¿Cuáles son mis fundamentos?
La ausencia de fundamentos, es decir,
la conciencia de la destrucción
de los fundamentos de la certidumbre (...)
¿En qué creo? Creo en la tentativa
de desarrollar un pensamiento
lo menos “mutilante” posible
y lo más racional posible.
Edgar Morin [1]
1. ¿Qué entendemos por pensamiento crítico?
Esta pregunta parece dejarse abordar únicamente desde nuevas preguntas: ¿Es el pensamiento crítico un “cuestionador” de nuestras certidumbres? ¿Es una reflexión de carácter epistemológico que se vuelve sobre el resto de los conocimientos para determinar su grado de legitimidad? ¿Es un pensamiento transgresor, que trata de romper las bases mismas sobre las que se asientan nuestras convicciones? ¿Es un pensamiento creador, que promueve nuevas formas y nuevos contenidos? ¿Busca afirmar la individualidad bajo el carácter de pensamiento autónomo?
¿O trata de encontrar las raíces intersubjetivas de la creación, bajo la forma de un pensamiento colectivo? ¿Es monopolio de los individuos?
¿O puede un grupo, una comunidad o una generación producir pensamiento crítico? ¿Hay algún verdadero pensamiento que no sea crítico?
Las ideologías ¿forman parte del pensamiento crítico? ¿Se trata de un pensamiento paranoico, fundamentado en la sospecha como actitud? Y, por último, ¿qué tendría que criticar el pensamiento crítico?
De acuerdo con su etimología, la palabra crítica proviene del griego Krisis: separación, escisión, pero también por extensión, elección, resolución, desenlace. El verbo krineîn significa discernir, separar, y también escoger, decidir. Cuando se usa en voz media quiere decir resolver para sí. Esto nos hace pensar que el pensamiento crítico implica necesariamente una toma de posición, una resolución que nos compromete ¿De qué manera?
Las diferentes concepciones que hemos señalado representan fragmentos del universo de preocupaciones de los seres humanos. No es lo mismo concebir al pensamiento crítico como gendarme de la verdad que pensarlo como un desafío a la imaginación o un sistema de reflexión sobre la acción social. Según nazca del arte, de la ciencia, de la religión o de la política, adoptará distintas características que determinarán el tipo de crítica y sus posibles alcances. El arte puede ser liberador de fuerzas críticas, como ocurrió en el caso del surrealismo, por ejemplo, o en cambio, puede ser legitimador de un movimiento político, de una religión, como puede observarse en la grandiosa y monumental arquitectura de los imperios o en las catedrales cuya construcción demandó siglos de trabajo, tributos y tribulaciones. Las ciencias pueden ser juzgadas como instrumentos al servicio de una ideología, como las ciencias naturales lo estuvieron al servicio del positivismo, o puede sostenerse en cambio que son emancipadoras de las condiciones socioeconómicas que atrapan a los individuos, como intentaron hacerlo las ciencias sociales. La religión y la política nos pueden atar firmemente a patrones tradicionales o bien pueden generar utopías. Y el mismo pensamiento que nos protege de la superchería y de las “pseudociencias” puede inhabilitarnos para pensar nuevas propuestas acerca del conocimiento. Una manifestación de esta incapacidad adiestrada es el nivel de dificultad que la determinación del grado de cientificidad de las ciencias sociales le presenta a la epistemología tradicional.
El mismo movimiento que nos presenta nuevas formas de sensibilidad y expresión puede inducirnos a aceptar cualquier propuesta como válida y creativa. Las mismas opciones que nos prometen utopías en el campo de las creencias religiosas y políticas nos compelen a menospreciar el presente, necesariamente devaluado frente a la perspectiva de futuros prodigiosos.
El pensamiento crítico puede mirar hacia el pasado o hacia el futuro, pero nunca se conjuga en tiempo presente. Radica en un horizonte de pasado cuando pone en tela de juicio la legitimidad de lo establecido. Se proyecta en cambio hacia el futuro cuando propone nuevas formas de abordar la realidad.
2. ¿Cómo se va instituyendo el pensamiento crítico?
Siempre hay momentos en nuestra infancia en que los seres que nos parecían todopoderosos muestran alguna flaqueza, una falla, un lado oscuro, una ausencia. Es un instante de dolor, de impacto. El mundo se vuelve entonces inseguro. No sabemos qué es lo que pasa, dónde debemos situarnos, a quién debemos creerle, cómo podemos saber qué es la verdad, cómo la diferenciaremos de la mentira.
Estos momentos pueden dar lugar a catástrofes psíquicas o a la progresiva construcción de un pensamiento propio. Para que se abra la posibilidad de dicho pensamiento es preciso que se rompa la primitiva unidad autocomplaciente, la burbuja narcisista en la que todo está provisto sin mayor esfuerzo. Es preciso que haya frustración. Que algo no se haya dado, que algo no haya llegado a tiempo. En ese momento el sujeto podrá tomar una cierta distancia, ya no estará fusionado con el objeto. Lo someterá a observación, se enojará con él, lo buscará y comenzará a criticarlo. Dijimos antes que el mundo en ese momento se volverá inseguro. Podríamos agregar ahora que, a partir de la falta del objeto, a partir de la decepción, se abrirá la posibilidad de constituir un mundo y un pensamiento:
El niño debe renunciar a creer que el Otro puede seguir garantizándole la verdad del dicho y deberá aceptar su soledad y el peso de la duda (...) Ejercer el derecho de pensar implica el duelo por la certeza perdida. La duda es equivalente a la castración en el registro del pensamiento. Pensar, dudar de lo pensado, tener que verificarlo: tales son las exigencias que el yo no puede soslayar [2].
A partir de la declinación del complejo de Edipo, en la teoría freudiana se irá constituyendo el superyó, instancia crítica por excelencia. Desde ese momento, las posibles imputaciones o sanciones que provenían de personajes del mundo exterior pasarán a ser ejercidas por nosotros mismos. Seremos entonces nuestros propios jueces. Dice Freud:
El superyó es sucesor y subrogador de los progenitores (y educadores) que vigilaron las acciones del individuo en su primer período de vida; continúa las funciones de ellos casi sin alteración. Mantiene al yo en servidumbre, ejerce sobre él una presión permanente. Lo mismo que en la infancia, el yo se cuida de arriesgar el amor del amo, siente su reconocimiento [3].
Algunas personas padecerán permanentemente la fijeza y crueldad de esta instancia crítica. Y otras carecerán de esta brújula y oscilarán entre distintas formas de aparecer y de parecer. Cualquiera de los dos extremos –tanto el de las patologías que se caracterizan por una extrema rigidez del superyó, como el de los cuadros que padecen una llamativa ausencia de su función– impiden el desarrollo de un pensamiento propio. Para que el pensamiento crítico se instituya con eficacia será preciso entonces que los padres y los que educan a un niño cumplan una función protectora y que, al mismo tiempo, sepan ir apartándose y dejándolo pensar.
En todos los casos, el desarrollo de la posibilidad de pensar tendrá que ver con la salud psíquica del sujeto, con su capacidad para mirar inteligentemente al mundo y producir modificaciones cuando lo crea necesario. La relación entre la capacidad de pensar y el establecimiento de síntesis que el pensamiento requiere pone de relieve la íntima conexión entre pensamiento y pulsión de vida. Dice Hornstein al respecto: “El pensamiento se opone a la desligadura de lo temático, es un resultado sublimado de Eros (...) Los procesos de pensamiento están al servicio de la pulsión de vida, ya que su función es básicamente de ligazón...” [4].
3. ¿Cómo se despliega el pensamiento crítico?
Una y otra vez, los jóvenes protagonistas de Terciopelo Azul [5], de David Lynch, dicen: “Es un mundo extraño”, y efectivamente lo es aquél al que se están asomando, muy distante y sin embargo coexistente con ese otro de jardines bien regados, cantos matinales de pájaros, comidas servidas a la hora indicada y familias que replican aquellas de los libros con los que aprendimos a leer y escribir. En las películas de Lynch solemos encontrarnos con personajes que representan una inocencia que por definición es “acrítica”. Ellos viven en un solo plano, en una dimensión que se niega a ser puesta en duda y, si sueñan, el despuntar del día hace que el contenido de ese sueño sea reemplazado por anhelos de futuros promisorios, como el que persigue una de las protagonistas de El camino de los sueños [6]: convertirse en una estrella de cine.
Pero más tarde o más temprano, aparecerán los telones, de pesado terciopelo, y también aquellos personajes que habilitan el pasaje de un mundo al otro, el descubrimiento de lo que hay detrás de escena. En la oscuridad, en las pesadillas, en lo que se resiste, cada personaje se convierte en otro, la metamorfosis está a la vuelta de una esquina, a la espera de un telón que se abra o de un espejo que devuelva un rostro diferente, como aquel que enfrenta el padre de Laura Palmer en Twin Peaks [7]. La canción romántica que suele aparecer entonada por alguna cantante que se desangra, llora o se desvanece se revelará como playback, y es en ese instante que el director nos descubre el artificio que aniquila la posibilidad de la ilusión. Pero también nos dice que ya hemos visto, y que no podremos negarnos a seguir mirando. Desde ese momento estamos condenados a sospechar que detrás de cada rostro puede esconderse un asesino, que al final de cada día esplendoroso tal vez nos espere una noche siniestra, que en cada jardín cuidado acaso se oculte algún resto humano al que los insectos están devorando silenciosa pero irremediablemente.
El razonamiento crítico se despliega aquí a partir de una mirada extrañada. En Terciopelo Azul los jóvenes asignan la extrañeza al mundo y no a sus propias miradas. Pero no solamente el mundo es extraño en aquella película –acaso el mundo siempre lo sea– sino que ellos se están extrañando de aquel plano en el que vivieron hasta ese momento. Descubren la violencia de su entorno a la par que se descubren violentos. Ese develamiento no tiene la misma intensidad para los dos personajes; el muchacho se internará cada vez más en el otro mundo, mientras que la chica se mantendrá en un plano expectante, en la periferia entre los dos mundos, la misma que le permitió dormir en su tranquila habitación de niña mientras escuchaba los relatos macabros provenientes de la oficina de su padre policía ubicada debajo de su cuarto. Ella es alguien que porta una información que permite desplegar algunas claves, como aquellas llaves azules que en El Camino de los Sueños tienen la función de ser señales y señuelos.
Cada vez que el relato es abruptamente roto por la mano del director que nos muestra que hasta ese momento no hemos visto nada más que la apariencia o una ensoñación, vemos el extrañamiento en la mirada de un protagonista que mira el mundo como si lo estuviera viendo por primera vez, con la conciencia de estar observando lo que siempre estuvo a la vista, pero sin que antes hubiera sido capaz de advertir sus aristas, sus relieves, sus planos, sus matices.
Esa reconstrucción de la primera mirada se puede deber al descubrimiento de una evidencia hasta entonces desconocida. Así sucede con la oreja que encuentra el protagonista de Terciopelo Azul, como con aquel aro que descubre la protagonista de Sexo, mentiras y video [8] en su propia cama, y que denuncia la relación entre su hermana y su marido, cuyos indicios al parecer se había negado a reconocer hasta ese momento. Pero también puede deberse a la incorporación de algún tipo de conocimiento que permite analizar una situación desde otra perspectiva. Una teoría psicoanalítica, filosófica, sociológica, una película, una novela pueden ayudarnos a descubrir algo nuevo, a correr el telón de pesado terciopelo, pueden acaso obligarnos a criticar aquello que tan naturalizado estaba. En todos los casos pareciera que el primer paso del razonamiento crítico es el distanciamiento, el descentramiento, la epojé, la puesta en paréntesis de nuestro sentido común, de nuestros criterios de naturalización del mundo. Preguntar aquello que ya no preguntamos o que nunca nos atrevimos a preguntar, instalarnos en la duda, pero en una duda auténtica, propia, que no sea mera réplica de aquellas dudas que nos vienen dadas con opciones de respuesta prefiguradas; éstas son acaso las funciones tanto de la ciencia crítica como del arte.
En las películas de Lynch la extrañeza que viene secundada por el despliegue de la otra dimensión posible, de un nuevo atalaya que permite observar lo que antes no había sido advertido, está relacionada muchas veces con el pasaje de la vida infantil o juvenil a la vida adulta. Si bien no es un corolario que su filmografía admita fácilmente, podríamos determinar que tal vez el razonamiento crítico encuentra su terreno más fértil en las conciencias adultas. Pero esas conciencias de los adultos muchas veces utilizan la inocencia, una inocencia impostada, como recurso que les permite negar aquello que está detrás de los telones. La inocencia impostada es acaso una conciencia que se niega a la crítica, como sucede con aquella chica de El Camino de los sueños que prefiere soñar que la mujer de la que está enamorada y la rechaza de pronto se queda sin memoria, sin pasado, y depende exclusivamente de ella para ser salvada, o aquella otra de Terciopelo Azul que anhela que el canto de los pájaros marque que la pesadilla ha terminado.
En una entrevista al cineasta Luis Ortega, el periodista pregunta: “–Ese mundo ‘extraño’ de ‘Monobloc’, ¿lo considera realista?”–, a lo que el entrevistada contesta:
Sí, para mí es mucho más realista que un documental. Pero bueno, ésas son construcciones de la realidad muy de acuerdo con el chip que uno tiene en la cabeza. Para mí es mucho más realista David Lynch que Ken Loach. Sin embargo, Ken Loach plantea conflictos muy tangibles, muy concretos, muy políticos, mientras que Lynch plantea conflictos que no tienen solución porque la vida se va modificando todo el tiempo: quien era bueno, ahora es malo, y quién sabe qué va a ser después. Quien era un personaje, ahora quizás es otro. Uno tiene visiones, sueños y cosas que están incorporadas a la vida de uno, que son inconfesables. Esa cosa inconfesable, más íntima, que todos tenemos, la llamo realidad. Eso me parece más real que un documental [9].
4. ¿Cuáles son los obstáculos que encuentra el desarrollo del pensamiento crítico?
El pensamiento, como cualquier actividad humana, puede desarrollarse si se producen acciones que lo estimulen. Muchas veces en el trabajo clínico se escucha a personas que dicen que les surgen en su cabeza frases de alguno de sus padres que les prohíben algo o los incitan a alguna acción determinada. O se encuentra a personas que no se sienten capaces de pensar, que se quedan en blanco cuando tienen que tomar una decisión. En lugar de ideas, entonces, aparecen frases amenazantes, miradas terribles, o un gran desierto blanco. Se tiene la sensación de estar ante personas aniquiladas, arrasadas, despojadas de su intimidad.
Estas personas son los restos de una crianza en la que no han tenido la opción de constituir una identidad propia. No han podido hacer el duelo por los padres de la infancia porque esos padres nunca se retiraron o nunca se hicieron presentes. La omnipresencia parental puede haber promovido una relación simbiótica en la que el sujeto permanece aniñado toda la vida o puede haber originado a un adulto que se siente culpable cuando piensa por sí mismo. Hay quienes, cuando expresan su propia opinión, comienzan a hablar en voz baja, como si temieran que alguien los escuche. Y, efectivamente, alguien, metido dentro de sus cabezas, los escucha. Y los persigue. En lugar de la “internalización” de una instancia paterna, nos encontramos con la presencia cruda de una voz que evocan como recuerdo o como alucinación. Alguien refirió una vez que tenía la sensación de que su cabeza se partía en dos y se transformaba en una especie de buzón por el que podían entrar las palabras de su madre.
La ausencia parental, a su vez, puede ser la responsable de serias trabas en el proceso de simbolización. El pensamiento que se instituya será escaso, de bajo valor simbólico, repetitivo, acrítico. Existen padres que no enseñan a sus hijos a demorar la satisfacción de los impulsos, así como otros que sí imponen límites a esa satisfacción, pero lo hacen de una manera prematura o abrupta. No enseñan entonces a sus niños a generar las propias respuestas, sino que son responsables de provocar pseudo-pensamientos.
Si no hay un medio facilitador, si el entorno está excesivamente presente o excesivamente ausente, no podrá desarrollarse normalmente un pensamiento capaz de cuestionar la realidad. Y esto que decimos acerca de la familia lo podemos repetir en relación al medio sociocultural. Recordemos lo que decía Winnicott:
El desarrollo depende, en particular al principio, de una aportación del medio circundante suficientemente bueno. Se puede decir que es suficientemente bueno el medio circundante en condiciones de facilitar las diferentes tendencias heredadas del individuo, de tal manera que el desarrollo se efectúe en función de éstas (...) Forman parte del medio circundante facilitador las funciones paternas, que vienen a completar las funciones de la madre y la función de la familia, con su manera más o menos compleja de introducir el principio de realidad a medida que el niño crece, sin dejar al mismo tiempo de permitirle al niño ser un niño [10].
Si pensamos en nuestra actualidad cultural, podemos preguntarnos: la educación que se imparte en las escuelas, la información que recibimos a través de los numerosos medios de comunicación ¿estimulan nuestro pensamiento crítico? ¿O constituyen un recurso cada vez mejor elaborado para producir personas en serie, para insertar las individualidades en una maquinaria simbólica adocenada y mezquina? El hecho de que los jóvenes tengan la posibilidad maravillosa de entrar en contacto con enormes bancos de información, ¿favorece el crecimiento de su actividad pensante y crítica?
Para que haya crítica es necesario el acceso a la información, pero también la existencia de un filtro que permita situarse frente a ella. La banalización de los valores, la homogeneización de los contenidos, la repetición de slogan, la difusión de mentiras maquilladas, todo eso atenta contra el desarrollo de pensamiento crítico. Y la falta de adultos que ayuden a los jóvenes a armarse de un aparato que les permita distinguir lo valioso de lo insignificante, lo correcto de lo falso, hace que la información inunde sus mentes sin que ellos puedan poner un dique ante semejante invasión.
5. ¿Hay una patología en el pensar?
Elaboraremos aquí una serie de tipos que en sus extremos podemos considerar patológicos:
a) Los sectarios
No siempre resulta fácil desarrollar o conservar la lucidez. El dolor de pensar, la angustia de entender lo que pasa, lo que somos, lo que vendrá, puede movernos a deponer nuestra libertad de pensamiento y transferírsela a otro, el Gran Hermano, el jefe, el líder. La estructura de las sectas es enormemente facilitadora para todos aquellos que prefieren “ya no ser”. Ahora bien, debemos entender que cuando hablamos de sectas no nos referimos en forma exclusiva a las que así son llamadas por el lenguaje oficial. También puede tener estructura sectaria un partido político, una doctrina religiosa, una comunidad científica, o los famosos grupos de autoayuda que proliferan en nuestro medio.
b) Los banales
En las antípodas del pensamiento rígido y sectario encontramos formas que pretenden haber superado las etiquetas y que promueven la tendencia a pensar de cualquier manera. Toda idea aparece como válida, por el solo hecho de haber sido pensada. En nombre de una supuesta libertad se afirma con soltura cualquier tipo de tontería, porque “todos tenemos el derecho de decir lo que pensamos”. Se confunde entonces pensamiento crítico con parloteo irresponsable y banal. Se abandona la exigencia de buscar parámetros que permitan determinar si lo producido tiene algún valor de conocimiento o no. Podemos decir entonces que algo es de una determinada manera porque lo sentimos, porque se nos ocurrió. Este suicidio de la inteligencia es vivido como menos amenazante que las consecuencias de la captación por una secta. Pero si bien el jefe de una secta puede inducir a muchos de sus miembros a la autodestrucción, estimular a las personas a renunciar a su capacidad crítica también es llevarlos al exterminio, acaso no de sus cuerpos, pero sí de sus espíritus.
No sólo estamos amenazados por la obediencia debida cuando nos convertimos en replicantes fascistas. También lo estamos cuando repetimos slogan, cuando nos transformamos en prolongaciones de la tecnología. Alguien que haya abandonado su capacidad de pensar en forma crítica puede transformarse entonces en un líder autoritario o en los soldados que lo obedecen, en dócil seguidor o en vendedor de publicidad.
c) Los “hiperrealistas”
Si bien la madurez es condición del pensamiento crítico, está claro que no lo garantiza. Podemos tal vez buscar algunas características que lo permitan o lo obstaculicen. Acaso los mayores escollos que encuentre el pensamiento crítico sean los que le oponen dos tipos de personas: los que se niegan de plano a dudar de aquello que definen como “la realidad”, y aquellos otros que dudan de todo. Los primeros son los empedernidos realistas, aquellos, como el profesor Gradgrind de Tiempos Difíciles de Dickens, que sólo enseñaba realidades e indicaba a sus alumnos:
Guíate en todas las circunstancias y gobiérnate por lo real (...) Tenéis que suprimir por completo la palabra imaginación. La imaginación no sirve para nada en la vida. En los objetos de uso o de adorno, rechazaréis lo que está en oposición con lo real (...) ¿Habéis visto alguna vez venir a posarse pájaros exóticos y mariposas en vuestros cacharros de porcelana? Pues es intolerable que pintéis en ellos pájaros exóticos y mariposas... [11].
Si bien el realismo supone un juicio crítico, cuando se extrema niega cualquier posibilidad de ir más allá de la regla que obliga a los juicios a atenerse a lo que percibimos a través de los sentidos.
d) Los escépticos
En el otro extremo encontramos a las conciencias escépticas, que difícilmente duden porque no tienen certezas que poner en cuestión. En Sábado, Ian McEwan reflexiona acerca de la diferencia entre la conciencia que Perowne, el personaje central, ha tenido acerca de los acontecimientos mundiales y la que tiene su hijo adolescente, Theo:
Perowne recuerda haber llorado por Aberfan en el ’66, cuando ciento dieciséis colegiales como él, recién terminada la oración conjunta de profesores y alumnos, la víspera de las vacaciones de la mitad de trimestre, murieron sepultados por un río de barro. Fue cuando sospechó por primera vez que el Dios amante de los niños al que ensalzaba la directora del colegio quizás no existiese. Como se vio, la mayoría de los principales acontecimientos mundiales sugería lo mismo. Pero para la generación de Theo, sinceramente descreída, la cuestión aún no se ha planteado. Nadie en su escuela de cristal cilindrado, radiante y progresista, le pidió nunca que rezase o cantase un impenetrable himno de alegría. No hay una entidad de la que pueda dudar. Su iniciación delante de la tele, viendo cómo se derrumbaban las torres, fue intensa, pero se adaptó enseguida. [12]
e) Los hipercríticos
Otra de las patologías es la de aquellos que critican con ferocidad y suelen justificar su impiedad, casi siempre, diciendo que lo hacen por el bien del otro o de los otros. Los hipercríticos persiguen a sus víctimas con saña, fundada en su envidia o en su resentimiento, le niegan valor a la obra ajena, se abalanzan furiosamente contra toda debilidad que avizoren. Su intención agresiva se ve claramente cuando observamos los efectos que producen sus críticas en las personas sometidas a ellas: sentimientos de humillación, estupor, inhibición, mucha rabia. Es obvio en este caso, que más allá de los fundamentos que tengan, el fin perseguido no es colaborar en la reflexión sobre una obra, sino aniquilar a su autor.
f) Los acríticos
Del lado opuesto marchan los acríticos, complacientes, irresponsables, demagogos, los que no tienen el coraje de criticar porque no tienen la inteligencia suficiente para pensar el problema que se les plantea o porque no quieren hacerse cargo de las consecuencias del disenso. La ideología “fundante” de este tipo de actitud es algo así como “está todo bien”, convirtiendo en opinables, privadas, aun aquellas cuestiones que tienen un carácter más público.
6. ¿Es la crítica una actividad apasionada?
La tradición filosófica racionalista nos ha acostumbrado a pensar en términos peyorativos respecto de la pasión. La actividad científica recluye la pasión a un “anómico” contexto de descubrimiento; a la hora de producir la prueba y de justificar sus resultados, en cambio, impone reglas metodológicas que no dejan espacio alguno a la imaginación. En la epistemología se discute permanentemente el lugar del observador y su influencia sobre lo observado. En estas discusiones suele considerarse que lo óptimo es suprimir la existencia o la influencia del observador. Hay una aspiración ingenua a “ir a los hechos”, “mirar las cosas como son”, “dejar que los datos hablen por sí mismos”. Se nos dice que, si hacemos ciencia seriamente, deberíamos dejar nuestra subjetividad de lado.
En la actividad artística también se espera que exista una cierta objetividad en la crítica. No hay una guía objetiva sobre gustos o inclinaciones estéticas, pero se considera correcto respetar ciertos cánones tradicionales sobre el buen mirar. El buen gusto sobre el que tanto ha dicho Bourdieu marca una frontera que se constituye férreamente a través de nuestro proceso de socialización.
Desde chicos se nos inculca la idea de que la pasión debe estar circunscripta al campo amoroso, a la contemplación o producción artísticas. El pensamiento crítico, según esta concepción, es un pensamiento científico, exento de pasiones. Pero la nostalgia de pasión se hace presente, como retorno de lo reprimido, en nuestras prácticas, que se niegan a abandonar la primera persona del singular como posición de enunciación. Nos vamos moviendo entonces entre nuestro anhelo de pasión y la tendencia culturalmente legitimada de permanecer en estado de asepsia. En esta relación difícil entre pensamiento y pasión, en algunos momentos deseamos tomar contacto con nuestra pasión reprimida, y en otros momentos descubrimos que tal pasión ya no existe, que nos hemos vuelto incapaces de comprometernos, de arrojarnos. La falta de pasión nos habituó a quedarnos afuera, a ser espectadores. “Nosotros, que seguimos en la Tierra nos sentimos oprimidos entre un oscuro deseo de pasión y la incapacidad de apasionarnos en primera persona” [13].
Así como en ocasiones debemos hacer un esfuerzo para abstraernos de la pasión, a veces también tenemos que hacer un esfuerzo para provocar un apasionamiento que exceda el mero capricho. En la cultura actual, la ausencia de deseo permanece frecuentemente disimulada detrás de la emergencia de pseudo-deseos, de antojos, de preferencias “descafeinadas”. Si analizamos las respuestas que ciertos personajes del mundo de la televisión –claros representantes de la cultura light– dan a preguntas acerca de su trabajo, veremos que muchas veces designan como “desafíos” a actividades que no presentan obstáculo alguno y enuncian como deseos profundos lo que en realidad son caprichos o aspiraciones irrelevantes. Aquello que plantean como proyectos de vida no pasa de ser una simple agenda de corto plazo, un intento más por exorcizar la frustración que se esconde detrás de esa búsqueda desesperada de la gratificación.
La crítica es pues una actividad que tensiona a la objetividad con la pasión. Si la balanza se inclina hacia cualquiera de los dos platillos, la crítica será excesivamente parcial o anodina.
7. ¿Es la crítica promotora o inhibidora de las acciones?
Todo pensamiento dogmático produce críticas que, en lugar de estimular el desarrollo del pensamiento, paralizan, amedrentan, condenan al silencio, al sometimiento, distraen la acción. En el otro extremo están los militantes, quienes emprenden una crítica furibunda contra aquello que juzgan es la realidad pero, una vez que emprenden la acción, reniegan de la crítica, bajo el supuesto de que un exceso de cuestionamiento es propio de los diletantes, de los intelectuales. “La duda es la jactancia de los intelectuales” repetía una y otra vez un ex militar, reivindicando sus acciones contra el Estado de Derecho. En esa frase anida un fuerte desprecio por cualquier crítica que inhiba la acción. Hacer es lo único que cuenta, pero la acción no puede detenerse a criticarse. En todo caso el mundo se divide entre los que hacen y los que critican, y la crítica es improductiva. Dice Hoederer, un personaje de Las Manos Sucias de Sartre:
¡Cómo te importa tu pureza, chico! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! ¡Bueno, sigue siendo puro! ¿A quién le servirá y para qué vienes a nosotros? La pureza es una idea de fakir y de monje. A vosotros los intelectuales, los anarquistas burgueses, os sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Hasta los codos. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que se puede gobernar inocentemente? [14].
La acción sin embargo puede ser crítica en sí misma. En particular la acción política es acción crítica, en tanto supone una opción entre al menos dos posibilidades. El concepto weberiano de “ética de la responsabilidad” juzga los resultados de la acción, pero esos resultados son mirados desde la perspectiva del político, que sin lugar a dudas estuvo condicionado, pero no determinado. La “revolución permanente” del pensamiento parece ser pues la única posición de enunciación posible para un crítico en la arena pública.
La crítica promueve así las acciones comprometidas, que no suelen ser acciones fáciles de emprender y mucho menos de sostener. La inhibición de la acción solamente puede ser causada por un crítico impostado que suponga que su inactividad no lo compromete. Esta actitud, acaso muy extendida en nuestros días se revela falaz, porque lo que no hacemos nos compromete tanto o más que lo que hacemos. Es mentira que seamos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios. Somos dueños de ambos, lo cual implica que somos responsables por ellos, y tanto el derecho como el psicoanálisis tienen mucho que decir acerca de esa responsabilidad y también acerca de las múltiples estrategias que ideamos para tratar de evadirla.
8. ¿Quiénes protagonizan la reflexión crítica acerca de la cultura?
Ejercer la función crítica requiere la combinación de ciertos estados de ánimo: incomodidad, indignación, perplejidad, deseo de cambio, aspiración al cumplimiento de ciertos ideales, asco, orgullo, identificación con los semejantes, sensibilidad para el reconocimiento de los diferentes como interlocutores. La rebeldía respecto de lo establecido, de lo que es mostrado como “natural” fue extraordinariamente tematizada por Camus, quien, en el comienzo de El hombre rebelde, se pregunta “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento” [15]. Como antes lo había planteado Nietzsche, tiene derecho a considerarse como una conciencia diferente aquel que sigue el camino del creador: “¿Tú te llamas libre? Yo quiero que digas tu pensamiento cardinal, y no que has escapado de un yugo (...) tu mirada debe anunciarme claramente: ¿libre, para qué?” [16].
Desprenderse de lo que nos es dado como obvio supone ir constituyendo una idea acerca de qué sería lo justo, lo que correspondería hacer. No necesariamente implica el sostenimiento de una utopía, pero sí de una idea clara acerca de qué sería lo mejor para cambiar ciertos aspectos negativos de la sociedad y la cultura en que vivimos y qué podríamos proponer para mejorarla, sin por ello transformarnos en predicadores o guerreros alucinados.
Nos preguntamos ahora, ¿será preciso disponer de algunos valores universales para analizar la realidad y tomar posición respecto de ella? Considerando lo que planteaba Freud en las primeras décadas del siglo XX, cuando afirmaba que el mayor requisito cultural es la justicia, pensamos que éste es, efectivamente, el valor más cuestionado y la aspiración más demandada por los seres humanos. La búsqueda de la justicia, desde el pensamiento freudiano, siempre está en relación conflictiva con el deseo de felicidad que reivindica el individualismo, el egoísmo, las pasiones personales.
A lo largo de la historia se imaginaron muchas ciudades ideales, se evocó con nostalgia una supuesta edad de oro, se aspiró a crear sociedades que pusieran el acento sobre algunos valores básicos: seguridad, felicidad, propiedad. Dice Cioran:
Inútil remontarse después hacia el antiguo paraíso o correr hacia el futuro: uno es inaccesible, el otro irrealizable. Lo que importa, por el contrario, es interiorizar la nostalgia o la espera, necesariamente frustradas cuando se vuelven hacia el exterior, y obligarlas a discernir o a crear en nosotros la dicha por la que, respectivamente, sentimos nostalgia o esperanza. No hay paraíso más que en el fondo de nosotros mismos, y como en el yo del otro; todavía falta, para encontrarlo ahí, que hayamos recorrido todos los paraísos, los acaecidos y los posibles, haberlos amado y detestado con la torpeza del fanatismo, escrutado y rechazado después con la pericia de la decepción [17].
¿Habrá que dudar una y otra vez de los principios considerados como válidos por las mayorías? Dudar de lo predicado por la mayoría no quiere decir otorgarle al intelectual el predominio de la función crítica. De hecho, sabemos que el rol del intelectual, como el de cualquier otro actor social, puede transformarse en el sostenimiento más o menos ve- lado de la sociedad que lo forma y lo mantiene. Pero sí quiere decir salir de la cultura de las encuestas, del despotismo de “la opinión pública”, de la repetición de consignas vacías. Se trata de atreverse a decir lo que nadie dice, de animarse a hablar de la importancia de la responsabilidad moral de los seres humanos en un mundo en el que se afirma cada vez más la disminución del concepto de sujeto y la debilidad de su poder.
¿Será imprescindible constituirse en la voz de aquellos que no tienen la posibilidad de ser escuchados? Ser la voz de los que no tienen voz, o de todo aquello que no tiene posibilidad de ser expresado verbalmente –como muchos de los horrores que ocurrieron y ocurren en nuestra época–, mostrar lo que se esconde a la mirada de las mayorías, romper las ilusiones de armonía, eso sería, desde nuestro punto de vista, ser el protagonista del pensamiento crítico. Situarse, siempre, en los márgenes, pero no por una pretensión elitista, sino para evitar el encandilamiento que produce funcionar dentro de un sistema.
9. ¿Puede el derecho cumplir una función crítica?
El Derecho, como la ciencia, el arte o la religión, puede cumplir una función legitimadora o crítica. Cumple una función crítica cuando devela las relaciones de poder, nada contracorriente produciendo igualdad allí donde reina la discriminación, instituye sujetos de Derecho donde había seres que esperaban beneficencia. La función de la justicia según Freud es compensar a los débiles, ponerles coto a los fuertes. Oponer una potencia a una prepotencia.
La crítica debe ser diferenciada en materia jurídica de otras formas de manifestación que tienen algún parecido de familia con ella y que reinan en nuestros días. En principio, debemos distinguirla de la simple protesta. Decía Monterroso: “De nada sirve declarar que el mundo es injusto si no se ha adquirido el derecho de lanzar ese lugar común con la fuerza de una verdad recién descubierta” [18]. Entre tanto discurso denunciador de injusticias que escuchamos a diario, Monterroso parece establecer aquello que jurídicamente es considerado un requisito de legitimación de la acción. Esto significa básicamente que no cualquiera puede criticar cualquier cosa o, en otras palabras, que hay que tener derecho para reclamar justicia. La injusticia no se declara o se declama, sino que se denuncia. Y en el acto de denunciarla, se reclama que se haga justicia. De lo contrario, quedamos atrapados en un círculo en el cual se construye un lenguaje pictórico que describe y hasta explica las razones de la injusticia, pero sin involucrar al enunciador en acción alguna. Por otra parte, un viejo principio jurídico establece que nadie puede alegar su propia torpeza. La verdad recién descubierta de la que habla Monterroso acaso exija que la torpeza no sea alegada, como también que no sean los culpables quienes clamen por justicia ante sus propios crímenes.
Las razones por las cuales la sociedad argentina fue “desmovilizada” en las décadas de los ochenta y los noventa son bien distintas, pero en ambos casos el ciclo terminó con una “movilización” que tomó cauces diversos. En los ochenta, todas las energías se canalizaron hacia un proceso de democratización naciente, y la acción política fue el camino elegido para expresarse. En los noventa, en cambio, con una democracia política ya consolidada, surgió un desprecio por la acción política y una protesta “negativa”, una protesta que sólo logra encaminar la acción colectiva y obtiene algunos logros cuando se opone a algo o alguien. Pero a la hora de emprender acciones “positivas”, en cambio, esa protesta tiende a desarticularse.
Dicha desarticulación se da por varias razones. En primer lugar, los medios de protesta rápidamente envejecen y pierden eficacia. Así, los cortes de ruta, los “escraches”, y tantos otros recursos de acción directa suelen ser efectivos durante un ciclo breve, luego del cual tienden a decaer y perder eficacia. Parecen todos ellos forjar sujetos sociales débiles que no llegan a constituir sujetos jurídicos. Pero además podemos conjeturar que se pierde aquella primera mirada del descubrimiento de la injusticia. La injusticia fresca –ya sea porque es nueva ella o los ojos que la miran– crea sus vías de crítica y reclamo, que se agotarán a medida que aquella frescura vaya desapareciendo.
El derrotero de la crítica actual oscila entre la gimnasia de la queja y la naturalización del mundo, que es como es y se juzga inmodificable. Como decía Cortázar: “Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad” [19]. En definitiva, la estrategia es individual y no permite tejer ninguna lógica de acción colectiva. Como lo establece la teoría de la acción racional aplicada a la acción colectiva, si no existen incentivos selectivos para la acción –es decir, beneficios diferenciales para aquellos que actúan– los grandes agrupamientos tienden a estar menos capacitados que los pequeños para emprender acciones que a todos beneficien.
El ciudadano ahora devenido consumidor se queja todo el tiempo y llega a banalizar el acto mismo de la crítica, ya que se ve imposibilitado de construir una estructura alternativa a aquella que juzga perniciosa. El consumidor protestón es festejado por las narraciones en las cuales se puede ver cómo un pequeño reclamo tuvo sus frutos y logró imponerse a la aparentemente invencible fuerza de los más poderosos. Juan Pérez se enfrenta a Coca Cola y logra que le den un cajón en indemnización por la que venía en mal estado. Ya ni siquiera nos permitimos la utopía americana de John Smith enfrentándose a la gran corporación y logrando una ejemplar indemnización de millones de dólares. Ahora parece que nuestro malherido orgullo consumidor se calma con un golpecito en la espalda, un imperceptible pedido de disculpas y un “siga participando”.
En el otro extremo, igual de impotente, está la crítica sarcástica, aquella que se dirige al mundo como si su enunciador no tuviera posición alguna en él, o como si fuera posible adoptar una posición externa. Es una protesta que por cierto suele venir de la mano de un humor tan inteligente cuanto devastador. Aquí el protestón no cree en nada ni en nadie; se autolimita a la función crítica socavando de esa manera cualquier función positiva a la labor crítica. Este sujeto también seguirá participando, aunque logra discursivamente tomar distancia del juego que él mismo contribuye a llevar adelante.
La crítica parece así regodearse y también agotarse en sí misma, sin llegar ni pretender llegar a constituirse en Derecho. Este narcisismo de la protesta es particularmente grave si consideramos que la construcción de ciudadanía, que es el requisito esencial de una sociedad democrática, requiere de críticas fundadas en derechos y de acciones colectivas. Las ciudades y sus protestas ciudadanas parecen hoy muy lejanas de este concepto de ciudadanía. Así lo establece Hernando Gómez Buendía para los ciudadanos colombianos:
La mayoría de los colombianos ya vivimos en grandes ciudades. Pero entendámonos: vivir en ciudades no es lo mismo que ser ciudadanos. La ciudad, como hecho físico, es apenas una multitud en el campamento. La ciudad, como hecho social, es un modo de vivir. Un modo donde lo privado se refugia en el interior de cada vivienda, pero donde la mayor parte de la vida –es decir, el trabajo, la educación, el transporte, la cultura y la recreación– transcurre en espacios públicos y bajo reglas que son –o deberían ser– colectivas. Y de aquí nace el malestar hondo de nuestras grandes ciudades: son, sí, el hecho físico –la urbe– pero no son, o apenas son, el hecho social –la polis–. Tienen la infraestructura necesaria para dar asiento y sustento a millares de familias, pero la vida colectiva no se rige por una racionalidad colectiva sino por el entrecruce aleatorio de racionalidades privadas [20].
Está claro que ser citadino no es lo mismo que ser ciudadano. Y la crítica se atomiza porque no se pueden montar estrategias de acción colectiva y porque queda encerrada en las lógicas individuales.
Hoy convivimos con viejas y nuevas injusticias. Y tal vez las nuevas no sólo lo son porque, como lo indican los datos, vivimos en un mundo cada vez más desigual sino también porque aquello que en el pasado no pareció injusto ahora comienza a parecerlo. Es un lugar común decir que un problema se define como tal en la medida en que se atisba alguna solución. Pero está claro que durante gran parte de la historia de la humanidad no pareció que fuera una injusticia, por ejemplo, que parte de la población sufriera hambre. Hoy, que sabemos que hay recursos suficientes y de sobra para alimentar a toda la población mundial, juz- gamos injusto que alguien pase hambre [21].
Quienes distinguen tres generaciones de derechos, sostienen que los primeros derechos en ser reconocidos son los civiles y políticos (consagrados entre fines del siglo XVIII y el siglo XIX). Estos derechos son exigibles en forma inmediata y requieren que el Estado se abstenga de actuar. Desde principios del siglo XX se comienza a avanzar en derechos de otra índole: los llamados derechos económicos, sociales y culturales. Éstos exigen acciones positivas del Estado, que debe abandonar su posición prescindente para comenzar a intervenir en calidad de proveedor. Más allá de su génesis histórica, parece claro que ambos tipos de Derecho tienen hoy el mismo rango. Y su exigibilidad es inmediata para unos y otros. Además de que los derechos económicos, sociales y culturales parecen encontrar su techo en los recursos de que dispone el Estado, hay que tener en cuenta que es el propio Estado el que define sus límites en la obtención de esos recursos. La crítica, la protesta, la queja, el reclamo pueden constituirse o no en Derecho. En algunas ocasiones, lo que falta es un sujeto jurídico que se perciba a sí mismo como tal y exija que se cumpla con aquel derecho que le es reconocido por el ordenamiento jurídico. Y en otras ocasiones, lo que habrá que lograr es que un nuevo derecho sea reconocido, que se constituya un derecho allí donde hay una percepción de injusticia.
Un autor clásico del Derecho, Rudolph von Ihering, decía en una conferencia pronunciada en Viena en 1872:
Todo Derecho en el mundo ha sido logrado por la lucha, todo precepto jurídico importante ha tenido primero que ser arrancado a aquellos que le resisten, y todo Derecho, tanto el Derecho de un pueblo como el de un individuo, presupone la disposición constante para su afirmación. El Derecho no es mero pensamiento, sino fuerza viviente (...) La espada sin balanza es la violencia bruta, la balanza sin la espada es la impotencia del Derecho [22].
Acaso no tengamos la mirada fresca para descubrir la injusticia, pero sí para calibrar nuestra responsabilidad en este proceso, y empezar la lucha por el Derecho, que no es otra cosa que la lucha contra la injusticia.
10. ¿Tiene alguna incidencia la edad sobre la capacidad crítica?
Existe una marcada tendencia en la actualidad a darle relevancia al pensamiento de los jóvenes, con el criterio de que, en tanto producido por ellos, será un pensamiento nuevo y, por lo tanto, crítico. Esto deviene de una ideología que considera siempre de mayor valor al producto nuevo que al anterior. Lo que es de última generación parecería ser lo mejor o, por lo menos, lo deseable. Es inútil contra-ejemplificar que en el campo de los electrodomésticos ocurre que los artículos más recientes suelen adolecer de falta de calidad y resistencia. En realidad, que los objetos tengan poca duración es una exigencia del mercado que necesita renovar sus ofertas en forma permanente, de modo de mantener en vilo a una demanda cada vez más anhelante de novedades. El pensamiento de los jóvenes corre la misma suerte que los productos de la tecnología. Es usado y descartado como ellos. Y también es utilizado para vender más.
Se arman mesas redondas de jóvenes, se erigen casas de la cultura para adolescentes, hay suplementos jóvenes en los diarios, revistas, foros de Internet. Desde ya, todas estas iniciativas se dirigen fundamentalmente a jóvenes de clase media, o media alta. A nadie parece resultarle muy rendidor darle un espacio a los jóvenes trabajadores, a las niñas que quedan embarazadas, a los chicos que son blanco de la venta de drogas.
¿Quiénes manipulan todo esto? Los adultos, que han encontrado en la juventud una presa fácil para la compra desde reproductores de MP4 hasta pasta base.
Es cierto que algunas ideas propuestas por los jóvenes son verdaderamente prometedoras, como las que defienden un grado mayor de libertad y tolerancia entre los seres humanos. Pero no debemos olvidarnos de que, en los sectores juveniles, también existen focos de racismo e intolerancia, que se expresan en acciones agresivas hacia los que perciben como diferentes e inferiores. Ejemplos de estas actitudes son las canciones racistas, la quema de hoteles ocupados por inmigrantes, las salvajes peleas entre patotas.
¿Habrá que esperar que el cambio sociocultural sea liderado por los jóvenes? Creemos que la verdadera renovación nada tiene que ver con el grupo etáreo de los que piensan la sociedad. Jóvenes o viejos pueden tener una postura crítica, defender los valores de la cultura que sean rescatables y tratar de modificar los que son mera repetición de un pasado improductivo. Esto es lo que quería decir Akira Kurosawa en su filme Rapsodia en agosto [23], cuando muestra el acercamiento progresivo de una persona de la generación que experimentó el estallido de la bomba ató- mica en Nagasaki a sus nietos, quienes, poco a poco, recuperaban la representación acerca de qué pudo haber significado ese suceso en el ámbito familiar y cultural y qué tenían que ver ellos con eso.
Es posible pensar que puedan unirse los esfuerzos de los hippies de los 60, los revolucionarios de los 70, los moderados que surgieron después, con las ideas de filósofos, sociólogos, religiosos que nuestra socie- dad supo conseguir, en un mismo reclamo: “Sean realistas, pidan lo imposible”. Desde el fondo del camino, nos acompañará el protagonista de Una historia sencilla, de David Lynch [24], quien, desafiando todo lo que se le aconseja y montado en una vieja podadora de pasto atravesará enormes distancias para que su sueño sea posible, para que su vida y la de su hermano se cierren de un modo más justo.
Nancy Cardinaux y María Angélica Palombo en dialnet.unirioja.es
Notas:
1. Morin, Edgar, Introducción al pensamiento complejo, Barcelona, Gedisa, 2005, p.140.
2. Hornstein, Luis, Las depresiones, Buenos Aires, Paidós, 2006, pp. 42-43.
3. Freud, Sigmund, “Moisés y la religión monoteísta”, en Obras Completas, t. 23, Buenos Aires, Amorrortu, 1990, p. 113.
4. Hornstein, Luis, Narcisismo, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 197.
5. Lynch, David, Terciopelo Azul, Estados Unidos de América, 1996.
6. Lynch, David, El camino de los sueños, Estados Unidos, 2003.
7. Lynch, David, Twin Peaks, Estados Unidos, años 90 (serie televisiva).
8. Soderbergh, Steven, Sexo, mentiras y video, Estados Unidos, 1989.
9. Entrevista a Luis Ortega, realizada por Oscar Ranzani, Página/12, jueves 19/10/2006.
10. Winnicott, D., A. Green, O. Mannoni, et alt., D. W. Winnicott, Buenos Aires, Editorial Trieb, 1978, pp. 28-29.
11. Dickens, Charles, Tiempos difíciles, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983, pp. 15-16.
12. Mcewan, Ian, Sábado, Barcelona, Anagrama, 2005, pp. 45-46.
13. Vegetti Finzi, Silvia, Historia de las pasiones, Barcelona, Losada, 1988, p. 15.
14. Sartre, Jean-Paul, “Las manos sucias”, en Teatro I, Buenos Aires, Losada, 1968, p. 298.
15. Camus, Albert, El hombre rebelde, Buenos Aires, Losada, 1967, p. 121.
16. Nietzsche, Friedrich, Así hablaba Zaratustra, Buenos Aires, ADE, 1996, p. 47.
17. Cioran, Emile, Historia y utopía, México, Tusquets, 1998, p.162.
18. Monterroso, Augusto, “E. Torres. Un caso singular”, en Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, México, Alfaguara, 1996, p. 235.
19. Cortázar, Julio, “Carta a una señorita en París”, en Bestiario, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1993, p. 19.
20. Citado en la editorial de la Revista de Ciencia Política, Bogotá, 1994.
21. Esta “novedad” de la percepción de injusticia puede ser puesta en duda. Al respecto dice Nino: “Todavía resulta impresionante la sentencia del prólogo de la Declaración de la Asamblea francesa que dice que ‘la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de los hombres son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Nino, Carlos Santiago, Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Barcelona, Ariel, 1989, p. 2.
22. Von Ihering, Rudolph, La lucha por el Derecho, México, Cajica, 1957, p. 45.
23. Kurosawa, Akira, Rapsodia en agosto, Japón, 1991.
24. Lynch, David, Una historia sencilla, Estados Unidos, 1999.
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