Me dicen que parezco más joven, que me conservo muy bien, que soy joven de espíritu, pero la Tarjeta Dorada no miente
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No quiero dramatizar, pero cuando miro hacia atrás veo cómo la espiral del tiempo se ha ido estrechando; si miro hacia adelante, me siento con las manos todavía vacías y me digo que no hay tiempo que perder
Hoy me he sacado la Tarjeta Dorada por la que la Renfe concede grandes bonificaciones en los billetes (hasta un 40 %) a quienes han cumplido los sesenta años. Nunca lo hubiera imaginado: ya soy un sexagenario. Me dicen que parezco más joven, que me conservo muy bien, que soy joven de espíritu, pero la Tarjeta Dorada no miente.
Hasta hace poco lo que más llamaba mi atención era lo cortas que se me habían hecho las últimas décadas. El tiempo, que en la infancia se detenía en unos veranos inacabables, se deslizaba en la madurez como un caballo desbocado, día a día, semana a semana, año tras año. En cambio, ahora lo que más me impacta es la convicción de que mi tiempo acelera el paso hacia su final. No quiero dramatizar, pero cuando miro hacia atrás veo cómo la espiral del tiempo se ha ido estrechando; si miro hacia adelante, me siento con las manos todavía vacías y me digo que no hay tiempo que perder.
A ratos me consuela recordar el dicho de San Juan de la Cruz: “A la tarde te examinarán en el amor”. Y ahora que soy sexagenario pongo más empeño quizás en intentar ser amable, en expresar con obras mi afecto, en acariciar a quienes quiero, a los niños, a los pobres, a los ancianos y, sobre todo, me esfuerzo en aferrar tenazmente la pluma para seguir escribiendo por amor a quienes algún día lleguen quizás a leerme.
Parafraseando a Edith Stein me gusta decir también que lo que no está en nuestras manos, está en las manos de Dios. Ayer leía precisamente al Papa Francisco: “Dios cura nuestras heridas con sus manos y para tener manos se hizo hombre”.
Cuántas veces pienso que el tiempo se me escapa como el agua entre los dedos. Si miro mis manos, puedo ver los surcos, las cicatrices, las marcas que en ellas el tiempo ha ido dejando. Si las comparo con las de un bebé, puedo comprobar cómo el paso del tiempo ha convertido la delicada suavidad de las manitas de un recién nacido en la áspera rugosidad de las de un sexagenario.