La mejora de las personas y de las familias no se produce por decreto
La mejora de las personas y de las familias no se produce por decreto
Alguno podría pensar, a la luz de la situación de la familia en el mundo actual, que todo está perdido, que la crisis es irremediable, que las sombras se han tragado a las luces. Esa reacción pesimista no está justificada. La fuerza del bien es muy grande. Pero no actúa por arte de magia, sino gradualmente, al compás del buen ejercicio de la libertad humana. “A la injusticia originada por el pecado −que ha penetrado profundamente también en las estructuras del mundo de hoy− y que con frecuencia pone obstáculos a la familia en la plena realización de sí misma y de sus derechos fundamentales, debemos oponernos todos con una conversión de la mente y del corazón, siguiendo a Cristo Crucificado en la renuncia al propio egoísmo: semejante conversión no podrá dejar de ejercer una influencia beneficiosa y renovadora incluso en las estructuras de la sociedad” (San Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 9).
La mejora de las personas y de las familias no se produce por decreto. Hace falta un profundo cambio en las disposiciones del corazón, para que el mejoramiento no sea sólo aparente o superficial. “Se pide una conversión continua, permanente, que, aunque exija el alejamiento interior de todo mal y la adhesión al bien en su plenitud, se actúa sin embargo concretamente con pasos que conducen cada vez más lejos” (idem).
El progreso ha de ser paso a paso, y hay que rechazar una impaciencia infantil, puramente humana, al no comprobar de inmediato las mejoras que se esperan. “Se desarrolla así un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y social del hombre. Por esto es necesario un camino pedagógico de crecimiento con el fin de que los fieles, las familias y los pueblos, es más, la misma civilización, partiendo de lo que han recibido ya del misterio de Cristo sean conducidos pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico y a una integración más plena de este misterio en su vida” (idem).
Para que la fe se haga vida es precisa su inculturación, y ésta no es inmediata sino gradual. Y la inculturación se refiere no sólo a las culturas que se afincan claramente en el pasado, sino también a las culturas presentes y emergentes. “Está en conformidad con la tradición constante de la Iglesia el aceptar de las culturas de los pueblos, todo aquello que está en condiciones de expresar mejor las inagotables riquezas de Cristo. Sólo con el concurso de todas las culturas, tales riquezas podrán manifestarse cada vez más claramente y la Iglesia podrá caminar hacia un conocimiento cada día más completo y profundo de la verdad, que le ha sido dada ya enteramente por su Señor“(idem). La inculturación de la fe cristiana debe llevarse a cabo cada vez más ampliamente, también en el ámbito del matrimonio y de la familia.
Hace falta, pues, un proceso gradual, primero en la propia conversión del corazón; después en el empeño para que la fe se haga vida, se comunique y dinamice la cultura.