“En él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2, 9).
Me apresuro a disipar la eventual sorpresa de algún lector al tropezarse con ese “pero” adversativo que sigue a la “Navidad”. Lejos de mí quitar un ápice de importancia al festejo del Nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre, y a la consiguiente alegría de esta gran fiesta. Entonces ¿a qué viene ese “pero…”? Efectivamente, hay que aclararlo: Navidad, pero sin quedarnos en una alegría blandengue, bullanguera y epidérmica de lucecitas y dulces, rebajando la grandeza de lo que significa y encierra la palabra “Navidad”, como por desgracia viene sucediendo últimamente.
Este año, por ejemplo, algunos han empezado a desvirtuar la Navidad al pretender adelantarla caprichosamente y por las buenas al pasado mes de octubre -o más bien por las malas, habría que decir-, como ha sucedido en algún país de Hispanoamérica. Y ya en noviembre, en muchas ciudades ha sonado el pistoletazo de salida para la profusión de luces por doquier, árboles navideños, etc... Bienvenidos sean la iluminación y adornos exteriores que acompañan estas fiestas, pero ¿dónde queda la presentación del misterio de Belén, con las pequeñas figuras del Niño en la cuna, junto a María y José? Apenas si se echan de ver en algún que otro escaparate; se diría que las luces tintineantes y las ramas de los árboles navideños no dejan ver el bosque del misterio que les da la vida: la figura del Niño-Dios nacido en Belén.
Ahora sí llega Navidad, pero vivámosla a fondo con la máxima alegría que pide este hecho histórico, y no superficialmente. Para los cristianos, una alegría así solo es posible si ahondamos en las raíces últimas de este misterio divino. Hace XXI siglos, en Belén y en una cueva para guardar el ganado, nació un niño que no habría pasado de ser uno más como tantos otros, si faltase la luz de la fe. Pero si dejamos entrar esta luz divina en nuestra cabeza y corazón, el creyente se arrodilla ante ese Niño porque siendo como tantos otros, sabe a la vez que es Dios, y cree con san Pablo que “en él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Esta realidad de un Niño-Dios, en brazos de su madre María o recostado en el pesebre, es algo tan inaudito que merecería un asombro permanente.
Con todo, Belén solo fue el comienzo porque sabemos que hubo más, muchísimo más que ahora conviene recordar. El plan completo de la Historia y de cuanto Dios ha hecho por nosotros, me gusta imaginarlo como un inmenso cuadro que llevase por título: “El Amor de Dios”; en este lienzo histórico, resaltaré ahora junto al nombre de Belén, 4 nombres más: Egipto, Nazaret, Jerusalén y, en esta ciudad, el montículo del Calvario. Este cuadro nos muestra el amor infinito de Cristo, fugitivo hacia Egipto, perseguido por los ambiciosos del mundo: entonces, Herodes, a quien hoy no le faltan sucesores. Después, en Nazaret lo vemos santificando el trabajo ordinario, antes de proclamar a los cuatro vientos la llegada del Reino de Dios. Finalmente, Jerusalén, donde la locura de su amor alcanzó ya extremos inimaginables, como fue convertir los elementos del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, para entregarse todo Él como alimento de vida eterna, y como anticipo sacramental de lo que, al día siguiente haría de modo cruento en el Calvario, derramando en la Cruz hasta su última gota de sangre.
Recordar así con breves pinceladas ese cuadro completo y hablar del Calvario y de la Cruz, parece que ahora no toca estando en Navidad. Sin embargo, solo mirando la historia completa, la Navidad adquiere toda su prodigiosa fuerza de amor divino y humano. Cristo vino a redimirnos y por tanto, Belén y el Calvario están estrechamente unidos, son inseparables, y lejos de disminuir la alegría del creyente, deben potenciarla máximamente. Dos últimas consideraciones reforzarán lo escrito hasta aquí.
Una primera, me la suscitó una felicitación de Navidad que recibí hace un par de años. Era un dibujo con las figuras de Jesús y de Papá Noel; éste llevaba un enorme talego a sus espaldas. A Jesús se le veía cargado con su Cruz. Encabezaba el dibujo esta pregunta dirigida a los dos: “¿Qué llevas ahí?”. Bajo la figura de Papá Noel, leíamos su respuesta: “Llevo muchos regalos para todo el mundo”. Jesús, por su parte, contestaba: “Yo llevo uno solo, pero alcanza para todos”. En román paladino: el Niño de Belén nos ha regalado y ofrecido a cada uno, el amor inmenso que nos mostró muriendo en la Cruz.
Y segunda consideración, que completa la anterior: “Belén”, como muchos saben, en hebreo “Bet-léhem”, significa “casa del pan”. El Niño nacido en Belén, predicando en Cafarnaúm, dirá: Yo soy el pan que ha bajado del cielo (…) Yo soy el pan de vida (…); y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 41; 48: 51). Lo hizo, como he recordado antes, al instituir la Eucaristía y, al día siguiente, ofrecerse en la Cruz. Un regalo de amor que no pasa y se hace presente cada vez que celebramos la Misa, porque Jesús lo quiso expresamente, al pedir a los apóstoles: “Haced esto en conmemoración mía” (Lc 22, 19). Se comprende que, para los fieles católicos, celebrar la Navidad tenga como referencia central la llamada “Misa del Gallo”, a la hora en que comienza la fiesta del Nacimiento.
La reflexión de un santo contemporáneo condensaría de algún modo la entraña de estas líneas. Como fruto de su vida interior, san Josemaría escribió: “Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz. Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! («Nuestra» Misa, Jesús...)”. (Camino, 533). El amor verdadero siempre será entrega sacrificada y alegre en bien de la persona amada.
Para concluir: ningún “pero” adversativo a la Navidad, sino todo lo contrario. Ojalá la festejemos con alegría honda, aunque no falten cruces en la vida personal y en la convivencia social. A todos deseo esa alegría cristiana, junto con la paz proclamada por los ángeles al anunciar el Nacimiento de Jesús. Para todos, pues: ¡Feliz Navidad!