El Papa Francisco ha convocado oficialmente el Jubileo Extraordinario de la Misericordia con la publicación de la Bula ‘Misericordiae Vultus’. El acto se ha celebrado en la víspera del Domingo de la Misericordia en la basílica de San Pedro
El Año Santo comenzará el día de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, y tocará a su fin el 20 de noviembre de 2016, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo.
Francisco, Obispo de Roma y siervo de los siervos de Dios, a cuantos lean esta carta: gracia, misericordia y paz
1. Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra, que se hizo viva, visible y alcanzó su culmen en Jesús de Nazaret. El Padre, rico de misericordia (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad (Ex 34,6) no dejó de dar a conocer, de varios modos y en muchos momentos de la historia, su naturaleza divina. En la plenitud de los tiempos (Gal 4,4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, envió a su Hijo, nacido de la Virgen María, para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien ve a Él ve al Padre (cfr. Jn 14,9). Jesús de Nazaret, con su palabra, sus gestos y toda su persona[1], revela la misericordia de Dios.
2. Siempre necesitamos contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, serenidad y paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el que Dios sale a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une a Dios y al hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados, a pesar de las limitaciones de nuestros pecados.
3. Hay momentos en los que, de modo más intenso, estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser, también nosotros, signo eficaz del obrar del Padre. Por eso, he anunciado un Jubileo Extraordinario de la Misericordia como tiempo propicio para la Iglesia, que haga más fuerte y eficaz el ejemplo de los creyentes. El Año Santo comenzará el 8 de diciembre de 2015, solemnidad de la Inmaculada Concepción. Esta fiesta litúrgica indica el modo de obrar de Dios desde los albores de nuestra historia. Después del pecado de Adán y Eva, Dios no quiso dejar sola a la humanidad, ni a merced del mal. Por eso pensó y quiso a María santa e inmaculada en el amor (cfr. Ef 1,4), para que fuese la Madre del Redentor del hombre. Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado, y nadie podrá poner límite al amor de Dios que perdona. En la fiesta de la Inmaculada Concepción tendré la alegría de abrir la Puerta Santa. En esa ocasión será una Puerta de la Misericordia, a través de la cual cualquiera que entre podrá experimentar el amor de Dios que consuela, perdona y da esperanza.
El domingo siguiente, III de Adviento, se abrirá la Puerta Santa en la Catedral de Roma, la Basílica de San Juan de Letrán. Posteriormente se abrirán las Puertas Santas de las demás Basílicas Papales. Para ese domingo establezco que, en cada Iglesia particular, en la Catedral −que es la Iglesia Madre para todos los fieles− o en la Concatedral, o en una iglesia de especial significado, se abra durante todo el Año Santo una Puerta de la Misericordia. A juicio del Ordinario, también se podrá abrir una Puerta en los Santuarios, meta de muchos peregrinos que, en esos lugares santos, frecuentemente son tocados en su corazón por la gracia y encuentran el camino de la conversión. Así pues, cada Iglesia particular está directamente comprometida a vivir este Año Santo como un momento extraordinario de gracia y de renovación espiritual. El Jubileo, por tanto, será celebrado, tanto en Roma como en las Iglesias particulares, como signo visible de la comunión de toda la Iglesia.
4. He escogido la fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia reciente de la Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el 50º aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo ese acontecimiento, pues comenzaba un nuevo periodo de su historia. Los Padres reunidos en el Concilio notaron intensamente, como verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo de modo más comprensible. Derribadas las murallas que por mucho tiempo habían recluido a la Iglesia en una ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de modo nuevo, una nueva etapa en la evangelización de siempre, un nuevo compromiso para todos los cristianos de manifestar con mayor entusiasmo y convicción su propia fe. La Iglesia sentía la responsabilidad de ser, en el mundo, signo vivo del amor del Padre.
Vuelven a la mente las palabras cargadas de significado que san Juan XXIII pronunció en la apertura del Concilio para indicar el camino a seguir: En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad… La Iglesia Católica, al levantar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad católica, quiere mostrarse Madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y bondad para con los hijos separados de ella[2] . En el mismo horizonte se situaba también el beato Pablo VI quien, en la Conclusión del Concilio, se expresaba así: Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad… La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio… Una corriente de cariño y admiración se ha volcado del Concilio al mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo, en vez de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones purificadas y bendecidas… Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades[3].
Con estos sentimientos de agradecimiento por lo que la Iglesia ha recibido, y de responsabilidad por la tarea que nos espera, atravesaremos la Puerta Santa con la plena confianza de sabernos acompañados por la fuerza del Señor Resucitado, que continúa sosteniendo nuestra peregrinación. Que el Espíritu Santo −que conduce los pasos de los creyentes para que cooperen en la obra de la salvación realizada por Cristo− sea guía y apoyo del Pueblo de Dios para ayudarlo a contemplar el rostro de la misericordia[4].
5. El Año jubilar concluirá en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, el 20 de noviembre de 2016. Ese día, cerrando la Puerta Santa, en primer lugar tendremos sentimientos de gratitud y reconocimiento a la Santísima Trinidad por habernos concedido un tiempo extraordinario de gracia. Encomendaremos la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el inmenso cosmos a la señoría de Cristo, esperando que derrame su misericordia como el rocío de la mañana para una fecunda historia, aún por construir, con el compromiso de todos en el próximo futuro. ¡Cómo deseo que los años venideros estén impregnados de misericordia para poder salir al encuentro de cada persona, llevando la bondad y la ternura de Dios! Que a todos −creyentes y lejanos− pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros.
6. Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en eso se manifiesta su omnipotencia[5]. Las palabras de santo Tomás de Aquino muestran que la misericordia divina no es en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios. Por eso la liturgia, en una de las colectas más antiguas, invita a orar diciendo: Oh Dios que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón[6] . Dios será siempre para la humanidad como Aquel que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso.
Paciente y misericordioso es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se ve concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción. Los Salmos, de modo particular, destacan esa grandeza del actuar divino: Él perdona todas tus culpas y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia (103,3-4). De manera aún más explícita, otro Salmo manifiesta los signos concretos de su misericordia: El Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados (146,7-9). Por último, otras expresiones del salmista: El Señor sana los corazones afligidos y les venda sus heridas… El Señor sostiene a los humildes y humilla a los malvados hasta el polvo (147,3.6). Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la que nos revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por su hijo. Se puede decir que es realmente un amor visceral. Procede de lo más íntimo, como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón.
7. Eterna es su misericordia: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la revelación de Dios. En razón de la misericordia, todas las vicisitudes del Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico. La misericordia hace de la historia de Dios con su pueblo una historia de salvación. Repetir continuamente eterna es su misericordia, como lo hace el Salmo, parece un intento por romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre. No es casual que el pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo, conocido como el gran hallel, en las fiestas litúrgicas más importantes.
Antes de la Pasión Jesús rezó este Salmo de la misericordia. Lo atestigua el evangelista Mateo cuando dice que después de haber cantado el himno (26,30), Jesús y sus discípulos salieron al Monte de los Olivos. Mientras instituía la Eucaristía, como memorial perenne de Él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la Revelación a la luz de la misericordia. En ese mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte consciente del gran misterio del amor de Dios, que se habría de cumplir en la cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este Salmo, lo hace para los cristianos aún más importante y nos compromete a incorporar ese estribillo en nuestra oración de alabanza diaria: eterna es su misericordia.
8. Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos sentir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús recibió del Padre fue revelar el misterio del amor divino en su plenitud. Dios es amor (1Jn 4,8.16), afirma −por primera y única vez en toda la Sagrada Escritura− el evangelista Juan. Ese amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa que amor. Un amor que se entrega y se ofrece gratuitamente. Su trato con las personas que se le acercan deja ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo con los pecadores, con las personas pobres, excluidas, enfermas y que sufren, llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él carece de compasión.
Jesús, ante la multitud de las personas que le seguían, viendo que estaban cansadas y extenuadas, pérdidas y sin guía, sintió desde lo hondo de su corazón una intensa compasión (cfr. Mt 9,36). Por ese amor compasivo curó a los enfermos que le presentaban (cfr. Mt 14,14) y, con pocos panes y peces, calmó el hambre de una gran muchedumbre (cfr. Mt 15,37). Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la que leía el corazón de sus interlocutores y respondía a sus necesidades más reales. Cuando encontró a la viuda de Naim, que llevaba a su único hijo al sepulcro, sintió gran compasión por el inmenso dolor de la madre sumida en lágrimas, y le devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte (cfr. Lc 7,15). Después de haber liberado al endemoniado de Gerasa, le confía esta misión: Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho y la misericordia que ha obrado contigo (Mc 5,19). También la vocación de Mateo se sitúa en ese horizonte de la misericordia. Pasando ante el banco de los impuestos, los ojos de Jesús se posan sobre los de Mateo. Era una mirada llena de misericordia, que perdonaba los pecados de aquel hombre y, venciendo la resistencia de los otros discípulos, lo escoge a él, pecador y publicano, para que sea uno de los Doce. San Beda el Venerable, comentando esta escena, escribió que Jesús miró a Mateo con amor misericordioso y lo eligió: miserando atque eligendo[7]. Siempre me cautivó esa expresión, tanto que quise hacerla mi propio lema.
9. En las parábolas de la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que nunca se da por vencido hasta que absuelve el pecado y supera el rechazo con compasión y misericordia. Conocemos esas parábolas; tres en particular: la oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo (cfr. Lc 15,1-32). En estas parábolas, Dios se presenta siempre lleno de alegría, sobre todo cuando per-dona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se presenta como la fuerza que vence todo, que llena de amor el corazón y consuela con el perdón.
De otra parábola, además, podemos extraer una enseñanza para nuestro estilo de vida cristiano. Preguntado por Pedro sobre cuántas veces hay que perdonar, Jesús responde: No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete (Mt 18,22), y cuenta la parábola del siervo despiadado. Este, llamado por el patrón a devolver una gran suma, le suplica de rodillas y el patrón le perdona la deuda. Pero inmediatamente encuentra a otro siervo como él, que le debía unos pocos denarios, y le suplica de rodillas que tenga piedad, pero él se niega y lo hace encarcelar. Entonces el patrón, advertido del hecho, se irrita mucho y, volviendo a llamar al siervo, le dice: ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti? (Mt 18,33). Y Jesús concluye: Lo mismo hará mi Padre celestial con vosotros, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos (Mt 18,35).
La parábola nos ofrece una profunda enseñanza. Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos. Así pues, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros, en primer lugar, se nos aplicó esa misericordia. El perdón de las ofensas se convierte en la expresión más evidente del amor misericordioso y, para los cristianos, es un imperativo del que no podemos prescindir. ¡Qué difícil es muchas veces perdonar! Sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para lograr la serenidad del corazón. Olvidar el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices. Acojamos pues la exhortación del Apóstol: No permitáis que la noche os sorprenda enojados (Ef 4,26). Y, sobre todo, escuchemos las palabras de Jesús, que señaló la misericordia como ideal de vida y criterio de credibilidad de nuestra fe: Dichosos los misericordiosos, por-que encontrarán misericordia (Mt 5,7), es la bienaventuranza en la que hay que inspirarse este Año Santo.
Como se puede notar, la misericordia en la Sagrada Escritura es la palabra clave para indicar el obrar de Dios con nosotros, que no se limita a afirmar su amor, sino que lo hace visible y tangible. El amor, en definitiva, nunca puede ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza, es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se dan en el diario vivir. La misericordia de Dios es su responsabilidad hacia nosotros. Se siente responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de alegría y serenidad. En esa misma longitud de onda debe orientarse el amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos llamados a ser misericordiosos unos con otros.
10. La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debe estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada, en su anuncio y en su testimonio al mundo, puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa por el camino del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia vive un deseo inagotable de brindar misericordia[8]. Tal vez, durante mucho tiempo, hemos olvidado indicar y caminar por la senda de la misericordia. Por una parte, la tentación de pretender siempre y solamente la justicia, ha hecho olvidar que la misericordia es el paso primero, necesario e indispensable; la Iglesia, no obstante, necesita ir más allá para alcanzar una meta más alta y significativa. Por otra parte, es triste constatar que la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma, en algunos momentos, parece evaporarse. Pero, sin el ejemplo del perdón, solo queda una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo, para la Iglesia, el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de volver a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar al futuro con esperanza.
11. No podemos olvidar la gran enseñanza que san Juan Pablo II ofreció en su segunda encíclica Dives in misericordia, que no se esperada y cogió a muchos por sor-presa por el tema que trataba. Quiero recordar dos pasajes concretos. Primero, el santo Papa hacía notar el olvido de la misericordia en la cultura actual: La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parecen producir cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado (cfr. Gn 1,28). Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar sitio a la misericordia… Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes, guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios[9].
Además, san Juan Pablo II motivaba con estas palabras la urgencia de anunciar y dar testimonio de la misericordia en el mundo contemporáneo: Está dictada por el amor al hombre, a todo lo que es humano y que, según la intuición de gran parte de los con-temporáneos, está amenazado por un peligro inmenso. El misterio de Cristo... me obliga al mismo tiempo a proclamar la misericordia como amor compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de Cristo. Y me obliga también a acudir a dicha misericordia e implorarla en esta difícil y crítica fase de la historia de la Iglesia y del mundo[10]. Esta enseñanza es hoy más actual que nunca y merece ser recordada este Año Santo. Acojamos nueva-mente sus palabras: La Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia −el atributo más estupendo del Creador y Redentor− y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora[11].
12. La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios −corazón palpitante del Evangelio− que debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a buscar a todos, sin excluir a nadie. En nuestro tiempo, en el que la Iglesia está comprometida con la nueva evangelización, la misericordia exige ser propuesta una vez más con nuevo entusiasmo y renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y la credibilidad de su anuncio, que viva y dé ejemplo en primera persona de la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia, para penetrar en el corazón de las personas y moverlas a encontrar el camino de vuelta al Padre.
La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De ese amor, que llega al perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, comunidades, asociaciones y movimientos, en definitiva, donde haya cristianos, cualquiera debería encontrar un oasis de misericordia.
13. Queremos vivir este Año Jubilar a la luz de la palabra del Señor: Misericordiosos como el Padre. El evangelista recoge la enseñanza de Jesús: Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6,36). Es un programa de vida tan comprometedor como rico en alegría y paz. El imperativo de Jesús se dirige a cuantos escuchan su voz (cfr. Lc 6,27). Así, para ser capaces de misericordia, debemos en primer lugar ponernos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.
14. La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada. También para llegar a la Puerta Santa en Roma, y en cualquier otro lugar, cada uno deberá realizar, según sus fuerzas, una peregrinación. Será señal de que también la misericordia es una meta por alcanzar, que requiere compromiso y sacrificio. ¡Que esa peregrinación sea estímulo para la conversión! Atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros.
El Señor Jesús señala las etapas de la peregrinación por la que es posible alcanzar esta meta: No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en vuestro regazo. Con la medida con que midáis seréis medidos (Lc 6,37-38). Dice, primero, no juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie puede convertirse en juez de su hermano. Porque los juicios de los hombres se quedan en la superficie, mientras que el Padre mira el interior. ¡Cuánto daño hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia! Hablar mal del hermano, en su ausencia, equivale a exponerlo al descrédito, a comprometer su reputación y dejarlo a merced del chismorreo. No juzgar y no condenar significa −en positivo− saber notar lo que hay de bueno en cada persona y no permitir que sufra por nuestro juicio parcial y nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo, ni siquiera es suficiente para manifestar la misericordia. Jesús nos pide también perdonar y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en recibirlo de Dios. Ser generosos con todos, sabiendo que también Dios dispensa sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad.
Así pues, misericordiosos como el Padre es el lema del Año Santo. En la misericordia tenemos la prueba de cómo Dios nos ama. Se entrega a sí mismo por completo, siempre, gratuitamente y sin pedir nada a cambio. Acude a nuestra ayuda cuando le invocamos. Es bueno que la oración diaria de la Iglesia empiece con es-tas palabras: Dios mío ven en mi ayuda; apresúrate, Señor, a socorrerme (Sal 70,2). El auxilio que invocamos es ya el primer paso de la misericordia de Dios con nosotros. Viene a salvarnos de la condición de debilidad en la que vivimos. Y su auxilio consiste en permitirnos notar su presencia y cercanía. Día a día −tocados por su compasión− también nosotros llegaremos a ser compasivos con todos.
15. En este Año Santo podremos experimentar la apertura del corazón a los que viven en las periferias existenciales más contradictorias que, con frecuencia, las crea dramáticamente este mundo moderno. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen hoy en el mundo! ¡Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado por la indiferencia de los pueblos ricos! En este Jubileo la Iglesia está llamada a curar aún más esas heridas, a aliviarlas con el óleo del consuelo, a vendarlas con la misericordia y sanarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en el acostumbramiento que anestesia el ánimo e impide descubrir la no-vedad, en el cinismo que destruye. Abramos los ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Que nuestras manos estrechen sus manos y los acerquemos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, nuestra amistad y fraternidad. Que su grito sea el nuestro y, juntos, podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar tan campante para esconder la hipocresía y el egoísmo.
Es mi gran deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo de despertar nuestra conciencia, tantas veces aletargada, ante el drama de la pobreza, y para entrar aún más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta esas obras de misericordia para que nos demos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia a las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y difuntos.
No podemos escapar de las palabras del Señor, y por ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento; si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo; si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cfr. Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y, en ocasiones, es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de estar al lado de quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración a nuestros hermanos y hermanas. En cada uno de esos más pequeños está presente Cristo mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en huída… para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: A la tarde de la vida te examinarán en el amor[12].
16. En el Evangelio de Lucas encontramos otro aspecto importante para vivir con fe el Jubileo. El evangelista narra que Jesús, un sábado, volvió a Nazaret y, como era costumbre, entró en la Sinagoga. Lo llamaron para que leyera la Escritura y la comentara. El pasaje era el del profeta Isaías donde está escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (61,12). Un año de gracia: eso es lo que el Señor anuncia y lo que deseamos vivir. Este Año Santo trae consigo la riqueza de la misión de Jesús que resuena en las palabras del Profeta: llevar una palabra y un gesto de consuelo a los pobres, anunciar la liberación a los que están prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna, devolver la vista a quien ya no puede ver porque se ha encerrado en sí mismo, y volver a dar dignidad a cuantos han sido privados de ella. La predicación de Jesús se hace de nuevo visible en las respuestas de fe que el ejemplo de los cristianos está llamado a ofrecer. Que nos acompañen las palabras del Apóstol: El que practica la misericordia, que lo haga con alegría (Rm 12,8).
17. La Cuaresma de este Año Jubilar debe vivirse con más intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios. ¡Cuántas páginas de la Sagrada Escritura pueden ser meditadas en las semanas de Cuaresma para redescubrir el rostro misericordioso del Padre! Con palabras del profeta Miqueas, también nosotros podemos repetir: Tú, Señor, eres un Dios que borras la iniquidad y perdonas el pecado, que no mantienes tu cólera, pues amas la misericordia. Tú, Señor, volverás a compadecerte de nosotros y a tener piedad de tu pueblo. Destruirás nuestras culpas y arrojarás en el fondo del mar todos nuestros pecados (cfr. Mi 7,18-19).
Las páginas del profeta Isaías podrán ser meditadas con mayor atención en ese tiempo de oración, ayuno y caridad: Este es el ayuno que yo deseo: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no abandonar a tus semejantes. Entonces despuntará tu luz como la aurora, y tu herida sanará rápidamente; delante de ti avanzará la justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor. Entonces llamarás y el Señor responderá; pedirás auxilio y él dirá: ¡Aquí estoy! Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna; si partes tu pan con el hambriento y sacias al afligido de corazón, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía. El Señor te guiará incesantemente, te saciará en los ardores del desierto y llenará tus huesos de vigor; tú serás como un jardín bien regado, como una vertiente de agua, cuyas aguas nunca se agotan (Is 58,6-11).
La iniciativa 24 horas para el Señor, durante el viernes y sábado que anteceden el IV domingo de Cuaresma, debería realizarse en todas las Diócesis. Muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de la Reconciliación, entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia semejante suelen hallar el camino para volver al Señor, para vivir un momento de intensa oración y descubrir el sentido de su vida. Convencidos pues, volvemos a poner en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será, para cada penitente, fuente de verdadera paz interior.
Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean auténtico signo de la misericordia del Padre. ¡Ser confesores no se improvisa! Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros mismos penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y salva. Cada uno ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los pecados: ¡de eso somos responsables! Ninguno es dueño del Sacramento, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor debe acoger a los fieles como el padre de la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo, a pesar de haber dilapidado sus bienes. Los confesores están llamados a abrazar a ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó fuera −incapaz de alegrarse− para explicarle que su juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido ante la misericordia del Padre que no tiene límites. No harán preguntas impertinentes, sino que, como el padre de la parábola, interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, y serán capaces de advertir en el corazón de cada penitente la petición de ayuda y la súplica de perdón. En definitiva, los confesores están llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, signo del primado de la misericordia.
18. Durante la Cuaresma de este Año Santo tengo la intención de enviar Misioneros de la Misericordia. Serán una señal de la solicitud materna de la Iglesia por el Pueblo de Dios, para que penetre en profundidad en la riqueza de este misterio tan fundamental para la fe. Serán sacerdotes a los que daré autoridad para perdonar también los pecados reservados a la Sede Apostólica, y sea evidente la amplitud de su mandato. Serán, sobre todo, signo vivo de cómo el Padre acoge a cuantos están buscando su perdón. Serán misioneros de la misericordia porque serán los artífices ante todos de un encuentro lleno de humanidad, fuente de liberación, rico en responsabilidad, para superar obstáculos y retomar la vida nueva del Bautismo. Se dejarán conducir en su misión por las palabras del Apóstol: Porque Dios encerró a todos en la desobediencia, para tener misericordia de todos (Rm 11,32). Así que todos, sin excluir a nadie, están destinados a notar la llamada a la misericordia. Los misioneros deberán vivir esa llamada, conscientes de poder fijar la mirada en Jesús, sumo sacerdote misericordioso y digno de fe (Hb 2,17).
Pido a mis hermanos Obispos que inviten y reciban a estos Misioneros, para que sean ante todo predicadores convincentes de la misericordia. Que se organicen en las Diócesis misiones para el pueblo de modo que esos Misioneros sean anunciadores de la alegría del perdón. Que se les pida celebrar el sacramento de la Reconciliación para los fieles, para que el tiempo de gracia dado en el Año jubilar permita a tantos hijos alejados encontrar el camino de vuelta a la casa paterna. Y que los Pastores, especialmente durante el tiempo fuerte de Cuaresma, sean solícitos al invitar a los fieles a acercarse confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno (Hb 4,16).
19. Que la palabra del perdón pueda llegar a todos, y la llamada a experimentar la misericordia no deje a nadie indiferente. Mi invitación a la conversión se dirige con más insistencia a esas personas que se encuentran alejadas de la gracia de Dios por su conducta de vida. Pienso, de modo particular, en los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que sea. Por vuestro bien, ¡os pido cambiar de vida! Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que, si bien combate el pecado, nunca rechaza a ningún pecador. No caigáis en la terrible trampa de pensar que la vida depende del dinero y que ante él todo lo demás carece de valor y dignidad. ¡Es solo una ilusión! ¡No nos llevaremos el dinero al más allá! ¡El dinero no nos da la verdadera felicidad! La violencia empleada para amasar fortunas que derraman sangre no convierte a nadie en poderoso ni inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios, del que nadie puede escapar.
Que la misma llamada llegue también a todos los promotores o cómplices de corrupción. Esta llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que clama al cielo, pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social. La corrupción impide mirar al futuro con esperanza porque, con su prepotencia y avidez, destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que anida en gestos ordinarios para expandirse luego a escándalos públicos. La corrupción es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma de poder. Es obra de las tinieblas, mantenida por la sospecha y la intriga. Corruptio optimi pessima, decía con razón san Gregorio Magno, para indicar que nadie puede sentirse inmune a esta tentación. Para erradicarla de la vida personal y social son necesarias prudencia, vigilancia, lealtad, transparencia, unidas al valor de la denuncia. Si no se combate abiertamente, tarde o temprano busca cómplices y destruye la existencia.
¡Este es el tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón. Ante tantos crímenes cometidos, escuchad el llanto de todas las personas que habéis destrozado en su vida, familia, afectos y dignidad. Seguir como estáis es sólo fuente de arrogancia, ilusión y tristeza. ¡La verdadera vida es algo muy distinto de lo que ahora pensáis! ¡El Papa os tiende la mano! Está dispuesto a escucharos. Basta solamente que acojáis la llamada a la conversión y os sometáis a la justicia, mientras la Iglesia os ofrece misericordia.
20. No será inútil, en este contexto, recordar la relación entre justicia y misericordia. No son dos momentos opuestos entre sí, sino un solo momento que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor. La justicia es un concepto fundamental para la sociedad civil cuando, normalmente, se refiere a un orden jurídico a través del cual se aplica la ley. Con la justicia, se entiende también que a cada uno se le debe dar lo que le corresponde. En la Biblia, muchas veces se hace referencia a la justicia divina y a Dios como juez. Generalmente es entendida como la observancia íntegra de la ley y el comportamiento de todo buen israelita según los mandamientos de Dios. Esta visión, sin embargo, ha llevado no pocas veces a caer en el legalismo, falseando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor que la justicia tiene. Para superar la perspectiva legalista, sería necesario recordar que, en la Sagrada Escritura, la justicia es concebida esencialmente como abandonarse confiadamente en la voluntad de Dios.
Por su parte, Jesús habla muchas veces de la importancia de la fe, más que de la observancia de la ley. Es, en este sentido, como debemos comprender sus palabras cuando, estando a la mesa con Mateo y sus amigos, dice a los fariseos que le reprochaban por comer con publicanos y pecadores: Id y aprended qué significa: misericordia quiero y no sacrificios. Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13). Ante la visión de la justicia como mera observancia de la ley que juzga, dividiendo a las personas en justos y pecadores, Jesús se inclina en mostrar el gran de don de la misericordia, que busca a los pecadores para ofrecerles perdón y salvación. Se comprende que, ante una perspectiva tan liberadora y fuente de renovación, Jesús fuera rechazado por los fariseos y los doctores de la ley. Estos, para ser fieles a la ley, solo ponían peso sobre los hombros de las personas, pero frustraban la misericordia del Padre. La llamada a observar la ley no puede obstaculizar la atención a las necesidades que afectan a la dignidad de las personas.
A este respecto, es muy significativa la referencia de Jesús al profeta Oseas (6,6): yo quiero amor, no sacrificio. Jesús afirma que, de ahora en adelante, la regla de vida de sus discípulos deberá ser la del primado a la misericordia, como Él mismo manifiesta compartiendo la mesa con los pecadores. La misericordia, una vez más, se revela como dimensión fundamental de la misión de Jesús. Es un verdadero reto para sus interlocutores, que se quedan en el aspecto formal de la ley. Jesús, en cambio, va más allá de la ley; al compartir con los que la ley consideraba pecadores, permite comprender hasta dónde llega su misericordia.
También el Apóstol Pablo hizo un recorrido parecido. Antes de encontrar a Jesús en el camino a Damasco, su vida estaba dedicada a perseguir de manera implacable la justicia de la ley (cfr. Flp 3,6). La conversión a Cristo le llevó a ampliar su visión anterior, hasta afirmar en la carta a los Gálatas: Hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la Ley (2,16). Parece que su comprensión de la justicia cambió radicalmente. Pablo pone en primer lugar la fe y no la ley. El juicio de Dios no lo constituye la observancia o no de la ley, sino la fe en Jesucristo que, con su muerte y resurrección, trae la salvación junto a la misericordia que justifica. La justicia de Dios se convierte ahora en liberación para cuan-tos están oprimidos por la esclavitud del pecado y sus consecuencias. La justicia de Dios es su perdón (cfr. Sal 51,11-16).
21. La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer. La experiencia del profeta Oseas nos ayuda a mostrarnos la superación de la justicia respecto a la misericordia. La época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de la historia del pueblo judío. El Reino está cercano a la destrucción; el pueblo no ha permanecido fiel a la alianza, se ha alejado de Dios y ha perdido la fe de sus Padres. Según la lógica humana, es justo que Dios piense en rechazar al pueblo infiel: no ha observado el pacto establecido y, por tanto, merece la pena correspondiente, el exilio. Las palabras del profeta lo atestiguan: Volverá al país de Egipto, y Asur será su rey, porque se han negado a convertirse (Os 11,5). Sin embargo, después de esta reacción que apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios: Mi corazón se revuelve dentro de mí y se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo aniquilar (11,8-9). San Agustín, como comentando las palabras del profeta dice: Es más fácil que Dios contenga la ira que la misericordia[13].
Si Dios se quedara en la mera justicia, dejaría de ser Dios, y sería como todos los hombres que invocan respeto a la ley. La justicia en sí misma no basta, y la experiencia enseña que, apelando solo a ella, se corre el riesgo de destruirla. Por eso, Dios va más allá de la justicia, con la misericordia y el perdón. Eso no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que ese no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia; la engloba y la supera en un acto superior donde se experimenta el amor, que es la base de la verdadera justicia. Debemos prestar mucha atención a lo que escribe Pablo para no caer en el mismo error que el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos judíos: Desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo el que cree (Rm 10,3-4). Esa justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia, en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, pues, es el juicio de Dios sobre nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida nueva.
22. El Jubileo lleva también consigo una referencia a la indulgencia. En el Año Santo de la Misericordia, adquiere una particular relevancia. El perdón de Dios por nuestros pecados no conoce límites. En la muerte y resurrección de Jesucristo, Dios hace evidente ese amor, que es capaz de destruir el pecado de los hombres. Dejarse reconciliar con Dios es posible por medio del misterio pascual y la mediación de la Iglesia. Así pues, Dios está siempre disponible para el perdón y nunca se cansa de ofrecerlo de manera siempre nueva e inesperada. Pero todos tenemos experiencia del pecado. Sabemos que estamos llamados a la perfección (cfr. Mt 5,48), pero sentimos fuerte el peso del pecado. Mientras notamos el poder de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. A pesar del perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones, que son consecuencia de nuestros pecados. En el sacramento de la Reconciliación Dios perdona los pecados, que realmente son borrados; pero la huella negativa que los pecados dejan en nuestro comportamiento y en nuestro pensamiento permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que eso. Se transforma en indulgencia del Padre que, a través de la Esposa de Cristo, alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo, consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor, más que a recaer en el pecado.
La Iglesia vive la comunión de los Santos. En la Eucaristía, esa comunión, que es don de Dos, actúa como unión espiritual que une a los creyentes con los Santos y Beatos, cuyo número es incalculable (cfr. Ap 7,4). Su santidad viene en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es capaz, con su oración y su vida, de compensar la debilidad de unos con la santidad de otros. Vivir la indulgencia en el Año Santo significa, pues, acercarse a la misericordia del Padre con la certeza de que su perdón se extiende a toda la vida del creyente. Indulgencia es experimentar la santidad de la Iglesia que participa de todos de los beneficios de la redención de Cristo, porque el perdón se extiende hasta las últimas consecuencias a las que llega el amor de Dios. Vivamos intensamente el Jubileo, pidiendo al Padre el perdón de los pecados y la gracia de su indulgencia misericordiosa.
23. La misericordia posee un valor que sobrepasa los confines de la Iglesia. Nos relaciona con el judaísmo y el Islam, que la consideran uno de los atributos más propios de Dios. Israel fue el primero en recibir la revelación, y queda en la historia como comienzo de una riqueza inconmensurable que ofrece a toda la humanidad. Como hemos visto, las páginas del Antiguo Testamento están entretejidas de misericordia porque narran las obras que el Señor realizó en favor de su pueblo en los momentos más difíciles de su historia. El Islam, por su parte, entre los nombres que atribuye al Creador está el de Misericordioso y Clemente. Esta invocación aparece con frecuencia en los labios de los fieles musulmanes, que se sienten acompañados y sostenidos por la misericordia en su diaria debilidad. También ellos creen que na-die puede limitar la misericordia divina, porque sus puertas están siempre abiertas.
Que este Año Jubilar, vivido en la misericordia, pueda favorecer el encuentro con estas religiones y con las otras nobles tradiciones religiosas; que nos haga más abiertos al diálogo para conocerlas y comprendernos mejor; que elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y discriminación.
24. El pensamiento se dirige ahora a la Madre de la Misericordia. Que la dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para que podamos descubrir la alegría de la ternura de Dios. Nadie como María conoció en profundidad el misterio del Dios hecho Hombre. Todo en su vida estuvo impregnado por la presencia de la misericordia hecha carne. La Madre del Crucificado-Resucitado entró en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente en el misterio de su amor.
Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, María estuvo preparada desde siempre para ser Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. Guardó en su corazón la divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús. Su canto de alabanza, en el umbral de la casa de Isabel, lo dedicó a la misericordia, que se extiende de generación en generación (Lc 1,50). También nosotros estábamos presentes en aquellas palabras proféticas de la Virgen María. Esto nos servirá de consuelo y apoyo mientras atravesaremos la Puerta Santa para experimentar los frutos de la misericordia divina.
Al pie de la cruz, María junto a Juan, el discípulo del amor, es testigo de las palabras de perdón que salen de la boca de Jesús. El perdón supremo ofrecido a quien lo ha crucificado nos muestra hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios. María atestigua que la misericordia del Hijo de Dios no conoce límites y alcanza a todos sin excluir a nadie. Dirijamos a Ella la antigua y siempre nueva oración Salve Regina, para que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús.
Que nuestra oración se extienda también a tantos Santos y Beatos que hicieron de la misericordia la misión de su vida. En concreto, el pensamiento se dirige a la gran apóstol de la misericordia, santa Faustina Kowalska. Que ella, llamada a entrar en las profundidades de la divina misericordia, interceda por nosotros y nos obtenga vivir y caminar siempre en el perdón de Dios, con inquebrantable confianza en su amor.
25. Un Año Santo extraordinario, pues, para vivir en la vida de cada día la misericordia, que desde siempre el Padre nos dispensa. En este Jubileo, ¡dejémonos sor-prender por Dios! Nunca se cansa de abrir la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir su vida con nosotros. La Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios. Su vida es auténtica y creíble cuando, con convicción, hace de la misericordia su anuncio. Sabe que la primera tarea, sobre todo en un momento como el actual, lleno de grandes esperanzas y fuertes contradicciones, es introducir a todos en el misterio de la misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo. La Iglesia está llamada a ser el primer testigo veraz de la misericordia, profesándola y viviéndola como el centro de la Revelación de Jesucristo. Desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y fluye sin parar el gran río de la misericordia. Esa fuente nunca podrá agotarse, sin importar cuántos sean los que a ella se acerquen. Cada vez que alguien tenga necesidad podrá venir a ella, porque la misericordia de Dios no tiene fin: ¡tan insondable es la profundidad del misterio que encierra, tan inagotable la riqueza que de ella proviene!
Que en este Año Jubilar la Iglesia se convierta en el eco de la Palabra de Dios que resuena fuerte y decidida como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda, de amor. Que nunca se canse de ofrecer misericordia y sea siempre paciente al consolar y perdonar. Que la Iglesia sea voz de cada hombre y mujer y repita con confianza y sin descanso: Acuérdate Señor de que tu misericordia y amor son eternos (Sal 25,6).
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de abril, Vigilia del Segundo Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, del Año del Señor 2015, tercero de mi pontificado.
Francisco
(Traducción de Luis Montoya)
[1] Cfr. Dei Verbum, 4.
[2] Gaudet Mater Ecclesia, 11-X-1962, 2-3.
[3] Alocución, 7-XII-1965.
[4]Cfr. Lumen gentium, 16; Gaudium et spes, 15.
[5]Summa Theologiae, II-II, q. 30, a. 4.
[6] XXVI Domingo del tiempo ordinario. Esta colecta se encuentra ya en el siglo VIII entre los textos eucológicos del Sacramentario Gelasiano (1198).
[7] Cfr. Homilía 21: CCL 122, 149-151.
[8] Evangelii gaudium, 24.
[9] Dives in misericordia, 2.
[10] Ibid., 15.
[11] Ibíd., 13.
[12] Palabras de luz y de amor, 57.
[13] Enarrationes in Psalmos 76,11.
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San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
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