José Carlos Martín de la Hoz

Durante los primeros siglos de nuestra historia el, Mediterráneo fue un puente de unión entre las diversas naciones. Comunicadas por las calzadas romanas, las rutas marítimas y gobernadas por el derecho romano, formaban una unidad de pueblos bajo el predominio de Roma.

Desde el siglo XVI hasta la actualidad, el Mediterráneo se ha convertido en una línea divisoria de culturas, de modos de entender la vida, la relación con Dios, la historia. El mundo islámico quedó, en gran parte, paralizado y detenido dentro de los límites del Corán, a pesar de los esfuerzos que se llevaron a cabo en las sucesivas oleadas colonizadoras europeas desde el siglo XIX.

La gran diferencia en el desarrollo científico, técnico y de progreso humano entre las dos riberas del Mare Nostrum ha llegado a ser de tales dimensiones que se ha producido, en nuestros días, un rápido proceso migratorio al que los países europeos han respondido con fuertes medidas disuasorias: el Mediterráneo, actualmente, es una verja que protege del que pretende saltarla, como si fuera un nuevo Muro de Berlín.

La llegada masiva de musulmanes del otro lado del Mediterráneo ha suscitado un gran interés por conocer el islam y los modos de pensar de esos nuevos vecinos nuestros que trabajan, se divierten y conviven con nosotros. Si bien en España ya eran conocidos, no lo eran en la medida actual: su masiva presencia y, sobre todo, la reivindicación de su cultura, religión y hábitos de vida. El hecho es que en toda Europa forman un mundo dentro de la nación en la que viven, tienen sus modos de vestir, de comer, su propia cultura. Sus peticiones de derechos y reconocimientos van en aumento, a la vez que someten al ostracismo a los europeos y cristianos que viven en los países islámicos.

Seguidamente, nos referiremos a algunos aspectos de la historia del islam en España para comprender quiénes son los musulmanes que están regresando después de cinco siglos.

1.       El islam

El día 7 de noviembre del año 680, más de cien obispos fueron convocados por el emperador en Constantinopla. Presidió el Concilio el legado pontificio y las discusiones duraron cerca de un año. Con toda seriedad y amor a la Verdad que debían explicitar, proclamaron la verdad acerca de Jesucristo.

Al mismo tiempo, Mahoma había reunido a muchos pueblos nómadas del desierto en una nueva religión que se expandía a gran velocidad: el islam. Mahoma había ido, como mercader, al desierto con una caravana de camelleros y se había convertido en uno de ellos. Hombre de una gran sensibilidad religiosa y humana, había sabido transmitir, con gran acierto, un ideal de vida religiosa a aquellos pueblos. El cielo que les prometía era de un gran atractivo: los elegidos esperaban encontrar los más variados y tangibles goces sensibles.

Mahoma había nacido en La Meca por el 570. En aquella ciudad del Oriente se custodiaba, en La Kaaba, un meteorito caído muchos siglos atrás como signo de la divinidad. Mahoma se había quedado huérfano muy joven y acompañó a su tío en una larga expedición que acabó en Siria. A los veinticinco años de edad entró a servir a una mujer viuda, Chadicha, con la que acabó casándose y tuvo con ella una hija llamada Fátima.

Con su ascenso social y consiguiente cambio de vida, pudo dedicar tiempo a la oración y al diálogo con judíos y cristianos heterodoxos. Así conoció la Sagrada Escritura, tanto el Nuevo como el Antiguo Testamento, que le hizo abandonar la religión animista que profesaba y fundar una nueva religión. Al Dios único y Todopoderoso, Omnisciente, lo denominó Alá. Su gran preocupación fue, desde el principio, combatir el politeísmo y llevar a todos los hombres la fe en el único y verdadero Dios, creador de cielos y tierra y remunerador de buenos y malos. Por una falsa interpretación de la Revelación recibida, negará la Trinidad y la muerte de Jesucristo en la Cruz, los Sacramentos y la Iglesia.

Sus pretendidos momentos de revelación de parte del arcángel san Gabriel, en el monte Ira, fueron recogidos posteriormente, en suras o fragmentos en el Corán. Los textos recogidos en el Corán son de una gran belleza poética y con fuertes resonancias de la Sagrada Escritura. En definitiva, Mahoma fundó una religión sincrética hecha a la medida y a la mentalidad de los hombres del desierto de Arabia.

Al comienzo su oración la realizaba dirigiéndose a Jerusalén, ciudad santa, pues él se consideraba el último profeta, después de Moisés y de Jesús, a quienes había de suceder para llevar a la plenitud la Revelación de Dios a los hombres comenzada con Abrahán. Pensaba que él era el Paráclito prometido por Jesucristo.

Los cinco mandamientos que se denominan los pilares del islam son la profesión de fe, las abluciones, las cinco oraciones diarias, el ayuno en el mes del Ramadán, la peregrinación a la Meca al menos una vez en la vida y la limosna. El Corán recogerá las costumbres de los beréberes e impondrá el deber de la hospitalidad y el de la moderación. Estaba prohibido comer la carne de cerdo, como la ley judía, de la que tomaba también la circuncisión, pero prohibía el vino. En cambio, permitía con mayor facilidad tomar mujeres.

Mahoma, después de alcanzar los primeros prosélitos, tuvo que huir de La Meca a Medina el año 622 –año de la Hégira– (hégira significa ‘huida’). Este es el comienzo del tiempo para los musulmanes. Medina, desde entonces la ciudad del Profeta, será testigo de la expansión del islam. Mérito de Mahoma fue alcanzar la unión de muchas tribus nómadas con las que conquistó La Meca, destruyó los ídolos y dejó La Kaaba como punto de unión y peregrinación para todos los musulmanes.

Al principio se apoyará en algunos cristianos y judíos, pero pronto prescindió de ellos cuando, a la cabeza de numerosos y fanáticos seguidores, pudo lanzarse a la conquista de Arabia. Mahoma murió el año 632, convencido de haber llevado a cabo una importante misión.

La sucesión de Mahoma no estuvo exenta de dificultad:

Desaparecido Mahoma, su tarea espiritual y profética se había completado, pero permanecía la tarea de difundir el mensaje islámico hasta que fuera implantado en todas las latitudes de la tierra. Era un cometido político-religioso que se debía realizar extendiendo la autoridad de las comunidades que habían abrazado la nueva fe y practicaban la Ley revelada. Hubo de elegirse un sucesor del Profeta que hiciera posible la cohesión y ejerciese el liderato necesario para el gobierno de los musulmanes y la expansión del islam. Khalifa fue el título adoptado por Abú Bakr, suegro y primer sucesor de Mahoma. Su designación electiva como cabeza de la comunidad islámica señala la fundación histórica del Califato, que fue abolido formalmente por el político reformador turco Mustafá Kemal Ataturk en marzo de 1924 [1].

islam significa unión. Precisamente la falta de unidad entre los musulmanes fue lo que detuvo su avance imparable por el mundo y lo que hoy en día descarga la tensión y la preocupación ante su posible extensión mundial.

1.1.    Síntesis del islam

Así pues, el islam se presenta como camino de salvación. Su profeta, Mahoma, aparece como el último profeta que debía llevar a cumplimiento lo que la Sagrada Escritura, la Biblia, había anunciado mediante la Revelación definitiva, contenida en el Corán. Por tanto, la actitud del creyente debe ser de plena sumisión al querer de Dios. Una obediencia que abarca la totalidad de la vida: el derecho, la economía, las relaciones familiares, sociales, el Estado y la política.

Lo más importante de la vida de Mahoma fue su experiencia de la omnipotencia ilimitada de Dios y su profunda convicción de la trascendencia divina. De ahí que subraye con energía que el pecado más grande es el de la idolatría y, en general, el politeísmo. Incluso las primeras apreciaciones favorables al cristianismo contenidas en el Corán se convirtieron en durísimas afirmaciones, al condenar el dogma trinitario cristiano como una gravísima afrenta a la Unidad de Dios. El único pecado que Dios no perdona es contradecir el monoteísmo.

Mahoma comenzó siendo “elegido de Dios”, después un “enviado de Dios” y terminó como un caudillo de un inmenso pueblo. Del mismo modo la “revelación” recibida terminó por ser el camino para llegar a Dios, una senda determinada hasta los más menudos pormenores. En definitiva, el único camino.

El Corán

Mahoma afirmaba haber recibido abundantes mociones divinas, inspiraciones, conversaciones con el arcángel san Gabriel, voces divinas. Esos mensajes se encaminaban a la plenitud de la Revelación y también a la suavización de la ley judía y evangélica en el texto sagrado y definitivo del Corán. Sus seguidores, a su muerte, reunieron sus pensamientos y fijaron el texto definitivo, tal y como nos ha llegado a nosotros [2].

A lo largo de los 114 capítulos o suras, con un número variable de versículos o aleyas, se va narrando, sin orden, la predicación de Mahoma a lo largo de su vida. En las aleyas del Corán se encuentra, para los creyentes, la revelación definitiva de Dios y un mensaje de salvación. Creer y vivir con fidelidad al Corán es el camino para ser fieles a Dios. El origen “divino” del Corán es capital para entender su importancia en el islam y, como consecuencia de la infalibilidad, es la causa de exigir una obediencia incondicional a sus contenidos.

También hay que recordar que “Mahoma no solo fue el transmisor del mensaje de Allah, sino también su primer intérprete, al tener que solucionar en su vida cotidiana los problemas diarios de sus seguidores” [3].

Por tanto, las fuentes de la religión islámica son el Corán y la Sunna o conjunto de dichos formulados por el profeta Mahoma. La Sunna contiene, en primer lugar, la propia vida del profeta que, como tal, es modelo para sus seguidores. En segundo lugar, sus respuestas a diversas cuestiones que le planteaban, sus consejos, advertencias, exhortaciones, etc., y finalmente el estilo de vida de los acompañantes de Mahoma. Así fueron recogiéndose esas sentencias en grandes colecciones veneradas por los musulmanes hasta nuestros días. Junto a la Sunna, se encuentran los comentarios al Corán de indudable interés. Lógicamente, por el valor sobrenatural atribuido al Corán, existe una total desproporción entre este y la Sunna o los comentarios.

Teología y escuelas

Tanto por el modo de presentarse el mensaje, lleno de posibles sentidos espirituales oscuros, como por la peculiar fijación del texto se han producido diversas escuelas teológicas (tradicionalistas, mutazilíes, asharíes), jurídicas (malikitas, hanafitas, shafiitas, hanbalitas) y las denominadas sectas (sunitas, jariditas, chiitas).

De todas formas, hay que resaltar la diferencia con el cristianismo en este punto, pues propiamente no son herejías sino diversas interpretaciones sin romper la unidad de la fe musulmana.

Como ya hemos dicho, los sunníes, a la muerte de Mahoma, siguieron a Abú Bakú, y los chiíes a Alí, el yerno y sobrino mayor del Profeta. En la actualidad el 87% de    los musulmanes son sunníes y el 13% chiíes. Aunque la desproporción es evidente, el desacuerdo entre ambas sectas es un factor determinante en la vida de muchos pueblos islámicos. De todas formas, el islam ha subsistido en el equilibrio de esas escuelas: “La fe musulmana ha sabido ‘descubrir en este desorden una coherencia de origen sobrehumano’, solución muy acorde con su pensamiento sobre la trascendencia y la insondabilidad de los planes divinos” [4].

En la teología musulmana se da una tensión entre libertad y predestinación, siempre bajo la perspectiva de que todo lo que sucede está gobernado por la providencia divina. De aquí se deriva tanto el fatalismo como la llamada a disfrutar plenamente de cada uno de los dones recibidos de Dios, y más en concreto de cada día de la vida.

En general pueden advertirse, a lo largo de la historia, movimientos pendulares hacia la vuelta periódica a una interpretación literal de los textos coránicos, hasta el punto de que muchos autores consideran que el progresismo musulmán consiste en la vuelta a la literalidad del Corán. Así, muchos afirman que el fundamentalismo es inevitable: se achacan los males de la sociedad al contacto con la civilización no musulmana, y se apunta a un regreso a las formas más antiguas como único modo de preservar la fe salvadora.

El centro de la teología y de la vida es Dios. Un Dios omnipresente, creador de Cielos y Tierra y, en particular, del hombre. Pero un Dios providente que sostiene la creación, determina el destino del hombre y lo pone a prueba mientras vive, pues es remunerador. El providencialismo islámico elimina las causas segundas y, en general, la causalidad fuera de la acción creadora divina. Esto puede llegar hasta el extremo; como afirma el historiador Ibn Jaldún: si tal tribu conquistó el poder, es que Alá estaba de su parte; si falló, se trata de lo contrario.

El origen del mal radica en la maldad del hombre o en el castigo divino por sus malas obras, pero no se atribuye a Dios, que siempre es clemente y misericordioso. En la acción humana hay dos niveles: la libertad en el plano natural y la predeterminación divina en el plano sobrenatural. En cualquier caso, la teología islámica siempre deja a salvo la omnipotencia divina y la incapacidad de entender los designios de Dios que son inescrutables.

Finalmente, hay que referirse a la concepción de Dios como Juez y como remunerador, que condena o concede el premio del Cielo. Hay un juicio en el momento de la muerte y el Juicio final. Existe el Purgatorio, en primer lugar, para los judíos y cristianos que, teniendo parte de la Revelación, no aceptaron su plenitud. El Cielo contiene un grado variable de visión de Dios, según la decisión exclusivamente divina, para sus elegidos, y un sinfín de goces al estilo de los terrenales para todos los fieles. El Infierno se reserva para los incrédulos, ateos, los apóstatas y aquellos que obraron el mal (estos, si tenían fe en Dios, serán extraídos por el Profeta y llevados al cielo). En el infierno, para el islam, existen penas de daño y de sentido.

La teología islámica renuncia a estudiar los misterios divinos, en ese sentido es particularmente notable su acento en la trascendencia divina. Se ignora más de lo que se sabe, de ahí esa actitud de no empeñarse en los propios argumentos u opiniones en materias teológicas: solo indicarían terquedad en la ignorancia. En definitiva, el islam no es tanto una vía para el conocimiento de Dios, como un camino de salvación. Es esencialmente sumisión a la Voluntad de Dios.

Vida espiritual

La oración es capital en el islam. Se trata de una oración de asombro, de alabanza, de agradecimiento, de sumisión. Al no poder penetrar en los misterios de Dios, y al rechazar el dogma de la Trinidad, el creyente musulmán no entra en la vida íntima de Dios: de ahí que su relación con Dios no trascienda la relación esclavo-amo o la de criatura-creador. Y por supuesto, no llegará a la relación cristiana fundamental: hijo-padre. La filiación divina, para el islam, no puede predicarse ni siquiera metafóricamente. Esto influye en el modo de plantear la propia relación con Dios bajo un clima de temor reverencial o de asombro y alabanza. Los intentos que se han dado a lo largo de la historia para favorecer una vía mística han encontrado grandes problemas. El sufismo, o vía mística dentro del islam, ha sido siempre muy minoritario.

La oración es de dos tipos: la ritual y la privada. El muecín llama a la oración cinco veces al día: al amanecer, al mediodía, a media tarde, al anochecer y en la noche. Para que la oración ritual tenga su pleno sentido, debe venir precedida por las abluciones, es decir la purificación del cuerpo, previa a la purificación del alma por la plegaria. Junto con el lavado, tiene lugar el vestido y la actitud del orante. Respecto al lugar, puede hacerse en la mezquita, en un lugar dedicado al culto con el uso de la alfombra. El descalzarse indica una señal de pisar un lugar de culto. Se dirige a La Meca como un modo de unirse a todo el pueblo de los creyentes.

Comienza la oración con la fórmula “Dios es grande”, después viene la recitación de algunos versículos del Corán y otras plegarias. Viene acompañada con diversos gestos corporales a modo de cadencia; de pie, inclinado, arrodillado con la cabeza pegada al suelo, arrodillado y sentado, con movimientos acompasados de los brazos. La conclusión se realiza con la confesión de fe, la bendición del Profeta, y el saludo a los dos lados.

La oración comunitaria, llena de sentido de fraternidad, perdón y reconciliación, tiene lugar los viernes en la mezquita, adonde deben acudir todos los hombres. Las mujeres ocupan, en la mezquita, una tribuna aparte. Es el día de la predicación y exhortación al pueblo. Se tratan temas religiosos, sociales, políticos, etc.

El ayuno es capital en la vida religiosa del islam: es el mejor modo de purificar los pecados y de arrepentirse de ellos. El tiempo del ayuno, mes del Ramadán, se vive evitando todo alimento y bebida hasta la noche. Con ese acto se busca la conversión del corazón. Se sustituye el ayuno por la limosna cuando no es posible vivirlo. La propia limosna es ampliamente recomendada en el islam, así como la preocupación por los necesitados y la acogida al visitante y forastero.

No existe propiamente una ascética, entendida como lucha de amor por corresponder al amor, y su consecuencia: el mundo de las virtudes y, por tanto, de la preparación del alma para ser elevada a la intimidad con Dios. Más bien la vida espiritual consiste en sucesivas conversiones mediante la petición de perdón por los pecados, el ayuno y las obras de misericordia. Las virtudes aparecen como actitudes consecuentes con el cumplimiento de la ley coránica: la humildad para aceptarla, la obediencia sumisa, la constancia, la paciencia para esperar en Dios en la contrariedad, la fraternidad con los creyentes, el respeto a la vida y a los mayores.

El aspecto sacrificial, mediante animales, es signo de la ofrenda a Dios del corazón. En el islam no existe sacerdocio propiamente; el imán es guía espiritual de conocimiento del Camino, no mediador entre Dios y los hombres. Tampoco la mezquita es el lugar sagrado del sacrificio, sino espacio de oración, de fraternidad, de reconciliación mutua. Todos y cada uno de los aspectos de la vida espiritual están marcados en los suras que, por ser divinamente reveladas, no deben ser interpretadas sino asumidas con docilidad y llevadas a la vida. El Corán abarca la vida entera; en esas letras se fija el árabe, la lengua divina por excelencia, la ley, el derecho, las relaciones humanas, el castigo, la oración, el ayuno, etc. En el islam está prohibido representar a Dios, por eso los templos y casas árabes estarán llenas de suras del Corán. A la vez, ese lenguaje oscuro, oriental, lleno de poesía, de imágenes sugerentes, hace que la escritura y la palabra busquen la belleza del ritmo, de la poesía, aunque no digan nada. No hay nada que exprese mejor el alma del Medio Oriente que el Corán.

La ley islámica

El islam, como una religión de salvación, establece una ley coránica cuyo cumplimiento es necesario, y recoge los grandes principios que han de ser creídos para tener el premio eterno, pero siempre bajo la perspectiva de un camino y bajo la predilección de Dios, que misericordiosamente lo estableció. Lo más importante es la fe en el único Dios y en Mahoma su profeta. Después, la existencia de los ángeles, asistentes del hombre en su camino y mediadores en la revelación. Finalmente, la fe en la remuneración al final de los tiempos: premio para los musulmanes fieles del Cielo, y purgatorio para los judíos y cristianos, siempre que no hayan apostatado. La condenación es segura para el increyente, pues el peor pecado es no reconocer a Dios y su revelación.

La ley coránica abarca todos los aspectos de la vida; al ser un camino de obediencia a Dios, debe ser seguida en todos sus extremos: alimentos, oraciones, limosnas, etc. Tiene en cuenta la debilidad y fragilidad humanas y se apoya en la misericordia de Dios.

El Cielo prometido para los fieles musulmanes tiene diversos grados, según el grado de amor de Dios en el corazón, buenas obras, etc., pero siempre como regalo divino. Dios no se ata a las obras humanas. Dios es comprensivo y misericordioso, buen conocedor de la fragilidad del hombre, por lo que, tras una disputa con el profeta, dejó establecido cinco momentos diarios de oración, el ayuno del Ramadán, y la purificación y oración de los viernes sin que sea día festivo.

La moral islámica determina hasta los más pequeños extremos, pero en términos de cumplimiento de la ley. No hay proceso de identificación con Dios, lo que repugna al islam. La determinación de los pecados se realiza mediante la calificación de actos de acuerdo o no con la ley islámica. Los pecados se clasifican en grandes o pequeños según afecten o no a la salvación del hombre. De ahí la especial gravedad de los pecados contra la fe. Dios es clemente y misericordioso, pronto al perdón: la única excepción es la incredulidad y la apostasía. Los demás pecados los perdona Dios siempre que haya fe, arrepentimiento y penitencia.

La ley islámica condena la blasfemia, el asesinato, el hurto, el adulterio, la prostitución, la homosexualidad. Aboga por la justicia y la búsqueda de la verdad.

Se admite la poligamia, pero se mantiene la preocupación por dar a las esposas el afecto que necesitan; los musulmanes pueden poseer legalmente cuatro mujeres y cuantas concubinas puedan alimentar. La mujer es tenida en gran estima, con una capital función en la familia y en la sociedad.

La peregrinación a La Meca entronca con la idea de que el islam es la religión de Abraham, explicitada primero por la Ley judía y el Evangelio, y finalmente por el Corán, de ahí que en el camino de la vida el creyente deba volverse a la ciudad santa donde Abraham construyó un templo y a la ciudad de La Meca, pues de allí fueron arrojados los idólatras por Mahoma y los primeros creyentes. La obligación de peregrinar una vez en la vida a La Meca es de carácter moral, como la mayoría de los preceptos del islam.

Jesús en el islam

Es importante el particular aprecio que tiene el islam por la figura de Jesús, considerado uno de los más grandes profetas, destacado junto a Dios en el juicio final, hombre de gran santidad y excelsa doctrina. Muchos pasajes de los Evangelios están recogidos en el Corán y no se ahorran elogios para su figura. Tampoco para María, su Madre, a quien se reconoce santidad y virtud. También aceptan que el nacimiento de Jesús fue virginal y milagroso.

En cambio, no se acepta la divinidad de Jesucristo, pues no es posible para el islam la existencia de personas en Dios dentro de su única naturaleza. Por tanto, tampoco se aceptan ni su muerte ni su resurrección. Quedan así sustancialmente mermadas la Cristología y la Soteriología. No hay encarnación ni redención. Para el islam, el hombre no necesita redención, sino la misericordia de Dios.

Jesús, por tanto, es el último de los profetas antes de la llegada de Mahoma, que será denominado el “sello de los profetas” y, por tanto, quien debía aclarar, resaltar y fijar definitivamente el camino.

No existe para el islam un progreso en la Revelación, sino una sola y definitiva Revelación que, en Mahoma, acaba por fijarse hasta el final de los tiempos. Un camino que exige fidelidad al pacto que Dios estableció con la humanidad a través de Abraham: servir y adorar al único Dios verdadero.

1.2.    La expansión del islam

En el año 638, solo seis años después de la muerte del Profeta, los musulmanes ya dominaban Siria, Palestina y Jerusalén. Cuando tuvieron bajo su dominio a judíos y cristianos, les permitieron practicar su fe, pero suprimieron las cruces de los caminos y las campanas de los templos, fueron obligados a vestir de modo distinto y fueron prohibidas las conversiones de musulmanes al cristianismo o al judaísmo. Al aumentar los impuestos a los judíos y cristianos e impedirles el acceso a los puestos rectores de la sociedad, favorecieron las conversiones al islam. Pero para los paganos no había piedad posible.

Las operaciones militares cobraron pronto un gran impulso, especialmente bajo Umar, sucesor de Abú Bakr en 634. En gran parte, se vieron favorecidas por las divisiones internas en el seno del Imperio bizantino. En poco tiempo los ejércitos árabe-musulmanes conquistaron por el norte Palestina, Siria, Armenia (637-650); por el oeste, Egipto (640), Ifriqiyya (Túnez, 670) y después el extremo Magreb (Marruecos) (681) [5]. Otro factor de la velocidad de la expansión fue la declaración de la Guerra Santa: “La definición doctrinal del yihad por los juristas descansó entonces, en lo esencial, sobre la noción de comunidad de los fieles (Umma), que los musulmanes consideran, conforme a la voluntad de Dios, como la entidad más perfecta del mundo. Dios le asigna una función, una misión: establecer sus derechos sobre la tierra, instaurar en ella la supremacía de la verdadera religión, el islam. Por eso hay que combatir a los infieles que dominan las regiones vecinas, en las ‘tierras de la impiedad’” [6].

Pronto las banderas verdes con la media luna conquistaron el Imperio persa y avanzaron por el norte de África. La persecución de la Iglesia católica fue sistemática, y se produjeron numerosos mártires y destrucción de iglesias e imágenes. También estaba clara desde el principio la imposibilidad de la vuelta atrás: “La ley canónica decreta pena de muerte contra el que habiendo aceptado la religión del Profeta se decide a abandonarla” [7].

2.       El islam En España

Como hemos dicho, la expansión del islam en el mundo adquirió, a la muerte de Mahoma, un ritmo vertiginoso. En pocos años los musulmanes se apoderaron de gran parte del Imperio bizantino, de Egipto, y del norte de África. En el 698 arrasaron completamente la ciudad de Cartago y, al finalizar el siglo, las tropas del emir Muzben-Nosair llegaron hasta el Atlántico. Mezclados con los beréberes, que pronto se convirtieron al islam, los musulmanes dominaron el Estrecho de Gibraltar y se prepararon para dar el asalto a la España visigoda.

2.1.    La invasión de los musulmanes

En la primavera del año 711, un ejército de siete mil hombres al mando de Táriq, lugarteniente de Muza, desembarcó junto al peñón de Gibraltar y se apoderó de Algeciras. En la empresa les ayudó el conde visigodo Julián con cinco mil combatientes, pues era enemigo declarado del rey don Rodrigo.

La conquista de la Península se desarrolló con gran rapidez y facilidad, aunque encontraron algunos puntos de resistencia. Este hecho ha sido interpretado como una prueba de la desunión de los nobles visigodos. Algunos de ellos pactaron rendiciones y vasallaje con los invasores como hizo el conde Teodomiro con Abdelaziz, hijo de Muza, logrando que este le reconociera un principado autónomo sobre Orihuela y otras poblaciones, y Casio, fundador de otro principado similar en Tudela [8].

También es importante resaltar que tanto los judíos como los partidarios de la familia de Witiza, el rey visigodo antecesor de don Rodrigo, facilitaron el avance del invasor en su empeño por deshacer completamente a los partidarios del rey don Rodrigo. Pactaban con ellos, les abrían las puertas de las ciudades y ponían en sus manos amplios y ricos territorios. Ingenuamente, se imaginaban que la permanencia de Táriq en España sería de corta duración y que, una vez saciadas sus ansias de botín, volvería a su tierra dejándoles el puesto libre. Así fue como llegaron los árabes a Asturias y traspasaron los Pirineos. Las intenciones de los musulmanes acerca de la invasión no eran temporales. De hecho, al entrar en Toledo, Muza había proclamado, en nombre de su señor, el califa de Damasco, la anexión de España al Imperio islámico, con las consecuentes medidas de fuerza: saqueos, ruina, incendios, asesinatos y sometimiento.

Era la Guerra Santa, la batalla religiosa del islam. Se trataba de imponer su credo religioso y su estatuto de organización de la sociedad al filo de la espada sin que, de momento, pensaran en mezclarse con las razas a las que acababan de vencer.

Para la conversión al islam bastaba con repetir delante del cadí la fórmula de “Alá es Dios, y Mahoma su profeta”, ser circuncidado y aceptar el dominio de los vencedores. No se les pedía una conversión interior, pues para los musulmanes todos los hombres nacían en la religión del islam y, por tanto, confiaban en que, en poco tiempo, amarían la verdad definitiva que Dios había entregado a Mahoma. Además, se le garantizaba la seguridad personal y se le concedían algunas ventajas como la exención de tributos propios de los cristianos, el disfrute de sus bienes y la libertad en caso de que fuera siervo o esclavo.

De aquí que el problema que se presentaba a raíz de la invasión no fuera solamente político, sino religioso. Si al principio se llegó a una especie de compromiso, no faltaron quienes renegaron de su fe y se pasaron al islam, aunque solo fuera por motivos de conveniencia. Un cronista árabe de la época afirmaba que los cristianos se convertían al islamismo por tres motivos: por huir del juez, por no pagar impuestos o para poder casarse con dos o más mujeres al mismo tiempo. A estos se les dio el nombre de muladíes. También muchos cristianos visigodos siguieron conservando su fe y sus tradiciones cristianas, y se los llamó mozárabes.

2.2.    Los cristianos del norte

Así, a excepción de algunos núcleos cristianos de las montañas de Asturias y de las estribaciones del Pirineo, toda la península ibérica quedó en manos de los musulmanes, aunque de momento no estuvieran fijadas las fronteras de los dos credos religiosos y de las dos civilizaciones en liza. Solo cuando don Pelayo, llevando tras de sí los restos de la monarquía visigoda, obtuvo su primera victoria contra los invasores en Covadonga, puede decirse que se inicia la Reconquista, con la que fueron unidas la patria y la religión. En el lugar de la batalla se construyó una capilla dedicada a santa María, y bajo su amparo se acogió, desde entonces, la naciente monarquía asturiana [9].

La idea de recuperar España para la fe católica estará presente en los primeros intentos de recuperación tanto en Asturias como en Navarra o en los montes catalano-aragoneses. Íñigo Arista puso los cimientos del primer reino navarro; los habitantes de los valles pirenaicos que confluyen en el río Aragón se abrieron paso desde sus pequeños reductos y, más tarde, se unieron con los de Sobrarbe y Ribagorza. Alfonso I el Católico, hijo del conde Pedro, yerno de don Pelayo, logró hacer de Oviedo la capital del nuevo reino de Asturias.

Cuando, años más tarde, Ordoño II (914-924) trasladó la capital a León, se siguió considerando a esta como heredera, en lo político y en lo religioso, de Toledo, todavía bajo el dominio de los moros.

Ordoño se dio a sí mismo el título de “Imperator legionensis” y, como venían haciendo sus antecesores, aplicó a las tierras recién conquistadas el llamado “orden toledano”. De este modo, mientras avanzaba la Reconquista, se fue imponiendo la organización eclesiástica visigoda manteniendo los cánones de los antiguos concilios de Toledo.

Cuando en 1085 Alfonso VI conquistó Toledo, se le adjudicaron como sufragáneas las diócesis de Palencia y de Osma. A la de Burgos, el rey Alfonso VI la nombró “madre de las iglesias y cabeza de todas las diócesis de Castilla”, y, para que no tuviera que depender de ninguna otra, consiguió que el papa la declarase exenta y bajo la inmediata jurisdicción de Roma.

En el nordeste de la Península se crearon las diócesis de Pamplona (778) y, a finales, del siglo VIII o principios del IX, las de Urgel, Gerona, Barcelona y Vich. En un principio, las catalanas estuvieron bajo la archidiócesis de Narbona, pero desde 1118 pasaron a depender de la recién conquistada Tarragona. Posteriormente se erigieron las de Jaca (1076), Huesca (1096) y Barbastro (1101).

Pasada la crisis promovida por las victorias de Almanzor (derrotado definitivamente en la batalla de Calatañazor, del año 1002), la Reconquista cobró nuevo impulso.

2.3.    Los mozárabes

Los conquistadores musulmanes denominaron a las nuevas tierras al-Ándalus, y toda su extensión formaba parte de las posesiones del califa. Del año 661 al 750 el califato, con sede en Damasco, estuvo en poder de la familia Omeya.

Los cristianos y judíos eran teóricamente respetados en sus creencias religiosas y tratados como ciudadanos de segunda clase; pagaban sus impuestos y estaban sometidos a la autoridad establecida. Los cristianos que vivían en tierras musulmanas se denominaron mozárabes y formaron una comunidad con su modo de vivir y de pensar, de celebrar la liturgia y de manifestar los sentimientos artístico-literarios. Se sentían herederos de la cultura de los santos Isidoro, Ildefonso, Braulio, Julián o Fructuoso. Si los cristianos del norte se esforzaron por recuperar su pasado perdido y, de alguna manera, se siguieron llamando visigodos, con mayor razón lo hicieron quienes quedaron como extraños en su propia patria.

Es difícil precisar las relaciones que en los primeros siglos de dominación hubo entre los cristianos y los musulmanes. Los mozárabes pudieron conseguir cierta autonomía civil y administrativa y conservar durante bastante tiempo sus iglesias y su organización eclesiástica. En los documentos de la época, existen referencias a las escuelas cristianas de Sevilla, Toledo, Mérida y Granada, sobresaliendo entre todas ellas la de Córdoba que, a mediados del siglo IX, estaba regida por el abad Esperaindeo.

Con la llegada de Abderramán I, de la familia de los Omeya, como emir independiente de Córdoba (756), se abrió en al-Ándalus un periodo de intransigencia religiosa que continuó bajo el mandato de su hijo y sucesor, Hixem I, y más intensamente en tiempos de Abderramán II y de Mohamed, en la década de 850-860.

Contribuyeron a este estado de cosas las rebeliones contra los omeyas acaecidas por motivos religiosos en algunas ciudades. Los toledanos, por ejemplo, seguían añorando la hegemonía que tuvieron en la época visigoda, y durante el siglo IX no dejaron de mantenerse en constante rebeldía contra los emires de Córdoba. De aquel periodo es la “jornada del foso” (807), una de las represiones más duras que entonces les infligieron los cordobeses. Por otra parte, en Toledo residía el metropolitano cristiano y esta ciudad contaba entonces con una población mayoritariamente cristiana.

Así pues, los omeyas hostigaron a los cristianos: los gravaron con más impuestos, les prohibieron el uso de la lengua latina y, para desviarlos de sus costumbres y tradiciones, los obligaron a frecuentar las escuelas árabes.

Hubo martirios y también apostasías. Entre los mártires hay que recordar a los hermanos de Sevilla, Adolfo y Juan, Perfecto, cura de San Acisclo de Córdoba (850), el diácono Paulo, las vírgenes María y Flora, etc.

Ante el entusiasmo de los mozárabes por el martirio, Abderramán II logró que algunos obispos se reunieran en Sevilla (852) y declarasen que la Iglesia no podía reconocer como mártires a quienes espontáneamente y de forma provocativa se presentaban a recibir la muerte.

La persecución arreció bajo el emirato de Mohamed I (852-886) y fueron martiriza- dos monjes, sacerdotes, ancianos venerables y jóvenes doncellas, entre otros san Eulogio (859), a pesar de que el papa, en un intento de salvarle la vida, le había nombrado arzobispo de Toledo.

En los siguientes años hubo una época de relativa tranquilidad bajo el reinado del primer califa independiente, Abderramán III (912-961). De todas formas, hay que reseñar los martirios del niño gallego san Pelayo, las hijas del caudillo Omar-ben-Hafsún, convertido al cristianismo y las santas Eugenia y Ulfura.

Según otras fuentes, con Abderramán III cesó casi por completo la persecución por los pactos que logró establecer con los reyes carolingios y bizantinos, por medio de su ministro de Asuntos Exteriores, el católico Recemundo, quien posteriormente fue nombrado obispo de Elvira.

Desde que Almanzor alcanzó el poder en el año 981 hasta la muerte de su hijo al-Muzafar en 1008, tuvo lugar una época de especial actividad militar. Así en 997 una expedición enviada por Almanzor saqueó y destruyó la iglesia y el sepulcro del apóstol Santiago en Compostela y se trajeron las campanas a hombros de esclavos cristianos.

Tras la muerte de Almanzor en 1002, comenzó una auténtica guerra civil en al-Ándalus. Del 1008 a 1031 se fue produciendo una etapa de decadencia del poder musulmán en España también en el plano cultural, pues fueron destruidas muchas obras de arte y palacios cordobeses, como la ciudad de Medina Azahara.

En 1031 desapareció formalmente el califato de Córdoba y comenzó la etapa de los reinos de Taifas que durará hasta 1091.

En ese tiempo tuvo lugar la conquista de Toledo en 1085 por parte del rey Alfonso VI de Castilla: la mítica capital del reino visigodo ya no volvería a ser musulmana.

Poco sabemos de la vida de las comunidades cristianas. En el siglo XI, numerosos mozárabes fueron reducidos a esclavitud y llevados a África cuando tuvo lugar la invasión almorávide (1091), que permanecerá en el poder hasta el 1145: “A la muerte del gran Almanzor, ministro del califa Hishem II, la España musulmana se dividió en una veintena de pequeños reinos, llamados Taifas. Las rivalidades entre estos permitieron a los reyes cristianos, por primera vez, avanzar sobre sus territorios, llegando a imponer tributos a algunos reyes musulmanes. Estos solicitaron ayuda al sultán almorávide del actual Marruecos, quien vino a la Península y se enfrentó con éxito a los cristianos, pero destronó a los reyes de Taifas convirtiendo al-Ándalus en una provincia suya” [10].

La decadencia de los almorávides comenzó con la toma de Zaragoza por manos de Alfonso I de Aragón en 1118. En ese tiempo se incrementó la conciencia musulmana de la población en el al-Ándalus: “A esa acentuación del carácter religioso del islam se debió sin duda el que los juristas malifíes hicieran la vida difícil a los judíos y a los cristianos” [11]. De hecho, pocos mozárabes se encontraban en Córdoba y Sevilla cuando estas fueron conquistadas por Fernando III el Santo.

A los almorávides les sucedieron los almohades, que conquistaron al-Ándalus en 1130 y permanecieron en el poder hasta 1223. Fue un periodo de intolerancia religiosa en el que los mozárabes optaron por retirarse masivamente a tierras cristianas o se pasaron al islam. Los judíos actuaron del mismo modo, aunque está documentado que algunos de ellos optaron por ocultar su fe y se quedaron en al-Ándalus.

La reforma que llevaron a cabo, además de política y militar, fue fundamentalmente religiosa. Se enfrentaron a las costumbres que consideraron degradadas respecto al islam original. También se esforzaron en promover la cultura y el arte.

Tras la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, comenzó la decadencia de los almohades y, consecuentemente, el impulso final de la Reconquista: “En las primeras décadas del siglo XIII, los cristianos aprovecharon su indudable superioridad para conquistar la mayor parte de lo que había sido en el pasado el territorio de al-Ándalus” [12].

De hecho, al periodo almohade le sucedieron de nuevo los reinos de Taifas, que fueron conquistados con relativa facilidad por Fernando III el Santo. De todas formas, permaneció el reino nazarí de Granada [13].

3.       La expulsión de los moriscos

La expulsión de los judíos y la finalización de la Reconquista en 1492 dejó paso al problema morisco. El método de evangelización seguido por fray Hernando de Talavera fue sustituido, desde 1500, por el propiciado por el cardenal Cisneros: este impondrá su criterio logrando una aceleración en los bautismos de mudéjares.

Efectivamente, en los primeros años del siglo XVI se produjeron conversiones masivas de musulmanes en el antiguo Reino de Granada y más abundantes todavía en el Reino de Valencia.

Ante la revuelta ocasionada por los bautismos forzosos de Granada en 1499, se dio un cambio en la situación jurídica del antiguo reino nazarí. De hecho, hay que recordar que en Granada, “a raíz de la sublevación acaecida en 1501, los Reyes Católicos se desentendieron de lo establecido por las capitulaciones de diez años antes con mayor holgura. Los bautismos en masa se multiplicaron también tras ella” [14].

En sucesivas instrucciones promulgadas por las autoridades, se prohíben el uso de la lengua arábiga, el traje morisco y el uso de los baños públicos, las fiestas y ceremonias moriscas y el descanso del viernes.

Finalmente, el 1 de enero de 1567 se publicó la famosa Pragmática que recogía las disposiciones anteriores y se proponía su cumplimiento estricto. Desde entonces comienzan los moriscos a preparar secretamente la sublevación de las Alpujarras, que se desarrollará casi dos años después. Fueron uniéndose bajo el mando de Abenhumeya.

La rebelión de las Alpujarras fue muy sangrienta, especialmente entre la población civil. También se dieron, en las zonas controladas por los rebeldes, martirios de cristianos, destrucción de objetos, imágenes, lugares sagrados y burlas de las ceremonias cristianas. En definitiva, fue la explosión del odio contra los cristianos y la fe que fingidamente decían estar viviendo. En las Alpujarras, epicentro del levantamiento, en poco tiempo apenas quedó vestigio de cristianismo. Ni clero, ni cristianos, ni lugares sagrados. Asimismo celebraron con pompa y esplendor los cultos musulmanes mientras mantuvieron el poder en la zona.

Finalmente, don Juan de Austria se hizo cargo del mando supremo el 13 de abril de 1569. En un año largo, a pesar de lo accidentado del terreno y de las llegadas de abastecimiento y armas de África, el ejército real logró aplastar la rebelión con gran derramamiento de sangre. Abenhumeya murió declarando que era cristiano y que solo había buscado vengar los agravios recibidos por su familia y sus correligionarios.

 Los supervivientes moriscos que quisieron permanecer en España y afirmaron estar dispuestos a vivir realmente el cristianismo fueron diseminados por diversos lugares de España.

 En el caso de Valencia, hay una cadencia y un ritmo especial. Respecto a los hechos sucedidos en Valencia, se puede seguir la cronología estudiada por Rafael Benítez: “Del análisis de estos acontecimientos se puede deducir que si durante un tiempo las acciones contra los mudéjares pueden considerarse una faceta más de la lucha anti-señorial en la que los vasallos padecen la violencia agermanada, aunque con manifestaciones específicas anti-mudéjares como las que tuvieron lugar en el vizcondado de Chelva, la enemistad popular contra los musulmanes estalla de forma indiscriminada cuando la tensión bélica aumenta, lo que no sucede hasta fines de mayo de 1521. Las batallas de Almenara y Gandía, en las que los vasallos mudéjares tienen una notoria participación, aunque sea huyendo, vinculan todavía más la causa de los señores y de los moros. Es entonces, con el triunfo de los radicales, cuando se produce un viraje en la estrategia agermanada y el bautismo se convierte en un objetivo prioritario” [15].

 Y, poco después, añade: “El bautismo forzoso impuesto por los agermanados radicales en el verano de 1521 rompe con el estatuto mudéjar y provoca una fisura definitiva; se rebasa un punto sin retorno en la trayectoria de los musulmanes valencianos. La violencia bajo la que se efectuó el bautismo motivó discusiones sobre su validez que, comenzadas, como veremos, casi desde el mismo momento de su realización, se prolongaron en los ámbitos de decisión eclesiásticos y políticos a lo largo del siglo XVI y pasaron luego a las páginas de los historiadores” [16].

 Después de una exhaustiva investigación acerca del modo de impartir los bautismos, concluye: “Los testigos insisten, de forma reiterada, en que el sacramento se impartió, por lo general salvo las excepciones señaladas que afectan en especial a Gandía, con todas las ceremonias del ritual y con solemnidad, hasta el punto de que Juan Guitard, que ‘baptizó de sus manos muchos moros e moras’ en Játiva y describe con detalle los diversos pasos del ceremonial, acaba resumiendo: ‘Se fazía con tanta solemnidad y cirimonias como si fuesen fijos del Emperador y Rey Nuestro Señor’” [17].

En cualquier caso, conviene subrayar: “Dos interesantes cuestiones subyacen en estas vías al bautismo: la negociación y la protección, con sus protagonistas y mecanismos. Por parte mudéjar la negociación la llevan a cabo las elites dirigentes de la comunidad –alamines, alfaquies, ricos–. Son ellos los encargados de aconsejar al resto, de consultar con otras comunidades o con las autoridades, sea el señor, sean los representantes del poder agermanado” [18].

Precisamente por el origen de esos bautismos, la polémica y la vida posterior de esos recién bautizados estará marcada en los meses siguientes: “Los bautismos produjeron graves consecuencias no solo a los neófitos sino a la vida política del Reino. La conversión forzosa generó tensiones tanto entre los nuevos convertidos, sus antiguos correligionarios y sus señores, como dentro de la propia sociedad cristiano-vieja. En especial, fueron significativas las presiones que miembros de la elite cristiano-vieja ejercieron para animar a aquellos a volver a su religión habitual” [19].

De todas formas, los documentos señalan que “los nuevos convertidos cumplieron externamente como cristianos de forma bastante generalizada durante el corto tiempo en que estuvieron bajo control agermanado” [20].

Efectivamente la revuelta agermanada, como no podía ser de otro modo, tocó a su fin. Así pues, a partir de la caída de Orihuela en agosto de 1521 empezó la vuelta atrás. “El principal motivo del abandono de la práctica cristiana y del regreso al culto islámico público es el fin de la presión agermanada, el final del miedo” [21].

En ese marco y recuperada la normalidad, comienza la investigación. En 1523, por una orden real, se pide al gobernador y a las autoridades valencianas la celebración de una junta para evaluar el bautismo de los moriscos y la situación de los templos. El informe elaborado por la junta se envió a la Corte.

El inquisidor general convocó una junta en la que estaban representados los Consejos de Castilla, Aragón y los de la Inquisición. Las sesiones tuvieron lugar en el monasterio de San Francisco, extramuros de Madrid, del 18 al 23 de marzo de 1525, la última de ellas presidida por el emperador. En la notificación a la nobleza valenciana de 4 de abril de 1525 se resume el objetivo de la reunión: “Sobre la conversión de los moros que en las alteraciones pasadas de esse Reino fueron bautizados y después tornaron a vivir como moros” [22]. La decisión de la junta se contiene en el informe final del Consejo de la Inquisición remitido a Carlos V: “Votaron particularmente cada uno por sí, allegando muchas autoridades de la Sagrada Escritura y concilios y decretos e fundamentos de derecho canónico e civil, e todos fueron concordes en voto y parecer que por la información recibida, que se vio por todos, no se prueba que el bautismo que recibieron los nuevos convertidos de moros […] intervino fuerça ni violencia precisa ni absoluta, y que de derecho deben ser compelidos a que guarden y observen la fe y doctrina cristiana que en el bautismo prometieron” [23]. Como resume el Prof. Benítez: “La forma de enfrentar el problema fue eminentemente jurídica más que pastoral” [24].

La conclusión de la junta refleja, en términos jurídicos, una realidad, pero la vida pastoral reflejaba otra bien distinta. De derecho podían ser cristianos, pero de hecho no. Poco tiempo después se comprobó que el grado de incorporación a la vida cristiana de las comunidades musulmanas era completamente nulo. Verdaderamente en muchos casos eran cristianos solo de nombre. De ahí que el término morisco se equiparó, en pocos años, a sospechoso de apostasía.

Comienza una situación muy parecida a la de los cristianos nuevos del siglo XV, pero con el agravante de la simulación y la dolorosa experiencia del problema de los judeo- conversos. Como recuerda Cardaillac: “Hasta el momento de la expulsión la comunidad morisca mantendrá vivas sus costumbres religiosas y, en la medida de sus posibilidades, continuará practicando en secreto el islam” [25].

En una sociedad mayoritariamente cristiana, y a la cabeza de la reforma de las órdenes religiosas y de la teología, la constatación de la falsedad de algunas de las conversiones y su calificación de apostasía encubierta producía fuertes tensiones en su interior. La calificación de la infidelidad es de máxima gravedad entre los pecados, pues afecta directamente a la salvación.

Por otra parte, conviene considerar que, al urgir las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas, la asimilación de los moriscos a la cultura y a los modos de vivir, se puso el acento tanto en lo interior como en lo exterior: “Se consideraba musulmán no solo quien no abrazara la religión cristiana, sino también todo aquel que conservara la menor costumbre ancestral que revelara su origen” [26].

Así pues, el problema de la conversión de los moriscos vendrá caracterizado por dos notas: la primera, por los bautismos en masa sin la necesaria preparación, y la segunda, por la ley de la taqiya.

Como es sabido, los bautismos de los moriscos sucedieron en muy poco tiempo y con una insuficiente catequesis, y se mostraron, en muchos casos, refractarios a vivir el cristianismo que habían abrazado. La situación la resume el Prof. Ladero: “Los responsables políticos y eclesiásticos optaron por promover y generalizar el bautismo en aquellas circunstancias, al menos por dos razones: primero, porque su mentalidad religiosa los obligaba a creer que el bautismo era mayor bien que cualquier otro, aunque fueran conscientes de la insinceridad de los conversos (mi voto y el de la reina –dicen que dijo el rey– es que estos moros se baptizen, y si ellos no fuesen cristianos, seranlo sus hijos, o sus nietos). Segundo, porque pensaban que el bautismo rompería las barreras que impedían la aculturación y fusión social, puesto que aquellas se mantenían con argumentos religiosos” [27].

Como hemos visto, después de muchas discusiones, en 1525, Carlos V zanjó la cuestión dando los bautismos por válidos. El modo de realizar ese dictamen recuerda mucho a la decisión tomada por el Concilio IV de Toledo.

Se estudió más el modo de impartir el bautismo que el conocimiento de la doctrina por los bautizados [28]. Evidentemente esa falta de conocimiento debía ser subsanada para el desarrollo de la vida de la gracia. De ahí que, a partir de ese momento, se fueron desarrollando numerosas instrucciones e intentos de catequización. Junto con ello se intentó luchar contra sus hábitos de vida en busca de una verdadera vida cristiana.

El Consejo de la Inquisición solicitó de Roma proceder con los moriscos con moderado rigor. “Se pretendía que el Inquisidor General tuviera potestad para nombrar confesores que ‘puedan absolver a los dichos convertidos así en el fuero penitencial como judicial, imponiéndoles penitencias saludables’. Es decir, se buscaba reconciliarles en el fuero de la conciencia y evitar el procedimiento inquisitorial” [29].

Clemente VII concedió, con la bula Id circo nostris del 15 de mayo de 1525, esas facultades. Las mezquitas pasarán a ser las primitivas parroquias y, en otoño de 1525, se produjo la aplicación de la bula. Como señala el Prof. Benítez: “En definitiva, hay desde el principio una clara decisión de convertir a todos; decisión que se aplica paso a paso, para no dañar una sociedad como la valenciana, con heridas recientes y, sobre todo, para salvaguardar los intereses de los vencedores del conflicto agermanado. En todo este proceso, desde sus inicios, la concordancia de intereses entre Alonso Manrique y el Rey ha sido plena. Ambos han ido consiguiendo sumar a su plan al Papa, al Consejo de Aragón, a la reina doña Germana y al Consejo Real de Valencia, y a una parte de la nobleza del Reino” [30].

Por otro lado, y aunque tras la expulsión de los moriscos de Granada como resultado de la rebelión de las Alpujarras, que tiene lugar entre 1568 y 1570 y es severamente reprimida por Juan de Austria, la cuestión adquirirá una actitud algo más benevolente. Influyeron en esta conducta, sin duda, tres bulas de Paulo III: una de 1540, otra de 1541, y una tercera de 1546, en las que se inclina por la absolución: “Atendiendo a que son conversos recientes y no están perfectamente instruidos en la fe” [31].

Por otro lado, está la ley musulmana de la taqiya, traducible como ‘simulación’. En otras palabras, en caso de adversidad, el islam autoriza al musulmán a aparentar una conversión, en este caso al cristianismo, e incluso recibir el bautismo con tal de que en su interior se mantenga firme en su fe islámica: “Añadamos que si la taqiya era para los moriscos una manera lícita de actuar, lo era en el peor de los casos inherentes a una situación de debilidad. En el plano individual ya hemos citado algunos casos de profesión de fe y, en el plano colectivo, baste con recordar los diferentes levantamientos moriscos que testimonian de una fe siempre dispuesta a expresarse en cuanto las circunstancias son consideradas favorables” [32].

Este principio salvaguarda la obligación de impedir la apostasía, pues como establece el Corán: “Haced la guerra a quienes no creen en Dios ni en el último día, a quienes no consideran como prohibido lo que Dios y su Apóstol han prohibido, y a quienes, entre los hombres de la Escritura, no profesan la verdadera religión. Hacedles la guerra hasta que paguen el tributo con sus propias manos y se sometan” (Corán IX, 29, trad. Kasimirski). Evidentemente ese texto y otros paralelos dieron lugar a la yihad. Ese ambiente derivó hacia el interior de la propia comunidad. Es interesante constatar lo que afirman los estudiosos: “La ley coránica, en efecto, decreta pena de muerte contra el que habiendo aceptado la religión del Profeta se decide a abandonarla” [33].

De hecho, la simulación ya había sido practicada también por los judíos, no solo en tierras cristianas, sino también en ámbitos musulmanes, como lo muestra la recomendación que en ese sentido realiza Maimónides en su Epístola sobre la conversión forzosa. Así lo refiere Netanyahu: “La conversión forzada no era un paso del cual podía enorgullecerse un judío, pero al menos no se veía como una vergüenza. Esta era la actitud preponderante entre los judíos, sobre todo en la Península Ibérica, donde una tradición secular, iniciada por Maimónides, recomendaba apoyo y respeto hacia los conversos forzados. Si estos permanecían secretamente fieles al judaísmo y hacían sinceros esfuerzos por escapar de la tierra de persecución” [34].

Un caso típico de la simulación a gran escala es el que se descubrió en la localidad aragonesa de Gea (Teruel), donde la evangelización fracasó completamente a pesar de haber recibido la totalidad de sus miembros musulmanes el bautismo, y donde, de hecho, grandes masas de moros pasaron a convertirse en un problema de asimilación, pues seguían viviendo con sus costumbres y se mostraban refractarios a vivir el cristianismo.

El hecho es que los moriscos no llegaron a asimilarse, a pesar de los muchos intentos que en ese sentido se hicieron –buena prueba de lo cual son las dos concordias emitidas, en 1526 y en 1571, otorgando un plazo a los moriscos bautizados para adoptar las costumbres y ritos cristianos–, por lo que finalmente la expulsión fue decretada el 4 de abril de 1609. Cerca de trescientos mil moriscos, que se negaron a abdicar de sus costumbres y de su religión, tuvieron que abandonar la Península cruzando, la gran mayoría de ellos, el Estrecho y yendo a establecerse en las ciudades del norte de Marruecos, donde aún hoy son identificables algunas de esas comunidades procedentes de España.

4.       El islam que regresa

En la actualidad el islam es una religión ampliamente extendida por el mundo: los creyentes musulmanes se extienden de modo mayoritario por muchos países de África y Asia, y van creciendo en numerosos países de Europa y América. El número de los creyentes asciende a más de mil millones: “Entre 1990 y 2000 los musulmanes crecieron a un ritmo del 2,13%, por año, dentro de un crecimiento global de población del 1,41%” [35].

De todas formas, conviene recordar que ni desde el punto de vista de raza, idioma o cultura forma una verdadera unidad, aunque en lo esencial mantengan los pilares básicos del islam.

4.1.    Vida religiosa

La presencia visible del islam en España lo forman las personas, las familias que, perfectamente entrelazadas, mantienen las mismas tradiciones islámicas de hace siglos. Los musulmanes que llegan a España, en la mayoría de los casos, vienen con la convicción de estar en posesión de la religión verdadera y muestran en su interior un desprecio hacia quienes han abandonado la fe cristiana o judía. Por supuesto, abominan de los ateos y agnósticos a quienes consideran sin esperanza de salvación.

Por otra parte, tanto para el musulmán actual como para el que fue expulsado en el siglo XVII, el islam es una religión revelada al hombre y definitiva. Para los musulmanes, ese falso dilema entre religión y modernidad que se plantean algunos laicistas carece de interés, pues lo importante para ellos es estar en posesión del camino de salvación.

La mayoría de los musulmanes que viven en España están instalados en un islam cultural, con una creencia fuerte en Dios y una débil práctica religiosa, muy adaptada a las duras condiciones en las que trabajan y viven. El Ramadán y algunas fiestas como la del Id al-Kabir (fiesta grande, del sacrificio del cordero) sirven como elementos aglutinantes de la comunidad.

4.2.    Lugares de culto y asociaciones

En segundo lugar, el islam se manifiesta en los lugares de culto: las mezquitas. En ellas se desarrolla la oración comunitaria del viernes y también otras actividades: “Hoy, el islam posee muchos lugares de oración y reunión en España, teniendo en cuenta que la práctica religiosa voluntaria de los musulmanes en la emigración es del 20%, al menos en lo que se refiere al cumplimiento del precepto de la oración ritual del viernes a mediodía. Parece ser que la praxis en la inmigración ni se abandona del todo ni se ve enfervorecida. Sí hay un reaprendizaje y reconstrucción del islam a partir de las condiciones de la inmigración, al menos en la primera generación. Lo más corriente es que el musulmán conserve la creencia en el paño simbólico y paradigmático, mientras en la praxis hay más adaptación, bricolaje religioso y cierto laxismo […]. Pero la secularización de la sociedad de acogida termina haciendo estragos en la religiosidad de los inmigrantes a partir de la segunda y tercera generación” [36].

Efectivamente, aunque lo importante del islam es el sometimiento personal a Dios y la transmisión de la fe en el seno de la familia, también los lugares de oración colaboran con la presencia pública. En España destacan las mezquitas de Madrid, en el Barrio de Tetuán, y la de la M-30, las de Marbella, Córdoba, Valencia, Fuengirola y Granada. Eso sin contar numerosos oratorios distribuidos por la geografía española.

Una vez más, como hemos tenido ocasión de señalar en estas páginas, se constata la profunda división existente entre los musulmanes en España. Esa pluralidad y división interna se manifiesta en el abundante número de asociaciones existentes aprobadas por el Ministerio de Justicia. De todas formas, hay que mencionar, como la más importante de ellas en España, a la FEERI.

Respecto a las diversas tendencias musulmanas existentes en España, los expertos señalan: “En España, existe otro punto importante de la presencia musulmana que hay que tener en cuenta y que es la que ha propiciado el ‘golpe de mano’ en la FEERI para intentar hacerse con el control de la federación. Se trata de la presencia del islam wahhâbí hanbalí. Este es el islam más ortodoxo, al menos en sus formas exteriores. Tiene su origen en Siria y Medio Oriente y recibe su nombre del teólogo musulmán hanbalí Muhaammad ibn ‘Abd al Wahhàb (1703-1787) que emprendió una lucha contra las supersticiones extrañas al espíritu del Corán. Predica el retorno a los simples preceptos del Corán, a la tradición primitiva. Sus seguidores se autodenominan muwahhidùn (unitarios) por ser intransigentes en el principio de unidad y unicidad divina. Toda adoración de un objeto distinto de Dios es digna de ser castigada con la muerte. Consideran auténtica incredulidad la interpretación simbólica del Corán y propugnan un literalismo absoluto, sobre todo en la aplicación de las penas corporales de la sharî’a” [37].

4.3.    Diálogo cristianismo-islam

Con la celebración del Concilio Vaticano II, se produjo un gran impulso al ecumenismo en la Iglesia católica y, por tanto, se propició el diálogo de la Iglesia con el islam a través de diversos organismos de la Santa Sede y de las Conferencias Episcopales, también de la española desde su constitución.

En la historia de este diálogo, hay que recordar el viaje de Juan Pablo II a Marruecos en 1985, así como la visita posterior que realizó a la Mezquita de Damasco, y, finalmente, la condena pontificia tanto de la Guerra del Golfo como de la invasión y Guerra de Irak.

Desde el principio hasta la actualidad, esas reuniones han producido escasos resultados: “El diálogo con el islam comenzado después del Concilio Vaticano II no quiere volver a ser un encuentro polémico o marcado simplemente por intenciones apologéticas. Ha comenzado con las mejores intenciones, a veces tal vez un poco ingenuas, por parte de los cristianos, y una actitud inicialmente desconfiada y reservada por parte de los musulmanes, que se han hecho eco de la invitación a comunicarse y dialogar” [38].

Las posiciones musulmanas, siempre carentes en las reuniones de una auténtica y significativa representatividad, han mostrado que “el islam defiende solemnemente que el mundo se divide en dos partes: las tierras del islam, y los demás países. La superioridad de la nación-comunidad musulmana es un dogma inviolable e imperecedero, proclamado por el mismo Allah (Corán 3, 106). No hay, por lo tanto, igualdad posible entre un musulmán y un infiel dentro del mundo islámico. Un buen musulmán no puede admitir que un no-musulmán tenga los mismos derechos que él, ciudadano pleno, en un estado islámico. Porque un estado de mayoría musulmana ha de ser necesariamente musulmán, religioso y, al menos, tendencialmente teocrático. El islam sólo puede tolerar la existencia de no-musulmanes en una situación legalmente restringida” [39].

4.4.    El futuro del islam

Los sucesos de las Torres Gemelas en Nueva York, el 11 de septiembre del 2001 y, posteriormente, el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004 en Madrid, han sacudido intensamente al mundo occidental.

Lo que venía siendo un problema que parecía circunscrito al Oriente Medio ha pasado a convertirse en una amenaza universal. Para muchas personas, el islam ha pasado de ser una religión a ser un peligro.

Evidentemente el peligro de atentados suicidas y actos terroristas a gran escala no deja de ser un espejismo de un problema real. El islam, como hemos visto, es una religión: ni es terrorismo, ni es violencia. Pero el nivel de conocimiento de este es claramente insuficiente.

Por otra parte, tampoco los musulmanes son iguales en todas partes ni hablan la misma lengua ni tienen la misma cultura. La unidad de acción del islam no deja de ser, hoy por hoy, una utopía. Eso implica una ausencia de interlocutor válido en los procesos de integración y comunicación que se quieran realizar para recomponer la confianza, elemento clave para el funcionamiento de la sociedad global. Ni hay líderes universales islámicos, ni autoridad religiosa constituida.

En ese sentido, los países plenamente islamizados muestran una visión propia de la civilización. Ahí radica la primera cuestión acerca de su futuro: si serán capaces, dentro de la amplia variedad de culturas que engloba el islam, de afrontar los cambios estructurales necesarios para su desarrollo. Seguidamente abordaremos someramente algunas cuestiones fundamentales para el futuro de las relaciones entre el islam y Occidente.

Estructuras sociales

El atraso que presentan muchos de los países sometidos a la ley islámica parecen derivados del retraso en sus estructuras sociales, lo que en muchos casos va unido a una endémica falta de cultura. El analfabetismo alcanza cotas muy altas en muchos de esos países.

Desgraciadamente, el panorama que presentan en algunas cuestiones estructurales es muy poco alentador. Como recuerda el Prof. Morales: “La ley islámica no reconoce la persona jurídica o corporativa, y no hay, por tanto, en el mundo musulmán, equivalente alguno a entidades y corporaciones occidentales” [40].

Además, como señalan los expertos en la materia: “La masa de la población musulmana tiende a resistir pasivamente las razones y objetivos reformistas, y lo hace por ignorancia, por la vaga convicción de que esos ideales vienen a comprometer su identidad islámica” [41].

Por tanto, las posibilidades de que pueda llegarse a un régimen democrático estable estarán condicionadas a un cambio en el concepto de la dignidad de la persona, lo que por el momento parece muy lejano.

La lectura del trabajo de M. Chérif, profesor de la Universidad de Argel, sobre la tolerancia en el islam plantea con toda su crudeza y perplejidad la enorme distancia que separa la civilización occidental y el mundo islámico: “La escandalosa debilidad  de las prácticas democráticas en la mayor parte de los regímenes, la violencia ciega, la confusión entre religión y política, la ausencia de proyecto de una sociedad coherente, en suma, la práctica del cierre, desfiguran hoy el mundo musulmán y arruinan nuestra imagen” [42].

El papel de la mujer

Otro problema de particular importancia en las relaciones entre Occidente y el islam atañe al tratamiento de la mujer y de su papel en la sociedad. En este punto la diferencia entre el mundo occidental y muchos países islámicos parece insalvable. En primer lugar, hay una cuestión antropológica de fondo. Se trata de la posición del hombre en el islam. En este punto los más radicales invocan el Corán, que en la Sura 4:34 afirma lo siguiente: “Los hombres están por encima de las mujeres porque Allah ha favorecido a unos respecto de otros, y porque ellos gastan sus riquezas a favor de ellas para su mantenimiento. Por tanto, las mujeres piadosas son obedientes, reservadas en ausencia [de sus maridos] en lo que Allah mandó fuese reservado” [43].

Por otra parte, el desarrollo de la sociedad ha ido avanzando inexorablemente. Actualmente en muchos países islámicos ya se admite su acceso a la educación, al voto y al trabajo.

A pesar de lo dicho, no se han desarrollado los aspectos antropológicos que también se contienen en el Corán acerca de la igualdad del hombre y de la mujer, sino que, en muchos casos, se han subrayado los aspectos propios de la sociedad del siglo VII, cuando las propuestas del islam favorecieron a la mujer de la época pero la situaron en un marco de inferioridad.

De hecho, en muchos países la mujer no puede ejercer ni como dirigente político ni como jueza. El argumento utilizado es verdadero, aunque incompleto: “La liberación de la mujer no significa convertirse en un hombre, sino ser ella misma y cumplir con el destino que Allah le ha trazado” [44].

Por otra parte, en el mundo occidental se ha producido un exceso de feminismo y de igualdad que no ha tenido en cuenta las peculiaridades de la personalidad femenina con todas sus virtualidades. De hecho: “En opinión de la feminista musulmana, la feminista laica ha traicionado su cultura y su religión y se ha vendido a un Occidente que es una cultura ajena; la mujer laica representa una amenaza para la estabilidad del orden tradicional de la familia” [45].

Actualmente muchas mujeres de los países islámicos permanecen en una situación de continuidad de siglos, como en otras muchas facetas de la vida social, ancladas en el medioevo. Además, muchas ven en los males de la sociedad un castigo divino derivado de haberse alejado de la letra de la ley islámica: “La feminista musulmana de ideología radical acepta las normas patriarcales como normas auténticamente religiosas, dado el sentido de honor y seguridad que se deriva de su función en la familia. Ve su subordinación inicial al control del padre o de un hermano como un beneficio a largo plazo y este sentimiento lo comparte con la mayoría de las mujeres de su sociedad” [46].

Es claro que un gran número de mujeres permanecen en el islam con la seguridad de la revelación recibida, contentas de expresar con sus vidas la fortaleza de la familia, el crecimiento del pueblo de Alá. Por otra parte, ha sido la mujer la gran transmisora de la religión en el hogar, donde los hijos permanecen junto a ella hasta la mayoría de edad y las hijas hasta abandonar el hogar para un matrimonio [47].

La yihad

Respecto al fundamentalismo y la yihad conviene detenerse, aunque sea brevemente. Comencemos señalando brevemente los conceptos básicos: “La palabra yihad, que generalmente se traduce por ‘guerra santa’, expresa una noción mucho más amplia que ese único aspecto belicoso: puede traducirse por ‘esfuerzo realizado en la vía de Dios’. Reviste un sentido general y puede aplicarse a toda iniciativa loable que tenga como finalidad el triunfo de la verdadera religión sobre la impiedad, y puede aplicarse así al esfuerzo de purificación moral individual del creyente. Existen varias especies de yihad que no tienen nada que ver con la guerra. El Corán habla, por ejemplo, de la yihad del corazón, de la yihad de la lengua (Corán 3, 110, 114; Corán 9,7), etc. No se puede, pues, identificar estrictamente yihad y guerra santa. Yihad tiene un significado más amplio, aunque el término, en cambio recupera asimismo la noción de combate guerrero, expresado mediante la ‘yihad de la espada’” [48].

Evidentemente hay un gran peso de la historia, pues no se puede olvidar, como hemos hecho en los capítulos precedentes, el peso de la tradición. La rápida expansión del islam mediante las guerras de religión marcará siempre el recuerdo. Está claro que el islam, desde sus orígenes, no tuvo ninguna reticencia respecto a la utilización de la violencia para la expansión de la fe, ni fue condenada esa violencia ni por la revelación coránica ni por la actitud de Mahoma.

Como ya se ha dicho, el islam ha mantenido una cierta tolerancia respecto a los judíos y cristianos, pero sometiéndolos a un impuesto especial y manteniéndolos como ciudadanos de segunda categoría. En segundo lugar, hay que recordar la verdad acerca del fingimiento, es decir la ley de la taqiya. Actualmente hay muchos musulmanes en Europa que simulan convertirse al cristianismo y buscan construir una familia occidental. Los datos muestran que en España e Italia el fracaso de los matrimonios mixtos asciende a más del 90%.

En cualquier caso, el musulmán hoy en día, como el de las épocas anteriores, impedirá la conversión de un familiar suyo al cristianismo, y en este punto no hace sino manifestarse parte de la yihad: la defensa de la fe por encima de lo demás. En la ley islámica de algunos países sigue prohibida la conversión a otra religión y también la propaganda religiosa, llevar un crucifijo o cualquier otro símbolo religioso.

José Carlos Martín de la Hoz en dialnet.unirioja.es

Notas:

1       J. MORALES. Caminos del islam, Madrid, ed. Cristiandad, Madrid 2006, p. 20.

2       Con respecto a la historia de la fijación del texto sagrado del islam, cfr. BELL, R.-W. MONTGOMERY WATT, W. Introducción al Corán, Madrid, ed. Encuentro, 2004, pp. 43 y ss.

3       WAINES, D. El islam, Barcelona, ed. Cambridge, 2002, p. 23.

4       CUEVAS, C. El pensamiento del islam, Madrid, ed. Istmo, 1972, p. 74.

5       Cfr. HOURANI, A. A history of the arab peoples, New York, ed. Grand Center publishing, 1992, pp. 22-37.

6       Ibid., p. 114.

7       Ibid., p. 65.

8       Cfr. VALLVÉ, J. Tratado de Teodomiro, en VALDEÓN BARUQUE, J. (ed.). Cristianos, musulmanes y judíos en la España Medieval. De la aceptación al rechazo, Valladolid, ed. Ámbito, 2004, pp. 18 y ss.

9       Cfr. BRONISCH, A. P. Reconquista y guerra santa. La concepción de la guerra en la España cristiana desde los visigodos hasta los inicios del siglo XII, Granada, ed. Universidad de Granada, 2006, pp. 178-181.

10        GREUS, J. Así vivieron en al-Ándalus. La historia ignorada, Madrid, ed. Anaya, 2009, p. 16.

11        MONTGOMERY WATT, W. Historia de la España islámica, Madrid, ed. Alianza, 2007, p. 116.

12        VALDEÓN BARUQUE, J. Cristianos, judíos y musulmanes, op. cit., p. 61.

13        Ibid., p. 62.

14        CARO BAROJA, J. Los moriscos del Reino de Granada, Madrid, ed. Istmo, 1991, p. 51.

15        BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO, R. Heroicas decisiones. La monarquía católica y los moriscos valencianos, Valencia, ed. Alfons el Magnánim, 2001, p. 37.

16        Ibid., p. 39.

17        Ibid., pp. 46-47.

18        Ibid., p. 54.

19        Ibid., p. 59.

20        Ibidem.

21        Ibid., p. 60.

22        Ibid., p. 79.

23        Ibid., p. 80.

24        Ibid., p. 79.

25        CARDAILLAC, L. Moriscos y cristianos. Un enfrentamiento polémico (1492-1640), México, ed. Fondo económico, 1979, p. 32.

26        DOMÍNGUEZ ORTIZ, A.-VINCENT, B. Historia de los moriscos. Vida y tragedia de una minoría, Madrid, ed. Alianza, 1989, p. 22. Sobre los mudéjares, cfr. HINOJOSA, J. Los mudéjares. La voz del Islam en la España cristiana, Teruel, ed. Instituto de estudios Turolenses, 2002, Vol. I, pp. 15-63.

27        LADERO, M. A. Isabel y los musulmanes de Castilla y Granada, en AA. VV. Isabel La Católica y la política, Valladolid, ed. Ámbito, 2001, p. 108.

28        BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO, R. Heroicas decisiones. La monarquía católica y los moriscos valencianos, op. cit., p. 82.

29        Ibid., p. 83.

30        Ibid., pp. 101-102.

31        Cfr. Bula y comentario en ANDRÉS, M. en PÉREZ VILLANUEVA, J.-ESCANDELL, B. Historia de la Inquisición en España y América, Madrid, ed. CSIC,, 1984, Vol. I, p. 525. Para las diversas fases por las que atraviesa el problema morisco desde la toma de Granada, cfr. GARCÍA CÁRCEL, R. El itinerario de los moriscos hasta su expulsión, en ALCALÁ, A. Inquisición y mentalidad inquisitorial, Barcelona, ed. Ariel, 1984, pp. 67-78.

32        CARDAILLAC, L. Moriscos y cristianos, op. cit., p. 98.

33        CUEVAS, C. El pensamiento del Islam, op. cit., p. 65.

34        NETANYAHU, B. De la anarquía a la Inquisición, Barcelona, ed. Esfera de los libros, 2005, p. 104. Cfr. CRUZ, M. Historia del pensamiento en el mundo islámico, Madrid, ed. Alianza, 1996, vol. II, pp. 469-475.

35        MORALES, J. Caminos del Islam, op. cit., p.16.

36        SÁNCHEZ NOGALES, J. L. El Islam entre nosotros. Cristianismo e Islam en España, Madrid, ed. BAC, 2004, pp. 97-98.

37        Ibid., p. 123.

38        Ibid., p. 296.

39        Ibid., p. 299.

40        MORALES, J. Caminos del Islam, op. cit., p. 70.

41        Ibid., p. 102.

42        CHÉRIF, M. Tolerancia e intolerancia en el Islam, Barcelona, ed. Bellaterra, 2008, p. 87.

43        WAINES, D. El Islam, op. cit., p. 291.

44        Ibid., p. 304.

45        Ibid., p. 304.

46        Ibidem.

47        Cfr. GALERA, J. A. Diálogo sobre el Islam, Madrid, ed. Palabra, 2006, pp. 226-230.

48        FLORI, J. Guerra Santa, Yihad, Cruzada. Violencia y religión en el cristianismo y el Islam, Granada, ed. Universidad de Granada, 2004, p. 74.

Pablo Marti

Introducción

En las sociedades modernas, el trabajo ha adquirido una relevancia evidente. La pregunta por quién es una persona, ya no viene determinada tanto por su familia –¿de quién eres?–, cuanto de su ocupación –¿en qué trabajas?–. El trabajo es en muchos casos la señal determinante de quién es una persona, en sí misma, en relación a su familia y por supuesto en relación al lugar que ocupa en la sociedad. Junto a ello, desde la perspectiva social, el trabajo se presenta como la fuerza más determinante para el dinamismo y la transformación de la sociedad en su conjunto. De tal manera, que el principal influjo que la persona puede realizar en la sociedad en que vive  es su trabajo.

Esta realidad responde a la dinámica histórica de los últimos siglos, desde la revolución científica iniciada en el siglo XVII, con su progresivo desembocar en una tecnología cada vez más desarrollada, en una revolución industrial y en una estructuración de la sociedad fuertemente centrada en el trabajo productivo [1]. Así nos encontramos con afirmaciones tan rotundas como la célebre frase de Marx en los Manuscritos de 1844, «toda la llamada historia universal no es otra cosa que la generación del hombre por medio del trabajo humano» [2]; o la formulación de Juan Pablo II, de que «el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social» [3].

Este hecho, la importancia del trabajo hoy día, nos lleva a varias preguntas que debe responder la Teología. ¿Qué es el trabajo?; y, dando un paso más, ¿qué es el trabajo para un cristiano?, es decir, ¿cuál es la relación entre trabajo y vida cristiana?, ¿qué papel tiene el trabajo en la misión de edificar la Iglesia y construir el mundo?

Jesucristo, con su encarnación, su muerte y su resurrección, ha transformado el significado de todas las cosas. La Resurrección supone un cambio en el núcleo de la realidad del ser, una fisión nuclear en lo más profundo de la vida, que renueva todas las cosas [4]. En concreto, con relación al tema que nos ocupa, podemos afirmar que Jesús de Nazaret ha cambiado la noción de trabajo. Se hace necesaria por tanto, una teología del trabajo y también una espiritualidad del trabajo. Hay muchos desarrollos, en los que ahora no podemos detenernos [5]. Nos limitaremos a presentar algunas notas de la teología y de la espiritualidad del trabajo, a partir de las enseñanzas de san Josemaría [6].

Se suele decir, que mientras el místico goza de la contemplación de Dios en la cumbre de la montaña de la sabiduría, el teólogo sube poco a poco y con esfuerzo. Una vez alcanzada la cima de su trabajo intelectual, descubre con sorpresa que ha llegado al punto donde le esperaba el místico. San Josemaría es un místico del trabajo, “el santo de lo ordinario” como lo definió Juan Pablo II en la homilía de su canonización el 6 de octubre de 2002.

Vamos a seguir el siguiente esquema. Primero nos detendremos en la visión del misterio de Jesucristo desde donde san Josemaría contempla la realidad del trabajo, en concreto dos notas: la vida oculta de Jesús y la exaltación de la Cruz. En segundo lugar, intentaremos destacar la nueva concepción del trabajo que surge de esa mirada de fe. Por último, analizaremos la relación profunda entre trabajo y vida/santidad cristiana. Siguiendo estos tres pasos, podemos afirmar que la principal fuerza de cambio social del cristianismo, capaz de edificar una «civilización del amor», debe ser el trabajo diario como realización de la caridad de millones de cristianos en el mundo entero.

1.       Una peculiar visión del misterio de Jesucristo

Todo autor cristiano, especialmente si tiene un mensaje o carisma específico con el que enriquecer a la Iglesia, tiene su punto de partida en una visión singular del misterio de Jesucristo. Esa perspectiva personal ilumina el conjunto de la fe y la existencia cristiana, aportando determinados matices. En el caso de San Josemaría, ¿cuál sería su perspectiva específica?

Aunque cabría decir muchas cosas, nos centraremos en dos rasgos esenciales: la visión de la vida oculta de Jesús en Nazaret y la perspectiva de la exaltación de la cruz en relación a la resurrección de Cristo.

1)       De una parte, el fijarse en la vida escondida de Jesús en Nazaret. Una vida sencilla, ordinaria, humana: porque Jesucristo es perfecto Dios y perfecto Hombre. Pero siendo consciente de que la vocación del cristiano consiste en seguir e imitar a Cristo con todas sus consecuencias. De ahí que la luz de la vida oculta de Cristo ilumine la vida ordinaria de los fieles cristianos [7]. Así se ve, por ejemplo, en una serie de textos en los que hace referencia precisamente al carisma del Espíritu Santo recibido en 1928 [8].

San Josemaría observa en la vida de Jesús una existencia ordinaria, pero a la vez  una existencia divina porque es el Hijo de Dios. Esta es la gran categoría de la vida cristiana: «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Era el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas» [9].

Jesús mediante esa vida sencilla y común estaba ya realizando la redención de los hombres. Los cristianos al contemplar la vida ordinaria de Jesús deben descubrir su propia vocación cristiana a la santidad en medio del mundo [10].

2)       Sin embargo, debemos señalar que esta visión de la vida escondida de Jesús en Nazaret, está complementada por el misterio pascual, mediante el cual Cristo atrae hacia sí toda la creación renovándola y dirigiéndola a Dios Padre. San Josemaría no destaca sin más la perfecta Humanidad de Cristo y con ella la grandeza de la vida ordinaria y sencilla de trabajo, de familia, de solidaridad entre los hombres. Sino que se fija en esta realidad, desde el profundo cambio renovador –redentor– que implica la Cruz y la Resurrección de Jesucristo.

Así lo plasma esta nota autobiográfica de una experiencia divina fundacional [11]. Dios le hace entender de manera peculiar el significado del texto joáneo: «cuando sea exaltado sobre la tierra, atraeré todas las cosas hacía mí» (Jn 12, 32), es decir, el sentido de la exaltación de Jesús en la cruz. El sentido es este: «comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas».

Esta experiencia fundacional clave para comprender su visión del misterio de Jesús desde la cruz y la resurrección, aparece en muchos de sus escritos [12]. Aquí exponemos sólo algunos de ellos, que describen perfectamente su pensamiento:

a)       «Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Efeso; informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum, cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura. Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. […] deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña» [13].

b)       «Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. […] A esto hemos sido llamados los cristianos: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. […] Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención» [14].

Jesucristo redime todas las realidades creadas, asumiéndolas en su existencia, dándoles la forma de la cruz y transformando su sentido con la resurrección. La nueva vida en Cristo resucitado provoca un significado nuevo para todas las cosas. Los fieles cristianos están llamados a hacer presente a Jesús llevando a Cristo dentro de ellos en sus vidas en medio de los quehaceres del mundo.

2.       El trabajo desde la fe: don de Dios, amor

Como decíamos previamente, el trabajo es una de las realidades  fundamentales de la vida del hombre y de la sociedad actual. Pero además el misterio de Jesucristo renueva el significado de todas las cosas, transformando también la noción de trabajo. De ahí partimos precisamente: ¿qué es el trabajo desde la fe cristiana?

Para llevar a cabo la nueva evangelización, es preciso ir más allá de la concepción clásica del trabajo como actividad propia del esclavo. Pero también de la concepción moderna, económica y utilitarista, del trabajo. Es preciso repensar el concepto de trabajo como vinculado esencialmente al sentido de la vida humana, para destacar la verdadera dimensión del trabajo como un elemento íntimo de la persona [15]. Para ello la fe aporta sin duda una luz muy especial, porque señala que el trabajo es un don de Dios [16].

Llegados a este punto, ¿cómo caracteriza san Josemaría el concepto de trabajo desde la visión de la fe en Cristo? Aunque sería preciso analizar muchos pasajes, hay un texto que nos proporciona una formulación ideal de la noción de trabajo. Se trata de un pasaje de la homilía En el taller de José, 19 de marzo de 1963. Su visión cristiana del trabajo culmina con la relación entre trabajo y amor. En un discurso espiritual puede aparecer como bonito y por tanto normal, pero en un discurso teológico resulta muy profundo, y para nada evidente. El trabajo es amor. Sociológicamente no es ésta la visión de gran parte de la humanidad trabajadora. Pero, ¿cuál es el itinerario para llegar hasta esa afirmación?

El texto dice así:

«El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.

Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre,  lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Gn 1, 28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora» [17].

Primero sitúa la dimensión humana –por así decir– del trabajo: dignidad del hombre, desarrollo de la personalidad, vínculo con los demás: la familia, los compañeros, la sociedad. Seguidamente expone la visión de fe (“para un cristiano”). Así el trabajo se enmarca en la teología de la creación y en la teología de la redención. Con este punto de partida, la relación entre creación y amor (todo ha sido creado por y para el amor de Dios) y la relación redención y amor (el amor de Dios fundamenta la redención), son cruciales y no dejan lugar a dudas. Dios Padre nos ha creado por el amor y para el amor. Jesucristo nos ha redimido por amor (“nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”) y para que le amemos.

A continuación, sigue afirmando:

«Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero  y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara.

Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios» [18].

Colocar el trabajo en el contexto de la creación y la redención, implica situarlo dentro de la relación trabajo y amor. Y por tanto, se habla de un amor trascendental de la persona; y de un trabajo, también trascendental de la persona. No se trata simplemente del trabajo como ocupación frente al ocio. Ni del trabajo como virtud de la laboriosidad. Ni del trabajo como mera función de producción.

El trabajo desde este punto de vista trascendental manifiesta el amor, se identifica con el amor. Tiene que ver con el ser persona, y ser persona imagen de Dios. Implica a la persona en su totalidad: inteligencia, voluntad, afectividad, cuerpo, operación. Es amor porque es una manera de darse la persona. Sólo el amor es camino para que la persona salga de sí misma sin alienarse. Y precisamente porque el amor supone éxtasis, salir de sí, nos une a los demás, es vínculo de unión verdadera. El trabajo es un darse de la persona al mundo creado, a la sociedad, a las personas destinatarias del trabajo, a la familia, a Dios. En el trabajo, el hombre imagen de Dios manifiesta y derrama el amor de Dios al mundo, el amor de la creación y el amor de la redención. El trabajo forma parte del culto espiritual a Dios propio de la persona.

3.       Trabajo y oración: contemplativos en medio del mundo

A partir de esta nueva concepción del trabajo desde la fe en la creación y redención en Cristo, podemos hacer algunas consideraciones sobre la relación entre trabajo y espiritualidad cristiana. En concreto, sobre uno de los núcleos esenciales de la predicación de san Josemaría: la unión entre trabajo y oración, la realidad de que el fiel cristiano debe ser auténticamente contemplativo en medio del mundo.

La vida cristiana es vida de oración en cuanto conformidad filial y amorosa a la voluntad del Padre, que es la unión en Cristo por obra del Espíritu Santo. Esta es la oración continua: la fe que vive por la esperanza en el amor. Esta es la vida de Cristo y la vida del cristiano. Esto es ser «contemplativos en medio del mundo» [19]. El conformar en todo nuestra voluntad a la voluntad del Padre por amor, porque somos y nos sabemos hijos de Dios que corresponden a su Amor infinito. Realizar en todo la voluntad del Padre es hacer de la vida personal un vivir de fe, esperanza y caridad. No sólo los momentos concretos de oración, sino todo momento y circunstancia, la vida familiar, laboral, social, el descanso y la diversión, en definitiva, toda la vida de la persona. Porque la vida teologal puede y debe impregnar todas las acciones, también el trabajo cotidiano.

San Josemaría sintetiza esta doctrina en una homilía sobre el trabajo, “Trabajo de Dios”, en la que señala claramente dos directrices inseparables y complementarias. El secreto consiste en “hacer del trabajo oración” (Amigos de Dios, nn. 64-67) y para lograrlo “hacer el trabajo por amor” (Amigos de Dios, n. 68ss). Es así como el cristiano hace que “se extienda el reinado de Cristo en  todos  los  continentes”.

«El trabajo tuyo debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con Nuestro Padre del Cielo. Si buscas la santificación en y a través de tu actividad profesional, necesariamente tendrás que esforzarte en que se convierta en una oración sin anonimato. […] Convencidos de que Dios se encuentra en todas partes, nosotros cultivamos los campos alabando al Señor, surcamos los mares y ejercitamos todos los demás oficios nuestros cantando sus misericordias. De esta manera estamos unidos a Dios en todo momento […], viviréis metidos en el Señor, a través de ese trabajo personal y esforzado, continuo, que habréis sabido convertir en oración, porque lo habréis comenzado y concluido en la presencia de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo. […] Persuadíos de que no resulta difícil convertir  el trabajo en un diálogo de oración. Nada más ofrecérselo y poner manos a la obra, Dios ya escucha, ya alienta. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la certeza de que El nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo  por darle gusto a El, a Nuestro Padre Dios! Y  quizá sobre tu mesa, o en un lugar discreto que no llame la atención, pero que a   ti te sirva como despertador del espíritu contemplativo, colocas el crucifijo, que  ya es para tu alma y para tu mente el manual donde aprendes las lecciones de servicio» [20].

Para lograr que el trabajo sea oración y que a través de ese trabajo hecho oración, el cristiano se santifique a sí mismo y contribuya a la santificación-redención del mundo, es necesario hacer el trabajo por amor a Dios y a los hombres. Pero “hacer el trabajo por amor” implica que el trabajo tiene como finalidad el amor. “Por amor” no es la simple intención o motivo, sino el fin que explica e impulsa toda la actividad humana del trabajo [21].

«¿Y cómo conseguiré —parece que me preguntas— actuar siempre con ese espíritu, que me lleve a concluir con perfección mi labor profesional? La respuesta no es mía, viene de San Pablo: trabajad varonilmente y alentaos más y más: todas vuestras cosas háganse con caridad. Hacedlo todo por Amor y libremente; no deis  nunca paso al miedo o a la rutina: servid a Nuestro Padre Dios. Ocúpate de tus deberes profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor. [. . .] Por amor a Dios, por amor a las almas y por corresponder a nuestra vocación de cristianos, hemos de dar ejemplo. [. . .] Por lo tanto, cada uno en su tarea, en el lugar que ocupa en la sociedad ha de sentir la obligación de hacer un trabajo de Dios, que siembre en todas partes la paz y la alegría del Señor» [22].

Este sin duda es un camino bonito, pero no es fácil. Trabajar por amor, para servir; no por dinero, ni por reconocimiento personal, ni por mantener el poder. Exige una vida teologal, unida a toda la trama de virtudes, que hacen posible que el trabajo de la persona contribuya a la edificación de la sociedad de acuerdo a la justicia, la paz y el amor [23].

4.       Conclusión: el trabajo como fuerza transformadora de la sociedad

De esta manera, volvemos a recapitular los puntos que hemos visto anteriormente, cerrando el círculo por el que habíamos comenzado: trabajo-amor-santidad-redención-Jesucristo.

El trabajo es uno de los grandes agentes de la transformación de   la sociedad y del mundo. Y lo es a partir de la primacía de la persona. La persona se realiza y se expande precisamente ahí, en el trabajo. Esta conexión ayuda a profundizar en la noción de trabajo. De un lado, porque nos hace fijarnos en la dimensión subjetiva del trabajo, más que en la objetiva (aunque sin olvidarla). De otro, porque ayuda a subrayar que el trabajo es de la persona y para la persona. Si el trabajo es amor, entonces solo puede ser una realidad personal. El amor sólo puede darse entre personas. En este plano, resulta que el ser profundo del trabajo consiste en que la persona con su trabajo se une a las cosas creadas para hacerse y hacerlas servicio a la otra persona. Es decir, a través de su trabajo, de su donación como persona en el trabajo, consigue que las cosas creadas con las que trabaja y a las que transforma, se conviertan en algo para la otra persona. Así se renueva el universo, ordenándolo según el querer del Creador, mediante el amor redentor de Cristo en el cristiano.

Realmente, si todo el mundo del trabajo actual –millones y millones de personas– recibiera este evangelio, esta buena nueva del trabajo como amor, del trabajo como servicio de una persona a las demás personas, se podría hablar de una nueva civilización del amor no utópica. Ahora bien, esto solo es posible si se respetan las leyes internas del mundo  del trabajo y se redimen en unión con Cristo. Esto solo es posible con  la acción de cada fiel cristiano desde el mundo del trabajo y a través del mundo del trabajo. Por el trabajo-amor de los cristianos, Cristo es colocado en la cumbre de las actividades humanas y se realiza en la historia la recapitulación de todas las cosas en Cristo, la reconciliación del mundo con Dios. Como nos muestra el misterio de la vida de María, modelo de santificación del trabajo en la vida ordinaria. Ella con su vida de cada día, tan parecida a la nuestra, es maestra de contemplación, santidad y transformación del mundo hacia Dios [24].

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Notas:

1.      Cfr. J.L. Illanes, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una teología del trabajo, Eunsa, Pamplona 1997, p. 26.

2.      K. Marx, Manuscritos económico-filosóficos, Barcelona 1975, p. 126.

3.      Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, n. 3.

4.      «La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de una manera transformada, y a través  de la cual surge un mundo nuevo. Está claro que   este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la “evolución” y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí», Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia de Pascua 2006. Respecto a la visión teológica del misterio la Resurrección, cfr. especialmente la conocida obra de F.X. Durwell, La Resurrección de Jesús, misterio de salvación.

5.      Sobre la teología del trabajo, entre otras muchas publicaciones ver D. Cosden, A theology of work: work and the new creation, Paternoster Press, 2004; M.D. Chenu, Hacia una teología del trabajo, Estela, Barcelona 1960; F. Fernández Rodríguez (coord.), Estudios sobre la encíclica “Laborem exercens”, BAC, Madrid 1987; J.L. Illanes, Ante Dios y en el mundo: apuntes para una teología del trabajo, Eunsa, Pamplona 1997; J.L. López González, Filosofía y  Teología  del  trabajo en Jacques  Maritain (1882-1925),  Eunsa,  Pamplona, 2001; M. Rhonheimer, Transformación del mundo, Rialp, Madrid 2006; P. Teilhard de Chardin, El medio divino, Trotta, Madrid 2008; G.  Thils,  Théologie des realités terrestres, Desclée  de Brouwer, Louvain 1946. Más específicamente, sobre la espiritualidad del trabajo: Aa.Vv., Travail, en “Dictionnaire de Spiritualité”, t. XV, cols. 1186-1250; J.L. Illanes, La santificación del trabajo, el trabajo en la historia de la  espiritualidad,  Palabra,  Madrid  2001; P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona 1986.

6.      Siendo la santificación del trabajo uno de los núcleos principales de la enseñanza de san Josemaría, muchos estudios ya se han ocupado de ello. Nosotros expondremos las ideas y textos más relevantes, para profundizar ver E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. III, Rialp, Madrid 2013, pp. 134-221; J.L. Illanes, Trabajo (santificación del), en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo, Burgos 2013, pp. 1202-1210, y la abundante bibliografía reseñada en dichos estudios.

7.      Cfr. Amigos de Dios, n. 56.

8.      En estos textos utiliza la expresión «1928» para referirse al carisma fundacional, que le ha llevado a predicar la santidad en la vida ordinaria a través del trabajo, con relación a la vida oculta de Jesús. Cfr. Amigos de Dios, nn. 59, 81, 210; Es Cristo que pasa, n. 20; Conversaciones, nn. 26, 34, 55.

9.      Cfr. Es Cristo que pasa, n. 14.

10.       Cfr. Es Cristo que pasa, n. 20.

11.       «7 de agosto de 1931: […] Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme acababa de hacer in mente la ofrenda del Amor Misericordioso, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: “et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum” (Ioann. 12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas», Apuntes íntimos, n. 217, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 380-381.

12.       Para un estudio más detallado, cfr. P. Rodríguez, “Omnia traham ad meipsum”. El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer, Romana 13 (1991) 331-351.

13.       Cfr. Es Cristo que pasa, n. 105.

14.       Cfr. Es Cristo que pasa, n. 183.

15.       Véase la profunda reflexión sobre el trabajo que hace Juan Pablo II en la encíclica Laborem Exercens, así como las interesantes consideraciones de M.A. Martínez-Echevarría, Repensar el trabajo, Eiunsa, Madrid 2004.

16.       Cfr. Amigos de Dios, n. 57.

17.       Es Cristo que pasa, n. 47. Es evidente la semejanza entre este párrafo y el texto de GS n. 67 sobre el trabajo. En este sentido, debemos subrayar que tanto en la teología como en la espiritualidad del trabajo contemporáneas, siempre hay referencias a la doctrina sobre la creación, y a la vida de trabajo de Jesús que el cristiano debe imitar. Véanse por ejemplo las obras de Chenu, Thils, Wojtyla, etc. Sin embargo, la conexión entre la exaltación de Cristo en la Cruz y el trabajo de los fieles cristianos como medio para extender el reinado de Cristo implica un aspecto nuevo, específico y fecundo de la enseñanza de san Josemaría.

18.       Es Cristo que pasa, n. 48.

19.       Para un estudio más detallado del tema, cfr. Aa.Vv., La contemplazione cristiana: esperienza e dottrina, Atti del IX Simposio della Facoltà di Teologia della Pontificia Università della Santa Croce, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2007; J.L. Illanes, Existencia cristiana y mundo: jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Eunsa, Pamplona 2003, pp. 301-331.

20.       Amigos de Dios, nn. 64, 66, 67.

21.       Cfr. los análisis pormenorizados de E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. III, Rialp, Madrid 2013, pp. 134-221; F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 261-271.

22.       Amigos de Dios, nn. 68, 70.

23.       Cfr. Amigos de Dios, nn. 71-72.

24.       Cfr. Es Cristo que pasa, n. 174.

Jesús García López

1.       Distintas acepciones

Así como el verdadero conocimiento humano es el conocimiento racional, pero no puro, o aislado del conocimiento sensitivo, sino mezclado con éste o mediado por él; así también el verdadero amor humano es el amor racional o que radica en la voluntad; pero no puro o incontaminado respecto del amor sensitivo, sino mezclado con éste y dependiente de él. Pero veamos esto con un cierto detenimiento.

El «amor» en el hombre es, en primer lugar, una de las pasiones del apetito sensitivo, y más concretamente del concupiscible. Es justamente la primera de dichas pasiones, y se caracteriza porque versa acerca de un bien sensible considerado en sí mismo, es decir, independientemente de que tal bien se halle ausente o se encuentre presente y sea poseído.  Por eso es como la raíz común del «deseo», que versa sobre un bien sensible ausente, y del «gozo», que tiene por objeto a un bien sensible presente y poseído. En tanto que «pasión» el amor comporta siempre una cierta trasmutación corporal (y de aquí el nombre propio de pasión) y, como hemos dicho, tiene siempre por objeto algún bien sensible o material. Ahora bien, el amor humano no se limita al orden sensible, y por eso hay que admitir también en nosotros un amor racional, que ya no es pasión en sentido propio, y que radica en la voluntad. Todavía cabe aquí distinguir: el amor que se identifica con la «simple volición», que es el acto primero de la voluntad, y el amor que es objeto de una elección precedente, y que por eso se llama «dilección» o «predilección». En el primer caso se trata del acto de la voluntad que versa sobre el bien sin más (o sobre el fin absolutamente último), y por ello es necesario y no libre. Así entendido, se puede establecer un paralelismo entre el amor racional y el amor sensible, en contraste con la «intención» y el «deseo», por un lado, y la «fruición» y el «gozo», por otro. En efecto, lo que es el deseo en el orden sensible es la intención en el racional, y lo que es el gozo en el orden sensible es la fruición en el racional. Por eso, lo que es el amor en el orden sensible es la simple volición en el racional. Pero, como hemos dicho, no es ésta la única manera de entender el amor racional.  Está también la dilección, y aun se puede decir que ésta es amor racional en sentido más pleno.  Santo Tomás escribe: «La dilección añade sobre el amor una elección precedente, como su nombre indica; por lo  cual  la  dilección  no se  encuentra en  el  apetito  concupiscible,  sino  sólo  en  la  voluntad,  y  únicamente  en la naturaleza racional» [1].

2.       Amor de persona y amor de cosa

Ahora bien, este amor propiamente racional que es la dilección puede presentar dos formas esencialmente distintas, a saber: el amor «de dominio» y el amor «de comunión». Veamos el sentido de esta división en un famoso texto de Santo Tomás, que reza así: «Dice Aristóteles que 'amar es querer el bien para alguien', y siendo esto así, el movimiento del amor tiene dos términos: el bien que se quiere para alguien, ya sea uno mismo, ya otra persona, y ese alguien para quien se quiere el bien. Al susodicho bien se le tiene amor de concupiscencia [o de dominio], mientras que a la persona para quien se quiere ese bien se le tiene amor de amistad [o de comunión]. Por lo demás, esta división es análoga o con orden de prioridad y posterioridad. Pues lo que se ama con amor de amistad es amado de manera absoluta y directa, mientras que lo que se ama con amor de concupiscencia es amado de manera relativa e indirecta, es decir, en orden a otro. El ente propiamente dicho es lo que existe en sí, es decir, la sustancia, mientras que el ente en sentido impropio es lo que existe en otro, o sea, el accidente. De parecida manera, el bien, que se identifica con el ente, si se toma en sentido propio, es lo que tiene en sí mismo la bondad, y si se toma impropiamente es lo que tiene la bondad en otro. En consecuencia, el amor por el que se ama algo que es en sí mismo bueno es amor en sentido pleno; pero el amor con que se ama algo que sólo es bueno en orden a otro es amor en sentido deficiente y derivado» [2].

O sea, que el amor de amistad (o de comunión) va hacia su término -en  todo  caso  una  persona-  estimándolo  como  un  bien   sustantivo   o en sí, como algo de  suyo  valioso  y  de  suyo  amable;  capaz,  por  tanto, de finalizar de un modo definitivo el impulso  amoroso;  mientras  que  el amor de concupiscencia (o de dominio) se  dirige  a  su término -siempre una cosa- estimándolo como un bien adjetivo o relativo, como algo  que  sólo es amable por referencia a otro -a una persona- capaz de  poseerlo o disfrutarlo.  Dicho de otra manera: se ama a las personas por sí mismas, por el valor que en sí mismas tienen, y éste es el amor de comunión; pero a las cosas se les ama en orden a alguna persona -que puede ser la misma que ama u otra-, y éste es el amor de dominio. Por lo demás, resulta claro que el amor de persona es amor en sentido más pleno y perfecto que el amor de cosa. Aquél se dirige a un término más noble y elevado, que es valorado por sí mismo; éste se orienta a un término más bajo, que no es estimado por sí mismo, sino en orden a otro. Desde otro punto de vista, el amor de persona es más perfecto, porque procede de una fuente más perfecta: la inclinación a comunicar nuestros propios bienes; mientras que el amor de cosa tiene su origen en la inclinación a adquirir lo que nos falta.

La distinción entre persona y cosa, que es la base de la división del amor arriba apuntada, hay que entenderla como la distinción que hay entre la sustancia espiritual y todo lo demás. En este «todo lo demás» entran, por supuesto, las sustancias corpóreas, pero también los accidentes, tanto de la sustancia corpórea como de la misma sustancia espiritual. Así, por ejemplo, la «ciencia» es una cosa, y una cosa es también la «virtud», que son accidentes de la sustancia espiritual. Por descontado, también son cosas las sustancias corpóreas, tanto las inanimadas (una piedra) como las animadas (una planta, un animal), y también, según hemos dicho, los accidentes de estas sustancias (la cantidad, la cualidad, etc.).

Desde el punto de vista del bien esa distinción entre persona y cosa coincide casi exactamente con la distinción entre fin y medio. La persona es siempre un fin (y precisamente un fin objetivo), mientras que la cosa, ora es un medio en sentido estricto, ora es un fin subjetivo, es decir, aquel acto mediante el cual alguien se posesiona del fin objetivo. Por lo demás, si atendemos a esa otra división del bien en útil, deleitable y honesto, tendremos que la persona es siempre un bien honesto, mientras que la cosa, o es un bien útil, o incluso un bien deleitable.

De aquí se sigue que el amor tiene un orden o una norma objetivos: a las personas se las ama por sí mismas (como se ama por sí mismo el fin objetivo), y a las cosas se las ama en orden a las personas (como se ama a los medios por el fin, y al fin subjetivo por el fin objetivo); y si este orden o esta norma son alterados, entonces estamos ante una aberración del amor. Por lo demás, esa aberración puede adoptar tres formas: la que consiste en amar a las personas como si fueran cosas; la que resulta de amar a las cosas como si fueran personas, y la que se concreta en amar a las personas sin amar cosa alguna para ellas. Santo Tomás, en el texto citado poco ha, establece una analogía entre la relación sustancia-accidentes y la relación amor de persona-amor de cosa. Pues bien, sería falsear la relación sustancia-accidentes, ya el tomar a los accidentes por sustancias, ya el tomar a las sustancias por accidentes, ya, por último, el tomar a las sustancias en su puridad, sin el complemento necesario que los accidentes son para ellas. Y esto es lo mismo que ocurre con la relación amor de persona-amor de cosa. En efecto, si amamos a las personas como si fueran cosas, estamos instrumentalizando a aquéllas, convirtiéndolas en  medios,  cuando  por  su propia naturaleza son fines; si amamos a las cosas  como  si  fueran  personas, estamos  personalizando  a  las  cosas,  es  decir,  las  sustantivizamos y espiritualizamos, hacemos  de  ellas  fines,  siendo  así  que  son  medios; y si amamos a las personas sin amar cosa alguna para ellas, estamos separando los medios de los fines, o lo que es peor y más aberrante, es­ tamos separando el  fin  objetivo  (aquello  que  se  ama)  del  fin  subjetivo (el acto por el que nos unimos con aquello que se ama).

Pasando a otro asunto, puede alguien preguntarse cómo el amor de persona, que es amor de un fin (porque la persona es fin) puede adoptar la forma de dilección, es decir, de amor que viene precedido de una elección. Porque el fin no se elige, sino que lo que se elige son los medios. A esto hay que responder que toda persona es fin, pero no toda persona es fin último, y sólo éste se quiere necesariamente, es decir, no puede ser objeto de elección. En realidad, la única persona que es fin último es la Persona divina, Dios mismo. Y aún en este caso habría que precisar; porque lo que el hombre quiere necesariamente es la felicidad, que es su fin último, y precisamente bajo la razón de felicidad -el bien más alto y que sacia plenamente nuestros anhelos-; por eso cualquier concreción de la felicidad en este o en aquel bien, ya no se quiere necesariamente, sino libremente, y por tanto puede ser objeto de elección. Esto ocurre, por supuesto, cuando concretamos la felicidad en Dios o en la Persona divina. Por eso, también respecto a Dios cabe la dilección humana.

3.       Las causas del amor

Y ahora vamos a examinar brevemente las causas del amor.  Tres son las causas que pueden asignarse al amor, a saber: el bien, el conocimiento y la semejanza. En efecto, siendo el amor una tendencia, debe tener un origen y un término, y así se le podrá buscar la causa por ambos extremos. Pues bien, la causa del amor por parte de su término es el bien, mientras que la causa por parte de su origen es la semejanza. A lo que hay que añadir la condición necesariamente requerida para que el bien ejerza su causalidad propia, condición que es el conocimiento. Con lo que resultan las tres causas apuntadas.

El bien es la causa objetiva del amor en su acepción más amplia. En efecto, el amor siempre se dirige a un bien, ya sea real, ya sea aparente.  Si alguna vez se ama un mal esto no es sino porque se presenta como bien (bien aparente) o porque se halla ligado necesariamente a un bien. En este último caso, lo que se ama verdaderamente siempre es el bien y no el mal que lleva anejo. O, dicho de otro modo:  el bien es objeto per se del amor, mientras que el mal es sólo objeto per accidens. Por lo demás, ya hemos visto antes cómo la división del bien en fin y medios sirve de fundamento para la división del amor en amor de persona y amor de cosa.

El conocimiento es la condición necesaria para que el bien ejerza sobre la tendencia consciente la causalidad que le es propia. Nada es querido si antes no es conocido, ya sea con un conocimiento perfecto, ya sea con un conocimiento imperfecto, confuso, sumario. Por ello, como dice Santo Tomás, «el conocimiento es causa del amor por la misma razón por la que lo es el bien, el cual no puede ser amado si no es conocido» [3].

Podemos detenernos un poco más en las relaciones entre el conocimiento y el amor. Mirado desde un ángulo, el amor parece preceder al conocimiento, pues toda actividad consciente (también el conocimiento) arranca del amor. Muchas veces deseamos conocer algo, y aquí es claro que el deseo (o el amor) precede a ese conocimiento que vamos buscando. Sin embargo, mirado desde otro ángulo, el conocimiento precede siempre al amor, pues éste es un impulso hacia el bien conocido; nada se ama si antes no se conoce. La verdad es que hay una mutua implicación entre el conocimiento y el amor. Si se atiende a la especificación o determinación del acto de amor, quien lleva la primacía es el conocimiento, pero si se atiende al ejercicio de dicho acto, la primacía corresponde al mismo amor, al menos en  el  nivel  de  la  voluntad,  que  es  libre.  Por lo demás, cuando deseamos conocer algo partimos ya de algún conocimiento, pues, como dice Santo Tomás: «el que busca la ciencia no la ignora por completo, sino que la conoce en alguna medida, ya sea en general, ya en algún efecto de ella, o porque oye alabarla» [4].

La diferencia fundamental entre el conocimiento y el amor es la siguiente: tanto el conocimiento como el amor entrañan cierta trascendencia, cierta superación de la individualidad, y se constituyen así en sendas fuerzas unitivas por las que el sujeto que conoce o ama se une con lo conocido o amado; pero de muy diversa manera. El conocimiento entraña una posesión puramente representativa o intencional; por el conocimiento el sujeto se une con lo conocido, pero no en el mismo ser real que lo conocido tiene en sí, sino en el ser representativo que tiene en el cognoscente. En cambio, por el amor el sujeto tiende a la posesión real de lo amado, a unirse con éste según su ser real y no sólo en la representación o en la «especie impresa» o en la «expresa».  Por esta razón escribe Santo Tomás que «el amor es más unitivo que el conocimiento» [5].

Insistamos todavía en esa unión real que el amor procura o mantiene. Amor y unión real son términos que se implican y se suponen mutuamente. El amor importa la unión real del amado y del amante, y a su vez esta unión real está suponiendo el amor. Y es que éste se halla precedido, constituido y seguido por aquélla. Santo Tomás lo explica así: «La unión implica una triple relación respecto al amor.  Hay una primera unión que es causa del amor, y ésta es:  la unidad sustancial, por lo que se refiere al amor con que uno se ama a sí mismo, y la unión de semejanza, por lo que toca al amor con que uno ama a otro. Una segunda unión es esencialmente el mismo amor, y ésta es la unión por sintonía de afectos, la cual se asemeja a la unidad sustancial en cuanto que, en el amor de persona, el amante se comporta por respecto al amado como consigo mismo, y en el amor de cosa, como con algo suyo. Una última unión es efecto del amor, y ésta es la unión real que el amante busca con el amado; y esta unión es según la conveniencia del amor; y así cita Aristóteles una frase de Aristófanes que dice que los amantes desean de dos hacerse uno, pero toda vez que sucedería que a los dos o por lo menos uno de ellos se destruiría, buscan la unión que es conveniente y adecuada, a saber e la convivencia, el coloquio y otras parecidas» [6].

Pero esto nos lleva como de la mano a hablar de la tercera causa del amor: la semejanza. La semejanza es causa del amor atendiendo a su origen. Pero hay que advertir que la semejanza puede ser doble: una perfecta o en acto (que se da cuando dos sujetos convienen en la misma forma), y otra imperfecta o en potencia (que se da cuando un sujeto tiene una forma y el otro no la tiene, pero aspira a tenerla y está capacitado para recibirla). La primera semejanza es causa del amor de comunión (o de amistad), y la segunda, del amor de dominio (o de concupiscencia). Santo Tomás lo expresa así: «La semejanza, propia­mente hablando, es causa del amor. Pero conviene advertir que la semejanza puede entenderse de dos maneras:  una cuando los dos semejantes poseen en acto una misma cualidad (...); otra, teniendo uno en potencia y con cierta inclinación a ello lo que el otro posee en acto (...); o también en cuanto que la potencia tiene semejanza con el acto, puesto que en la misma potencia está en cierto modo el acto. El primer modo de semejanza produce el amor de amistad o de benevolencia, puesto que, por lo mismo que dos seres son semejantes, al tener en cierto modo la misma forma, son como uno solo en aquella forma (...); y por ello el afecto de uno se dirige hacia el otro como hacia sí mismo, y quiere el bien para el otro como para sí mismo. El segundo modo de semejanza produce el amor de concupiscencia (...); porque cada ser existente en potencia, en cuanto tal, tiene naturalmente el apetito de su acto, y si posee sensibilidad y conocimiento, se deleita en su consecución» [7]. Por lo demás, hay que aclarar que la semejanza de que aquí se habla como causa del amor de amistad, no es ningún parecido externo, sino una afinidad profunda, que lleva a una sintonía de pensamientos y de afectos.

4.       Los efectos del amor

Y ahora pasemos a tratar de los principales efectos del amor y que se pueden reducir a cuatro: la unión, la mutua inhesión, el éxtasis y el celo.

Poco vamos a decir del primero de ellos. Como señalamos más atrás, la unión entre el amante y el amado precede, constituye y sigue al amor. Lo precede porque el amor se funda en la unión, ya sustancial (en el amor de sí mismo), ya de semejanza (en el amor de otro). Lo constituye, porque el amor es precisamente una unión afectiva, una sintonía de afectos. Y finalmente, lo sigue, porque el amor lleva a la unión real del amante y el amado; pide de dos hacerse uno, aunque siempre según la conveniencia del amor.

La mutua inhesión es una resultancia de la unión que el amor implica; es la forma característica en que se concreta la unión amorosa. En virtud de la inhesión mutua el que ama está en lo amado y, a su vez, lo amado está en el que ama. Y esto se realiza tanto en la dimensión cognoscitiva del hombre, como en su dimensión afectiva; y además toma diferentes inflexiones si se trata del amor de cosa y si se trata del amor de persona.

Consideremos, en primer lugar, la mutua inhesión en el plano cognoscitivo. En este plano puede decirse que lo amado (sea una cosa, sea una persona) está en el que ama, porque está presente en el conocimiento de este último; presente de una manera estable, porque el amante está siempre, o casi siempre, pensando en aquello que ama. Si es una cosa, examinando todo lo que puede hacer con ella, para lo que la puede utilizar, incluso viendo los servicios que esa cosa puede rendir a otras personas amigas; y si se trata de una persona, considerando simplemente las excelencias de la misma, sus valores, sus buenas cualidades. Pero también puede decirse que el amante está en lo amado, es decir, que se traslada al interior de lo amado, por el conocimiento, en cuanto que no se contenta con una aprehensión superficial.

Si lo amado es una cosa, quiere el amante  conocer  todos  sus entresijos, su íntima constitución, sus cualidades más recónditas, todas las posibilidades de utilización (en el propio  servicio  o  en  servicio  de  los  demás) de dicha cosa; y si lo amado es una persona, quiere asimismo el amante conocer lo más propio y más íntimo de esa persona, sus preferencias, su historia, su formación, sus aptitudes,  sus  secretos:  penetrar, en una palabra, lo más posible en la intimidad de la persona amada. Consideremos ahora la mutua inhesión en el plano afectivo.  En esta otra dimensión se dice que lo amado (cosa o persona) está en el amante cuando hay entre ellos una unión afectiva, de suerte que, si lo amado está presente, el amante se deleita en él y si está ausente, tiende a él con ardiente deseo. Y esto de manera distinta si se trata del amor de cosa que si se trata del amor de persona; porque en el primer caso, se busca el bien que esa cosa pueda proporcionar a uno mismo o a otra persona; pero en el segundo caso, se tiende a la persona amada, no por alguna razón extrínseca o por alguna utilidad que puede  reportar, sino por la misma complacencia que produce dicha persona, complacencia que está radicada en lo más  íntimo  del  amante.  Por eso el amor es algo que arraiga muy hondo, y se habla de «entrañas de amor». Pero también se puede decir, en este orden afectivo, que el amante está en lo amado, y de manera también diferente si se trata de una cosa o si se trata de una persona. Tratándose de una cosa, el amante está en lo amado, porque no se contenta con una posesión superficial o con un disfrute ligero de la cosa amada, sino que quiere tenerla o dominarla perfectamente, como calando hasta lo más íntimo de ella; este amor tiende a que la unión con la cosa amada sea lo más estrecha, lo más posesiva, lo más duradera posible. Y si lo amado es una persona, el amante está realmente en la persona amada, porque reputa los bienes y los males de esa persona como si fueran suyos propios, y la voluntad de ella, como si fuera la de él, de modo que se goza o se entristece al par que la persona amada, y se identifica con sus quereres. En una palabra, el amante se hace una misma cosa con el amado, se pone en lugar de él, y así se puede decir que está en él o vive en él.

Algo semejante cabe decir de otro de los efectos del amor, que es el éxtasis, la salida de sí. El éxtasis se da también en el orden cognoscitivo y en el afectivo.  En el orden cognoscitivo puede hablarse de éxtasis en sentido lato siempre que conocemos algo distinto de nosotros, y puede conducir a una elevación de nuestro ser, en cuanto la mirada del espíritu se dirige a objetos superiores, o a un rebajamiento, en la medida en que dirigimos nuestra capacidad cognoscitiva a objetos inferiores. Pero en sentido propio el éxtasis comporta una cierta superación de las fronteras connaturales de nuestro conocimiento, tanto sensible como racional, bien porque seamos llevados  a  conocer  o  vislumbrar realidades que exceden la capacidad  de  nuestra  razón  (así  tenemos los arrobamientos y las inspiraciones), bien porque caigamos  en  el furor o en la  locura, que  deprimen y trastornan nuestra  razón,  motivo por el cual de una persona  loca  o  furiosa  se  dice  que  «está  fuera  de sí». Con todo, el éxtasis en el orden cognoscitivo sólo tiene una relación indirecta con el amor: concretamente cuando nuestra capacidad cognoscitiva se concentra de tal modo en lo amado que apenas se puede ya pensar en otra cosa. Donde verdaderamente tiene que ver el éxtasis con· el amor es en el orden afectivo, y especialmente en el amor de persona. Porque en el amor de cosa no se da tanto una salida de sí por el afecto, ya que lo que dicho amor busca es unir la cosa con nosotros mismos (o con otros), ponerla bajo nuestro  dominio  (o  bajo  el dominio de otros). Se dice aquí que el amante sale de sí mismo porque, no contento con gozar del bien que tiene, quiere alcanzar algún otro bien fuera de sí; pero, en último término, lo que busca es unir ese bien extrínseco a sí mismo, hacerlo suyo (o de otra persona), y así no sale el amante plenamente de sí, sino que retorna a sí. En cambio, en el amor de persona, la salida, el éxtasis, es completa (dentro de lo posible), porque en este amor el afecto del amante sale simplemente fuera de él, ya que busca sólo el bien de la persona amada, y obra con la mira puesta en ella, cuidando de la misma como si de sí propio se tratase, poniéndose en lugar de ella por el puro amor que le tiene.

Por último, digamos algo del celo, que también es efecto del amor. «Él celo -escribe Santo Tomás- dice propiamente cierta intensidad del amor, por la cual el que ama intensamente nada soporta que repugne a su amor» [8]. El celo es distinto cuando se trata del amor de cosa que cuando se trata del amor de persona. En el primer caso, «el que ama intensamente alguna cosa se mueve contra todo aquello que impida la consecución o disfrute pacífico de esa cosa; y en este sentido se dice que los maridos celan a sus mujeres, a fin de que por la compañía de otros no quede impedida la exclusividad que buscan en ellas; y asimismo los que buscan destacar se vuelven contra aquellos que parecen aventajarles, como impidiendo su preeminencia» [9]. Mas en el caso del amor de persona, dicho amor «busca el bien del amigo; por lo cual, cuando es intenso, impulsa al hombre contra todo lo que es opuesto al bien del amigo; y en este sentido se dice que uno tiene celo por su amigo cuando se esfuerza por rechazar todo lo que se hace o dice contra el bien del mismo; e igualmente se dice que uno tiene celo por Dios cuando procura en lo posible rechazar todo lo contrario al honor o voluntad de Dios» [10]. Y es natural que así sea, porque si, por la mutua inhesión y el éxtasis, el amante vive en el amado y para el amado, cualquier cosa que lesione al amado lesiona en realidad al propio amante.

5.       El amor humano

Y ahora digamos algo del amor propiamente humano, que es el amor entre el hombre y la mujer.

No deja de parecer sorprendente que dicho amor sea considerado por Santo Tomás, en un texto citado poco ha, como un ejemplo de amor de cosa. El texto en cuestión trata del celo como efecto del amor de cosa (amor de concupiscencia) y dice que de esa manera «los maridos celan a sus mujeres». Ahora bien, no hay que dejarse llevar de un solo texto, por muy rotundo que pueda parecer. Para el mismo Santo Tomás el amor entre el hombre y la mujer, como amor esencialmente humano que es, constituye una especie de amor de persona o amor de amistad. Lo que ocurre es que se trata de una especie muy peculiar dentro de ese género que es el amor personal, de una persona a otra, y precisamente porque la persona humana es esencialmente distinta de las demás personas creadas (los ángeles) y, por supuesto, de la Persona increada (Dios). Aquello en lo que es distinta de las demás personas creadas es su naturaleza corporal o reiforme. La persona humana es una persona tal que al mismo tiempo es cosa. No es que sea una mezcla de persona sin más y cosa sin más; sino una persona que lo es de tal manera que al mismo tiempo es cosa, y una cosa que lo es de tal modo que a la vez es persona. O, dicho de otra forma: la persona humana es a la par corpórea y espiritual; espiritual de tal manera que puede ser y es al mismo tiempo corpórea, y corpórea de tal modo que puede ser y es a la vez espiritual. Lo corpóreo o cósico, pues, no está en nosotros separado de lo espiritual o personal; sino que lo primero matiza y penetra íntimamente a lo segundo, así como lo segundo modula y cala íntimamente a lo primero. Por ejemplo, la diferencia entre los sexos es en primer término una diferencia corporal, pero en nosotros no es solamente corporal, sino que penetra o invade todo lo personal o espiritual. De aquí que el amor humano propiamente dicho no sea sólo genéricamente amor entre personas (en todo semejante al amor que existe entre las demás personas creadas), sino que es específicamente un amor propio de las personas humanas, las cuales, al mismo   tiempo que son cosas, son personas.  Por eso el amor humano resume en sí lo que pertenece al amor de persona y lo que corresponde al amor de cosa. Y no se diga que estos dos amores son incompatibles entre sí; por el contrario, son compatibles en el mismo sujeto y respecto al mismo objeto en igual medida en que son compatibles en una misma realidad la naturaleza de cosa y la naturaleza de persona, que es lo que sucede con la persona humana.

Pues bien, es característico de los bienes materiales (y en general, de las cosas) que no pueden ser disfrutados por varios sujetos a la vez, sino que piden una pertenencia en exclusiva. En realidad, cuando varios disfrutan de un mismo bien material, no disfrutan del mismo bien, sino de partes distintas de dicho bien. Por el contrario, es característico de los bienes espirituales (y especialmente, de las personas en cuanto tales) que pueden ser disfrutados por muchos a un tiempo, sin que disminuyan o tengan que distribuirse. Por eso, como el amor humano, aunque es amor entre personas, es también amor de una persona a una cosa, nada tiene de extraño que reclame la exclusividad que es propia del amor de cosa, y así el amor entre el hombre y la mujer reclama esa exclusividad, y la reclama precisamente por lo que ambos (hombre y mujer) tienen de cosa, es decir, de corpóreo. El hombre ama en la mujer, no sólo su espíritu, sino también su cuerpo, y lo mismo, la mujer en el hombre. Pero el amor del cuerpo del otro tiene que ser exclusivo, como lo es el amor de cualquier cosa, de cualquier cuerpo. Por lo demás, como en nosotros la dimensión de cosa no está separada de la dimensión de persona, esa nota de exclusividad que se da en el amor propiamente humano por el hecho de que el hombre y la mujer tienen un cuerpo, afecta también a la dimensión personal de los dos, como vimos que la afectaba el sexo; y así todo ese amor queda transido de una cierta condición cósica. En este sentido, y sólo en este sentido, Santo Tomás cataloga al amor entre el hombre y la mujer dentro del amor de cosa.  Por otra parte, así como en nosotros la dimensión espiritual queda afectada por la corporal, así también la dimensión corporal queda afectada por la espiritual; y de esta suerte el amor del hombre y la mujer no es sólo el de una persona por una cosa, sino precisa y fundamentalmente el amor de una persona por otra persona, y por eso tiene todas las notas de éste, a saber, es amor de amistad, de comunión, de entrega. Por lo demás, la manera precisa como aquí se enlazan el amor de persona y el amor de cosa no es la expuesta más atrás donde considerábamos a la persona y a la cosa como objetos distintos de amores distintos. En este supuesto el amor de cosa se subordina al amor  de persona,  como  distinto  de él, pues las cosas se quieren para las personas; pero en el caso del amor humano el mismo es el objeto del amor de persona que el del amor  de  cosa: son dos amores  fundidos  que  versan  sobre  un  único  objeto  que es a la vez cosa y persona; por eso no hay aquí subordinación  de un amor al otro como si fueran distintos, sino  una  cierta  compenetración  de  los dos, con mutuas influencias del primero sobre el segundo y del segundo sobre el primero; y supuesta esa  compenetración, una  cierta  ordenación del amor de cosa al de persona, en todo semejante a la ordenación de nuestro cuerpo respecto de nuestro espíritu.

6.       La permanencia del amor

Una propiedad del amor de persona (y consiguientemente, del amor humano en cuanto es también un amor personal) es la permanencia o estabilidad. Es una permanencia que se funda en la firmeza y estabilidad de los sujetos entre los que dicho amor se da, es decir, de las personas.  Las personas en efecto son mucho más estables que las cosas. Como dijimos más atrás, las cosas son, por una parte, las sustancias corpóreas, y por otra, los accidentes, tanto corpóreos como espirituales.  Pues bien, las sustancias corpóreas son perecederas, corruptibles; es decir, tienen un grado de firmeza bien pequeño; y los accidentes, tanto si corresponden a la sustancia corpórea, como si pertenecen a la espiritual, son también muy perecederos y de poca estabilidad. En cambio, las personas, es decir, las sustancias espirituales, son por su propia naturaleza indestructibles.

Por otro lado, el amor, tanto si es de persona como si es de cosa, no se queda nunca en la superficie, sino que, por el efecto que acarrea de la mutua inhesión, penetra hasta lo más íntimo del objeto amado. Y es en esa intimidad en la que arraiga. Por consiguiente, aunque varíen los accidentes más o menos externos, mientras permanezca invariable la intimidad de lo amado, también permanecerá invariable el amor.

Como dijimos más atrás, el amor propiamente humano es como una síntesis del amor de persona y del amor de cosa. Pues bien, por lo que tiene de amor de persona es indestructible por naturaleza, pues indestructibles son tanto el sujeto como el objeto; y por lo que tiene de amor de cosa, es permanente por todo el tiempo que dura el cuerpo, es decir, es permanente hasta la muerte. Y no puede menoscabarse este amor porque se menoscaben el vigor, la hermosura o la salud corporales de la persona amada; pues la elección que precede a este amor no se ha hecho atendiendo a lo que hay de caduco en cada uno de nosotros, sino a lo que hay de permanente; no teniendo en cuenta lo superficial y periférico, sino lo hondo y lo íntimo. Por eso, el amor entre el hombre y la mujer debe durar al menos todo lo que dura la vida humana o la unión del alma y el cuerpo.

Que la elección que precede al amor es irrevocable, y por consiguiente también el amor mismo, se echa de ver en que no es una elección caprichosa o arbitraria, sino fundada en el valor mismo de la persona amada, que es inmutable. Cuando el amor es verdadero no está fundado en las cualidades corporales de una persona ni tampoco en sus cualidades espirituales; está fundado en la persona misma, en su sustancia, que es a la par espiritual y corporal. Por eso, mientras no cambie el fundamento del amor no tiene por qué cambiar el amor. De donde el amor entre personas debe durar todo lo que duren dichas personas.  Por su propia naturaleza es un amor permanente hasta la muerte.

Jesús García López en dianet.unav.edu

Notas:

1.     S. Th., 1-2, 26, 3.

2.     S. Th., 1-2, 26, 4.

3.     S. Th., 1-2, 27. 2.

4.     S.  Th., 1-2, 27, 2, ad-1.

5.    S. Th., 1-2, 28, 1, ad-3.

6.     S. Th., 1-2, 28, 1, ad-2.

7.     S. Th., 1-2, 27, 3.

8.     In loannem, cap. 2, lect. 2, n. 8.

9.     S. Th., 1-2, 28, 4.   

10.     S. Th., 1-2, 28, 4.

Pedro Francisco Gago Guerrero

LA PUESTA EN PRÁCTICA DE LA LEY EUTANÁSICA

Seguramente el nihilismo bio-ideológico ha creado el sistema eutanásico para  conducir al individuo fuera de sí. De modo que preferentemente su conciencia deberá entregarla voluntariamente a quien representa teóricamente la voluntad de la colectividad, a fin de depositarla con primorosa dejadez en el manto sensible del Estado y en algunos profesionales sanitarios que ejercerán el papel de transportistas que le conducirán al sueño eterno. A ellos confiará la tarea de que se expida el pasaporte final. Se entiende que su voluntad deberá estar completamente ajustada a la institucionalización colectiva, de manera que la servidumbre aceptada sería el máximo logro de la auto-realización del poder totalitario.

Además, hay otros dos aspectos que forman parte del sistema eutanásico: a) la voluntad de los que la piden no siempre procederá de una situación objetivada; b) la fuerza imprimida por la volátil organización encargada de eliminar a la mayor parte de la gente in-aprovechable, una vez se decidida que su tiempo ha llegado al límite.

El carácter imperativo y  general  de  la  Ley se impone a toda la sociedad, creando en el sujeto el derecho a exigirla y obligando a un profesional de la sanidad a concederla, salvo que sea objetor de conciencia [40]. Pero, al mismo tiempo, también le otorga al sanitario, en realidad, un mortituitivo, el poder de aplicarla a cualquier sujeto que considere hallarse en cualquiera de las situaciones descritas. El nuevo ejecutor sanitario adquirirá  potencialmente  un poder para actuar según su voluntad. La relación queda establecida entre un sujeto con poder ilimitado, potencialmente incontrolable, y otro sujeto que tiene que entender que su vida ya no le pertenece. Aunque su deseo sea seguir viviendo, si el responsable de la eliminación no lo cree conveniente, estará condenado a muerte por decisión de un servicio especial de pompas fúnebres. En definitiva, que se está creando   la pena de muerte por voluntad médica en los estertores de la vida. Aquí no existe recurso ni apelación, al convertirse el médico en un sayón o ajusticiador cuya sentencia es cosa  juzgada.

¿Se puede entonces concebir que la eutanasia sea un acto médico?

El sujeto que pide la eutanasia tendrá que acudir al lugar que permita cumplir  su  voluntad. En este caso, un sanitario deja de serlo para cumplir una función ajena  a  su  profesión, en puridad porque no es un acto médico, sino un instrumento que voluntariamente decide ejecutar la petición de quien desee ser eliminado. Cuesta creer que una persona podrá está tan enajenada como para que, a priori, paradójicamente, sin tener ninguna enfermedad, ponga su vida en manos de una sección dedicada a poner fin a su tránsito por el tiempo [41].

Pero la ley es constitucional, como se ha comprobado en Alemania. De acuerdo con el derecho positivo e interpretando la Constitución, el 28 de febrero de 2020 la Sala Segunda del Tribunal Constitucional Federal alemán (Bundesverfassungsgericht), “crea” un derecho fundamental llamado la “muerte auto-determinada”, declarando inconstitucional el artículo 217.1 del Código Penal, en el que se había criminalizado el fomento del suicidio como actividad recurrente (geschäftsmässige Förderung der Selbsttötung” (Coca Vila, 2020). En el artículo 2.1, queda especificado dentro del derecho de la personalidad, el derecho a la muerte auto-determinada autónoma (selbstbestimmtes Sterbens). Con ello queda autorizado el suicidio (Selbsttötung), así como a solicitud de ayuda para quitarse la vida. Basándose en la libertad de que el individuo realice su vida, también se completa con la libertad para dejar de seguir viviendo.

Este personal sanitario, decisionista y sentenciador,  tendente  a  ejecutar  ilimitada  y sosteniblemente a los  enfermos,  en  nada se podrá parecer a los excelentes y humanos profesionales de  cuidados  paliativos,  que son modelos de ética práctica por hacer llevadera la vida de una persona desahuciada, enfrentándose de continuo a una situación consistente en tratarla medicamente para aliviarle el dolor corporal y espiritual,  con  los medios disponibles a su alcance y con una predisposición ejemplar de ayuda moral. Con la ley de eutanasia posiblemente desaparecerá esta formidable unidad médica, siendo sustituida por otra sección encargada de poner en marcha el mecanismo que conducirá al individuo a la stazione termini, puesto que decidirán sobre la vida humana sin atender a otras consideraciones.

Los cuidados paliativos no forman parte de los procedimientos eutanásicos. La diferencia más importante entre la analgesia y la sedación paliativa, de una parte, y la eutanasia, de otra, radica en que la segunda es un acto que provoca intencionalmente la muerte de una persona, mientras que las primeras tienen como intención el alivio de los síntomas para lo cual se usan dosis orientadas a lograr detener el dolor y no a causar la muerte prematura (Ubilla Silva, 2021, pág. 151).

Con la ley de la eutanasia cualquier individuo podrá solicitar que se le ayude a morir, creando en el personal sanitario la obligación de matarle [42].

La solución siempre es radical: bien sea que se decida que una persona no debe prolongar su vida o que exija que otros lo eliminen. Aunque tendrá más consecuencias cuando se  decida su permanencia o desaparición. Sería el caso del médico, con una moral formada en la ley, una vez está legitimado por la propia norma jurídica y la conciencia colectiva, podrá tomar la decisión sobre las personas que considere que no deberán seguir viviendo [43]. La ley de   la eutanasia o del punto final, habilita a un médico –salvo a los objetores de conciencia– a desproveer a cualquier persona del derecho a continuar existiendo y, por tanto, a acabar con el derecho a proyectarse al futuro, es decir, eliminándole “de todo horizonte ulterior”, explicita Julián Marías (1993, pág. 207). Motivo por el cual en el proyecto eutanásico se elimina el derecho a la continuidad en  tanto producto del pasado. Por tanto, el único derecho que en verdad existe para la ley de la eutanasia es el derecho a no existir, poniendo fin a todos los derechos existentes.

La puesta en práctica de la eutanasia requiere no solo una persona que quiera poner fin a su vida, sino la voluntad del médico o sacerdote laicista [44], aplicando una ética biológica, que decide hacer desaparecer a las personas. En principio, únicamente en casos extremos justificados. El derecho la habilitará legalmente para decidir lo que estime oportuno, estando respaldado por los demás intervinientes en el área de la “salud”. La ley española admite la objeción de conciencia del médico (art. 3. f).

La ley de la eutanasia es posible que cree un sistema dispensador de eutanasia sin límites reales. Quien tenga el poder político sanitario será el que imponga su derecho sobre el otro, y sea cual sea el lugar de donde proceda, decidirá sobre el que esté indefenso por el dolor. Siempre el instinto selectivo del médico podrá obligar al enfermo incapacitado a poner en marcha, aunque éste desee vivir. ¿Cómo probar lo contrario? Sucede lo mismo  con  el feto, ya que el progreso humanitario –en España, por ahora, se reduce a las primeras catorce semanas del embarazo– exige eliminarlo en cualquier momento de la gestación, por lo que cabe relacionarlo con  la  eutanasia,  ya  que, si en el nacido se aprecia una deformidad, socialmente sería perjudicial que siguiera existiendo. En cualquier caso, será el médico y los progenitores los que decidirán sobre su permanencia como existente [45]. Es decir, si están o no dispuestos a establecer una filiación.

LA EUTANASIA COMO PROYECTO DEMOGRÁFICO Y ECOLOGISTA

El sustrato de la ley es situacionista. Para gran parte de las personas, lo más sencillo sería dejarse llevar por el presente y aceptar sus vigencias. Cada edad tiene su peculiaridad, sus rasgos más o  menos  determinantes  en  su transcurrir de origen diferente. Según el contexto histórico, la gente vivirá más o menos a tenor de las circunstancias y los medios  para prolongar la vida. A causa del aumento extraordinario de la población mundial, en los países desarrollados unas elites aparentemente sensibles y concienzudas con los demás, respaldados por mucha gente servilmente interesada, parece desear que se reduzca el número de seres humanos debido a que ejercen una presión perjudicial para el planeta. Una creencia, que no llega ser una cosmovisión, pero que exige sacrificios humanos [46]. Motivo por el que el globalismo exigirá poner fin a la vida de muchos seres humanos, aunque con sensibilidad  humanitaria  bien  pertrechada  de legalidad, a fin de descargar al personal sanitario de cualquier posible responsabilidad civil y penal.

Creemos que la eutanasia forma parte de los proyectos demográficos y ecologistas de un tipo del ecologista, alentado por la cosmovisión atea, que ha admitido la necesidad de respetar a la madre naturaleza, pretendiendo liberar al hombre de las ataduras dolorosas de la vida, señalando las causas que lo justifiquen. Es otra de las consecuencias de la extensión del materialismo, para el que no existe ninguna explicación sobre los motivos últimos, así como para abrir un punto de unión entre la apariencia de la vida y el “regreso” a la inexistencia desde la real inexistencia –la realidad de la nada–. En todos los casos, el hombre, compasivo consigo mismo, podrá tomar las riendas de su vida. De manera que se combina el sometimiento a las circunstancias y la decisión personal acerca de querer o no querer seguir viviendo. Añádase también la responsabilidad que se da a las instituciones de impedir que nazcan más creaturas en la súper poblada tierra.

Sin embargo, todo ser humano está situado en una parte de una constelación integrante de una cosmovisión. Desde hace años, por motivos de autocomplacencia y auto-evolución provocados por el odio a su civilización, el progresismo recomienda a los individuos no tener hijos, extender la infertilidad –el ideal de la masa infértil: ¿para qué vivir?– eliminar el feto cuando no se ha utilizado la contra-concepción y acabar con la vida una vez se traspasa el umbral de la desesperanza, ya sin proyecto personal [47], pasando de la ley de la naturaleza a la voluntad del hombre. Ambas, la ley  y  la  voluntad,  sin sustancialidad. El hombre ha de tomar conciencia de algunas de las causas por las cuales las leyes naturales impedirán proseguir la vida humana, y también entender lo que afecta a ciertas condiciones de su expresión, porque voluntariamente decidirá prescindir de su existencia. El creyente religioso no podría aceptarlo, ya que se entremetería en la tarea  de Dios, “obligándole” a asumir la voluntad humana y a cambiar sus planes.

Prescindiendo de la Divinidad y del carácter sagrado de la vida humana, la eutanasia implica la relación del hombre consigo  mismo y con la naturaleza, pudiendo liberarse de ella sin someterse a sus leyes. Lo que posibilitará desprenderse de su condición natural superándola definitivamente por propia decisión, dejando atrás “la ley severa”. Es decir, que la fuerza de la voluntad humana  dispondrá, en última instancia, de sí misma. Motivo por el que hay que pasar del respeto a la vida humana, al de “calidad de vida”.

Aunque el hombre domine la naturaleza, hay diferencia entre nacer y morir. Habrá que elegir si se deja que la voluntad humana, junto a la ley de la naturaleza inconsciente, dispongan sobre la vida de cada individuo, o se acepta que el nacimiento sea una iniciativa de otra persona y la muerte decisión propia. De igual modo, el individuo puede nacer por elección humana de forma natural y morir también por iniciativa humana. En abstracto y en concreto, se pretende imponer el dominio del hombre sobre el hombre.

Si en cada época histórica la condición humana ha dependido de las convenciones, leyes y formas de actuar de los pueblos, en la actualidad una vez afianzada la globalización es un problema universal, por lo que tendrá que surgir un proyecto de similares características que exigirá un cambio moral radical. Este cambio implica que el  hombre  no  sólo  se  ha apartado de la naturaleza, superando su disposición para dominarla, pasándose a otra fase superior, ya que, sin someterse a sus leyes, la defenderá contra los depredadores.

Ahora, el proyecto progresista y ecologista consiste en que unos hombres han de proteger el planeta de los demás hombres, una  vez  han sido juzgados y condenados como destructores del medio ambiente. Sin embargo, el ser humano erigiéndose como la inteligencia terráquea, aunque incapaz de frenar su voluntad destructiva, optará por defenderla con sus propias leyes –la ley positiva que vuelve la vista a la ley natural material para defenderla–, incluso adaptándose a las leyes constitutivas casuales –la materialidad carnal de los órdenes– para protegerlas. Este es el motivo principal de tener que prescindir de quienes alargan excesivamente su estancia en la tierra, haciéndola sufrir con su presencia, acrecentándose en proporciones desmesuradas cuanto mayor sea la población. Por tanto, lo imperativo es desprenderse de los que gastan energías inútiles en esta parte del sistema solar. Se abre la posibilidad de que unos cuantos   de muchos quieran imponer un suicidio colectivo [48].

Al aparecer esta nueva sensibilidad, el cambio que se produce es paradigmático, al ser su máxima preocupación proteger el entorno natural desde las urbes –el ecologismo del cemento, el acero, el vidrio y el asfalto–. Sus sentimientos son ahora plenamente terráqueos –convertido motu proprio en la inteligencia y la razón del planeta–, abundando en todo aquello que debido al egoísmo humano hace sufrir al globo –un insensible inconsciente desprovisto de inteligencia sentiente y creativa– y a todos los seres animados e inanimados que forman parte de él. El defensor ecologista va  más  allá de lo que El Creador optó para darle la capacidad de dominar a los demás animales. Es como si Dios no hubiera pensado que el problema era el propio hombre, ni tampoco hubiera sido capaz de prever adonde le iba a conducir su sed inagotable de hacer daño por satisfacer su turbio y ciego egoísmo, o su nula preocupación por respetar las leyes naturales y dejar su entorno tal como fue compuesto por el Big Bang, la presumible inteligencia sin consciencia, lo contrario a Dios. Por fin, los átomos humanos, ahora ya con la suficiente consciencia para percibir el problema,  son  los que se preocuparán de lo que fue incapaz de entender la mente explosiva sin razón, sin capacidad de comprensión y sin saber que formaba y creaba todos los componentes del universo. De modo que se ha de reducir el impacto negativo de no haber hecho unas buenas leyes desde la aparente inteligencia.

Quiere decirse que ya no servirán los contenidos del bien de las morales anteriores, sino que otro bien voluntarista se habrá de asentar sobre la justificada muerte de millones de personas. Aunque generosamente quienes tienen el poder de decisión y utilizan las instituciones para ese fin, encontrarán el modo ideológico y jurídico para que el individuo tome la iniciativa de desaparecer por sí mismo. Por tanto, la voluntad humana será la que decidirá sobre su vida. Su libre voluntad le habrá de llevar a no tener nunca más libertad. En caso contrario, el médico, dispensador de eutanasia, ahora transformado en un sujeto aniquilador de la vida humana, lo hará con la legitimidad [49] que le da su moral que se expresa en defensa del débil planeta.

Más allá del dolor y la necesidad de no arrastrarse por la vida, hay otro aspecto crucial que hay que entender: el rechazo  del  hombre  sobre el otro hombre. No se sabe si por vergüenza hacia sí mismo (Fiódor Dostoyevski), o por un odio hacia el ser genérico que se ha acumulado en excesivos actos  negativos  a  lo  largo  de la historia. De ahí que se aspire a formar el hombre nuevo –“el hombre del estado nihilista de la humanidad, sin ninguna atadura pero perfectamente encajado en su medio” (Negro, 2009, pág. 412) y comience la post-historia, con su correspondiente dignidad post-humana (Bostrom, 2003), lo que significa que el objetivo bio-logista y ecologista será limitar el futuro para buena parte de la humanidad, al objeto de detener las consecuencias más negativas que podría sufrir el planeta –dolor que el ecologista defensor del suicidio asistido no admitirá que se aplique al globo terráqueo, en tanto materia activa sin voluntad–. No se espera que haya aportaciones positivas cuando los continentes están llenos de gente en demasía.

La extensión de la mentalidad progresista consistirá en que toda persona tome conciencia de su innecesario existir, participando de la “conciencia global” (Teilhard de Chardin, 1964). Las guerras serán sustituidas por la lucha que mantendrá el hombre particular contra sí mismo. El médico que pasa a ser un combatiente en  bata  con  galones,  acoplado a la evolución, decidirá quién entrará en el sistema sanitario, transformándose, en parte, en un campo de guerra o de exterminio. Cabe la posibilidad de que no sólo se luchará contra las causas por las cuales se produce una enfermedad que pueda ser incurable, sino que se tratará de eliminar la mayor parte de los hombres y así sanar a la tierra de su principal dolencia. La conciencia humana deberá ser conformada como inteligencia planetaria, a la que el propio hombre terráqueo, con talento y capacidad, activamente inteligente, se arroga dirigirla, haciéndose un instrumento exterminador de sí mismo, cuando muchos de ellos muestren que pueden prescindir de vivir. También, en cuanto descubridor de las leyes de la evolución, se encargará de defender a quienes estén en condiciones para sobrevivir.

EL CONTROL SOBRE LA APLICACIÓN DE LA LEY

Hay determinados tipos de control que carecen del mínimo interés por las instituciones. En otras palabras, que existen leyes que el Estado crea, pero que no podrá o querrá controlar [50]. Motivo por el que presumiblemente los controles sobre la práctica eutanásica serán inexistentes. A medida que pase el tiempo, inevitablemente aparecerá el relajamiento cuando se acepte que es un servicio positivo para la sociedad, adquiriendo el médico el arbitrio de eliminar  a cualquier persona si lo cree oportuno. ¿Qué garantías tiene una persona, a pesar de su edad y sus dolencias, para defenderse de la voluntad del médico si tomase la decisión de eliminarle de la vida?

Innegablemente la persona dependerá de la discrecionalidad del profesional ejecutor que trabaja en una  sección  de  punto  final. El enfermo que rechace la eutanasia estará indefenso, al carecer, aparte del “procedimiento regulable” (art.8) o de la Comisión de Garantía y Evaluación (art. 10) de la Ley española, sin ninguna seguridad jurídica cuando la decisión es contraria a su voluntad. En  realidad,  en los lugares que se legalice la eutanasia, se consolidará en la sociedad la tendencia que sostenga que los débiles e indefensos podrán ser legalmente ajusticiados médicamente. Con ello se rompe toda garantía para que la persona pueda gozar de la libertad de elegir si decide vivir. Basta que el personal sanitario se empeñe en que una persona hospitalizada grave la rechace.

La ley de la bio-ideológica eutanasia, verde y sostenible, pretende imponer una conducta progresista, abriendo la posibilidad de una mala praxis del personal sanitario. Existirá siempre una decisión potencial en cuanto se atisbe su necesidad, por lo que apenas ofrecerá seguridad a aquellas personas que no acepten que se dependa de la voluntad de quien esté dispuesto a llevarla a cabo. De ello se deduce que la ley deja a la persona indefensa ante quien quiera aplicar la eutanasia, al formar parte de un sistema que incita al exterminio voluntario de una parte de la población.

Lo difícil será que una vez aprobada la ley no haya individuos que quieran que se les aplique el suicidio asistido, y que no haya profesionales que estén dispuestos a satisfacérselo. Incluso que no aparezcan centros de negocios creados para tal propósito. Por ello, ante la imposición de la cultura de la muerte, el  individuo deberá contar con las armas suficientes para defenderse. Nunca el Estado,  aunque  fuera  la gran mayoría de la sociedad, debería imponer la pena de muerte a voluntad de un profesional que deja de ser sanitario. Con la ley de la eutanasia se obliga a que la medicina pública adopte las medidas que siembran las instituciones sanitarias de sentencias de muerte incontrolables.

La eficacia será completa si la persona voluntariamente desea morir. Toda persona que pase por una situación de dolor extremo  y persistente se encontrará moralmente tan debilitada que no tendrá la capacidad de pensar razonablemente. Cabe la posibilidad que en esta circunstancia sea  aprovechada por cualquier profesional sanitario con pocos escrúpulos morales. En un hospital de la seguridad social la legalización de la eutanasia significará tener la posibilidad de eliminar un problema de recursos y de gasto con algunos enfermos. Cuando el coste sea elevado al suponer un perjuicio económico, la solución más fácil será desprenderse definitivamente de él. En este evolucionismo bio-ideológico se mezcla el espíritu capitalista –el negocio es el negocio– y colectivista –para quien el conjunto colectivo humano nunca dejará de ser un rebaño–.

Habrá situaciones personales que deberán ser entendidas desde una perspectiva moral para ser protegidas, como serían los casos de depresión, por adiciones, desengaños amorosos [51], etc. Sería un éxito para la sociedad integrarlos en la vida ordinaria. Desgraciadamente, la ley de la eutanasia es letal por ser insensible ante las personas que no podrán ser responsables de su propia vida, especialmente cuando pasan por una situación muy dolorosa.

En muchos casos puede existir una diferencia entre la realidad pública y la privada. En ésta última, posiblemente si se respeta la vida humana, la seguridad para las personas esté mucho más garantizada en el ámbito privado. Se infiere que el enfermo tendrá que huir de la sanidad pública si quiere conservar la vida. El motivo se debe a que es difícil que lo público pueda proteger a cualquier persona que tenga necesidad de ser tratado médicamente y no hay seguridad de que se le aplicará la eutanasia si no la acepta, una vez el médico, o de un comité de expertos de bioética ha dado su consentimiento. Con el estatismo bio-ideológico, cada vez más totalitario, posiblemente lo público forma parte de un sistema que procura hacerse dueño de las personas, incluido el inmenso poder de decidir si conviene o no que viva. Cuestión que es ya clásica en un estudio de ciencia política y jurídica en relación con el poder

Puesto que la Ley ya existe, se trata de que las personas tengan la posibilidad real de optar por elegir una vía u otra. Posibilidad de la  que carece un enfermo que no quiera dejar su vida en manos de un mortitutivo [52]  dispuesto   a aplicar la eutanasia. Lo difícil es impedir que una persona pide la eutanasia no se vea satisfecha su petición. La seguridad es total  en las clínicas eutanásicas para el que decide hacer uso de ellas.

Cualquier persona en los diversos trances que pasa por la vida, podría quedar en una situación de debilidad extrema e indefensión, siendo imprescindible  tomar  medidas  preventivas al objeto de que la persona esté protegida  ante la eventualidad de que el decisionismo bio-ideológico puede hacerle  desaparecer  de la tierra.

Esto es un motivo suficiente para justificar que la sociedad tenga que adoptar dos medidas preventivas:

A.       La primera, basada en el derecho a la seguridad, requerirá que haya hospitales y centros médicos donde nunca se aplicará la eutanasia. Ninguna persona estará obligada a formar parte de un campo de exterminio para las personas que hayan cumplido muchos años, tampoco a los deficientes físicos y mentales, ni a las enfermedades muy costosas. La razón es que, con el tiempo, probablemente, después de las leyes eutanásicas, aparecerán leyes sobre la eugenesia, que se aplicarán a cualquiera que tenga una malformación, o que no cumplan “con los estándares genéticos y biológicos fijados”.

Será imprescindible que existan hospitales donde no se aplique la eutanasia y que figure claramente que el hospital garantiza que el centro está LIBRE DE APLICACIONES EUTANÁSICAS. Por lo cual, todo individuo contrario a la cultura de la muerte tendrá el derecho de ser llevado a este tipo de hospitales. Sería lo contrario de lo que defienden los eutanásicos colectivistas, que no sólo sostienen que toda la medicina sea pública, sino que quieren prohibir la objeción de conciencia. Para evitar que esta ley sea una amenaza real para todos, será necesario dejar espacios de libertad para que la persona pueda ser atendida con las mayores garantías de protección y que se le intentará curar, mitigar o eliminar su dolor.

B.       La segunda, muy inadecuada,  porque  puede tomarse como una venganza, siendo inaceptable en un Estado de derecho. Estaría basada en el derecho a la defensa propia que todo individuo podría ejercer transmitiéndola a un tercero, por ejemplo, a una persona relacionada familiarmente se la habilitaría a que tomase represalias contra el profesional que habría decidido acabar con la vida del pariente o amigo. El problema es que cuando se introduce la guerra en el campo médico, aparecerá el derecho inevitable a la defensa del paciente (inimicus) representado por terceros.

CONCLUSIÓN

Que el hombre pueda llegar a ser des-medicalizado, como quería Ivan Íllich (1981), o que el enfermo quiera seguir o no tratado médicamente, no significa que la muerte de cada uno deba estar en manos del moralismo humanitario, con sus intereses políticos o ideológicos. El mayor problema está en que la persona que quiera tener la voluntad de seguir viviendo, su existencia deberá estar suficientemente garantizada, médica y jurídicamente.

Lógicamente el derecho a la eutanasia efectiva inevitablemente conducirá a eliminar los demás derechos. El derecho a no prolongar la vida está por encima del derecho a vivir. El derecho a dejar de ser, al derecho a ser para sí y para los demás; el derecho a la eliminación del organismo humano débil, sobre el derecho a la salud y a la permanencia; el derecho a la solidaridad forzada, sobre el derecho a no ser aquello que voluntariamente se rechace; el derecho que se da al sistema a desprenderse de los individuos según el proyecto general reductor, al derecho a seguir formando parte de la vida social.

Pedro Francisco Gago Guerrero en dialnet.unirioja.es/

Notas:

40     Aunque, según Oscar A. García Zárate (2014), “no existen argumentos morales como para que el médico objete de la obligación que le es impuesta”, (pág. 259).

41     En Serotonina, Michel Houellebecq (2019), un médico le dice al protagonista, Florent-Claude Labrouste: “Si usted estuviera en Bélgica o Holanda y pidiera la eutanasia, con la depresión que lleva a cuestas, se la concederían sin reparos. Pero yo soy médico. Y si un tío viene y me dice; «estoy deprimido, tengo ganas de pegarme un tiro», ¿acaso le responderé: Muy bien, pégueselo, le echaré una mano…? Pues no, lo siento mucho pero no, ¡no he estudiado medicina para eso!»” (pág. 258).

42     “No hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá sobre sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente en cuanto humano”, dice Jean-Paul Sartre (2005, págs. 85 y 86). La eutanasia sería la liberación absoluta por la muerte

43     “El moribundo que no es reconocido como vivo, señala Fabrice Hadjadj (2005), que es excluido de la sociedad, no puede más que gritar que se acabe con él. Su grito no puede hacer otra cosa que estremecer al apenado médico que sólo puede transformarse entonces en asesino a sueldo contratado por su propio cliente…”. (pág. 184).

44     En la obra de Robert Hugh Benson (2019), El Señor del mundo, uno de los protagonistas, Oliver, dice en referencia al pasado histórico sobre los profesionales de la eutanasia: “Los únicos sacerdotes de la verdad eran aquellos hombres que practicaban la eutanasia” (pág. 45).

45     Hace años, el físico inglés, Premio Nobel de Medicina de 1962, Francis Henry Compton Crick (1994), sostenía que hasta pasado el tercer día del bebé no debería ser declarado humano si sus padres no lo admitieran.

46     “Todos los ídolos, escribe Rémi Brague (2001), requieren sacrificios humanos. La humanidad, la gran instigadora, debería ser sacrificada para satisfacer a Gaia”, (pág. 69).

47     Produciéndose “la desaparición programada de los pueblos enteros”, según Eric Zemmour (2019, pág. 139).

48     “El suicidio del individuo es desagradable para el que decide cometerlo. En lo que toca a su valor moral, señala Rèmi Brague (2016), puede ser censurable sin dejar de ser respetable. En cambio, el suicidio demográfico, al deslazar el problema del individuo a la especie, no presenta este inconveniente, aunque se convierta en un fenómeno de masas”, (pág. 279).

49     Que tiene una procedencia en la sacralidad artificiosa de la falsa democracia.

50     Desde otra perspectiva, para Janice Raymond, una de las funciones principales de la “profesión médica… es la de ser un instrumento de control social”. Citado en Jean-François Branstein (2019) pág. 35). El libro de J. Raymond (1981) está inspirado en Michel Foucault

51     “Las personas no son buenos jueces de sus estados de ánimo y emociones”, deduce Stuart Sutherland (2015, pág. 261).

52     Reiteramos que la eutanasia no puede ser un acto médico. La palabra médico procede el latín medicus, que a su vez procede del verbo medeor (cuidador). Se formó a partir de medeci. Cicerón decía Medeci hominis (curar o mediar a una persona)

Pedro Francisco Gago Guerrero

INTRODUCCIÓN

Conviene recordar que los principios y contenidos del derecho positivo se nutren de las ideas políticas, sociales, de la ideología dominante, etcétera, lo que significa que, para entender la Ley de Eutanasia, aprobada por  las Cortes Españolas [1], conviene penetrar en el fondo ideológico en que se ha basado. Esta Ley es una continuación, sin ninguna aportación nueva, de las leyes aprobadas en otros países. La primera en los Países Bajos, “Ley de terminación de la vida a petición propia”; luego en la Ley Belga [2]; y, posteriormente, la Ley de Luxemburgo [3]; la de Canadá, Ley C-14 de “asistencia médica para morir; en Colombia [4]; en Victoria (Australia), Ley de muerte asistida voluntaria (2017); en Western (Australia), Ley de Muerte Asistida Voluntaria (2019); y en Nueva Zelanda la Ley de Elección al final de la vida (2020).

En este trabajo no se pretende hacer comentarios específicos sobre el articulado  de la Ley Orgánica 3/2021 de 24 de marzo  de regulación de la eutanasia, salvo la alusión a algún contenido de la Ley que consta de un Preámbulo, cinco capítulos, diecinueve artículos, siete disposiciones transitorias, una disposición derogatoria y cuatro disposiciones generales, porque no se busca un análisis de derecho comparado, dado que en la Ley no  existe ninguna novedad, al ser otra expresión positiva de la ideología de lo políticamente correcto. Tampoco se quiere condenar a los trabajadores del cuerpo sanitario que cumplan con la Ley sin ningún tipo de objeciones.

Como ha ocurrido hasta ahora, las leyes que afectan a la relación directa entre la vida y la muerte se presentan de una manera benevolente y se exponen casos tan trágicos, que cualquier persona se alarmaría contra una situación indeseable. Sin embargo, esta es la propaganda jurídica-positiva del poder y de las muchas consecuencias posibles que irán surgiendo de su puesta en práctica, una vez que se produzca el inevitable relajamiento social.

No hay que confundir la eutanasia, incluida  la pasiva [5], con una ley que autorice que un enfermo pueda rechazar tratamientos que prolonguen la vida  con  síntomas terminales o irreversibles. Sería el caso de Argentina, en la Ciudad de México en los Estados de Aguascalientes y Michoacán en que se permite rechazar tratamientos paliativos. Así como en Uruguay, la ley de “voluntariedad artificial” o del “buen morir”, en la que el paciente podrá rechazar el tratamiento de su enfermedad, incluso los cuidados paliativos.

Cuando la supervivencia esperada es de seis meses o menos,  en  Estados  Unidos  existe  el derecho a un suicidio asistido en Oregón (1994); Washington (2008); Montana (por decisión judicial, 2009); Vermont (2013); California (2015): California (2015); Colorado (2016); Washington (2016) Hawái (2018); Nueva Jersey (2019); Maine (2019) y Nuevo México (2021).

Las leyes de la eutanasia, incluida la aprobada en España, son la puesta en práctica de los valores bio-ideológicos, que suelen formar parte de la cultura de la muerte, no de la ciencia y de la técnica [6], entre las que se encuentra el suicidio asistido, un término que no siempre responde a la realidad del deseo voluntario, o eutanasia. La Ley Orgánica 3/2021 de 24 de marzo de regulación de la eutanasia, aprobada por la mayoría absoluta colectivista de las Cortes Españolas, publicándose en  el  BOE  el 25 de marzo de 2021, se justifica, según el Preámbulo, al responder “a la necesidad”, de acabar con un “debate que se aviva  periódicamente a raíz de casos personales que conmueven la opinión pública”.

La causa principal que propiciará la eutanasia no sólo será evitar una situación de agonía de la persona con dolor intenso, sino que, probablemente, subrepticiamente también rechaza una etapa de la vida que no tiene porqué alargarse, para que, previsiblemente, en años sucesivos surja una nueva ley que permita acabar con cualquier situación biológica que tenga deformaciones irreversibles. Por ahora, la intención, racionalmente benévola, es detener el dolor extremo, y, en lo sucesivo, a los sufrientes enfermos, cuando se considere que haya iniciado en el camino errático de la vida, estando obligados a desaparecer al convertirse en sujetos molestos para la sociedad.

A su vez, el suicidio asistido es entendido como un progreso moral que habrá de extenderse por todos los países, encuadrándose en lo que se denomina una conquista social: En efecto, “la legalización de la eutanasia en España, dice Mariano Gómez Jara (2021), ha sido una conquista social muy  importante,  fruto de una larga lucha reivindicada tanto por las asociaciones de Derecho a la Muerte Digna (DMI), como también la de otros estamentos”, (pág. 13).

La eutanasia completa otra medida legislativa anterior, la legalización del aborto [7], que cuenta con un sujeto principal: la mujer, que no desea que surja otra vida dentro de ella y que para solucionar el problema juzga al  feto  como un tumor [8] del que le curará un profesional abortista, sobre todo si padece alguna deformidad, encargándose el vigilante político de asegurar que cada uno cumpla su función, siempre atendiendo al plan establecido, con sensibilidad humana desinteresada.

LA JUSTIFICACIÓN EUTANÁSICA

La ley de eutanasia entre otros aspectos presenta dos ángulos de visión: el del sujeto que decide voluntariamente sobre su muerte y el de la colectividad. A) La persona. Ciertamente desde el punto de vista de la libertad podría ser difícil impedir que una persona no quiera seguir viviendo. En este caso, no sólo habría superado el miedo a la muerte, sino que habría perdido la conciencia o de lo que significa, aunque no quiere decir que haya aprendido a aceptarla (Sócrates). Bastaría que una ley respaldase su situación, ya que siempre encontrará quién la lleve a cabo. B). La colectividad que  se  “expresa” en el Estado. Tras una apariencia humanitaria sensible al sufrimiento, hay una conciencia de que la persona esté subordinada a los intereses públicos colectivos que, en realidad, son los de las oligarquías del Estado. Con la ley de la eutanasia se entra en la dialéctica del amo, el Estado y sus instrumentos, dispuestos a la obediencia; y el esclavo, cuando el individuo cede en sus derechos de vida. Se confirma así que el Estado, summa potestas, tiene sobre sus ciudadanos el derecho de vida y muerte –ius vitae ac necis– [9]. Se oculta que el derecho de vida de la persona es primario, no lo otorga el poder político.

Desde una ética justificadora de la solución final, la eutanasia se presenta con una perspectiva también economicista basada en la sostenibilidad humanitaria, la  firmeza de la voluntad del sujeto y de la obligada generosidad que debe tener con su sociedad y el Estado, no debiendo convertirse en una carga, ni para los demás, ni para las instituciones. También es una medida higiénica: al objeto de que desaparezca la decrepitud y la dolencia, anticipando lo que se está haciendo con los cadáveres, que provocan malestar social. Así se puede eliminar a la vista del estatismo actual lo sucio, al ser la expresión macabra de la muerte. De ahí que esté relacionada con la cremación [10]. Pero, sobre todo, carece de sentido.

Para defender la eutanasia se recurre a la estadística, justificándose dar una pronta muerte para que un sujeto-objeto deje de sufrir. Según Juan Antonio Salcedo Mata (2018) de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Seguridad Pública, considera “que la eutanasia bajo las condiciones adecuadas, debe ser un acto médico y éticamente aceptable al respetar el principio de eutanasia y la OMC tendrá que reconocer que un código deontológico es de rango inferior a una ley que despenalice la eutanasia” (pág. 2). En su opinión, pues, la ética está obligada a amoldarse a la ley que, a su vez, procede de otra ética dogmática y que forma parte de los valores  establecidos  por un ideologismo bio-ético, o por un bio-derecho que, según Erick Valdés (2021), “debe basarse en categorías bio-jurídicas en el contexto de la gobernanza en las instituciones de salud” (pág. 386). En este caso no se admite el pluralismo ético, imponiéndose un éthos totalitario [11].

Este autor, como otros muchos colectivistas, señala que el rechazo a la eutanasia se debe a la moral de la Iglesia Católica. Entiende que el catolicismo, al parecer religión ultra-masoquista, considera que para los que tienen fe es un disfrute sublime pasar por el dolor más profundo. El progresismo partidario de la eutanasia está poseído por la creencia de que aquellos que la rechacen desean prolongar la vida artificialmente o, en otro caso, supone alentar a las grandes multinacionales para conseguir grandes beneficios económicos. En cambio, tendríamos que considerar a los defensores de la cultura de la muerte una muestra ejemplar del desinterés.

BASAMENTO TEÓRICO

La eutanasia es el resultado de la fuerza adquirida por la corriente nihilista que impregna la tecno-ciencia, dando lugar a la formación de varias bio-ideologías, que son, en parte, una adaptación de las relativamente fracasadas ideologías a las nuevas realidades. El extendido nihilismo en las sociedades occidentales presupone creer en la voluntad de la nada. Para gran parte del ideologismo nihilista, la nada genera el ser y el dejar de ser, y cuando lo crea oportuno enviará las oportunas señales  para  que  el   hombre   desaparezca de la vida. El materialismo, pasajero de la nada, en el sentido que le dio Epicuro y otros pensadores posteriores, considera que la vida no consiste en aguantar un dolor más allá de lo biológico, ya que no tiene sentido arrastrarse con lastimera pena en una prolongación inútil por el tiempo.

En una época decadente, al menos en las sociedades occidentales, la vida se ha desvalorizado. Cuando el dolor se hace insoportable, la nada, mejor, la bio-nada, le reclama volver a no ser [12]. Es decir, que cuando se desestructura o se está  descomponiendo  el organismo, la bio-nada le exige retornar a su seno. Una vez el sujeto pierda solidez, la bio-nada dejará de encapricharse por él. En la nada se descubre con toda magnificencia la eutanasia, porque el individuo no sólo decide acogerse a su llamada, sino que tendrá consciencia que es dueño de ella, no en vano la nada es lo que le ha dado la vida. Una vez el ser, que no es en sí ni para sí, decida desaparecer, se desplazará en la infinita prolongación del no ser [13] –la lógica absurda del caos–. Para el pensamiento eutanásico nihilista, el trayecto humano consiste en pasar de la nada a la nada, del no ser –al carecer de existencia efectiva– a regresar a la inexistencia, como un proyecto en que la nada parece divertirse con el sufrimiento de los vivientes.

La legalización de la eutanasia en varios países democráticos se ha convertido en un derecho humano [14] afecto a la bondad y a la dignidad humana [15], al amor universal [16], formando parte de una conjunción de derechos que se hace difícil encauzarla sin contradicciones [17]. Cuando un ordenamiento recoge que el individuo tiene el derecho a la eutanasia, implica a la vez la obligación del médico a practicarla por un motivo humanitario.

En gran medida, el progresismo en muchas de sus funciones ha terminado por ser nihilista, siendo una corriente que se ha extendido por no pocas sociedades, del que han surgido también otras agrupaciones igualmente importantes del proceso bio-ideológico del cual forma parte la eutanasia. Sería el caso del post-humanismo [18] y el humanitarismo relativista. Las dos quieren hacer el bien para el individuo de una forma antinatural, poniéndole en disposición de afrontar cualquier decisión del poder, aunque está justificado por el consenso político [19], sustituto del consenso social. El humanitarismo eutanásico justifica la obligación de administrar la muerte con un sentimiento benévolo, por amor al otro, lo que el nazismo denominó “muerte misericordiosa” (Nadentod), también por fraternidad y naturalmente por solidaridad –arsénico por compasión–.

La ley establece el sacrificio humano sanitario como un progreso de la moral médica, que,  en su adaptación a los nuevos tiempos, pone  la confianza en la salud mortal para curarle definitivamente de sus dolencias. El principal motivo por el que el individuo acepta la muerte voluntaria consistirá en no querer sufrir. Si bien hay también un interés social, puesto que una persona que entra en la fase eutanásica podría ser un bien potencialmente reciclable, debido a que sus órganos podrían servir para ser utilizados. Un desahuciado en descomposición no podrá ser aprovechado.

Por tanto, toda ley eutanasia supone la anticipación de la muerte  biológica,  cuando la persona el dolor que padece no quiere prorrogarlo. Primordialmente,  su   objeto es bastante utilitario, porque “las personas suicidas normalmente no quieren morir, sino que quieren escapar de lo que perciben como un sufrimiento intolerable” (Rodríguez Rodríguez & Kheriaty, 2021, pág. 100). Utilidad  reducida y justificable para el individuo, y completamente utilitaria para las instituciones, ya que cabe pensar sus gestores entenderán que así no se desperdiciarán las fuerzas y energías inútilmente.

Desde una posición utilitarista, se sostiene  que mantener un alto número de gente por caridad, filantropía, o simple cumplimiento administrativo-sanitario, supone   debilitar las sociedades y un desgaste innecesario de recursos. Así, la muerte se  entiende  como  un problema técnico [20]. El progreso requiere transitar hacia el poderío y dotar de solidez a la agrupación social, al objeto de mantenerla con  la  energía   necesaria,   apoyándose   en la juventud y en los otros seres humanos suficientemente resistentes. De modo que, por un lado, se llama a la muerte para entregar a quienes han cumplido el ciclo de la vida y, por otro, al individuo construido defectuosamente, al que se le hará desaparecer para alejarlo lo más posible de la coexistencia grupal.

Las leyes eutanásicas han aparecido cuando la época ha llegado a la apoteosis de la juventud eterna [21]. La juventud tiene  importancia  por  sí misma y sería improcedente hacer una valoración negativa de una etapa de plenitud física y de crecimiento propio. Es una etapa de preparación a fin de acrecentar y aprender de las experiencias, sin posibilidad real de llegar a ser ni moral ni intelectualmente autosuficiente. Lógicamente, una sociedad que cree  que cada persona se extingue definitivamente con la muerte, valorará los instantes de los años noveles,  convirtiéndose  en  la  edad  más apreciada siempre que los pocos años vayan de acuerdo con la exuberancia física y el dinamismo psíquico, con un organismo completo, sin ninguna tara que impida la exposición pública de la deformidad,  salvo las que se utilizan para exaltar una falsa sensibilidad humanitaria y, en algunos pocos casos, aligerar la conciencia.

Esta forma de pensar, junto a la alta valoración de la apariencia física, explica que mucha gente intente mantenerse joven. Como no siempre es posible, ni siquiera aparentarlo, y tampoco alargar la vida más de lo que permita la ciencia, la sociedad tiene dos alternativas: 1º. La vía de la eutanasia en la que se ofrecerá la inconveniencia de llegar a la vejez. Sólo basta solicitar el suicidio asistido para que el enfermo de presumible vida caducada se le acepte que verdaderamente la está prolongando en exceso, por lo que hay que evitar un transcurrir innecesario. 2º. Si el progreso  de la tecno-ciencia consiguiera regresar desde la vejez y la madurez hacia la juventud. Si no se dan estas dos posibilidades, al eutanásico, de una u otra manera, sólo le espera la desaparición. Con la condición de que sea lo más escondida posible, ya que es inconveniente exhibir la presencia de la muerte, ni siquiera la de un cadáver joven [22] –el hombre divinizado descubriría su mortalidad en el panteón de las realidades–. No sólo se debe ocultar la muerte, sino convertirla en un trámite administrativo por el humanitarismo. “Oficialmente, escribe (Negro, 2009) cuando por alguna causa cesa la juventud, simplemente se muere. La muerte como un trámite biológico, y burocrático, justifica desde la eutanasia, o el aborto provocado, al terrorismo” (pág. 382).

Ante esta situación, no cabe extrañar que, desde hace más de una centuria, la juventud se haya convertido en el modelo a seguir, incluso se llegue a divinizar la eternidad del instante [23], concretándose en quien está en su etapa más visible, con los años justos, sin que se perciba su declinar hacia la madurez. Es lo que Alain Finkielkraut llama el «jeunisme», que para Robert Redeker (2017), “es el peor enemigo de la juventud ya que le saca de su lugar en el mundo” (pág. 52). De modo que tendrá más esperanza de permanecer quien sea capaz de no mostrar las grietas y surcos que sufre la erosión del cuerpo en su discurrir vivaz. Una vez el hombre logre pasar por la juventud sin taras visibles, tendrá que empezar a pensar en alcanzar la superación de la vida y adelantarse a la voluntad de la muerte [24].

Existe otro aspecto para tener en cuenta. La corriente eutanásica bio-ideológica, al menos hasta ahora, no parece tener en cuenta los avances  de  la  bio-medicina  y  de la nanotecnología, que podrían llegar a rejuvenecer al ser humano y mantenerlo en esta posición. Ya desde el siglo pasado se ha iniciado un proceso contra el envejecimiento mediante la aplicación de medicamentos que posibiliten recuperar la juventud del ser humano [25]. Dicho de otra manera, el defensor eutanásico sabrá de los avances de la biología y la biomedicina, pero al construirse como un negocio lucrativo o por la percepción ecológica de la necesidad de eliminar el excedente poblacional, se afirma más en la cultura de la muerte que en la prolongación de la vida humana y en el deseo de evitar el ensañamiento terapéutico.

A medida que los seres humanos vayan cumpliendo años, se infiere que tendrán que ser cada vez menos visibles, dado que su proximidad a la vejez será percibida por los demás como una inevitable derrota humana. O, si se prefiere, conviene recordar que la vida está en un tránsito hacia su fin biológico. Motivo por el cual hay que entender que la eutanasia sea depuración y autodepuración; extinción reclamada, ansiada, no sobrevenida, responsabilidad con la colectividad; desprecio de la vida personal, sacrificio pre-mortem y desprecio a la vida no normal.

Objetivamente, la dulce muerte  es  la voluntad del individuo que pone a prueba la determinación de la vida para no sucumbir ante el debilitamiento  extremo  o  de  un  dolor insufrible, al que  se  vence  con  un acto de voluntad consistente en no seguir permaneciendo atado orgánicamente a un existir sin ningún fundamento. Es decir, al deseo de no estar sometido al dolor provocado por la vida y de no aceptar las limitaciones del ser desgastado y cada vez más inconsistente. De este modo, la  eutanasia  se  convierte en el resguardo apropiado para una vida que ha dejado de ser vital para sí y un seguro absoluto que adquiere el individuo para no sufrir. Y, con no menos importancia, es la máxima aportación del individuo a la colectividad, al sacrificarse para dejar de ser, al objeto de no convertirse en una molestia social –es un gasto improductivo y provoca un desgaste físico y  moral  para  los demás–. Se llegará así a la apoteosis de la utilidad. Será volver a la nada, al no ser, cuya permanencia dejará de atestiguarse.

Con la eutanasia se abre la vía a que la sociedad apoye el suicidio en cualquiera de sus manifestaciones [26]. Lógicamente podría ser inaceptable tratar de evitar que una persona se suicide en cualquiera de sus formas, cuando decide acudir a un centro de salud. Se puede pensar, no sin cierto cinismo, que lo aconsejable es morir ocultamente en un dispensario creado por la muerte, que destrozar el organismo, reventando el cuerpo, al objeto de que quede perjudicada la estética de la desaparición [27].

La comprensión de la eutanasia requerirá ser historificada, estableciendo su  relación en el tiempo, a partir de la división entre el pasado, el presente y el futuro, así como entre progreso, regresión y decadencia.  ser hoy un producto espontáneo de la fe progresista, se sitúa en la época dominada por el presentismo y encuadrada en la determinista ley de progreso humano, por lo que habría que juzgarla como un formidable paso adelante de la colectividad.

En verdad parece que la eutanasia insertada en la ley de progreso consiste en volver a un estado previo a una civilización desarrollada, en la que sólo sobrevivirán los fuertes, los vitales y los estéticamente presentables y, en un futuro indeterminado, los híbridos funcionales. Se trata de que el ser humano vuelva a ingresar en  su  condición animal –el  espíritu pasará a la inteligencia artificial–, por lo que queda justificado que pueda ser examinado desde una especial perspectiva zoológica. Es decir, que el progreso, salvo que se desarrollen las tecnologías que retrasen o eviten el envejecimiento humano, consistirá en volver a regresar al estado más primitivo del hombre.

Dado que el futuro del individuo es incierto, –hasta que la ley de progreso nos descubra la determinación absoluta– lo más importante será poseer las condiciones aceptables para estar en el ahora. Por eso una persona que forma parte de los seres con alta dependencia no debería tener futuro. Se entiende que, en potencia, todo ser humano en cualquier momento dejará de ser útil y convertirse en un estorbo social.

Desde una perspectiva utilitarista, los defensores de la eutanasia, propia tanto del instinto individual, como del colectivo, posiblemente creerá inconveniente que forme parte de una sociedad quien no esté en plenitud orgánica y psíquica para vivir. Solo deberán existir quienes  estén  bien  compuestos [28] y, si es posible, con una aceptable estética. El tiempo será el condicionante más determinante para todo individuo que no forme parte de las oligarquías privilegiadas, ya que, en su estancia movible, como transcurso fenoménico, está obligado a asumir su desaparición. La lógica de la vida consiste en hacerse para desaparecer definitivamente en el tiempo.

Para las doctrinas evolucionistas, colectivistas e individualistas, la ley de la eutanasia supone dar un paso más para llegar a la plenitud del género humano, limitado en el número de personas que deben habitar el planeta. Por eso, cuando la eutanasia se extienda por otros muchos países, quizá habrá de servir para impedir que en el mundo haya demasiada gente mayor y ningún  discapacitado.  Es decir, que para preservar la especie humana  se prescindirá de los que hayan dejado de  estar en una aceptable condición para vivir. Este  evolucionismo  naturalista,  adobado  con el artificialismo más extremo, parece querer seguir las leyes de una naturaleza inmisericorde, donde sólo sobrevivirán los más aptos [29] y los que no sobrepasen los niveles normales establecidos de padecimiento para un ser humano.

El artificial-naturalismo evolucionista dominante [30] está preparando un futuro en el que sólo existan cuerpos sanos y vigorosos, de modo que una sociedad habrá de estar compuesta por los relativamente imprescindibles en el presente, que habrán de ser prescindibles en el futuro. Motivo por el cual cada individuo estará siempre en permanente adaptación a la situación de cada día, en su aplicación más radical el que estorbe tendrá que desaparecer.

Todo ser humano, con sus facultades, naturales o sobrevenidas, dependerá de la  utilidad que aporte al conjunto  social. De modo que la moral, el bien, la belleza y la verdad, serán admitidas según la voluntad del poder oligárquico, que se basará en una doctrina  que se sostiene en una estructura de poder de privilegiados, a la que se adherirán un mayor o menor número de servidores directos; y los no privilegiados, la mayoría de la población, de la que extraen los recursos para formar una especie de igualitarismo de los inferiores, sin la jerarquización racista, por ejemplo, de la doctrina de Alfred Rosenberg (1935).

En cualquier caso, el individuo que no pertenezca a las oligarquías dominantes tendrá que tomar conciencia que habrá de sacrificarse en los presentes sucesivos, para que las siguientes generaciones puedan establecerse en un mundo venidero pleno de placer y felicidad. Lo que explica que la ley de eutanasia sea uno de los cúlmenes del proyecto progresista, y de los máximos logros creados por el humanismo, porque hay que admitir que el individuo nunca habrá de estirar la vida más allá de lo que exige el momento.

Probablemente la legalización de la eutanasia abre la vía a otra esperanza crucial: el derecho a la eutanasia colectiva que pasará a ser un proyecto humano de alcance extraordinario. Principalmente se manifestará en los derechos colectivos, consistente en la obligación de que muchos grupos sociales desaparezcan de la sociedad cuando ya no estén en las condiciones adecuadas. Al ser colectivos,  significa  que  se abrirá la posibilidad a la extinción de muchedumbres de personas sin necesidad de declarar un conflicto humano. Bastará que lo de España Sánchez Pérez-C. sentenciaba lo imprescindible que es que “la eutanasia sea reconocida como un servicio por parte de la sociedad pública, un servicio fundamental” [31]. Utilizó las palabras público, servicio y fundamental, como sinónimos de moral, de verdad y de bien. Siguiendo esta lógica, si es intrínsecamente un bien, cualquiera  que se oponga a ella estaría haciendo un mal a la sociedad. Se infiere que no podrá existir libertad de conciencia, ya que es inadmisible permitir la elección de hacer el mal, a la vez que se estaría impidiendo aplicar un servicio público fundamental extremadamente beneficioso y justo por inclusivo. De modo que todo aquel que no admita la eutanasia contradice el interés general. Se deduce que la ley de la eutanasia será el primer paso para su implantación efectiva, sin objeciones de conciencia.

El progresismo considera la legalización de la eutanasia ha de considerarse como un adelanto en la aplicación de la ética humana. Por tanto, en aquellos lugares donde está legalizada, se han convertido en el modelo que habrán de seguir los restantes países y en otras culturas y civilizaciones. Esta percepción ideológica sobre la vida humana entiende que la muerte no es el final al ser la humanidad progresista que se extiende y se desplaza por discurrir el tiempo vaciado.

La ley de la eutanasia lleva consigo la politización  ideológica  economicista de la medicina, donde se impone la relación entre el  amigo, la enfermedad aceptable, y el enemigo, cualquiera que tenga una dolencia indeseable para el profesional de la salud [32]. Hay que entender entonces que en el ámbito hospitalario [33] podrán seguir en parte, en cualquier acción o departamento de las diferentes especialidades que tenga que ver con las leyes de lo que quizá forma parte de una guerra bio-ideológica. Porque un enfermo con gran sufrimiento se convierte en un enemigo social, de igual modo que el que tenga una larga enfermedad o el que haya entrado crea oportuno la voluntad del poder, regional, nacional o internacional. Sería una exigencia del evolucionismo bio-logista que busca excluir a mucha gente, dado que mantenerlos supone un altísimo coste para el planeta.

Uno de los que más han deseado que surgiera una ley de eutanasia, el presidente del gobierno en la vejez, etapa última del ser humano [34]. Todos ellos pasan a ser objetos  inútiles ya que aumentan el gasto sanitario, los servicios sociales, las pensiones, etcétera. Estaríamos pues en una adaptación del sistema sanitario a una situación bélica donde no solo se combaten los padecimientos, sino a los sujetos que tienen una dolencia intratable o una incurable enfermedad. Será una decisión inobjetable del profesional, porque el sujeto condenado carece completamente de la posibilidad de defenderse con un recurso de apelación.

De este modo, la ley habrá de situarse en un campo de batalla, crean tanto para el ámbito social como institucional, habiendo logrado los legisladores un objetivo: por voluntad política o  institucional  declarar  la  guerra  sanitaria  a la porción de la población que rechaza el suicidio. Así se obliga a buscar las causas por las que se ha decidido una matanza a partir de la conmiseración social y la desaparición de muchas personas en manos de profesionales, una vez decidan condenar a quien creen que ya no merece seguir viviendo. Previsiblemente la lógica llevará a que la administración sanitaria formará una sección [35] que poseerá la potestad de juzgar cuándo un sujeto alcanza tal grado de dolor que no remite, o de suma desesperanza, que se convierte en algo improductivo que deba ser excluido de la sociedad. Potencialmente, todo doliente habrá de quedar en manos de un profesional de la función médica al que se le da la posibilidad de “desprenderse” de quien considere oportuno, con independencia de  que la persona haga o no la petición de querer abandonar la vida.

Si fallasen los controles, el sistema garantizará que habrá otra frontera o filtro decisivo. Al post-naciturus, deforme y doliente, no quedará más remedio que aplicársele el tratamiento eutanásico, partiendo de la “beneficencia pro-creativa” [36]. Con ello la sensibilidad humanitaria habrá llegado a su máxima expresión de sublime sensibilidad. El médico y sus ayudantes habrán hecho la mejor obra por la colectividad, por los progenitores, A, B y C, al eliminar el dolor de la vida con la muerte, que pasará a ser el símbolo principal para los que en el presente estén biológicamente bien constituidos.

Los partidarios de la eutanasia sostienen que es un acto de justicia, libertad, responsabilidad, solidaridad y un bien para la persona y para la sociedad. ¿De dónde proviene la reflexión que les ha conducido a poner en la eutanasia buena parte de su fe secular? El defensor de la eutanasia expresa el deseo de quitar la vida a quien no cree que debe estar en ella. Niega la existencia para aquella persona que no esté en plenitud de vivirla y exige destruir al hombre que no merezca permanecer en la realidad, por ser un organismo defectuoso o enfermo de vejez. Al fin y al cabo, la muerte está ahí para acoger a los sobrantes.

Así, al pensamiento  de  (Schopenhauer, 2019) acerca de que el hombre mantiene una irracional lucha cruel y desgraciada durante su estancia de vida, se añade la del defensor de la eutanasia de que el hombre voluntariamente podrá adelantarse a su seguro fin. Para el eutanásico cuando la vida se  ha  convertido en una vida excesivamente sufridora sea por constitución física, por enfermedad y por edad, el bien es la muerte. La única esperanza para Schopenhauer defiende está en extinguirse, porque en realidad no hay progreso, lo que le diferencia de los defensores de la eutanasia, dado que todos los logros conseguidos  no  son más que  ilusiones. En otro sentido, lejos del irracionalismo de Schopenhauer, la eutanasia no deja de ser una apoteosis tanto  de la vida como de la muerte, porque, como cree Nietzsche, el hombre alcanza la mayor intensidad de vivir cuando está muy cerca de la muerte.

Por eso, conscientes o no, los prosélitos de la eutanasia también siguen la idea de Nietzsche de que la voluntad instintiva se impondrá sobre unos valores que, al ser relativos, han  de conducir a que triunfe el deseo personal o el de quienes dirigen la sociedad. En última instancia, son estos los que deberán decidir sobre la vida de cada uno. De modo que todos quedarán sustraídos no solo del afán de vivir, sino expuestos a merced del tiempo, de la muerte y de la voluntad del poder [37]. Para ellos, según Nietzsche, para los que poseen la moral de esclavos, la muerte no debe importarles, solo para los viriles y mujeriles, los naturalmente superiores. De ahí que creamos que la doctrina de la eutanasia está relacionada con la eugenesia, otra doctrina que quiere imponer la reproducción selectiva a fin de mejorar y perfeccionar a la humanidad, librándola también, mediante la criba selectiva, de los seres más perniciosos para el conjunto social.

Así mismo, los apologéticos de la eutanasia también establecen sobre ella una relación dialéctica entre la racionalidad y la irracionalidad. Intentan aplicar la racionalidad utilitaria de la vida con la necesidad de apelar a la muerte cuando los problemas de la existencia son irremediables. Un ser con una enfermedad terminal no tiene sentido que alargue la vida dolorosamente  y  sin  calidad,  acogiéndose a la muerte como su mejor aliado, ya que, desde una perspectiva social, “difícilmente una enfermedad terminal o un dolor físico o psíquico intolerable dejarán de ser percibidos como un estigma”, dice (Petersen, 2021, pág. 131). Así mismo, será un modo de que el viviente recurra a la muerte racional de la vida, al transformarse en un ser apreciablemente lógico, consciente de su final y en tránsito efímero, por lo demás siempre esperable. Dicho de otra forma, la liberación de los sufrientes surgirá de la aplicación de la muerte de los que ya se podrá prescindir, quedando tan sólo fijar el tiempo que les quedará por vivir.

Quizá esto significa que se debe juzgar al ser humano como carente de valor por sí mismo, en tanto su desplazamiento por el ámbito artificial, o porque su inserción en el planeta no sea percibida positivamente durante un periodo de tiempo. Desde la perspectiva de la bio-ideología de la muerte, la eutanasia conduce a eliminar el derecho subjetivo a la protección, siendo el Estado el que tendrá la potestad de decidir a través de uno de sus instrumentos, sea el médico, o una sección especializada destinada a dar con la solución definitiva. Causa lógica de que el Estado Minotauro, “subvencione incluso la muerte voluntaria”, Dalmacio Negro (2010, pág. 399).

El humanitarismo eutanásico impone la sensibilidad compasiva a distancia [38], a partir de lo que Jean-Jacques Rousseau llama la compasión humana activa [39] con aquellas personas abstractas, al carecer de toda relación con ellas, que vivan en condiciones de carencia o privación, pero que, a la vez, por ejercer una fuerte presión demográfica, se obliga a  las instituciones y a las sociedades a estar en una situación de alarma permanente al objeto de contener el crecimiento demográfico –sensibilidad planetaria colectivista–. Así, los hospitales habrán de estar divididos en dos partes: la de los departamentos que tratarán a los enfermos según sus dolencias, y a los otros en los que se intercalará la sección de desahuciados o enfermos de alto costo sanitario. Estos últimos son los que, por el bien social y personal, deberán formar parte del grupo que tendrá que ser extinguido lo más rápidamente posible. Una vez la maquinaria de residuos humanos se ponga en marcha, las ciudades serán mucho más habitables, ecológicas, resilientes y estéticamente admirables, porque ya no se verán los individuos deformes, incompletos, mal compuestos, exclusivos o especistas.

Pedro Francisco Gago Guerrero en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1          Publicada en el BOE el 25 de marzo de 2021.

2          Ley de 28 de mayo 2002 relativa a la eutanasia completado por la Ley de 10 de noviembre de 2005, que se enmarca en el artículo 78 de la Constitución.

3          La Legislación que regula los cuidados paliativos, así como la eutanasia y asistencia al suicidio, 10 de marzo de 2009.

4          Resolución número 1216 de 2015 que da cumplimiento a la orden cuarta de la Sentencia T-970 por haber efectivo el derecho a morir con dignidad.

5          Existen varias clases de eutanasia, la voluntaria, no voluntaria, involuntaria, la activa, la pasiva, la directa y la indirecta. La calificación ha de provenir fundamentalmente de la moral, aunque en la práctica se apliquen otros aspectos. Vid. J. Gafo (1993).

6          Será porque, dice Serge G. Fafalen (2009), “la ley habla mal del contenido de la ciencia”, (pág. 190).

7          Ley Orgánica 2/2010 de 3 de marzo, publicado en BOE núm. 55 de 4/03/2010 entrada en vigor 5/0772010. Reformada por la Ley Orgánica 11/2015 de 21 de septiembre de modificación del Código Penal, por la erradicación del esterilización forzada o no consentida de personas con discapacidad.

8          “El niño engendrado y concebido se considera una «cosa»…, escribe Julián Marías (1993), un tumor que se puede extirpar y desechar. Ni siquiera el cuerpo se considera personal, puesto que se puede «decidir» sobre él, suponiendo que el feto es «parte» del cuerpo de la mujer, lo cual es falso porque la mutilación del propio cuerpo no es humanamente aceptable ni es siquiera legalmente permitida” (pág. 49).

9          Situación que se ha llegado a partir del contractualismo convertido en mito. Este “mito, escribe Dalmacio Negro (2010), radicalmente a-histórico, innovador, que ontológicamente descansa en la nada, suscitó las constructivistas, mecanicistas, individualistas e igualitarias doctrinas dogmáticas de los siglos XVII y XVIII, que se desarrollaron en el siglo romántico y culminaron en el inhumano siglo XX del Gulag, el Konzentrationlager y el aborto y la eutanasia como homicidios legales”. (pág. 201).

10       La eutanasia, dice Robert Redeker (2017), es la cremación, de hecho, se inscribe en el mismo registro ideológico”, (págs. 178 y 179).

11       Ajeno al carácter objetivamente práctico de la moral. “Las normas de moralidad se toman comúnmente para definir razones prácticas concluyentes, pero sobre el sentido que son concluyentes dependen de si creemos o no, en el carácter objetivo de esas normas”, señala Kenneth Eimar Himma (2020, pág. 105).

12       Si, como dice Martin Heidegger (1994), “la esencia del nihilismo que se consuma por último en el dominio de la voluntad de la voluntad consiste en el olvido del Ser”, más bien parece que intenta la desaparición del ser, aunque sea por su voluntad, (pág. 122).

13       La pregunta de Kierkegaard, comenta Juan Antonio Martínez Muñoz (2019), es cómo evitar el miedo a la no existencia considerada no sólo como la muerte individual sino como un vacío existencial” (pág. 132).

14       Según el Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina. En este convenio aparece el derecho a realizar el Testamento Vital. En estos momentos se debate considerar el aborto un derecho humano. Vid. Jean-Louis Bandomin (1995). En otro sentido, dice Vittorio Possenti (2016): «No hay un derecho a morir», que daría lugar a un absurdo deber de «matar». (pág. 202).

15       La expresión «dignidad humana», explica Dalmacio Negro (2006), se ha puesto de moda ante los hechos inhumanos que se ha vivido en el siglo XX y se siguen viviendo a comienzos del siglo XXI –aborto, eutanasia, experimentos genéticos…, (pág. 310).

16       En opinión de Jean-François Branstein (2019), teoría del género, derechos del animal, entusiasmo por la eutanasia beben de las mismas fuentes: de amor, de benevolencia universal, de esquivar el dolor y lo trágico, (pág. 263).

17       “Que las personas tengan el supuesto elevado de matarse o de dejarse morir, de ninguna manera significa que terceras personas (como el cuerpo médico) tenga la obligación de matar”, comenta Jorge Merchán-Price (2008, pág. 7).

18       En la “época post-humana o trans-humana…opera la fe inherente a la religión secularista del hombre nuevo”, Dalmacio Negro (2009, pág. 582).

19       Según la Asociación Catalana de Estudios Bio-éticos (2006), “el consenso convierte el principio legislativo en la única fuente de verdad y de bien, y deja la vida humana a merced del número de votos emitidos en un parlamento. Las legislaciones sobre el aborto, el clonaje humano, la fecundación extracorpórea y la experimentación embrionaria son consecuencia de la aplicación del principio de las mayorías”. Razones del “no” a la eutanasia. Asociación Catalana de Estudios Bio-éticos, (pág. 2).

20       Idea actualmente defendida por el exitoso divulgador Y. N. Harari (2016).

21       Exaltación que ya apareció con fuerza a principios del siglo XX, aunque la Primera Guerra Mundial causará una alta mortalidad en los jóvenes.

22       Sobre este tema es obligado acudir a los estudios de Philippe Ariès (2018).

23       Una antinomia ilógica.

24       Además, este planteamiento atenta o “rompe con la solidaridad entre generaciones”. José Miguel Serrano Ruíz-Calderón (1996, pág. 121).

25       Aparte de las terapias senolíticas. Los medicamentos que se están probando son la biaguvida, el clorhidrato de metformina, el suplemento dietético nicotidamina mononucletódico, del grupo vitamina B. 3.

26       Es preciso diferenciar la consideración ética de lo jurídico respecto a la eutanasia y el suicidio: “Éticamente han de tener la misma consideración ambos procedimientos de anticipación de la muerte, si bien son conceptos jurídicos distintos”, (Nebreda J. M., 2022)

27       Se requiere que en el centro de “salud” se mate con la celeridad querida. Quizá, para mayor seguridad, recurrir a la guillotina sería la mejor solución segura y definitiva. Y “cuando el cadáver el descomponerse alcanza un punto suficientemente avanzado y va más allá de lo responsable, llega a ser cualquier cosa que no tiene un nombre en ninguna lengua”. Robert Redeker (2017, pág. 198).

28       Sobre esta idea en la que gravita un dudoso pensamiento moral, su mayor defensor en la actualidad es Peter Singer (2017).

29       Aunque Carlos Castrodeza ((2013) recuerda que, “como decían ciertos contemporáneos de Darwin, la supervivencia es siempre la de los débiles, porque los fuertes se destruyen entre sí”, (pág. 222).

30       “A base de evolucionismo, dice C.K. Chesterton (1997), sólo se puede ser absurdamente inhumano o absurdamente humano; pero nunca humano a secas”, (pág. 219).

31       Diario EL País, 24 de julio de 2021.

32       Palabra que no deberá utilizarse para los centros hospitalarios, dispensarios, etc., siendo sustituidas por centros de salud y muerte voluntaria o exigida por el sistema. Aunque los publicitas ya se encargarán con el lenguaje de utilizar otros términos para disfrazar su cometido –por ejemplo, salud y muerte en almíbar–.

33       Palabra que también dejará de tener sentido en tanto sea un lugar en el que se aplique la eutanasia.

34       Se intenta por intereses económicos y por la mejora de la condición humana, por medio de la ciencia, que la vejez sea considerada una enfermedad, a fin de que se posibilite la investigación anti-envejecimiento.

35       Previa formación que acredite ser experto en la solución del punto final.

36       Defendida por el filósofo y bio-ético australiano de la Universidad Oxford, Julian Savulescu (2001).

37       Declara Friedrich Nietzsche (2009), “donde hay vida, también hay voluntad, pero no voluntad de vida, sino, ¡voluntad de poder!”, (pág. 143).

38       “Si debo ser compasivo, escribe Friedrich Nietzsche (2009), no lo quiero llamar así y si lo soy, prefiero serlo desde la distancia” (pág. 110).

39       Porque, a su juicio, el individuo tiene un instinto de auto-conservación y amour-propre

Nancy Cardinaux y María Angélica Palombo

¿Cuáles son mis fundamentos?

La ausencia de fundamentos, es decir,

la conciencia de la destrucción

de los fundamentos de la certidumbre (...)

¿En qué creo? Creo en la tentativa

de desarrollar un pensamiento

lo menos “mutilante” posible 

y lo más racional posible.

Edgar Morin [1]

1.       ¿Qué entendemos por pensamiento crítico?

Esta pregunta parece dejarse abordar únicamente desde nuevas preguntas: ¿Es el pensamiento crítico un “cuestionador” de nuestras certidumbres? ¿Es una reflexión de carácter epistemológico que se vuelve sobre el resto de los conocimientos para determinar su grado de legitimidad? ¿Es un pensamiento transgresor, que trata de romper las bases mismas sobre las que se asientan nuestras convicciones? ¿Es un pensamiento creador, que promueve nuevas formas y nuevos contenidos? ¿Busca afirmar la individualidad bajo el carácter de pensamiento autónomo?

¿O trata de encontrar las raíces intersubjetivas de la creación, bajo la forma de un pensamiento colectivo? ¿Es monopolio de los individuos?

¿O puede un grupo, una comunidad o una generación producir pensamiento crítico? ¿Hay algún verdadero pensamiento que no sea crítico?

Las ideologías ¿forman parte del pensamiento crítico? ¿Se trata de un pensamiento paranoico, fundamentado en la sospecha como actitud? Y, por último, ¿qué tendría que criticar el pensamiento crítico?

De acuerdo con su etimología, la palabra crítica proviene del griego Krisis: separación, escisión, pero también por extensión, elección, resolución, desenlace. El verbo krineîn significa discernir, separar, y también escoger, decidir. Cuando se usa en voz media quiere decir resolver para sí. Esto nos hace pensar que el pensamiento crítico implica necesariamente una toma de posición, una resolución que nos compromete ¿De qué manera?

Las diferentes concepciones que hemos señalado representan fragmentos del universo de preocupaciones de los seres humanos. No es lo mismo concebir al pensamiento crítico como gendarme de la verdad que pensarlo como un desafío a la imaginación o un sistema de reflexión sobre la acción social. Según nazca del arte, de la ciencia, de la religión o de la política, adoptará distintas características que determinarán el tipo de crítica y sus posibles alcances. El arte puede ser liberador de fuerzas críticas, como ocurrió en el caso del surrealismo, por ejemplo, o en cambio, puede ser legitimador de un movimiento político, de una religión, como puede observarse en la grandiosa y monumental arquitectura de los imperios o en las catedrales cuya construcción demandó siglos de trabajo, tributos y tribulaciones. Las ciencias pueden ser juzgadas como instrumentos al servicio de una ideología, como las ciencias naturales lo estuvieron al servicio del positivismo, o puede sostenerse en cambio que son emancipadoras de las condiciones socioeconómicas que atrapan a los individuos, como intentaron hacerlo las ciencias sociales. La religión y la política nos pueden atar firmemente a patrones tradicionales o bien pueden generar utopías. Y el mismo pensamiento que nos protege de la superchería y de las “pseudociencias” puede inhabilitarnos para pensar nuevas propuestas acerca del conocimiento. Una manifestación de esta incapacidad adiestrada es el nivel de dificultad que la determinación del grado de cientificidad de las ciencias sociales le presenta a la epistemología tradicional.

El mismo movimiento que nos presenta nuevas formas de sensibilidad y expresión puede inducirnos a aceptar cualquier propuesta como válida y creativa. Las mismas opciones que nos prometen utopías en el campo de las creencias religiosas y políticas nos compelen a menospreciar el presente, necesariamente devaluado frente a la perspectiva de futuros prodigiosos.

El pensamiento crítico puede mirar hacia el pasado o hacia el futuro, pero nunca se conjuga en tiempo presente. Radica en un horizonte de pasado cuando pone en tela de juicio la legitimidad de lo establecido. Se proyecta en cambio hacia el futuro cuando propone nuevas formas de abordar la realidad.

2.       ¿Cómo se va instituyendo el pensamiento crítico?

Siempre hay momentos en nuestra infancia en que los seres que nos parecían todopoderosos muestran alguna flaqueza, una falla, un lado oscuro, una ausencia. Es un instante de dolor, de impacto. El mundo se vuelve entonces inseguro. No sabemos qué es lo que pasa, dónde debemos situarnos, a quién debemos creerle, cómo podemos saber qué es la verdad, cómo la diferenciaremos de la mentira.

Estos momentos pueden dar lugar a catástrofes psíquicas o a la progresiva construcción de un pensamiento propio. Para que se abra la posibilidad de dicho pensamiento es preciso que se rompa la primitiva unidad autocomplaciente, la burbuja narcisista en la que todo está provisto sin mayor esfuerzo. Es preciso que haya frustración. Que algo no se haya dado, que algo no haya llegado a tiempo. En ese momento el sujeto podrá tomar una cierta distancia, ya no estará fusionado con el objeto. Lo someterá a observación, se enojará con él, lo buscará y comenzará a criticarlo. Dijimos antes que el mundo en ese momento se volverá inseguro. Podríamos agregar ahora que, a partir de la falta del objeto, a partir de la decepción, se abrirá la posibilidad de constituir un mundo y un pensamiento:

El niño debe renunciar a creer que el Otro puede seguir garantizándole la verdad del dicho y deberá aceptar su soledad y el peso de la duda   (...) Ejercer el derecho de pensar implica el duelo por la certeza perdida. La duda es equivalente a la castración en el registro del pensamiento. Pensar, dudar de lo pensado, tener que verificarlo: tales son las exigencias que el yo no puede soslayar [2].

A partir de la declinación del complejo de Edipo, en la teoría freudiana se irá constituyendo el superyó, instancia crítica por excelencia. Desde ese momento, las posibles imputaciones o sanciones que provenían de personajes del mundo exterior pasarán a ser ejercidas por nosotros mismos. Seremos entonces nuestros propios jueces. Dice Freud:

El superyó es sucesor y subrogador de los progenitores (y educadores) que vigilaron las acciones del individuo en su primer período de vida; continúa las funciones de ellos casi sin alteración. Mantiene al yo en servidumbre, ejerce sobre él una presión permanente. Lo mismo que en la infancia, el yo se cuida de arriesgar el amor del amo, siente su reconocimiento [3].

Algunas personas padecerán permanentemente la fijeza y crueldad de esta instancia crítica. Y otras carecerán de esta brújula y oscilarán entre distintas formas de aparecer y de parecer. Cualquiera de los dos extremos –tanto el de las patologías que se caracterizan por una extrema rigidez del superyó, como el de los cuadros que padecen una llamativa ausencia de su función– impiden el desarrollo de un pensamiento propio. Para que el pensamiento crítico se instituya con eficacia será preciso entonces que los padres y los que educan a un niño cumplan una función protectora y que, al mismo tiempo, sepan ir apartándose y dejándolo pensar.

En todos los casos, el desarrollo de la posibilidad de pensar tendrá que ver con la salud psíquica del sujeto, con su capacidad para mirar inteligentemente al mundo y producir modificaciones cuando lo crea necesario. La relación entre la capacidad de pensar y el establecimiento de síntesis que el pensamiento requiere pone de relieve la íntima conexión entre pensamiento y pulsión de vida. Dice Hornstein al respecto: “El pensamiento se opone a la desligadura de lo temático, es un resultado sublimado de Eros (...) Los procesos de pensamiento están al servicio de la pulsión de vida, ya que su función es básicamente de ligazón...” [4].

3.       ¿Cómo se despliega el pensamiento crítico?

Una y otra vez, los jóvenes protagonistas de Terciopelo Azul [5], de David Lynch, dicen: “Es un mundo extraño”, y efectivamente lo es aquél al que se están asomando, muy distante y sin embargo coexistente con ese otro de jardines bien regados, cantos matinales de pájaros, comidas servidas a la hora indicada y familias que replican aquellas de los libros con los que aprendimos a leer y escribir. En las películas de Lynch solemos encontrarnos con personajes que representan una inocencia que por definición es “acrítica”. Ellos viven en un solo plano, en una dimensión que se niega a ser puesta en duda y, si sueñan, el despuntar del día   hace que el contenido de ese sueño sea reemplazado por anhelos de futuros promisorios, como el que persigue una de las protagonistas de El camino de los sueños [6]: convertirse en una estrella de cine.

Pero más tarde o más temprano, aparecerán los telones, de pesado terciopelo, y también aquellos personajes que habilitan el pasaje de un mundo al otro, el descubrimiento de lo que hay detrás de escena. En la oscuridad, en las pesadillas, en lo que se resiste, cada personaje se convierte en otro, la metamorfosis está a la vuelta de una esquina, a la espera de un telón que se abra o de un espejo que devuelva un rostro diferente, como aquel que enfrenta el padre de Laura Palmer en Twin Peaks [7]. La canción romántica que suele aparecer entonada por alguna cantante que se desangra, llora o se desvanece se revelará como playback, y es en ese instante que el director nos descubre el artificio que aniquila la posibilidad de la ilusión. Pero también nos dice que ya hemos visto, y que no podremos negarnos a seguir mirando. Desde ese momento estamos condenados a sospechar que detrás de cada rostro puede esconderse un asesino, que al final de cada día esplendoroso tal vez nos espere una noche siniestra, que en cada jardín cuidado acaso se oculte algún resto humano al que los insectos están devorando silenciosa pero irremediablemente.

El razonamiento crítico se despliega aquí a partir de una mirada extrañada. En Terciopelo Azul los jóvenes asignan la extrañeza al mundo y no a sus propias miradas. Pero no solamente el mundo es extraño en aquella película –acaso el mundo siempre lo sea– sino que ellos se están extrañando de aquel plano en el que vivieron hasta ese momento. Descubren la violencia de su entorno a la par que se descubren violentos. Ese develamiento no tiene la misma intensidad para los dos personajes; el muchacho se internará cada vez más en el otro mundo, mientras que la chica se mantendrá en un plano expectante, en la periferia entre los dos mundos, la misma que le permitió dormir en su tranquila habitación de niña mientras escuchaba los relatos macabros provenientes de la oficina de su padre policía ubicada debajo de su cuarto. Ella es alguien   que porta una información que permite desplegar algunas claves, como aquellas llaves azules que en El Camino de los Sueños tienen la función de ser señales y señuelos.

Cada vez que el relato es abruptamente roto por la mano del director que nos muestra que hasta ese momento no hemos visto nada más que la apariencia o una ensoñación, vemos el extrañamiento en la mirada de un protagonista que mira el mundo como si lo estuviera viendo por primera vez, con la conciencia de estar observando lo que siempre estuvo a la vista, pero sin que antes hubiera sido capaz de advertir sus aristas, sus relieves, sus planos, sus matices.

Esa reconstrucción de la primera mirada se puede deber al descubrimiento de una evidencia hasta entonces desconocida. Así sucede con la oreja que encuentra el protagonista de Terciopelo Azul, como con aquel aro que descubre la protagonista de Sexo, mentiras y video [8] en su propia cama, y que denuncia la relación entre su hermana y su marido, cuyos indicios al parecer se había negado a reconocer hasta ese momento. Pero también puede deberse a la incorporación de algún tipo de conocimiento que permite analizar una situación desde otra perspectiva. Una teoría psicoanalítica, filosófica, sociológica, una película, una novela pueden ayudarnos a descubrir algo nuevo, a correr el telón de pesado terciopelo, pueden acaso obligarnos a criticar aquello que tan naturalizado estaba. En todos los casos pareciera que el primer paso del razonamiento crítico es el distanciamiento, el descentramiento, la epojé, la puesta en paréntesis de nuestro sentido común, de nuestros criterios de naturalización del mundo. Preguntar aquello que ya no preguntamos o que nunca nos atrevimos a preguntar, instalarnos en la duda, pero en una duda auténtica, propia, que no sea mera réplica de aquellas dudas que nos vienen dadas con opciones de respuesta prefiguradas; éstas son acaso las funciones tanto de la ciencia crítica como del arte.

En las películas de Lynch la extrañeza que viene secundada por el despliegue de la otra dimensión posible, de un nuevo atalaya que permite observar lo que antes no había sido advertido, está relacionada muchas veces con el pasaje de la vida infantil o juvenil a la vida adulta. Si bien no es un corolario que su filmografía admita fácilmente, podríamos determinar que tal vez el razonamiento crítico encuentra su terreno más fértil en las conciencias adultas. Pero esas conciencias de los adultos muchas veces utilizan la inocencia, una inocencia impostada, como recurso que les permite negar aquello que está detrás de los telones. La inocencia impostada es acaso una conciencia que se niega a la crítica, como sucede con aquella chica de El Camino de los sueños que prefiere soñar que la mujer de la que está enamorada y la rechaza de pronto se queda sin memoria, sin pasado, y depende exclusivamente de ella para ser salvada, o aquella otra de Terciopelo Azul que anhela que el canto de los pájaros marque que la pesadilla ha terminado.

En una entrevista al cineasta Luis Ortega, el periodista pregunta: “–Ese mundo ‘extraño’ de ‘Monobloc’, ¿lo considera realista?”–, a lo que el entrevistada contesta:

Sí, para mí es mucho más realista que un documental. Pero bueno, ésas son construcciones de la realidad muy de acuerdo con el chip que uno tiene en la cabeza. Para mí es mucho más realista David Lynch que Ken Loach. Sin embargo, Ken Loach plantea conflictos muy tangibles, muy concretos, muy políticos, mientras que Lynch plantea conflictos que no tienen solución porque la vida se va modificando todo el tiempo: quien era bueno, ahora es malo, y quién sabe qué va a ser después. Quien era un personaje, ahora quizás es otro. Uno tiene visiones, sueños y cosas que están incorporadas a la vida de uno, que son inconfesables. Esa cosa inconfesable, más íntima, que todos tenemos, la llamo realidad. Eso me parece más real que un documental [9].

4.       ¿Cuáles son los obstáculos que encuentra el desarrollo del pensamiento crítico?

El pensamiento, como cualquier actividad humana, puede desarrollarse si se producen acciones que lo estimulen. Muchas veces en el trabajo clínico se escucha a personas que dicen que les surgen en su cabeza frases de alguno de sus padres que les prohíben algo o los incitan a alguna acción determinada. O se encuentra a personas que no se sienten capaces de pensar, que se quedan en blanco cuando tienen que tomar una decisión. En lugar de ideas, entonces, aparecen frases amenazantes, miradas terribles, o un gran desierto blanco. Se tiene la sensación de estar ante personas aniquiladas, arrasadas, despojadas de su intimidad.

Estas personas son los restos de una crianza en la que no han tenido la opción de constituir una identidad propia. No han podido hacer el duelo por los padres de la infancia porque esos padres nunca se retiraron o nunca se hicieron presentes. La omnipresencia parental puede haber promovido una relación simbiótica en la que el sujeto permanece aniñado toda la vida o puede haber originado a un adulto que se siente culpable cuando piensa por sí mismo. Hay quienes, cuando expresan su propia opinión, comienzan a hablar en voz baja, como si temieran que alguien los escuche. Y, efectivamente, alguien, metido dentro de sus cabezas, los escucha. Y los persigue. En lugar de la “internalización” de una instancia paterna, nos encontramos con la presencia cruda de una voz que evocan como recuerdo o como alucinación. Alguien refirió una vez que tenía la sensación de que su cabeza se partía en dos y se transformaba en una especie de buzón por el que podían entrar las palabras de su madre.

La ausencia parental, a su vez, puede ser la responsable de serias trabas en el proceso de simbolización. El pensamiento que se instituya será escaso, de bajo valor simbólico, repetitivo, acrítico. Existen padres que no enseñan a sus hijos a demorar la satisfacción de los impulsos, así como otros que sí imponen límites a esa satisfacción, pero lo hacen de una manera prematura o abrupta. No enseñan entonces a sus niños a generar las propias respuestas, sino que son responsables de provocar pseudo-pensamientos.

Si no hay un medio facilitador, si el entorno está excesivamente presente o excesivamente ausente, no podrá desarrollarse normalmente un pensamiento capaz de cuestionar la realidad. Y esto que decimos acerca de la familia lo podemos repetir en relación al medio sociocultural. Recordemos lo que decía Winnicott:

El desarrollo depende, en particular al principio, de una aportación del medio circundante suficientemente bueno. Se puede decir que es suficientemente bueno el medio circundante en condiciones de facilitar las diferentes tendencias heredadas del individuo, de tal manera que el desarrollo se efectúe en función de éstas (...) Forman parte del medio circundante facilitador las funciones paternas, que vienen a completar las funciones de la madre y la función de la familia, con su manera más o menos compleja de introducir el principio de realidad a medida que el niño crece, sin dejar al mismo tiempo de permitirle al niño ser un niño [10].

Si pensamos en nuestra actualidad cultural, podemos preguntarnos: la educación que se imparte en las escuelas, la información que recibimos a través de los numerosos medios de comunicación ¿estimulan nuestro pensamiento crítico? ¿O constituyen un recurso cada vez mejor elaborado para producir personas en serie, para insertar las individualidades en una maquinaria simbólica adocenada y mezquina? El hecho de que los jóvenes tengan la posibilidad maravillosa de entrar en contacto con enormes bancos de información, ¿favorece el crecimiento de su actividad pensante y crítica?

Para que haya crítica es necesario el acceso a la información, pero también la existencia de un filtro que permita situarse frente a ella. La banalización de los valores, la homogeneización de los contenidos, la repetición de slogan, la difusión de mentiras maquilladas, todo eso atenta contra el desarrollo de pensamiento crítico. Y la falta de adultos que ayuden a los jóvenes a armarse de un aparato que les permita distinguir lo valioso de lo insignificante, lo correcto de lo falso, hace que la información inunde sus mentes sin que ellos puedan poner un dique ante semejante invasión.

5.       ¿Hay una patología en el pensar?

Elaboraremos aquí una serie de tipos que en sus extremos podemos considerar patológicos:

a)       Los sectarios

No siempre resulta fácil desarrollar o conservar la lucidez. El dolor de pensar, la angustia de entender lo que pasa, lo que somos, lo que vendrá, puede movernos a deponer nuestra libertad de pensamiento y transferírsela a otro, el Gran Hermano, el jefe, el líder. La estructura de las sectas es enormemente facilitadora para todos aquellos que prefieren “ya no ser”. Ahora bien, debemos entender que cuando hablamos de sectas no nos referimos en forma exclusiva a las que así son llamadas por el lenguaje oficial. También puede tener estructura sectaria un partido político, una doctrina religiosa, una comunidad científica, o los famosos grupos de autoayuda que proliferan en nuestro medio.

b)       Los banales

En las antípodas del pensamiento rígido y sectario encontramos formas que pretenden haber superado las etiquetas y que promueven la tendencia a pensar de cualquier manera. Toda idea aparece como válida, por el solo hecho de haber sido pensada. En nombre de una supuesta libertad se afirma con soltura cualquier tipo de tontería, porque “todos tenemos el derecho de decir lo que pensamos”. Se confunde entonces pensamiento crítico con parloteo irresponsable y banal. Se abandona la exigencia de buscar parámetros que permitan determinar si lo producido tiene algún valor de conocimiento o no. Podemos decir entonces que algo es de una determinada manera porque lo sentimos, porque se nos ocurrió. Este suicidio de la inteligencia es vivido como menos amenazante que las consecuencias de la captación por una secta. Pero si bien el jefe de una secta puede inducir a muchos de sus miembros a la autodestrucción, estimular a las personas a renunciar a su capacidad crítica también es llevarlos al exterminio, acaso no de sus cuerpos, pero sí de sus espíritus.

No sólo estamos amenazados por la obediencia debida cuando nos convertimos en replicantes fascistas. También lo estamos cuando repetimos slogan, cuando nos transformamos en prolongaciones de la tecnología. Alguien que haya abandonado su capacidad de pensar en forma crítica puede transformarse entonces en un líder autoritario o en los soldados que lo obedecen, en dócil seguidor o en vendedor de publicidad.

c)       Los “hiperrealistas”

Si bien la madurez es condición del pensamiento crítico, está claro que no lo garantiza. Podemos tal vez buscar algunas características que lo permitan o lo obstaculicen. Acaso los mayores escollos que encuentre el pensamiento crítico sean los que le oponen dos tipos de personas: los que se niegan de plano a dudar de aquello que definen como “la realidad”, y aquellos otros que dudan de todo. Los primeros son los empedernidos realistas, aquellos, como el profesor Gradgrind de Tiempos Difíciles de Dickens, que sólo enseñaba realidades e indicaba a sus alumnos:

Guíate en todas las circunstancias y gobiérnate por lo real (...) Tenéis que suprimir por completo la palabra imaginación. La imaginación no sirve para nada en la vida. En los objetos de uso o de adorno, rechazaréis lo que está en oposición con lo real (...) ¿Habéis visto alguna vez venir a posarse pájaros exóticos y mariposas en vuestros cacharros de porcelana? Pues es intolerable que pintéis en ellos pájaros exóticos y mariposas... [11].

Si bien el realismo supone un juicio crítico, cuando se extrema niega cualquier posibilidad de ir más allá de la regla que obliga a los juicios     a atenerse a lo que percibimos a través de los sentidos.

d)       Los escépticos

En el otro extremo encontramos a las conciencias escépticas, que difícilmente duden porque no tienen certezas que poner en cuestión. En Sábado, Ian McEwan reflexiona acerca de la diferencia entre la conciencia que Perowne, el personaje central, ha tenido acerca de los acontecimientos mundiales y la que tiene su hijo adolescente, Theo:

Perowne recuerda haber llorado por Aberfan en el ’66, cuando ciento dieciséis colegiales como él, recién terminada la oración conjunta de profesores y alumnos, la víspera de las vacaciones de la mitad de trimestre, murieron sepultados por un río de barro. Fue cuando sospechó por primera vez que el Dios amante de los niños al que ensalzaba la directora del colegio quizás no existiese. Como se vio, la mayoría de los principales acontecimientos mundiales sugería lo mismo. Pero para la generación de Theo, sinceramente descreída, la cuestión aún no se ha planteado. Nadie en su escuela de cristal cilindrado, radiante y progresista, le pidió nunca que rezase o cantase un impenetrable himno de alegría. No hay una entidad de la que pueda dudar. Su iniciación delante de la tele, viendo cómo se derrumbaban las torres, fue intensa, pero se adaptó enseguida. [12]

e)       Los hipercríticos

Otra de las patologías es la de aquellos que critican con ferocidad y suelen justificar su impiedad, casi siempre, diciendo que lo hacen por    el bien del otro o de los otros. Los hipercríticos persiguen a sus víctimas con saña, fundada en su envidia o en su resentimiento, le niegan valor a la obra ajena, se abalanzan furiosamente contra toda debilidad que avizoren. Su intención agresiva se ve claramente cuando observamos los efectos que producen sus críticas en las personas sometidas a ellas: sentimientos de humillación, estupor, inhibición, mucha rabia. Es obvio en este caso, que más allá de los fundamentos que tengan, el fin perseguido no es colaborar en la reflexión sobre una obra, sino aniquilar a su autor.

f)        Los acríticos

Del lado opuesto marchan los acríticos, complacientes, irresponsables, demagogos, los que no tienen el coraje de criticar porque no tienen la inteligencia suficiente para pensar el problema que se les plantea o porque no quieren hacerse cargo de las consecuencias del disenso. La ideología “fundante” de este tipo de actitud es algo así como “está todo bien”, convirtiendo en opinables, privadas, aun aquellas cuestiones que tienen un carácter más público.

6.       ¿Es la crítica una actividad apasionada?

La tradición filosófica racionalista nos ha acostumbrado a pensar en términos peyorativos respecto de la pasión. La actividad científica recluye la pasión a un “anómico” contexto de descubrimiento; a la hora de producir la prueba y de justificar sus resultados, en cambio, impone reglas metodológicas que no dejan espacio alguno a la imaginación. En la epistemología se discute permanentemente el lugar del observador y su influencia sobre lo observado. En estas discusiones suele considerarse que lo óptimo es suprimir la existencia o la influencia del observador. Hay una aspiración ingenua a “ir a los hechos”, “mirar las cosas como son”, “dejar que los datos hablen por sí mismos”. Se nos dice que, si hacemos ciencia seriamente, deberíamos dejar nuestra subjetividad de lado.

En la actividad artística también se espera que exista una cierta objetividad en la crítica. No hay una guía objetiva sobre gustos o inclinaciones estéticas, pero se considera correcto respetar ciertos cánones tradicionales sobre el buen mirar. El buen gusto sobre el que tanto ha dicho Bourdieu marca una frontera que se constituye férreamente a través de nuestro proceso de socialización.

Desde chicos se nos inculca la idea de que la pasión debe estar circunscripta al campo amoroso, a la contemplación o producción artísticas. El pensamiento crítico, según esta concepción, es un pensamiento científico, exento de pasiones. Pero la nostalgia de pasión se hace presente, como retorno de lo reprimido, en nuestras prácticas, que se niegan a abandonar la primera persona del singular como posición de enunciación. Nos vamos moviendo entonces entre nuestro anhelo de pasión y la tendencia culturalmente legitimada de permanecer en estado de asepsia.  En esta relación difícil entre pensamiento y pasión, en algunos momentos deseamos tomar contacto con nuestra pasión reprimida, y en otros momentos descubrimos que tal pasión ya no existe, que nos hemos vuelto incapaces de comprometernos, de arrojarnos. La falta de pasión nos habituó a quedarnos afuera, a ser espectadores. “Nosotros, que seguimos en la Tierra nos sentimos oprimidos entre un oscuro deseo de pasión y la incapacidad de apasionarnos en primera persona” [13].

Así como en ocasiones debemos hacer un esfuerzo para abstraernos de la pasión, a veces también tenemos que hacer un esfuerzo para provocar un apasionamiento que exceda el mero capricho. En la cultura actual, la ausencia de deseo permanece frecuentemente disimulada detrás de la emergencia de pseudo-deseos, de antojos, de preferencias “descafeinadas”. Si analizamos las respuestas que ciertos personajes del mundo de la televisión –claros representantes de la cultura light– dan a preguntas acerca de su trabajo, veremos que muchas veces designan como “desafíos” a actividades que no presentan obstáculo alguno y enuncian como deseos profundos lo que en realidad son caprichos o aspiraciones irrelevantes. Aquello que plantean como proyectos de vida no pasa de ser una simple agenda de corto plazo, un intento más por exorcizar la frustración que se esconde detrás de esa búsqueda desesperada de la gratificación.

La crítica es pues una actividad que tensiona a la objetividad con la pasión. Si la balanza se inclina hacia cualquiera de los dos platillos, la crítica será excesivamente parcial o anodina.

7.       ¿Es la crítica promotora o inhibidora de las acciones?

Todo pensamiento dogmático produce críticas que, en lugar de estimular el desarrollo del pensamiento, paralizan, amedrentan, condenan al silencio, al sometimiento, distraen la acción. En el otro extremo están los militantes, quienes emprenden una crítica furibunda contra aquello que juzgan es la realidad pero, una vez que emprenden la acción, reniegan de la crítica, bajo el supuesto de que un exceso de cuestionamiento es propio de los diletantes, de los intelectuales. “La duda es la jactancia de los intelectuales” repetía una y otra vez un ex militar, reivindicando sus acciones contra el Estado de Derecho. En esa frase anida un fuerte desprecio por cualquier crítica que inhiba la acción. Hacer es lo único que cuenta, pero la acción no puede detenerse a criticarse. En todo caso el mundo se divide entre los que hacen y los que critican, y la crítica es improductiva. Dice Hoederer, un personaje de Las Manos Sucias de Sartre:

¡Cómo te importa tu pureza, chico! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! ¡Bueno, sigue siendo puro! ¿A quién le servirá y para qué vienes a nosotros? La pureza es una idea de fakir y de monje. A vosotros los intelectuales, los anarquistas burgueses, os sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Hasta los codos. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas   que se puede gobernar inocentemente? [14].

La acción sin embargo puede ser crítica en sí misma. En particular   la acción política es acción crítica, en tanto supone una opción entre al menos dos posibilidades. El concepto weberiano de “ética de la responsabilidad” juzga los resultados de la acción, pero esos resultados son mirados desde la perspectiva del político, que sin lugar a dudas estuvo condicionado, pero no determinado. La “revolución permanente” del pensamiento parece ser pues la única posición de enunciación posible para un crítico en la arena pública.

La crítica promueve así las acciones comprometidas, que no suelen ser acciones fáciles de emprender y mucho menos de sostener. La inhibición de la acción solamente puede ser causada por un crítico impostado que suponga que su inactividad no lo compromete. Esta actitud, acaso muy extendida en nuestros días se revela falaz, porque lo que no hacemos nos compromete tanto o más que lo que hacemos. Es mentira que seamos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios. Somos dueños de ambos, lo cual implica que somos responsables por ellos, y tanto el derecho como el psicoanálisis tienen mucho que decir acerca de esa responsabilidad y también acerca de las múltiples estrategias que ideamos para tratar de evadirla.

8.       ¿Quiénes protagonizan la reflexión crítica acerca de la cultura?

Ejercer la función crítica requiere la combinación de ciertos estados de ánimo: incomodidad, indignación, perplejidad, deseo de cambio, aspiración al cumplimiento de ciertos ideales, asco, orgullo, identificación con los semejantes, sensibilidad para el reconocimiento de los diferentes como interlocutores. La rebeldía respecto de lo establecido, de lo que es mostrado como “natural” fue extraordinariamente tematizada por Camus, quien, en el comienzo de El hombre rebelde, se pregunta “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento” [15]. Como antes lo había planteado Nietzsche, tiene derecho a considerarse como una conciencia diferente aquel que sigue el camino del creador: “¿Tú te llamas libre? Yo quiero que digas tu pensamiento cardinal, y no que has escapado de un yugo (...) tu mirada debe anunciarme claramente: ¿libre, para qué?” [16].

Desprenderse de lo que nos es dado como obvio supone ir constituyendo una idea acerca de qué sería lo justo, lo que correspondería hacer. No necesariamente implica el sostenimiento de una utopía, pero sí de una idea clara acerca de qué sería lo mejor para cambiar ciertos aspectos negativos de la sociedad y la cultura en que vivimos y qué podríamos proponer para mejorarla, sin por ello transformarnos en predicadores o guerreros alucinados.

Nos preguntamos ahora, ¿será preciso disponer de algunos valores universales para analizar la realidad y tomar posición respecto de ella? Considerando lo que planteaba Freud en las primeras décadas del siglo XX, cuando afirmaba que el mayor requisito cultural es la justicia, pensamos que éste es, efectivamente, el valor más cuestionado y la aspiración más demandada por los seres humanos. La búsqueda de la justicia, desde el pensamiento freudiano, siempre está en relación conflictiva con el deseo de felicidad que reivindica el individualismo, el egoísmo, las pasiones personales.

A lo largo de la historia se imaginaron muchas ciudades ideales, se evocó con nostalgia una supuesta edad de oro, se aspiró a crear sociedades que pusieran el acento sobre algunos valores básicos: seguridad, felicidad, propiedad. Dice Cioran:

Inútil remontarse después hacia el antiguo paraíso o correr hacia el futuro: uno es inaccesible, el otro irrealizable. Lo que importa, por el contrario, es interiorizar la nostalgia o la espera, necesariamente frustradas cuando se vuelven hacia el exterior, y obligarlas a discernir o a crear en nosotros la dicha por la que, respectivamente, sentimos nostalgia o esperanza. No hay paraíso más que en el fondo de nosotros mismos, y como en el yo del otro; todavía falta, para encontrarlo ahí, que hayamos recorrido todos los paraísos, los acaecidos y los posibles, haberlos amado y detestado con la torpeza del fanatismo, escrutado y rechazado después con la pericia de la decepción [17].

¿Habrá que dudar una y otra vez de los principios considerados como válidos por las mayorías? Dudar de lo predicado por la mayoría no quiere decir otorgarle al intelectual el predominio de la función crítica. De hecho, sabemos que el rol del intelectual, como el de cualquier otro actor social, puede transformarse en el sostenimiento más o menos ve- lado de la sociedad que lo forma y lo mantiene. Pero sí quiere decir   salir de la cultura de las encuestas, del despotismo de “la opinión pública”, de la repetición de consignas vacías. Se trata de atreverse a decir lo que nadie dice, de animarse a hablar de la importancia de la responsabilidad moral de los seres humanos en un mundo en el que se afirma cada vez más la disminución del concepto de sujeto y la debilidad de su poder.

¿Será imprescindible constituirse en la voz de aquellos que no tienen la posibilidad de ser escuchados? Ser la voz de los que no tienen voz, o de todo aquello que no tiene posibilidad de ser expresado verbalmente –como muchos de los horrores que ocurrieron y ocurren en nuestra época–, mostrar lo que se esconde a la mirada de las mayorías, romper las ilusiones de armonía, eso sería, desde nuestro punto de vista, ser el protagonista del pensamiento crítico. Situarse, siempre, en los márgenes, pero no por una pretensión elitista, sino para evitar el encandilamiento que produce funcionar dentro de un sistema.

9.       ¿Puede el derecho cumplir una función crítica?

El Derecho, como la ciencia, el arte o la religión, puede cumplir una función legitimadora o crítica. Cumple una función crítica cuando devela las relaciones de poder, nada contracorriente produciendo igualdad allí donde reina la discriminación, instituye sujetos de Derecho donde había seres que esperaban beneficencia. La función de la justicia según Freud es compensar a los débiles, ponerles coto a los fuertes. Oponer una potencia a una prepotencia.

La crítica debe ser diferenciada en materia jurídica de otras formas de manifestación que tienen algún parecido de familia con ella y que reinan en nuestros días. En principio, debemos distinguirla de la simple protesta. Decía Monterroso: “De nada sirve declarar que el mundo es injusto si no se ha adquirido el derecho de lanzar ese lugar común con   la fuerza de una verdad recién descubierta” [18]. Entre tanto discurso denunciador de injusticias que escuchamos a diario, Monterroso parece establecer aquello que jurídicamente es considerado un requisito de legitimación de la acción. Esto significa básicamente que no cualquiera puede criticar cualquier cosa o, en otras palabras, que hay que tener derecho para reclamar justicia. La injusticia no se declara o se declama, sino que se denuncia. Y en el acto de denunciarla, se reclama que se haga justicia. De lo contrario, quedamos atrapados en un círculo en el cual se construye un lenguaje pictórico que describe y hasta explica las razones de la injusticia, pero sin involucrar al enunciador en acción alguna. Por otra parte, un viejo principio jurídico establece que nadie puede alegar su propia torpeza. La verdad recién descubierta de la que habla Monterroso acaso exija que la torpeza no sea alegada, como también que no sean los culpables quienes clamen por justicia ante sus propios crímenes.

Las razones por las cuales la sociedad argentina fue “desmovilizada” en las décadas de los ochenta y los noventa son bien distintas, pero en ambos casos el ciclo terminó con una “movilización” que tomó cauces diversos. En los ochenta, todas las energías se canalizaron hacia un proceso de democratización naciente, y la acción política fue el camino elegido para expresarse. En los noventa, en cambio, con una democracia política ya consolidada, surgió un desprecio por la acción política y una protesta “negativa”, una protesta que sólo logra encaminar la acción colectiva y obtiene algunos logros cuando se opone a algo o alguien. Pero a la hora de emprender acciones “positivas”, en cambio, esa protesta tiende a desarticularse.

Dicha desarticulación se da por varias razones. En primer lugar, los medios de protesta rápidamente envejecen y pierden eficacia. Así, los cortes de ruta, los “escraches”, y tantos otros recursos de acción directa suelen ser efectivos durante un ciclo breve, luego del cual tienden a decaer y perder eficacia. Parecen todos ellos forjar sujetos sociales débiles que no llegan a constituir sujetos jurídicos. Pero además podemos conjeturar que se pierde aquella primera mirada del descubrimiento de la injusticia. La injusticia fresca –ya sea porque es nueva ella o los ojos que la miran– crea sus vías de crítica y reclamo, que se agotarán a medida que aquella frescura vaya desapareciendo.

El derrotero de la crítica actual oscila entre la gimnasia de la queja y la naturalización del mundo, que es como es y se juzga inmodificable. Como decía Cortázar: “Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad” [19]. En definitiva, la estrategia es individual y no permite tejer ninguna lógica de acción colectiva. Como lo establece la teoría de   la acción racional aplicada a la acción colectiva, si no existen incentivos selectivos para la acción –es decir, beneficios diferenciales para aquellos que actúan– los grandes agrupamientos tienden a estar menos capacitados que los pequeños para emprender acciones que a todos beneficien.

El ciudadano ahora devenido consumidor se queja todo el tiempo y llega a banalizar el acto mismo de la crítica, ya que se ve imposibilitado de construir una estructura alternativa a aquella que juzga perniciosa.  El consumidor protestón es festejado por las narraciones en las cuales se puede ver cómo un pequeño reclamo tuvo sus frutos y logró imponerse a la aparentemente invencible fuerza de los más poderosos. Juan Pérez se enfrenta a Coca Cola y logra que le den un cajón en indemnización por la que venía en mal estado. Ya ni siquiera nos permitimos la utopía americana de John Smith enfrentándose a la gran corporación y logrando una ejemplar indemnización de millones de dólares. Ahora parece que nuestro malherido orgullo consumidor se calma con un golpecito en la espalda, un imperceptible pedido de disculpas y un “siga participando”.

En el otro extremo, igual de impotente, está la crítica sarcástica, aquella que se dirige al mundo como si su enunciador no tuviera posición alguna en él, o como si fuera posible adoptar una posición externa. Es una protesta que por cierto suele venir de la mano de un humor tan inteligente cuanto devastador. Aquí el protestón no cree en nada ni en nadie; se autolimita a la función crítica socavando de esa manera cualquier función positiva a la labor crítica. Este sujeto también seguirá participando, aunque logra discursivamente tomar distancia del juego que él mismo contribuye a llevar adelante.

La crítica parece así regodearse y también agotarse en sí misma, sin llegar ni pretender llegar a constituirse en Derecho. Este narcisismo de la protesta es particularmente grave si consideramos que la construcción de ciudadanía, que es el requisito esencial de una sociedad democrática, requiere de críticas fundadas en derechos y de acciones colectivas. Las ciudades y sus protestas ciudadanas parecen hoy muy lejanas de este concepto de ciudadanía. Así lo establece Hernando Gómez Buendía para los ciudadanos colombianos:

La mayoría de los colombianos ya vivimos en grandes ciudades. Pero entendámonos: vivir en ciudades no es lo mismo que ser ciudadanos. La ciudad, como hecho físico, es apenas una multitud en el campamento. La ciudad, como hecho social, es un modo de vivir. Un modo donde lo privado se refugia en el interior de cada vivienda, pero donde la mayor parte de la vida –es decir, el trabajo, la educación, el transporte, la cultura y la recreación– transcurre en espacios públicos y bajo reglas que son –o deberían ser– colectivas. Y de aquí nace el malestar hondo de nuestras grandes ciudades: son, sí, el hecho físico –la urbe– pero no son, o apenas son, el hecho social –la polis–. Tienen la infraestructura necesaria para dar asiento y sustento a millares de familias, pero la vida colectiva no se rige por una racionalidad colectiva sino por el entrecruce aleatorio de racionalidades privadas [20].

Está claro que ser citadino no es lo mismo que ser ciudadano. Y la crítica se atomiza porque no se pueden montar estrategias de acción colectiva y porque queda encerrada en las lógicas individuales.

Hoy convivimos con viejas y nuevas injusticias. Y tal vez las nuevas no sólo lo son porque, como lo indican los datos, vivimos en un mundo cada vez más desigual sino también porque aquello que en el pasado no pareció injusto ahora comienza a parecerlo. Es un lugar común decir que un problema se define como tal en la medida en que se atisba alguna solución. Pero está claro que durante gran parte de la historia de la humanidad no pareció que fuera una injusticia, por ejemplo, que parte de la población sufriera hambre. Hoy, que sabemos que hay recursos suficientes y de sobra para alimentar a toda la población mundial, juz- gamos injusto que alguien pase hambre [21].

Quienes distinguen tres generaciones de derechos, sostienen que los primeros derechos en ser reconocidos son los civiles y políticos (consagrados entre fines del siglo XVIII y el siglo XIX). Estos derechos son exigibles en forma inmediata y requieren que el Estado se abstenga de actuar. Desde principios del siglo XX se comienza a avanzar en derechos de otra índole: los llamados derechos económicos, sociales y culturales. Éstos exigen acciones positivas del Estado, que debe abandonar su posición prescindente para comenzar a intervenir en calidad de proveedor. Más allá de su génesis histórica, parece claro que ambos tipos de Derecho tienen hoy el mismo rango. Y su exigibilidad es inmediata para unos y otros. Además de que los derechos económicos, sociales y culturales parecen encontrar su techo en los recursos de que dispone el Estado, hay que tener en cuenta que es el propio Estado el que define sus límites en la obtención de esos recursos. La crítica, la protesta, la queja, el reclamo pueden constituirse o no en Derecho. En algunas ocasiones, lo que falta es un sujeto jurídico que se perciba a sí mismo como tal y exija que se cumpla con aquel derecho que le es reconocido por el ordenamiento jurídico. Y en otras ocasiones, lo que habrá que lograr es que un nuevo derecho sea reconocido, que se constituya un derecho allí donde hay una percepción de injusticia.

Un autor clásico del Derecho, Rudolph von Ihering, decía en una conferencia pronunciada en Viena en 1872:

Todo Derecho en el mundo ha sido logrado por la lucha, todo precepto jurídico importante ha tenido primero que ser arrancado a aquellos que le resisten, y todo Derecho, tanto el Derecho de un pueblo como el de un individuo, presupone la disposición constante para su afirmación.  El Derecho no es mero pensamiento, sino fuerza viviente (...) La espada sin balanza es la violencia bruta, la balanza sin la espada es la impotencia del Derecho [22].

Acaso no tengamos la mirada fresca para descubrir la injusticia, pero sí para calibrar nuestra responsabilidad en este proceso, y empezar la lucha por el Derecho, que no es otra cosa que la lucha contra la injusticia.

10.     ¿Tiene alguna incidencia la edad sobre la capacidad crítica?

Existe una marcada tendencia en la actualidad a darle relevancia al pensamiento de los jóvenes, con el criterio de que, en tanto producido por ellos, será un pensamiento nuevo y, por lo tanto, crítico. Esto deviene de una ideología que considera siempre de mayor valor al producto nuevo que al anterior. Lo que es de última generación parecería ser lo mejor o, por lo menos, lo deseable. Es inútil contra-ejemplificar que en    el campo de los electrodomésticos ocurre que los artículos más recientes suelen adolecer de falta de calidad y resistencia. En realidad, que los objetos tengan poca duración es una exigencia del mercado que necesita renovar sus ofertas en forma permanente, de modo de mantener en vilo a una demanda cada vez más anhelante de novedades. El pensamiento de los jóvenes corre la misma suerte que los productos de la tecnología. Es usado y descartado como ellos. Y también es utilizado para vender más.

Se arman mesas redondas de jóvenes, se erigen casas de la cultura para adolescentes, hay suplementos jóvenes en los diarios, revistas, foros de Internet. Desde ya, todas estas iniciativas se dirigen fundamentalmente a jóvenes de clase media, o media alta. A nadie parece resultarle muy rendidor darle un espacio a los jóvenes trabajadores, a las niñas que quedan embarazadas, a los chicos que son blanco de la venta de drogas.

¿Quiénes manipulan todo esto? Los adultos, que han encontrado en la juventud una presa fácil para la compra desde reproductores de MP4 hasta pasta base.

Es cierto que algunas ideas propuestas por los jóvenes son verdaderamente prometedoras, como las que defienden un grado mayor de libertad y tolerancia entre los seres humanos. Pero no debemos olvidarnos de que, en los sectores juveniles, también existen focos de racismo e intolerancia, que se expresan en acciones agresivas hacia los que perciben como diferentes e inferiores. Ejemplos de estas actitudes son las canciones racistas, la quema de hoteles ocupados por inmigrantes, las salvajes peleas entre patotas.

¿Habrá que esperar que el cambio sociocultural sea liderado por los jóvenes? Creemos que la verdadera renovación nada tiene que ver con el grupo etáreo de los que piensan la sociedad. Jóvenes o viejos pueden tener una postura crítica, defender los valores de la cultura que sean rescatables y tratar de modificar los que son mera repetición de un pasado improductivo. Esto es lo que quería decir Akira Kurosawa en su filme Rapsodia en agosto [23], cuando muestra el acercamiento progresivo de una persona de la generación que experimentó el estallido de la bomba ató- mica en Nagasaki a sus nietos, quienes, poco a poco, recuperaban la representación acerca de qué pudo haber significado ese suceso en el ámbito familiar y cultural y qué tenían que ver ellos con eso.

Es posible pensar que puedan unirse los esfuerzos de los hippies de los 60, los revolucionarios de los 70, los moderados que surgieron después, con las ideas de filósofos, sociólogos, religiosos que nuestra socie- dad supo conseguir, en un mismo reclamo: “Sean realistas, pidan lo imposible”. Desde el fondo del camino, nos acompañará el protagonista de Una historia sencilla, de David Lynch [24], quien, desafiando todo lo que se le aconseja y montado en una vieja podadora de pasto atravesará enormes distancias para que su sueño sea posible, para que su vida y    la de su hermano se cierren de un modo más justo.

Nancy Cardinaux y María Angélica Palombo en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.     Morin, Edgar, Introducción al pensamiento complejo, Barcelona, Gedisa, 2005, p.140.

2.     Hornstein, Luis, Las depresiones, Buenos Aires, Paidós, 2006, pp. 42-43.

3.     Freud, Sigmund, “Moisés y la religión monoteísta”, en Obras Completas, t. 23, Buenos Aires, Amorrortu, 1990, p. 113.

4.     Hornstein, Luis, Narcisismo, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 197.

5.     Lynch, David, Terciopelo Azul, Estados Unidos de América, 1996.

6.     Lynch, David, El camino de los sueños, Estados Unidos, 2003.

7.     Lynch, David, Twin Peaks, Estados Unidos, años 90 (serie televisiva).

8.     Soderbergh, Steven, Sexo, mentiras y video, Estados Unidos, 1989.

9.     Entrevista a Luis Ortega, realizada por Oscar Ranzani, Página/12, jueves 19/10/2006.

10.     Winnicott, D., A. Green, O. Mannoni, et alt., D. W. Winnicott, Buenos Aires, Editorial Trieb, 1978, pp. 28-29.

11.     Dickens, Charles, Tiempos difíciles, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983, pp. 15-16.

12.     Mcewan, Ian, Sábado, Barcelona, Anagrama, 2005, pp. 45-46.

13.     Vegetti Finzi, Silvia, Historia de las pasiones, Barcelona, Losada, 1988, p. 15.

14.     Sartre, Jean-Paul, “Las manos sucias”, en Teatro I, Buenos Aires, Losada,  1968,  p. 298.

15.     Camus, Albert, El hombre rebelde, Buenos Aires, Losada, 1967, p. 121.

16.     Nietzsche, Friedrich, Así hablaba Zaratustra, Buenos Aires, ADE, 1996, p. 47.

17.     Cioran, Emile, Historia y utopía, México, Tusquets, 1998, p.162.

18.     Monterroso, Augusto, “E. Torres. Un caso singular”, en Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, México, Alfaguara, 1996, p. 235.

19.     Cortázar, Julio, “Carta a una señorita en París”, en Bestiario, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1993, p. 19.

20.     Citado en la editorial de la Revista de Ciencia Política, Bogotá, 1994.

21.     Esta “novedad” de la percepción de injusticia puede ser puesta en duda. Al respecto dice Nino: “Todavía resulta impresionante la sentencia del prólogo de la Declaración de la Asamblea francesa que dice que ‘la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de los hombres son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Nino, Carlos Santiago, Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Barcelona, Ariel, 1989, p. 2.

22.     Von Ihering, Rudolph, La lucha por el Derecho, México, Cajica, 1957, p. 45.

23.     Kurosawa, Akira, Rapsodia en agosto, Japón, 1991.

24.     Lynch, David, Una historia sencilla, Estados Unidos, 1999.

Daniel Tirapu Martínez

I.       Planteamiento

Resulta interesante comprobar que tanto el Código de Derecho Canónico de 1983 como el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica tienen su puerto común en el Concilio Vaticano II.

La Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, por la que se promulga el Código reconoce con toda claridad que las aportaciones del Concilio Vaticano II exigían la reforma del Código de 1917, que finalizaría en la promulgación de un nuevo Código [1]. En este sentido el nuevo Código es un instrumento que pretende ajustarse a la naturaleza de la Iglesia tal y como es presentada por el Magisterio del Concilio Vaticano II, de modo especial en su doctrina eclesiológica. Por ello, las notas de novedad presentes en su doctrina eclesiológica constituyen también la novedad del Código. Entre estas aportaciones merece la pena destacar: a) la doctrina por la que se presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios, y a la autoridad jerárquica como un servicio; b) la doctrina que presenta a la Iglesia como communio, especialmente en las relaciones que se dan entre Iglesia universal e Iglesias particulares, entre la Colegialidad y el Primado; c) finalmente, de vital importancia para nuestro tema, la doctrina de que todos los miembros de la Iglesia, participan del triple oficio de Cristo, doctrina que enlaza con la que se refiere a los derechos y deberes de todos los fieles, especialmente de los laicos [2].

La Constitución apostólica Fidei Depositum para la publicación del Catecismo de la Iglesia católica explica cómo el Concilio Vaticano II se fijó «como principal tarea la de conservar y explicar mejor el depósito precioso de la doctrina cristiana, con el fin de hacerlo más accesible a los fieles de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Para esto, el Concilio no debía comenzar por condenar los errores de la época, sino ante todo, debía dedicarse a mostrar serenamente la fuerza y la belleza de la fe» [3].

En la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada el 25 de enero de 1985, los Padres del Sínodo expresaron el deseo de «que fuese redactado un Catecismo o compendio de toda la doctrina católica tanto sobre la fe como la moral, que sería como un texto de referencia para los catecismos o compendios que se redacten en los diversos países. La presentación de la doctrina debía ser bíblica y litúrgica, exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos» [4].

La misma Fidei Depositum pone en estrecha relación las aportaciones del Código y del Catecismo, precisamente por su vinculación con el Concilio Vaticano II: «tras la renovación de la liturgia y el nuevo Código de Derecho Canónico de la Iglesia latina y de los cánones de las Iglesias orientales católicas, este Catecismo es una contribución importantísima en la obra de renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por el Concilio Vaticano II» [5].

Por ello puede ser de interés analizar la doctrina sobre los laicos que presenta el nuevo Catecismo y su relación con el Código de 1983 [6].

Téngase además en cuenta que prácticamente hasta el Concilio Vaticano II había primado en la doctrina canónica y teológica una definición negativa del laico: bautizado que no es clérigo, ni religioso. Con sentido del humor se ha dicho que la posición del laico, hasta hace poco, se caracterizaba por dos notas: hallarse bajo el púlpito y de rodillas ante el altar. Algunos añadían una tercera nota: echar la mano al bolsillo para la colecta.

El Vaticano II, principalmente en las Constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes, pone las bases para un tratamiento digno y correcto del estatuto y misión de los laicos en la Iglesia, redescubriendo precisas conexiones con la dignidad y acción apostólica de los primeros cristianos.

II.      Definición, vocación y misión de los laicos en el nuevo catecismo

Por laico se entiende a todo cristiano, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, por tanto, cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el Pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo [7].

Tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. De modo especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza de Dios [8].

La iniciativa de los laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir los medios para que las exigencias de la doctrina y la vida cristiana impregnen las realidades sociales, políticas y económicas [9]. Es precisamente a través de las relaciones y su trabajo en el mundo donde encuentran su punto de unión las difíciles relaciones entre Iglesia-mundo. Las realidades familiares, profesionales, sociales, políticas y económicas no son tareas eclesiales, pero adquieren la nota de eclesialidad en la medida que constituyen la vocación y misión propia y genuina de los laicos.

Dos son los peligros que acechan al quehacer del laico: a) el laico dedicado a tareas exclusivamente eclesiales, abandonando sus responsabilidades profesionales, sociales, económicas, culturales y políticas; b) la separación en el laico entre Fe y vida, entender la Fe como actividad de conciencia y separarla de la vida social [10].

Como todos los fieles, los laicos están llamados por Dios al apostolado por virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen el derecho y el deber, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje cristiano sea conocido y recibido por todos los hombres. En la Comunidad eclesial su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los Pastores no puede obtener su plena eficacia [11].

Los laicos participan, según su condición, en la triple misión sacerdotal, profética y real de Cristo:

a)       Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo a través de todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el espíritu, incluso las molestias de la vida, asumidas con paciencia; todo ello se convierte en sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo cuando se unen a la ofrenda del Señor en la celebración de la Eucaristía, consagrando el mismo mundo a Dios [12]. De modo muy especial los padres participan de la misión de santificación impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos [13]. También los laicos, con las condiciones requeridas, pueden ser admitidos a ciertos ministerios [14].

b)       Los laicos también participan de la misión profética de Cristo, evangelizando con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. Esta evangelización de los laicos adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo [15].

Los fieles laicos idóneos y formados para ello pueden colaborar en la formación catequética (CIC cc. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (CIC c. 229), en los medios de comunicación social (CIC c. 823,1). Tienen también el derecho e incluso el deber de manifestar a los pastores su opinión sobre el bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, con el debido respeto y salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres (CIC c. 212,3) [16].

c)       Finalmente, los laicos participan en la misión real de Cristo. Los fieles laicos han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, impregnando de valores morales la cultura y las realidades humanas [17].

Los laicos pueden ser llamados a colaborar con sus pastores en tareas propiamente eclesiales: pueden cooperar a tenor del derecho en el ejercicio de la potestad de gobierno (CIC c. 129,2), con su presencia en los Concilios particulares (CIC c. 443,4), en los Sínodos diocesanos (CIC c. 463), en los Consejos Pastorales (CIC cc. 511, 536); en el ejercicio in solidum de la tarea pastoral de una parroquia (CIC c. 517,2), en la celebración de los Consejos de asuntos económicos (CIC c. 492, 1); la participación en tribunales eclesiásticos (CIC c. 1421,2) [18].

En cualquier caso, los fieles deben aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. Ninguna actividad humana puede sustraerse a la soberanía de Dios, así todo laico es testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma [19].

III.    Derechos del fiel en el nuevo código

Los derechos del cristiano en la Iglesia han sido tema de creciente atención   para   los canonistas a partir de los años 50, con la inicial preocupación por la posibilidad de existencia del derecho subjetivo en la Iglesia; será con las aportaciones del Vaticano II cuando la cuestión tome carta de naturaleza entre los canonistas [20]:

a)       en primer lugar estarían quienes, preferentemente preocupados por el orden eclesial, verían en los derechos del fiel el riesgo de su instrumentalización, poniendo en entredicho el principio jerárquico. Tales posturas olvidan que los derechos responden a la condición jurídica primaria del fiel en la Iglesia, y que son expresión del orden fundacional y fundamental del Pueblo de Dios.

b)       otros autores llegan a considerar los derechos del fiel desde un punto de vista exclusivamente historicista, asimilando sin más la doctrina del positivismo iluminista de los derechos políticos en la comunidad eclesial.

Si hubiera que valorar la respuesta que el reciente Código ha dado al tema de los derechos del fiel, es bien clara en sentido afirmativo. La Sacrae Disciplinae Leges indica que una de las principales aportaciones del Código y de la eclesiología del Concilio, es la consideración de la igualdad radical de los miembros del Pueblo de Dios y los derechos y deberes de los mismos recogidos en los cc. 208 y siguientes.

Entre tales derechos podemos enunciar los siguientes: 1. todos los fieles cristianos son verdaderamente iguales en dignidad y acción en la edificación de la Iglesia (c. 208); 2. tienen derecho a evangelizar y extender el mensaje cristiano (c. 211); 3. tienen derecho a manifestar a los pastores de la Iglesia sus necesidades y manifestar sus opiniones para el bien de la Iglesia (c. 212); 4. derecho a recibir de los Pastores la Palabra de Dios y los sacramentos; 5. derecho a tributar culto a Dios según su propio rito, elegir y practicar su propia forma de vida espiritual (c. 214) conforme con la doctrina de la Iglesia;  6. derecho de asociación y de reunión para fines cristianos (c. 215); 7. derecho a participar, promover y sostener la acción apostólica con iniciativas propias (c. 216); 8. derecho a una educación cristiana en sus aspectos religioso y humano (c. 217); 9. libertad de investigación y difusión de sus opiniones teológicas o canónicas, con la debida sumisión al Magisterio de la Iglesia (c. 218); 10. inmunidad de coacción en la elección del estado de vida (c. 219); 11. derecho a la buena fama y a la propia intimidad (c. 220); 12. derecho a reclamar y defender sus derechos en la jurisdicción eclesiástica, a un juicio justo, a no ser sancionado con penas canónicas, si no es conforme con la norma legal (c. 221).

Entre los principales deberes de los fieles estarían: 1. obligación de mantener la comunión con la Iglesia y cumplir las leyes eclesiásticas (c. 209); 2. deber de esforzarse en llevar una vida santa, cada uno según su propia condición, así como extender el mensaje cristiano (cc. 210-211); 3. deber de observar con obediencia cristiana el Magisterio de la Iglesia (c. 212); 4. deber de ayudar con sus bienes a la Iglesia en sus necesidades, promover la justicia social y ayudar a los pobres (c. 222).

Además de los derechos y obligaciones referidos a los fieles, los laicos (cc. 224-231) están llamados de modo específico a impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu del evangelio, mediante su propio trabajo y en el ejercicio de sus tareas cotidianas. Tienen un especial deber, quienes han contraído matrimonio, de dar testimonio en el mundo a través del matrimonio y la familia: son los primeros responsables en la educación cristiana de sus hijos.  Los fieles laicos tienen libertad en cuestiones temporales, pero han de actuar siempre con conciencia cristiana y evitando presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio en materias opinables (c. 227). Tienen, finalmente, capacidad para ser llamados a determinados oficios eclesiásticos, derecho a obtener grados académicos en las Facultades eclesiásticas, y quienes se dedican de modo permanente o temporal a un servicio especial de la Iglesia tienen derecho a una correcta retribución (c. 231).

Para finalizar quisiera exponer tres puntos de vista en la actual formalización del estatuto jurídico de los laicos:

a)       Para algunos autores el carácter fundamental de los derechos del fiel se habría visto empañado al no haberse promulgado la Ley Fundamental de la Iglesia. La ausencia en la Iglesia de una constitución formal no impide discernir en el nuevo Código el especial relieve de los contenidos materiales de Derecho constitucional canónico. El problema surge de que en el nuevo Código, los contenidos constitucionales están mezclados con normas no constitucionales, y por ello, existe el peligro de una captación de los contenidos de todos los cánones en el mismo plano, prescindiendo del nivel material-formal de las normas contenidas en el mismo. Como señaló Lombardía «para la solución de este problema es necesario delimitar, ante todo, el ámbito de lo constitucional en un sentido material; es decir, cuáles son los principios del Derecho canónico que tienen la virtualidad de constituir al conjunto del Pueblo de Dios en una sociedad jurídicamente organizada. En este sentido puede afirmarse, en líneas generales, que son constitucionales aquellas normas que definan la posición jurídica del fiel en la Iglesia, en cuanto que formalizan sus derechos y deberes fundamentales. También son constitucionales las normas que fijan los principios jurídicos acerca del poder eclesiástico y de la función pastoral de la jerarquía, constituyendo así a la Comunidad de los creyentes en una sociedad ordenada jerárquicamente. Finalmente son también constitucionales las normas fundamentales que aseguran, tanto la tutela de los derechos y la exigibilidad de los deberes de los fieles, como un régimen jurídico del ejercicio del poder, para que tal función no dé ocasión a la prepotencia de los gobernantes respecto de los gobernados; sino que por el contrario, el ejercicio del poder sea una función de servicio a la comunidad» [21].

b)       Una cuestión capital para comprobar la verdadera eficacia de los derechos del fiel es la de los sistemas de garantías y recursos de tales derechos; de ahí la necesidad de contrastar el cotidiano ejercicio del poder eclesiástico con el carácter fundamental y prevalente de los derechos de los fieles. Tales derechos constituyen una manifestación de la necesidad de regular ordenadamente el ejercicio del poder. Es por ello «que la mejor vía para la defensa de los derechos fundamentales son los recursos jurídicos. Al respecto debemos señalar que la situación deja mucho que desear. No hay medios rápidos y eficaces para garantizar los derechos de los fieles (…). Puede hablarse de una acusada indefensión de los derechos del fiel. Faltan recursos y falta sensibilidad en los jueces» [22].

c)       Finalmente, conviene destacar la presencia de algunos derechos del fiel que son verdaderos derechos humanos, o derechos naturales en el ordenamiento canónico. En el Código actual se recogen algunos de esos derechos naturales con plena vigencia en la Iglesia; por ejemplo, los reconocidos en los cc. 220 y 221: el derecho a la buena fama, a la intimidad y el derecho a la protección judicial.

Daniel Tirapu Martínez en dadun.unav.edu

Notas:

1.      Cfr. Const. Ap. Sacrae Disciplinae Leges, en «Código de Derecho Canónico», Pamplona 1983, p. 33.

2.      Cfr. ibidem, pp. 39-41.

3.      Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo de la Iglesia Católica», Madrid 1992, p. 7.

4.      Declaración final del Sínodo extraordinario, 7 de diciembre 1985, II, B, a, n. 4: Enchiridion Vaticanum, vol. 9, p. 1758.

5.      Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo… cit.», p. 9.

6.      Vid. D. TIRAPU, Los derechos del fiel como condición de dignidad y libertad del Pueblo de Dios, en «Fidelium Iura», 2 (1992), pp. 31 y ss.

7.      Cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 897.

8.      Cfr. Catecismo… cit., n. 898.

9.      Cfr. Catecismo… cit., n. 899.

10.       Cfr. Christifideles laici, n. 8.

11.       Cfr. Catecismo… cit., n. 900.

12.       Cfr. Catecismo… cit., n. 901.

13.       Cfr. Catecismo… cit., n. 902; CIC c. 835,4.

14.       Cfr. Catecismo… cit., n. 903. «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la Sagrada comunión, según las prescripciones del Derecho» (CIC, c. 230,3).

15.       Cfr. Catecismo… cit., n. 905.

16.       Cfr. Catecismo… cit., nn. 906-907.

17.       Cfr. Catecismo… cit., n. 909.

18.       Cfr. Catecismo… cit., n. 911.

19.       Cfr. Catecismo… cit., nn. 913-914.

20.       Vid. para toda esta cuestión, Les droits fondamentaux du Chrétien et dans l'Église dans la societé, Friburgo 1981; especialmente P. LOMBARDÍA, Los derechos fundamentales del cristiano en la Iglesia y en la Sociedad, en «Les droits…» cit., pp. 15 y ss.

21.       P. LOMBARDÍA, Lecciones de Derecho canónico, Madrid 1984, pp. 74-75.

22.       J. HERVADA, Pensamientos de un canonista en la hora presente, Pamplona 1988, pp. 124-125.

Mª Concepción Delgado Parra

1.       Personas “sin Estado”: seres sin derechos humanos

Después de Kant, será Arendt quien continúe el debate sobre las perplejidades que entraña la instrumentación de una concepción de derechos humanos basada en la membrecía política en el marco de un sistema estatal soberano [1]. En Los orígenes del totalitarismo [2] muestra que la experiencia del siglo XX constituye una crisis para los derechos humanos debido al colapso del sistema del Estado-nación en Europa, materializado en el trayecto de las dos guerras mundiales. El desprecio del totalitarismo por la vida humana y el eventual tratamiento de los seres humanos como entidades “superfluas”, que arrojó a millones de personas y pueblos a la condición de “personas sin Estado”, mostró que todo el que deja de contar como ciudadano en su país no sólo pierde sus derechos civiles, sino también sus derechos humanos.

En el diagnóstico crítico desarrollado en Los orígenes…, Arendt aborda las causas que llevaron a la crisis y decadencia del Estado-nación moderno, cuyas consecuencias derivaron en el experimento más destructivo de la condición política del hombre: el fenómeno totalitario. En este proceso muestra la incompatibilidad creada por el imperialismo del siglo XIX entre poder político y enriquecimiento económico, dirigida a legitimar las necesidades de una clase burguesa en ascenso. Mediante esta práctica se puso en marcha un imperialismo que olvidó el principio que ordena a los hombres volver la tierra un lugar habitable, introduciendo en ella un sistema de mediaciones legales que sirvieran para proteger la vida de las personas.

Arendt asume una posición extremadamente dura con el pensamiento político moderno, particularmente cuando afirma que sin Hobbes el Estado moderno europeo no habría contado con las bases suficientes para emprender la aventura imperialista: “Las políticas imperialistas, más que cualquier otro factor, han sido las responsables de la decadencia de Europa, haciendo en realidad las profecías de los políticos e historiadores” [3]. Antes de la era imperial no existía nada como una política mundial, y sin ella carecía de sentido la reivindicación totalitaria de dominación global. Durante este período, afirmará Arendt, el sistema de Estado-nación será incapaz de concebir nuevas normas para conducir los asuntos políticos, dejando al garete una masa de apátridas sin cobijo político ni legal.

El dilema que marcará esta época será la “superfluidad” de un gran número de personas devenidas en “masa”, de las que la vida económica y política podía prescindir. Esta naturaleza fue producida, en parte, por el proceso de acumulación de capital, resultado de las continuas expropiaciones, de los cambios e invasiones demográficas y del propio desempleo. Pero fue creada también por la concentración de poder dentro de las estructuras burocráticas y del ascenso de un “Estado empleador de administradores de la violencia”, cada vez más alejados del ciudadano común y de las instituciones representativas, y más próximos al funcionamiento de una política imperial exterior. En este contexto, la corrosión de las bases del Estado-nación se produce al reducirlo a la mera cobertura administrativa de una extensión colonialista del poder interpretado en términos meramente económicos.

Durante los treinta años en que persistió el imperialismo, iniciado con la Conferencia de Berlín, donde se formalizó la denominada “Lucha por África” (Scramble for Africa), así como las incursiones de las potencias coloniales europeas por parte de Asia y el Pacífico (1884) y, concluido el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914), se gestaron las condiciones ideológicas y tecnológicas que acompañarían el fenómeno totalitario del siglo xx y el anuncio de las catástrofes por venir [4]. La toma del poder por la burguesía y la desestabilización del sistema de Estados-nación acompañaron esta etapa, durante la cual la idea central giró en torno a la expansión competitiva como el “objetivo permanente y supremo de la política” [5].

La burguesía europea, ansiosa de ampliar más allá de ultramar su poder recientemente adquirido —y sin la extensión del acompañamiento de un cuerpo político—, impuso sus propios instrumentos oficiales y de conquista con los que estableció un orden supremo, alejado de instituciones legales y políticas que limitaran su acumulación de poder y la escalada de la violencia. Los anteriores colonialismos tenían motivaciones fundamentalmente políticas; sin embargo, el reciente se sustenta únicamente en el interés económico. En este contexto, un cuerpo político acotado se pone al servicio de un poder ilimitado que termina por fracturar la estructura misma del Estado-nación. La novedad de esta forma de imperialismo radica en que las prácticas que generó, y le dieron sustento, introdujeron principios completamente distintos para el ordenamiento de la política. En primer lugar, la expansión (el colonialismo) fue elevada a un principio político legítimo; en segundo, se extendió la idea de que la política ya no podía ser contenida dentro de las fronteras nacionales, dado que ningún Estado podía permanecer indiferente a los imperativos políticos y económicos mundiales [6].

Lo sorprendente de la interpretación arendtiana es que identifica un concepto que no es político en absoluto, sino que tiene su origen en la especulación económica, donde la expansión significó la ampliación permanente de la producción industrial y las transacciones económicas propias del siglo XX. Esta nueva definición de la política implicó la transfiguración de las formas de gobierno —los sistemas políticos se estructuraron a partir de este momento sobre el principio de la raza y bajo el dominio de la burocracia— y el uso de la violencia como instrumento de gestión legítima, para controlar y asimilar a los pueblos sometidos. El desarrollo de estas prácticas tejerán la urdimbre entre imperialismo y totalitarismo del “efecto boomerang”, cuyas experiencias deshumanizantes y desestabilizadoras, instrumentadas en la periferia, finalmente retornarán para infiltrarse en la política europea del siglo XX [7].

Arendt señala que la Primera Guerra Mundial desenmascaró esta fachada del sistema político europeo y puso al descubierto el sufrimiento de un vasto número de personas, para quienes las leyes del mundo que las rodeaba, de pronto habían dejado de aplicarse. Argumenta que la guerra reveló la contradicción entre el Estado-nación y los derechos humanos. En nombre del interés nacional, los líderes de Europa provocaron una catástrofe que rozó los límites del continente. La guerra dejó millones de muertes y desplazados. Mientras tanto, los acuerdos de la posguerra buscaban aliviar los daños.

Los intentos desesperados por resolver el problema, sin tomar en cuenta la causa fundamental vinculada con el principio de la soberanía nacional, sólo demostraron que ninguna paradoja política contemporánea es más irónica que la discrepancia entre los esfuerzos de los bien intencionados idealistas. Estos últimos insistían obstinadamente en considerar como “inalienables” los derechos humanos, de los cuales únicamente gozaban los ciudadanos de la mayoría de los países prósperos y civilizados. A pesar de sus buenas intenciones, los reformadores humanitarios estaban destinados a fracasar si se negaban a cuestionar el principio de soberanía nacional —sostenido sobre la triada de identidad nacional, ciudadanía y Estado— y a soslayar la idea de una autoridad global fundada sobre la responsabilidad humana.

La Primera Guerra Mundial precipitó y prefiguró los crímenes contra la humanidad cometidos por los regímenes totalitarios de la Segunda Guerra Mundial, los cuales mostraron con brutalidad su indiferencia y hostilidad hacia los derechos humanos adscritos a la lógica de la soberanía nacional.

Asimismo, exhibió el vacío y la ineficacia de los derechos naturales enarbolados por el Estado-nación moderno. El modelo de las políticas totalitarias de la discriminación, expulsión y expatriación tuvo el efecto de confrontar a las naciones del mundo a una paradójica e inevitable cuestión: “Si los derechos humanos realmente existen o no, independientemente de todo estatus político específico derivado solamente del hecho de ser seres humanos”.

La actuación que tuvieron las naciones del mundo hizo patente su respuesta a esta cuestión: los expulsados y los expatriados no tienen derechos humanos porque, en efecto, éstos no existen para quienes carecen de ciudadanía. La terrible situación de los refugiados, asilados y desplazados reveló claramente que los “derechos del hombre, supuestamente inalienables, demostraban su inaplicabilidad […] las personas que aparecieron ya no eran ciudadanas de ningún Estado”.

Despojadas de su ciudadanía, las personas “sin Estado” no solamente fueron arrojadas de su hogar sino también de su estatus político; sometidas a la privación fundamental, la pérdida de un lugar en el mundo, donde sus opiniones adquieren significado y sus acciones se concretan; quedan desprovistas de la básica dignidad humana, investida de la posibilidad de actuar como agentes políticos y morales. En este sentido, Arendt insiste en que la dignidad humana requiere de una nueva garantía debido a que la idea kantiana de un mundo cosmopolita, configurado por repúblicas específicas, y respetuoso de los derechos naturales del hombre sobre los que se sostenía, había sido destruida.

Aunque Arendt comparte la sospecha de Kant con respecto a la identificación del Estado social con el civil —propiamente estatal— y su antipatía hacia un supuesto Estado mundial, sostiene que la única forma de que los derechos humanos, a los que se otorga una validez inconmovible desde el siglo XVIII no se conviertan en letra muerta depende de la institución de una comunidad política heredera de las tareas y objetivos del fracasado Estado-nación. Desde esta perspectiva, la crítica de Arendt al listado contenido, tanto en la Declaración de 1789 como en la de 1948, enfatiza la “pérdida de realidad”, toda vez que incluye derechos que no se dirigen a los seres humanos sino únicamente a los miembros de una entidad política organizada [8].

El análisis de Arendt visibiliza el perverso proceso de transformación del Estado moderno que gira de un instrumento de derecho a un mecanismo de discrecionalidad sin ley al servicio de la nación: “La nación ha conquistado al Estado, el interés nacional tiene prioridad sobre la ley” [9]. Ciertamente,   el peligro de este desarrollo es inherente a la estructura del Estado-nación desde el principio. Con el fin de establecer un Gobierno constitucional, los Estados-nación siempre estuvieron representados y basados en el Estado de derecho y en contra de la arbitrariedad administrativa y despótica. Sin embargo, en el mismo instante en que se rompió el precario equilibrio entre el interés nacional y las instituciones legales, la desintegración de esta forma de gobierno y organización de los pueblos produjo resultados aterradores. Paradójicamente, la desintegración del Estado-nación comenzó precisamente cuando el derecho a la autodeterminación nacional fue reconocido por todos los países europeos y cuando su esencial convicción, la supremacía de la voluntad de la nación sobre todas las instituciones legales y “abstractas”, fueron universalmente aceptadas [10].

En el momento en que los Estados comenzaron a practicar desnaturalizaciones masivas en contra de las minorías no deseadas, los refugiados, personas “sin Estado” y desplazados, se convirtieron en portadores de una categoría especial de seres humanos instrumentada mediante las acciones del Estado-nación, y en un sistema de Estados-nación delimitado por la territorialidad de las comunidades políticas organizadas. Es decir, se convirtieron en un orden internacional basado en la centralidad del Estado [11], donde el estatus legal depende de la protección de la más alta autoridad que controla el territorio en el que la persona reside y de quien emite los documentos a los que ésta tiene derecho. Cuando alguien pierde su pertenencia es arrojado al anonimato del ser humano, y queda desasido de todo derecho [12].

2.       El “derecho a tener derechos”: un intersticio para escapar al dilema de los derechos humanos

En Los orígenes del totalitarismo, Arendt revela con aguda claridad la imposibilidad de reconocimiento y realización de los derechos humanos fuera de las estructuras del sistema de Estados-nación, así como su radical consecuencia: la anulación de la libertad de acción.

La primera derrota sufrida con la privación de los derechos fue la pérdida del hogar, lo que significó la total ruptura del tejido social del espacio donde [los seres humanos] habían nacido y construido su lugar en el mundo. Esta calamidad está lejos de todo precedente; a lo largo de la historia, las migraciones forzadas de personas o pueblos enteros, por motivos políticos o económicos, han sido vistas como sucesos cotidianos. Sin embargo, lo que carece de precedente no es la pérdida del hogar, sino la imposibilidad de encontrar uno nuevo. […] La segunda pérdida sufrida con la privación de los derechos fue la pérdida de protección del Gobierno. Esto no sólo implicó la pérdida del estatus legal en su propio país, sino también en cualquier otro […] La calamidad de la pérdida de derechos no es que ellos [los seres humanos] sean privados de la vida, de la libertad, de perseguir la felicidad o exigir la igualdad ante la ley y la libertad de opinión —fórmulas que fueron designadas para resolver problemas dentro de las comunidades dadas— sino que ya no pertenecen a ninguna comunidad en absoluto (la traducción es nuestra) [13].

Las perplejidades involucradas en la pérdida de los derechos humanos coincide con el hecho de que la persona deviene en un ser humano en general —sin profesión, sin ciudadanía, sin opinión, sin nada que lo identifique consigo mismo—, para quien su propia individualidad, absolutamente única, privada de expresión y acción al interior de un mundo común, carece de todo significado. El riesgo que esto involucra es que incrementa la amenaza de nuestra vida política y, en esta misma dirección, la emergencia de Gobiernos totalitarios surgidos al interior de nuestra civilización. En un mundo global, como explica Arendt, erigido sobre la base de una “civilización” interrelacionada universalmente, estamos expuestos constantemente a los barbarismos creados desde las propias estructuras del Estado-nación, que arrojan a millones de personas a la salvaje condición de convertirlas en “seres humanos en general” [14].

De un modo provocativo, en el capítulo nueve de Los orígenes del totalitarismo, dedicado a “La declinación del Estado nación y el fin de los derechos humanos del hombre”, Arendt escribe la frase: “El derecho a tener derechos” [15]. Con extraordinaria elocuencia, Frank Michelman asegura que esta frase presupone la existencia de personas que no cuentan con ninguno de esos derechos [16]. El reclamo de Arendt significó su objeción en contra de que nadie era reconocido en la posición de “no tener derechos”, cuando en realidad la mayoría de la población en el mundo estaba siendo objeto de desnaturalizaciones masivas que las dejaban sin derecho a tener derechos.

Esta noción surge de las nuevas condiciones del Estado moderno y es equivalente al reclamo moral de un refugiado, una persona “sin Estado” o un desplazado, a la ciudadanía, o por lo menos a una personalidad jurídica dentro de los límites sociales de alguna ley de dispensación estatal [17]. Dadas las circunstancias presentes, en algún momento una persona podría encontrarse en esta condición, expulsada de todo derecho. La exigencia contenida en el “derecho a tener derechos”, se refiere a un reclamo en nombre de aquellos cuya situación actual no satisface los requisitos de tener derechos en el enmarcamiento del sistema de Estados-nación, como sucede en la actualidad con millones de migrantes sin papeles, refugiados, asilados o desplazados.

La dureza y el escepticismo con los que Arendt estructura su diagnóstico sobre los derechos humanos corresponden a una pensadora judía-alemana que sobrevivió a la desnacionalización y persecución de los judíos en la Alemania nazi. Fue observadora y testigo participante de la diáspora mundial de la comunidad judía y conocedora coexistente de otras minorías (alemanes en Rusia; eslovacos en Checoslovaquia; musulmanes en Yugoslavia; gitanos y muchos más) en la Europa de mediados del siglo pasado, cuyo rasgo identitario fue la sistemática desnaturalización, persecución y asesinato. Esta práctica tuvo lugar dentro de las estructuras de las leyes nacionales e internacionales en el contexto de los tiempos modernos. Pero, ¿en qué radica la imposibilidad de llevar a cabo la realización de los derechos humanos, tanto en las declaraciones tradicionales formuladas a finales del siglo XVIII como en la de 1948?

Ciertamente, como afirma Agamben, responder a esta interrogante implica abandonar la manera tradicional de pensar el concepto de “hombre, ciudadano y sus derechos” [18]. Incluso, conlleva desdeñar la argumentación universal y reconstruir un principio universal de justicia [19]. Las aporías de Arendt indagan precisamente el vínculo “fracturado” entre los derechos del hombre y los derechos humanos, sintetizados en la frase: “el derecho a tener derechos”, donde la premisa no depende de la ley natural moderna, anclada al pensamiento liberal, sino que pone en duda los presupuestos básicos de la tradición [20]. Al respecto, Arendt escribe:

Tomamos conciencia de la existencia de un derecho a tener derechos (y eso significa vivir en un marco en el que uno es juzgado por sus acciones y opiniones) y un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, sólo cuando aparecieron millones de personas que habían perdido y no podían recuperar sus derechos debido a la nueva situación política global […] El derecho que corresponde a esta pérdida y que nunca fue mencionado entre los derechos humanos porque no pudo expresarse en las categorías del siglo XVIII, ya que éstas suponen que los derechos tienen su origen en la “naturaleza” del hombre […] es el derecho a tener derechos o el derecho de todo individuo a pertenecer a la humanidad, mismo que debería estar garantizado por la humanidad misma. Sin embargo, no es de ningún modo seguro que esto sea posible (la traducción es nuestra) [21].

En este sentido, como afirma Menke, la primera objeción que subraya Arendt contra la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, compete a la visible “pérdida de realidad”, derivada de la imposibilidad de llevar a cabo un deber al que no puede corresponder por su incapacidad de acción [22]. Para retomar esta pérdida de realidad, es preciso analizar la noción del “derecho a tener derechos”. Si se observa con atención, esta afirmación evoca dos ámbitos interconectados en el pensamiento de Arendt: (derecho)-a-(tener derechos). El principio de la frase, como señala Benhabib, remite a un imperativo moral a la membrecía y, por lo tanto, de una forma de relación compatible con la membrecía.

Esta primera estructura del derecho, dirigida a la identidad de los otros, a quienes se reclama el reconocimiento como una persona derechohabiente, queda abierta e indeterminada; no depende de la precondición de ser ciudadano o no, sino del derecho al reconocimiento por el simple hecho de ser un ser humano [23]. Tal reconocimiento en Arendt es, en primer lugar, el derecho a la membrecía, a la pertenencia de alguna comunidad humana organizada. De este modo, la humanidad misma se convierte en la destinataria de este reconocimiento; “sin embargo, no es de ningún modo seguro que esto sea posible”.

Así, la condición de persona es contingente a su reconocimiento en   la membrecía, lo que permite introducir la noción de la segunda frase de la estructura discursiva tener derechos, cuya acción resulta del previo derecho a la membrecía, lo cual significa el derecho (y sus respectivos deberes) a vivir como miembro de una comunidad humana organizada en la que las personas son juzgadas por sus acciones y opiniones [24]. Esta doble adscripción del “derecho a tener derechos” rompe las formas a priori de la pertenencia a una comunidad humana organizada, basada en la egología trascendental kantiana. En esta última se reúnen, merced a una prodigiosa decisión, los derechos humanos a la ciudadanía, dejando sin protección a individuos y pueblos frente a las arbitrariedades de la soberanía del Estado. Por un lado, postula una comunidad jurídico-civil de socios que estén en relación con el deber de responsabilidad recíproca. Y, por otro, el deber de reconocerse mutuamente como miembros, como individuos protegidos por las autoridades político-legales, quienes deben ser tratados como personas habilitadas para disfrutar de derechos [25].

Desde el punto de vista de Arendt, la ficticia y obtusa simbiosis del derecho a la membrecía y el derecho a vivir como un miembro de una comunidad humana organizada caracterizan las declaraciones tradicionales de derechos humanos. Esta particularidad se reprodujo en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada por la Asamblea General de Naciones Unidas en diciembre de 1948, principio que impide su realización. Desde un inicio, dice Arendt, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del siglo XVIII presentó a un ser humano “abstracto” que no existía en ningún sitio [26].

De manera inexplicable, la cuestión de los derechos humanos rápidamente quedó adherida a la emancipación nacional, lo que muy pronto derivó en la idea de que la soberanía de un pueblo emancipado era la única que parecía asegurar los derechos “inalienables”, limitando su acceso únicamente a quienes pertenecían a la nueva comunidad organizada. Desde la Revolución francesa, el ser humano fue concebido a través de la imagen de una familia de naciones. No obstante, en el trayecto se evidenció que el pueblo, y no el individuo, constituía la imagen de hombre [27].

El principio de que todos los derechos dependen de la ley y toda legislación política está necesariamente atada a una forma específica de “localidad”, de acuerdo con la afirmación realista de Edmund Burke [28], revela a Arendt las lindes de los derechos que ejercemos al circunscribirse a la nación, donde ninguna ley natural o divina, ni ningún concepto de humanidad, son requeridos como fuente de ley [29]. Por el contrario, remitir los derechos del hombre —al hecho de ser hombre— obliga a todo individuo o comunidad humana a respetarlos siempre. Si los supeditamos al hecho de ser ciudadano, solamente serán respetados cuando la nación que da la ciudadanía tenga la voluntad de hacerlo. Si el Estado-nación es la única autoridad jurídica que reconoce y realiza los derechos humanos, este discurso pierde su significado para quienes viven procesos de expatriación, emigración forzada o cualquier otro tipo de dimisión de pertenencia a una entidad política.

La privación primordial de los derechos humanos se manifiesta en la pérdida de un lugar en el mundo, donde las opiniones y la acción colectiva toman forma. Esta privación, como ninguna otra, despoja del derecho a la acción y sin ésta ningún derecho es realizable [30]. Este punto constituye un elemento crucial para comprender las implicaciones del “derecho a tener derechos” en términos del derecho moral a la membrecía y el tener derechos al interior de una comunidad humana organizada. La importancia de esta dimensión permanecerá ausente en las declaraciones de derechos humanos existentes. La ligereza, al hablar de los derechos humanos, conduce a la confusión y a la “pérdida de realidad” expresada en el contenido de estos instrumentos.

Como apunta Reyes Mate, asegurar que “existen” unos derechos humanos supone un doble despojo: otorgan a un hombre abstracto, que no existe, los atributos que no tiene el hombre concreto y se niega a la cruda realidad (de hombres sin derechos) capacidad de significación teórica. Finalmente, se construye una doctrina de derechos sobre el hombre que no tiene en cuenta al hombre real, sino a uno abstracto que se ha inventado la filosofía, que tiene el inconveniente de no existir [31].

La redefinición del concepto de derechos humanos requiere de una respuesta que conjugue los derechos de membrecía con el derecho a ser miembro a la luz de las experiencias de las circunstancias presentes. La obra de Arendt postula un ejercicio de la libertad de acción política que podría ser leído en clave para dar inicio al “derecho a tener derechos” y, de este modo, pensar los derechos humanos en otro registro.

3.       La libertad de acción política y la realización de los derechos humanos

En su crítica a los derechos humanos, dentro del contexto de la Segunda Guerra Mundial, Arendt se pregunta por qué el concepto de derechos naturales e inalienables falló a la humanidad en el momento que más se necesitaban, a pesar de que éstos habían sido pronunciados un siglo y medio antes en Francia. A esto, responde que cuando el individuo carece de pertenencia a una comunidad política, sus derechos no son tan sagrados como el concepto de derechos individuales sugería [32]. La facultad política simplemente es incapaz de realizarse en los desposeídos, si éstos no son reconocidos como miembros iguales de la humanidad.

En Hegel también aparece la tensión entre la ley de lo singular y la de lo universal, como característica intrínseca de la unidad [33] (a la cual apela en un contiguo despliegue dialéctico), con el propósito de lograr un acercamiento distinto. De dicho acercamiento emerge la idea de que la unidad está atravesada, no sólo por la resolución de los contrarios, sino por la perplejidad que los contiene. Arendt identifica con claridad esta tensión entre las dos dimensiones propuestas en el “derecho a tener derechos”, de la cual emerge la concepción de libertad; pero también se sabe que esta última debe prefigurar un movimiento que conduzca a la acción de la vida política, si de lo que se trata es de romper la aporía de los derechos humanos. Considera que la realidad moderna fue, en muchos sentidos, resultado de la dualidad práctica y teórica de la libertad postulada por la filosofía política occidental.

Para demostrarlo, gira su análisis a la filosofía presocrática, donde la libertad era considerada como un concepto exclusivamente político, la quintaesencia de la ciudad-estado y la ciudadanía, en contraste con la tradición filosófica del pensamiento político clásico —iniciada con Parménides y Platón— que la funda explícitamente en oposición a la polis y su ciudadanía. El modo de vida elegido por estos últimos fue entendido en oposición al modo de vida político. Sólo cuando los primeros cristianos, particularmente Pablo (Saulo de Tarso), descubrieron un tipo de libertad desvinculado de la política, el concepto entró a la historia de la filosofía. Libre albedrío y libertad se convirtieron en sinónimos y la libertad fue experimentada en términos de un ejercicio de completa soledad [34]. El concepto de libertad entró en el vocabulario de la filosofía hasta la Antigüedad tardía; cuando lo hizo, fue usado por pensadores tales como Epictetus y Agustín de Hipona para formular la condición en la que un individuo conservaría su libertad dentro de sí mismo, a pesar de ser privado de ella en el mundo físico. Arendt acentúa el hecho histórico de que la aparición del problema de la libertad en la filosofía de Agustín fue precedido del intento consciente de divorciar la noción de libertad de la política, y así llegar a la formulación de que uno puede ser esclavo en el mundo y aún conservar su libertad [35]. La tradición cristiana jugó un papel decisivo en el problema de la libertad. Convirtió en sinónimos la libertad y el libre albedrío, al mismo tiempo que arrojó la experiencia de la libertad al terreno de la completa soledad. Todavía hoy, cuando pensamos en la libertad, inmediatamente se establece la equivalencia entre estas dos nociones, la cual fue una facultad virtualmente desconocida por los presocráticos. Por su parte, el concepto de libertad de Epictetus, en el que clama que quien comienza con la afirmación de que es libre es el que lleva a cabo lo que desea, no es más que el reverso de la noción de la libertad de la antigua noción política y el trasfondo político sobre el que la filosofía popular sustentó la disminución evidente de la libertad a finales del Imperio romano, manifiesta en las nociones de poder y dominación [36].

Los presocráticos fueron inexpertos en los fenómenos de la soledad. Sabían muy bien que el hombre solitario ya no es uno, sino dos-en-uno, ya que la relación entre el yo y yo mismo comienza en el instante en el que mi relación con mis semejantes ha sido interrumpida por alguna razón. El dualismo de la filosofía clásica (desde Platón) ha insistido en la dicotomía entre el alma y el cuerpo, al asignar la moción de la facultad humana al alma. Esta dualidad, alojada dentro de la capacidad del sí mismo, es conocida como una característica del pensamiento, el diálogo que uno sostiene con uno mismo.

Sin embargo, dirá Arendt, el dos-en-uno de la soledad que genera el proceso del pensamiento tiene un efecto exactamente contrario sobre la voluntad: la paraliza y la bloquea; dispuesta en soledad, se encuentra siempre y al mismo tiempo entre querer (velle) y no querer (nolle). El efecto paralizante de la voluntad que tiene su efecto sobre el sí mismo configura la verdadera esencia del mandar y ser obedecido. Platón insistía en que solamente aquellos que supieran establecer las reglas para ellos mismos tenían derecho a instaurar reglas para los otros, quienes serían libres desde la obligación de la obediencia [37].

En el renacimiento del pensamiento político, el cual vino acompañado de la Edad moderna, Arendt distingue entre aquellos pensadores, quienes sustentan el título de “padres de la ciencia política” —Maquiavelo y Hobbes, como sus mayores representantes— y aquellos que remontaron su preocupación al pensamiento político presocrático, no por ninguna predilección por el pasado, sino porque la separación entre Iglesia y Estado había producido un ámbito secular independiente, desconocido en el entorno político desde la caída del Imperio romano.

El representante de este secularismo es Montesquieu. Aunque indiferente a los problemas estrictamente filosóficos, tenía una profunda preocupación por la inadecuada concepción de la libertad para los propósitos políticos desarrollada por los filósofos cristianos. Con el fin de zanjar esta cuestión, propuso una distinción entre libertad filosófica y libertad política. Desde su perspectiva, la filosofía no demanda más libertad que el ejercicio de la voluntad, separadamente de las circunstancias y la consecución de los objetivos   que la voluntad se haya fijado. Por el contrario, la libertad política consiste en la capacidad de hacer lo que la voluntad dispone.

Tanto para Montesquieu como para los presocráticos, estaba claro que un agente deja de ser libre en el instante en que pierde su capacidad de hacer; por lo tanto, es irrelevante si esa falla es causada por circunstancias internas o externas [38]. Los antiguos griegos convirtieron la preocupación de la voluntad en una facultad separada de las otras capacidades del hombre. Históricamente, el hombre descubrió por primera vez la voluntad cuando experimentó su impotencia, no su poder. Esto tiene importancia para darse cuenta que los tempranos testimonios sobre la voluntad no fueron derrotados por la abrumadora fuerza de la naturaleza o de las circunstancias y que su aparición no planteó el conflicto del uno contra otros ni la lucha entre el cuerpo y la mente. Diferente a este planteamiento es la relación del pensamiento y el cuerpo en Agustín, la cual tiene su fuente en el enorme poder inherente a la voluntad, el pensamiento manda al cuerpo y éste obedece inmediatamente. El cuerpo representa, en este contexto, el mundo exterior y de ninguna manera es considerado en términos del sí mismo.

Epictetus estima que en el dominio interior, dentro del sí mismo, el hombre deviene en maestro absoluto y, precisamente, el conflicto entre el hombre y él mismo es derrotado por la voluntad. La fuerza de voluntad cristiana descubrió esta vía como una forma de auto-liberación, cuyo principio adoptó en seguida. De esta forma, mi voluntad (I-will) paraliza instantáneamente mi capacidad de hacer (I-can). En el mismo momento en que el hombre desea la libertad, pierde su capacidad para ser libre. Arendt permanece atenta a las consecuencias fatales que este proceso tiene para la teoría política, toda vez que en la ecuación de la libertad con la capacidad humana de la voluntad es posible encontrar la causa por la que hoy, de manera automática, establecemos la equivalencia entre el poder y la opresión [39].

Arendt afirmó que los filósofos mostraron interés en el problema de la libertad cuando descubrieron que podían desvincularla de la política, de experimentarla fuera del ámbito de la actuación y asociación con los demás y limitada a la relación de la voluntad con uno mismo, es decir, asumida como libre albedrío. Esto convirtió la cuestión de la libertad en un problema filosófico de primer orden y, como tal, en un problema referido al ámbito político. El cambio filosófico de la acción a la fuerza de voluntad y la libertad referida a un modo de ser manifiesto en la acción del libre albedrío transformó el ideal de libertad en uno de voluntad, independiente de los demás, que más tarde adoptará la forma de soberanía. Este principio prevaleció hasta el siglo XVIII. Thomas Paine sostendrá que “ser libre es suficiente [para el hombre] que lo desea”, palabras que Lafayette aplicará al Estado-nación: “Para que una nación sea libre, es suficiente que quiera serlo”.

Estas ideas tuvieron resonancia en la filosofía política de Jean-Jacques Rousseau, el representante más reconocido de la teoría de la soberanía derivada directamente de la voluntad [40]. En su teoría no escatima las consecuencias del individualismo extremo que el principio de voluntad, independientemente de los demás, supone. Incluso argumenta —en contra de Montesquieu— que el poder soberano debe ser indivisible porque una división del poder sería impensable. Adicionalmente, precisa que en un Estado ideal los ciudadanos no tendrían comunicación unos con otros y que con el propósito de evitar confrontaciones, cada ciudadano debía pensar solo sus propios pensamientos. Arendt refutará estos planteamientos. Un Estado en el que no existe comunicación entre los ciudadanos y donde cada uno piensa solo, en sus propios pensamientos, es por definición una tiranía. Por ello, la identificación política entre libertad y soberanía es la más perniciosa y peligrosa consecuencia de la ecuación filosófica de libertad y libre albedrío, debido a que conduce a una negación de la libertad humana [41].

Revisitar las tradiciones presocráticas y su política implica para Arendt recuperar la experiencia de la libertad en el proceso de actuar (juntos). Cuando afirma que el concepto de libertad no jugó un papel importante en la filosofía clásica griega, apunta específicamente al “borramiento” del origen exclusivamente político. Para nuestra autora, la libertad supone el comienzo de la realización de algo, el inicio que anima e inspira todas las actividades humanas, la acción como principio de la vida política [42]. La libertad no refiere un modo de ser, una virtud o virtuosismo, sino un don supremo que el hombre recibió entre todas las criaturas terrenales, cuya manifestación se expresa en todas las actividades que experimenta: “La libertad se realiza sólo cuando su acción crea el espacio de aparición del hombre” [43]. Las tradiciones cristianas y antifilosófico políticas, reitera Arendt, despojaron a la libertad del atributo de actuar (juntos). A su pesar, esta concepción fue la que trasminó en el pensamiento de los filósofos modernos.

Hobbes, Spinoza e incluso Kant comprendieron la libertad fuera de la política [44]. Este deslizamiento teórico llevó a la humanidad a la justificación de que los hombres tienen la capacidad de vivir legal y políticamente juntos, únicamente cuando algunos tienen el derecho de mandar y otros son forzados a obedecer [45]. Para Arendt, la experiencia moderna del totalitarismo, los apátridas y el genocidio es resultado de este deslizamiento que condujo a la pérdida de la acción como principio de la vida política, traslación que el concepto de derechos humanos —naturales e inalienables— fue incapaz de identificar y revertir. Precisamente en este intersticio vislumbra la libertad de acción política como una vía para conectar las dos dimensiones del (derecho)- a-(tener derechos) poniendo en cuestión las formas tradicionales del ejercicio de la justicia en su precaria ejecución.

La relevancia de Arendt al postular la libertad como acción política radica en desplazar el debate acerca de si los derechos humanos tienen validez universal hacia la creación de un espacio público, local y global, donde el ser humano actúe, hable y opine para demandar la realización de los mismos. Construye un puente, entre los principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y su materialización, poniendo en acto la promesa de algo diferente por venir. Mediante la acción, crea la relación entre política y ley, cuya expresión se manifiesta en el momento en que los actores demandan el reconocimiento de sus derechos humanos. Esta interacción dinámica entre política y ley, como señala Robert Post, visibiliza el vínculo entre la demanda de derechos y las formas tradicionales del ejercicio de la justicia:

La política y la ley constituyen dos formas distintas de gestión para resolver el acuerdo o desacuerdo de los hechos sociales inevitables. Como prácticas sociales, la política y la ley son independientes e interdependientes. Son independientes en el sentido de que son incompatibles. Someter una controversia política a una resolución legal implica sacarla del dominio político, del mismo modo que someter una controversia legal a una resolución política implica debilitar la ley. Sin embargo, política y ley son interdependientes, en el sentido de que la ley requiere de la política para producir las normas compartidas que impone la ley, mientras que la política exige de la ley para estabilizar y consolidar los valores comunes de la política que se esfuerza por lograr (la traducción es nuestra) [46].

La acción política en este registro coloca a las instituciones westfalianas frente al problema de la representación política y la injusticia en el sentido directo de voz pública y responsabilidad democrática, al apelar a normas cosmopolitas [47] que rebasan la triada Estado-ciudadanía-derechos humanos [48]. Asimismo, involucra formas de reconocimiento que no se limitan a la participación de quienes se hallan dentro del universo de los que “cuentan” en el ámbito de una comunidad política organizada, sino que es resultado del punto de intersección entre el enmarque moral y la participación democrática. Esto es, la discusión sobre la aplicación de la justicia se desenvuelve a través de un ejercicio normativo, en el que las instituciones jurídicas son atravesadas por narrativas y prescripciones sociales [49]. En este sentido, Arendt no reduce el “aparecer” del ser humano en términos de un horizonte puramente fenomenológico, sino que lo extiende a una dimensión propiamente ontológica. No falta, como afirma Esposito, la vertiente escénica en la que los “sujetos de la política” llevan a cabo su aparición como actores en un escenario dispuesto por ellos mismos, donde el aparecer tiene el sentido de “venir a la luz” y, en esa experiencia, “existir” [50]. La lucha por los derechos humanos reemprendida durante los años sesenta constituye un importante ejemplo para el planteamiento de reclamos y la búsqueda de la justicia en este sentido [51].

Lo que sigue de esto es una nueva apreciación del papel de la libertad entendida como acción política, cuya práctica podría precipitar la realización de los derechos humanos en lo por venir [52]. Lo que pone en juego no son únicamente cuestiones de primer orden de la justicia, sino también las “metapreguntas” acerca de cómo estos problemas deben ser enmarcados. Mediante su práctica estimula una política jusgenerativa y otorga un nuevo sentido a la ley, donde “el demos enfrenta la disyunción entre el contenido universalista de sus compromisos constitucionales y las paradojas del cierre democrático” [53]. Esto da lugar a nuevas formas de pertenencia des-territorializadas, al debilitar la línea que separa los derechos humanos de los derechos ciudadanos.

Si la precondición para ser juzgado por las acciones y opiniones exige rasgar desde afuera a través del derecho a pertenecer, y de esta manera reanudar el derecho a ser miembro, este movimiento tiene lugar cada vez que un conjunto de personas abren espacios para denunciar y, en el trayecto, desafiar los imaginarios y mapas cognitivos tradicionales sobre los derechos humanos. Aunque en sus demandas no se esboza un sentido específico sobre cómo los derechos humanos tendrían que dar lugar al derecho de pertenencia a una comunidad política organizada, actúan impulsados por la convicción de que las condiciones actuales dañan la igualdad, la libertad y la justicia, y asumen que con su acción empujan hacia un mundo más justo y equitativo.

Con este acto comienzan a modificar las cosas, simplemente por el hecho de actuar juntos, en una acción performativa en la que inauguran un lugar para ser escuchados, más allá de los límites estatales. El imperativo moral de membrecía [54] y, por lo tanto, la apelación a una relación compatible con la membrecía, demandados por la gente cuando exige a las autoridades que se hagan responsables de la “humanidad”, resquebraja algo, pasa por la experiencia de que luchamos por lo que nunca hemos tenido, pero que siempre estará por venir, en el sentido de que nunca dejará de llegar y en cada acción plural comienza a suceder.

En esta experiencia, la condición de persona se vuelve contingente a su reconocimiento en la membrecía, introduciendo el derecho (y sus respectivos deberes) a vivir como miembro de una comunidad humana organizada en la que es juzgado por sus acciones y opiniones. Solamente si las personas son vistas y asumidas, no simplemente como sujetos de ley, sino como autoras de la propia ley, la contextualización e interpretación de los derechos humanos puede ser creíble, en términos de un proceso de opinión democrática. Tal contextualización logra legitimidad en la medida en que es resultado de la interacción entre instituciones legales y políticas dentro de espacios públicos libres. Cuando tales derechos son asumidos por la gente como propios, mediante el reclamo moral puesto en marcha a través de la acción colectiva, pierden su parroquialismo y, como tal, abren la posibilidad de su realización, basados en el “derecho moral a ser miembro” y “tener derechos dentro de una comunidad humana organizada”.

La lectura que propone Arendt de la libertad entendida como acción política, re-significa la idea de los derechos humanos, postulada en las declaraciones de derechos humanos, y potencia la doble adscripción del “derecho a tener derechos”. Agrieta las formas a priori de pertenencia y vislumbra una comunidad jurídico-civil de co-socios en relación con el deber de responsabilidad recíproca —protegidos por las autoridades político-legales—, quienes deben ser tratados como personas habilitadas para disfrutar de todos sus derechos. Sin embargo, es preciso señalar que si bien este planteamiento logra horadar muchas de las perplejidades contenidas en las Declaraciones, debemos estar muy atentos a los resultados de la acción política que hoy irrumpe en el ámbito local y global para demandar la realización de los derechos humanos, toda vez que la acción no se termina si no cesa ella misma. Una acción sin obra, como afirma Nancy, podría devenir en una “comunidad inoperante” [55].

Mª Concepción Delgado Parra en dialnet.unirioja.es

Notas:

1          Gündogdu, Ayten, “‘Perplexities of the Rights of Man’: Arendt on the Aporias of Human      Rights”, European Journal of Political Theory, vol. 11, núm. 1, 2011, pp. 4-24.

2          Arendt, Hannah, The Origins of Totalitarianism, Nueva York, Harcourt, 1968, pp. 290-302.

3          Ibídem, p. XIX.

        Ibídem, p. 123.

        Ibídem, p. 125.

6          Ibídem, pp. 123-124.

7          Ibídem, p. 294.

8          Arendt, Hannah, “The Rights of Man: What are They?”, Modern Review, vol. 3, núm. 1, 1949,     pp. 24-36.

9          Arendt, Hannah The Origins…, op. cit., p. 275.

10         Ibídem, p. 275.

11         Benhabib, Seyla, “Reason-Giving and Rights-Bearing: Constructing the Subject of Rights”,          Constellations, vol. 20, núm. 1, 2013, pp. 37-50.

12         Benhabib, Seyla, The Rights of Others. Aliens, Residents and Citizens, Cambridge, Cambridge          University Press, 2004, p. 55.

13         Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., pp. 293-295.

14         Ibídem, p. 302.

15         Ibídem, pp. 296, 298.

16         Michelman, Frank, “Parsing ‘Right to Have Rights’”, Constellations, vol. 3, núm. 2, 1996, pp.        200-208.

17         Ibídem, p. 203

18         Agamben, Giorgio, State of Exception, Chicago - Londres, University of Chicago Press, 2000, p.   16.

19         Cohen, Joshua, “Pocedure and Substance in Deliberative Democracy” en Seyla Benhabib (ed.),          Democracy and Difference: Contesting the Boundaries of Political, Princeton, Princeton   University Press, 1997, p. 183.

20         Menke, Christoph, Kaiser, Birgit y Thiele, Kathrin, “‘Aporias of Human Rights’ and the ‘One          Human Rights’: Regarding the Coherence of Hannah Arendt’s Argument”, Social Research, vol.    74, núm. 3, 2007, p. 741.

21         Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., pp. 296-298.

22         Menke, Christoph, Kaiser, Birgit y Thiele, Kathrin, op. cit., p. 741.

23         Benhabib, Seyla, The Rights of Others. Aliens, Residents and Citizens, Cambridge, Cambridge          University Press, 2004, p. 56.

24         Ibídem, p. 57.

25         Ibídem, pp. 57-58.

26         Arendt, Hannah, “The Rights of Man…”, op. cit., p. 31.

27         Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., p. 291.

28         Burke, Edmund, Reflections on the Revolution in France, Indianapolis - Cambridge, Hackett,        1987, p. 9.

29         Arendt, Hannah, “The Rights of Man…”, op. cit.

30         Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., p. 296.

31         Mate, Reyes, “Hannah Arendt y los derechos humanos”, Arbor, ciencia, pensamiento y cultura,    vol. 186, núm. 742, marzo-abril, 2010, p. 243.

32         Arendt, Hannah, The Origins…, op. cit., p. 293.

33         Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Fenomenología del espíritu, México, Fondo de Cultura    Económica, 1985, p. 473.

34         Arendt, Hannah, Between Past and Future, Nueva York, Penguin Classics, 2006, p. 156.

35         Ibídem, p. 146.

36         Ibídem.

37         Platón, La República, Madrid, Alianza, 2006, libros 5 y 6, pp. 349-403.

38         Arendt, Hannah, Between…, op. cit., p. 159.

39         Ibídem, pp. 160-161.

40         Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social o Principios del derecho político, Madrid, Tecnos,        2002.

41         Arendt, Hannah, Between Past…, op. cit., pp. 162-163.

42         Arendt, Hannah, La condición humana, Barcelona, Paidós, 2005.

43         Arendt, Hannah, Between Past…, op. cit., p. 164.

44         Hansen, Phillip, Hannah Arendt: Politics, History and Citizenship, Standford, Stanford University          Press, 1993.

45         Arendt, Hannah, Between Past…, op. cit., p. 222.

46         Post, Robert, “Theorizing Disagreement: Reconceiving the Relationship Between Law and          Politics”, California Law Review, vol. 98, núm. 6, 2010, p. 1343.

47         Los siguientes tratados y convenios constituyen tan sólo un reducido ejemplo de esta nueva          configuración: el Convenio sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, el          Convenio Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, el Convenio sobre la Eliminación de      Todas las Formas de Discriminación contra las Mujeres, el Convenio Contra la Tortura y otros            Tratos o Castigos Crueles, Inhumanos o Degradantes (Naciones Unidas). La articulación de la    Unión Europea se hizo acompañar por la Carta de Derechos Humanos y Libertades            Fundamentales en la que participan estados “no miembros de la Unión Europea”. Permite a los ciudadanos realizar demandas que son escuchadas por una Corte Europea de Derechos    Humanos. Esta carta fue adoptada como recomendación y texto de referencia en el Consejo            Europeo de Niza en diciembre de 2000 (Parlamento Europeo). En esta misma dirección, el             continente americano estableció en 1948 el Sistema Interamericano para la Protección de   Derechos Humanos (sidh), con el propósito de proteger a los habitantes de América frente a la       violación de sus derechos humanos por parte del Estado. Asimismo, se creó la Corte          Interamericana de Derechos Humanos, cuya función es aplicar e interpretar la Convención          Americana sobre Derechos humanos y otros tratados de derechos humanos a los que se somete          el sidh (Organización de los Estados Americanos).

48         Fraser, Nancy, Escalas de justicia, Barcelona, Herder, 2008, pp. 257-258.

49         Cover, Robert, “Foreword: Nomos and Narrative, The Supreme Court 1982 Term”, Harvard Law          Review, vol. 97, núm. 4, 1983-1984, p. 1.

50         Esposito, Roberto, “¿Polis o comunitas?”, en Fina Birulés (comp.), Hannah Arendt. El orgullo de          pensar, Barcelona, Gedisa, 2006, p. 119.

51         Margaret L. Satterthwaite y Deena R Hurwitz proponen una selección de historias con resultados          positivos sobre la defensa de los derechos humanos, donde política y ley establecen un diálogo    del que surge un cambio en los modos del ejercicio tradicional de la justicia. Entre ellas     destacan: Amnistía Internacional y sus esfuerzos por dar forma a la Convención de la onu          contra la tortura; la Campaña de Acción Pro Tratamiento vih/sida (Tac por sus cifras en inglés)      en Sudáfrica; la lucha por la legalización de las identidades sexuales: el  caso de Dudgeon y            Toonen; el  reconocimiento legal indígena sobre los  derechos de  la tierra: el caso de Awas           Tingni en Nicaragua; la Ley de la República vs. la Ley de los hermanos, sobre la prohibición           francesa de los símbolos religiosos en la escuela pública; el caso de Akayesu antes del Tribunal         Criminal Internacional sobre el genocidio en Ruanda; las paradojas de la construcción del            Estado y los derechos humanos, el caso de Kabul en Afganistán. Véase Hurwitz, Deena, R. y     Stterthwaite, Margaret (eds.), Human Rights Advocacy Stories, Nueva York, Thomson Reuters          Foundation Press, 2010.

52         Parafraseando a Jacques Derrida, diremos que lo por venir no significa que hoy no tengamos          justicia o democracia para hacer posibles los derechos humanos —pero que las tendremos a          futuro—, sino que actuamos para precipitar su llegada.

53         Benhabib, Seyla, The Rights of Others…, op. cit., p. 25.

54         Griffin, James, “Human Rights: Questions of Aim and Approach”, Ethics, vol. 120, núm. 4,          2010, pp. 741-760.

55         Nancy, Jean-Luc, La comunidad des-obrada, Madrid, Arena Libros, 2001.

Tomás Baviera Puig

El pesimismo y el derrotismo son tentaciones frecuentes para personas que se ven ir contra la corriente dominante en la sociedad. En situación semejante se vio G.K. Chesterton, pero adoptó una actitud positiva que la historia ha revelado fecunda

El hombre eterno fue la respuesta decidida de Chesterton a un planteamiento de la historia difundido por H.G. Wells en el que todas las religiones aparecían como equivalentes, o incluso como prescindibles. Para ello Chesterton ofreció un esbozo de la historia de la humanidad un tanto personal. Dibujó con nitidez el perfil del paganismo para que fuera más fácil percibir la aportación singular y única de la Iglesia a la historia del hombre. Hoy el pensamiento dominante continúa abonando el relativismo en materia de religión. Quizá por ello la lectura de El hombre eterno contribuya a revitalizar intelectualmente nuestras raíces cristianas y así poder dar un fruto digno de la semilla del mensaje católico.

¿Son todas las religiones igualmente válidas? Esta pregunta surge siempre en aquellas sociedades en las que entran en contacto personas procedentes de diversas religiones. El siglo XXI está propiciando un mayor contacto cultural a nivel global, en buena medida gracias a las tecnologías de la información y a una mayor movilidad para los desplazamientos. En una coyuntura de debilitamiento de la razón como la actual, parece inevitable responder afirmativamente a esa pregunta al comprobar la variedad del fenómeno religioso.

G.K. Chesterton vivió en una época similar a la nuestra, desde este punto de vista. La Inglaterra de 1900 recogía la herencia de un siglo dominado por el positivismo. Esta actitud intelectual sólo otorgaba validez al conocimiento que fuera verificable. Al mismo tiempo, los británicos habían conocido la variedad cultural y religiosa de todo el globo, quizá como ningún pueblo de su tiempo. Ante ese panorama las fórmulas relativistas se propusieron como la solución al problema de la diversidad religiosa. Se trata, como se ve, de una explicación no muy diferente de la que se propugna hoy en día por parte de ciertas corrientes intelectuales.

El hombre eterno comienza con una nota preliminar que advierte sobre su intención de ofrecer una respuesta al interrogante de la variedad religiosa: “Intentaré demostrar que aquellos que ponen a Cristo al mismo nivel que los mitos, y su religión al mismo nivel que otras religiones, no hacen otra cosa que repetir una fórmula anticuada, contradicha por un hecho sorprendente” [1]. Con este libro, Chesterton se disponía una vez más a ir contracorriente.

Un libro profundo

Para que esta demostración fuera eficaz se requería de una visión de conjunto de la historia. Era preciso mostrar el salto que supuso para el espíritu humano el nacimiento de Jesucristo, e ilustrar hasta qué punto su legado era capaz de cambiar la vida de los hombres.

C.S. Lewis, uno de los intelectuales cristianos que más han escrito sobre la fe para el gran público en el siglo XX, y autor de Cartas del diablo a su sobrino y de las Crónicas de Narnia, captó este salto gracias a la visión de la historia de la humanidad dada por Chesterton. Lewis fue un converso. Su acercamiento a la fe estuvo marcado por reticencias fuertes al cristianismo. Así, escribió que él “distinguía claramente (o eso decía) el Dios filosófico del ‘Dios de la religión popular’. Explicaba que no cabía posibilidad de tener relación personal con Él. Creía que Él nos ideaba de la misma forma que un dramaturgo idea sus personajes y yo no tenía más posibilidades de ‘acercarme a Él’ que Hamlet a Shakespeare. Tampoco le llamaba ‘Dios’; le llamaba ‘Espíritu’. Uno siempre lucha por conservar las comodidades que le quedan. Después leí El hombre eterno de Chesterton y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía tener sentido” [2].

Al poco de anunciarse la petición de inicio del proceso de beatificación de G.K. Chesterton a finales del año 2006, Juan Manuel de Prada situaba El hombre eterno junto a las grandes obras de la literatura escritas por los santos: “Me permitirán que en esta ocasión, para celebrar el inicio de la causa de beatificación de mi escritor predilecto, les lance una propuesta. Se trata de un libro que resume en apenas trescientas páginas la historia de la humanidad, que es también la Historia de la Salvación; uno de esos libros ─como Las confesiones de san Agustín o la poesía de san Juan de la Cruz─ que constituyen en sí mismo una obra maestra de la literatura, pero que al mismo tiempo es algo más, mucho más: es la gracia divina hecha escritura, transmutada en palabras gozosas, de una belleza y un ardor intelectual, de una amenidad y una hondura tales que quienes las leen tienen la sensación de haber sido bautizados de nuevo. El libro en cuestión se titula El hombre eterno” [3].

Lewis y Prada tienen en común que ambos pasaron por un proceso de aproximación a la fe cristiana desde posiciones intelectuales críticas, y en cada uno de ellos jugó un papel importante la lectura de El hombre eterno.

Además, estos autores han podido apreciar el valor de esta obra gracias a que contaban con una amplia cultura literaria. Como señala Pearce, uno de los biógrafos de Chesterton, El hombre eterno no alcanzó en su día mucho éxito popular, puesto que “es un libro más esotérico, más difícil de comprender; por quedarse en aguas someras, se sumió en las profundidades. Resumen: en realidad nunca estuvo destinado a un público masivo” [4]. Nuestro artículo quiere contribuir a hacer más asequible un texto profundo y rico que contiene abundantes luces para el entendimiento y el corazón humanos.

Wells y su esquema de la Historia

Chesterton tuvo un motivo bien concreto que le impulsó a sentarse para escribir El hombre eterno. En 1919 H.G. Wells había publicado Esquema de la Historia [5]. Se trataba de una obra voluminosa de carácter divulgativo que pretendía compendiar la historia de la humanidad. El estilo narrativo facilitaba llegar a un público amplio y no especializado. Sus más de mil páginas reunieron los hechos más sobresalientes que habían ocurrido. Para lograrlo Wells contó con la ayuda generosa de amigos expertos en cada materia.

Wells publicó Esquema de la Historia un año después de finalizar la Primera Guerra Mundial. La llamada entonces Gran Guerra supuso un duro golpe para Occidente tras más de 40 años de paz. Precisamente el Esquema de la Historia de Wells quiso contribuir a evitar futuros enfrentamientos bélicos, aunque fuera desde un aspecto tan particular como es el conocimiento de la historia. Como afirma en la introducción, “nos damos cuenta de que ya no puede haber paz en el mundo, si no es una paz para todos, ni prosperidad que no sea general. Pero no puede haber paz y prosperidad comunes sin ideas históricas comunes [6]. Si no disponemos de un conocimiento común de los hechos generales de la historia humana, no será difícil vaticinar ─según Wells─ la pérdida de la paz recién lograda.

Al igual que los ilustrados anteriores y que numerosos intelectuales posteriores, Wells consideraba a las religiones equivalentes, y, por tanto, comparables entre sí. El fenómeno religioso vendría a ser como una manifestación particular de la cultura de un determinado pueblo. El valor de cada religión se veía, pues, relativizado. Es cierto que los temores de Wells sobre la precariedad de la paz global y la fragmentación de la enseñanza de la historia se confirmaron poco después. Y no es menos cierto que la visión relativista de las religiones transmitida en Esquema de la Historia ha terminado asentándose como parte del discurso ‘políticamente correcto’ de inicios del siglo XXI.

La réplica periodística de Chesterton

Deberían pasar seis años hasta que Chesterton publicara una respuesta sólida a este punto concreto de la obra de Wells. Esa réplica fue El hombre eterno.

Para asegurar una convivencia pacífica es evidente que conviene conocer lo que hay en común. Wells quiso reunir los hechos verificables por todos. Sin embargo, resulta más determinante para una convivencia auténtica entre los hombres la actitud de caminar juntamente hacia la verdad, puesto que lo verdadero ofrece un cimiento más firme que lo común a cualquier precio.

En El hombre eterno Chesterton desplegó el arte socrático con una mentalidad moderna. Como hemos visto, pretendió hacer ver que el presupuesto de la igualdad de todas las religiones es contradictorio. Si, en efecto, resulta contradictorio, dicho presupuesto no puede ser verdadero. Así es como Sócrates ayudaba a sus interlocutores a cribar lo falso de un modo razonado: si hallaba una contradicción en el planteamiento que se le hacía, sabía que aquello no podía ser verdadero.

Podríamos decir que Chesterton, como hijo de su época, introdujo en este método un componente positivista, puesto que basó la contradicción de la propuesta relativista en un hecho. Eso sí, un hecho sorprendente, que, como afirmó en la Nota introductoria a El hombre eterno, contradice la afirmación de que Cristo es un simple mito más y que la religión cristiana se encuentra al mismo nivel que las otras religiones.

Chesterton coincidió con Wells en la necesidad de hacerse entender por cualquier persona y en proporcionar una visión de conjunto de la historia. Sólo que El hombre eterno, a diferencia del Esquema de la Historia, puso de relieve el hecho inesperado y prodigioso que sobresale sobre todo lo acontecido entre los hombres. En palabras de Chesterton, “se trata de la rotunda afirmación de que el misterioso creador del mundo lo ha visitado en persona” [7].

Para lograr este objetivo, a Chesterton no se le ocultó un difícil obstáculo: la familiaridad con que hablamos de Jesucristo. Por eso el método que siguió consistió en tratar de mirar lo sucedido como si fuera la primera vez que nos lo encontramos.

La obra está dividida en dos partes, las cuales salen al paso de dos ideas del pensamiento dominante, una referente al hombre y la otra a Jesucristo. En primer lugar, se trata de dilucidar si el hombre es simplemente un animal evolucionado, y posteriormente se examina si Jesús de Nazaret es simplemente un maestro religioso más entre los hombres.

Chesterton ofreció en las páginas de El hombre eterno la perspectiva contraria a la que tomó Wells en Esquema de la Historia. Éste quiso darnos un elenco exhaustivo y sintetizado de los hechos históricos; aquél se centró en el hecho nuclear de la historia. Wells nos contó la historia que se puede apreciar desde fuera, lo verificable; Chesterton nos llevó de la mano para aprender a mirar desde dentro.

Para mirar la historia desde dentro Chesterton se nutrió principalmente de dos fuentes. Una fue el sentido común, algo que compartimos con nuestros antepasados y que, efectivamente, es común en el sentido que Wells buscaba. Y la otra fuente fue la literatura. Nuestro autor era un maestro de la crítica literaria. Ya de joven sobresalió por sus ensayos sobre autores ingleses, en los que sabía exponer con agudeza el sentir del autor expresado en el texto. Maisie Ward, una de sus primeras biógrafas, subrayó esta habilidad de ir más allá del texto como una de sus principales aportaciones: Chesterton “desarrolló una capacidad mental a la que debemos algunas de sus mejores obras: la profundidad de visión” [8].

En su peculiar bosquejo de la historia religiosa, Chesterton despliega este talento para comprender mejor los avances morales e interiores que se reflejan en las obras clásicas de cada época. Ciertamente lo que dice de Virgilio, por ejemplo, no es generalizable a todos sus contemporáneos. Pero si nos ha llegado a nuestros días la obra de Virgilio, es señal de que ha alimentado al espíritu del hombre desde su aparición. Las obras clásicas precristianas dan pistas para la búsqueda de la identidad del hombre y nos ayudan a hacernos cargo del estado interior de la humanidad antes del nacimiento de Cristo. Así, en la medida en que tratemos de ver la historia desde dentro, se apreciará mejor la aportación que supuso el Evangelio.

Chesterton no fue un especialista de la historia. Él era simplemente un periodista, y además se enorgullecía de serlo. No basó su réplica a Wells en una nueva acumulación de hechos, o en sacar a la luz datos que hubieran podido pasar desapercibidos: no cayó en el enciclopedismo erudito de Wells. Podríamos decir que Chesterton, como buen periodista, supo destacar los aspectos relevantes de una información ─en este caso, de la información de toda la historia de la humanidad─ y le dio un contexto adecuado para que pudiera ser entendida por el lector. En definitiva, cubrió la noticia más extraña que haya ocurrido nunca, y ofreció una explicación coherente de la misma.

Orígenes de la religión

La respuesta a la pregunta sobre el origen de la religión condiciona todo lo que pueda decirse posteriormente sobre las diversas manifestaciones religiosas.

Wells situó el origen de la religión en el llamado ‘temor al Anciano’. Concebía la religión como un código de conducta y de ritos dictados por este personaje de las tribus primitivas con el fin de vincular más fuertemente a los miembros del grupo entre sí. La fuerza del vínculo estaba basada en la amenaza.

Esta explicación no difiere mucho de la idea que se tiene actualmente de la religión. La religión vendría a ser como algo impuesto desde fuera, y que, en el fondo, se cumpliría por miedo al castigo. Los efectos principales sobre el individuo serían el fanatismo y el afán de consuelo.

Desde esta visión, la religión se concibe como algo irracional. En efecto, la religión podría ser un sentimiento, un miedo, o incluso algo heredado. Este planteamiento implica necesariamente la aceptación de que la religión sería un fenómeno carente de lógica, y, por ello, deslizable con mucha facilidad hacia el fanatismo.

Como hemos apuntado, Chesterton tomó la perspectiva interior para observar este fenómeno. Él no negó que pudiera haber manifestaciones de temor o de consuelo, de fanatismo o de indiferencia. Pero la fuerza de la religión no se encontraba ahí, aunque muchas veces conllevara ese tipo de experiencias. Para Chesterton, “el poder de la religión reside en la mente” [9]. La religión no es, por tanto, algo meramente sentimental, y, por supuesto, en absoluto irracional.

Una de las actividades propias de la mente es buscar respuestas. El hombre del siglo XXI se ha especializado en responder con eficacia a las preguntas de orden práctico y técnico, y quizá ha descuidado aquellos interrogantes que permiten contemplar la vida dotada de un sentido. Así, el atractivo de la virtud o la realidad de la muerte despiertan en el interior de la persona un anhelo de entenderse mejor a uno mismo. Hay interrogantes en la vida humana que, si quedan abiertos, son una fuente de perplejidad que nunca termina de agotarse. La religión ha sido y sigue siendo un intento de dar respuesta cabal a los enigmas humanos.

Chesterton identifica dos tipos de respuesta al misterio del hombre a lo largo de la historia previa a Cristo. Por un lado, una mayoría de hombres se contaron historias, y así surgieron los mitos. Las narraciones mitológicas de los dioses y sus relaciones con los hombres no pretendían ser verificables, puesto que se nutrían de la fantasía humana. Fueron, más bien, una respuesta dirigida principalmente por la imaginación para ofrecer claves de entendimiento de la realidad y satisfacción de los deseos humanos. De la misma forma que actualmente las historias que nos cuenta el cine gozan de gran atención del público, aquellas narraciones también tenían una buena difusión. Ahora bien, si los mitos eran populares, se debía, sobre todo, al interés que despertaban los temas tratados en esas narraciones.

En cambio, ante los enigmas humanos una minoría trazó teorías como fuente de reflexión sobre el comportamiento moral más digno que le correspondía al hombre. Estas respuestas se orientaban por la razón humana. Así, por ejemplo, los filósofos estoicos y los sabios orientales articularon una serie de claves, muchas de las cuales siguen teniendo validez a pesar del paso del tiempo.

Las mitologías se dirigían al corazón humano y sus narraciones trataban de colmar los anhelos del hombre; las teorías filosóficas se dirigían, más bien, a la cabeza y buscaban una coherencia racional en el comportamiento humano. Lo que Chesterton advirtió en este esbozo de la historia de las religiones era que los sacerdotes y los filósofos, los que alimentaban el sentido popular religioso con las historias politeístas y los que trazaban las teorías globales del mundo, corrían paralelos. Cada uno tenía su propio dinamismo. El politeísmo popular y la sabiduría filosófica trataban aspectos totalmente desvinculados entre sí y ─lo que es importante─ apenas trabajaron juntos.

Chesterton ilustró este punto clave de su esbozo histórico con el ejemplo del filósofo más completo de la Antigüedad: “Aristóteles, con su colosal sentido común, fue quizás el más grande de todos los filósofos y, sin duda, el más práctico, pero en ningún caso habría puesto al mismo nivel al Absoluto y al Apolo de Delfos, como una religión similar o rival” [10].

La decadencia del paganismo

El paganismo cultivó las narraciones mitológicas de carácter religioso y la sabiduría moral. Realmente se trata de dos dimensiones profundamente humanas. Sin embargo, Chesterton observó que, aun siendo buenas en sí mismas, terminaron desgastándose y se volvieron pesimistas: “el pesimismo no consiste en cansarse del mal sino del bien. La desesperanza no reside en el cansancio ante el sufrimiento, sino en el hastío de la alegría. Cuando por cualquier razón lo bueno de una sociedad deja de funcionar, la sociedad empieza a declinar: cuando su alimento no alimenta, cuando sus remedios no curan, cuando sus bendiciones dejan de bendecir” [11].

En efecto, la mitología se fue enmarañando a medida que la sociedad se fue haciendo más compleja. El crecimiento urbano propició un paulatino apagamiento de la mitología, que había crecido enraizada en el campo y en el hogar y había sido alimentada por la fantasía. Si la mitología se marchitaba fue porque sus raíces se estaban agostando. Progresivamente se había ido debilitando el sentido poético y artístico del hombre, y la inspiración se buscó entonces en otros ámbitos. Los vicios griegos y el entretenimiento de los gladiadores romanos excitaron fuertemente la imaginación popular. La poesía, y la mitología con ella, se fue haciendo cada vez más inmoral.

Unido al deterioro del elemento popular, también hubo un agotamiento entre la aristocracia intelectual. Sus explicaciones decían una y otra vez lo mismo, y generaban confusión antes que claridad. La filosofía resultaba fútil para quien la escuchaba y aburrida para quien la practicaba. La búsqueda de la verdad había dejado paso al afán de lucro. Lo que antes se decía que era bueno, podía ser calificado como malo en función de las circunstancias o del beneficio que pudiera reportar.

El ambiente intelectual decadente, al igual que también ocurría con el apagamiento de los dioses domésticos y locales, favoreció la introducción de los ocultismos orientales en la sociedad romana. Todos estos elementos espirituales apuntaban a un secreto temible: que el hombre no podía hacer más. El Imperio Romano, que había sido el logro más alto de la civilización humana, no tenía nada que pudiera mejorarlo: “lo más fuerte se estaba haciendo débil. Lo mejor se estaba volviendo peor. Es necesario insistir una y otra vez en que muchas civilizaciones se habían fundido en una única civilización mediterránea que era ya universal, pero con una universalidad caduca y estéril. Diversos pueblos habían juntado sus recursos y, sin embargo, todavía no tenían suficiente. Los imperios se habían agrupado en sociedad y, sin embargo, seguían arruinados. Todo lo que cabía esperar a cualquier filósofo auténtico era que, en aquel mar principal, la ola del mundo se había elevado hasta lo más alto, hasta casi tocar las estrellas. Pero su ascenso había tocado a su fin, porque no dejaba de ser la ola del mundo” [12].

El hecho sorprendente

Cuando parecía que el mundo no podía hacer más, irrumpieron en la historia unos mensajeros misteriosos. Actuaban como un ejército, sujetos a una disciplina y con un espíritu común. Llamaron la atención de la opinión pública del Imperio Romano por su negativa a adorar al Emperador. Este simple rito había sido aceptado tácitamente por todo el mundo, independientemente de la religión a la que pertenecieran. Sin embargo, este pequeño grupo no sólo se resistía a realizar este sencillo acto, sino que argumentaba su negación con la convicción de una experiencia personal.

Estos mensajeros tenían un mensaje ciertamente misterioso. Es más, tanto hoy como hace 2000 años no deja de sorprender. En síntesis, estos curiosos personajes afirmaban que el Creador del mundo había visitado en persona a este mismo mundo. Para ello, se había hecho Hombre, igual a cualquiera de los hombres, pero que había sido rechazado explícitamente por todos: autoridades, sacerdotes y pueblo. A punto de morir, perdonó a todos la injusticia sufrida. Realmente se trataba de una narración conmovedora. Pero el mensaje no terminaba aquí. Este Hombre, que había creado el mundo, venció a la muerte y manifestó un deseo inimaginable e ilógico: a pesar del rechazo recibido, quería compartir con el hombre su propio Espíritu.

No obstante, lo sorprendente del caso no es el mensaje, a pesar de que podía ser calificado como literalmente increíble. Al fin y al cabo, el mensaje resalta todavía más el hecho sorprendente que contradice la igualdad de todas las religiones: los portadores de este mensaje inaudito actuaban creyéndose este mensaje. Como señala Chesterton con la perspectiva del tiempo: “el ímpetu de aquellos mensajeros aumenta mientras corren a extender su mensaje. Siglos después todavía hablan como si algo acabara de suceder. No han perdido la frescura y el ímpetu de los mensajeros. Sus ojos apenas han perdido la fuerza de los que fueron auténticos testigos” [13].

Ciertamente este mensaje podía ser consolador para el corazón y ofrecía respuestas coherentes a la inteligencia. Pero tenía algo más que no se hallaba en la mitología ni en la sabiduría paganas: una vida nueva. Como ha puesto de manifiesto Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi, la singularidad de este mensaje no es su aspecto informativo, es decir, lo que nos comunica, sino, sobre todo, su dimensión performativa [14]. De la misma forma que actúa la levadura en la masa a modo de fermento, este mensaje tenía la capacidad de transformar a quienes lo aceptaban y creían en él. La Iglesia es precisamente este cuerpo de mensajeros renovados, un fenómeno único en la historia de los hombres.

La caridad sólo es posible con el credo

Los cristianos se han presentado siempre no sólo como discípulos que habían sido instruidos por un maestro sublime, sino, sobre todo, como testigos de un acontecimiento. Pero si ese testimonio era tan extraño y sorprendente, no iba a ser difícil que un contenido así sufriera alteraciones en su transmisión. Entonces, ¿de qué modo se ha podido conservar con tanta precisión un mensaje así de extraño?

Para Chesterton la respuesta a este interrogante está relacionada íntimamente con el dogma. Y es que la pureza del mensaje fue preservada gracias a las definiciones dogmáticas. La confusión que podría provocar este insólito mensaje sólo podía superarse si se lograba enunciarlo con proposiciones precisas. Como dice Chesterton, “nada, salvo el dogma, habría podido resistir el motín de invención imaginativa con el que los pesimistas emprendían su guerra contra la naturaleza, con sus Eones y su Demiurgo, sus extraños Logos y su siniestra Sofía. Si la Iglesia no hubiera insistido en la teología, se habría disuelto en una loca mitología de místicos, aún más alejada de la razón o del racionalismo y, sobre todo, aún más alejada de la vida y del amor por la vida” [15]. Sin los dogmas, el mensaje cristiano se habría diluido en una loca mitología o se habría vuelto una rígida teoría.

Justamente el dogma suele ser rechazado por aquellas voces críticas con la Iglesia. Estas personas argumentan que los dogmas han sido añadidos al mensaje de Jesús, y reducen prácticamente toda su predicación a su núcleo auténtico: el mandamiento del amor. En definitiva, se postula una caridad sin credo.

Aquí surge una cuestión decisiva en todo este asunto: ¿es realmente posible una caridad sin credo? Al prescindir de los dogmas, de esas precisiones del mensaje, ¿resulta viable predicar sin más el amor fraterno? Es más, ¿puedo yo amar como amó Jesucristo si prescindo de quién es Jesucristo?

La caracterización interior de las religiones paganas que Chesterton ha bosquejado nos enmarca adecuadamente para responder con una visión de conjunto a estos interrogantes. Existe una profunda diferencia entre las manifestaciones religiosas del paganismo y el cristianismo: “lo que esa Fe universal y combativa trajo al mundo fue la esperanza. La mitología y la filosofía tenían, quizá, una única cosa en común: la tristeza” [16].

Las mitologías y las enseñanzas paganas dejaban el sabor de tristeza porque no alcanzaban lo que anhelaban. En cambio, los cristianos pueden saborear la alegría profunda porque esperan algo que es posible: sanar su corazón del pecado y amar con el amor misericordioso de Jesús gracias a la acción del Espíritu Santo, y de este modo corresponder dignamente al amor de Dios hacia el hombre. Una esperanza sólo es auténtica si se apoya en una verdad, y no simplemente en un deseo o en un sentimiento.

La caridad real y auténtica únicamente es posible gracias al credo. El dogma adquiere su lógica si se reconoce que Jesús es Dios. Chesterton observa que “lo que los detractores del dogma quieren decir no es que el dogma sea malo, sino que es demasiado bueno para ser verdad” [17]. Los escépticos continúan afirmando que no pueden creer estas cosas, pero no afirman que no sean dignas de ser creídas.

Además de traer la esperanza, la fe también satisface los anhelos humanos más profundos. La fe vendría a ser como la pieza que faltaba para completar el rompecabezas del hombre, ya que es capaz de armonizar la sed intelectual con la inspiración artística: “La fe católica es reconciliación porque es la realización tanto de la mitología como de la filosofía. Es una historia y, en cuanto tal, una de tantas historias, pero con la peculiaridad de que se trata de una historia verdadera. Es una filosofía y, en cuanto tal, una de tantas filosofías, pero con la particularidad de ser una filosofía como la vida. Pero es reconciliación, sobre todo, porque es algo que sólo puede ser llamado la filosofía de las historias” [18].

Jesucristo, la llave del corazón humano

La pregunta sobre la identidad de Jesucristo constituye la pieza clave de la historia. En función de su respuesta, habrá una concepción u otra sobre el hombre y de su posible relación con la divinidad. El mismo Jesús hizo que sus discípulos más íntimos abordaran de frente este decisivo interrogante. Cuando se encontraban en Cesárea de Filipo y ya llevaban un tiempo junto a él, Jesús les preguntó: “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?” [19]. Simón Pedro habló en nombre del grupo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” [20]. Respondió precisamente con la precisión del dogma, y no con imágenes vagas o suposiciones fantásticas como hacía la gente que no conocía de cerca a Jesús.

A continuación, Jesucristo hizo una promesa a Simón Pedro: le entregaría las llaves del Reino de los Cielos. Para Chesterton, esta imagen de las llaves constituye una lúcida clave interpretativa para ilustrar la aportación de la Iglesia a la historia de la humanidad. Una llave es un objeto que tiene una forma compleja pero definida. Lo que determina que la llave es la correcta no es quién nos la ha dado, o si posee una forma preestablecida, sino simplemente si es eficaz. Sabemos que poseemos la llave correcta si esa llave es capaz de abrir la cerradura.

¿De qué cerradura estamos hablando? En El hombre eterno Chesterton ha sabido presentarnos los rasgos psicológicos de la humanidad pagana antes del cristianismo. También nos ha presentado los actuales misticismos de Asia y su atmósfera religiosa, para ilustrar lo que quizá Europa podría haber sido sin el fermento del mensaje cristiano. En ambos casos el hombre se encuentra con sus solas fuerzas, y, por diversos caminos, se ve confinado en su propio corazón. Este proceso todavía es más agudo si se prescinde conscientemente de Dios, como es el caso de una fuerte corriente secularizadora en Occidente.

El hombre, herido en su interior y guiado únicamente por mitologías o por teorías, no logra curar su corazón ni entenderse con profundidad y coherencia. Se va cerrando sobre sí mismo, y termina ─antes o después─ endurecido y en soledad, como si se encontrara en una prisión de la que ninguna fuerza en este mundo lograría hacerle salir.

La fe es la llave que permite abrir la puerta de esta prisión, y salir a un mundo lleno de luz y de alegría. En efecto, la llave de la fe es la llave correcta “porque se ajusta a la cerradura, porque es como la vida […] Lo aceptamos, y encontramos que la tierra es sólida bajo nuestros pies y el camino expedito ante nuestros ojos. No nos aprisiona en el sueño del destino o la conciencia de un engaño universal. Nos abre a la vista no sólo cielos increíbles, sino lo que a algunos les parece una tierra igualmente increíble, haciéndola creíble. Es esa clase de verdad que resulta difícil de explicar por tratarse de un hecho; un hecho para los que podemos llamar testigos. Somos cristianos y católicos no porque adoremos a una llave, sino porque hemos atravesado una puerta y hemos sentido el viento, el soplo de la trompeta de la libertad sobre la tierra de los vivos” [21].

Tomás Baviera Puig en humanitas.cl

Notas:

1.  G. K. Chesterton, El hombre eterno, Cristiandad, Madrid 2004, p. 9. La referencia original es G.K. Chesterton, The Everlasting Man, Londres 1925. En adelante, El hombre eterno.

2.   C.S. Lewis, Cautivado por la alegría. Historia de mi conversión, Encuentro, Madrid 1989, p. 227-228.

3.   Juan Manuel de Prada, ABC, 9 de diciembre de 2006.

4.  Joseph Pearce, G. K. Chesterton. Sabiduría e Inocencia, Encuentro, Madrid 1998, p. 388.

5.   H. G. Wells, Esquema de la Historia. Historia sencilla de la vida y de la Humanidad, Atenea, Madrid 1925. La referencia original es H. G. Wells, The Outline of History: Being a Plain History of Life and Mankind, George Newness, Londres 1919, pp. 1324.

6.   Ibidem, p. 16. El subrayado corresponde al original.

7.   El hombre eterno, p. 338

8.   Maisie Ward, Gilbert Keith Chesterton, Rowman & Littlefield Publishers, Oxford 2006, p. 53.

9.  El hombre eterno, p. 197

10.   El hombre eterno, p. 208

11.  El hombre eterno, p. 197

12.  El hombre eterno, p. 208

13.  El hombre eterno, p. 341.

14.  Benedicto XVI, Carta Encíclica Spe Salvi, n. 2.

15.   El hombre eterno, p. 286.

16.  El hombre eterno, p. 305.

17.   El hombre eterno, p. 308.

18.  El hombre eterno, p. 312

19.  Mt 16, 15.

20.  Mt 16, 16.

21.  El hombre eterno, pp. 315-316.

José Orlandis

1.       Precisiones metodológicas

El lapso de tiempo que se ha tomado como objeto de observación en el presente trabajo comprende el último cuarto del siglo XX. Las razones que han aconsejado la elección de este período son varias. En primer lugar su proximidad cronológica, que permite considerarlo como muy cercano a la hora que vivimos y precedente inmediato del momento actual. El estudio permite formarse idea de la imagen que, desde un punto de vista sociológico, presentaba la Iglesia Católica al final del siglo XX, y ayuda a valorar la situación de la propia Iglesia en la nueva época que se ha abierto con los comienzos del siglo XXI y del tercer milenio.

Una segunda razón que se ha tenido en cuenta para la elección de este período es la relativa «estabilidad» que refleja la vida de la Iglesia durante el cuarto final del siglo XX. Otra cosa ha de decirse en el plano político, donde se han producido acontecimientos tan trascendentales como la disolución de la Unión Soviética y la consiguiente liberación de los países de la Europa oriental. Pero, por lo que hace a la vida de la Iglesia, no ha sido así. Están comprendidos en este cuarto de siglo los últimos años del pontificado de Pablo VI y los primeros 22 de Juan Pablo II. Se trata de un período en que había quedado ya atrás la crisis traumática que sufrió la Iglesia en los años siguientes al Concilio Vaticano II, que tan dolorosas heridas causó en las filas del clero secular y religioso. En 1978, último año del papado de Pablo VI, las defecciones sacerdotales en el clero secular fueron 1253, esto es, 711 menos que en 1964, que había registrado el triste «récord»; y desde el año 1980, las defecciones quedaron siempre muy por debajo del millar. Tales datos, y la lenta progresión del número de ordenaciones sacerdotales abren un horizonte moderada- mente esperanzador. Pero las perspectivas varían según los Continentes, y el pro- ceso secularizador, tan agudo en el llamado «Primer mundo» durante el último cuarto del siglo XX, obliga a realizar un examen riguroso de los datos y a poner de relieve las diferencias existentes entre las distintas regiones del planeta.

El método empleado ha sido examinar la realidad eclesial de los pueblos de antiguas raíces cristianas —en primer lugar de Europa— y la existente en los principales países de los demás continentes donde la Iglesia Católica se encuentra sustancialmente arraigada. Los datos que se han recogido son, en primer lugar, la población de cada país, el número de católicos y el porcentaje que éstos representan en relación con la cifra total de esa población, en los años 1975 y 2000, primero y último de aquel cuarto de siglo. Los otros datos que se han tomado en consideración son el número de sacerdotes diocesanos y de Ordenaciones referido a aquellas dos fechas, con el fin de evaluar el incremento o disminución que se haya producido a lo largo del período. Los datos han sido tomados del Annuarium Statisticum Ecclesiae, editado por la Secretaría de Estado.

2.       La Europa Occidental

Por lo que se refiere al continente europeo, hay que advertir que faltan datos estadísticos sobre el estado de la Iglesia en varios países en 1975, fecha en que esas naciones, hoy independientes, se encontraban sometidas al dominio soviético. Otra dificultad que impide realizar sobre bases fiables la comparación entre los datos que reflejan la situación de la Iglesia en los años 1975 y 2000 han sido las variaciones territoriales experimentadas a partir de 1990: téngase en cuenta la desmembración de la antigua Yugoslavia, la partición de Checoslovaquia entre Chequia y Eslovaquia, la reunificación de Alemania y la reaparición de unos Países bálticos independientes. Tan solo Polonia y Hungría ofrecen referencias estadísticas suficientes para que pueda compararse su situación eclesiástica a comienzos y a finales del último cuarto del siglo XX.

Un fenómeno empobrecedor de la vida religiosa que marcó su huella en los países con un alto grado de bienestar pertenecientes al llamado «Primer mundo» —y en ellos ha de incluirse Europa occidental, América del Norte y Australia—, ha sido el avance experimentado por el proceso secularizador durante el último cuarto del siglo XX. El «secularismo» es un fenómeno que se hace evidente a través de una serie de manifestaciones: el abandono de la práctica religiosa, el avance del matrimonio civil y de las uniones de hecho, el contagio de la llamada por Juan Pablo II «epidemia» del divorcio, con la consiguiente crisis de la institución familiar, la aceptación del aborto en la legislación civil y en los hábitos sociales. Otro indicio de secularización que recogen las estadísticas es el crecimiento del porcentaje de la población no bautizada o que no se considera católica. En ese aumento de la población no católica en países europeos no puede en todo caso olvidarse la in- fluencia del fenómeno de la inmigración, que procede en gran medida de territorios islámicos. La reducción numérica del clero o de las ordenaciones sacerdotales constituye un dato más que también debe tenerse en cuenta.

En Europa, dos países de viejas raíces cristianas han experimentado un retroceso en un cuarto de siglo de la población que se declara católica, que cabría considerar dramático: Austria y Bélgica. En Austria, el porcentaje de católicos sobre el total de la población era del 89,50% en 1975, mientras que en el año 2000 se había reducido al 74,41%, un descenso de casi quince puntos porcentuales; en Bélgica, durante el mismo período, los católicos, de representar el 90,60% de la población pasaron al 79,07%, otra disminución porcentual de once puntos y medio. La reducción de las cifras de sacerdotes diocesanos es también muy elevada: una cuarta parte en Austria y alrededor del 45% en Bélgica.

Varios países europeos muestran también reducciones considerables, aun- que no tan llamativas, del porcentaje de católicos en el conjunto de la población. Así ocurre en Holanda, con el 6,07%, Francia, con el 5,50, España, con 4,50, Portugal, con el 4,20, Suiza, con el 4, 10, Irlanda, con el 2, 10. Llama la atención igualmente la paralela disminución del número de sacerdotes que se ha registrado en estos países. Holanda, un país que fue antes cantera de misioneros y luego «pionero» de las reformas, con su famoso «Catecismo» y su «concilio pastoral», vio reducida prácticamente a la mitad la cifra de sacerdotes del clero secular: 3.084 en el año 1975, 1.598 en el 2000. Más de 15.000 sacerdotes perdió Francia, de los 35.000 que tenía en 1975, y en España el número de sacerdotes bajó un 25%, de 24.000 a 18.000. Otros países —Suiza, Portugal, Irlanda— vieron reducirse la cifra de sus sacerdotes en torno a un 30%, en el mencionado período. Las ordenaciones sacerdotales se mantuvieron también estancadas o experimentaron sensibles descensos. Una excepción la constituyó Holanda; en este país, aún teniendo en cuenta la modestia de las cifras, se advierte una apreciable reacción, a la que no se- rían ajenos los últimos nombramientos episcopales: las ocho ordenaciones de 1975 se triplicaron, y pasaron a ser 23 en el año 2000.

Un país católico importante —Italia—, mantuvo una situación religiosa más equilibrada, a lo largo del último cuarto del siglo XX. El porcentaje de católicos en el conjunto de la población se mantuvo prácticamente inalterado: 97,50% en 1975 y 97,13% en el año 2000. Es cierto que el número de sacerdotes disminuyó en tor- no a un 12%, pero se incrementó en 102 —de 425 a 527— la cifra de nuevas orde- naciones. En fin, el único país europeo que presenta durante este período unos da- tos estadísticos abiertamente favorables es Polonia. En 1975, pese a los largos años de opresión comunista, el 94% de la población se declaraba católica; en el año 2000, tras una década de libertad religiosa, ese porcentaje había subido hasta el 95,84%; y pese al contagio materialista de la sociedad de bienestar, el número de sacerdotes había crecido de 15.066 a 21.280. La cifra de ordenaciones no sólo se mantuvo sino que aumentó de 453 a 572.

En resumen, la situación de la Iglesia Católica en Europa presenta indudables contrastes, si se compara el comienzo y el final del último cuarto del siglo XX. El porcentaje de católicos en relación con la población total se mantiene casi inalterado: 39,50% en 1975 y 39,87% en el año 2000. Las ordenaciones sacerdotales se incrementaron, pese a lo cual en la mayoría de los países son insuficientes para garantizar la renovación generacional: 1.966 en 1975 y 2.321 en el año 2000, esto es, 355 ordenaciones más.

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3.       Los contrastes entre las dos Américas

La situación religiosa en el Continente americano durante el último cuarto del siglo XX demanda una atenta consideración y el reconocimiento de las importantes diferencias existentes entre dos grupos de países: los más septentrionales, que constituyen la llamada América del Norte, y el resto de América —la del Centro y la del Sur—, englobadas bajo la denominación común de América latina, Hispanoamérica o Iberoamérica. En la América septentrional —de raíz mayoritariamente anglosajona y protestante—, los católicos constituyen una porción minoritaria, aunque importante, de la población; los pueblos de América central y meridional son de mayoría católica.

La problemática eclesial en los países de América del Norte —Estados Unidos y Canadá— es parecida estadísticamente a la de la Europa desarrollada del Primer mundo. El porcentaje de católicos en el conjunto de la población apenas varió en el último cuarto de siglo: medio punto más, del 22,00% al 22,51% en Estados Unidos y quince centésimas menos, del 43,75% al 43,60% en Canadá. Las huellas más visibles de la crisis aparecen en las cifras de sacerdotes y de nuevas ordenaciones. Por lo que hace al número de sacerdotes, Norteamérica ha sufrido sensibles pérdidas, como la mayor parte de los países europeos. En Estados Unidos, el número de sacerdotes había descendido en 3.762 entre 1975 y el año 2000, lo que equivale aproximadamente al 10% del clero secular; las pérdidas en Canadá superaron el 20%. Las nuevas ordenaciones en USA han descendido un 40%, de 771 en 1975 a 427 en el año 2000; en Canadá pasaron de 64 a 44 en el mismo período.

La situación se presenta con características del todo distintas en los países mayoritariamente católicos del centro y sur del continente americano. En este am- plio espacio que se extiende desde el río Grande hasta la Patagonia, hay países de tradicional mayoría católica en los que la proporción de esos católicos en relación con el total de la población ha disminuido en el último cuarto del siglo XX, aunque la reducción no haya sido en modo alguno uniforme.

En algunas naciones el impacto negativo ha sido muy limitado: así en México, donde el porcentaje de católicos pasó del 93,70% de la población en 1975 al 92,42% en el año 2000; en Argentina, la reducción ha sido del 2,40%. Otros países presentan menguas más importantes: en Venezuela, la proporción de católicos disminuyó en un 6,60%, en Colombia, la reducción fue del 7,06%; en Chile, por fin los católicos, de representar en el año 1975 el 86,25% de la población, habían pa- sado al 75,12% en el 2000, esto es 11,08 puntos porcentuales menos. La situación en Brasil aparece más confusa, pues mientras la estadística eclesiástica revela una disminución de la población católica entre los años 1975 y 2000 de sólo el 3,80%, los datos del Instituto Federal de Estadística registran, únicamente en la última década del siglo XX, una reducción del porcentaje de católicos del 83,80 al 73,80%; los protestantes habrían avanzado en este mismo período del 19,05 al 15,45%. La reducción proporcional de la población católica en esos países ha obedecido en parte al avance del contagio secularista; pero se ha debido mucho más a la acción proselitista de las sectas de denominación protestante, provenientes de los Estados Unidos de América.

En abierto contraste con esta tendencia, se advierte en toda Iberoamérica un notable aumento de las cifras de sacerdotes y de ordenaciones sacerdotales. Este resurgimiento autoriza a mirar el futuro con esperanza, pues es probable que al progreso de las sectas haya contribuido considerablemente la escasez de clero y la pobre formación doctrinal del pueblo. Así resulta que, mientras que en América septentrional han disminuido las cifras de sacerdotes diocesanos y de ordenaciones, en la América Central y del Sur han aumentado muy notablemente. En México, de 6.755 sacerdotes diocesanos en 1975, se pasó a 10.421 en el año 2000, y las ordenaciones crecieron de 228 a 385. En Argentina, el crecimiento de sacerdotes fue de 2.136 a 3.608 y el número de ordenaciones se duplicó. En Brasil, el incremento resulta particularmente llamativo: se dobló el número de sacerdotes y las ordenaciones de quintuplicaron: de 84 en 1975 pasaron a 437 en el año 2000. Crecimientos análogos, como puede comprobarse en los cuadros estadísticos, se registraron en otros importantes países sudamericanos: Chile, Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela.

Todo esto se refleja en la estadística que recoge las cifras globales correspondientes al conjunto del Continente americano. En una población de 826.579 millones se cuentan 518.331 millones de católicos. El porcentaje que representan se ha incrementado incluso en un 1,44% en el último cuarto del siglo XX, pasando de 61,40 al 62,84%. Y pese a la reducción del número de sacerdotes y de ordenaciones en América septentrional, la América latina compensó holgadamente esas pérdidas: los 64.140 sacerdotes diocesanos de 1975 eran 75.210 en el año 2000, con un incremento de casi 10.000 en cifras absolutas; y de 1.371 ordenaciones se ha pasado a 2.156 al final del cuarto de siglo, esto es 785 más que al comienzo. Es evidente que América ha pasado a ser la gran reserva demográfica de la Iglesia Católica.

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4.       El continente africano

África fue durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX la gran tierra de las misiones. Esto vale en especial para las regiones subsaharianas del continente habitadas por pueblos de raza negra. El tercer cuarto del siglo XX estuvo marcado por el fenómeno de la descolonización, que dio lugar al nacimiento de numerosos Estados independientes. Aún cuando el proceso descolonizador diera pie a graves abusos e incluso provocara verdaderas tragedias, el mapa político africano se encuentra ya relativamente consolidado y no son de prever grandes cambios de fronteras.

Cinco países del área subsahariana —Congo, Nigeria, Kenya, Tanzania y Uganda— pueden tomarse como puntos de referencia para observar la situación religiosa africana en el último cuarto del siglo XX. En casi todos esos países los católicos son todavía minoría; pero la evolución del Catolicismo y el desarrollo de las estructuras eclesiásticas —en competencia con los cultos indígenas tradicionales y sobre todo con el expansionismo del Islam— es prueba fehaciente de la vitalidad actual de la Iglesia Católica en esas regiones.

El Congo, debido a su prolongada dependencia colonial de Bélgica —era en 1975 el país africano con mayor proporción de población católica—. Pero esa proporción no sólo se ha mantenido sino que se ha incrementado notablemente en el último cuarto del siglo XX: ha pasado de representar el 43,50% de la población al 53,12%, esto es a constituir mayoría absoluta. En los demás países citados, los católicos eran menos, pero el crecimiento con relación al conjunto de la población ha sido también considerable: del 6,70 al 14,39% pasaron en Nigeria, del 17,20% al 24,96% en Kenya, del 19,50 al 26,97% en Tanzania y del 34,90 al 45,28% en Uganda. Por lo que hace a los otros indicadores de la vida eclesiástica considerados aquí, llama la atención el espectacular aumento de las cifras de sacerdotes y de ordenaciones sacerdotales; en el Congo, el número de sacerdotes se ha cuadruplicado —de 629 a 2.685— y lo mismo las ordenaciones; en Nigeria, se ha sextuplicado, pasando de 487 a 2.995, y en proporción aún mayor aumentaron las ordenaciones; en Kenya, los sacerdotes eran 106 en 1975 y casi mil en el año 2000. Tanzania y Uganda ofrecen cifras del mismo orden.

Como resumen, y para el conjunto de África —incluidos los países islámicos del norte del Continente, en que la estadística religiosa está, como es lógico, congelada— los católicos en el año 2000 sumaban 130 millones, de los 790 a que ascendía la población continental. Este dato indica que el porcentaje de católicos en relación con el total de la población ha subido del 12,10% en 1975 al 16,47% del año 2000, es decir un 4,46%. Los 5.000 sacerdotes del último cuarto de siglo eran 20.000 al terminar la centuria; y las 284 ordenaciones del comienzo del período habían pasado a ser 1.177 al final. No es descabellado pensar que, para la Iglesia Católica, África es el Continente del futuro.

Los 16 o 17 millones de católicos de la India, aunque constituyan una cifra considerable, representan solamente una pequeña porción en un país con más de mil millones de habitantes. El crecimiento del porcentaje de esos católicos en relación con la población total entre los años 1957 y 2000 ha sido también modestísimo: del 1,50 al 1,65%. Más alentador es el aumento del número de sacerdotes diocesanos —de 6.500 a 11.000— y de las ordenaciones —de 182 a 442—. Una evolución semejante se ha dado en el mismo período en Indonesia, otro gran país de 210 millones de habitantes. Los católicos en el año 2000 eran 6.284 millones, un porcentaje pequeño, pero que había pasado del 2,10 al 2,99 en ese cuarto de siglo. El número de sacerdotes se había incrementado de modo espectacular —de 160 en 1975 a 1.114 en el 2000— y se habían triplicado las ordenaciones.

En Corea, el progreso de la Iglesia ha sido notable en el último cuarto del siglo XX. La proporción de los católicos con respecto a los 47 millones de la población total del país se había incrementado de manera muy significativa, pasando de representar el 2,90 en el año 1975 al 8,56% en el 2.000. Los 663 sacerdotes de la primera de esas fechas se habían convertido en 2.200 a final de siglo y las ordenaciones subieron de 57 a 148. Filipinas es el gran foco católico de irradiación en el Extremo Oriente. De sus 76 millones de habitantes eran católicos 63 millones en el año 2000, con un ligero aumento porcentual del 0,18% durante los 25 años finales del siglo XX. La cifra de sacerdotes se había doblado a lo largo del período, pasando de 2.493 a 5.012 y las ordenaciones sacerdotales crecieron de 124 a 197. Del Vietnam no existen datos estadísticos referentes al año 1975; en el 2000, las estadísticas dan la cifra de 5.301 millones de católicos. Los sacerdotes serían unos 2.1     y las ordenaciones 93.

Una conclusión a la que parece llegarse es que la Iglesia Católica en Asia presenta indudables signos de vitalidad en aquellos países donde existe cierto grado de libertad religiosa. Gracias a ésta, la cifra de sacerdotes diocesanos se ha duplicado en los últimos 25 años —de12.828 a 25.716— y las ordenaciones crecieron de 438 a 1.094. El logro de la libertad de Religión parece por tanto la meta que habría de alcanzarse en el inmediato futuro. En cuanto a Oceanía, la problemática religiosa en Australia y Nueva Zelanda es semejante a la de los países desarrollados de Europa y América del Norte. Estos países desarrollados y opulentos —tal puede ser la conclusión final— son los que aparecen como los más necesitados de la «nueva evangelización» que reclama el Papa Juan Pablo II, una empresa en la que los católicos del Segundo y Tercer Mundo podrán tener que asumir un obligado protagonismo.

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5.     La Iglesia en Asia

En Asia, el continente más poblado del mundo, los católicos suman poco más de cien millones, esto es, el 2,90% de la población. Este porcentaje, por redu- cido que sea, supone un aumento del 0,60% en el último cuarto del siglo XX, y este hecho no carece de importancia, si se considera la poderosa influencia del Islam, el peso de las religiones tradicionales de la India, y la falta de libertad religiosa en el Vietnam, y sobre todo en la China continental. Por otra parte, las venerables Iglesias cristianas del Oriente próximo tiene una modesta relevancia demográfica, si se exceptúa el caso del Líbano. Por esta razón hay que limitar a unos pocos países el examen de los indicadores de la evolución de la Iglesia en el último cuarto del siglo XX. Estos países son la India, Indonesia, Corea y Filipinas.

Los 16 o 17 millones de católicos de la India, aunque constituyan una cifra considerable, representan solamente una pequeña porción en un país con más de mil millones de habitantes. El crecimiento del porcentaje de esos católicos en relación con la población total entre los años 1957 y 2000 ha sido también modestísimo: del 1,50 al 1,65%. Más alentador es el aumento del número de sacerdotes diocesanos —de 6.500 a 11.000— y de las ordenaciones —de 182 a 442—. Una evolución semejante se ha dado en el mismo período en Indonesia, otro gran país de 210 millones de habitantes. Los católicos en el año 2000 eran 6.284 millones, un porcentaje pequeño, pero que había pasado del 2,10 al 2,99 en ese cuarto de siglo. El número de sacerdotes se había incrementado de modo espectacular —de 160 en 1975 a 1.114 en el 2000— y se habían triplicado las ordenaciones.

En Corea, el progreso de la Iglesia ha sido notable en el último cuarto del siglo XX. La proporción de los católicos con respecto a los 47 millones de la población total del país se había incrementado de manera muy significativa, pasando de representar el 2,90 en el año 1975 al 8,56% en el 2.000. Los 663 sacerdotes de la primera de esas fechas se habían convertido en 2.200 a final de siglo y las ordenaciones subieron de 57 a 148. Filipinas es el gran foco católico de irradiación en el Extremo Oriente. De sus 76 millones de habitantes eran católicos 63 millones en el año 2000, con un ligero aumento porcentual del 0,18% durante los 25 años finales del siglo XX. La cifra de sacerdotes se había doblado a lo largo del período, pasando de 2.493 a 5.012 y las ordenaciones sacerdotales crecieron de 124 a 197. Del Vietnam no existen datos estadísticos referentes al año 1975; en el 2000, las estadísticas dan la cifra de 5.301 millones de católicos. Los sacerdotes serían unos 2.000 y las ordenaciones 93.

Una conclusión a la que parece llegarse es que la Iglesia Católica en Asia presenta indudables signos de vitalidad en aquellos países donde existe cierto grado de libertad religiosa. Gracias a ésta, la cifra de sacerdotes diocesanos se ha duplicado en los últimos 25 años —de12.828 a 25.716— y las ordenaciones crecieron de 438 a 1.094. El logro de la libertad de Religión parece por tanto la meta que habría de alcanzarse en el inmediato futuro. En cuanto a Oceanía, la problemática religiosa en Australia y Nueva Zelanda es semejante a la de los países desarrollados de Europa y América del Norte. Estos países desarrollados y opulentos —tal puede ser la conclusión final— son los que aparecen como los más necesitados de la «nueva evangelización» que reclama el Papa Juan Pablo II, una empresa en la que los católicos del Segundo y Tercer Mundo podrán tener que asumir un obligado protagonismo.

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José Orlandis en dadun.unav.edu