Me lo dijo en cuanto llegué, exaltada: “Tu tía Carmen ha encontrado un nido de mirlos”. Se ve que no correspondí con entusiasmo proporcionado, así que, por si no había escuchado bien, mi madre repitió la noticia con la misma cara de cría que se le pone siempre que regresa a los territorios de su infancia
Apareció luego la tía Carmen y decidieron que tenían que enseñarme el nido. En un lateral de la casa donde nacieron −yo también nací allí− hay un reborde pequeño de terreno casi un metro más alto que el camino, entre el hórreo y la casa, donde ya solo queda un loureiro bajo. Allí se subió para mi susto la tía Carmen y me pidió que la siguiera. Apartó con el bastón unas ramas, salió volando un mirlo enorme y apareció el nido perfecto con sus tres polluelos.
Mi madre sonreía desde el camino. Poco antes, me había llevado casi de la mano a un nabal diminuto que mi cuñado sembró detrás de la casita de fin de semana que tienen allí. Quería que me deslumbrara con el estallido de amarillos en sus flores como espigas y que sintiera el perfume, “sano”, dijo ella, que producían sin soberbia aquellas plantas, sabiéndose simples nabos.
Andaba también pendiente de escuchar el cuco, pero no compareció para darle ese placer. Señalando unas margaritas, me dijo que su llegada siempre la alegraba mucho de pequeña, porque significaba que el San Xorxe estaba cerca, con su misa solemne y su romería en la capilla y su comida de fiesta en casa.
Subí al coche de vuelta. En la radio discutían −mira tú qué cosa− si el aborto es un derecho, si pueden obligarte a organizar una boda gay o si deberíamos hacer algo para detener las matanzas de cristianos. Me dio mucha grima y la apagué.