramos hábitos entitativos —como la gracia, con la que el cristiano recibe una participación en la misma naturaleza divina— y hábitos operativos —como la fe (en el entendimiento) y la caridad (en la voluntad) y, en general, todas las virtudes operativas del cristiano— [14].

Pero hablamos de la naturaleza del alma y, en este sentido, nos centraremos en el plano natural —aunque, para facilitar la comprensión, hagamos algunas referencias al sobrenatural— y, en concreto, en los hábitos naturales operativos. Por lo demás, si bien las virtudes intelectuales o dianoéticas tienen una importancia capital, las que hacen bueno al hombre son las virtudes apetitivas o éticas:

De dos maneras un hábito se ordena al acto bueno. Primero, en cuanto que por el hábito adquiere el hombre la capacidad para el acto bueno […]. Segundo, un hábito puede conferir no solo la capacidad de obrar, sino también el recto uso de tal aptitud […]. Y como la virtud es lo que hace bueno al que la tiene y buena su obra, son estos hábitos los que se dicen virtudes en sentido propio […]. No se le dice a algún hombre bueno absolutamente hablando porque sea sabio o maestro en un arte, sino solo en un sentido relativo, por ejemplo, buen gramático o buen artesano. Y por esto a menudo la ciencia y el arte son clasificados por oposición a la virtud y otras veces se dicen virtudes [15].

Ya Aristóteles lo había advertido con bastante claridad muchos siglos antes:

Con razón se dice, pues, que realizando acciones justas se hace uno justo, y con acciones morigeradas, morigerado. Y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de llegar a ser bueno. Pero los más no practican estas cosas, sino que se refugian en la teoría y creen filosofar y poder llegar así a ser hombres cabales; se comportan de un modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen nada de lo que les prescriben. Y así, lo mismo que éstos no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán del alma con tal filosofía [16].

La facultad apetitiva del alma es la que pone en acto [facit uti] todas las potencias y hábitos, y de ella depende su recto uso [bene uti] [17]. Lo que nos hace buenos no es el conocer lo que está bien, que, no obstante, es algo de suma importancia, sino el quererlo, el estar inclinados a buscar lo bueno y a rechazar lo malo, y esto se consigue con la justicia, la fortaleza y la templanza [18]. Nos centraremos, pues, en los hábitos morales y muy especialmente en las virtudes, pues a ellas se ordena la naturaleza del alma. Pero para encuadrar correctamente dichas virtudes, es necesario clasificar y definir antes las intelectuales, a saber, arte, ciencia, sabiduría, intelecto y prudencia [19], tratando esta última con un poco de más detenimiento por su importancia para las virtudes éticas.

La prudencia y las demás virtudes intelectuales.-

Las virtudes intelectuales se encuentran propiamente en el entendimiento posible, y solo secundariamente en los sentidos internos:

Como las potencias aprehensivas preparan internamente el objeto propio del entendimiento posible, de las buenas disposiciones de estas virtudes, a lo cual ayuda la buena disposición del cuerpo, depende que el hombre entienda con facilidad. Y así los hábitos intelectivos pueden estar secundariamente en estas potencias, pero principalmente en el entendimiento posible [20].

Y en otro lugar:

En el hombre, aquello que se adquiere por costumbre en la memoria y en las demás potencias aprehensivas sensitivas, no es hábito por sí mismo, sino algo anejo a los hábitos de la parte intelectiva [21].

En efecto. En las potencias aprehensivas sensitivas se dan ciertas disposiciones.

«Santo Tomás —nos dice Teófilo Urdanoz— invoca sobre esto la frase Aristotélica: “Con el ejercicio y la costumbre se adquiere buena memoria”, lo mismo que la fantasía con la práctica aprende y se habitúa a sus propias funciones, v. gr., a la facilidad de versificar, a la representación de piezas musicales, de discursos, operaciones matemáticas, etc., y la cogitativa —como ya notaba Suárez— también se habilita a secundar la razón en la estimación práctica de las cosas singulares» [22].  Ahora bien, «la voluntad solo puede moverlas [a las facultades cognoscitivas sensibles] al ejercicio, no a la especificación de sus actos; bajo este aspecto se hallan determinadas por sus objetos, las especies recibidas de los sentidos externos […]. No se dan, pues, en ellas hábitos perfectos, porque no participan plenamente del obrar voluntario ni son, por consiguiente, modificables en diversos sentidos respecto de sus objetos» [23]. La memoria, la imaginación, la cogitativa y el sentido común dependen de la voluntad para ponerse en acción y ejercitarse en ella hasta la adquisición del hábito —algo que no puede decirse del sentido externo, por cuanto se ordena a sus actos determinados por la misma disposición de su naturaleza— [24],pero en cuanto al objeto o acto concreto, dichas facultades sensitivas tienen un carácter previo a la razón y, por ende, a la voluntad. En este sentido, pueden estar mal dispuestas (lo cual es no estar dispuestas en absoluto), pero no pueden disponerse al mal: al modo de la voluntas ut natura, están orientadas ad unum. Solo podemos hablar, pues, de hábitos imperfectos, disposiciones que determinan en gran medida la buena disposición del entendimiento [25], pero que son subsidiarias de los hábitos intelectuales; y en este sentido dice Santo Tomás que los hábitos del entendimiento se dan en las potencias aprehensivas sensitivas de un modo secundario.

En definitiva, «la acción de conocer se consuma en el entendimiento, y por esto las virtudes cognoscitivas están en el mismo intelecto o razón» [26]. Pues bien, según que capaciten a la razón teórica o a la razón práctica [27], podemos hablar de virtudes intelectuales especulativas y de virtudes intelectuales prácticas.

●          «La virtud intelectual especulativa es aquella por la cual el intelecto especulativo es perfeccionado para considerar la verdad» [28]. Ahora, lo verdadero puede ser conocido por sí mismo o por otro; a su vez, las verdades que son conocidas mediante la investigación de la razón pueden ser últimas en un determinado género o últimas respecto de todo el conocimiento humano. Y así, podemos hablar de tres virtudes especulativas:

—         Intellectus, que es el hábito que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las verdades evidentes. Estas verdades son los primeros principios (identidad

—con respecto a la unidad—, no contradicción —en relación a la aliquidad—, razón suficiente —en atención a la verdad—, conveniencia [29] —con respecto a la bondad— y principios derivados, como los de causalidad —concreción del de razón suficiente— o finalidad —concreción del de conveniencia— [30]),y por ello el intellectus es denominado también hábito de los primeros principios. Es un hábito innato, aunque, como el resto, susceptible de crecimiento [31].

—         Ciencia, que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las verdades que son últimas en un determinado género. En cuanto hay muy diversos géneros de verdades cognoscibles, la virtud de la ciencia se diversifica en múltiples hábitos científicos.

—         Sabiduría, que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las causas supremas —que son absolutamente últimas en el conocimiento humano— a partir del correcto juicio y ordenación de todas las verdades. Es, como Aristóteles ya defiende y ahora veremos con más detenimiento, «el más perfecto de los modos de conocimiento» [32].

Intellectus, ciencia y sabiduría no se distinguen por igual entre sí, sino que existe cierto orden entre ellos: constituyen una especie de “todo potencial”. Santo Tomás describe también la mente como un todo potencial, y hace lo propio con el alma en su conjunto, así como con la gracia como fuente de virtudes [33]. Si bien es cierto que las virtudes especulativas no constituyen una unidad tan completa y acabada como la mente, pues se abre a otras virtudes intelectuales y morales que le son irreductibles, sí que gozan de una unidad sistémica en la que «una parte es más perfecta que la otra» [34]. En efecto, el intellectus proporciona el conocimiento de los principios más universales; bajo la luz del intellectus la razón discursiva se dispersa en gran variedad de conocimientos deductivos o ciencias, que dependen de él como del hábito principal; y «ambas virtudes dependen de la sabiduría como del hábito principalísimo, por cuanto en ella se contiene tanto el intellectus como la ciencia» [35], juzgando de las conclusiones de las ciencias y de los principios de las mismas desde las causas últimas y principios supremos y estableciendo así la correcta ordenación de todos los conocimientos [36].

Estas tres virtudes naturales se corresponden con tres hábitos en el plano sobrenatural, con tres dones del Espíritu Santo [37]. Reciben los mismos nombres que sus hábitos naturales respectivos y, siendo no obstante infundidos por Dios, también son susceptibles de crecimiento, y requieren de buena disposición por nuestra parte para su actuación, para la acción divina:— El intellectus como conocimiento de los principios evidentes se corresponde con el intellectus como don  que proporciona un penetrante conocimiento intuitivo de las verdades reveladas y asentidas por la fe.— La ciencia matemática, física, biológica… se corresponde con la ciencia como don que proporciona un recto juicio acerca de las verdades reveladas referentes a las cosas humanas o creadas (causas particulares).— La virtud de la sabiduría, tan necesaria en la Filosofía y la Teología, se corresponde con la sabiduría como don que proporciona un recto juicio acerca de las verdades reveladas referentes a las cosas divinas, a Dios mismo y al misterio divino (Causa Universal) [38].

Por último, los vicios contrarios al intellectus, a la ciencia y a la sabiduría como hábitos naturales son, respectivamente, la ceguera intelectual del que se niega a reconocer lo evidente, la ignorancia del que desea mantenerse en el desconocimiento y la necedad del que, al estar absorbido por las cosas terrenas, no puede elevar la mirada hacia Dios para juzgar desde Él.

●          Las virtudes intelectuales de la razón práctica son el arte o técnica y la prudencia. En efecto, «estos hábitos de dirección práctica son de doble género, pues la humana actividad puede ser regulada desde un doble punto de vista: en cuanto es libre ejercicio de la actividad voluntaria en orden al fin moral (agere) y en cuanto es realización o acción productora de algo exterior (facere). La perfección de la razón práctica para dirigir la producción de una obra es el arte; la dirección racional de la actividad voluntaria constituye la prudencia» [39].

El arte es «la recta razón de algunas cosas que han de ser hechas [facere]» [40], a saber, de los artificios o artefactos producidos por el hombre, desde las bellas artes hasta los productos de la industria, pasando por la mecánica, la artesanía, la técnica..., diversificándose así al modo de las ciencias en muy numerosos hábitos (se pueden tener unos sin poseer otros). Todos ellos, sin embargo, con un punto en común: todos los hábitos artísticos tienen por materia la producción de algo exterior al hombre, no la pura actividad intelectual, y tampoco la fantasía y otras facultades sensibles, que ya vimos que cuentan con sus disposiciones propias. Al igual que las especulativas, el arte es una virtud imperfecta, pues no asegura el buen uso:

Para que el hombre use bien del arte que tiene, se requiere buena voluntad, que es perfeccionada por la virtud moral; por esto dice el Filósofo que hay una virtud del arte como virtud moral, en cuanto que para su buen uso se requiere una virtud moral [41].

Y no solo eso, sino que «la moral, y máxime la vida sobrenatural, deben influir positivamente en el arte mismo y perfeccionarlo, elevarlo y ennoblecerlo en su fondo mismo artístico» [42]. Y así, por ejemplo, «en el artista cristiano, la fe y el amor ardientes pueden fecundar y animar todas sus facultades de creación artística, llevándole a aquel grado de elevación y pureza, de maravillosas expresiones del arte, que se admiran en los grandes creadores cristianos [43].»

Si el arte es «la recta razón de lo factible» o «la recta razón en la producción de las cosas», la prudencia es «la recta razón de lo agible» o «la recta razón en el obrar». A diferencia del arte, la prudencia sí es ya una virtud perfecta, pues «presupone  la rectitud del apetito» o estar «bien dispuesto acerca de los fines». «De ahí que la prudencia requiera la virtud moral, por la cual el apetito adquiere rectitud» [44]. En efecto, la buena disposición en orden a los medios (prudencia) requiere de la buena disposición en orden a los fines (virtudes morales): el prudente es el que delibera y elige los medios adecuados en orden al fin debido [45]. En este sentido, el injusto difícilmente puede ser prudente.

Y el imprudente difícilmente puede actuar conforme a la justicia o ser justo con virtud bien formada: sin prudencia, las virtudes morales son fuerzas ciegas. Y es que «las virtudes morales no se autodirigen, pues no es propio de la voluntad conocer nada. Su forma se la deben a la prudencia» [46]. En toda operación virtuosa hay dos elementos, la disposición al fin-bien y la recta elección de los medios concretos, pues no se puede practicar la justicia sin la recta disposición de dicha virtud, pero tampoco sin la recta elección de lo justo en cada caso: las virtudes morales —decía Aristóteles, siguiendo en esto a Sócrates— «no se dan sin la prudencia», pues solo es recta la razón que se conforma a ella [47].

Respondo diciendo que el fin propio de toda virtud moral es conformarse con la recta razón; así, la templanza esto procura, a saber, que el hombre no se aparte de la razón por las concupiscencias; y del mismo modo la fortaleza procura que el hombre no se aparte del recto juicio de la razón por el temor o la audacia. Este fin le es impuesto al hombre por la razón natural, pues esta ordena a todos obrar según la razón. Pero cómo y por qué el hombre alcanza en el obrar el medio de la razón pertenece a la disposición de la prudencia [48].

Platón decía que la prudencia es auriga de las virtudes, en cuanto rige todas las virtudes morales. Tomás de Aquino añade que es genitrix virtutum [49], en cuanto principio de las mismas. «La prudencia —como dice M. A. Belmonte— ocupa respecto a las virtudes morales un lugar análogo al de la caridad respecto a las teologales. Así como la caridad es la forma de todas las virtudes, la prudencia es la madre de las virtudes morales» [50]. Volveremos sobre ello al hablar de la conexión entre las virtudes.

En el ejercicio de la prudencia se dan tres actos o momentos: el consejo-indagación, el juicio acerca de los medios hallados —ambos actos pertenecientes a la razón especulativa— y el mandato —que es acto ya de la razón práctica consistente en la «aplicación de los consejos y juicios a la operación»— [51]. En cuanto que la prudencia es la recta razón de lo agible, el mandato o imperio es su acto principal o específico. En efecto, el mandato es lo que define propiamente a la prudencia, si bien la orden —para ser prudencial— debe ser el fruto de una correcta deliberación y de un recto juicio, los cuales, en este sentido, son actos secundarios y preparatorios. De aquí resultan tres virtudes auxiliares: la eubulía o virtud del buen consejo, que es el hábito de la buena deliberación [52], la sínesis o sensatez, que capacita para juzgar y sentenciar bien en los casos ordinarios, según las leyes comunes del buen obrar [53], y la gnome o perspicacia, que capacita para juzgar conforme a una razón superior en los casos extraordinarios no previstos por la ley común [54].

Por lo demás, para el acto perfecto de prudencia son necesarios los siguientes elementos o “partes integrales”:

—         Partes de la prudencia en cuanto cognoscitiva (consejo y juicio): memoria (conocimiento de las cosas pasadas), inteligencia (conocimiento de los principios del obrar), sagacidad o solercia (conocimiento ágil por propio descubrimiento), razón (conocimiento de unas cosas a partir de otras) y docilidad (que nos dispone para recibir bien el conocimiento de los sabios y prudentes).

—         Partes de la prudencia en cuanto directiva (mandato): previsión o providencia (del fin que se pretende y al que se ordenan los medios), circunspección (para tener en cuenta todas las circunstancias, que pueden hacer malo lo que en principio debería ser bueno) y precaución (para evitar los obstáculos).

En definitiva, como dice Pieper, «el núcleo y la finalidad propia de la doctrina de la prudencia estriba precisamente en demostrar la necesidad de esta conexión entre el deber y el ser, pues en el acto de prudencia, el deber viene determinado por el ser […]. La doctrina de la prudencia […] dice: el bien es aquello que está conforme con la realidad» [55].

No se corresponde la virtud del arte con ningún don específico, si bien los dones del intellectus, la sabiduría y la ciencia, aunque en cuanto que perfeccionan a la fe son fundamentalmente especulativos, tienen una innegable eficacia práctica por la que alcanzan también de algún modo a esta y otras virtudes. Sí hay don propio para la prudencia, el don del consejo, que proporciona una recta deliberación de lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural; como la sabiduría y la ciencia, capacita para un recto juicio acerca de las verdades reveladas, pero en su aplicación a las acciones singulares [56].

Por lo demás, el vicio opuesto al arte, a la destreza del buen artesano o artista, es la torpeza. Hay diversos vicios opuestos a la prudencia. Siguiendo a San Agustín, Tomás de Aquino los divide en dos grupos: los que se oponen manifiestamente, «que proceden de la falta de prudencia o de aquellas cosas que son requeridas para ella», y los que presentan una falsa semejanza con ella, «que se dan por abuso de aquellas cosas que son necesarias para la prudencia» [57].

El primer grupo está formado por la imprudencia, que desprecia el consejo u otro elemento del acto prudencial, y la negligencia, que se opone a la diligencia exigida por el imperio. La imprudencia puede adoptar diversas formas, de acuerdo con los tres momentos de la prudencia (consejo, juicio e imperio —diligente—): precipitación o temeridad en la deliberación o consejo (vicio opuesto a la eubulía) [58] —que incluye los defectos en la docilidad, en la memoria y en la atención—, insensatez o inconsideración de lo necesario para un juicio recto (vicio opuesto a la sínesis y a la gnome) [59] —que incluye la falta de cautela y la ausencia de circunspección—, la inflexibilidad, rigidez o falta de perspicacia del que juzga todos los casos por igual (vicio opuesto específicamente a la gnome) y la inconstancia en el precepto [60] —que incluye la imprevisión y los defectos de inteligencia y de sagacidad—. La negligencia se incluiría en última instancia entre los defectos del imperio y merece una atención especial: «dice el Filósofo en el libro VI de la Ética que se ha de deliberar con calma pero, una vez finalizada la deliberación, se ha de actuar con rápida determinación» [61]. El negligente se diferencia del inconstante en que este falla en el precepto por algún impedimento, mientras que aquel falla por falta de prontitud o solicitud a la hora de imperar sobre lo ya debidamente deliberado y juzgado [62].

El segundo grupo está formado por:

—         La prudencia de la carne —término procedente de la Teología, frente a prudencia del espíritu—, que se propone los bienes carnales como fin de la vida. «Pero si eso ocurre, entonces ni se ve ni se puede buscar el último fin de la vida humana, fin que ni consiste ni puede consistir en los bienes del cuerpo, puesto que éstos son variables, sometidos a pérdidas, y respecto de los cuales el hombre no sólo no satura su deseo de felicidad sino que si los persigue con ahínco cae en el estragamiento, se vuelve estólido y aburrido, y a la postre, ni siquiera es capaz de gozar de esos bienes» [63].

—         La astucia —se ordena al fin, sea bueno o malo, sin reparar en los medios—, que incluye el engaño, el dolo y el fraude —constituyen la ejecución de la astucia, bien solo con hechos (fraude), bien con palabras (dolo in verbis o mentira), bien con hechos y/o palabras (engaño)—. Surge cuando, en lugar de someter la voluntad a la recta razón, eligiendo los medios adecuados en orden al fin debido, es la razón la que se pone al servicio de la voluntad para legitimar artificialmente —mediante el engaño y las argucias— y llevar a efecto por cualquier medio sus inclinaciones. La astucia, tan reputada por Maquiavelo como virtud del buen Príncipe [64], es en realidad vicio opuesto al buen gobierno de la prudencia. «Compañeros suyos son […] la doblez, la simulación, el disimulo, la apariencia, etc. Se torna, pues, hipócrita» [65].

—         La excesiva preocupación por las cosas temporales —pues se ha de atender preferentemente a lo espiritual [66] —y del porvenir —debiéndose reservar la inquietud para su debido tiempo— [67].Y esto bien «a causa de tomar los bienes materiales, las posesiones físicas, el trabajo, los negocios, el placer, etc. como fin en sí», bien «a causa del interés excesivo […] que ponemos para allegar recursos, acarrear méritos, etc.», bien «por el temor excesivo a perder en el futuro lo que se tiene […], y ello a pesar de poner los medios razonables para que no se pierdan los bienes de que se dispone». Y es que «en rigor, sin medida la solicitud no es virtud, sino un “vicio” opuesto a la prudencia» [68].

●          Mención aparte merece la sindéresis o razón natural, que es el hábito innato de la razón práctica equivalente al hábito de los primeros principios de la razón teórica. La sindéresis proporciona el conocimiento de los primeros principios de lo operable, los principios prácticos o del orden moral, como «los fines de las virtudes morales» [69] y las potencias del alma y «los preceptos de la ley natural» [70], de tal modo que «la sindéresis mueve a la prudencia como el entendimiento de los principios a la ciencia» [71]. Ambas virtudes —dice García López— son naturales, surgen de manera espontánea y sin esfuerzo alguno; no faltan en ningún hombre, y son la base de todas las demás […]. Nadie puede dejar de ver que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto (primer principio de la inteligencia), ni tampoco que hay que buscar el bien y rechazar el mal (primer principio de la sindéresis)» [72].

Como afirma Juan Fernando Sellés, la sindéresis y el hábito de los primeros principios especulativos «son perfecciones de entrada con que a modo de instrumento cuenta el entendimiento agente» [73]. Así lo dice Santo Tomás explícitamente: «los primeros principios de la demostración […] son en nosotros como los instrumentos del entendimiento agente por cuya luz está vigente la razón natural» [74]. Sin embargo, el Angélico los ubica en el entendimiento posible:

Si hay en el entendimiento posible algún hábito causado inmediatamente por el entendimiento agente, tal hábito es incorruptible tanto por sí como por accidente. Y de esta naturaleza son los hábitos de los primeros principios, tanto de los especulativos como de los prácticos [75].

Pero, ¿cómo es posible que sean innatos y, al mismo tiempo, causados por el entendimiento agente en el posible? Prosiguiendo los planteamientos tomistas y en coherencia con ellos, podemos afirmar que los hábitos de los primeros principios como tales hábitos radican en el entendimiento agente, pero el conocimiento mismo de dichos principios, como cualquier otro conocimiento, reside en el posible. Por  lo demás, como el resto de los hábitos, es susceptible de crecimiento, y también de decrecimiento, aunque no pueda desaparecer en cuanto tal [76]. En este sentido, ni en los principios prácticos ni en los especulativos cabe el error [77].

Gabriel Martí Andrés, en revistas.uma.es/

Notas:

1   Esta no es, no obstante, la única diferencia con respecto a las disposiciones no habituales, pues, en función del tipo de disposición con la que se compare, podríamos hablar también de la infinitud potencial, la voluntariedad, la indeterminación…; pero es la que más claramente configura al hábito como segunda naturaleza. En el animal son las destrezas, tanto innatas como adquiridas, las que gozan de mayor permanencia; de ahí la importancia del adiestramiento: «Sed quia bruta animalia a ratione hominis per quandam consuetudinem disponuntur ad aliquid operandum sic vel aliter, hoc modo in brutis animalibus habitus quodammodo poni possunt» (S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 2). Ahora bien, en ningún caso dichas habilidades animales adquirirán la estabilidad de las habilidades técnicas del hombre; y así, un aguilucho cautivo pronto pierde las destrezas transmitidas por su madre, lo cual no sucede con las técnicas adquiridas por el hombre (nadar, montar en bicicleta…).

2   Martí, Gabriel: “El crecimiento en la virtud a la luz del pensamiento aristotélico-tomista (I): las pasiones del alma”; en Metafísica y Persona, año 2 (Julio 2010), nº 4.

3   En esto abunda la idea —defendida por Aristóteles en las Categorías y asumida y desarrollada por los medievales— de que los hábitos constituyen la primera especie de cualidad, refiriéndose esencialmente más a la naturaleza que a la potencia, aunque, claro está, haya hábitos —justo los que estamos estudiando— que impliquen orden inmediato a la acción y que, en este sentido, radiquen propiamente en las potencias del alma.

4   Aristóteles: Ética a Nicómaco, libro segundo, cap. I, 1103 a-b. Traducción castellana: Marías, Julián y Araujo, María. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1985.

5   Platón: Gorgias, 527, b.

6   Aristóteles: o. c., libro décimo, cap. VII, 1177 a.

7   Ib., libro primero, cap. IX, 1099 b.

8   Melendo, Tomás: Felicidad y autoestima. Madrid: Eiunsa, 2006, p. 29.

9   En el grado determinado por sus dotes naturales, que tienen prioridad ontológica o en orden de naturaleza.

10    «…soli Deo beatitudo perfecta est naturalis […]» (S. Th. I, q. 62, a. 4, co). Por lo demás, el acto con el que el ángel decide su destino definitivo es el primer acto de libre arbitrio, pues hay que tener en cuenta que en el ángel no hay nada que impida o retarde el movimiento de su naturaleza intelectual (cf. S. Th. I, q. 62, a. 6, ad 3). De este modo, la decisión se da en un segundo instante tras la creación, pues, así como en el hombre el punto inicial en el procedimiento de antecedencias mutuas voluntad-entendimiento es el conocimiento de los primeros principios, en el ángel la primera operación es la vuelta a sí por el conocimiento vespertino. «Sed ab hac operatione quidam per matutinam cognitionem ad laudem verbi sunt conversi, quidam vero, in seipsis remanentes, facti sunt nox, per superbiam intumescentes, ut Augustinus dicit, IV super Gn. ad Litt. Et sic prima operatio fuit omnibus communis; sed in secunda sunt discreti. Et ideo in primo instanti omnes fuerunt boni; sed in secundo fuerunt boni a malis distincti» (S. Th. I, q. 63, a. 6, ad 4). Se puede hablar por tanto —doctrina que Sto. Tomás toma de S. Agustín— de dos conocimientos en el ángel: el conocimiento vespertino —común a todos—, que es aquel por el cual conoce la realidad —también el Verbo (por su imagen) — en su naturaleza propia (cf. De ver. q. 8, a. 16; De pot. q. 4, a. 2; S. Th. I, q. 58, a. 7, co) y el conocimiento matutino —exclusivo de los ángeles buenos— que es el conocimiento perfecto de la gloria, el conocimiento del Verbo (y de la realidad) por la visión directa de Su esencia (cf. De ver. q. 8, a. 16; De pot. q. 4, a. 2; S. Th. I, q. 62, a. 1, ad 3). En consecuencia, la primera operación del ángel es un acto de entendimiento; el segundo, un acto de voluntad. Esto es lógico, si se tiene en cuenta que el objeto de la voluntad es el bien aprehendido. Es en este segundo acto, el primero de libre arbitrio, en el que el ángel decide su destino (cf. S. Th. I, q. 62-63; In II Sent, d. 5, q. 2, a. 2; Quodl. IX, q. 4, a. 3; De ver. q. 29, a. 8, ad 2; De mal. q. 16, a. 4).

11    S. Th. I, q. 62, a. 5, ad 1. «Ad secundum dicendum quod Angelus est supra tempus rerum corporalium, unde instantia diversa in his quae ad Angelos pertinent, non accipiuntur nisi secundum successionem in ipsorum actibus» (S. Th. I, q. 62, a. 5, ad 2). Ciertamente, podemos hablar de ciertos hábitos también en el ángel. En el orden sobrenatural se dan en él los mismos que en el hombre, en cuanto a su potencia obediencial. Y en el orden natural no podemos hablar de hábitos entitativos, puesto que son sustancias puramente espirituales, ni de hábitos operativos intelectuales —más que en un sentido impropio (especies infusas) —, por cuanto su conocimiento es intuitivo; pero sí de ciertos hábitos operativos de la voluntad: «En cuanto a la voluntad angélica, se actuaría en el orden natural por un simple hábito de conversión al bien, precedido de otro prudencial en la razón en práctica. Estos, en el orden actual, son sustituidos por la gloria y caridad en los buenos y por la ceguera y hábito de obstinación en los ángeles malos» (Urdanoz, Teófilo: Introducción al ‘Tratado de los hábitos y virtudes’ de la Suma teológica. Madrid: BAC, 1954, tomo V, p. 54). Pero en ningún caso se da en el ángel este largo camino de crecimiento paulatino en la virtud.

12    Hablamos fundamentalmente de tres, a saber, el vigor físico (frente a la debilidad), la salud (frente a la enfermedad) y la belleza exterior (frente a la deformidad). En el hombre, en última instancia, son las disposiciones para la recepción del alma. Este es, por lo demás, el único sentido en el que Sto. Tomás atribuye hábitos/disposiciones a los animales: «vires sensitivae in brutis animalibus non operantur ex imperio rationis; sed si sibi relinquantur bruta animalia, operantur ex instinctu naturae. Et sic in brutis animalibus non sunt aliqui habitus ordinati ad operationes. Sunt tamen in eis aliquae dispositiones in ordine ad naturam, ut sanitas et pulchritudo» (S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 2). Y también en el alma nutritiva podemos hablar de ciertas disposiciones entitativas, si bien en los animales y plantas las tres disposiciones entitativas mencionadas adquieren formas peculiares, como la estampa de un pura sangre (belleza exterior) o la resistencia a las heladas de un cactus (vigor físico). Por otra parte, hay ciertas destrezas o habilidades en el cuerpo que constituyen, sin duda, disposiciones —que no hábitos— operativas, pero dichas disposiciones lo son del cuerpo solo secundariamente, pues en el viviente el principio de operaciones es el alma. Es cierto que tienen una correspondencia en los miembros, igual que la potencia motriz, pero son en un sentido primario disposiciones del alma (dependientes de la técnica). Así se concilian las posturas de Juan de Santo Tomás y de Cayetano. Por lo demás, también en este sentido podemos hablar de disposiciones en el animal, como en los casos ya mencionados más arriba de amaestramiento o domesticación —en un sentido positivo— (solo sería propiamente técnica, en cuanto virtud intelectual, en el entrenador, que se valdría del animal a modo de instrumento) o de pérdida de habilidades naturales en las situaciones de vida en cautividad —en un sentido negativo—, si bien las destrezas humanas, elevadas a técnica, gozan, como vimos, de mayor estabilidad.

13    Solo caben hábitos en las potencias inferiores del alma en cuanto estas son imperadas por el entendimiento y la voluntad. Y así, los hábitos intelectuales requieren una buena educación de los sentidos internos, y las morales, de los apetitos sensibles —en los que propiamente radican algunas de ellas—.

14    Juan Fernando Sellés dice con bastante acierto que la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza sobrenaturales son «virtudes infusas en la naturaleza», mientras que la fe, la esperanza y la caridad son «virtudes sobrenaturales infusas en la persona» (Sellés, Juan Fernando: Los hábitos adquiridos. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2000, p. 9). Supuesta la infusión, las virtudes sobrenaturales pueden ser actualizadas cuando el hombre quiera, y en esto se diferencian de los dones, que solo actúan cuando Dios quiere, como veremos más adelante. Merece la pena citar un brillante artículo de Enrique Martínez acerca de la educación de la virtud: «Sin embargo, en la vida sobrenatural el agente educativo principal siempre es Dios, y el educando tratará de responder adecuadamente a la iniciativa divina, cooperando con ella en el caso de las virtudes, o no poniendo obstáculos en el caso de los dones». Y más adelante: «Es verdad que la iniciativa en toda la vida sobrenatural es de Dios, especialmente en la actuación de los dones del Espíritu Santo; mas en lo que puede actuar el hombre —las virtudes infusas, presupuesta la gracia—, éste puede enseñar a disponerse adecuadamente a la recepción de estos dones, lo que se hace, sobre todo, por medio de la oración nacida de una fe viva» (Martínez, Enrique: “Educar en la virtud. Principios pedagógicos de Santo Tomás”; en E-aquinas, nº 1, Enero-2003, pp. 38 y 46).

15    «Dupliciter autem habitus aliquis ordinatur ad bonum actum. Uno modo, inquantum per huius modi habitum acquiritur homini facultas ad bonum actum […]. Alio modo, aliquis habitus non solum facit facultatem agendi, sed etiam facit quod aliquis recte facultate utatur […]. Et quia virtus est quae bonum facit habentem, et opus eius bonum reddit, huiusmodi habitus simpliciter dicuntur virtutes […]. Non enim dicitur simpliciter aliquis homo bonus, ex hoc quod est sciens vel artifex, sed dicitur bonus solum secundum quid, puta bonus grammaticus,   aut bonus faber. Et propter hoc, plerumque scientia et ars contra virtutem dividitur, quandoque autem virtutes dicuntur, ut patet in VI Ethic» (S. Th. I-II, q. 56, a. 3, co; cf. In III Sent. d. 23, q. 1, a. 4, qc. 1, co). Podríamos decir que la sabiduría, la ciencia, el intellectus, el arte y la técnica son virtudes en sentido estricto solo en cuanto que son gobernados por las virtudes morales o “perfectas”.

16    Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. IV, 1105 b.

17    Cf. S. Th. I-II, q. 57, a. 1, co.

18    Cf. García López, Jesús: Virtud y personalidad según Tomás de Aquino. Pamplona: Eunsa, 2003, p. 194.

19    Cf. Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. III, 1139 b.

20    S. Th. I-II, q. 50, a. 4, ad 3.

21    S. Th. I-II, q. 56, a. 5, co.

22    Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 46.

23    Ib.

24    Cf. S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 3; In III Sent, d. 14, a. 1, qc. 2 et d. 23, q. 1, a. 1; De virt. q. 1, a. 1.

25    Así, dice Santo Tomás, por poner un ejemplo, que la buena memoria es una de las condiciones requeridas para la prudencia (cf. S. Th. I-II, q. 56, a. 5, ad 3).

26    «Et ideo opus cognitionis in intellectu terminatur. Et propter hoc, virtutes cognoscitivae sunt in ipso intellectu vel ratione» (S. Th. I-II, q. 56, a. 5, ad 1).

27    El entendimiento es esencialmente especulativo, pues tiende a la contemplación de la verdad en sí, pero «intellectus speculativus extensione fit practicus» (S. Th. II-II, q. 4, a. 2, ad 3), en cuanto que dirige la acción.

28    S. Th. I-II, q. 57, a. 2, co; cf. De virt. q. 1, a. 12.

29    «Sobre la trascendentalidad de la bondad se funda inmediatamente el principio de conveniencia o de bien. Se han propuesto diversas fórmulas de este primer principio. Registremos algunas: “el bien es superior al mal”; “el ser es mejor que el no ser”; “existir es ser amado”; “el bien se ha de hacer y el mal se ha de evitar”. También se ha expresado bajo la forma del llamado principio de finalidad que puede formularse doblemente: “la potencia es por el acto”, y “todo agente obra por un fin”» (González Álvarez, Ángel: Tratado de Metafísica. Madrid: Gredos, 1961, p. 165)

30    No todos estos principios encuentran formulación explícita en Tomás de Aquino. Algunos, ciertamente, ya estaban en Aristóteles, como el de no contradicción y conveniencia, y son desarrollados ampliamente por el Angélico. Otros, si bien fueron formulados con anterioridad, no son recogidos como tales por nuestro autor, como el de identidad, ya presente con bastante claridad en Parménides. Y otros fueron formulados con posterioridad; tal es el caso del de razón suficiente (todo ente tiene una razón suficiente de ser o todo ente es inteligible en tanto que es ente), que encuentra antecedentes en Abelardo y en Giordano Bruno, habiendo de esperar a Leibniz, no obstante, para encontrar una formulación explícita.

31    Cf. Sellés, Juan Fernando: o. c., p. 15.

32    Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. VII, 1141 a. No podemos incluir en la lista la opinión o la sospecha, por cuanto —aun siendo ciertos hábitos cognoscitivos (imperfectos)— pueden expresar igualmente verdad que falsedad (cf. Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. III, 1139 b; S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 3).

33    Cf. In III Sent., d. 36, q. 1, a. 2, co. «Et sicut ab essentia animae fluunt eius potentiae, ita a gratia fluunt quaedam perfectiones ad potentias animae, quae dicuntur virtutes et dona, quibus potentiae perficiuntur in ordine ad suos actus» (S. Th., III, q. 62, a. 2, co).

34    S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 2.

35    “Et utrumque dependet a sapientia sicut a principalissimo, quae sub se continet et intellectum et scientiam” (S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 2).

36    Cf. Super De Trinitate, pars 1, q. 2, a. 2, ad 1

37    Los dones del Espíritu Santo y las virtudes infusas (entre las que destacan las virtudes teologales) son recibidas junto con la gracia en el Bautismo como auxilio necesario al hombre en su camino hacia la felicidad sobrenatural o bienaventuranza. La diferencia entre los primeros y las segundas es que las virtudes, siendo infusas, pueden sin embargo ser actualizadas cuando el hombre quiere, mientras que los dones solo actúan por iniciativa divina: los dones son hábitos operativos ordenados como a fin a la perfección de las virtudes teologales, que disponen al hombre para seguir con prontitud la moción del Espíritu Santo, recibir con facilidad sus iluminaciones u obedecer con diligencia su iniciativa. Con las virtudes sobrenaturales, en definitiva, participamos de la vida del Espíritu Santo al modo humano; con los dones, al modo divino. Unas y otros crecen simultáneamente, pero «es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esta ascesis no está bien adelantada, no se llega a la vida mística pasiva, mucho más perfecta, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones» (Iraburu, José María: Por obra del Espíritu Santo. Pamplona: Fundación Gratis Date, 2007, p. 21. La cursiva es mía).

38    En cuanto que dones, no se puede hablar en sentido estricto de vicios opuestos. Sin embargo, sí que se pueden disponer mal las facultades para su actuación por parte de Dios, generándose así una serie de hábitos que, de algún modo, se oponen a los dones, sin que estos desaparezcan en estado de gracia. Así, frente al intellectus, la ciencia y la sabiduría tenemos el embotamiento (incapacidad para penetrar en lo íntimo de las cosas), la ignorancia (mal juicio respecto de lo particular) y la estulticia (mal juicio sobre el fin común de la vida), respectivamente. Por lo demás, si bien estos dones del entendimiento tienen una clara correspondencia con hábitos naturales, constituyen, como claramente se aprecia en sus definiciones, un complemento a la fe (y en el caso de la sabiduría, también y sobre todo a la caridad, como veremos).

39    Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 202

40    «Respondeo dicendum quod ars nihil aliud est quam ratio recta aliquorum operum faciendorum» (S. Th., I-II, q. 57, a. 3, co; cf. De virt., q. 1, a. 7).

41    «Ad secundum dicendum quod, quia ad hoc ut homo bene utatur arte quam habet, requiritur bona voluntas, quae perficitur per virtutem moralem; ideo philosophus dicit quod artis est virtus, scilicet moralis, inquantum ad bonum usum eius aliqua virtus moralis requiritur» (S. Th., I-II, q. 57, a. 3, ad 2).

42    Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 204.

43    Ib.

44    «Dictum est autem supra quod aliquis habitus habet rationem virtutis ex hoc solum quod facit facultatem boni operis, aliquis autem ex hoc quod facit non solum facultatem boni operis, sed etiam usum. Ars autem facit solum facultatem boni operis, quia non respicit appetitum. Prudentia autem non solum facit boni operis facultatem, sed etiam usum, respicit enim appetitum, tanquam praesupponens rectitudinem appetitus. Cuius differentiae ratio est, quia ars est recta ratio factibilium; prudentia vero est recta ratio agibilium. Differt autem facere et agere quia, ut dicitur in IX Metaphys., factio est actus transiens in exteriorem materiam, sicut aedificare, secare, et huiusmodi; agere autem est actus permanens in ipso agente, sicut videre, velle, et huiusmodi. Sic igitur hoc modo se habet prudentia ad huiusmodi actus humanos, qui sunt usus potentiarum et habituum, sicut se habet ars ad exteriores factiones, quia utraque est perfecta ratio respectu illorum ad quae comparatur. Perfectio autem et rectitudo rationis in speculativis, dependet ex principiis, ex quibus ratio syllogizat, sicut dictum est quod scientia dependet ab intellectu, qui est habitus principiorum, et praesupponit ipsum. In humanis autem actibus se habent fines sicut principia in speculativis, ut dicitur in VII Ethic. Et ideo ad prudentiam, quae est recta ratio agibilium, requiritur quod homo sit bene dispositus circa fines, quod quidem est per appetitum rectum. Et ideo ad prudentiam requiritur moralis virtus, per quam fit appetitus rectus» (S. Th., I-II, q. 57, a. 4, co; cf. De virt., q. 1, a. 12).

45    «Verum autem intellectus practici accipitur per conformitatem ad appetitum rectum» (S. Th., I-II, q. 57, a. 5, ad 3), mientras que la del entendimiento especulativo lo es por conformidad con la cosa.

46    Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 36; cf. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 4, co, ad. 1 et ad. 2; cf. De Ver., q. 27, a. 5, ad 5.

47 Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. XIII, 1144 b.

48    S. Th., II-II, q. 47, a. 7, co; cf. In III Sent., d. 33, q. 2, a. 3.

49    In III Sent., d. 33, q. 2, a. 5, co.

50    Belmonte, Miguel Ángel: “Aproximación a una genealogía de la prudencia”; en E-aquinas, año 3 (Agosto-2005), p. 11.

51    S. Th., II-II, q. 47, a. 8, co; cf. In Rom. 8, lect. 1.

52    La deliberación es una operación inmanente. No se trata, pues, de aconsejar o pedir consejo a otros —algo que también es importante—, sino de aconsejarse, sopesando los pros y los contras de una acción (cf. Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 45).

53 El matiz que diferencia a la prudencia de la sínesis es claro: «Unde dicit quod prudentia est praeceptiva, inquantum scilicet est finis ipsius determinare quid oporteat agere vel non agere, sed synesis est solum iudicativa» (Sententia Ethic., lib. 6, l. 9, n. 6).

54    Cf. In III Sent., d. 33, q. 3, a. 1, qc 3-4; De Virt., q. 1, a. 12, ad 26 et q. 5, a. 1; S. Th., I-II, q. 57, 55 Pieper, Josef: Las virtudes fundamentales. Madrid: Rialp, 2003, p. 17.

56    El hábito que se opone al don del consejo, en el limitado sentido en el que se puede hablar de vicios opuestos a los dones y que antes explicamos, es la precipitación del que osa obrar sin previa deliberación.

57    S. Th., II-II, q. 53, pr.

58    «En ella la voluntad no queda eximida de culpa, porque es ella quien zanja prematuramente la deliberación racional por motivos infundados, es decir, por ceder a caprichos o apetencias sensibles fáciles de satisfacer, o por soberbia» (Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 96). a. 6.

59    «De esa culpa, obviamente, la voluntad no queda eximida, pues ésta ha devenido débil para elegir, y cede ante la atracción de las pasiones» (Ib., p. 102).

60    «Un hombre inconstante es quien se despreocupa por flojera de llevar a cabo lo propuesto y lo decidido. Lo propuesto se debe al juicio práctico de la razón. Lo decidido, a la elección de la voluntad» (Ib., p. 105).

61    S. Th., II-II, q. 47, a. 9, co.

62    Si bien no todos ellos constituyen en sentido estricto vicios, sino más bien impedimentos para el ejercicio perfecto de la virtud, a cada una de las partes integrales de la prudencia se opone un hábito. Y así, podemos hablar de olvido, ignorancia, irracionalidad, negligencia, indocilidad, imprevisión, falta de circunspección y falta de cautela.

63    Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 172.

64    Cf. Maquiavelo, Nicolás: El Príncipe, cap. XVIII.

65    Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 173. La calumnia, la corrupción, la traición, el hurto, la especulación… también están implicadas no pocas veces en la astucia (cf. Ib., pp. 175-177).

66    «Et ideo concludit quod principaliter nostra sollicitudo esse debet de spiritualibus bonis, sperantes quod etiam temporalia nobis provenient ad necessitatem, si fecerimus quod debemus» (S. Th., II-II, q. 55, a. 6, co).

67    Cf. C. G., lib. 3, cap. 135; S. Th. II-II, q. 55, a. 7, ad 2.

68    Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 177-179

69    S. Th., II-II, q. 47, a. 6, co.

70    S. Th., I-II, q. 94, a. 1, ad 2

71    «Sed synderesis movet prudentiam, sicut intellectus principiorum scientiam» (S. Th., II-II, q. 47, a. 6, ad 3).

72    García López, Jesús: o. c., p. 199.

73    Sellés, Juan Fernando: Los hábitos adquiridos. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2000, p. 15.

74    «Prima autem principia demonstrationis […] sunt in nobis quasi instrumenta intellectus agentis, cuius lumine in nobis viget ratio naturalis» (De ver., q. 10, a. 13, co).

75    «Unde si aliquis habitus sit in intellectu possibili immediate ab intellectu agente causatus, talis habitus est incorruptibilis et per se et per accidens. Huiusmodi autem sunt habitus primorum principiorum, tam speculabilium quam practicorum» (S. Th., I-II, q. 53, a. 1, co).

76    Cf. In II Sent, d. 24, q. 2, a. 3, ad 5.

77    Cf. Quodl., III, q. 12, a. 1, co.

Waldo Villalpando

La esclavitud en la historia [1]

Adoptando diferentes modalidades, la esclavitud ha existido a lo largo de la historia humana, por lo menos desde los tiempos en que se tenga registro. En muchos casos ha constituido un modo de dominación adicional de un pueblo sobre otro siguiendo a la conquista militar. En otros, la práctica de someter a los seres humanos a un estado total de dependencia, constituyó una manera de organización económica íntimamente ligada a la producción de bienes o el estilo de vida de los pueblos.

Los grandes imperios antiguos –y sus extraordinarias obras arquitectónicas que todavía admiramos- se construyeron con mano de obra esclava. Así en la antigua Mesopotamia, India, China o Egipto. Pero también en otras civilizaciones, como en Grecia, Roma o los imperios precolombinos de América. El tratamiento difería adoptando en muchos casos formas bestiales (por ejemplo en la explotación de minas) y en otros casos, adoptando modos más benignos, cercanos a las actuales servidumbres domésticas. De ese modo, los esclavos fueron empleados en los hogares, comercio, construcción, transporte, explotación de recursos naturales y agricultura al punto de constituir una parte natural de la vida social sin considerar a la esclavitud una práctica éticamente objetable.

Algunos autores vinculan la esclavitud con la aparición de formas de tratamiento más humanitario. Por ejemplo, la costumbre de proteger y no eliminar a los prisioneros de guerra, exigencia del actual derecho internacional humanitario, se conecta con el objetivo de preservarlos para esclavizarlos, emplearlos en trabajos forzosos o algún modo de incorporación social [2]. No siempre los esclavos eran encerrados si no que en algunos casos gozaban de libertad de movimiento y de ciertos derechos como parece haber ocurrido en Atenas. Kitto [3] afirma que en esta polis “los esclavos gozaban en general de una considerable libertad y tenían protección legal… conducta bien conocida porque los espartanos se burlaban de que en las calles de Atenas los esclavos no se distinguían de los ciudadanos”. En la misma línea Géza Alföldy [4] sostiene que el estrato más oprimido del imperio romano no eran los esclavos, apreciados por sus amos y alimentados regularmente, sino los campesinos supuestamente libres pero que no tenían medios de subsistencia y que en la mayoría de las provincias carecían del beneficio de ser “ciudadanos romanos”.

En este contexto puede admitirse que el pensamiento antiguo no objetara la esclavitud, sino que la considerara como innata al sistema de vida de los pueblos. Así, Aristóteles, en consonancia con su época, sostiene que “la economía doméstica, para ser completa, debe comprender hombres libres y esclavos” Y para justificar la esclavitud recurre al único aporte que caracteriza al esclavo: su fuerza física: “A veces uno es inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre. Tal es la condición de todos aquéllos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y el único partido que puede sacarse de su ser. Entonces se es esclavo por naturaleza” [5].

Las grandes religiones monoteístas tendieron a mitigar las condiciones y el tratamiento a los esclavos, sin llegar a eliminar la propia institución. En el Antiguo Testamento se admite la esclavitud pero se establecen limitaciones temporales: la liberación al séptimo año de la adquisición del esclavo, la libertad de todos los  esclavos en el Jubileo (cada cincuenta años)  y el tratamiento benigno (Ex 21 1-11; Lv 25, 35-55; Dt 15, 12-18). El cristianismo predica el mensaje de que todos los hombres –libres o esclavos– son hijos de Dios de modo que su doctrina implícita es contraria a la esclavitud. Sin embargo, San Pablo solo exhorta a los siervos a servir con respeto y responsabilidad al patrón, y a éste, tratar sin abusos a los siervos (Ef 6, 5-9; Col 3, 22; Tm 6, 1-2). No hay mención explícita en  el Corán sobre la esclavitud propia de su tiempo, pero las interpretaciones más reconocidas consideran que el islamismo es contrario a la esclavitud y que en realidad el Corán propende a su eliminación gradual [6].

El hecho de que la esclavitud sea atenuada y la práctica judía de liberar a los esclavos a los siete años (repitiendo el ciclo de la creación del mundo realizada en seis días y descansar el séptimo aceptado por las tres religiones monoteístas) no es exactamente contradictoria, sino que debe interpretarse como un modo de reparar la injusticia humana. Refiriéndose a la ley judía de liberación de esclavos cada siete años, Crossan [7] se pregunta qué lógica hay de esta práctica si, por otro lado, no se prohibía la esclavitud. ¿Cuál es la lógica detrás? ¿Por qué deben liberarse los esclavos? Los matrimonios, por ejemplo, no se divorcian a los siete años. Estas leyes tienen sentido sólo si hay un supuesto constitucional de que la justicia divina involucra la igualdad radical… involucra un rechazo incesante de la desigualdad que insiste en imponerse entre los hombres”. En suma, las religiones monoteístas de hace algunos siglos consideraban la esclavitud como injusta sobre la base del principio de igualdad del género humano ante Dios. Sus efectos más negativos debían ser evitados pero la institución en sí se admitía.

Durante el período medieval el Imperio Otomano fue el principal captador de esclavos negros provenientes del Sur del Sahara. Una de las rutas, conocida como “transahariana” atravesaba el desierto del Magreb en dirección al Medio Oriente. Esta travesía era especialmente dura. Austen [8] calcula que solo en el cruce del desierto hacia Marruecos morían alrededor del 5% de los esclavos transportados, pero si se iba en dirección a la actual Libia podía alcanzar el 20% e incluso “terminar en una hecatombe”. Este tráfico es menos conocido porque se realizaba por tierra pero se prolongó por siglos. El mismo Austen [9] estima que aproximadamente diecisiete millones de africanos negros habrían sido capturados y esclavizados entre los siglos VII a XIX. Aunque históricamente menor, la práctica todavía continúa, particularmente con mujeres [10]. Volveremos sobre este tema.

Una alternativa al tráfico esclavo partía del África Oriental hacia Asia con diversas bases costeras, la más conocida, la isla de Zanzíbar (etimológicamente “costa de negros”, hoy, parte de Tanzania) de las que salían convoyes en dirección al sudeste asiático e incluso hacia el Río de la Plata. En Asia, el destino eran India y China, en cuyo puerto de Cantón se había asentado un establecimiento de comerciantes árabes [11]. De hecho, la esclavitud y su comercio recién fue abolida en Zanzíbar en 1897 bajo el sultanato de Hamoud bin Mohammed. Mauritania sólo prohibió legalmente la esclavitud en 1982.

Un tercer itinerario esclavista hacia Turquía se desarrolló en el Mar Mediterráneo desde la fundación de la Regencia de Argel (1541) bajo dominio otomano y dentro del proceso de islamización de África del Norte. Entre los siglos XVI y XIX, Argel se convirtió en una potencia militar marítima que controló el comercio de toda la cuenca del Mediterráneo. Este dominio acabó en 1847 con la conquista de la actual Argelia por Francia y la progresiva decadencia  del imperio otomano. Durante los siglos de dominación turca se desarrolló también un intenso tráfico de esclavos provenientes de otras regiones. Se capturaban mujeres para los harenes especialmente en Europa Oriental (la palabra “esclavo” proviene de la voz “eslavo”; de ahí surge también el giro “trata de blancas” con que se identificó a la prostitución forzosa femenina). El secuestro de la población eslava coincide, a su vez, con el período de guerras internas del siglo X y siguientes que asolaron la actual Europa Oriental. Desde el siglo XVI esta práctica se vio reforzada por los piratas que incursionaban por el Mar Mediterráneo, muchos de ellos europeos, aliados a los turcos, como lo fueron los hermanos Barbarroja, fundadores de la Regencia. Las mujeres capturadas ingresaban a los harenes o burdeles y los hombres eran destinados a trabajar en las canteras y las minas de sal.

Durante el período medieval, en Europa propiamente dicha, se desarrollaron formas alternativas de dependencia, que fueron las bases del régimen feudal. De hecho, este sistema, llamado de servidumbre o gleba, se desarrolla con la caída del Imperio Romano y la inseguridad general que acompaña a la fragmentación política del imperio. Así, el pequeño propietario y otros individuos se confían o se venden al señor feudal, que, a su vez, les provee de protección contra invasores o maleantes. El sistema se aproxima a una forma contractual  de mutua prestación de servicios, en el que las partes intercambian libertad por seguridad: Se comenta de un dicho en boga en la Edad Media, la posesión feudal estable vale más que una propiedad insegura [12].

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La trata masiva de esclavos africanos hacia América

La conquista de América por los países europeos llevó consigo la restauración de la esclavitud a fin de explotar las riquezas mineras y agrícolas del nuevo continente. Como ya se ha dicho los africanos subsaharianos habían sido por siglos víctimas de incursiones de levas  de esclavos por parte de los árabes del norte de África. Sin embargo, las nuevas necesidades económicas de América generaron un comercio en gran escala de africanos hacia América y secundariamente, también hacia Europa. Se abrió otro itinerario de comercio esclavista, una suerte de triángulo de comercio esclavo entre los países costeros de Europa, el occidente de África y este de América principalmente el Caribe y Brasil.

El tráfico de esclavos negros desde la costa occidental africana fue sustancialmente un negocio privado desarrollado empresarialmente con “licencias” otorgadas por las autoridades coloniales europeas [13] En su origen la trata fue un asunto organizado en pequeña escala pero ya en el siglo XVI se transformó en un formidable negocio de traslado forzoso de población negra hacia América para someterla a condiciones de esclavitud absoluta. Su dureza variaba según los patrones o las circunstancias. Entre los siglos XVI a XIX este proceso –equivalente al árabe, musulmán en Oriente- fue planificado y desarrollado cuidadosamente. Las estadísticas de la población deportada y sometida a esclavitud desde África Occidental solamente, o bien muerta en el intento, sigue siendo polémica aunque puede considerarse que entre 15 y 20 millones de africanos la habrían sufrido [14].

Sirva de ilustración el cuadro que se acompaña elaborado por la UNESCO que proyecta la magnitud y dirección de este trágico negocio. Bajo el título de “La ruta del esclavo” se proyecta una síntesis de este “itinerario de la inhumanidad” como lo define la propia Organización. En los cuadros adicionales se puede observar los inicios del comercio de esclavos africanos en los siglos XV y XVI, su apogeo en el siglo XVIII y su progresiva decadencia a partir del siglo XIX [15].

Aun después de la abolición formal de la esclavitud, algunas regiones africanas, particularmente la del Congo, continuaron siendo un centro de explotación esclava. En 1884 se creó unilateralmente el Estado Libre del Congo que las potencias coloniales donaron al rey de Bélgica Leopoldo II personalmente (no a Bélgica). Bajo su monarquía se organizó la explotación forzada del caucho y del marfil que convirtió al Congo en una suerte de campo de concentración para la producción, en el que murieron alrededor de diez millones de africanos, además de millones de mutilados [16]. Esta ocupación terminó formalmente en 1908 cuando Leopoldo II “donó” ese territorio al reino de Bélgica. Sin embargo, los establecimientos de producción (quizás en condiciones más benignas) continuaron hasta la independencia del país (hoy República Democrática del Congo) en 1960.

Las denuncias por estos hechos son bien conocidas. Además de las investigaciones emprendidas por otros países e instituciones cabe citar las obras literarias de Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas) y Mario Vargas Llosa (El sueño del celta) así como la cinematográfica de Francis Ford Cóppola (Apocalypse now, cuyo guión se inspira en la obra de Conrad combinada con escenas de la guerra de Vietnam))

El abolicionismo

Los movimientos abolicionistas de fines del siglo XVIII surgieron especialmente en Inglaterra de las nuevas iglesias protestantes disidentes del anglicanismo. Tal fue el caso del fundador de la Iglesia Metodista, Juan Wesley, que en 1774 publicó “Pensamientos sobre la esclavitud” donde polemizó con la Iglesia Anglicana y calificó la esclavitud como “el más execrable de los comercios… y escándalo de Inglaterra y la Humanidad”. Lo propio ocurrió con la Iglesia de los Amigos, más conocida como “cuáqueros” que se opuso a la esclavitud desde su origen, tanto en Gran Bretaña como en EEUU.

En Inglaterra, el punto de inflexión en la lucha contra la esclavitud lo constituyó el caso de un esclavo negro llamado Jonathan Strong que había sido golpeado brutalmente y abandonado por su amo. El conocido escritor Granville Sharp lo recogió y curó. Cuando Strong sanó, su amo anterior pretendió recuperarlo como esclavo. La lucha para que se declarara su liberación fue defendida pública y clamorosamente por el propio Granville Sharp. El Tribunal Supremo inglés finalmente dispuso su liberación en 1765. Desde entonces Sharp se convirtió en un conocido promotor del abolicionismo y denunciante de los excesos de la esclavitud.

Entre tantos otros luchadores abolicionistas es justo mencionar a William Wilberforce, miembro de la Cámara de los Comunes que mantuvo durante unos quince años en el Parlamento un proyecto de ley de abolición de la esclavitud (que sistemáticamente era rechazado por  la Cámara), hasta que finalmente se aprobó en 1807. También Thomas Clarkson, fundador en Londres de la “Sociedad para efectuar la abolición de la Esclavitud”. Otro conocido luchador fue Olaudah Equiano, ex esclavo que logró su liberación y pudo educarse en Londres. Publicó sus memorias y varios libros de apasionada defensa del abolicionismo. Entre otras posturas defendía los matrimonios mixtos como modo de superar el racismo y él mismo se casó con una ciudadana inglesa (Susannah Cullen) con quien tuvo dos hijas.

Similares movimientos siguieron en otros países europeos hasta la abolición de la esclavitud: así, en Inglaterra, a partir de 1807 con diversas leyes que confirmaron la abolición definitiva y en Dinamarca desde 1802. En Holanda y Francia en 1815. La libertad de vientres fue declarada en España en 1870 pero solo aplicada contra el tráfico negrero de modo gradual en los años siguientes. Portugal abolió la esclavitud formalmente en Brasil en 1888. En la medida que los países latinoamericanos se independizaron durante el siglo XIX, se aprobaron leyes contra la esclavitud: libertad de vientres, prohibición del comercio esclavista, abolición total de la esclavitud. En Estados Unidos, la esclavitud fue abolida luego de la Guerra de Secesión, en 1865. En Argentina la “libertad de vientres” se declaró en 1813, tres años después de iniciado el proceso de independencia colonial y la abolición total quedó consagrada como principio constitucional en 1853.

Por otro lado, la evolución que llevó consigo la revolución industrial en Europa, colaboró en la decadencia del esclavismo como sistema económicamente rentable. La organización de la producción de bienes industriales se encaminó hacia un régimen de patrón-asalariado, que técnicamente era más eficaz que la esclavitud. Sin embargo, la producción de bienes primarios, servicios y extracción de recursos naturales, la explotación sexual, continuaron y aún continúan siendo reductos de la trata humana, principalmente en los países menos desarrollados.

La legislación internacional

•  El Acuerdo de Bruselas

La prohibición de someter a esclavitud a los prisioneros de guerra o la población civil durante un conflicto figuraba ya en el Código de Lieber (1863¸ arts. 23, 42 y 58). Este documento, uno de los antecedentes más importantes del actual Derecho Internacional Humanitario fue elaborado en ocasión de la Guerra de Secesión.

A su vez, los movimientos abolicionistas que ya existían en casi todos los países europeos y Estados Unidos, lograron finalmente convocar, con el apoyo del rey Leopoldo II de Bégica [17], una Conferencia Internacional realizada en Bruselas en 1889/1890. En ella se dispuso la abolición de la esclavitud y penalizar su comercio, la vigilancia de su aplicación y la limitación o prohibición del consumo de alcohol (puesto que la captura se facilitaba alcoholizando previamente a las víctimas del comercio). Lo importante de esta Conferencia son los Estados signatarios, 17 en total, que comprendían las grandes potencias colonizadoras de África más algún invitado extraterritorial que brindó una imagen cosmopolita. Firmaron el acuerdo Alemania, Austria, Bélgica, Congo (de hecho bajo dominio de la corona belga), Dinamarca, España, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Holanda, Imperio Otomano (invitado por sus intereses en África y así asociar a un país musulmán), Italia, Persia, Rusia, Suecia / Noruega (por entonces un solo reino) y Zanzíbar (en la época bajo dominio inglés, hoy parte de Tanzania). Más tarde se adhirió Japón.

•  Convención sobre la Esclavitud (1926).

La Declaración de Bruselas fue confirmada en 1919 poco después de la terminación de la Primera Guerra en la Convención de Saint Germain en Laye. La Sociedad de las Naciones creó una Comisión Temporal Preparatoria para la abolición y castigo de la esclavitud en junio de 1924. Esta Comisión redactó la Convención sobre la Esclavitud que fue firmada en Ginebra el 25 de septiembre de 1926. Además de prohibir la esclavitud, la Convención tenía por objeto impedir que el trabajo forzoso se convirtiera en una condición análoga. Se trata del primer gran documento de vocación universal que protege un derecho fundamental de los seres humanos.

De un modo casi pedagógico, el art.1 define, de un modo sencillo lo que entiende por esclavitud y trata de esclavos:

”La esclavitud es el estado o condición de un individuo sobre el cual se ejercitan los atributos del derecho de propiedad o algunos de ellos.

La trata de esclavos comprende todo acto de captura, adquisición  o cesión de un individuo para venderle o cambiarle; todo acto de cesión por venta o cambio de un esclavo, adquirido para venderle  o cambiarle, y en general todo acto de comercio o transporte de esclavos” [18].

En consecuencia, los Estados se comprometen (art. 2) a:

a)       prevenir y reprimir la trata de esclavos;

b)       procurar de una manera progresiva, y tan pronto como sea posible, la supresión completa de la esclavitud en todas sus formas.

Además, los Estados se obligan a adoptar todas las medidas necesarias para que las infracciones a esta Convención sean “castigadas con penas severas” (art. 6). En caso de diferencias en la interpretación o la aplicación, los Estados se someten a la decisión de la Corte Permanente de Justicia (hoy en día su sucesora, la Corte Internacional de Justicia).

A fin de evitar formas encubiertas de esclavitud, particularmente el trabajo forzoso, el art.5 de la Convención establece que los Estados deben “tomar todas las medidas pertinentes para evitar que el trabajo forzoso u obligatorio lleve consigo condiciones análogas a la esclavitud”.

•        Convención suplementaria sobre la abolición de la esclavitud, la trata de esclavos y las instituciones y prácticas análogas a la esclavitud” (1956).

Treinta años más tarde, luego de la Segunda Guerra y teniendo a la vista la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se sancionó una nueva Convención en línea con la de 1926 a tal punto que le agregó la calificación de “suplementaria”. En efecto, la Convención de 1956 confirma la vigencia de la anterior pero amplía notablemente su alcance y precisión.

Como base las definiciones genéricas de “esclavitud” y “trata de esclavos” reproducen las expuestas en la Convención de 1926 (art. 7). Pero lo importante es que se profundiza en otras situaciones análogas que a partir de entonces se han considerando como equivalentes a esclavitud, a saber (art. 1):

a)       La servidumbre por deudas. En consonancia el tradicional principio jurídico de no admitir la prisión por deuda.

b)       La servidumbre de la gleba. Se entiende por ella la condición de la persona que queda obligada por la ley, la costumbre o un acuerdo a vivir y trabajar sobre una tierra que pertenece a otra persona y prestar al dueño determinados servicios “sin libertad para cambiar su condición”.

c)       La dependencia de la mujer. Se prohíbe la sujeción involuntaria de la mujer a su marido o a su clan cuando: i) sin libertad para oponerse, es prometida o dada en casamiento por una suma de dinero o en especie: ii) el marido de la mujer, la familia o el clan del marido tienen el derecho de cederla a un tercero; iii) a la muerte de su marido puede ser transmitida por herencia a otra persona.

d)       La especial protección del menor. Es considerada análoga a la esclavitud toda situación o práctica en virtud de la cual un niño o joven [19] menor de 18 años es entregado por sus padres o uno de ellos o su tutor a otra persona mediante remuneración o sin ella con el propósito de explotar la persona o el trabajo del niño o joven.

Los Estados Partes asumen diversas obligaciones ahora mucho más específicas que las de 1926. Por ejemplo, prescribir disposiciones para garantizar la libre voluntad de los contrayentes a contraer matrimonio y la creación de un registro matrimonial (art.2); prohibir y castigar el transporte o el intento de transportar esclavos de un país a otro y específicamente impedir y castigar el transporte de esclavos en buques o aeronaves autorizados a enarbolar el pabellón nacional; impedir que sus puertos, aeropuertos o costas sean utilizados para el transporte de esclavos (art.3). Queda igualmente prohibido mutilar, marcar a fuego o por otro medio a un esclavo o a una persona en condición servil, sea para indicar su condición, castigarlo o cualquier otra razón (art. 5).

En acuerdo con todo lo anterior, todo esclavo que se refugie a bordo de un buque de un Estado Parte quedará libre ipso facto (art. 4). Esta disposición es luego reproducida en el art. 99 de la Convención del Mar.

Los Estados quedan obligados también a que las prácticas de esclavitud descriptas en la Convención sean castigadas penalmente dentro de sus territorios (art. 6). Se establecen diversas formas de cooperación entre los Estados (art. 8).

Los Estados que ratifiquen la Convención no podrán formular reserva alguna a la Convención (art. 9). Cualquier conflicto que surja de la interpretación de esta Convención que no pueda se resuelta por negociación será sometido a la Corte Internacional de Justicia (art. 10).

•        Declaración Universal de los Derechos Humanos. Estatuto de la Corte Penal Internacional

La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada en 1948. Consagró como un derecho personalísimo (art. 4) el de no ser sometido a esclavitud o servidumbre. Declara además que la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas formas.

Prosiguiendo antecedentes penales internacionales, los Estatutos de Nuremberg (1945), y de los Tribunales Penales Internacionales para la Ex Yugoslavia (1993) y para Rwanda (1994), el del Estatuto de la Corte Penal Internacional (1998) estableció que la práctica de la esclavitud es crimen de lesa humanidad. Es interesante notar que la definición de este Estatuto, si bien breve, recoge, por un lado, la tradicional definición de la Convención de 1926, pero agrega una mención nueva al referirse específicamente a mujeres y niños, en consonancia con futuros documentos internacionales (por ejemplo, el Protocolo del año 2000 que se menciona más adelante) que prohibirán con mayor precisión la trata de estos grupos de personas para la prostitución. La definición de la Corte dice así:

“Por esclavitud se entenderá el ejercicio de los atributos del derecho de propiedad sobre una persona, o de algunos de ellos, incluido el ejercicio de esos atributos en el tráfico de personas en particular de mujeres y niños” (art. 7 inc. c)

Tanto la Convención contra la Esclavitud de 1956 como el Estatuto de la Corte Penal Internacional han sido ratificados por Argentina.

La trata de personas en la actualidad.

Formas análogas a la esclavitud se reflejan en nuestros días principalmente en la trata de personas, práctica que ha aumentado de modo alarmante con la aparición de la criminalidad organizada transnacional. La Organización Internacional del Trabajo (OIT, en inglés ILO) estima que la trata involucra unas 2.450.000 víctimas provenientes de 127 países. El total de las ganancias ilícitas obtenidas se calcula, para un año solamente, en treinta y dos mil millones de dólares (32.000.000.000) [20].

La trata de personas de nuestros días tiene, generalmente, dos objetivos: a) la explotación laboral, incluyendo la mano de obra infantil; b) la explotación sexual. Esta última práctica supera ampliamente a la anterior y tiende a ser acompañada de algún tipo de violencia. Aproximadamente dos tercios de las personas traficadas son mujeres y un 79% de ellas destinadas a la prostitución. Si bien existe algún tipo de decisión personal, ésta se ve distorsionada por la violencia, las amenazas de violencia contra ella o sus familias, o bien engaños diversos, seguidos de violencia o abuso de la vulnerabilidad [21].

La criminalidad organizada transnacional ha dado un nuevo relieve a este delito mediante la creación de una suerte de red de cómplices que operan en el reclutamiento, la concentración en áreas de partida hacia el exterior, la falsificación de documentos, el transporte internacional,  la nueva localización y la distribución en burdeles o zonas de explotación. Se aplica un capital significativo, utilización de una tecnología de avanzada, transporte rápido y, por supuesto, la corrupción a todo nivel. Si bien la mayor parte de las víctimas proceden de los países menos desarrollados no ocurre en todos, sino en aquéllos en que opera la criminalidad organizada [22].

La legislación internacional sobre la trata de mujeres

La elaboración de los instrumentos interestatales contra la trata de mujeres se inicia con el Acuerdo Internacional del 18 de mayo de 1904 firmado en París por doce Estados, todos ellos europeos. Le siguió el Convenio Internacional relativo a la Trata de Blancas, también firmado en París, en mayo de 1910. En ambos documentos los Estados se comprometen a castigar los que hayan “contratado, arrastrado o desviado… a mujeres o niñas menores con el fin de libertinaje”, aun con su consentimiento (art.1) o bien la misma conducta respecto de mujeres mayores cuando mediara fraude, violencia, amenazas, abusos de autoridad u otro medio de sujeción para “satisfacer las pasiones de otros o con el fin de libertinaje” (art.2). Otros dos documentos auspiciados por la Sociedad de las Naciones en los años 1921 y 1933 respectivamente completaron algunos términos ambiguos de esta legislación. Después de la Segunda Guerra, en 1949, las Naciones Unidas, promovieron la firma de un nuevo Convenio para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena que avanzó notablemente sobre la materia.

Sin embargo, en todos estos documentos la definición del delito de trata de mujeres era incompleta, lo que les ha restado eficacia legal. La insistencia de una adecuada definición, en este caso como en muchos otros delitos internacionales, no es sólo una cuestión de buena técnica jurídica, sino que representa el acuerdo de Estados de todo el mundo para calificar una conducta como universalmente sancionable más allá de los diversos sistemas jurídicos, las costumbres sociales y culturas, punto aun más controvertido cuando se refiere a las relaciones de sexo.

Recién en el año 2000 se alcanza un acuerdo internacional para definir el delito de trata de mujeres en el “Protocolo de Naciones Unidas para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, especialmente Mujeres y Niños”. Este documento es anexo a la Convención Internacional contra la Delincuencia Organizada Transnacional aprobada por la Asamblea General también en Noviembre 2000. Como se ha dicho, el Protocolo salva la carencia de una definición internacional suficientemente amplia y eficaz [23]. En síntesis, el delito se describe así:

i.        La captación, transporte, traslado, acogida o recepción de personas;

ii.       utilizando medios indebidos (amenaza de usar la fuerza, coacción, rapto, fraude, engaño, abuso de poder, vulnerabilidad de la víctima o lograr su disponibilidad mediante beneficios a favor de quien tenga autoridad sobre ella;

iii.      con el fin de la explotación sexual, trabajos o servicios forzados, esclavitud o situaciones análogas, por ejemplo servidumbre y extracción de órganos.

iv.      Se aclara, además, que cualquiera de las acciones previstas se considerará “trata de personas” cuando se trate de niños (toda persona menor de 18 años) aunque haya mediado consentimiento de las víctimas o sus familias.

Tanto el Protocolo como la Convención no son meras proclamaciones sino instrumentos objetivos que permiten alcanzar uniformidad jurídica internacional para combatir la explotación de seres humanos. Se busca así salvar la gran dispersión jurídica que existe entre los países, obstáculo esencial para una eficaz acción internacional. Castiga también las actividades delictivas anexas a saber: la complicidad así sea circunstancial, la corrupción, el blanqueo de dinero y la obstrucción de la investigación. El análisis de estas Convenciones y su problemática implica un estudio más profundo y especializado que será materia de un trabajo separado.

* * * * *

Si bien las formas históricas más vergonzantes de la esclavitud ya no existen y la condena universal de esa práctica es un hecho, el crimen como tal no ha desaparecido. Persiste a través de lo que ahora se llama trata de personas. Las modernas formas de este crimen son producto de las nuevas condiciones materiales, entre ellas, la globalización, el perfeccionamiento de los medios de comunicación, la facilidad y abaratamiento del transporte, la sobrepoblación mundial, la pobreza endémica de vastas regiones del globo y la aparición del crimen organizado transnacional. Hoy al menos existe una legislación apropiada y que ha ido adquiriendo validez y consenso internacional.

Sin embargo, un comportamiento personal sigue siendo un factor fundamental en la trata de personas y en otros crímenes transnacionales: la corrupción. Estos delitos proliferan sobre la base del soborno, la “vista gorda” de funcionarios y políticos, la obstrucción a las investigaciones, la complicidad en actos menores pero esenciales al crimen mayor y las múltiples variaciones de la inmoralidad. La persistencia de la esclavitud en buena medida refleja la crisis ética individual que a veces parece superar los ideales de justicia e igualdad del género humano. La lucha contra la esclavitud es también, y de modo esencial, una lucha contra la corrupción y en favor de la transparencia personal.

Waldo Villalpando, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      Para el enfoque general consultamos la siguiente bibliografía: Bastide, Roger, Las Américas negras, Alianza, Madrid, 1969. Ferro, Marc (Coordinador). “El libro negro del colonialismo”, La esfera de los libros, Madrid, 2005. Lengellé, Maurice,”La esclavitud”, Icaria, Barcelona, 1971. Manis, Daniel y Cowley, M. “Historia de la trata de negros”, Alianza, Madrid, 1970. Thomas, Hugh, “La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870”, Planeta, Barcelona, 1998. UNESCO, “La ruta del esclavo”, http:/www.lacult.org/docc. Otras fuentes se indican en el texto.

2      Sassoli, Marco, Bouvier, Antoine A., “How does law protect in war?”, Internacional Committee of the Red Cross, Ginebra, 2006, p.83

3      Kitto, H.D.F., “Los griegos”, Eudeba, Buenos Aires, 1962, p.182

4      Alföldy, Géza , Historia Social de Roma, Alianza, Madrid, 1996, p. 145 y ss.

5      Aristóteles, “Política”, Libro I, Cap. II

6      Tapsir Nemune, dirigida por el Ayatollah Nazer Makarem Shirazi, Qom 1993, T.21, p.410 y ss.

7      Crossan, John Dominic, El nacimiento del Cristianismo, Emecé Editores, Buenos Aires, 2003, p. 569

8      Austen, Ralph. The trans-Saharan slave trade, a tentative census, Geremy Arcons, The uncommon market, 23-76. También de Austen, African Economic History, James Currey, 1997, pp.275 y ss.

9      Ídem ant.

10      Un film norteamericano, Ashanti (1979), denuncia este comercio en la actualidad a través de la historia de una operación de secuestro de una médica, que es llevada al norte de África a través del desierto para ser vendida como esclava sexual. El papel del mercader de esclavos en la ficción es desempeñado por Peter Ustinov (1921-2004), un reconocido actor que defendió causas humanitarias desde la pantalla y fuera de ella.

11      Heers, Jacques, Les négriers en terres de l’Islam (vi – xvi siècle), Perrin, París, 2003, p. 117 y ss.

12      Touchard, Jean, Historia de las ideas políticas, Tecnos, Madrid, 1964, p. 132.

13      Véase el espeluznante documento sobre la organización técnica de la captura, transporte y depósito de los esclavos. Se hace una descripción de la logística, el transporte, la seguridad de la mercancía (los esclavos) y las directivas para rentabilizar el negocio. En “Los depósitos de los esclavos como artefactos de funcionamiento múltiple”, ponencia para las VII Jornadas Latinoamericanas de Estudios Sociales y Técnicos, 2008, firmado por Lalouf, A., Santos, G. y Buch, A.

14      Producto de diversas fuentes ya citadas. Este cálculo en particular proviene de Becker, Charles, “Les effets démographiques de la traite des esclaves en Senegambie”, de “De la traite de l’esclavage”, acts du Coloque de Nantes,tomo 2, CRHMA y SFHOM, Nantes, París, 1988. Citado y ampliado a su vez por Diop-Maes, Louise, “Historia de la Esclavitud”, Le Monde Diplomatique, Diciembre 2007. Similar recopilación de información en “De África a la plantación” de Carlo Caranci, en el dossier “La abolición de la esclavitud” de “La aventura de la Historia”, Septiembre 2007. Téngase en cuenta que a los africanos transportados efectivamente para esclavizarlos debe agregarse los muertos en las guerras de captura y las marchas hacia la costa, además, los muertos en los barracones de los barcos durante la travesía y los echados al mar para eliminar pruebas cuando comenzó a perseguirse la trata.

15      Fuente: UNESCO, Joseph Harris,, La ruta del esclavo, Ver en portal UNESCO The slave route Map, 2006.

16      Forbath, Peter, The River Congo, The discovery, exploration and exploitation of the world’s most dramatic river, Harper and Row, New York, 1991. Nzongola Ntalaja, The Congo from Leopold to Kabila:a people history, Zed Books Limited, New York, 2002.

17      A pesar del régimen de explotación que instauró en el Congo, Leopoldo II promovió, por otro lado, iniciativas sociales y humanitarias que resultan incompatibles con su política personal en África. Por ello, y por mucho tiempo el rey Leopoldo mantuvo la imagen de hombre filántropo y sensible a los problemas sociales

18      El primer párrafo de esta definición se reproduce en la Convención Suplementaria de 1956 y define el delito de lesa humanidad de “Esclavitud” en el Estatuto de la Corte Penal Internacional (art. 7, párrafos.1 c) y 2 c)

19      En ambos casos se entiende masculino o femenino

20      ILO, A Global Alliance Against Forced Labour, Ginebra, 2006. La Oficina de Naciones Unidas contra el Crimen y la droga (UNODC en sus siglas en inglés) mantuvo ese cálculo en su Informe 2010, The globalization of the Crime, Viena., 2010, p. 39.

21      Ídem ant.

22      La descripción de los pasos de la prostitución transnacional son descriptos por Denisova, Tatiana, Trafficking in Women and Children for Purposes of Sexual Exploitation, Law Department, Zaporishie State University, http:/ (www.childrentrafficking.com//Docs/Derisova. También en UNODC, The globalization…, op.cit., p.45.

23      En el preámbulo del Protocolo se comenta que “si bien existe una gran variedad de instrumentos jurídicos internacionales que contienen normas y medidas prácticas para combatir la explotación de las personas, especialmente las mujeres y niños, no hay instrumento universal que aborde todos los aspectos de la trata de personas” (párr.3).